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Los

crímenes
de Cigales



Una reflexión sobre el mal














Carlos Maza Gómez




























© Carlos Maza Gómez, 2019
Todos los derechos reservados
Advertencia preliminar

Sostener que el contenido de este libro está basado en hechos reales
no es decir mucho. Con esa justificación el mundo de la literatura y, sobre
todo, el del cine, se ha permitido todo tipo de fantasías y dramatismos con tal
de conseguir un producto comercial aún a costa de plantear situaciones
inverosímiles.
De manera que es preciso delimitar más. Los tres crímenes que se
exponen a continuación fueron reflejados en la prensa de la época. Los
culpables, las víctimas y sus familiares también aparecen con sus datos ciertos.
Las circunstancias de los crímenes, como era propio en el periodismo de entre
siglos, máxime en sucesos de pueblos alejados de Madrid o Barcelona, se
relataban de forma muy escueta, sin aportar otra cosa que los principales
hechos comprobados y algunas motivaciones (celos, enfrentamientos,
rechazos familiares) cuyos motivos nunca se explicitaban. Habría de ser una
legión de periodistas que entonces empezaban en su oficio, como Ramón J.
Sender y otros, los que se fijaran en la importancia del contexto social,
económico y político de lo sucedido, que se hicieran eco de rumores en el
pueblo, entrevistaran a sus vecinos e indagaran el porqué alguien había
cometido el crimen del que se le acusaba.
Pero entonces no era así y el autor de estas líneas se ha visto
obligado a suponer lazos familiares, imaginar sentimientos y desafectos,
motivos entonces invisibles y que descansaban en una vida anterior que aquí
sólo puede ser objeto de especulación, con el criterio fundamental de que
resulte verosímil para la época descrita. Al tiempo, se ha creado la figura de un
reportero y de su nieto narrador, al objeto de que esta obra no fuera una mera
recopilación de hechos y motivos, al modo de un atestado judicial.

















Mi padre me contaba cuentos en el balcón de casa, cuando veníamos a
Cádiz de vacaciones. Lo hizo varios años. No recuerdo cuándo ni por qué dejó
de hacerlo, tal vez se le agotaran las historias o mi hermano y yo nos hicimos
demasiado mayores para ese tipo de cuentos infantiles. Pero sí tengo en la
memoria, después de tantos años, las grúas del puerto, los barcos que iban y
venían, la fascinación que sentíamos cuando veíamos que los cargaban y
descargaban, la superficie lisa del agua.
Era verano, no había que ir al colegio, pasábamos la mañana en la playa y
a primera hora de la tarde, después de la siesta, tocaba escuchar un cuento de
nuestro padre. Los dos nos sentábamos en la terraza con siete u ocho años,
creo, y le reclamábamos atención hasta que éste, que a veces no tendría
muchas ganas, venía junto a nosotros, miraba el mar un minuto, tal vez
esperando alguna inspiración, y empezaba una nueva narración.
Fue así como conocí los crímenes de los que escribió mi abuelo. Usted
dirá: ¿Pero cómo nos contaba tal cosa a tan tierna edad? Mi madre opinaba
igual y ambos discutían al principio sobre esas historias que nos dejaban con
el ánimo en suspenso, pendientes de qué habría de pasar a continuación con
nuestro héroe. Porque teníamos un héroe: el periodista valiente que se
enfrentaba a criminales y ladrones haciéndoles pagar sus culpas o impidiendo
sus delitos. Mi madre al principio torcía el gesto y la oíamos recriminarle
porque teníamos una edad muy corta para escuchar que la gente quería
matarse unos a otros, pero no sé cómo lo hacía mi padre que, después de pasar
tantos peligros, enfrentarse a los malos, sortear trampas, nuestro héroe siempre
salía triunfante.
Éste, como ya le he adelantado, era nuestro abuelo, la figura que no
llegamos a conocer más que a través de sus crónicas en “El Norte de Castilla”.
Un hombre lejano, un auténtico mito que parecía sobrevolar con su
inteligencia, su gallardía, su eterna lucha contra el mal, nuestras infantiles
cabezas, dejándonos un rastro de admiración y estupor. También de orgullo, no
puedo negarlo, no todo el mundo puede tener un abuelo con esas cualidades.
Ahora peino muchas canas. Aquellos días lejanos nos contemplan desde
sesenta años atrás. Vivo aquí, en Cádiz nuevamente, donde fui a parar porque,
aunque sea una ciudad limitada y pobre respecto a otras, se te mete en el
corazón. Tengo un espíritu castellano, la verdad, cierta austeridad en la alegría,
en la confianza hacia los otros. Por otra parte, no soy creyente, una enseñanza
religiosa demasiado estricta y represiva en mi niñez y juventud me dejó sin
ganas de atender estos llamamientos a la devoción, este creer sin tasa en los
misterios cristianos, esta fe ciega e irracional en la que nunca he podido
sumergirme. Y si algo mueve a la gente en Cádiz, además de las injusticias
sociales, las demandas de ayuda institucional, es la devoción religiosa. En
estas cuestiones no me siento cómodo, ya ve usted, en ese aspecto no soy ni
castellano ni andaluz realmente. Soy muy mío, como dice mi mujer con cara
de resignación.
Pero en fin, usted ha venido a saber lo de aquellos crímenes sucedidos en
el pueblo de mi abuelo, en Cigales. No sé si lo conoce, imagino que habrá
hecho como yo al menos, dar una vuelta por allí, en mi caso conocer el pueblo
de mi abuelo, de donde salió tan joven para estudiar en Valladolid. Beber una
botella de vino, creo que últimamente se ha puesto de moda en la capital, eso
me ha dicho mi hermano, que volvió a la tierra paterna finalmente. De vez en
cuando voy a verlo pero cada vez menos, empiezo a estar mayor y la distancia
es larga. Otra cosa será, pero Cádiz se encuentra en uno de los extremos de
España, y para alguien como yo que nunca ha gustado de hacer muchos
kilómetros en coche y que además ya está algo mayor para tales esfuerzos, eso
supone una barrera. Nos acomodamos y de esa forma, como mucho, nos
vemos una vez al año, en ocasiones coincidiendo en Madrid.
Habrá visto la iglesia de Santiago, en Cigales, paseado por la calle Santa
María, que pasa junto a ella, una fila de casas viejas, algo abandonadas, otras
construcciones nuevas. Allí sucedió todo y cuando le digo todo es todo: al
principio, casi frente a la iglesia, estaba la casa natal de mi abuelo y algo más
adelante aquella donde tuvieron lugar esos crímenes espantosos. Así la
llamaron entonces: la “Casa de los Crímenes”. Era lo nunca visto en una
población como Cigales, por entonces de poco más de dos mil habitantes
donde todos se conocían. Como en cada pueblo, había gente de mal vivir,
otros labriegos honrados, trabajadores.
Los viñedos son la principal riqueza de aquella tierra. Mis bisabuelos
paternos tenían unas cuantas hectáreas dedicadas a ello, de hecho estaban entre
los labradores de mejores rentas en el pueblo, según tengo entendido.
Hablamos de finales del siglo XIX, poco antes de que llegara la filoxera y
arrasara con todo. Mi bisabuelo debía de ser un hombre emprendedor. He
podido averiguar que aquellas tierras suyas estaban en poder de la familia
desde mucho tiempo atrás, no sé cómo las adquirieron ni quién fue el primero
en hacerlo, estamos hablando de al menos dos siglos atrás.
Como le digo, el padre de mi abuelo no se iba a quedar de brazos
cruzados cuando tantos convecinos y él mismo corrían el riesgo de arruinarse
por la plaga. Poco antes habían hecho un capital porque la filoxera acabó con
el importante mercado francés y la demanda de vino, barato o caro, se orientó
hacia España por algunos años, hasta que la plaga llegó a nuestras tierras. Para
entonces mi bisabuelo había tenido muchas ganancias exportando vino a
través de una bodega vallisoletana y se arriesgó invirtiendo en vides de pie
americano, creo que eran, unas que resistían el ataque de la filoxera. Además,
fue el organizador de una especie de cooperativa entre todos los afectados del
pueblo, a fin de proveerse de esas vides, combatir la plaga, ayudar a los más
necesitados. Aquello le granjeó mayor importancia de la que ya tenía antes, si
cabe. De hecho, que el hermano mayor de mi abuelo terminara de alcalde
supongo que tuvo mucho que ver con aquella iniciativa.
Quiero decirle con esto que mi abuelo no conoció necesidades. Lejos de
ellas, siendo el cuarto de los hermanos (dos chicos y una chica antes que él),
se reveló desde muy pronto como un gran lector de libros, algo que le
resultaba incomprensible a su padre pero que, a pesar de ello, valoraba.
Pensaría tal vez que su hijo pequeño podría terminar de ingeniero, de
farmacéutico o incluso de cura, vete a saber. De manera que no solo no se
opuso a esas ganas de saber de su Raimundo, sino que le pagó los estudios en
la capital metiéndolo interno en un colegio de maristas, a pesar de la escasa
distancia desde Cigales a Valladolid. En realidad, mi abuelo volvía a la casa
familiar cada fin de semana y en las fiestas señaladas, de manera que la
separación no debió de ser muy traumática.
Por el contrario, aunque el control de los hermanos maristas era bastante
estricto, Raimundo Santos siempre fue un chico juicioso, trabajador, a la par
que arrojado, un auténtico periodista de sucesos, que es lo que terminaría
siendo. Además de gustarle mucho las mujeres, según llegó a mis oídos por
boca de mi padre. Claro, eso no nos lo decía frente al mar, cuando éramos
chicos, sino más mayores. Estaba orgulloso de su padre, siempre lo estuvo, y
creo que también de mí, cuando me licencié en Historia y saqué las
oposiciones para dar clase en un instituto. Así que ya de mayores me volvía a
contar historias del abuelo, pero para adultos, como esa sospecha que siempre
tuvo de que existiera algún hermanastro perdido por alguna parte, de cuyos
ecos le llegaron de pequeño algunas noticias, coincidentes con lágrimas de la
abuela, discusiones sin cuento y una frialdad entre sus padres que duraría hasta
el final de sus días. Si eso era estando casado, hay que imaginarse qué habría
sucedido cuando era joven con ganas de aventura y placeres en la por otra
parte recatada ciudad de Valladolid.
Siempre he tenido curiosidad por la figura de mi abuelo. Tal vez esa
consideración como héroe desde muy pequeño, me hizo de él una referencia
de justicia y valentía hacia la que me sentía orgulloso ¡Yo era su descendiente!
Eso hizo, cuando ya crecí y empecé a no creer en los cuentos que nos había
contado mi padre, que indagara de manera constante en los hechos de su vida.
No le digo nada el momento que me supuso cuando conseguí las crónicas que
fue transmitiendo al periódico sobre sucesos en toda la provincia. Escribía
bien, con limpieza, sin ese uso demasiado retórico tan propio de aquel tiempo.
Con los años le compararía, a una escala menor, eso sí, con otros cronistas de
grandes sucesos que encontré en el periodismo español, en particular con
Ramón J. Sender. Debía haber una conciencia creciente entre algunos
periodistas jóvenes de hablar de la realidad de los pueblos, tal como la
encontraban paseando por ellos, hablando con los vecinos. Para contar de un
crimen no bastaba con describir a la víctima y al victimario, hablar vagamente
de “crimen pasional”, de “celos” o “venganzas”, en suma, olvidar el contexto
en el que se inscribían dichos crímenes. Raimundo Santos, mi abuelo,
pertenecía a esa hornada de jóvenes reporteros que pateaban las calles, que
interrogaban a unos y otros, que se preguntaban el porqué de aquellos sucesos,
si era inevitable encontrar esa España negra que tanto daño hacía en la mejora
del país.
Por entonces no había estudios de Periodismo como ahora, aún tardaría
casi un siglo en establecerse en Madrid por primera vez. Corría el año de 1892
cuando mi abuelo terminó su bachillerato y tuvo que tomar una decisión: o
volver al pueblo o encontrar un trabajo en la capital. Lo primero parecía difícil
porque sus dos hermanos mayores se ocupaban de los viñedos y, de hecho, los
heredarían con el tiempo, y para él había poco lugar allí. Aunque el mayor se
dedicaría luego a la política llegando a ser alcalde por el partido conservador,
siempre protegería sus intereses económicos, respaldado por el siguiente
hermano, con el que se entendió de maravilla, al parecer. En cambio,
Raimundo jugaba con la idea de ser escritor, nada menos. La familia era
tolerante, su padre le había destinado a grandes logros. Nadie entendía sus
veleidades con la escritura. No es que creyeran que era un mal oficio, de hecho
el Correo de Castilla llegaba puntualmente a la mesa familiar, pero el padre
debía de haber supuesto algo más, yo pienso que la ingeniería.
A mi padre le llegaron ecos de alguna tirantez familiar, de cierta rebeldía
en mi abuelo, que perseguía su sueño ante una oposición paterna que tampoco
era muy decidida. A fin de cuentas, las parcelas y sus vides estaban bien
protegidas por la dedicación de los dos chicos mayores. La hermana y el
pequeño casi habían sido responsabilidad de la madre, más que otra cosa, de
manera que mi bisabuelo no estaba dispuesto a hacer una tragedia de la
vocación escritora de su hijo pequeño.
Así que habló con gente en Valladolid. Por algunos comentarios que
escuchó mi padre, parece ser que alguien de la familia materna de Raimundo
conocía a Josefa Ruiz Zorrilla. Ésta era una señora muy importante en
Valladolid. De hecho, fue la que puso veinticinco mil pesetas de las de 1893
para que su nieto Santiago Alba y Bonifaz, que tan larga y espléndida carrera
política terminaría haciendo en Madrid, fuera copropietario del mismo Correo
de Castilla que mi bisabuelo leía cada día. De manera que, como sucede en
todas partes entre gente con contactos, mi bisabuela habló con su tía en
Valladolid, íntima amiga de doña Josefa, y el niño, con apenas quince años, se
encontró trabajando en la redacción del más importante periódico que tenía la
ciudad.
Con la llegada de Santiago Alba y César Silió, el periódico se modernizó
técnicamente, aumentando el servicio telegráfico, que permitía incluso
adelantarse a los periódicos de Madrid, saliendo dos ediciones diarias en vez
de una. Raimundo, que empezó de recadero más o menos, vio la oportunidad
de ascender dentro de la redacción, pidiendo encargarse de tareas menores y
afilando su pluma en algunos breves algo rutinarios por los que empezó.





































