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Los papeles salvajes, un libro sin fin

Cristina Gálvez Martos

La primera vez que leí un poema de Marosa di Giorgio, supe de inmediato que había
hallado algo importante. Como lectores de poesía, buscamos ser cautivados, sacados de
lo ordinario, esperamos siempre ese momento de descubrimiento, ese hito trazado por
cada autor o autora que repercute en nosotros.

Marosa abre las puertas de un mundo alucinante, fantástico, inquietante. Es inevitable


no sentirse atraído de inmediato, no caer en la urdimbre seductora de sus palabras. La
sola lectura es un rito, una invocación. Los papeles salvajes, libro que reúne su obra
poética, es un portal a una realidad alterna, poblada de seres fantásticos y fuerzas
mágicas, donde la voluptuosidad de los sentidos nos sitúa en los límites de la belleza y
el horror.

La naturaleza, y en especial el reino vegetal, se estremece de vida en estos textos.


Flores, frutas, hojas, alimentos, recrean un universo femenino y extático, pero también
inocente, visto a menudo través de los ojos de una niña.

Me acuerdo de los repollos acresponados, blancos, -rosanieves de la tierra, de los


huertos-, de marmolina, de la porcelana más leve, los repollos con los niños dentro.
Y las altas acelgas azules.
Y el tomate, riñón de rubíes.
Y las cebollas envueltas en papel de seda, papel de fumar, como bombas de azúcar, de
sal, de alcohol.
Los espárragos gnomos, torrecillas del país de los gnomos.
Me acuerdo de las papas, a las que siempre plantábamos en el medio de un tulipán.
Y las víboras de altas alas anaranjadas.
Y el humo de tabaco de las luciérnagas, que fuman sin reposo.
Me acuerdo de la eternidad.1

No se trata de una naturaleza salvaje, virgen, sino de un entorno natural que está en
comunión con lo doméstico: el huerto y su abundancia, la flora y la fauna que rodean la
casa, constituyen un espacio mítico. Allí se conserva la infancia como un edén perdido,
custodiado y sostenido por las figuras del padre y de la madre, como grandes pilares.

Estos textos son poemas y relatos a la vez. La obra poética completa de Marosa podría
ser un solo poema, un solo relato y, también, una autobiografía. La voz lírica es también
voz narrativa, y no es difícil intuir cómo esta reedifica y preserva el recuerdo de lo
perdido; cómo hace de la infancia una hermosa ficción para, de esta forma,
inmortalizarla. La Marosa niña que nos habla, no obstante, es también una Marosa
adulta y una Marosa vieja; es también el misterio del huerto y un horror latente, una
amenaza externa que atenta con penetrar. Porque el mundo etéreo que se nos presenta
también tiene su contraparte de sombra, algo de pesadilla que se deja entrever, que

1
p. 108. Los papeles salvajes. Adriana Hidalgo editora. 3ª Edición. Buenos Aires, 2013.
avanza y retrocede, y no hace sino dotar cada escenario de un misterio y una belleza aún
mayores.

La voz del horror y la voz de la inocencia, entonces, se conjugan. A medida que leemos,
tenemos la impresión de estar sumergidos en un imaginario cercano al de los cuentos de
hadas clásicos. Quien nos habla es la pequeña princesa y es también la bruja. Es la
criatura indefensa y es también la bestia.

Al subir la luna, me puse el mantón blanco con lunares negros, el mantón negro con
lunares blancos, me puse el disfraz de lobo, el disfraz de león, los lentes de mariposa,
me pinté las uñas y la boca (…)
Me agazapé en un árbol, me plegué a las cañas. Di un aullido, un silbido que quiso ser
alegre; como una palabra cruzó el aire.
Y la presa, ya, era presa. Le hinqué las uñas. Y la engullo. Aún tiene un pequeño
gusto a dulce huevo.

Encontramos seres y personajes que parecen extraídos de un sincretismo folklórico. Es


un mundo que se desenvuelve con la fuerza y la profundidad de los mitos.

