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ISFDyT Nº 87 4º Año Historia Prof.

Franco Tambella

Historia Argentina Siglo XX


Actividad 1
La Reforma electoral de 1912

Martín Moureu

1. ¿Cómo funcionaba el PAN y cómo surgió el modernismo dentro del mismo?

Alonso pone de manifiesto las dificultades de los sectores políticos hegemónicos que
acompañaron toda la existencia del discutido régimen oligárquico, la constante lucha de
facciones y la necesidad de los presidentes de recurrir a infinitas negociaciones y diversas
tácticas para reafianzar su poder.
Para Paula Alonso, el término PAN simbolizaba a fin de siglo XIX a quienes apoyaban
públicamente a un candidato presidencial. Una vez finalizada la elección, el término se
desdibujaba para ser referencia de una borrosa constelación de hombres vinculados con los
gobiernos provinciales y el gobierno nacional, hasta que, en vistas a la elección siguiente, dicha
constelación y sus componentes adquirían una mayor nitidez.
El PAN consistió en un sistema informal de vinculación de distintos líderes provinciales y
nacionales que decían pertenecer al partido. Dentro de este sistema, quienes aspiraban a la
presidencia reclutaban apoyos en aquellas fuentes de poder electoral constituidas por quienes
dominaban o decían dominar la política en sus provincias y podían producir los votos
necesarios llegado el momento de la elección. Los acuerdos forjados formaban coaliciones,
denominadas ligas. Además de la liga del presidente, que intentaba controlar la política
nacional y la siguiente elección presidencial, había tantas ligas como candidatos con
posibilidades de éxito de alcanzar la presidencia. Dentro de un sistema de partido único, en el
que la elección del candidato tenía incluso mayor relevancia que la elección presidencial, la
dinámica que se impuso fue de una fuerte competencia entre distintas coaliciones internas,
agudizada por el hecho de que el partido no poseyó una estructuración interna para resolver el
tema de la selección de candidatos.
La naturaleza del PAN tuvo un inigualable impacto sobre el sistema político e institucional y
sobre el ejercicio del poder. En particular, su existencia y naturaleza tensionó dos aspectos
institucionales fundamentales, el sistema representativo y el sistema federal.
La dinámica generada dentro del PAN tuvo significativas implicancias sobre el sistema federal.
Lo que estaba en juego eran distintas formas de construir el poder, que tensionaban la relación
centralización-descentralización. Lo que resulta destacable es que dicha dinámica fue
cambiando, ya que la misma fue en gran parte el resultado de las posibilidades, preferencias y
estilos de los gobernadores y de los presidentes de turno. El roquismo conformó un sistema de
mayor centralización e injerencia del presidente en los asuntos provinciales dentro de un estilo
más centralizado de conducción. Durante su administración, Juárez se abstuvo de inmiscuirse
en los asuntos partidarios en las provincias otorgándoles autonomía política y financiera a las
provincias en el manejo de sus asuntos.
Tanto el roquismo como el juarismo erosionaron al sistema federal, aunque lo hicieron de
distinta forma. Mientras Roca lo hizo centralizando el poder en sus manos con el objetivo de
consolidar al Estado Nación y fortalecer el poder del presidente, Juárez colocó al Estado y a sus
poderes al servicio de las provincias, cuyos gobiernos, mientras la fiesta continuó, le

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respondieron con lealtad. Pero, en este último caso, la autonomía que se dejaba en manos de
las provincias tenía como contrapartida un sistema en el que la relación entre las provincias y
la Nación, y entre el Congreso y el presidente, no tenían control alguno. Desde el punto de
vista de los gobiernos provinciales, la contrapartida de gozar de una mayor autonomía era la
declaración de lealtad al presidente, renunciando al ejercicio de control del gobierno nacional,
propio de la teoría federal. Y desde el punto de vista del ejecutivo nacional, la contrapartida
de gozar de dicha lealtad era la de renunciar a su función de contralor de las provincias.