El 31 de octubre de 1897 resultó un domingo aciago. “El viento sopló en
toda la provincia de Valladolid, desde la mañana hasta la noche” decía mi
padre para añadir abriendo los ojos y ahuecando la voz: “¡Era el aliento del
demonio!”. Usted se reirá pero esas cosas, dichas a niños que no habían
cumplido los diez años, nos aterrorizaban y excitaban. “¿Qué pasó, qué pasó?”
le preguntábamos alterados. Mi madre ya daba a mi padre por imposible. Con
el tiempo, recordando aquellas narraciones en el balcón mientras mirábamos
trabajar las grúas del puerto, habiendo preguntado más detalles a mi padre de
los de verdad, sin alteraciones hechas para disfrazar la realidad ni resaltar las
supuestas heroicidades de mi abuelo el periodista, lo cierto es que me he
preguntado si no tendría razón mi padre, a su manera.
Usted me dirá que cómo puedo defender tal cosa cuando no soy creyente
pero entiéndame: creo que hay una fuerza que nos lleva al bien y otra que nos
conduce al mal, se le llame como se le llame. No tengo pruebas científicas
pero hay áreas en el alma humana a las que no puede llegar la ciencia, cosas
que no se pueden medir ni pesar pero sí observar en sus efectos. El mal anida
en el interior de cada uno, presto a encontrar un cauce de actuación, una
víctima que encontrar, una situación que aprovechar. A eso se le puede llamar
demonio, Satán o como quiera. La cuestión no es que no exista, incluso en las
personas que parecen ser más inocentes, sino en cómo se controla y qué
mecanismos utilizamos para contenerlo. También es importante el contexto en
el que nos movemos, las acciones que se requieren desde el exterior. No de
otra forma se puede justificar, por ejemplo, que hubiera seis millones de judíos
muertos durante la Segunda Guerra Mundial, que fueran honrados ciudadanos
los que dirigieran esos infernales campos de trabajo, probos funcionarios los
que, sin control alguno, empujaran a viejos, mujeres y niños para que se
“ducharan” en las cámaras de gas. Ya sabe, lo habrá leído, la banalidad del
mal, qué gran descubrimiento el de Hannah Arendt desde que asistió al juicio
en el que se condenó a Eichmann.
En el caso que nos ocupa y que tanto parece interesarle podríamos
mencionar más bien la cotidianeidad del mal, cómo éste aparece soterrado en
los gestos más rutinarios y banales de cada día. Puede estar presente al poner
un plato, al tratar a un hijo, cuando uno se sienta en la silla y mira a su pareja
notando que se le altera el ánimo. Ahí está el mal, dando vueltas en el interior,
pugnando por salir y expresarse, llevarte a cometer una acción de la que te
arrepentirás o tal vez no, hay criminales sin conciencia alguna, perfectos
contenedores del mal. Capaces de llevar una vida aparentemente vulgar,
tranquila, honesta y, en un momento determinado, tomar un hacha, un cuchillo
y asestar golpes a otra persona con la que conviven desde hace años. Después
de ello, limpiar el cuchillo o tirarlo al fuego y salir por la puerta saludando a
los vecinos que encuentre. Hay personas así y en ellos lo cotidiano del mal se
expresa en toda su pureza, si me permite la expresión. Ninguna conciencia de
lo execrable de su crimen, ninguna condena en su interior, ni siquiera la
necesidad de justificarse ante sí mismo (otra cosa es responder del crimen ante
los demás, cuando te apresan). Son personas sin conciencia, el aliento del
demonio sopla a través de ellos sin encontrar un obstáculo, una duda, un
arrepentimiento.
El mismo día del crimen llegó la noticia de lo sucedido en el cercano
pueblo de Villabañez, a menos de veinte kilómetros de Valladolid. Parecía una
de esas noticias menores que apenas merecen diez o doce líneas en el
periódico. Por entonces la ciudad estaba envuelta en agrias discusiones en el
Casino, con un partido conservador alterado por el enfrentamiento de los
señores Elduayen y el duque de Tetuán con el general Azcárraga. Se hablaba
de que en Madrid se iban a reunir las mayorías del Congreso y el Senado para
debatir la cuestión de si disolver la Junta o no, de los planteamientos para las
entonces próximas elecciones. Vamos, que había fuertes discusiones ante el
peligro de que carlistas y republicanos ampliaran su cuota electoral a costa del
conservadurismo, entonces regido por Romero Robledo.
Quiero decirle con esto que el crimen de Villabañez apenas mereció la
atención de los reporteros políticos, los más importantes del Norte de Castilla
junto a los dedicados a la situación agrícola del campo castellano, que muchas
veces eran los mismos. Viendo su oportunidad, mi abuelo Raimundo se
ofreció a desplazarse a aquel pueblo e informar. El redactor jefe le dijo que
bueno, que trajese los hechos fundamentales y redactase un breve enviándolo
por telégrafo o bien esperando al día siguiente.
De manera que el joven reportero buscó transporte hacia allá y se plantó
aquella tarde en el pequeño pueblo de Villabañez, apenas ochocientos
habitantes por entonces. Hoy en día tiene incluso menos y lo aprovechan
algunos vallisoletanos para recorrer senderos, hacer turismo rural, ya sabe.
Tiene una bonita iglesia, la de Asunción, unas calles y poco más. Lo cierto es
que, cuando llegó mi abuelo, lo primero que hizo fue acercarse a la taberna,
donde estaban reunidos los hombres que mejor sabían lo que se cocía en aquel
pueblo donde todos se conocían.
Preguntó qué había pasado. Debieron mirarlo con cierta condescendencia
viéndolo tan joven pero, según parece, mi abuelo pisaba fuerte afirmando que
era reportero del Norte de Castilla. Aquello obró como un bálsamo. Todo el
mundo leía los precios del grano en ese periódico, sabía por él cómo andaban
las cosechas y cuáles eran los impuestos que les iban a cobrar por su trabajo.
Además, el crimen era el suceso del día, cuando llegó mi abuelo debían estar
hablando de él y no les importó que aquel jovencito que se daba aires de
entendido empezara a tomar notas.
Tengo muy buena memoria, aunque esté a punto de cumplir los setenta.
Lo que no tengo son los cuadernos que mi abuelo escribió en aquella ocasión.
No los artículos que publicó, que eran escuetos, sino otros que redactó a la
vuelta de su viaje a Villabañez y que continuaría poco después en Cigales.
Esos cuadernos los he leído de joven, los recuerdo bien pero quedaron en
Valladolid y debieron perderse en alguna de las mudanzas que hizo mi
hermano a raíz de la muerte de nuestro padre, cuando vendimos la casa
familiar, ya muy antigua y en mal estado.






































Pedro García, de 59 años, era un labrador con algunas tierras, propietario
de ellas, no jornalero como abundaban tanto, de manera que tenía un buen
pasar. Estaba casado, tenía un hijo, Abelardo, y una hija. Bien considerado en
el pueblo salvo por un detalle: se emborrachaba a menudo en esa misma
taberna y había protagonizado más de un altercado con algunos vecinos que no
lo soportaban. “Tiene un mal vino” concluyó uno de ellos, uno que incluso se
había desafiado con él en cierta ocasión saliendo a la calle y dándose de
puñetazos y patadas, vete a saber por qué.
Algunos eran amigos suyos y trataban de controlarlo cuando se ponía así.
Tampoco es que armara una trifulca cada noche ni mucho menos. Se tomaba
unos vinos, jugaba unas partidas y hablaba de lo que se habla en esos casos: la
cosecha, la familia, el alcalde, los caminos, vete a saber cuál fuera el orden del
día. Pero, como le dijeron a mi abuelo, en ocasiones se le atravesaba el ojo, así
dijeron, y ya sabían que habría problemas. Cuando preguntó por esa expresión
tan peculiar le respondieron que era de verdad, cuando se emborrachaba y le
daba un mal aire, un ojo se le iba hacia fuera y todos sabían que era mejor
alejarse y no entrar al trapo de sus provocaciones.
Uno de sus grandes problemas era su hijo Abelardo, de dieciséis años, el
que habría de encargarse de la parcela que tenía cuando él fuera mayor. La hija
era mujer, claro está, y no podría hacer ese trabajo. Bastante tenía con casarse
bien y que el marido, que no sería de su sangre, lo controlara todo si el hijo no
respondía. Y no lo hacía de ningún modo. Abelardo era un rebelde, quería
hacer lo que le viniera en gana ya desde chico, cuando su madre le consentía
todo y su padre no intervenía en nada, todo el día ausente en el campo.
Abelardo, a pesar de su corta edad, ya se había metido en varios líos. De
pequeño robaba fruta, dispersaba el ganado ajeno, una vez prendió fuego a un
pajar por una gamberrada y su padre tuvo que pagar la indemnización
consiguiente. Respecto a las chicas, Abelardo y sus amigos eran bien
conocidos. Primero piropos, abusos, las muchachas del pueblo se quejaban de
que las sorprendían por cualquier camino y pretendían darles besos, meterles
la mano por debajo de la ropa. Cuando ellas se les enfrentaban las cubrían de
insultos a cual peor. Parece que su madre lo disculpaba todo, decía que se
enderezaría, que todos los jóvenes tenían derecho a ser un poco gamberros
pero que ya verían en el pueblo que cuando tuviera que arrimar el hombro, lo
haría.
Con el tiempo el padre se dio cuenta de que no. Por entonces, los jóvenes
empezaban a colaborar en el campo muy pronto, llevar el ganado si lo había,
arar el terreno, segar la cosecha, las actividades agrícolas típicas. Abelardo, en
vez de colaborar cada vez más, se escapaba y desaparecía durante varios días.
Se decía que lo habían visto con alguno de sus muchos amigos, todos por el
estilo, en las fiestas de un pueblo vecino, haciendo alguna de las suyas. En
cierta ocasión terminó durmiendo en la cárcel cuando intentó robar en una
casa junto a otro de sus compinches y los sorprendió el dueño de la misma
encañonándolos con una escopeta. A todo esto su madre, que se lamentaba con
las comadres, le hacía mil mimos cuando volvía a casa después de alguna de
sus juergas.
Su padre no. Los enfrentamientos entre ambos daban origen a todo tipo
de comentarios. Se negaba a dar dinero alguno a su hijo y creo que con razón.
Decía que se lo tenía que ganar con sudor y trabajo, de lo que Abelardo se
burlaba cuando estaba con sus amigos. De esa necesidad de dinero nació la
ocasión aquella en que intentó robar en la casa de un labrador conocido por
sus dineros.
Cuando fue creciendo el chaval, la cosa se fue poniendo peor entre ellos
porque el padre le exigía un comportamiento que el otro no estaba dispuesto a
llevar a cabo. Se iba al campo obligado y lo encontraban tumbado bajo un
árbol, durmiendo la mona. Si a eso se le añade que el padre volvía borracho y
con su mal vino algunas noches, las peleas fueron a más, golpes incluidos y
escándalos que los vecinos escuchaban con resignación.

