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LA VIRTUD
Etimológicamente viene del latín “virtus” y del griego “arethé”, significa “cualidad excelente”.
Las virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del
entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían
nuestra conducta según la razón y la fe. Permite a la persona no solo realizar actos buenos, sino
dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa
tiende hacia el bien, lo buscá y lo elige a través de acciones concretas (Cf. CEC 1803; 1804). Las
virtudes son clasificadas generalmente en dos grupos, en razón de su origen: las que provienen
del esfuerzo propio del hombre: virtudes adquiridas, humanas, naturales, morales o cardinales; y
las que provienen de Dios y tienen por objeto directo su ser: las virtudes infusas, espirituales o
teologales. SON ACTITUDES VOCACIONADAS DE LAS PERSONAS, ES HACER EL
BIEN
En el NT casi se omite la palabra arethé (Flp 4,8; 1P 2,9; 2P 1,5). En cambio, se utiliza
frecuentemente dynamis -fuerza o poder- (Col 1,11; Lc 1,17; Hch 3,12; 4,17; 6,8; 1Co 4,19; 2Co
1,8; Ef 3,16; Ap 3,8). Sin embargo, no falta todo el contenido referente a la virtud, expresado en
la clave de la libertad del Espíritu y de las bienaventuranzas. Los Evangelios están llenos de
notas sobre diversas virtudes: la fe (Mt 5,8-13), el amor (Mc 12,29-31), la veracidad y la
fidelidad (Mt 5,33-37), la austeridad (Lc 9, 47-48), la humildad (Mt 18,1-6), la oración (Mt
26,41), la misericordia (Mt 9,13). En los escritos paulinos el apóstol exige ciertas actitudes
positivas en la vida de comunidad como la paz, la paciencia… (1Ts 5,13-16), exhorta a la
caridad (Rm 12,9-13; 13,8-10; 1Co 13,4-7), a vivir los según las obras del Espíritu (Ga 5,22s) y
recuerda que de la fe, la esperanza y la caridad, la principal es la caridad (1Co 13,13). En la
teología joánica se resume el ejercicio de las virtudes en el cumplimiento del mandato del amor
(Jn 15,12-27). Las cartas católicas exhorta a la fe, la esperanza y el amor fraterno (1P 1,21-23;
4,8), recuerda la castidad (1P 3,1-7), exige la justicia y la paz (Stg 3,18; 5,1-6).
El concilio de Trento ve en las virtudes teologales un presupuesto para el encuentro del hombre
con Dios. Ese camino no puede comenzar sino es gracias a la iniciativa y la ayuda de Dios
mismo, quien suscita la fe en las promesas y la redención por Jesucristo , pasa por la
esperanza en la misericordia de Dios y llega al amor de Aquel que es la fuente de la justicia y la
santidad. (DS 1526).
En el Vaticano II por su parte, se menciona repetidas veces las virtudes teologales como claves
fundamentales para la vida cristiana (DV 1), que animada por una fe viva, engendra la esperanza
y obra la caridad (LG 41a). Especial mención reciben las “virtudes morales” (GS 30) que abren el
horizonte de la responsabilidad al ámbito comunitario y social.
La prudencia dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien
y a elegir los medios rectos para realizarlo. La prudencia es la “regla recta de la acción”, escribe
santo Tomás, siguiendo a Aristóteles. Es llamada “auriga virtutum”, pues conduce las otras
virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de
conciencia, el hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio.
La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es
debido. La justicia para con Dios es llamada “virtud de la religión”, para con los hombres, la
justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la
armonía que promueve la equidad, respecto a las personas y al bien común.
La templanza modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes
creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los
límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda
una sana discreción y no se deja arrastrar “para seguir la pasión de su corazón” (Si 5,2).
Ahora bien, las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, los actos libres, buenos y
perseverantes, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Y dado que el hombre herido por
el pecado no le es fácil guardar el equilibrio moral, el don de la salvación nos otorga la gracia
necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes y el ejercicio del amor a Dios y al
prójimo.
Como virtud teologal, la fe es aquella por la por la que creemos en Dios y en todo lo que ÉL nos
ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque ÉL es la verdad misma. Por la fe
“el hombre se entrega entera y libremente a Dios” (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por
conocer y hacer la voluntad de Dios. “El justo vivirá por la fe” (Rm 1,17). La fe viva “actúa por
la caridad” (Ga 5,6).
El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (Trento, cf. DS 1545). Además, “la
fe sin obras está muerta” (Stg 2,26): privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une
plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo –Iglesia-. El discípulo de
Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con
firmeza y difundirla, adquiriendo así su sentido eclesial de comunión y unidad. El servicio y el
testimonio de la fe son requeridos para la salvación: “Todo aquel que se declare por mí ante los
hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10,32-33).