La crisis de 1890 les brindó a los victimizados por el juarismo su oportunidad; mitristas,
autonomistas, católicos y roquistas movieron sus piezas hasta que el presidente cayó. El clima
reinante luego de la caída de Juárez fue de turbulencia y de anarquía en agrupaciones políticas
que intentaban definir sus contornos; tiempos de negociaciones, de recelos y, principalmente,
de desconfianza. Los líderes provinciales que habían abrazado al juarismo como un sistema de
lealtad y laissez faire, de plena autonomía política y financiera, escasamente darían la
bienvenida a una reestructuración de la política nacional.
Los dos estilos de conducción -el roquismo y el juarismo- se enfrentaron en un gran duelo
durante esos intensos dieciocho meses que tuvieron lugar entre la renuncia de Juárez en
agosto de 1890 y la dimisión de Roque Sáenz Peña como candidato del modernismo en febrero
de 1892. Con una bandera de autonomía provincial, el modernismo se alzó a fines de 1891
como una coalición que proponía otras formas de relación provincia-nación, y una forma
distinta de resolver el sistema de la sucesión presidencial que la de aceptar al candidato del
presidente de turno seleccionado en salones privados como proponía el roquismo. El
modernismo significó una cruzada por el federalismo, definido como la autonomía electoral de
las provincias para protagonizar la selección del candidato a la presidencia. Federalismo
significaba una renovada lucha entre las pretensiones del gobierno nacional de controlar la
sucesión y las aspiraciones de un grupo de provincias de arrebatarle dicho control. La
redefinición del federalismo propuesta por el modernismo se reducía, principalmente, al
federalismo electoral, es decir, a exigir el protagonismo de las provincias en la elección
presidencial. El foco de sus preocupaciones era la necesidad de construir fuertes partidos
provinciales para asegurar su autonomía política, lanzando una apuesta a un sistema partidario
descentralizado en contrapartida a la centralización aspirada por Roca. Aunque limitada, la
propuesta modernista apuntaba a la médula del sistema partidario e institucional que estaba
en disputa: por un lado, un gobierno nacional que aspiraba a controlar las economías de las
provincias y les impartía sus directivas en materia política; por otro, un control de la sucesión
en unas pocas cabezas a través de un sistema partidario centralizado en un líder fuerte; y,
finalmente, un gobierno nacional que le marcaba a las provincias que la Nación estaba por
encima de ellas y que ellas eran dependientes de él. El modernismo proponía en cambio un
sistema partidario descentralizado con base en los gobiernos provinciales; le recordaba al
Estado Nacional que ellas eran la fuente de su riqueza; y que las provincias exigían un mayor
protagonismo en el control de la sucesión a través de convenciones partidarias que ofrecieran
un marco para la deliberación y garantizaran la democracia interna.
La fuerza del modernismo provino de la conformación de una liga de provincias conocidas
como la Liga del Litoral, a la que pronto se le sumaron otras llegando a contar con el número
suficiente de electores en el Colegio Electoral como para ganar la elección. La convención
partidaria, programada para el 20 de febrero, confirmaría la fórmula Sáenz Peña-Pizarro. El

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resto de las provincias, consideradas electoralmente “chicas”, habían respondido mejor a la