Llegamos a aquel domingo 31 de octubre o, más bien, a los días previos.
En los pueblos todo llega a saberse, todo se comenta de la vida de los
convecinos. La familia García vivía en una casa que lindaba con otras dos y
aún tenía las que se levantaban delante de su puerta. Para todos era conocido
que, en el último año, Abelardo había empezado a enfrentarse a su padre sin
consentir las palizas que recibió anteriormente. Palizas que, además, no
servían para nada. A ver, el chico estaba muy consentido por su madre, era un
gamberro pero tampoco un bala perdida. Por ejemplo, a su progenitora no se la
podía ni mencionar porque se ponía como una fiera. La reverenciaba aunque
todo el mundo decía que ella tenía gran parte de la culpa de que el muchacho
fuera como era y quisiese hacer de su capa un sayo.
Mi abuelo encontró división de opiniones en aquella taberna preguntando
a unos y otros. Había vecinos que decían que sí, que había sido un holgazán
pero también le habían visto trabajar en la era en los últimos tiempos, sin
rehuir el esfuerzo. ¿Se estaba enderezando? Unos decían que sí, que muchos
chavales eran de esa forma al principio pero luego maduraban, se hacían unos
hombres. Con las chicas igual ¿quién entonces no había ido a fiestas, había
tenido alguna aventura, buscaba satisfacciones y un revolcón en el prado
cuando se hacía de noche? Nadie criticaba eso, a fin de cuentas es como se
habían iniciado en el sexo todos los adolescentes desde tiempos inmemoriales.
Luego estaban los que afirmaban con rotundidad que ese muchacho no
tenía remedio, que sería un vago toda su vida, que arruinaría a su padre cuando
tuviera que hacerse cargo de la heredad. “Darle una paliza frecuentemente,
como hacía su padre, no sirve de nada, los chicos terminan por rebelarse,
como le pasó a Abelardo”, afirmaban. “Además”, añadían, “Pedro ha sido
siempre muy bruto, se le ha ido la mano con demasiada facilidad… Y no solo
a su hijo, ya me entiende, también la madre ha recibido lo suyo, sobre todo
cuando volvía borracho de la taberna”.
Parecía, pues, que el chico podía mejorar, que en el último año se
comportaba mejor, dentro de lo que cabe. Entiéndame, seguía metiendo mano
a las muchachas pero ya sabe, algunas querían, otras no. Ya no se metió en
vicios ni en robar a nadie. La bebida, además, apenas la tocaba, decía que
odiaba emborracharse, quizá por el ejemplo de su padre. El caso es que
empezó a decir a sus amigos, según estos confesaron a sus propios padres, que
quería irse, poner tierra de por medio entre su padre y él. No crea que lo decía
por decir ni por quejarse inútilmente, no. Tenía planes. Se puso en contacto
con una hermana de su madre en Pontevedra. Bueno, no le dije que la madre
era gallega pero así era, tenía una hermana viviendo en aquella ciudad, casada,
sin hijos. Sería por influencia de su hermana o por esa carencia de
descendencia pero el caso es que ambas compartían el mismo cariño por el
chico y la tendencia a perdonarle, como decían, sus “trastadas”.
La madre debió saber sus planes desde el principio, tal vez fuera ella la
que escribiera a su hermana pidiendo que alojaran al chico, que quería hacer
fortuna en aquella tierra. Dicen que lo que quería Abelardo de verdad,
andando el tiempo, era emigrar a América, pero eso no lo sabremos nunca. Sin
duda, quería abrirse camino, trabajar en lo que saliese pero lejos de aquel
padre que lo maltrataba, como al resto de la familia.
Lo llevaron en secreto durante bastante tiempo, hasta que vieron todo el
camino expedito. La madre había conseguido ahorrar unos duros para que
hiciese el viaje y se los dio todos, lo que buenamente había podido coger a lo
largo del tiempo recortando la compra, adquiriendo cosas de peor calidad,
restringiendo. Por eso le digo que el proyecto debía llevar tiempo gestándose
entre madre e hijo. Así, unos días antes de su marcha, prevista para el último
día de octubre, todo estaba preparado.
Abelardo hizo de tripas corazón y se lo dijo a su padre, aprovechando un
día en que había trabajado de firme y éste no andaba borracho. La trifulca,
dijeron los vecinos, debió de ser buena. Los gritos se escuchaban en toda la
calle, las recriminaciones, insultos del padre al hijo. Curiosamente, no hubo
golpes ni agresiones. Es como si el padre hubiera comprendido la tozudez de
su hijo, que éste se había hecho mayor, no sé, tal vez pensaría Abelardo,
empezaba a respetarlo al verlo tan firme en su decisión.
Desde entonces, no se oyó en la casa una palabra más alta que otra. Pedro
García acudía a la taberna, echaba unas partidas de dominó como si no pasara
nada, decía como cosa hecha que mandaba a su hijo a Pontevedra, a ver si allí
le entraban ganas de trabajar en algo. Los demás sabían o intuían al menos que
las cosas no eran así exactamente, sus hijos también estaban al tanto y les
contaron algunos detalles de la discusión que tuvieron el día que Abelardo lo
expuso como hecho consumado ante su padre. Pero nadie decía nada, con las
malas pulgas que tenía aquel labriego no querían ni provocarlo ni meterse en
camisa de once varas. Como le dijeron a mi abuelo: “Cada uno en su casa
lleva las cosas como le parece bien”.




































¿Por qué estaba el amigo de Abelardo en la casa aquella noche? Eso no
sabían explicarlo. De hecho, cuando mi abuelo llegó al pueblo, ese muchacho
estaba entre rejas como principal sospechoso de lo que había sucedido. Los
vecinos en la taberna volvían a dividirse. Unos decían que aquello era una riña
entre amigos, quizá con alguna muchacha de por medio. “Abelardo le había
quitado la novia, os lo digo yo” decía uno y otro respondía: “Le quitas la novia
y ¿le invitas a pasar la noche contigo en tu casa? Venga, eso no hay quién se lo
crea”. La discusión crecía de tono, alguno señalaba a la hija del molinero en
concreto, una chica que tenía fama de ser muy alegre, ya me entiende, de
gustarle los chicos e irse al pajar con ellos después del baile y sin rebozo
alguno. Otro, que debía ser amigo del molinero, protestaba diciendo: “¡No
sabes lo que dices!”. Todo eran dimes y diretes, mi abuelo no sabía a qué carta
quedarse y el tema era delicado, tampoco iba a ir a casa del molinero para
averiguar si la muchacha estaba intacta o no.
Los hechos fueron algo confusos desde el principio, aunque el resultado
estaba claro. Abelardo se había presentado con su amigo diciendo que aquella
noche, como despedida, dormiría en casa. Su madre estaba en cama por unas
calenturas, de manera que cenaron en la mesa de la cocina, como de
costumbre, el padre, la hija, Abelardo y su amigo. Como éste declararía
posteriormente, Pedro García hablaba poco y bebía bastante pero no parecía en
mal plan ni especialmente disgustado porque su hijo se fuera de casa al día
siguiente. No se mencionó el tema ni hubo palabras malsonantes. La
conversación giró sobre la familia del amigo, viejos conocidos del padre, la
próxima cosecha, el tiempo, en fin, cosas banales. De la hija fue siempre
difícil sacar nada. Era una chica mal encarada a la que todo la intimidaba, se
retraía y casi no hablaba, siempre con la mirada huidiza. En el pueblo se decía
que su padre tendría dificultades en casarla aunque los dineros que podía
aportar a la dote seguramente vencerían la resistencia de algún mozo dispuesto
a prosperar.
De manera que de ella era casi imposible obtener manifestación alguna.
Desde lo sucedido, se había encerrado en casa con su madre y estarían días sin
salir, salvo para el funeral. Como luego pudo deducirse, Abelardo había
llevado a su amigo a casa para que, en presencia de un extraño a la familia, el
padre se moderara en su comportamiento. Debía tener miedo a que se le
atravesara el ojo, como decían, y pudiera haber más que palabras cuando la
partida era inminente.
Pues bien, como le digo bebieron vino abundante durante la cena. El
chico, viendo a su padre como distraído y echando tragos no las debía tener
todas consigo pero pensaría que la noche se iba pasando y al día siguiente
emprendería el camino sin volver la vista atrás salvo para abrazar a su madre.
Así, cuando se hizo algo tarde se fueron todos a dormir: los padres lo hacían
abajo mientras que los dos hijos tenían su dormitorio arriba, separados por un
cuarto de invitados donde descansaría el amigo de Abelardo.
Desde ese momento los rumores sobre lo que allí sucedió se multiplicaron
hasta crear una amplia confusión que duró varios días y dio con los huesos del
amigo en el calabozo. El padre afirmó que oyó ruidos de pelea y hasta algún
grito sofocado por lo que encendió la lámpara y subió a ver qué pasaba. Se
encontró al amigo de su hijo en el pasillo, como sin saber dónde ir y le
preguntó: “¿Qué pasa?”. “No sé” le dijo el otro, “parece que Abelardo se
encuentra mal o ha tenido una pesadilla. Ahora iba a ver”. Cuando abrieron la
puerta del dormitorio de su hijo encontraron un cuadro dantesco. Todas las
sábanas estaban revueltas y empapadas en sangre. El chico yacía sobre la
cama, exánime, con una enorme cuchillada en el cuello.
Eso es lo que dijo el padre. La guardia civil, que llegó avisada por él
mismo, escuchó el testimonio, vio al amigo llorando a lágrima viva y,
pensando en un arrepentimiento ante la enormidad cometida, lo detuvo allí
mismo. A partir de ahí todo el pueblo entró en ebullición. Al día siguiente no
había más que corrillos en la plaza mayor, discusiones en la taberna. Eso es lo
que encontró mi abuelo Raimundo cuando llegó hasta allí provisto de su
cuaderno y su lápiz, dispuesto a informar a la redacción de su periódico.
El joven reportero no impresionaba a nadie, claro está, pero a todo el
mundo le gusta que alguien de la capital venga a ver qué ha sucedido y
escuche tus opiniones. Al parecer, mi abuelo sabía escuchar, era curioso como
buen periodista, no se molestaba si le soltaban una broma sobre su baja
estatura (nunca destacó por su altura, precisamente) o su juventud. Además,
sabía beber con los vecinos, se sentó a la mesa con ellos y estos empezaron a
hablar. Se quedó hasta el día siguiente y fue bastante para conocer el ambiente
que había, las opiniones mayoritarias que culpaban al padre.
Cuando éste confesó dos días después afirmando que no quería ver a un
inocente en la cárcel, mi abuelo ya estaba en Cigales, enfrentándose a otro
crimen que conmocionaba a su pueblo natal. Pero eso ya se lo contaré. Antes
terminaré la historia de Villabañez. Al día siguiente, como le digo, todo eran
rumores, incluso algún periódico regional se precipitó a darles credibilidad. Se
dijo así que el amigo, alertado por el ruido, se levantó, fue al cuarto de
Abelardo y allí encontró al padre dándole cuchilladas. Ante su presencia,
Pedro García, con una presencia de ánimo admirable, cesó en el
apuñalamiento y le dijo, tan fresco: “Ahora ya puedes gritar, si quieres”. No le
dije que al cadáver le encontraron hasta veinte heridas, varias de ellas
mortales, sobre todo la del cuello.
A mi abuelo este rumor le pareció algo teatral y no quiso transmitirlo en
su crónica como lo hacían otros, dándolo por comprobado. A fin de cuentas,
cuando preguntó de dónde sacaban tales hechos, los vecinos se encogían de
hombros y afirmaban que alguien les había dicho que el muchacho había
afirmado en los interrogatorios que las cosas habían sucedido así. Él, que no
tenía un pelo de tonto, también pensaba que el padre era el responsable, pero
que no tenía que haber sucedido de esa forma. Cuando fue a preguntar al
cuartelillo improvisado, el cabo de la guardia civil le atendió con corrección
pero se negó a decir una palabra sobre lo que el muchacho dijo o no dijo. Al
día siguiente, cuando todo eran rumores que señalaban al padre, éste no pudo
resistir la presión vecinal, la tensión de lo sucedido, tal vez su propia
conciencia, y se plantó ante el mismo cabo para decir: “Fui yo”.
Lo que sucedió en realidad era más complicado de lo que en principio
todo el mundo creía. El amigo de Abelardo les había contado ya un incidente
al que, en principio, no dieron demasiada importancia. Abelardo, tras beber el
vino que le ofreció su padre, dijo que “sabía raro” y terminó por vomitar
aquella noche. El amigo le dijo que, si se sentía muy mal, podía dormir a su
lado, aunque fuera en el suelo. Abelardo contestó que no hacía falta y prefirió
que cada uno durmiese en su cuarto, dando origen a lo que sucedió.
El padre confirmó que había intentado envenenar a su hijo con raticida.
Para ello dejó la frasca de vino encima del fogón y se levantó un par de veces
con el vaso de su hijo para ofrecerle unos tragos. Cubriendo la manipulación
con su cuerpo, le echó el raticida de unos sobrecitos que tenía preparados. Los
amigos, discutiendo entre sí y con él, ni se dieron cuenta.
Cuando escuchó vomitar a su hijo supuso con razón que había expulsado
el veneno y se decidió a cortar por lo sano, nunca mejor dicho. Subió arriba
silenciosamente cuando pasó un buen rato y, empuñando un cuchillo de
cocina, apuñaló a su hijo de forma descontrolada infiriéndole todas esas
heridas. Cuando uno le corta el cuello a alguien, y perdone que entre en
detalles, la víctima emite un gorgoteo muy sonoro, que es lo que escuchó el
amigo. Cuando éste salió a ver qué sucedía encontró al padre que subía
aparentemente las escaleras preguntando qué estaba pasando. Le había dado
tiempo, mientras el otro se levantaba, a tirar el cuchillo al suelo y escapar por
las escaleras para, inmediatamente, hacer el recorrido inverso. ¿Pretendía
culpar al muchacho? Probablemente pero, pasados dos días, con todo el
mundo mirándolo de través, con su mujer recriminándolo, como finalmente se
supo, al decirle entre lágrimas: “Ya tienes lo que querías”, no pudo aguantar el
peso de su conciencia, de ahí la confesión espontánea.
Cuando matamos a alguien, y líbreme Dios de hacerlo alguna vez,
ejercemos un poder sobre esa persona. Piénselo bien. Si me planteo matar
estoy pensando: “Puedo dejarte vivir o puedo acabar con tu vida”. Y aún
añadiría más: “La decisión es mía, tú eres mío, tu vida me pertenece porque
puedo conceder que sigas en ella o te la puedo arrebatar”. Fíjese porque algo
parecido sucedió el mismo día en Cigales y sigue sucediendo en todos los
lugares del mundo desde que tenemos memoria. Poder y propiedad se
entremezclan constantemente para que el aliento del mal nos lleve al crimen.
Hace poco se ha cometido un crimen terrible en un pueblo onubense. Un
hombre, ex convicto, toma a una muchacha joven, la arrastra a su casa, abusa
de ella y la mata finalmente para dejar su cuerpo tumbado entre las zarzas de
un camino distante. Otro pervertido toma de la mano a una niña de nueve
años, pariente lejana de su mujer, y hace lo mismo arrojando su cuerpo a un
arroyo.
No hay mayor expresión del mal que el que se ejerce sobre una persona
más débil e indefensa, sobre alguien inocente. Los que hacen tal cosa no
combaten cuerpo a cuerpo contra un igual, son cobardes y, al tiempo,
depredadores. No buscan satisfacción sexual, en mi opinión, persiguen ejercer
un poder y por ello eligen a alguien que no podrá defenderse, niña o mujer.
Una víctima a quien decir: “Eres mía, tu vida me pertenece, soy poderoso,
puedo hacer lo que quiera contigo”. La muerte posterior, hoy en día usual por
desgracia, se debe a que saben que tendrán una condena social. En cierta
ocasión escribí un estudio sobre los llamados “crímenes pasionales” en el
tiempo de mi abuelo, ya sabe que me especialicé en la Primera Restauración
Borbónica. Por entonces, la noción de arrebato, impulso, casi lo justificaba
todo. El que mataba a su mujer podía estarlo preparando un tiempo, tener
constancia de que la mujer le engañaba. Sin embargo, siempre se consideraba
que era víctima de una pasión incontrolable que lo llevaba a matar. Es
interesante constatar que, en aquel tiempo, los jueces, policías y hasta la
opinión pública, justificaban el desenlace, lo comprendían aunque lo
lamentaran a la hora de poner una condena leve o incluso absolver al culpable.
Por ello hoy en día las violaciones terminan en muerte, en un intento de
eliminar al testigo fundamental, tratar de escabullirse ante una justicia que no
tendrá misericordia y una opinión pública que condenará con la mayor energía
un atentado así contra la libertad de una mujer, contra la inocencia de una
niña.
Independientemente del final que el victimario quiera dar a su víctima,
siempre subyace la idea de propiedad y la necesidad de ejercer un poder, unido
a la falta de control de estos impulsos, algo que ya le comentaré en mayor
detalle cuando le cuente el último y más tremendo crimen sucedido en
Cigales. Pero ya le adelanto, para que lo tenga en cuenta, el importante papel
de la conciencia propia en la comisión del delito, en el pensamiento del
asesino. En el caso de Villabañez el suceso se aclaró porque, satisfecha la
necesidad de aquel labriego de acabar con su hijo, ejercer su propiedad sobre
la vida de su víctima, no quiso cargar con la siguiente consecuencia: la
culpabilidad supuesta de su amigo. La conciencia tuvo que ver en esa
declaración, como también estaría presente en el crimen similar que tuvo lugar
en Cigales, apenas unas horas después del que le he descrito.










