a. Actos de la fe
Creer en Dios (Contenido): La fe supone confesar algo, aceptar como verdad una serie de
contenidos y profesarlos públicamente. La fe es el reconocimiento de la Palabra salvífica y al
mismo tiempo la apropiación de la realidad anunciada por la Palabra. La fe del AT es histórica,
algo nunca acabado, cuyas confesiones son continua y repetidamente formuladas y
reinterpretadas a la luz de las nuevas experiencias históricas. La fe del NT es cristológica, cuyo
contenido esencial es la persona de Jesucristo, pero no como una fórmula abstracta, sino como la
experiencia del Dios que ha hablado y actuado en la historia. (Cf. LF 29; 36)
b. Pecados contra la fe
Nuestra vida moral tiene su fundamento en la fe, en la respuesta radical a Dios que implica toda
faceta de la existencia, sin embargo, en un ámbito más concreto, existen ciertos actos
directamente contrarios a la fe: La duda voluntaria respecto a la fe descuida o rechaza tener por
verdadero lo que Dios ha revelado y la Iglesia propone creer. La duda involuntaria, es la
vacilación en el creer, la dificultad de superar las objeciones con respecto a la fe. La
incredulidad es el menosprecio de la verdad revelada o el rechazo voluntario de prestarle
asentimiento. Se llama herejía la negación pertinaz, después de recibido el bautismo, de una
verdad que ha de creerse con fe divina y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es
el rechazo total de la fe cristiana; cisma, el rechazo de la sujeción al Sumo Pontífice o de la
comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos. (CEC 2088-2089; CIC 751)
Ahora bien, esta esperanza está estrechamente vinculada con la fe, pues la fe no es solamente un
tender de la persona hacia lo que ha de venir, que está todavía totalmente ausente, o sea, un creer
en lo que no se ve; ya que la fe nos da algo. Nos da ya-ahora “algo de la realidad esperada, y esta
realidad presente constituye para nosotros una prueba de lo que aún no se ve. Ésta atrae al futuro
dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro todavía-no. El hecho de que este
futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las
realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras” (SS 7), siendo la
esperanza en el presente del creyente, la tensión cierta que jalona su ahora a un bienaventurado
mañana que desde ya se realiza; en consecuencia, quien cree debe comportarse según su
esperanza, realizando con sus actos su destino final de visión beatifica, construyendo en este
mundo el reino de Dios.
No obstante, el creyente puede pecar contra la esperanza de dos modos (Cf. CEC 2091-2092):
Por la desesperación, el hombre deja de esperar de Dios su salvación personal, el auxilio para
llegar a ella o el perdón de sus pecados. Se opone a la Bondad de Dios y a su Justicia –porque
el Señor es fiel a sus promesas-.
Y por presunción, de la cual hay dos clases: la del hombre que presume sus capacidades –
esperando salvarse sin la ayuda de lo alto-, y la de quien presume de la omnipotencia o de la
misericordia divina –esperando obtener su perdón sin conversión ni merito-.
Por último, es posible indicar unos lugares de aprendizaje de la esperanza, que Benedicto XVI
sintetizaba en:
La oración como escuela de ella, pues de la relación con Dios que es el fin brota la
tensión esperanzadora del presente. (Cf. SS 32-34)
El actuar y el sufrir, pues “toda actuación sería y recta del hombre es esperanza en acto”
(SS 35), que manifiesta la fe firme en la promesa de las bienaventuranzas y la confianza
cierta en que Él está con nosotros, elevando nuestro dolor en su cruz para conducirnos al
cielo.
El juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de tal virtud. Dado que nuestra fe siempre
mira al futuro, al momento en el cual nuestro Señor vendrá con gloria y poder a juzgar a
vivos y muertos, cada pensamiento-palabra-obra está encaminada a vivir en el ahora la
realidad del juicio, con la esperanza de que seremos en Cristo dignos de la visión
beatifica. (Cf. SS 41-48)
Según Benedicto XVI, la historia de salvación no es otra cosa que una historia de amor, donde
Dios se nos ha hecho visible, encarnando su amor en su Hijo, amándonos ÉL primero (Jn 4,19); y
correspondiéndonos a nosotros reconocer ese amor viviente de Dios con el sí de nuestra voluntad,
que abarca el entendimiento, la voluntad y el sentimiento, en un acto único de donación a Él y al
prójimo, que por gracia Él mismo eleva a su dignidad por el sacrificio de amor de su Hijo
Unigénito (Cf. DC 14-18).
Por ende, el ejercicio de todas las demás virtudes debe estar animado e inspirado por la caridad,
“el vínculo de la perfección” (Col 3,14), que las articula y las ordena entre sí; siendo a su vez,
fuente y término de la misma acción cristiana. La caridad asegura y purifica entonces, nuestra
facultad humana de amar, elevándola a la perfección sobrenatural del amor divino. Y así, la
práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos
de Dios.
Competele pues a cada cristiano vivir la caridad desde su cotidianidad como respuesta a una
llamada que esencialmente es amor, dando los frutos de esta, que son: gozo, paz, misericordia.
Los cuales exigen la práctica del bien y la corrección fraterna, para llegar entre los hombres a
suscitar la benevolencia, la reciprocidad, la solidaridad, la paz, la generosidad, la amistad y la
comunión.
Peca por tanto el hombre contra ella, cuanto atenta contra cualquiera de sus frutos o por:
La indiferencia, que descuida o rechaza la consideración de la caridad divina, desprecia su
acción proveniente y niega su fuerza al no asumirla.
La ingratitud, por la cual se omite o se niega reconocer la caridad divina y el devolver amor
por amor.
La tibieza, que es una vacilación o negligencia en responder al amor divino, implicando la
negación a entregarse en el movimiento donativo de la caridad.
La acedia o pereza espiritual que llega rechazar el gozo proveniente de Dios y a sentir horror
por el bien divino.
El odio a Dios, con su origen en el orgullo, con el que el hombre se opone al amor de Dios
cuya bondad niega. Y descompone las relaciones entre los hombres comenzando con la
envidia, la mentira, el robo, el asesinato…
Benedicto XVI: Encíclica Deus caritas est; Encíclica Spe Salví; Muto proprio Porta Fidei.
Ss. Francisco: Encíclica Lumen Fidei.
MIFSUD, Tony. Moral Fundamental. Bogotá: CELAM, 1996.
ROYO MARIN, Antonio. Teología Moral para seglares: I, Moral fundamental y especial.
Madrid: BAC, 1961.
A. BOUCHEZ. Biblia Clerus. Motor de búsqueda 3.0.126 para Windows 7. Piazza Pio XII
(Roma): Congregatio pro clericis, 2005. “CEC; Concilio Vaticano II, CIC”