política del primer acuerdo entre Roca y Mitre.
En términos de geografía política, el país había quedado fracturado en dos polos diferenciados:
los modernistas, con su base en Buenos Aires, Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba, Corrientes y
Salta; y el roquismo-mitrismo con sus apoyos en Santiago del Estero, el Norte y el Oeste de la
República. Podría decirse que, con algunas excepciones, las provincias que se inclinaron por el
modernismo fueron las que estaban en una situación de mayor fortaleza política y económica
para resistir la imposición de un acuerdo desde el gobierno nacional, y el modernismo les
ofrecía una alternativa al retorno de Roca y su estilo. Las provincias modernistas, con
economías destinadas principalmente al sector exportador, habían sido menos perjudicadas
por la crisis económica y su recuperación, en todo caso, resultaría más rápida. El coraje de su
inusual desafío a Roca y a sus planes estaba a la par de su mayor independencia económica del
gobierno nacional.
Algo bastante distinta era la situación general de las otras provincias, en particular las del
Noroeste. En los años ochenta las mismas habían llevado a cabo una transformación rápida en
sus economías, principalmente a través de la modernización de los ingenios azucareros y la
inversión en riego que demandaba la industria vitivinícola y azucarera. El impacto de la crisis
de 1890 en estas provincias, cuyas economías se destinaban principalmente al consumo
interno y requerían de créditos a mediano y largo plazo, fue mucho mayor que en las otras y
las hacía más dependientes de una aceitada relación con el gobierno nacional.
La jugada de los acuerdistas para poner fin a la aventura modernista es conocida. Unos días
antes de la programada convención partidaria para confirmar la fórmula Sáenz Peña-Pizzaro,
sus rivales le ofrecieron su apoyo a Luis Sáenz Peña, padre de Roque, quién renunció a sus
aspiraciones. La jugada fue letal para el modernismo.
En primer lugar, porque por su naturaleza, el modernismo no estaba preparado para lidiar con
tal situación. El paso natural de un partido al renunciar su candidato es sustituirlo por otro,
pero el modernismo se presentaba a sí mismo como una forma alternativa de hacer política,
antitética a los acuerdos privados entre unos pocos líderes nacionales. Finalmente, el clima
general sobre el que se dirimía la cuestión era uno de pánico económico y, por sobre todo, de
ansiedad, no solamente por la feroz crisis financiera que se sentía con fuerza, sino también
porque la Unión Cívica Radical amenazaba con el uso de la violencia para resolver las
cuestiones políticas. Unos días antes de las elecciones presidenciales, Pellegrini declaró el
estado de sitio argumentando que había descubierto el complot de una revolución, y Luis
Sáenz Peña fue elegido presidente sin oposición. El modernismo se desintegró tan
rápidamente como se había formado.
Las implicancias del PAN como partido hegemónico dentro de una república federal estuvieron
también dadas por su naturaleza. La conformación de ligas rivales, que protagonizaron la
política nacional en estos años, propulsó dinámicas que, aunque con variaciones, afectaron
profundamente al sistema institucional. La naturaleza del PAN tuvo también implicancias
fundamentales sobre su propia existencia. La ausencia de reglas, de normas, de estructura, de
pautas internas (y también de doctrinas definitorias), permitió que sus partes integrantes (o
ligas) pudieran desafiarse internamente y a la vez convivir. La flexibilidad del PAN hizo posible
sus adaptaciones, su supervivencia a la crisis de 1890, a la serie de acuerdos con la oposición, y
también al desafío modernista. El partido sobrevivió nuevos desafíos en las décadas siguientes

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y las tensiones provocadas por las demandas de dotar a la sucesión presidencial de un proceso
de mayor institucionalización estuvieron lejos de aplacarse.

2. La reforma electoral de 1912, ¿fue única en la historia Argentina? ¿Qué novedad


introdujo?

Hacer efectivo el mecanismo electoral como fuente de legitimidad para los gobiernos después
de 1810 fue un proceso complejo y penoso. Instalar esta forma de concebir la política exigía
resolver numerosos problemas, en al menos dos dimensiones diferentes. Por un lado,
desarrollar mecanismos para la práctica concreta del proceso electoral, que asegurasen que
sus resultados sean aceptados como la legítima expresión de la voluntad de la mayoría: lo que
cabría llamar la tecnología electoral. Y en el plano de la cultura o «mentalidades» políticas; que
existiera una aceptación social generalizada de la manifestación de dicha voluntad como la
auténtica fuente de legitimidad del poder aceptada por la mayoría, incluyendo tanto a los
sectores subalternos como a los privilegiados. La conjunción de ambos elementos es necesaria
para que los gobiernos que emerjan de las elecciones cuenten con legitimidad social.
Con frecuencia, la reforma implementada por la Ley Sáenz Peña es vista como una especie de
Deus ex machina que genera la trasformación instantánea de un sistema electoral que apaña
la violación del voto en otro que asegura su transparencia. Si se presta más atención, se ve que
la responsabilidad del fraude no se adjudicó en general a la deficiencia de las normas, sino a la
mala voluntad de los actores. En consecuencia, una reforma electoral no era necesariamente
el mecanismo idóneo para evitarlo.
Por lo demás tampoco faltaron reformas en la etapa, buscando mejorar las prácticas en las
elecciones. La ley 140 de 1857, primera norma electoral nacional, contemplaba múltiples
disposiciones para asegurar la limpieza de los padrones, evitar la manipulación del voto, la
alteración de las actas, la apelación a la violencia, etc. La ley 207 de 1859 modificó a la
anterior, pero mantuvo todas sus características básicas.
Ya bajo la presidencia de Mitre y con la nación unificada, se dictó la ley 75 de 1863 (la
numeración se reinició en 1862). Diversos artículos prevén mecanismos para asegurar la
credibilidad del voto, en línea con las leyes anteriores. La ley 623 de 1873, que buscó mejorar
el sistema, no reformuló la confección de padrones, pero en la instancia electoral incorporó los
fiscales por los partidos políticos. La ley 893 de 1877 creó un mecanismo más independiente
en el funcionamiento de las «juntas calificadoras electorales» (empadronadoras), restando
injerencia política en su conformación, apelando a mecanismos similares a los que toda esta
legislación preveía para las autoridades comiciales, incluyendo el uso de sorteos.
Un primer paso importante en la reforma del siglo XX fue la ley 4.161 de 1903, que renovó
profundamente la forma de la legislación electoral. Si bien el voto seguía siendo voluntario, la
confección de padrones y el mecanismo de las elecciones se renuevan. La ley 4.578 inhibía a
las autoridades con participación en el sistema –jueces federales y locales, incluyendo al Juez
de Paz, integrantes de fuerzas policiales y empleados del registro civil– de hacer públicas
posturas
políticas, más allá del voto.
La reforma Sáenz Peña se inició en realidad con las leyes 8.129, que regulaba el enrolamiento
militar, y la 8.130, que establecía la utilización de éste como base para la confección de los

