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13.

LA VIRTUD

Etimológicamente viene del latín “virtus” y del griego “arethé”, significa “cualidad excelente”.
Las virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del
entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían
nuestra conducta según la razón y la fe. Permite a la persona no solo realizar actos buenos, sino
dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa
tiende hacia el bien, lo buscá y lo elige a través de acciones concretas (Cf. CEC 1803; 1804). Las
virtudes son clasificadas generalmente en dos grupos, en razón de su origen: las que provienen
del esfuerzo propio del hombre: virtudes adquiridas, humanas, naturales, morales o cardinales; y
las que provienen de Dios y tienen por objeto directo su ser: las virtudes infusas, espirituales o
teologales. SON ACTITUDES VOCACIONADAS DE LAS PERSONAS, ES HACER EL
BIEN

13.1 FUNDAMENTO BÍBLICO


El AT nos descubre la importancia concedida a la fe en el Dios en las promesas, a la esperanza
prometida, al amor a los semejantes, la fidelidad a la Ley, la búsqueda de la justicia.
Particularmente, el libro de Tobías es un elogio a la caridad hacia el prójimo, a la piedad hacia
Dios, la aceptación de sus designios (Tb 3,1-6. 12-23). Jonás predica la penitencia y Sofonías
alaba la humildad. En los salmos se alaba al hombre piadoso que, con manos limpias, promueve
la justicia y puede subir al templo del Señor. Los libros sapienciales trazan con frecuencia el ideal
moral en términos de virtud y sabiduría.

En el NT casi se omite la palabra arethé (Flp 4,8; 1P 2,9; 2P 1,5). En cambio, se utiliza
frecuentemente dynamis -fuerza o poder- (Col 1,11; Lc 1,17; Hch 3,12; 4,17; 6,8; 1Co 4,19; 2Co
1,8; Ef 3,16; Ap 3,8). Sin embargo, no falta todo el contenido referente a la virtud, expresado en
la clave de la libertad del Espíritu y de las bienaventuranzas. Los Evangelios están llenos de
notas sobre diversas virtudes: la fe (Mt 5,8-13), el amor (Mc 12,29-31), la veracidad y la
fidelidad (Mt 5,33-37), la austeridad (Lc 9, 47-48), la humildad (Mt 18,1-6), la oración (Mt
26,41), la misericordia (Mt 9,13). En los escritos paulinos el apóstol exige ciertas actitudes
positivas en la vida de comunidad como la paz, la paciencia… (1Ts 5,13-16), exhorta a la
caridad (Rm 12,9-13; 13,8-10; 1Co 13,4-7), a vivir los según las obras del Espíritu (Ga 5,22s) y
recuerda que de la fe, la esperanza y la caridad, la principal es la caridad (1Co 13,13). En la
teología joánica se resume el ejercicio de las virtudes en el cumplimiento del mandato del amor
(Jn 15,12-27). Las cartas católicas exhorta a la fe, la esperanza y el amor fraterno (1P 1,21-23;
4,8), recuerda la castidad (1P 3,1-7), exige la justicia y la paz (Stg 3,18; 5,1-6).

13.2 DESARROLLO HISTÓRICO


En los escritos de los padres se denominan a veces como frutos del Espíritu y, de las obras bellas
y buenas de los creyentes. Sus enseñanzas ponen de relieve el carácter sobrenatural de la virtud
cristiana. Clemente de Alejandría sitúa la virtud en el ámbito afectivo, pero guiada por la razón.
Orígenes las concibe como las iluminarias del mundo, procedentes de Dios y orientadas a él. En
Agustín, las virtudes cardinales son ejes y goznes del comportamiento recto de los cristianos, el
cual a su vez, presupone la fe, la esperanza y la humildad, inspiradas por la caridad.
Tomás de Aquino es quien mejor hace una reflexión sistemática de la virtud. En la Suma
teológica la considera como “una cualidad buena de la mente, por la cual se vive rectamente, que
nadie usa mal y por la cual Dios actúa en nosotros sin nosotros”. Para el monje, la vida moral no
se puede reducir a la ejecución de actos independientes, sino que incluye la incorporación de
unos hábitos virtuosos.

