Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
edad de oro proviene de la mitología griega y fue recogido por primera vez por el
poeta griego Hesíodo. Se refiere al mito respecto a una etapa inicial de las edades del
hombre en la que este habría vivido en un estado ideal o utopía, cuando la humanidad era
(según se cree) pura e inmortal. En las obras literarias, la edad de oro usualmente acaba con
un acontecimiento devastador, que trae consigo la caída del hombre.
Índice
La Iglesia católica nunca negó el mito de la edad de oro. «Los Padres de la Iglesia, sobre
todo Agustín de Hipona y san Ambrosio, no dudaban de que en un principio Dios había creado
el mundo para que sus riquezas fueran comunes a todos los hombres. Pero el pecado
original había destruido este orden natural primitivo, obligando al hombre a trabajar y
causando la desigualdad entre los hombres». La Iglesia aceptó esta desigualdad —«solo una
élite de clérigos o laicos podía soñar con encontrar estas formas comunitarias e igualitarias
que se encarnaban en la vida monástica»—, «pero a principios del siglo XIV, cuando las
bases laica y eclesiástica de la sociedad feudal comienzan a resquebrajarse, la idea de un
retorno a la igualdad natural va a presentarse para algunos como la única solución a los males
de su tiempo, y el mito de la edad de oro va a verse reforzado con una crítica extremadamente
viva de la desigualdad social». Probablemente el movimiento de los taboritas de Bohemia sea
el más representativo de esta tendencia. Después de su fracaso renació en Alemania en el
siglo XVI bajo el impulso del reformador Thomas Münzer y tuvo su epígono en el movimiento
de los anabaptistas de Münster.3
Índice
1Apocalipsis
2Polémica cristiana
3El renacimiento del milenarismo
4Joaquín de Fiore
5Pervivencia del milenarismo
6Manuel de Lacunza y Díaz
7Milenarismo secular, teorías sobre su existencia y función
8Referencias
9Bibliografía
10Véase también
11Enlaces externos
Apocalipsis[editar]
La doctrina del milenarismo se apoya en el libro del Apocalipsis (revelación), atribuido a San
Juan. Se calcula que fue escrito hacia el año 96 d. C. Específicamente, toma literalmente el
capítulo 20 de este libro profético en el que se dice que el diablo permanecerá encarcelado en
el abismo por mil años. Apocalipsis 20:4-5 dice que en ese tiempo, Cristo volverá y reinará
junto a los mártires ("los que habían sido decapitados a causa del testimonio de Jesús y de la
Palabra de Dios") y aquellos que no habían adorado a la bestia. El diablo será liberado por un
breve tiempo al finalizar ese período. Levantará contra Cristo las naciones de Gog y Magog y
marchará por toda la tierra hasta rodear el campamento de los santos. Entonces, caerá fuego
del cielo y los consumirá. El diablo será arrojado a un estanque de azufre junto al falso profeta
y la Bestia. A continuación, ocurrirá el Juicio de las Naciones o Juicio Universal: todos los
muertos resucitarán y comparecerán frente a Cristo, quien los juzgará según sus acciones.
Los que no estén en El Libro de la Vida serán arrojados también al estanque de fuego, lugar
que indica una destrucción eterna.
La Bestia no debe identificarse con el Diablo. Las referencias a ella en el Apocalipsis son
varias y es posible que aludieran al emperador romano, aunque la identificación con el
demonio tampoco es caprichosa. En este capítulo, de hecho la Bestia yace junto al diablo en
el fuego.
Los milenaristas calcularon esos mil años de distinta manera, pero siempre literalmente. Sin
embargo, este término de mil años no es de ningún modo un elemento esencial del milenio
para todos los cristianos por igual como es concebido por sus adherentes. Para la Iglesia
católica, todo se mueve en la esfera espiritual y religiosa; aún la descripción del fin del mundo
y del juicio final llevan este sello. La victoria sobre la bestia (el enemigo de Dios y de los
santos) y sobre el anticristo, así como el triunfo de Cristo y sus santos, son descritos en el
Apocalipsis de San Juan (Ap. 20-21), en figuras que recuerdan las de los escritores
apocalípticos judíos, especialmente de Daniel y del apócrifo de Enoc (o Henoc). Satanás es
encadenado en el abismo por mil años, los mártires y los justos se levantan de la muerte y
comparten el sacerdocio y reinado de Cristo. Un gran número de cristianos de la era
posapostólica, particularmente en Asia Menor, se entregaron tanto a la apocalíptica judía
como para poner un significado literal en esas descripciones del Apocalipsis de San Juan; el
resultado fue que el milenarismo se esparció y ganó acérrimos defensores no solamente entre
los heréticos (gnósticos como Cerinto) sino también entre los cristianos.