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padrones electorales. La ley 8871 se basaba en esta última norma para la confección de los
padrones, y retomaba muchas de las formas de la ley de 1903, introduciendo como novedad la
obligatoriedad (art. 6º), y el secreto (arts. 34 a 50) en el voto.
Todas las leyes previas a 1911, entonces, contuvieron disposiciones tendientes a evitar la
violencia y el fraude. Nada autoriza a suponer que la violación del sufragio estuviera prevista
en la definición de las normas. Más bien, parece que reglas bienintencionadas fueron
ineficaces para lograr un sistema confiable.
Otro aspecto que se ha destacado en la Ley Sáenz Peña se refiere a la representación de las
minorías, puesto en práctica a través de la lista incompleta (art. 55). Aquí la legislación
nacional llevó un considerable atraso respecto de la provincia de Buenos Aires. La Constitución
de la Provincia de Buenos Aires de 1873 establecía la representación proporcional para
diputados, pero no para las listas de electores para gobernador. La designación de éste exigía
mayoría absoluta en el Colegio Electoral. Fijaba además la necesidad del acuerdo del Senado
para la designación de los ministros, cuya firma debía refrendar las leyes. La reforma de 1889
extendió la proporcionalidad a la elección de electores. Todo esto hacía difícil llegar al
gobierno y dirigir la provincia sin una base política amplia. El equilibrio de fuerzas dejó espacio
para un sistema electoral considerablemente competitivo, con fuerte protagonismo de jefes
locales de diferentes facciones.
En el plano nacional, el problema sólo será considerado en la reforma de 1903, aunque en ese
momento se opta por el sistema de circunscripción uninominal, en la tradición inglesa. La
reforma de 1912 opta por la lista incompleta. Cabe acotar, por lo demás, que aunque el
sistema de lista completa combinado con el fraude orquestado desde el gobierno hace
suponer que las minorías no tenían acceso a la cámara de diputados, en la práctica no era así, y
siempre hubo representaciones de la oposición en la sala por diversos causas.
En esta perspectiva, la ley 8871 y sus efectos son parte de la lenta evolución de la tecnología
electoral, los mecanismos de representación y las instituciones estatales. Esta mirada
presupone que la práctica del fraude es inevitable si no existen obstáculos adecuados para
impedirlo. La pureza del sufragio no puede depender de la virtud de los actores, que
inevitablemente encontrará fallas, puntos de fractura.
Cabe preguntarse, sin embargo, si son suficientes un progresivo perfeccionamiento del
mecanismo eleccionario y del sistema institucional para explicar el cambio. O si más bien era
necesario una transformación de la mentalidad colectiva respecto del ejercicio efectivo de la
soberanía popular. Si el problema no era el fraude en sí, sino la ausencia de un consenso entre
los actores políticos sobre una manera satisfactoria para alcanzar legitimidad. Las disputas
internas sólo tenían vías de solución «de hecho», sea imponiéndose por la fuerza, o en una
elección cuyos resultados no eran aceptados por los derrotados. Las denuncias de fraude
fueron parte de este no-sistema, incapaz de generar legitimidad de origen dentro de los
propios círculos de poder.
El hecho de que la reforma de 1912 tuviera como resultado una enorme ampliación de la base
electoral, sugiere que el contexto social había madurado para dar lugar a nuevos mecanismos
de presencia popular en la política. Por lo demás, la transformación del sistema en Argentina
coincide con una dinámica que excede al país. En buena parte del mundo occidental los
regímenes políticos oligárquicos con participación limitada, van cediendo lugar a un sistema
democrático de base más amplia en las primeras décadas del siglo XX.