El concilio de Trento ve en las virtudes teologales un presupuesto para el encuentro del hombre
con Dios. Ese camino no puede comenzar sino es gracias a la iniciativa y la ayuda de Dios
mismo, quien suscita la fe en las promesas y la redención por Jesucristo , pasa por la
esperanza en la misericordia de Dios y llega al amor de Aquel que es la fuente de la justicia y la
santidad. (DS 1526).

En el Vaticano II por su parte, se menciona repetidas veces las virtudes teologales como claves
fundamentales para la vida cristiana (DV 1), que animada por una fe viva, engendra la esperanza
y obra la caridad (LG 41a). Especial mención reciben las “virtudes morales” (GS 30) que abren el
horizonte de la responsabilidad al ámbito comunitario y social.

13.3 LAS VIRTUDES HUMANAS, MORALES O CARDINALES (CEC 1804-1811)


Las virtudes morales se adquieren mediante las fuerzas humanas, son los frutos de los actos
moralmente buenos y estables, que disponen todas las potencias del ser humano para armonizarse
con el amor divino. Son cuatro y por ello se denominan cardinales:

La prudencia dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien
y a elegir los medios rectos para realizarlo. La prudencia es la “regla recta de la acción”, escribe
santo Tomás, siguiendo a Aristóteles. Es llamada “auriga virtutum”, pues conduce las otras
virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de
conciencia, el hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio.

La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es
debido. La justicia para con Dios es llamada “virtud de la religión”, para con los hombres, la
justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la
armonía que promueve la equidad, respecto a las personas y al bien común.

La fortaleza asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien.


Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral.
La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a
las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia
vida por defender una causa justa.

La templanza modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes
creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los
límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda
una sana discreción y no se deja arrastrar “para seguir la pasión de su corazón” (Si 5,2).
Ahora bien, las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, los actos libres, buenos y
perseverantes, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Y dado que el hombre herido por
el pecado no le es fácil guardar el equilibrio moral, el don de la salvación nos otorga la gracia
necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes y el ejercicio del amor a Dios y al
prójimo.

La noción de la virtud es antropológica y cultural a la vez. Las virtudes se refieren a la última


verdad del ser humano, pero son percibidas, realizadas, enseñanzas de acuerdo con los prametros
culturales de una determinada época y una determinada sociedad.

13.4 LAS VIRTUDES TEOLOGALES


Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre
a la participación de la naturaleza divina. Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios.
Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad, tienen como origen,
motivo y objeto a Dios Uno y Trino. Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el
obrar moral del cristiano, informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por
Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida
eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser
humano. (CEC 1812-1813).

Desde una perspectiva teológica, la virtud tiene las siguientes características:


 Carácter Trinitario: ha sido diseñada por el Dios creador, redimida por Cristo y
santificada por el Espíritu de Dios. La dialogicidad y naturalidad sobre la vocación que las
virtudes teologales infunden en el dinamismo del cristiano, apelan o llaman a una
heteronomía que lejos de destruir la dignidad humana, la realiza precisamente elevando
por la gracia.
 Referente Cristologico: la fe cristina no se limita a recoger el esquema de las virtudes
morales que previamente han podido ser descubiertas por la razón y la experiencia de la
humanidad. Para la moral cristiana, Jesucristo ha sido constituido por Dios; palabra e
imagen definitiva de las virtudes que constituyen la cifra de la humanidad.
 Referente Eclesial: tanto la percepción de las virtudes, cuanto la exhortación para la
aplicación encuentran su ambiente adecuado en la comunidad eclesial. El pueblo de Dios
es la comunidad en que Jesucristo ha descubierto y trata de vivir los valores y virtudes,
gracias a la presencia y guía del Espíritu Santo, frente a la solidaridad en el pecado los
redimidos confiesan la comunión con los santos y la solidaridad en la virtud en la gracia.
 Referente Escatologico: toda virtud trasciende los límites del tiempo y se adentra en la
perspectiva d la vida eterna. La fe se abre a la esperanza y la esperanza abre un dimensión
amorosa a la fe cristiana.

