Está en la página 1de 2

CHAMOUX, Francois La civilización griega Editorial Óptima, Madrid, 2000

El cuadro natural

Estamos ya lejos de pensar, como Taine, que todo se explica, o casi todo, por la influencia del cuadro natural
o del clima. Son los hombres quienes hacen la historia y sacan partido de las condiciones geográficas en la
medida de su perseverancia y de su ingenio. Pero no deja de ser cierto que estas condiciones facilitan más o
menos la tarea y que inversamente contribuyen a modelar el carácter de los pueblos. Ahora bien, cualquiera
que haya visitado Grecia y sus alrededores no puede dudar de que esta región del Mediterráneo ha ejercido
sobre sus antiguos habitantes la más benéfica influencia. Si para los modernos, provistos de tantos medios
diversos para sustraerse a las exigencias del suelo ya los caprichos del clima, la seducción del mundo egeo
sigue siendo tan fuerte, ¿qué no debió ser en una época en que la dependencia del hombre en relación a las
condiciones la naturales era mucho más estrecha que lo es hoy día? Recordemos, pues, someramente lo que
es ese país privilegiado.

La Grecia propia forma la extremidad meridional de la Península Balcánica. Sus dimensiones son modestas:
no hay mucho más de 400 kilómetros desde el macizo del Olimpo, que señala el límite septentrional de la
Tesalia, hasta el cabo Tenaro (o cabo Matapán), punta meridional del Peloponeso. Pero este pequeño país está
extremadamente dividido en compartimientos a causa de su naturaleza montañosa y de sus recortadas costas.
Por eso, deja aún al que lo recorre hoy día la impresión de ser más extenso que lo que dejarían suponer sus
dimensiones sobre el mapa. La variedad de paisajes, en los que interviene casi siempre el elemento vertical de
las montañas, con frecuencia combinado con la línea de agua de las perspectivas marítimas, refuerza todavía
más este sentimiento de amplitud y volumen que exalta a espectador.

La Grecia continental, que prolonga más allá del golfo de Corinto la península del Peloponeso (o Morea),
está, en efecto, casi en todas partes cubiertas de montañas, si no muy elevadas (ninguna llega a los 3000 m),
por lo menos muy abruptas. Las dos únicas llanuras de alguna importancia son la llanura de Beocia, de la cual
el lago Copais, hoy día desecado, ocupaba una porción considerable en la Antigüedad, y sobre todo, más al
norte; la de Tesalia, la única en la que con frecuencia deja de verse en el horizonte la barrera montañosa. En
todos los otros lugares no se descubre entre las montañas y las colinas más que pequeñas cuencas interiores o
terrazas costeras cuya mayor dimensión sobrepasa raramente los veinte kilómetros. Entre esas cuencas, las
divisiones del relieve permiten por lo común encontrar estrechos pasajes, siguiendo pistas costeras o valles
sinuosos y escarpados.

Afortunadamente, el mar, deslizándose profundamente entre las montañas, ofrece una cómoda vía de
comunicación: ningún punto de la Grecia propia se encuentra a más de 90 kilómetros del mar. La Grecia
insular es el complemento natural de la Grecia continental. Más que las islas Jónicas, un poco aisladas en el
borde de las extensiones desiertas del Mediterráneo central, las que cuentan son las islas del mar Egeo.
Cerrando al sur por la larga, estrecha y alta barrera de Creta, que se acerca a los 2.500 metros en el monte Ida,
y al norte por las costas de Macedonia y Tracia, mar está sembrado de islas, hasta el punto de que un navío
pierde raramente de vista la tierra. De Eubea hasta Rodas, las Cícladas y las Esporadas meridionales o
Dodecaneso dibujan entre Grecia y el Asia Menor un rosario continuo de tierras emergidas. Gracias a estas
islas montañosas, refugio o abrigo del navegante, la entera cuenca egea ha pasado a ser una dependencia de
Grecia.