El crimen de Villabañez tuvo lugar en la madrugada del día 31, aquel
domingo infausto. Lo de Cigales, con distintos protagonistas pero con hechos
semejantes, ocurrió apenas unas horas antes, aquella misma tarde, aunque la
noticia no llegó a Valladolid hasta el día siguiente. El redactor quiso mandar a
alguien pero se acordaron de que empezaban a tener un “chico de los sucesos”
en la persona de Raimundo Santos. De manera que mi abuelo, ese mismo día,
se montó en la carreta de un vecino que tenía que ir a Cigales y para allá se
fue, con la tranquilidad al menos de que disponía de la casa familiar para
alojarse.
No sé si puede imaginarse la conmoción que un hecho así supuso para un
pueblo que apenas rebasaba por entonces los dos mil habitantes. Mi propio
abuelo se había cruzado con el asesino innumerables veces, charlado con él,
tenía éste cinco años más que el intrépido reportero. Todo el mundo conocía y
le diría que estimaba a Buenaventura Ruiz Fernández, alias “El Rompe”, que
así conocían al protagonista de esta historia.
Desde pequeño, cuando era un zagal en casa de un tal Valverde, resultaba
un chico formal que trabajaba como el que más. Nunca se le conocieron líos
cuando creció, ni podría recordar a la víctima de Villabañez en su
comportamiento. Se casó muy pronto con una mujer unos años mayor que él,
cosa que llamó la atención en el pueblo pero poco más. Lo escandaloso no fue
la disparidad de edades, a la que no se daba mucha importancia, sino las
trifulcas que pronto fueron conocidas en todo Cigales.
Ventura, como le llamaban, era un sujeto celoso hasta lo patológico. En
todo veía amenazas a su honra, cualquier contacto de su mujer con un hombre,
siquiera al saludarse con un vecino al ir al mercado, era visto por él como una
inconveniencia. Le atormentaba el pasado de su mujer, el tiempo en que él no
la trató ni la controló. Todo el rato en la taberna quería averiguar si ella había
salido, antes del noviazgo, con unos o con otros. A algunos, que la
frecuentaron entonces, los miraba mal, los rehuía de forma poco amigable. Los
amigos estaban algo hartos de sus preguntas. Primero lo tranquilizaban, le
decían que no se preocupara, su mujer era honrada, siempre lo había sido. Que
todo era fruto de su imaginación. Él los escuchaba pero al día siguiente volvía
a la carga, seguía preguntando si en la fiesta de años atrás había bailado con
fulano o con mengano, si una vez la vieron paseando con aquel sujeto que
vino de Valladolid, un tratante de ganado que desapareció tan pronto como
vino. Y eso que le constaba la virginidad de su mujer cuando llegó al
matrimonio, para añadir a continuación que “había muchas formas de no dejar
rastro con esas prácticas”. Los amigos se escandalizaban, le decían que era
tonto, que tenía una mujer excelente y honrada pero él volvía sobre la cuestión
hasta que empezaron a no hacerle caso cuando sacaba el tema.
Raimundo algo había escuchado en otro tiempo pero los círculos de
amistades, con los cinco años de diferencia que había entre ellos, no se solían
mezclar y tampoco se interesó por aquel jornalero. Sí sabía que su primera
mujer había muerto de tisis a los pocos años de casarse, dejando a Ventura con
un niño de tres años con el que tenía que cargar desde entonces.
Todo el pueblo sintió lo de aquella muchacha que ni los treinta había
cumplido cuando la peste blanca, como la llamaban, se la llevó por delante. Al
entierro acudió una parte importante de los vecinos. Ventura recibió el pésame
en silencio, la mirada gacha y lágrimas en los ojos, con su madre al lado, la
que habría de ayudarlo desde entonces a criar a ese hijo que tan pronto
quedaba huérfano.
El muchacho siguió en su faena trabajando los viñedos de Valverde, que
confiaba en él cada vez más. Raimundo había asistido al sepelio con la familia
entera, a fin de cuentas la desgracia había llegado al número 6 de la misma
calle en que vivía mi antepasado, ya le digo que se conocían, siquiera de
saludarse. Mi bisabuela, la madre de Raimundo, trató mucho a la finada, más
de una vez la había acogido en casa para escucharle sus cuitas, las confesiones
que ella le hizo sobre el comportamiento de su marido, al que ningún
juramento podía satisfacerle. Más de una tarde mi abuelo se la había
encontrado, cuando volvía de fin de semana de Valladolid, sentada en la
cocina, tomando un café con su madre y apurándose “porque va a volver mi
marido y me tiene que encontrar en casa”.
En resumen, hacia 1896 Ventura se había quedado solo con un niño
pequeño. Si bien su madre lo acogía cuando él tenía que ir a trabajar, la mujer,
con buena intención, le decía que tenía que casarse de nuevo, tenía que darle
una madre a aquel chiquitín. Un día su hijo le confesó que le había hecho
proposiciones a una muchacha llamada Teodosia, un año menor que él, y que
ésta le dijo que hablase con su padre. El noviazgo fue así muy rápido, él tenía
prisa, la chica lo veía con buenos ojos y, aunque se comentaba lo celoso que
era aquel jornalero, eso les pasaba a todos los hombres, a fin de cuentas, lo
sucedido con su primera mujer no tenía por qué repetirse.
Pero se repitió en cuanto se casaron, él de 23 años, ella 22. Teodosia
Sánchez, al contrario que aquella pobre tísica, era guapa, graciosa, simpática
con todos. Había atendido desde muy pronto el pequeño comercio de
alimentación que tenía su padre, por lo que era muy conocida y estimada por
el pueblo. Para todos tenía una sonrisa, una pregunta sobre la familia, un
comentario sobre el tiempo. Las señoras iban a su tienda con gusto, se paraban
un rato a charlar con la chica y entre ellas, terminaban por saberlo todo sobre
todos. Cuando vieron a Teodosia y Ventura paseando por la plaza supieron que
se avecinaba una boda y se alegraron, no en vano el chico era muy formal y
trabajador, salía con sus amigos lo justo, no se emborrachaba, no jugaba y
conseguía incluso ahorrar un poco de su salario bien ganado entre las vides.
Todo el pueblo había lamentado que su primera mujer muriera y a nadie
extrañó que buscara una nueva madre para su hijo. Un hombre solo, aunque le
ayudara su madre, no podía estar así mucho tiempo.
De modo que se celebró la boda con la humildad propia del oficio de
Ventura pero con alegría por parte de sus amigos. El niño, por entonces de
cuatro años, asistió junto a su abuela paterna comportándose muy bien. Era un
chico bajito para su edad, callado y algo triste, cosa que achacaban a la
ausencia de su madre. Los ánimos debían volverle en el nuevo hogar que
creaba su padre.






