Él era Van: rubio como un dios. Y no hubiera sabido decir en qué minuto se enamoró de
Aralda. Toda su juventud, su adolescencia, porque aún era muy joven y muy alto y muy
bello, había corrido detrás de locos amores (…)
Y después, extrañamente casó con Emil, la pobre Emil, la dueña de la casa, y el predio
que ocupaban en el bosque. Y después, murió su madre y él la momificó y la llevó a un
ábside en el bosque, porque Emil no podía soportar la blanca y siempre igual presencia.
Y nació Aralda, y creció Aralda y se enamoró de Aralda. Y ahora, la llevaba en lo alto
del trineo envuelta en aquella vaporosa lana, pequeño el rostro, rojos los labios, como a
un cisne, a un huevo místico, a la hija de otro dios –ya no recordaba qué había caído de su
sangre- como a la hija de otro dios, a un animalito bellísimo del bosque, a un inesperado
trofeo ganado en alguna guerra a los armiños. 2

Los personajes femeninos son particularmente importantes en esta poética. Encarnan la


sensualidad, la belleza, la maternidad, la sabiduría, erigen y tutelan el entorno natural y
doméstico. Son figuras arquetípicas, muchas veces parte de una genealogía matrilineal:
la madre y la abuela son presencias recurrentes y de principal importancia a lo largo de
toda la obra de Marosa. Actúan como hechiceras o sacerdotisas, sus dominios son casi
siempre el jardín, la cocina, el cuidado de los otros, labores “femeninas” que, muy lejos
de significar una relegación de la mujer, son un ejercicio de su poder; sobre todo en este
universo también femenino en que se desenvuelven.

El libro Diamelas a Clementina Médici, que Marosa escribió a la memoria de su madre,


es especialmente conmovedor por la devoción y ternura con que se refiere a ésta.

Mientras hablas, un bulbo se remueve y crece. Sale un tronco en varias facetas. Hojas
verdes, duras, y una flor de nieve es al tiempo mismo de color de rosa, y como siempre
lleva tu marca: Clementina. Médici.
¡Porque la hiciste tú, tú la hiciste! ¡Eres tú quien hace las flores! Con tu cuchillo de
cocina, plateado y fino. Tu tijera negra. Laboras en lo hondo de la tierra. Y en la luz haces
aparecer los lirios. 3

2
p. 73.
3
p. 585.
En la totalidad de la obra poética de Marosa, se hace siempre presente la figura de la
madre; no obstante, aunque Diamelas a Clementina Médici obviamente no es la
excepción, también está dedicado a Pedro di Giorgio, padre de la escritora. Los papeles
salvajes es una cosmogonía íntimamente relacionada con el orden familiar, y el padre,
en ese sentido, evidentemente es un referente primordial, aunque con un protagonismo
menor.

Las palabras de Marosa son un fuego que arde y resuena. Crea escenarios vibrantes,
imágenes cercanas al sueño, de un simbolismo que dialoga con algo profundo en
nuestra psique. Resulta algo difícil suponer sus influencias literarias (más allá de la
evidente herencia surrealista), o circunscribirla dentro de determinada corriente: sus
textos resultan inauditos, obra de una imaginación y una capacidad estética pródigas.
Escapan, además, del convencionalismo del género literario, sin encajar totalmente en
una u otra clasificación.

Marosa nos asombra porque pone ante nuestros ojos lo inesperado. Quien la ha visto
recitar en alguna grabación sabe que tiene algo que no es de este mundo. Incluso hoy, su
obra resulta novedosa. El mundo que construye su poética es, además, inconfundible:
basta haberla leído para reconocerla en unas pocas líneas o versos.

De alguna forma, Marosa es capaz de devolvernos cierta pureza, de encender nuestra


curiosidad y encantarnos; somos entonces como el niño que queda absorto ante una
historia o una imagen, como quien se embelesa ante un misterio hasta entonces
desconocido.

Los libros reunidos en Los papeles salvajes son como continentes que conforman un
mundo coherente, cerrado, describen la continuidad de una poética fiel a sí misma,
construyen en conjunto ese universo-Marosa. Desde la inocencia-horror de ese mundo,
nuestra mirada es, de alguna forma, también nueva; de alguna forma nacemos como el
resto de las criaturas de ese génesis, volvemos al “edén perdido” y reconstruimos el
propio.

Los papeles salvajes es, también, una obra inagotable. Se dice que cada libro
comprende muchos libros, porque ninguna lectura es igual a la otra. Personalmente,
creo que nunca terminaré de leer esta obra, que siempre implicará un descubrimiento. Y,
si no es esa, qué otra función puede tener el arte.

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