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¿Es factible conciliar el argumento de que la reforma fue producto de una maduración de los
sistemas electorales y las instituciones estatales, con el que le atribuye importancia decisiva a
los cambios en el imaginario social sobre la política? Desde luego, es notorio que la tecnología
electoral y la madurez institucional no son elementos suficientes para explicar la
transformación del voto popular en una sólida fuente de legitimidad para los gobiernos que se
crearon bajo su influjo, como se hace evidente al contemplar el fraude en los años 1930, con la
Ley Sáenz Peña vigente, y un desarrollo aún mayor del Estado moderno. Esta advertencia es
válida para todos los análisis que atribuyen gran importancia a la ley 8871 en sí. Incluso, para
aquel que presupone que la ley fue –al menos en parte– una necesidad percibida por los
sectores oligárquicos para buscar legitimidad ante una sociedad renovada. En breve, ningún
argumento explica por qué esta ley dio lugar a regímenes electoralmente creíbles de 1912
hasta el golpe de 1930, y ninguna ley anterior logró similares efectos, pese a intentarlo, y luego
de 1930, la misma ley ya no los logró.
Si bien la madurez institucional y el perfeccionamiento de la tecnología electoral contribuyeron
a provocar el cambio, ellos no lo explican. La coyuntura política y la búsqueda de legitimidad
social pueden en parte dar cuenta de porqué se optó por la lista incompleta, y el voto secreto y
obligatorio. Nada de ello, sin embargo, hace comprensible de manera acabada el cambio de
régimen político en 1912.
Al carecer de un mecanismo para dilucidar las ambiciones políticas de los miembros de las
elites gobernantes, el régimen oligárquico siempre tuvo tensiones difíciles de manejar que, sin
embargo, no impidieron su prolongada existencia. En la presidencia de Figueroa Alcorta, una
nueva crisis dio lugar a una perspectiva de reforma, que concretó su heredero. Esta situación
tuvo lugar en un contexto político y social, y en un clima ideológico de época, que favorecieron
un cambio de régimen político, protagonizado por una facción que no se diferenciaba en lo
sustantivo de otras. La diferencia radicaba en el contexto. Si las consecuencias de la reforma
fueron un cambio de régimen, en buena medida esto se debió a la incapacidad de la vieja
oligarquía para acordar una fórmula que asegurara su continuidad, y no tanto a que la
reforma abriera el juego a la participación de fuerzas sociales nuevas en el plano de la política.
El radicalismo, lejos de representar la vía de acceso a la política de los sectores medios fue, por
lo menos hasta su acceso al poder, una más de las facciones oligárquicas. Su especificidad,
hasta donde existió, estaba en el plano estrictamente político y no en la representación social.
La ley fue el resultado de una coyuntura; el cambio de régimen político, de procesos mucho
más complejos. Que éstos no son la expresión de una evolución lineal de las sociedades se
haría evidente 18 años más tarde.

3. ¿Cómo se consolidó la infraestructura, la agricultura y la ganadería de la Argentina


en el período 1880-1914? ¿Qué implicó eso para el espacio de frontera interno?
Entre 1880 y 1914 la economía argentina registró una formidable expansión, superior a la de
cualquier otro período de su historia. Este desempeño, sólo comparable al de Canadá,
Australia y EE UU, tuvo en común con esos países la puesta en explotación de una amplia
superficie de tierras, recientemente incorporadas al orden político y económico establecido.
Estos cambios no pueden explicarse sin una referencia al contexto internacional en el que
tuvieron lugar, signado por una ampliación sin precedentes en el comercio y las finanzas
mundiales.