Teodosia quedó embarazada muy pronto, apenas unos meses después. Su
marido le había prohibido que siguiera atendiendo la tienda de su padre, lo que
les supuso cierto quebranto económico pero Ventura dijo que él solo se
bastaba para sostener a la familia, que no hacía falta ninguna que su mujer
fuera exhibiéndose por ahí. De nuevo mi bisabuela, que era muy acogedora
con la gente joven, vio a su joven vecina acudiendo a la cocina de su casa a
tomar un café y charlar de esto y de lo otro. A fin de cuentas, la madre de mi
abuelo Raimundo fue una de sus principales informantes sobre el estado de
ánimo de Teodosia hasta poco antes de su muerte.
La chica estaba muy ilusionada con el niño que había de venirle, no hacía
más que hablar de las naúseas, el malestar, alguna ocasión en que vomitó. Los
primeros meses su estado no fue muy bueno y eso hizo que el marido la
obligara a guardar cama en lo posible y no salir. Aún así, cuando se encontraba
mejor cogía de la mano a su hijastro, a punto ya de cumplir los cinco años, y
se lo llevaba a la tienda de su padre a fin de distraerse y charlar con las
vecinas. Todas le decían que iba a tener un niño dado que presentaba la barriga
afilada, ya sabe cómo se las manejaban las señoras cuando no había ecografías
ni nada que se le pareciese.
Sin embargo, como le dijo a mi bisabuela, su marido se enfadaba cuando
sabía que había salido. “Quiere que esté sola en casa todo el día y yo me
aburro”. “Mi suegra viene” añadió, “pero, aunque sea buena mujer, no tiene
mucha conversación. A mí me gusta ver a mis amigas pero, ya sabe cómo son
los hombres, si Ventura sabe que he salido me arma la marimorena”.
Al parecer era así. La sometía a un interrogatorio cada tarde, al volver del
campo. Dónde había estado, si había salido, a quién había visto, con quién se
saludó, qué le habían dicho. La pobre muchacha estaba aburrida y hasta
enojada con tanto control, con tantas insinuaciones de su marido sobre algunos
mozos con los que había tratado en otro tiempo, si los seguía viendo por el
pueblo, cosa bastante natural por otra parte porque en la calle te cruzabas
siempre con las mismas personas.
Ella era una chica alegre, sencilla, bastante la fastidiaba que ya no podía
ir al baile como en otro tiempo, reírse con las amigas, a las que apenas podía
ver porque se lo prohibía su marido. Éste decía que fulanita era una
cualquiera, que todo el mundo sabía que la habían visto escabulléndose con
uno tras un baile; que menganita era una chismosa, que zutanita parecía una
babisosa pero las mataba callando. Al único que respetaba Ventura era a mi
bisabuelo, por eso le consentía que estuviera en aquella cocina charlando con
mi bisabuela, pero siempre que estuviera en casa cuando él volvía.
Pese a todo, esa simple salida lo ponía nervioso. Decía que Teodosia
descuidaba a su hijo, un niño que andaba por nuestra casa tranquilamente,
jugando con los mismos juguetes que Raimundo había tenido de niño y que
permanecían desde hacía muchos años arrumbados en el rincón de los trastos.
Pero a Ventura se le metió en la cabeza que, no solo lo descuidaba, sino que lo
trataba mal, que no tenía consideración con el chiquillo que su madre tenía que
cuidar con demasiada frecuencia.
Entonces al jornalero le dio por pensar que, cuando Teodosia llevaba al
niño con su madre, era para verse con otro. Se devanaba los sesos
preguntándose quién sería ese hombre que la veía a escondidas. Incluso
empezó a mirar con sospecha a sus propios amigos cuando coincidían en la
taberna. Si alguno le decía, así de pasada, que había visto a Teodosia en tal
sitio del pueblo le hacía un verdadero interrogatorio: con quién iba, qué cara
tenía, si le había saludado o si trataba de escabullirse. El amigo le miraba harto
de sus preguntas hasta que lo sorprendía mirándolo a su vez con desconfianza
preguntándole: “¿No tendrás algo que ver con mi mujer?”. Los amigos ya se
sabían la copla y le amoscaban embromándolo a veces a fin de distraerlo de
sus obsesiones.
Porque aquello era una obsesión, eso le dijeron a mi abuelo cuando
coincidió con ellos en la taberna. Todo le parecía sospechoso, cualquier
contacto de su mujer con alguien, un simple saludo, era un signo de
entendimiento, tal vez el guiño para una cita posterior, a escondidas. Ventura
era un hombre enfermo de celos. Si por él fuera, se habría quedado en casa
todo el día vigilando cada uno de los pasos de su mujer, tratando de adivinar
en qué estaba pensando, por qué sonreía en ocasiones sin decirle por qué lo
hacía o dándole una explicación que se le antojaba peregrina. El problema es
que Ventura tenía que trabajar: salía muy temprano por la mañana y volvía
para comer y marchar de nuevo hasta la tarde. En ocasiones la faena era tal,
sobre todo en el período de vendimia, que tenía que llevarse la comida en un
atado y tomarla con los compañeros debajo de un árbol, a fin de seguir con la
faena.
Aquel día de octubre Ventura volvió por la tarde como de costumbre.
Nada hacía presagiar lo que iba a suceder. Teodosia le sirvió la cena, charlaron
brevemente y ella dijo que se sentía cansada. El embarazo estaba por su octavo
mes y, gorda como ella decía, con las piernas pesadas, todo se le hacía cuesta
arriba. Le dijo “Me voy a acostar”. Él se limitó a responder: “Llévate al niño”.
Los dos se fueron al dormitorio donde el crío tenía una camita al otro lado de
la habitación, frente a la cama de sus padres.
¿Qué pasó entonces por la cabeza de Ventura? ¿Qué viento de maldad
llegó hasta él? Prácticamente era a la misma hora en que Pedro García tomaba
un cuchillo de cocina para terminar con la vida de su hijo. El jornalero,
cansado como debía estar de la faena diaria, quedó en la cocina de su casa
durante un par de horas al menos, barruntando sospechas, atando cabos
imaginarios, comido por los celos. Su mujer estaba bien embarazada pero los
pechos se le habían puesto más grandes, la piel más brillante, la mirada más
viva. Hay mujeres a las que el embarazo les sienta bien en ese sentido. Hay
hombres, quizá se dijera, a los que les gusta ese estado para hacer sus
cochinadas. A él le recibía siempre con gesto cansado, se quejaba de las
piernas, donde le habían salido varices, lamentaba las pocas ganas de moverse,
le ponía pegas a la hora de acostarse juntos, malas caras cuando él la forzaba a
ello. Eso es que estaba viendo a otro, debió de pensar, tal vez estuviera
planeando abandonarlo con otro niño en cuanto naciera e irse a Valladolid con
ese hombre al que no conseguía dar caza. Seguro que, cuando estuviera con él,
su mujer sonreiría, dejaría de quejarse y no le haría ascos en la cama como se
los hacía a él.
¿Fue esto lo que pensó? Es posible. ¿Ve usted? Mi hijo es mío y me ha
hecho una afrenta disponiéndose a marchar lejos, mi mujer es mía y me ha
ofendido yéndose con otro, dispuesta a abandonar a su marido, al niño que es
carne de mi carne. ¿Lo ve? Mi hijo, mi mujer, míos, son míos. ¡Ah, los celos!
Le debo confesar que nunca he acertado a comprenderlos. Tal vez sean otros
tiempos, cuando se habla de tener relaciones en libertad, que cada cual tenga
su propia vida y solo por amor y por una decisión libre, se escoja una pareja.
Pero en aquellos tiempos no. Los celos, como la necesidad de propiedad sobre
el otro, como el deseo de poder, como la tentación de disponer de una vida
ajena, anidan en nosotros pero hay algo que condiciona su salida al exterior,
que permite o impide su crecimiento interior. Y eso son los valores culturales
y personales. Ésa es la clave del asunto, lo que puede impedir la llegada del
mal, que éste se apodere de nosotros anulando nuestra voluntad.
El valor de la libertad no existía entonces como ahora. La mujer, una vez
que se casaba, no solo tenía que ser fiel sino obedecer en todo al marido,
incluso aunque éste, como Ventura, estuviera obsesionado y se equivocara.
Cada uno lleva su cruz, se decía con resignación cristiana, a quien Dios se la
dé, San Pedro se la bendiga. Todo es lo mismo. Si tu marido te ha salido
celoso, no le des motivos porque la culpa será tuya. Si tu marido sale
borracho, ten paciencia y aguanta poniéndolo en su sitio de vez en cuando.
Quiero decirle que me es difícil ponerme en la mente de aquel hombre
celoso hasta la extenuación. No sé qué pensamientos tuvo durante ese tiempo
en que permaneció en la cocina, el cuchillo sobre la mesa, mirándolo,
pensando, escuchando el ruido atronador de su cabeza. Lo cierto, como se
supo al cabo de pocas horas, es que lo empuñó y, sin mediar palabra, entró en
el dormitorio para asestar diez puñaladas a su mujer.
Ella, que dormía, apenas tuvo tiempo de reaccionar. Varias de las
cuchilladas fueron a su cuello, del que comenzó a sangrar profusamente, con
parecidos estertores, quiero pensar, que a la misma hora profería aquel chico
llamado Abelardo a menos de treinta kilómetros de Cigales. De repente, tras el
ensañamiento, sin escuchar a su hijo que miraba la escena con ojos
exorbitados, gritando y llorando, Ventura debió sentir una extraña tranquilidad.
Muerto el perro, se acabó la rabia. Tal vez lo pensara con otras palabras menos
denigrantes pero en el mismo sentido. Si ella moría se acababa el sufrimiento,
la duda, la sospecha. Al fin su vida, aunque estuviera entre rejas, aunque lo
ajusticiaran, tendría tranquilidad. Tal vez pensara eso cuando se volvió a su
hijo y le dijo, con una calma pasmosa: “Hijo, papá se va a la Habana”. Dicho
lo cual, salió por la puerta cerrando con llave, dejando al niño, entre el llanto y
el horror, junto a esa mujer que ejercía de madre, ensangrentada e inmóvil
sobre la cama.
El asesino, con la mente aún extraviada, paseó por las calles del pueblo
sin rumbo fijo, sin saber qué hacer. Se cruzó con algunos que regresaban tarde
a casa, apenas les saludó. De repente se acordó, entre la roja niebla que aún le
cubría, que había dejado al niño solo. Se acercó a casa de su madre, golpeó la
puerta para que saliera la pobre mujer, asustada por unos golpes tan tardíos.
“La he matado” dijo simplemente, “he dejado al chico encerrado” añadió
mientras ponía en su mano la llave de casa. “Me voy a matar, madre”
concluyó. “¡Hijo, hijo! ¿Qué has hecho?” gritó la pobre señora mientras el
aludido se perdía entre las sombras.
De modo que aquella mujer corrió a la casa de su hijo y abrió temblorosa
la puerta para encontrar un cuadro dantesco, tal como le he descrito. El niño
no se había movido de su cama, mirando espantado el cuerpo de su madrastra,
incapaz de proferir un grito más. Su abuela, llorando, lo tomó en brazos y se
fue corriendo a avisar al alcalde, un hombre llamado Antonio Malfaz, el que
ejerció el cargo antes del hermano de mi abuelo. Levantado por las voces que
profería aquella pobre mujer, se vistió en un santiamén y, tras acogerla y
escuchar su testimonio balbuceante, mandó que avisaran al juez municipal, un
tal Santiago Álvarez, según puedo recordar de los cuadernos de Raimundo, no
sé por qué los nombres se me han quedado en la memoria.
Para entonces, a los gritos de la mujer, ya habían acudido varios vecinos
vestidos de cualquier manera, las mujeres en bata, todos interesados en saber a
qué venían esos gritos. Nunca se había vivido en Cigales un escándalo
semejante. Peleas sí, trifulcas, reyertas, alguna navaja que saliera de la faja,
amenazante, pero nunca un crimen de semejante envergadura. Aún así el juez
sabía lo que tenía que hacer. Avisó a los dos médicos del pueblo y tuvo el buen
juicio de llamar también al jefe del supuesto asesino, el señor Valverde.
Aquella noche nadie durmió en Cigales. Todo el mundo hablaba,
comentaba. Al día siguiente, tal era la curiosidad, que la abuela fue paseando
al niño por muchas casas a fin de escuchar los pésames y comentarios, al
tiempo que el niño, único testigo del salvaje ataque, era requerido para que
contara su versión. El crío, con una paciencia hoy inimaginable, iba
describiendo lo que había visto una y otra vez ante un público interesado que
luego lo abrazaba y le ofrecía algún dulce para que se consolase de volver a
perder a una madre y tener un padre asesino.
Todo el mundo pensaba que Ventura, efectivamente, se habría ahorcado
en el campo, como anunció que haría. Al día siguiente la guardia civil empezó
a recorrer los alrededores del pueblo para finalmente encontrarlo, a las cinco
de la tarde, en los alrededores de la casa de su madre, a donde se dirigía para
comer algo. “Ahora mismo me iba a entregar” les dijo a los números cuando
estos lo detuvieron.
Cuando se dirigían, con él esposado, al Ayuntamiento, algunos vecinos
quisieron golpearlo, proferían improperios, le llamaban asesino. Él iba muy
tranquilo, tal vez porque sentía que todo estaba terminado, que nada de aquello
iba realmente con él. Lo vieron con gesto desafiante, chulesco. Quizá solo
fuera indiferente. El peso que tenía dentro hasta la noche pasada, la sospecha
negra que tanto le hacía sufrir, había desaparecido. Es posible que, si le
hubieran preguntado cómo se sentía, se hubiera detenido un momento y
hubiera respondido sencillamente: “Aliviado”.
Cuando al día siguiente fue trasladado hasta el cercano pueblo de Valoria
la Buena Raimundo, que ya había llegado y fue testigo, lo observó custodiado
frente a la ira de muchos vecinos, fumando un cigarrillo con pasmosa
tranquilidad. Algunos decían que hasta sonreía. Entre la gente, de repente,
divisó a su madre y su hijo, que lo miraban pasar sin decir palabra. En ese
momento se le descompuso el rictus que había tenido hasta ese momento. Mi
abuelo, que estaba muy cerca de ellos, lo vio empalidecer. Habló con los
números y estos permitieron que se acercara, esposado como iba, hasta ellos.
“Hijo” le dijo, “¿me das un beso?”. El niño se abrazó a su abuela y le gritó:
“¡No, no! ¡Eres un hombre malo!”. Todo el mundo lo escuchó. En ese
momento, siguiendo un impulso y al verlo llorar, mi abuelo se agachó a su
lado y le dijo: “¿Y a mí me das un beso?”. El crío se le abrazó convulso. Los
que vieron la escena estaban emocionados, muchos exclamaban: “¡Pobre
criatura!”.
La historia de aquel Buenaventura Ruiz tiene un final que era muy
acostumbrado para la época. La vista oral del juicio, celebrado en la Audiencia
de Valladolid el 24 de junio de 1898, fue muy rápida, durando unas cuatro
horas nada más. El acusado apenas pudo defender su acción aduciendo que su
mujer también era de carácter violento y que aquella noche, entre reproches, le
acometió con una navajita que obraba en su poder. El intento de presentar el
caso como una actuación en defensa propia pareció desde el primer momento
un argumento desesperado y del que solo podía ser autor el abogado defensor.
De hecho, la “navajita” no dejó rastro alguno ante la benemérita, cuando sus
números acudieron al lugar y registraron el dormitorio.
Lo demás fueron declaraciones médicas, informes de los guardias civiles
que acudieron aquella noche al lugar, un par de testigos que manifestaron la
amistad que les unía al inculpado pero sin que nada disculpara su acción.
Incluso llevaron a testificar a ese pobre niño que iba y venía entre
declaraciones. Para el periodista que registró los hechos (no le correspondió a
mi abuelo) la declaración infantil fue importante aunque, a ojos de muchos de
los presentes, inapropiada. Preguntado por el fiscal sobre lo que había
sucedido aquella noche en el dormitorio el niño, con palabras confusas, se
levantó y empezó a hacer gestos de acuchillamiento exclamando “¡Así, así!”,
lo que causó el lógico desagrado y conmoción entre el público.
Condenado a la pena de muerte, Ventura permaneció un año en la cárcel a
la espera de su ejecución, que finalmente no tuvo lugar. Hubo diversas
peticiones de clemencia a la reina que fueron escuchadas. Como decía aquel
cronista a la salida del juicio: “Si por estos hechos concedemos la pena de
muerte ¿qué dejaremos para cuando el criminal asesine de forma fría y
deliberada?”. El viernes santo de 1899, como era tradicional, la reina regente
María Cristina, dio a conocer una serie de indultos que transformaban la pena
máxima en otra de cadena perpetua. Uno de los mencionados fue aquel
jornalero celoso de Cigales.