La mayor parte de las islas tienen suelo rocoso, carente de aguas vivas, poco favorable a la vegetación.
Únicamente las mayores de las Cícladas, Andros, Tenos, Naxos, Paros o Milo, ofrecen mejores condiciones.
La isla volcánica de Santorín ( en la Antigüedad, Tera) debe a su suelo de piedra pómez una particular
fertilidad, pero la ausencia de un puerto natural ha perjudicado su desarrollo. Más ricas son las grandes islas
de la costa asiática: Lesbos, Quío, Samos, apenas separadas del continente por canales de escasa anchura, y
que participan de manera natural de la vida del litoral anatólico. Rodas, al sur, ocupa un lugar aparte, un poco
excéntrico. Al norte, Samotracia, Tasos y los tres dedos de las Calcídicas, Lemnos, Sciros y el archipiélago
de las Esporadas, jalonan de señales útiles la mitad septentrional del mar Egeo.
Ciertamente, entre comarcas de un país tan diverso existen diferencias notables: mientras las cumbres del
Pindo se cubren de bosques alpinos, Delos o Citera no son más que rocas desnudas, y, en verano, las risueñas
campiñas de la Élida de horizontes siempre verdes hacen un vivo contraste con la llanura de Tesalia,
polvorienta y quemada por el sol. Pero esas variaciones, salvo en los casos extremos, no se manifiestan más
que dentro de un conjunto al cual el clima mediterráneo confiere una unidad profunda. Desde la Antigüedad
ese clima aparecía como particularmente favorable. Grecia ha recibido en el reparto -dice Herodoto-, con
mucho, las estaciones más templadas (III, 106) .Mar y montaña y más aún la acción de los vientos etesios*
(lo que se llama el meltem en las Cícladas) hacen soportable el ardor del largo verano. El invierno,
generalmente suave, es la estación de las lluvias, pero conoce también bellos días de sol. El hielo y la
escarcha no son, ciertamente, desconocidos, ya veces hay nieve, incluso en el Atica; pero tales rigores duran
poco, como duran poco las escasas tempestades, por otro lado impresionantes. En total, es un clima tónico y
sano, que favorece la vida al aire libre. La pureza del aire ha sido celebrada con justicia: Eurípides canta la
atmósfera del Atica, la más luminosa que exista (Medea, 829-830). Si los verdaderos ríos son escasos, como
el Aqueloó y el Aractos en Acarnania yen Epiro, el Peneo en Tesalia, el Alfeo en Arcadia y en Élida, por lo
menos las fuentes no faltan, salvo en las Cícladas, donde el empleo de las cisternas está generalizado.

El terreno se presta a cultivos variados: cereales (cebada y trigo), viña, olivo, higuera. El ganado mayor sólo
encuentra pastos en las montañas o en la llanura de Tesalia, en la cual los caballos gozaban de gran fama. Por
el contrario, ovejas, cabras y cerdos pacen sin dificultad en el monte. En la Antigüedad, la caza pululaba:
conejos y liebres, pájaros salvajes, jabalíes, ciervos y gamos. Había también fieras: osos, lobos e incluso
leones, que se cazaban todavía en la época clásica en las montañas del norte. Los lagos proporcionaban
importantes recursos a los pescadores: por ejemplo, las anguilas del lago Copais, en Beocia, que se
exportaban hacia Atenas. En cuanto a los peces de mar, eran objeto de una pesca activa, desde la morralla de
las anchoas y las sardinas hasta las grandes piezas, como los atunes. Muy pronto también los griegos supieron
practicar la cría de las abejas. Suelo y subsuelo ofrecen recursos diversos: admirables piedras de
construcción, como la piedra de talla (o poros) de Sicione, el calcáreo gris azul del Parnaso o los mármoles de
las Cícladas, de Tasos o del Ática; la arcilla que permite la construcción con ladrillos sin cocer y favorece el
auge de la cerámica, sobre todo cuando esta arcilla es, como en el Ática, de una excepcional calidad; los
metales útiles o preciosos. Hay cobre en Eubea; plata en Tasos, en Sifnos, en las Cícladas y, sobre todo, en
las colinas de Laurion, en la extremidad del Ática; oro en Tasos, y, en el continente vecino, en Tracia. Si el
mineral de hierro es de calidad mediocre, está por lo menos muy extendido. Hasta la obsidiana, esa piedra
negra, dura y cortante como vidrio, a la vez tan rara y tan apreciada en los tiempos neolíticos, no falta en
abundancia en Milo.

De esta manera, el país griego presenta condiciones favorables a la población humana; pero falta todavía que
el hombre sea digno de ello y que se tome el trabajo de aprovecharlo. Pues al lado de ventajas naturales, no
deben omitirse ciertos inconvenientes. El peligro de temblores de tierra no tiene nada de imaginario: Corinto,
Santorín y Cefalonia han sufrido cruelmente de ellos aún en nuestros días. Si las tierras de labor son buenas,
no ocupan más que el 18 por ciento del territorio y el campesino debe incesantemente defenderlas ya contra
la erosión, ya irrigándolas para preservarlas de la sequía. La extrema división del suelo, debido a su
naturaleza montañosa, favorece el nacimiento de unidades políticas a la medida humana, pero se opone a la
constitución de un gran Estado. Si el mar, penetrando por todas partes, facilita las comunicaciones con el
exterior, los cambios comerciales sólo pueden establecerse a fuerza de trabajo y de ingenio: Grecia no puede
exportar más que productos elaborados mediante técnicas complejas, vino, aceite, perfumes, tierras cocidas,
objetos de metal, en tanto que tiene necesidad de ciertas materias primas, y, ante todo, trigo. La debilidad de
su producción de cereales hace pesar sobre ella una constante amenaza de escasez; por poco que la población
crezca, sufre en seguida de «falta de tierra», esta stenocoria que fue una de las causas principales de la
emigración griega al extranjero. El pueblo griego está, pues, condenado a la actividad, a la inteligencia y a la
expansión si no quiere languidecer rápidamente. Situación poco confortable, pero excitante, de la que la
historia enseña que supo alegremente sacar partido.

También podría gustarte