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Uno de los aspectos más significativos fue el cambio en la composición de los bienes
comercializados. Si el motor del comercio siguió siendo el intercambio de manufacturas
provistas por los países industrializados de Europa, y una gama de productos primarios
provenientes de una amplia periferia, las mayores diferencias se verificaron al interior de
ambas categorías. De un lado por la incidencia, entre las manufacturas de bienes intermedios y
de capital, antes ausentes; del otro, por la aparición en primer plano, entre los productos
primarios, de una serie de bienes agrícolas de clima templado (cereales, lanas, carnes), así
como de minerales de uso industrial, en reemplazo de aquellos de los que Europa no podía
abastecerse (productos agrícolas de clima cálido, metales preciosos). Estas transformaciones
pueden relacionarse sin duda con los avances de la industrialización y de la urbanización,
primero en Inglaterra y luego en otros países de Europa, que fue incrementando sus
necesidades de materias primas y alimentos en una medida tal que los llevó a ampliar el radio
de los abastecimientos externos, a fin de complementar y luego sustituir la producción agrícola
interna, cada vez más insuficiente. Detrás de este fenómeno hubo otro que lo hizo posible, el
abaratamiento de los costos del transporte, producto de las innovaciones en la aplicación del
vapor. Esto tornaba por primera vez viable la movilización a grandes distancias de bienes de
bajo valor unitario y consumo masivo.
Al mismo tiempo, la puesta en producción de las nuevas regiones más alejadas, requirió un
enorme esfuerzo de financiamiento que fue aportado por los países más precozmente
industrializados (Inglaterra y Francia), a través de una vigorosa corriente de exportación de
capitales. Y en la medida en que se trataba de regiones relativamente despobladas, dio lugar a
un flujo migratorio, en una escala enorme.
En el caso argentino, el avance sobre la frontera con los pueblos originarios y la
ocupación militar fue el punto de partida de la puesta en explotación de los nuevos territorios.
El primer paso fue la acelerada y masiva privatización de las tierras por parte del Estado. Si la
gran propiedad era predominante en la zona adyacente a la frontera, su peso y escala se vio
incrementado con la incorporación de nuevos territorios. La explotación económica de estas
tierras iba a ser un proceso mucho más paulatino, en el que la llegada de los pobladores y la
construcción de vía férreas que aseguraron su comunicación con los mercados fueron los
factores decisivos. A partir de 1870, la red ferroviaria fue interconectando las capitales
provinciales, y enlazándolas con los mercados del litoral y la escasez relativa de mano de obra
contribuyó a mantener elevados niveles salariales y, consiguientemente, estimuló la
inmigración. La vertiginosa corriente de capitales financió la instalación de una estructura
básica, sobre todo en el sector de transporte y comunicaciones, imprescindible para la puesta
en producción de las nuevas tierras. Es de notar el papel cumplido por el Estado en esta área, y
no sólo por las líneas férreas construidas por su cuenta. Desde un principio, ofició de activo
promotor de las inversiones extranjeras directas a través de una batería de incentivos, que
iban desde la desgravación impositiva y la importación de materiales libres de aranceles hasta
la garantía de un dividendo mínimo por un plazo de 40 años.
Las transformaciones productivas más relevantes de este período se verificaron en las
provincias de la región pampeana, que fueron las que suministraron la casi totalidad de las
exportaciones sobre las que la Argentina sustentó su crecimiento económico. Estas
transformaciones se pueden resumir en el pasaje de una economía pastoril basada en la
explotación del ovino sobre praderas naturales-que sería desplazado hacia zonas
extrapampeanas-, combinada con una incipiente agricultura, a otra basada en el cultivo masivo

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de cereales y una ganadería reorientada hacia la cría de bovinos refinados, alimentada con
pasturas artificiales. Las transformaciones productivas, desde luego, se reflejaron en la
composición de las exportaciones.
Ahora bien, dada la escasez de mano de obra para las tareas agrícolas, se produjo una
expansión notable de los contratos de aparcería y arrendamiento. Así, el cultivo de los futuros
potreros destinados al engorde del ganado era encomendado a chacareros independientes por
un lapso de tres años, al cabo de los cuales debían devolver el predio alfalfado, además de
pagar un canon anual en arriendo o en porcentaje de la cosecha, según el caso. Este
mecanismo permitió remover la tradicional oposición entre agricultura y ganadería, que había
obstaculizado durante años el despegue de la primera.