Mi abuelo, andando el tiempo, ni siquiera se enteró de que la casa de
Ventura “el Rompe”, sin inquilinos desde aquel crimen, se había vendido a
otro jornalero llamado Felipe Velasco. Éste la había adquirido unos meses
después de la muerte de su mujer, otra enferma de tisis durante bastantes años
hasta que su cuerpo ya no pudo más. El hombre estaba desconsolado, como le
explicó finalmente su madre a Raimundo. Indudablemente, mi bisabuela era la
fuente de toda información sobre sus vecinos, ya que su hijo se había asentado
en Valladolid, iba poco por Cigales. En el periódico iba adquiriendo crecientes
responsabilidades. Sus jefes comenzaron a confiar en sus artículos rigurosos,
nada sensacionalistas, que buscaban la comprensión del lector antes que lo que
hoy conocemos como amarillismo. El Norte de Castilla siempre se tuvo por un
periódico serio y de confianza, no uno de aquellos que se voceaban
vendiéndose gracias a los crímenes de la capital.
La ciudad era tranquila en ese sentido, la criminalidad no era comparable
a otras como Madrid o Barcelona, donde cada vez iban afluyendo más y más
gente de provincias a la búsqueda de las industrias y los buenos sueldos que se
podían encontrar. Era cierto que la Corte se extendía a base de casas mal
construidas donde se habitaba en condiciones a veces miserables, pero había
planes de expansión, se levantaban nuevos barrios y, aunque aún faltara
bastante para inaugurar la primera línea de metro, los tranvías llegaban cada
vez más lejos.
Algo de esto se conocía en Valladolid, aunque a un nivel muy moderado,
y nada en pueblos como Cigales, que parecían estancados en el tiempo. Es
cierto que los jóvenes buscaban nuevos horizontes en Valladolid, en ocasiones
llegando hasta Madrid y habitando cualquiera de esas casas modestas, pero en
líneas generales la vida en un pueblo de dos mil vecinos, no se alteraba en
demasía.
“Felipe siempre ha tenido poco carácter” le dijo su madre a Raimundo,
cuando fue a interesarse por el caso que había traído a Cigales de vuelta a la
actualidad. Corría el año de 1905 y mi abuelo era algo renuente a visitar la
casa familiar porque, con 27 años, su madre no hacía más que decirle que tenía
que sentar la cabeza y buscarse una chica de posibles. Estaba empeñada en
algunas mozas del pueblo, limpias, honestas y que sabían llevar una casa. “Un
hombre necesita que lo cuiden para que pueda hacer su trabajo en
condiciones”, insistía su madre, “¿o es que crees que puedes seguir viviendo
como lo haces eternamente?”. El padre no decía nada, se limitaba a fumar un
cigarro que confeccionaba con manos que empezaban a temblar y miraba a su
hijo con resignación, tal vez pensando en que las tentaciones de la ciudad eran
mayores que las que él había conocido en el pueblo.
Pero en aquella ocasión, lo que lo llevó hasta la cocina de su casa, la
conversación que tuvo con su madre, no versaba sobre su improbable
matrimonio, sino sobre el vecino. “Felipe ocupó la casa en 1899 con sus tres
hijos: Raimundo, que por entonces tenía doce años, Lorenzo de nueve y la
chiquitina, Melchora, que apenas tenía un año de vida. El esfuerzo de parirla
es lo que terminó definitivamente con la vida de su madre”.
Imagínese a un jornalero que tenía que trabajar en el campo tantas horas,
con una familia semejante a su cargo, particularmente con la pequeña, de la
que se cuidaba la suegra de vez en cuando o bien el hijo pequeño, Lorenzo,
porque el mayor estaba ya dando el callo en los viñedos. Un follón de casa,
una vida desorganizada ante la que Felipe se desanimaba. “Necesito a alguien”
le dijo a su madre, que también echaba una mano cuando era necesario.
“Tienes a la Juliana” le contestó ella, “ya está mayorcita pero por eso mismo
no hará ascos a encargarse de tus hijos”.
Juliana Velasco Díez era una prima cuarta o quinta, vete a saber, tenían
alguna relación familiar, pero tan lejana que no era obstáculo para que se
casasen. Felipe, como le digo, era un hombre de poco empuje, sin carácter, de
manera que se dejó convencer, máxime cuando su madre empezó a organizarlo
todo de acuerdo con la madre de Juliana y la propia interesada, que estuvo
rápidamente de acuerdo en todo.
Lea esta descripción de la novia: “La madrastra es una mujer de aspecto
vulgar, de ancha cara, abultadas facciones, dura de expresión”. Además era
corta de estatura, añadía más adelante este periódico madrileño. En suma, no
iban los celos a ser el motivo del suceso, da la impresión. El entendimiento de
la nueva pareja debió de ser inmediato aunque considerando unas normas
determinadas. “Ella mandaba en todo” decía mi bisabuela ante el oído atento
de su hijo. “No he conocido una mujer más mandona y autoritaria que ella”. Si
a eso se le unía el débil carácter del hombre, el hecho de que estuviera en el
campo casi todo el día junto a los dos hijos mayores, se comprende que la
pareja se compenetrara bien: él trabajaba, obedecía al llegar a casa y, a
cambio, tenía la mesa puesta cuando los tres hombres llegaban del campo, la
ropa limpia y planchada, la comida adquirida, el dinero bien administrado.
“Sobre eso no se le podían poner pegas” continuaba su madre en la
cocina. “Todo el mundo sabía que llevaba la casa bien, pero como un sargento.
En el mercado tuvo sus peloteras, sobre todo al principio, cuando no la
conocían bien. De todo protestaba: del corte de la carne, de que la fruta estaba
pasada y era muy cara, de que el pan era pequeño… Simpática no le resultaba
a nadie, no. De hecho apenas tenía amigas, salvo esa que vino después de ella,
una tal Catalina Sillero. Habían sido amigas desde la infancia y estaban
también lejanamente emparentadas, como sucede en muchos pueblos. Tan
hosca como la otra, llegó al año siguiente del casorio de Felipe y se instaló en
el otro extremo del pueblo con su marido, jornalero también, y una hija
pequeña.
Al cabo del tiempo empezaron las murmuraciones sobre Juliana, era
inevitable. No había hecho nuevas amistades, nos miraba de manera
desagradable, desconfiaba de todos, creía que todo el mundo la quería engañar
y aprovecharse de ella. No salía a pasear con su marido y la niña por la plaza
del pueblo, como en Cigales se acostumbraba. Lo peor se lo llevó Melchora.
Las mujeres la veían pasar con los bracitos llenos de moretones. La niña crecía
raquítica, desmedrada, aparentaba tener menos años de los que contaba en
realidad. Se decía que su madrastra no le daba de comer lo suficiente. En
cierta ocasión se supo, por una indiscreción de uno de sus hermanos, que se
había ensuciado una noche y Juliana la había obligado a comérselo. Así como
suena.
En aquel tiempo se entendía que cada familia tenía sus reglas y los niños
no eran lo importantes que son hoy. De hecho, en aquellos años la mortalidad
infantil por infecciones de todo tipo era considerable, a nadie le extrañaba que
un porcentaje alto de los niños no pasase de los tres años. Muchos jugaban
entre las basuras, que se amontonaban en cualquier parte, comían cualquier
cosa, tomaban agua en mal estado. El cólera, las neumonías, el tifus, se llevaba
por delante a una parte importante de la población infantil. Se escuchaban las
primeras voces de médicos y hasta políticos que deseaban cambiar las cosas.
Se apelaba a la necesaria regeneración de la raza para evitar catástrofes como
la pérdida colonial de 1898, que tanto daño hizo al país. Pero eran voces
aisladas aún y normalmente se situaban en las capitales donde ciertamente la
mortalidad era mayor. Las mejoras en la salud y educación infantiles tardarían
mucho en llegar a pueblos como Cigales.
De modo que la cosa no pasaba de los comentarios que realizaban las
comadres cuando iban de casa en casa o coincidían en la tienda o el mercado.
Se censuraba, se despreciaba a una madrastra con tan pocos sentimientos, pero
por supuesto nadie iba a hacer nada al respecto.
Quizá fuera por ese clima que a nadie extrañó lo sucedido el domingo 16
de julio de 1905. Por la tarde salió el pregonero a la calle y, tras hacer sonar su
trompetilla, anunció la desaparición de Melchora Velasco Vaca, la niña de seis
años hija de Felipe y Juliana. Se rogaba al vecindario que, si sabía algo de ella,
lo transmitiera inmediatamente a la alcaldía.
Raimundo supo esto mucho después, en el mes de agosto. Pudo entrar en
detalles con su hermano mayor, alcalde por entonces y autoridad a la que
había recurrido un convulso Felipe para comunicar que la niña había salido de
casa por la mañana y hacía horas que no sabían nada de ella. La gente se hacía
cruces. ¡Una criaturita como ella! La pobre niña era, como mencioné,
pequeña, escuálida, nadie podía imaginar que se hubiera puesto a caminar
carretera adelante huyendo de su casa, aunque razones no debían faltarle,
decían algunos.
El alcalde pidió detalles al nervioso padre. Al parecer, sobre las doce y
cuarto de la mañana, Juliana había mandado a la niña a por pan a la tahona de
siempre. Melchora tuvo una doble desgracia: por una parte, el pan que quería
su madrastra se había acabado y, además, al volver contrita un niño mayor, un
gamberro, le había arrebatado la cinta de seda que tenía en el pelo. De esta
forma llegó a casa, llorando aún por la humillación del robo. Juliana, dijo el
marido temblando, se puso hecha una furia, la amenazó con azotarla y la echó
de casa diciéndole que hasta que no tuviera otra vez la cinta no volviera. Así
se las gastaba aquella mujer despiadada.
Cuando a última hora de la tarde, con todo el pueblo aún en la taberna o
paseando en la plaza, el pregonero anunció la mala nueva, una niña llamada
Basilia Cabero afirmó haber visto a la pequeña por el camino de Fuensaldaña
sobre la una menos cuarto de la tarde. ¿Escapaba? ¿Buscaba al responsable del
robo de su lazo de seda? Nadie podía saberlo con certeza.
No sé qué pasó inmediatamente después, Raimundo no lo reflejaba en sus
cuadernos. De hecho él no supo todo esto hasta hablar con su hermano varias
semanas después. Imagino que algunos hombres marcharían por el camino
citado, harían una batida por los alrededores mientras todo el pueblo
comentaba el inesperado y dramático episodio. Aunque era verano y el tiempo
en Cigales no era malo ¿cómo podría sobrevivir esa niña, perdida tal vez por
los caminos, con lo poquita cosa que era?
Así pasaron los días, sin noticia alguna, a pesar de que se la buscara todo
lo posible. Melchora, la cría desafortunada, empezó a pasar a la historia del
pueblo, donde todo el mundo sabía de ella pero nadie podía dar respuesta
sobre dónde podría encontrarse. Hasta un mes después.