13.4.1 La fe (CEC 1814-1816)


La fe es un don gratuito de Dios que ilumina toda la realidad de la existencia humana, cuya lógica
inicia con la Palabra revelada y anunciada, que en el antiguo fue promesa-alianza-esperanza, pero
que en la plenitud de los tiempos es manifestación del amor (1Jn 4,16) del Padre en la persona de
Cristo, cuya luz nos desvela vastos horizontes y nos lleva más allá de nuestro “yo aislado” a la
más amplia comunión de vida con Dios y con los otros; pero que exige la humildad y, el valor de
fiarse y confiarse, para poder ver el designio misericordioso de Dios en cada uno, en la
comunidad creyente y en el mundo (Cf. LF 4; 8; 14; 20; 30).

Como virtud teologal, la fe es aquella por la por la que creemos en Dios y en todo lo que ÉL nos
ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque ÉL es la verdad misma. Por la fe
“el hombre se entrega entera y libremente a Dios” (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por
conocer y hacer la voluntad de Dios. “El justo vivirá por la fe” (Rm 1,17). La fe viva “actúa por
la caridad” (Ga 5,6).

El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (Trento, cf. DS 1545). Además, “la
fe sin obras está muerta” (Stg 2,26): privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une
plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo –Iglesia-. El discípulo de
Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con
firmeza y difundirla, adquiriendo así su sentido eclesial de comunión y unidad. El servicio y el
testimonio de la fe son requeridos para la salvación: “Todo aquel que se declare por mí ante los
hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10,32-33).

a. Actos de la fe
Creer en Dios (Contenido): La fe supone confesar algo, aceptar como verdad una serie de
contenidos y profesarlos públicamente. La fe es el reconocimiento de la Palabra salvífica y al
mismo tiempo la apropiación de la realidad anunciada por la Palabra. La fe del AT es histórica,
algo nunca acabado, cuyas confesiones son continua y repetidamente formuladas y
reinterpretadas a la luz de las nuevas experiencias históricas. La fe del NT es cristológica, cuyo
contenido esencial es la persona de Jesucristo, pero no como una fórmula abstracta, sino como la
experiencia del Dios que ha hablado y actuado en la historia. (Cf. LF 29; 36)

Creerle a Dios (Abandono): El conocimiento que exige la fe no es la simple percepción


intelectual de unas verdades, sino una actitud permanente de apertura al misterio de Dios, para
que a la luz de éste, el hombre sea capaz de comprender los signos por los cuales Dios se hace
accesible. La fe consiste esencialmente en el reconocimiento de que en Jesús de Nazaret el Reino
de Dios está en acto y de que en Él Dios quiere obrar la salvación definitiva del hombre.

Comprometerse con Dios (Hacer su voluntad): La fe no se queda sólo en el reconocimiento de


la verdad revelada sino que impulsa a la conversión. Para que haya auténtica fe no basta un
proceso reflexivo meramente racional, sino que es necesaria una conversión interior y radical.
Creer significa obedecer al evangelio, confiarse a la gracia de Dios para obtener la salvación. La
fe comporta un verdadero movimiento de la voluntad, una actividad del hombre que libremente
se somete a la voluntad divina. La fe es una auto-entrega personal a Dios que compromete a todo
el hombre en todos los ámbitos de su realidad (Cf. PF 10).