Polémica cristiana[editar]
La idea de un milenio bajo el reinado de Cristo en la Tierra formó parte importante de la
teología de los tres primeros siglos del cristianismo. Desde el siglo II varios polemistas
enfrentaron las tesis de los montanistas y otros creyentes que esperaban un rápido
advenimiento del Milenio y refutaron a quienes querían hacer cálculos sobre cuándo llegaría
esa edad, en la forma que posteriormente lo haría San Agustín, el autor de "La Ciudad de
Dios", recordando que Cristo había tenido el cuidado de no favorecer fechas precisas sobre su
segunda llegada cuando dijo: "En cuanto a ese día o a esa hora, nadie la conoce, ni los
Ángeles del cielo ni el Hijo, sino sólo mi Padre", en el llamado sermón escatológico del
Evangelio de Mateo 24:36. La forma en que consideraban el milenio el
gnóstico Cerinto, Papías, Justino4 e Ireneo de Lyon y otros escritores de los primeros siglos
del cristianismo, tienen como punto de partida el libro de Apocalipsis, pero también
declaraciones milenaristas que se encuentran en los escritos de Pedro y de Pablo, así como
en el Padrenuestro: "Venga Tu Reino", esto es, a la Tierra, para que aquí se haga Su
voluntad, como se hace en el cielo (Cf. Mt 6).
Eusebio de Cesarea no era partidario del Milenio. Aparentemente esa opinión antimilenarista
suya fue la que influyó en la forma en que trata a los milenaristas, entre los cuales también
hubo gnósticos, a pesar de que en general los gnósticos fueron los primeros en abominar de
la sola idea de un reinado de Cristo sobre la Tierra.
Por ejemplo, leemos a Eusebio de Cesarea en Historia Eclesiástica III, 28:
Esta es la doctrina que enseñaba Cerinto: el reino de Cristo será terrenal. Y como amaba el cuerpo y
era del todo carnal, imaginaba que iba a encontrar aquellas satisfacciones a las que anhelaba, las del
vientre y del bajo vientre, es decir del comer, del beber, del matrimonio: en medio de fiestas, sacrificios e
inmolaciones de víctimas sagradas, mediante lo cual intentó hacer más aceptables tales tesis.
La alusión al "falso mesías" en el Apocalipsis fue interpretada como señal de que antes del
Juicio Final aparecerá un personaje así, también llamado Anticristo, lo que por otra parte es
predicado por Jesús en el Evangelio de Mateo. Esto movió a identificar al falso mesías con
diversos gobernantes y Papas. Para el reformador Martín Lutero, por ejemplo, el Anticristo era
sin duda el Papa. A través de toda la Edad Media, escritores eclesiásticos intentaron
interpretar el pasaje en el que San Juan menciona el milenio.
Pese a la condena extraoficial con carácter de oficial para muchos, aun en 1790, año en que
el jesuita chileno Manuel Lacunza culminó en Imola su obra La venida del Mesías en Gloria y
Majestad, persistía el milenarismo como una corriente marginal y esporádica en el seno de la
Iglesia Católica. El libro de Lacunza, en todo caso, fue incluido en el Index Librorum
Prohibitorum (el listado de libros prohibidos por la Inquisición).
Debido a que así creían una parte de los santos Padres de la antigüedad, no
solamente Papías de Hierápolis, sino también, entre otros, Justino Mártir, Policarpo, y el
insigne Ireneo de Lyon, para Lacunza condenar el milenarismo equivaldría a condenar a una
nube de testigos entre los tres siglos primeros y a echar por tierra el mismísimo concepto de la
sucesión apostólica, ya que algunos de los primeros obispos cristianos eran milenaristas.
Prescindiendo del número mil, y por extensión, comenzó a llamarse milenaristas a los
movimientos religiosos que ponen énfasis en el regreso de Cristo, la fundación de la Nueva
Jerusalén (la ciudad de los justos) y el castigo a los pecadores.
Joaquín de Fiore[editar]
Será a fines del siglo XII cuando el milenarismo encontrará su teórico más destacado y de
lejos más influyente: el monje calabrés Joaquín de Fiore (Gioacchino da Fiore, 1135-1202),
“de espíritu profético dotado”, para usar las palabras que Dante le dedicó en La divina
comedia.6 Paul Johnson lo califica en su Historia del Cristianismo, con toda razón, como el
más erudito, sistemático y “científico” de todos los creadores medievales de sistemas
proféticos. Además, “no era un rebelde, sino un elegante abate calabrés, protegido por tres
papas, un hombre cuya conversación complació a Ricardo Corazón de León en su viaje
durante la Tercera Cruzada.”7
El monje calabrés Joaquín de Flor, mientras viajaba por Galilea entre 1156 y 1157, tuvo una
experiencia mística en el Monte Tabor, luego del cual obtuvo el don de la exégesis. Para él la
historia de la humanidad es un proceso de desarrollo espiritual, que pasa por tres fases: la
Edad del Padre de 5000 años (Era de la Ley), la Edad del Hijo de 2000 años (Era de la
Gracia) y la Edad del Espíritu Santo de 1000 años (Era del Amor).
