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Gilda Holst - cuentos

EL CASTIGO
Se necesitaba un castigo ejemplarizador. Fernando propuso que se le cortaran las manos; yo
solo dije que le arrancaran los ojos, pero Sara dijo que había que aplastarlos con un mazo de
quebrar cangrejos. Ramón apoyó con una sonrisa y se ofreció a recoger los pringues de ojo y
hacer revoltillo, por supuesto, sin que falte una pizca de sal. Ganó Fernando; sus propuestas
siempre son más limpias.

VOY
No sé cómo me metí, pero voy séptima en esta larga fila de pelícanos. "No sé de dónde
venimos ni a dónde vamos. A comer, de dormir, de soñar, a aparearnos, a morir. No sé. Solo
estoy presente y aleteo".

DE BRAZOS Y ALMAS
Es cierto, como alguien dijo, que no es el alma la que está atrapada en un cuerpo, sino el
cuerpo atrapado en un alma. Yo me encontré con un brazo derecho -sueltito y seductor- que
salía precioso de una camiseta blanca de algodón. Imagino que el izquierdo también, pero yo
no lo veía o estaba como alejado. Yo ahí, contenta, porque se mostró como libre, como que
sabía de mí, que soy una desalmada.

EN LAS NUBES
Había llevado un calor acumulado porque no bien entró en el taxi, se empañaron los vidrios.
Vertiginosa, ni intentó ver las calles.
Ese fue su error; podría haber determinado en qué momento el auto desvió su trayecto.
Arribó a una ciudad extraña, extranjera ella misma, se condensó peligrosa en quién sabe qué
signos.
"No voy a poder ir", le dijo él por teléfono.
A cántaros, precipitada a tierra.

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