b. Pecados contra la fe
Nuestra vida moral tiene su fundamento en la fe, en la respuesta radical a Dios que implica toda
faceta de la existencia, sin embargo, en un ámbito más concreto, existen ciertos actos
directamente contrarios a la fe: La duda voluntaria respecto a la fe descuida o rechaza tener por
verdadero lo que Dios ha revelado y la Iglesia propone creer. La duda involuntaria, es la
vacilación en el creer, la dificultad de superar las objeciones con respecto a la fe. La
incredulidad es el menosprecio de la verdad revelada o el rechazo voluntario de prestarle
asentimiento. Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una
verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es
el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la
comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos. (CEC 2088-2089; CIC 751)

13.4.2 La esperanza (Cf. CEC 1817-1821)


“Cuando Dios se revela y llama al hombre, éste no puede responder plenamente al amor divino
por sus propias fuerzas. Debe esperar que Dios le dé la capacidad de devolverle el amor y de
obrar conforme a los mandamientos de la caridad. La esperanza es aguardar confiadamente la
bendición divina y la bienaventurada visión de Dios; es también el temor de ofender el amor de
Dios y de provocar su castigo” (CEC 2090).

En el AT las expresiones de esperanza contienen un rechazo de las falsas esperanzas basadas en


los hombres, las riquezas, las potencias políticas. El objetivo de esta esperanza es contemplar el
cumplimiento de las promesas de YHWH, la liberación del pueblo, la promesa del reino de
David, la salvación de un resto de Israel, el Mesías. Los profetas amplían el marco: una nueva
alianza, un nuevo Israel que tenga pleno conocimiento de Dios, un corazón nuevo, un Templo y
culto más perfecto. Y en el movimiento sapiencial la esperanza es una vista como una retribución
personal, una nueva vida.

Ya en el NT la esperanza se concretiza en la persona de Jesús, que es el Reino, que es la


presencia de Dios-con-nosotros (Mt 1,23). Principalmente en los escritos joánicos la esperanza se
refiere a la promesa de la resurrección (1Jn 3,2), cuyo fundamento es el poder y la fidelidad de
Dios (1Co 6,14).

Ahora bien, esta esperanza está estrechamente vinculada con la fe, pues la fe no es solamente un
tender de la persona hacia lo que ha de venir, que está todavía totalmente ausente, o sea, un creer
en lo que no se ve; ya que la fe nos da algo. Nos da ya-ahora “algo de la realidad esperada, y esta
realidad presente constituye para nosotros una prueba de lo que aún no se ve. Ésta atrae al futuro
dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro todavía-no. El hecho de que este
futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las
realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras” (SS 7), siendo la
esperanza en el presente del creyente, la tensión cierta que jalona su ahora a un bienaventurado
mañana que desde ya se realiza; en consecuencia, quien cree debe comportarse según su
esperanza, realizando con sus actos su destino final de visión beatifica, construyendo en este
mundo el reino de Dios.

No obstante, el creyente puede pecar contra la esperanza de dos modos (Cf. CEC 2091-2092):
 Por la desesperación, el hombre deja de esperar de Dios su salvación personal, el auxilio para
llegar a ella o el perdón de sus pecados. Se opone a la Bondad de Dios y a su Justicia –porque
el Señor es fiel a sus promesas-.
 Y por presunción, de la cual hay dos clases: la del hombre que presume sus capacidades –
esperando salvarse sin la ayuda de lo alto-, y la de quien presume de la omnipotencia o de la
misericordia divina –esperando obtener su perdón sin conversión ni merito-.
Por último, es posible indicar unos lugares de aprendizaje de la esperanza, que Benedicto XVI
sintetizaba en:
 La oración como escuela de ella, pues de la relación con Dios que es el fin brota la
tensión esperanzadora del presente. (Cf. SS 32-34)
 El actuar y el sufrir, pues “toda actuación sería y recta del hombre es esperanza en acto”
(SS 35), que manifiesta la fe firme en la promesa de las bienaventuranzas y la confianza
cierta en que Él está con nosotros, elevando nuestro dolor en su cruz para conducirnos al
cielo.
 El juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de tal virtud. Dado que nuestra fe siempre
mira al futuro, al momento en el cual nuestro Señor vendrá con gloria y poder a juzgar a
vivos y muertos, cada pensamiento-palabra-obra está encaminada a vivir en el ahora la
realidad del juicio, con la esperanza de que seremos en Cristo dignos de la visión
beatifica. (Cf. SS 41-48)