Por aquel entonces, todo el mundo estaba pendiente de un eclipse de sol
que sería visible en casi toda la Península. Varios congresos astronómicos se
organizaron para reunir a expertos europeos, que deseaban debatir las
implicaciones del tema y realizar juntos las observaciones pertinentes.
Los ecos de tal hecho apenas ocupaban unas líneas en periódicos como el
Norte de Castilla, más centrado en cuestiones agrícolas, como era habitual. En
el mes de julio no se mencionó siquiera la desaparición de la pequeña, no era
una noticia relevante en modo alguno. Hay que comprender que a principios
de siglo los niños escapaban a menudo de sus hogares por el deseo de
aventuras, porque las condiciones de vida eran infernales o, si las niñas eran
mayorcitas, para terminar en la prostitución de las grandes ciudades.
El 29 de agosto dos vecinos de Cigales, Aurelio Villanueva y Cesáreo
Tomás, estaban cazando al acecho en un paraje poco accesible, un altozano al
que llamaban “El Cocero”. Rebuscando por debajo de las vides, algunas
infestadas de filoxera, encontraron un bulto medio comido por las alimañas.
Enseguida pensaron en Melchora. El pequeño cadáver tenía uno de los brazos
y la cabeza separadas del resto del cuerpo, presentaba un avanzado estado de
putrefacción debido al tiempo transcurrido y al calor reinante en la zona.
Cuando los médicos acudieron para certificar lo encontrado junto al juez y
demás autoridades, dedujeron que el desmembramiento bien podía ser efecto
de perros salvajes y de otra fauna que era frecuente en la zona. De todos
modos, no cabía duda de que estaban ante los restos de la niña desaparecida,
tanto por su constitución como por la ropita que, hecha jirones, su padre
reconoció.
Entonces se planteó la gran duda que sobrevolaría el caso durante un mes
entero: ¿se había perdido desorientada hasta terminar muriendo en aquella
remota zona? ¿o bien alguien (y todos los vecinos imaginaban quién) la había
asesinado y transportado el cadáver hasta allí? Cigales acusaba a los padres de
la criatura, en particular a Juliana. Se rumoreó que su madrastra la había
matado, le había cortado la cabeza y arrojado a un pozo para hacerla
desaparecer. Que tiempo después la volvió a sacar para llevarla hasta allí y
construir la explicación de que la inocente se había perdido huyendo de la riña
recibida. Pero una cosa eran los rumores y otra los hechos comprobados,
según debía pensar el juez de Valoria la Buena, que entendía del caso por no
haber Juzgado en Cigales.
El futuro juicio se antojaba problemático, en caso de que los padres de
Melchora se aferrasen a la versión que dieron a lo largo del primer mes de
interrogatorios, cuando ambos permanecían en prisión como sospechosos del
asesinato de su hija. ¿Cómo se podría pedir la pena de muerte para ellos, como
desearía hacer el fiscal, si no se disponía de prueba alguna sobre su
responsabilidad? Hay que recordar que el último testigo en ver con vida a la
pequeña era otra niña, que situaba a la víctima en el camino de Fuensaldaña.
Por desgracia ¿qué hay más probable en estos casos que alguien tan pequeño,
con el temor de no poder volver a casa sin la pieza robada, deambulara hasta
perderse o bien escapara sin rumbo fijo del miedo a la paliza que la podría
esperar en casa?
Contra esa suposición estaba el hecho de que el lugar donde se encontró
el cadáver era muy difícilmente accesible, un pequeño monte pero arriscado y
difícil de subir. ¿Cómo podría haber llegado una niña tan desmedrada y débil
hasta un sitio al que los cazadores ascendían con cierta dificultad? No era un
lugar que nadie elegiría para caminar hasta allí, puesto que no iba a ninguna
parte en realidad. Puestos a escapar caminando, el de Fuensaldaña era un
sendero asequible que se extendía muchos kilómetros. Sin embargo, pensaría
el juez, el Cocero era un monte muy poco frecuentado, ideal para esconder un
cadáver durante un largo período de tiempo.
De manera que esa mera suposición indujo a la guardia civil a
incrementar la presión sobre los detenidos. En ese sentido, Juliana demostró
ser una mujer de fortaleza considerable. Nada le hizo cambiar su versión de
los hechos: reconocía que riñó a la niña, sí, que la había amenazado con una
paliza si no recuperaba el lazo de seda, efectivamente. Pero Melchora se había
ido por su cuenta, escapado de esa amenaza y probablemente se perdió hasta
terminar en aquel lugar remoto donde el hambre y la noche acabaron con ella.
Una lástima, sí, pero inevitable. Desde luego, ella no se culpaba de nada, a fin
de cuentas a los hijos hay que educarlos para que no sean débiles y respondan
de aquello que pierden. Juliana lo aguantaba todo, la búsqueda de
contradicciones, las preguntas repetidas a las que respondía una y otra vez de
la misma forma, los reproches velados. Nada la hizo moverse desde el primer
momento hasta el final del proceso respecto a aquella versión que explicaba
con rostro pétreo y carente de emociones.
El padre, Felipe Velasco, era otra cosa. Como le dije, siempre había sido
un buen jornalero, sabía cumplir con las órdenes recibidas, pero no se le podía
pedir una sola iniciativa propia. Como en el trabajo tampoco se le exigía tal
cosa, miel sobre hojuelas para los patronos en cuyos campos trabajaba. Pero
en su casa tampoco mandaba, que allí era Juliana la que decidía todo lo que
hubiera que tener en cuenta. Si ella decía que Melchora era rebelde y un
estorbo, ella también castigaba e imponía su ley. Él no tenía más que obedecer
pese a que el hijo mayor, Raimundo, de dieciocho años por entonces,
empezaba a rebelarse frente a las imposiciones de su madrastra.
Los números de la guardia civil que lo interrogaban se dieron cuenta
enseguida de que Felipe era el eslabón débil en la cadena de aparentes
justificaciones de ambos. Si alguien confesaría sería él. Por eso lo aislaron en
prisión. Los habían distribuido en distintos calabozos pero de un modo
peculiar: mientras el marido, como le digo, estaba aparte, Juliana compartía
celda con su primera hija recién nacida (la había parido días antes de su
ingreso en la cárcel) y con Raimundo, el muchacho con el que se llevaba
particularmente mal en su vida cotidiana. Aunque el chico no se atrevió nunca
a desafiarla, la guardia civil sabía que se llevaba cada vez peor con su
madrastra.
Usted me dirá ¿y a qué venía encerrar al chico? ¿Es que sospechaban que
fuera cómplice del asesinato? No exactamente. Estaba probado que, en el
momento de desaparecer Melchora, Raimundo Velasco se encontraba en el
campo junto a otros trabajadores, ayudando a parir a una novilla. Sin embargo,
los investigadores pensaban en un posible encubrimiento, basándose en una
discusión que tuvieron en la calle padre e hijo y que fue escuchada por un
vecino. Tras una mala respuesta del chico por algún motivo desconocido,
Felipe le espetó: “Más vale que te acuerdes de la sangre de tu hermana que
hay en las paredes de casa”, a lo que Raimundo contestó espantado: “¡Usted
quiere perderse y perdernos a todos!”.
La posible rivalidad entre el muchacho y su madrastra en el calabozo, las
posibles tensiones entre ellos que pudieran llevarle a él a confesar, no se
dieron. Finalmente, Juliana lo dominaba todo con su presencia. Ante ella
Raimundo no se atrevía a enfrentarse.
Pero Felipe se derrumbó al cabo de un mes y confesó de plano el crimen
de ambos. No tengo constancia pero no podemos descartar, en aquel tiempo,
que a las preguntas le sucediesen episodios de intimidación física, por decirlo
suavemente. En los pueblos era conocido que la guardia civil no se andaba con
chiquitas y, sin llegar al extremo del tormento que se ejerció sobre los
sospechosos en el crimen de Cuenca, es muy posible que alguna bofetada se
repartiese, más para intimidar al sujeto pusilánime que era el sospechoso, que
para hacer daño. Pero ya le digo, esto es mera suposición. En el juicio Felipe
se retractó de todo lo dicho, por consejo de su abogado, aduciendo que le
habían emborrachado, que estuvo cinco días sin comer y que el abogado por
entonces le dijo que, si acusaba del crimen a Juliana, él evitaría la horca. Para
entonces, sus protestas de inocencia ya no sonaban convincentes. Juliana se
limitó a decir, cuando supo de la confesión, que “mi marido está loco”,
negándose en redondo a admitir su responsabilidad. Ella lo negó todo de
principio a final.























































Antes de enfrentarnos al horror de ese crimen, al detalle de lo sucedido
cuando Melchora volvió a casa aquel 16 de julio sin pan ni cinta en el pelo, le
invito a reflexionar sobre un aspecto que desvelan estos casos y que se hace
más evidente en éste, cuando uno termina por admitir su culpa y la otra no,
algo por otra parte esperable en una persona endurecida e inflexible como
debía de ser Juliana Velasco. La cuestión es la conciencia del crimen, la
admisión de la culpa. Es lógico que uno intente encubrir su responsabilidad en
un crimen de ese calibre pero, mientras él terminó por admitirlo ella nunca lo
hizo. Hemos visto el reconocimiento de la propia culpa en Pedro García tras
matar a su hijo Abelardo con el objeto de que no pagase un inocente por el
crimen que él había cometido. El caso del jornalero Ventura es distinto porque
él no podía exculparse y, aunque su actitud chulesca tras la detención, puede
hacer imaginar que se consideraba autojustificado (o quizá solo aliviado de sus
celos), lo cierto es que nunca negó ser el autor del crimen. Juliana nos muestra
la otra cara, algo muy significativo: la ausencia de culpabilidad frente a los
demás, la carencia de emociones frente al crimen, la inexistencia de
conciencia moral.
El mal, ya se lo comenté, tiene que ver con el deseo de poder sobre otra
persona, el considerarse propietario de la misma: tú eres mía, soy el dueño de
tu vida, te puedo dejar vivir o morir pero elijo lo segundo, acabar contigo,
privarte de tu futuro, matarte, porque tú eres débil y me perteneces y yo soy
fuerte y poderoso. Espero comentarle esa necesidad de “poder sobre el otro”,
que está en la base de tantos actos humanos pero ahora centrémonos en la
conciencia. Porque hay distintos grados de maldad, uno se da cuenta cuando se
encuentra ante un asesinato de las características del de Cigales, con ese
sufrimiento extremo provocado en alguien tan indefenso, y observa a uno de
los asesinos derrumbándose y confesando mientras el otro, carente de emoción
alguna, insiste en su falta de responsabilidad sobre lo sucedido.
Es esa carencia de emociones cuando el asesino lleva a cabo su acción la
que nos alerta de un grado mayor de maldad. Porque para el asesino, que se
siente poderoso frente a su víctima, ésta puede seguir siendo una persona,
alguien débil sobre quien ejercer tu necesidad de poder, pero es persona
finalmente. La maldad llega más allá si consideras que la víctima no es una
persona sino una cosa, un objeto. Como el que destruye de un manotazo una
torre de cubos de madera, el que pega un tiro a un galgo que no le ha servido
bien en la caza. Ni la torre ni el galgo son seres cuya existencia deba
considerarse. Recuerdo a un hombre de mi infancia, uno que trabajaba para mi
padre y al que acompañé sin saber dónde íbamos, solo pendiente de que había
recogido en un saco los tres gatitos recién nacidos del jardín de mi casa.
Fuimos hasta un arroyo algo lejano y le vi meter la mano y el saco en el agua
durante un rato interminable. Ni siquiera sentí horror por lo que estaba
sucediendo, simplemente no acertaba a comprender por qué hacía eso, qué
estaba pasando. Era tan pequeño que me quedé clavado en el suelo, incapaz de
hablar, de decir lo inexpresable. Aquel hombre era bueno conmigo, cuidaba de
nuestra casa, me trataba con deferencia y cariño ¿cómo alguien así, con total
indiferencia, podía ahogar a esos gatitos y dejar luego el saco con su fúnebre
contenido en un montón de basura?
Para él los gatos eran una molestia, algo prescindible. Para mí eran seres
susceptibles de recibir mi atención y mi cariño. Yo quería a esos gatos ¿me
entiende? Aquella imagen de aquel hombre, aquel amigo mayor, sumergiendo
a mis queridos animales, la tendré siempre presente en mi memoria. Para él
fue una parte más en su trabajo, para mí fue algo espantoso. ¿Se da cuenta de
la diferencia? Yo veía a los gatos como seres amables a los que quería desde
su nacimiento, él como una simple molestia debido a su proliferación, cosas,
objetos, que suponían un obstáculo en la vida cotidiana y había que remover
de su lado. El porqué yo, con tan tierna edad, me encontraba allí para ver su
actuación, quién decidió que lo acompañara aquel terrible día, nunca he
podido saberlo.
Pero yo quería hablarle de la conciencia personal, de la admisión de culpa
frente a tu propia maldad, una vez cometido un crimen e incluso en el mismo
momento de llevarlo a cabo. La conciencia de uno mismo es tal vez lo que nos
diferencia del género animal. Por eso dicen, ante un caso de brutalidad como
éste, que actuaron “como animales”. Naturalmente, hay una distinción que
hacer, porque el animal mata con un objetivo justificable: para comer, para
defender su territorio. El criminal, en estos casos, mata por el placer que le
supone hacerlo, para demostrarse a sí mismo su poder, su superioridad sobre
una víctima más débil e indefensa.
Hay sujetos, como le digo, que no parecen tener conciencia de culpa.
Aunque la finalidad del crimen sea diferente que en un animal, el sentimiento
ante él es el mismo de un león ante su presa: indiferencia. Los canales
emocionales, dicen los expertos en psicopatologías, están obturados. Es una
forma de describirlo.
La conciencia es el mecanismo por el que contrastamos nuestra actuación
con nuestros valores internos. Ya le dije que la maldad es una necesidad de
ejercer el poder sobre alguien de quien nos consideramos propietarios. Ésta es
una necesidad presente en todos los seres humanos. Sin embargo, unos
cometen crímenes execrables y otros, como usted o como yo, no. ¿Qué nos lo
impide? Le diré que la escala de valores que tengamos, lo que nos permite
diferenciar entre lo bueno y lo malo, entre lo conveniente o lo inconveniente,
entre la belleza y la fealdad. Cuando nuestra actuación se realiza conforme a
esa escala de valores sentimos una coherencia, una conformidad con nuestra
acción. Sin embargo, cuando algún instinto o necesidad se superpone a los
valores en que creemos nos sentimos culpables. Ésa es la conciencia, el
mecanismo por el que comparamos actuación real con aquello que
consideramos que deberíamos haber hecho. La cosa no es tan sencilla, como
comprenderá. Está el proceso conocido como “anomia”, por el que una
actuación y la contraria suponen transgredir alguno de nuestros valores, como
aquel caso extremo de que, para salvar a varias personas en una barca debas
abandonar a otras que necesitan tu ayuda en el mar.
En el caso del crimen de una niña la situación, sin embargo, no supone
anomia alguna. Para nosotros, aunque la niña sea más débil, incluso por serlo,
es un mal acabar con su vida. Para Felipe Velasco sucedía así aunque el temor
a las consecuencias, una larga tradición de estar dominado por su mujer, ante
la cual se sentía disminuido y sin voluntad, le impidiese admitirlo ante los
demás durante un tiempo. Pero no ante sí mismo, de ahí el derrumbe que
supuso su confesión. Con Juliana no sucedió lo mismo. Todo hace indicar que
para ella, la niña Melchora fue siempre una molestia, un obstáculo que debía
removerse, apartarse.
Un día la zarandeas en una riña y no pasa nada. El marido no se opone, la
niña se encoge y llora, tú te sientes poderosa, consideras que llevas razón, que
esa niña merece un castigo. Te gusta ejercer el poder en tu casa, es lo que te
justifica ante ti misma. Otro día le das una bofetada y ella se va a otro lado
entre lágrimas, tu marido, si está presente (Felipe casi nunca), agacha la
cabeza, te da la razón. Te sigues sintiendo poderosa, allí mandas tú, tú dices
qué debe hacerse y qué no, y el que no obedezca ya sabe a lo que se expone.
La niña deja de ser persona, en realidad nunca lo fue. Es, como he
comentado, un obstáculo, como una silla mal puesta con la que tropezamos. Si
vamos caminando y nos golpeamos en la rodilla con esa silla ¿nuestra primera
reacción no es darle una patada a la silla, quitarla de nuestro camino? Juliana
llegó a ese matrimonio con su mal carácter, con su voluntad de hierro,
dispuesta a ser la que mandase. Y nada más llegar, se debe hacer cargo de una
niña pequeña que aún se hace pis y caca encima, que no entiende nada y
parece tonta, que no obedece, que requiere atención constante, se ensucia, se
golpea, que llora sin recato y tú dices: “te está bien empleado”. Luego la que
golpeas eres tú y te sientes satisfecha, poderosa. Piense en una situación así
mantenida durante varios años, cómo la persona que era Melchora deja de
serlo, se transforma en cosa, molestia, finalmente en víctima a la que
atormentar, a quien hacer sufrir. Y sigues sintiendo la satisfacción de
conseguirlo, que sufra, que llore ante tus pellizcos y golpes, esas bofetadas que
das cada vez más fuerte sintiendo mayor placer al hacerlo, sintiéndote vengada
de la existencia de esa niña a la que no has querido nunca. Todo eso hace que,
con el tiempo y tu propio carácter, dejes de sentir emoción alguna cuando
dañas, golpeas, también cuando matas.














