4. Teniendo en cuenta la aparición del mercado interno y el crecimiento de la


producción industrial ¿Se puede hablar de un “modelo agroexportador” en el sentido
tradicional?
El proceso de puesta en explotación de las nuevas tierras, asociado con el fuerte dinamismo
exportador que caracterizó el desempeño económico argentino en esta etapa, tuvo como otro
correlato la formación de un pujante mercado interior. El ferrocarril tuvo un papel decisivo en
la ruptura del aislamiento geográfico que imponían las grandes distancias y la unificación de
los espacios provinciales en un solo sistema, cuyo correlato institucional fue la articulación de
los poderes provinciales en torno al gobierno nacional. La supresión de las aduanas interiores y
la unificación monetaria nacional de 1881, tuvieron también su parte en este proceso. La
afluencia de inmigración masiva, de origen mayoritariamente europeo, incidió en la formación
y en la ampliación de un mercado de trabajo y en la de un mercado de consumo masivo,
acompañada con el fuerte ascenso del producto por habitante.
Fuera de la región pampeana, otras producciones agrícolas tomaban fuerza, pero no
vinculadas a la exportación, sino casi exclusivamente al mercado interno y a la sustitución de
importaciones. Se trataba de alguno de los llamados “cultivos industriales”, que requerían de
una posterior elaboración para su consumo final, y estuvieron asociados con la instalación de
importantes complejos agroindustriales. Los dos casos emblemáticos de este período fueron la
vitivinicultura en cuyo y la industria azucarera en el noroeste.
En este contexto, los ingresos generados por el sector agroexportador se canalizaron hacia un
aumento de consumo que no fue satisfecho totalmente por las importaciones. Una proporción
cada vez más significativa tendió a volcarse hacia una producción local de bienes y servicios.
Fruto de esta conjunción de factores, un sector industrial dedicado al abastecimiento el
mercado interno pasó a integrar el espectro de las nuevas actividades productivas, llegando en
superar en importancia, en términos de valor agregado, según Regalsky, a la agricultura y la
ganadería. Su localización geográfica, exceptuando los complejos agroindustriales ya
mencionados, tendió a concentrarse en las grandes ciudades del litoral y especialmente en
Buenos Aires. Sin duda, pesó para ello la proximidad a los grandes mercados de consumo y su
condición de cabecera de las redes ferroviarias, que les permitían acceder a todo el país sin
dificultades. La configuración de la industria hacia 1914 mostraba un fuerte sesgo hacia el
sector alimentos y bebidas, que incluía además de los complejos azucarero y vitivinícola,
también otras agroindustrias de la región pampeana como los frigoríficos y mataderos,
orientada hacia el mercado externo, pero también, hacia el consumo interior. Asimismo,
tomaron impulso las industrias harinera, láctea y cervecera. Otro sector de importante
desarrollo era el de la madera y afines, que incluía desde muebles hasta carruajes. Especial
interés presenta el de los complejos textil, desarrollado a partir del encarecimiento de la ropa
importada con la crisis de 1890; y el complejo metal-mecánico, observable en la multiplicación
de fundiciones y herrerías, vinculadas a inmigrantes italianos que portaban el oficio. Lo curioso

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es que este relativo desarrollo en un país carente de hierro y carbón, se explica por la
abundante dotación de un insumo alternativo: la chatarra, producto del enorme parque
ferroviario argentino.
La política pública ejerció una gran influencia en el desempeño del sector. Desde el viraje en la
política arancelaria, propuesto por el gobierno de Avellaneda, en 1876-77, no hubo retorno a
una política librecambista. En parte, esto era fruto de las alianzas sociales y regionales sobre
las que se había construido el PAN, y que tuvo entre sus baluartes a las élites de Tucumán y
Mendoza, pero también lo era de las necesidades fiscales de un Estado en expansión, que se
financiaba casi exclusivamente con los recursos aduaneros, aunque su política aduanera no
pudiera calificarse como completamente proteccionista.

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