13.4.3 La caridad (CEC 1822-1829)


“La fe en el amor de Dios encierra la llamada y la obligación de responder a la caridad divina
mediante un amor sincero” (CEC 2093). Por tanto, “la caridad es la virtud por la cual amamos a
Dios sobre todas las cosas por ÉL mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por el
amor de Dios” (CEC 1822).

Según Benedicto XVI, la historia de salvación no es otra cosa que una historia de amor, donde
Dios se nos ha hecho visible, encarnando su amor en su Hijo, amándonos ÉL primero (Jn 4,19); y
correspondiéndonos a nosotros reconocer ese amor viviente de Dios con el sí de nuestra voluntad,
que abarca el entendimiento, la voluntad y el sentimiento, en un acto único de donación a Él y al
prójimo, que por gracia Él mismo eleva a su dignidad por el sacrificio de amor de su Hijo
Unigénito (Cf. DC 14-18).

Por ende, el ejercicio de todas las demás virtudes debe estar animado e inspirado por la caridad,
“el vínculo de la perfección” (Col 3,14), que las articula y las ordena entre sí; siendo a su vez,
fuente y término de la misma acción cristiana. La caridad asegura y purifica entonces, nuestra
facultad humana de amar, elevándola a la perfección sobrenatural del amor divino. Y así, la
práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos
de Dios.

Tal ejercicio de la caridad se desarrolla desde luego, en ámbitos concretos de la existencia


humana: primero en la Iglesia que debe manifestar en el mundo la realidad de la comunión
trinitaria, siendo la caridad su tarea primera. Segundo, en el mundo, donde las instituciones
estatales o cívicas han de luchar por la justicia como respuesta a la exigencia del amor.

Competele pues a cada cristiano vivir la caridad desde su cotidianidad como respuesta a una
llamada que esencialmente es amor, dando los frutos de esta, que son: gozo, paz, misericordia.
Los cuales exigen la práctica del bien y la corrección fraterna, para llegar entre los hombres a
suscitar la benevolencia, la reciprocidad, la solidaridad, la paz, la generosidad, la amistad y la
comunión.
Peca por tanto el hombre contra ella, cuanto atenta contra cualquiera de sus frutos o por:
 La indiferencia, que descuida o rechaza la consideración de la caridad divina, desprecia su
acción proveniente y niega su fuerza al no asumirla.
 La ingratitud, por la cual se omite o se niega reconocer la caridad divina y el devolver amor
por amor.
 La tibieza, que es una vacilación o negligencia en responder al amor divino, implicando la
negación a entregarse en el movimiento donativo de la caridad.
 La acedia o pereza espiritual que llega rechazar el gozo proveniente de Dios y a sentir horror
por el bien divino.
 El odio a Dios, con su origen en el orgullo, con el que el hombre se opone al amor de Dios
cuya bondad niega. Y descompone las relaciones entre los hombres comenzando con la
envidia, la mentira, el robo, el asesinato…

Benedicto XVI: Encíclica Deus caritas est; Encíclica Spe Salví; Muto proprio Porta Fidei.
Ss. Francisco: Encíclica Lumen Fidei.
MIFSUD, Tony. Moral Fundamental. Bogotá: CELAM, 1996.
ROYO MARIN, Antonio. Teología Moral para seglares: I, Moral fundamental y especial.
Madrid: BAC, 1961.
A. BOUCHEZ. Biblia Clerus. Motor de búsqueda 3.0.126 para Windows 7. Piazza Pio XII
(Roma): Congregatio pro clericis, 2005. “CEC; Concilio Vaticano II, CIC”

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