Volvamos a la confesión de Felipe Velasco. Regresemos al horror de su
declaración. La niña no escapó, no marchó camino adelante sin rumbo
aparente, como defendieron sus asesinos inicialmente, sino que volvió a casa
sin el lazo de seda que aquel niño le había arrebatado. Su madrastra había
dicho que la azotaría si era así y eso hizo. Le dio varias bofetadas hasta tirarla
al suelo, ante la mirada cobarde de su padre. Era un hecho casi acostumbrado.
No contenta con eso (acabemos de una vez, debió pensar Juliana) la arrastró
hasta el corral y allí volvió a abofetearla. Una vez en el suelo comenzó a darle
patadas con una furia homicida, particularmente en el cuello. La niña quedó
inconsciente.
Juliana, al darse cuenta de lo que había hecho y suponiéndola muerta solo
pudo pensar en deshacerse del cadáver. Mientras Felipe seguía contemplando
la escena sin intervenir ella, con gesto brusco, le dio unas órdenes: “A ver,
desnúdala, lo hecho, hecho está. Hay que esconderla”. La niña, despojada de
su ropa, fue introducida en un agujero cavado deprisa y corriendo en el mismo
corral. Los asesinos extendieron luego una gruesa capa de estiércol que
pisotearon con afán para dejar una superficie lisa y sin protuberancias
sospechosas. La guardia civil consideró muy probable que la niña, golpeada e
inconsciente, no estuviera muerta. Los titulares de los periódicos se llenaron
de espantosos titulares: “Enterrada viva” decían. Quizá no les faltara razón.
Estos días los españoles andamos conmovidos y horrorizados por el
crimen cometido contra Laura Luelmo, esa profesora joven de apenas
veintiséis años, alojada en el pueblo onubense de El Campillo, frente a donde
vivía Bernardo Montoya, un exconvicto que acababa de concluir su condena
de diecisiete años por asesinato de una anciana e intento de violación de una
joven.
Todos hemos seguido los días de búsqueda de la desaparecida hasta que
se encontró su cuerpo debajo de unas zarzas, a varios kilómetros de la casa del
asesino, donde se cometió el crimen. Cuando se supo que la muerte databa de
dos días después de su desaparición y ante los rastros de sangre en casa del
criminal, solo han quedado dos terribles hipótesis: que la secuestrara durante
ese tiempo abusando de ella o que la violara, la golpeara con una barra de
hierro y llevara su cuerpo hasta donde se encontró, lugar donde agonizaría
durante dos días hasta morir.
Estas cosas, a usted y a mí, nos pueden hacer recordar aquella novela
breve de Joseph Conrad “El corazón de las tinieblas”, tan bien recreada por
Coppola en su “Apocalypse Now”. Esa imagen donde el coronel Kurtz,
interpretado por Marlon Brando, pretende en sus horas finales describir lo que
ha visto esos años en Vietnam: “¡El horror, el horror!”. No le niego que es lo
que siento con el asesinato de Laura Luelmo, esa chica inocente sometida al
poder de su asesino, a su muerte despiadada, quizá a una larga agonía en
soledad. ¿Ve las similitudes? Claro, hay diferencias, no hay violación de la
niña, los tiempos han cambiado, pero hay un nexo común inquietante que
muestra un patrón: el asesino ejerciendo su poder, el sometimiento de su
víctima más débil, su muerte a golpes, tal vez incluso quedando un hálito de
vida, las prisas del asesino por ocultar el cadáver. El mismo horror que
sentimos ante tal brutalidad, ante la ausencia completa de piedad.
El pueblo, observaron los asesinos, no se conformaba con suponer que la
niña se había perdido, que había escapado de casa. Todo el mundo (las
miradas que hablan, los silencios a tu paso) señalaba a Juliana como la autora
del crimen. Ella endurecía el gesto y continuaba su marcha sin saludar a nadie,
sabiéndose señalada por todos. Es posible que la sospecha también la tuviera
Raimundo, el hermano mayor de la niña, que pidiera explicaciones, que
acusara incluso en la intimidad de la casa. El padre seguramente lo
reconocería pero le forzaría a callar, de ahí la discusión en la calle, la amenaza
implícita de que tal vez él fuera el siguiente si se enfrentaba a Juliana.
La guardia civil, que estaba al tanto de los rumores aunque nadie fuese a
declarar ante ellos, detuvo unos días a Felipe pero, sin el cadáver ni constancia
de lo que había sucedido con Melchora, ante las protestas de inocencia del
jornalero, decidió ponerlo en libertad. No obstante, el cerco se estrechaba, tal
vez fuera cuestión de tiempo que registraran la casa y el corral, que
encontraran el macabro contenido del mismo. Juliana pensó en quién podía
confiar, ya que era necesario trasladar lejos el cadáver de la niña pero sin
inspirar sospechas. Si tanto ella como su marido eran sorprendidos de noche
escabulléndose con un bulto, serían detenidos y procesados sin remedio.
Entonces la mujer recordó a su íntima amiga Catalina Sillero a la que
llamó para ponerla al corriente. Tenía confianza plena en su complicidad y la
citada respondió a ella para “quitarle el muerto” a su amiga. De manera que
desenterraron los restos de la niña y, poquita cosa como era, la ocultaron en un
gran cesto de los utilizados para recoger la uva durante la vendimia. La mujer
tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para cargar con aquel peso durante
varios kilómetros hasta subirlo donde le habían señalado, un lugar poco
accesible donde nadie iría a buscarla, un altozano llamado el Cocero.
Todo eso reconoció Felipe finalmente. Juliana reaccionó al saberlo de
boca de los mismos guardias civiles: “Está loco, mi marido está loco o le han
obligado a decir eso”. No se movería de lo dicho, ni siquiera durante el juicio
que se celebró en Valladolid el 6 de diciembre de aquel mismo año. Para
entonces, Felipe negaba todo el contenido de su confesión, afirmaba la
inocencia de ambos, la de su hijo y la de Catalina Sillero. Nadie había matado
a la niña, nadie la había enterrado en el corral, nadie la había llevado hasta el
lugar donde se encontró. Se le señaló que, si Melchora hubiera llegado hasta
allí por sus propios medios, además de hacer un esfuerzo para el que
probablemente sería incapaz, habría tenido arañada toda la suela de sus
zapatillas. Lo cierto es que no era así y aparecían limpias y con las pequeñas
erosiones propias de caminar por el pueblo, no por un sendero pedregoso. No
tenía explicación para ello. Se le preguntó si había sido él o la Sillero quienes
transportaron el cadáver, si lo habían limpiado en un arroyo de los restos de
estiércol que se habían adherido a su cuerpo y él negó y volvió a negar,
tembloroso, vacilante. Juliana contemplaba impertérrita a su marido.
Después de la primera sesión del juicio, el fiscal cambió los términos de
su acusación. Inicialmente consideraba a Juliana la autora del crimen y al
marido, Carolina y el hijo Raimundo, encubridores. La falta de colaboración
de Felipe que, mal aconsejado por su abogado, se jugó todo a una carta, hizo
que pasara a ser acusado también como autor del crimen. Las condenas de los
otros dos encubridores fueron menores pero para el matrimonio recayó la
máxima pena.
Tres años después, tras numerosos recursos ante tribunales superiores y
peticiones de indulto, como era lo usual en un tiempo que empezaba a detestar
la pena de muerte, fueron ejecutados en el patio de la cárcel de Valladolid,
bien temprano, aunque el gentío a las puertas de la cárcel era considerable. Era
el 27 de agosto de 1908. Para entonces las ejecuciones no eran públicas como
hasta pocos años atrás. Se dijo que Juliana tuvo un ataque de nervios antes de
subir al cadalso. Enseguida ondeó la bandera negra en lo alto de la prisión y el
pueblo allí congregado, que trataba de escuchar el desarrollo de la acción que
tenía lugar en el patio, fue dispersándose. El verdugo, que con estas dos
completaba 58 ejecuciones, tomó el tren de vuelta a Madrid por la tarde. Dos
señoras que coincidieron con él en la cabina, al saber quién era, se cambiaron
de vagón ante la indiferencia del ejecutor. Lo suyo era meramente trabajo y un
trabajo que hacía mejor que otros, debió pensar.
De todos estos detalles me enteré a través de los cuadernos de mi abuelo.
A él, como natural de Cigales, le volvieron a encargar la crónica de aquel
crimen, incluso le encargaron la realizada años después durante el juicio. Para
entonces, con treinta años cumplidos, había conocido a mi abuela, una
vallisoletana de buena y arraigada familia en la ciudad. Se casaron dos años
más tarde, cuando la situación laboral de mi abuelo se encontraba más
asentada. En 1913 nacería mi padre Tomás, que terminaría trabajando en
Madrid y de allí, marcharía yo hacia el sur muchos años después, en busca de
una plaza fija en un instituto. Desde que mi abuelo salió de Cigales hemos
terminado por ser una familia viajera, al menos por mi parte, ya que mi
hermano volvió sobre los pasos de nuestro padre.
Pero le prometí hablarle del poder. No quiero que terminemos sin hacerlo
porque es algo que me ha preocupado desde hace mucho tiempo. Cuando eres
joven observas hechos dispersos, actuaciones que no parecen tener nada que
ver entre sí, deseos variados, impulsos, ideas, objetivos dispares. Tratas de
adaptarte pero finalmente solo encuentras explicaciones parciales que dejan
grandes lagunas por justificar. Con el tiempo, incluso en el mundo del trabajo,
uno tan limitado como es un instituto de secundaria, leyendo tantas noticias
políticas que hay en nuestro país, cuestiones internacionales (siempre he
tenido una gran curiosidad por mí mismo, no solo por ser historiador), he
llegado a la conclusión de que la necesidad de poder en los hombres explica
gran parte de su comportamiento. No le digo que todo, entiéndame bien, pero
sí mucho de él que de otro modo resultaría confuso. Ejercer un poder, cambiar
según tu criterio la situación que te rodea, da sentido a muchas vidas que, de
otra forma, carecerían de él.
Como le he hablado de ello en este contexto criminal usted pensará que
estoy exagerando su importancia o que directamente estoy equivocado.
Entiéndame, a mí no me parece que el poder, entendido como la capacidad
para cambiar el comportamiento de los otros de cara a conseguir nuestros
objetivos, sea algo intrínsecamente malo. Uno puede tener la idea (se lo digo
yo, que fui jefe de estudios en mi centro) de mejorar el rendimiento escolar de
un modo determinado. Si eres una autoridad en tu centro, si ejerces un poder
institucional, puedes proponer nuevas disposiciones, una forma diferente de
hacer las cosas, que consiga dicha mejora. Ahí estás utilizando tu poder en
beneficio de la comunidad educativa. Lo mismo se puede decir en política (no
siempre, claro), en cualquier forma de trabajo organizada, en suma, en muchos
ámbitos de la vida.
En esos casos, el poder es un instrumento para el cumplimiento de unos
objetivos, sí, pero lo que define la conveniencia de ejercer el poder es la
bondad de esos objetivos, por ejemplo, para la mejora de un grupo de
personas, de un servicio a otros, como es el educativo que le he mencionado.
De modo que el poder en sí no es rechazable pero el de una persona sobre
otra más débil e indefensa, al objeto de satisfacer tu deseo de apoderarte de su
vida, arrebatándosela, sí lo es. Si a ello unimos la falta de conciencia, la
interrupción de esa comparativa que hacemos entre nuestra actuación y
nuestros valores personales, entonces estamos ante un caso prototípico de
maldad. La maldad no es un soplo, un aliento del diablo, como decía mi padre
entre bromas y veras. La maldad nace de nosotros, crece sin el control de unos
valores personales que den un sentido a otras actuaciones, se mueve entre el
deseo de poseer a otro, de apoderarse de lo más preciado que tiene, que es su
vida, goza del poder sobre el débil, el indefenso, de la impunidad que todo
esto supone, si conseguimos hurtar la acción de la justicia externa, del poder
coercitivo del Estado. Así fue la maldad de Pedro García, de Ventura Ruiz, de
Felipe Velasco, sobre todo de Juliana Velasco. Así es nuestra maldad si
dejamos que crezca sin trabas ni control.

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