Joaquín es el creador de una interpretación de la historia que, al igual que la de San Agustín,
debe ser considerada como una de las grandes novedades culturales de Occidente y,
además, como el restablecimiento sistemático del milenarismo. Tal como Karl Löwith lo dice:
“Joaquín abrió la puerta a una revisión fundamental de mil años de historia y de teología
cristiana [...] Su creencia en un último progreso providencial hacia la culminación de la historia
de salvación dentro de la estructura misma de la historia del mundo es radicalmente nueva en
comparación con el diseño de Agustín.” 8 La esencia de la concepción del monje calabrés
reside en su visión de la historia como manifestación progresiva de la Trinidad, es decir, como
un proceso dividido en tres grandes fases, a través de las cuales se pasa a niveles más altos
de perfección, culminando en un estadio de plenitud y bienaventuranza caracterizado por la
libertad, la santidad, la inocencia, el amor y la armonía contemplativa que Joaquín llamó ordo
monachorum. Para él, la humanidad había superado ya la primera fase en esta evolución, la
Época de Padre, y se encontraba al final de la segunda fase, la Época del Hijo, cuyo término
pronosticaba, apoyándose en el pasaje 12:6 del Apocalipsis, para el año 1260. Joaquín se
consideraba a sí mismo como el anunciador de la tercera y dichosa fase, como el Juan
Bautista de la Época del Espíritu Santo. El paso a esta tercera época estaría marcado por
hechos de un dramatismo propiamente apocalíptico, como ser enormes guerras y sufrimientos
relacionados con la aparición del muy temido Anticristo, el cual sería finalmente derrotado, el
pueblo judío convertido y el milenio abriría así sus ansiadas puertas.
La grandiosa visión histórica de Joaquín conocería un destino singular. Algunos de sus
discípulos radicalizarían su profecía, pasando en muchos casos a la preparación práctica de
la renovatio mundi anunciada y la creación de esa especie de hombre nuevo medieval que es
el homo bonus de Dolcino, uno de los seguidores más temidos de las profecías de Joaquín.
Otros adoptarían las formas más radicales del movimiento franciscano, en cuyo seno tanto las
profecías reales como las atribuidas a Joaquín tuvieron gran influencia. Ante el clima de cisma
generalizado que dominaba a la cristiandad de entonces, la Iglesia respondió, por medio de
la Inquisición, con una brutal represión de los disidentes más extremos. Las profecías del
abate calabrés pasaron desde entonces a alimentar el submundo de la herejía y de la
subversión, inspirando nuevas y nuevas generaciones de rebeldes durante los siglos
venideros. Pero no solo los Dolcino, los Müntzer o los Campanella recibirían inspiración de
Joaquín. A través de la gran influencia de la obra del alemán Gotthold Ephraim Lessing (uno
de los grandes referentes intelectuales de Marx) titulada Sobre la educación de la especie
humana de 1780 se relanzará, desde el seno mismo de la Ilustración, el esquema triádico de
Joaquín, preanunciando las formulaciones hegelianas y, por su conducto, las marxistas. En
Francia, las ideas del abate calabrés serán reivindicadas por los discípulos de Henri de Saint-
Simon y Auguste Comte rendirá homenaje a Joaquín en quien verá uno de sus predecesores.
Entre los jóvenes hegelianos (entre quienes se cuentan Marx, Engels y Bakunin) la visión de
Joaquín fue relanzada en 1838 por el conde polaco August von Cieszkowski en una obra
señera titulada Prolegómenos sobre la filosofía de la historia. En esta obra Cieszkowski
plantea la necesidad de pasar a la acción, formulando lo que él mismo llama una “filosofía de
la praxis” (“die Philosophie der Praxis”). Así, Joaquín de Fiore entrará de lleno al panteón de la
modernidad y le pondrá su sello a nuestras utopías contemporáneas.
Incluso en nuestros días el monje calabrés no pierde su actualidad. Según se pudo leer en
el Sunday Times del 27 de marzo de 20099 el portavoz de la Santa Sede, padre Raniero
Cantalamessa, afirmó que Joaquín fue citado tres veces en los discursos de la campaña
electoral de Barack Obama como una autoridad moral y un visionario.10 Ante esto,
Cantalamessa recordaba que, tal como el mismo Papa Benedicto XVI hace no mucho lo
sostuvo, para la Iglesia Católica los pensamientos de Joaquín eran “falsos y heréticos”. Sin
embargo, nadie ha podido encontrar las supuestas referencias de Obama a Joaquín.