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CÓD. 200918408
TUTORES
INTRODUCCIÓN …………………………………………………………………. 1
INTRODUCCIÓN
Walter Benjamin y Carl Schmitt se ocuparon del romanticismo como parte de su crítica
temprana al positivismo y a las ideologías del progreso, ambas características del
llamado proceso de secularización. Se trata del proceso en el cual los referentes de la
tradición religiosa son reemplazados realidades del orden histórico como explicación y
sentido de la existencia humana. En este contexto, ambos autores valoran el
romanticismo como parte de su crítica a las ideologías del progreso y la creciente
mecanización en la modernidad, características de la secularización. Sin embargo, la
lectura sobre el romanticismo en sus obras juveniles es divergente y revela una gran
disparidad en el sentido desde el que cada autor critica la modernidad. Benjamin piensa
que tras las ideas estéticas del romanticismo hay una teología y una filosofía de la
historia, abocada a mostrar la posibilidad de una redención de lo profano. No se trataría
de una redención que salve a lo profano de su carácter profano, sino que encuentre en
los fragmentos efímeros y banales de la experiencia temporal las claves de un
cumplimiento en un presente del infinito devenir, que para Benjamin está asociado a la
idea mesiánica de justicia. Schmitt, por su parte, dice que el romanticismo no se
contrapone a la racionalidad económica y técnica que ha llevado a la parcelación de la
vida moderna y la sacralización de elementos profanos como el individuo burgués o el
dinero, sino que, antes bien, es una conciencia estética que resulta complementaria para
dicha racionalidad. La complicidad entre el romanticismo y lo que Schmitt llama el
pensamiento técnico-económico vendría de la mano de que aquel no conlleva una
teología, sino una forma estética de sustitución de Dios en el yo absolutamente creador.
El año de 1919 marca un punto importante en la consideración de ambos autores sobre
el romanticismo, pues Benjamin presenta su tesis doctoral El concepto de crítica de arte
en el romanticismo alemán, mientras Schmitt da a conocer su libro Romanticismo
político.
consideran que estos referentes brindan una visión de conjunto capaz de reconstruir
críticamente los grandes cambios que ha vivido la modernidad en la secularización. La
exigencia de una teología es el contexto en el cual estos autores acudieron al
romanticismo como un paso para aclarar sus propias posiciones. Ambos autores
interpretaron las ideas románticas de ironía, novela y totalidad; ambos dicen que tras
estas ideas hay una metafísica, que el uno llama “ocasionalismo subjetivizado” y el otro
“mesianismo romántico”, mas llegan a conclusiones totalmente distintas en cuanto al
papel que jugaría el romanticismo en el conjunto de su crítica. Y en ello se expresaría
la tensión entre las diferentesformas de relación que toman los planos de lo trascendente
y lo inmanente en cada autor, la cual puede expresarse como la tensión propia entre la
cosmovisión católica y la judía.
La exigencia de una teología recae sobre una época en que las categorías clásicas de la
metafísica ya no satisfacen la necesidad de dar cuenta de los nuevos fenómenos que
conlleva la secularización. Por ello, cuando Schmitt exige una teología como análisis
de los conceptos políticos de su época, no se refiere a la división clásica entre un mundo
verdadero e inmutable, frente al cual habría un mundo aparente, sujeto al devenir y
malo en sí mismo. Tanto en su pensamiento como en el de Benjamin, la teología se
basa en la exigencia del abandono de categorías dualistas absolutas e irreconciliables.
Este interés por la relación entre los ámbitos de lo trascendente y lo inmanente no es
meramente teológico ni especulativo, sino ante todo, una preocupación por la historia, y
en ello existe un vuelco frente a la metafísica tradicional. La dualidad entre lo
trascendente y lo inmanente tiene como objeto un pensamiento histórico, abocado a
superar el inmanentismo. Y más aún, antes que una “superación” del inmanentismo, el
término “ruptura” podría ser más adecuado para las intenciones de ambos pensadores,
toda vez que ellos buscaron el punto de quiebre de “un mecanismo cuajado en la
repetición”, como forma de conocimiento y renovación de lo histórico. En último
término, como se defenderá aquí, la teología de cada autor consiste en una filosofía de
la historia que se deriva de la peculiar forma en que cada uno piensa una relación entre
los ámbitos de lo inmanente y lo trascendente.
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en la adhesión del ser humano a un sueño, para que la figura cobre figura” (38). La
verdadera fuerza del mito consistiría en su capacidad para configurar, para dar forma,
tal como lo dice Rosemberg, citado por los autores franceses, “la libertad del alma es
Geist”. En una Alemania que todavía no había conformado su unidad nacional, el
romanticismo aportó medios de identificación que si bien tomaban como modelo la
plenitud social y cultural del mundo griego, proponía sus propias alternativas para crear
genialmente una individualidad, a través del forjamiento del mito y de la inclusión del
arte en la generación de identidad. En tal sentido, la secularización por vía estética tiene
implicaciones en lo político, como lo dicen Nancy y Lacoue-Labarth, en la medida en
que el romanticismo se fusione con el mito. En el contexto de los espinosos problemas
de unidad con los que Alemania pasó a la modernidad, esto significa que el
romanticismo aportó las herramientas de identificación propicias para el forjamiento de
una identidad nacional, registrada en el papel de la cultura en la historia alemana como
la divergencia entre Zivilization y Kulturnation; entre Gesellschaft y Gemeinschaft.
Con la fusión entre romanticismo y mito, según los autores franceses, Alemania se
ubica bajo la égida de Apolo, el dios solar, quien “hace surgir las formas como tales, en
su visibilidad, en el recorte de su Gestalt, al mismo tiempo que es el mito de la fuerza o
del calor que permite la formación misma de esas formas” (46).
que el intento de totalización estético del romanticismo tiene implicaciones para pensar
lo político, pero además, estas implicaciones llaman a revisar el romanticismo como
forma de pensar su propia exigencia de una teología para pensar los problemas de la
modernidad. Porque estas no podrían ser para Schmitt ni para Benjamin una
sacralización de elementos profanos, que es lo que se juega en la idea de una obra de
arte absoluta, sino precisamente la forma de desenmascarar tal pensamiento estético
como un momento de la secularización políticamente peligroso.
En este contexto, para decirlo una vez más, mientras Benjamin concibe el romanticismo
como un medio de ruptura con el inmanentismo, desde consideraciones que parten de
motivos similares Schmitt piensa que el romanticismo es una inmersión estética en
dicho inmanentismo. Con lo anterior en claro, el propósito de esta tesis consiste en
comparar la manera en que ambos autores leyeron el romanticismo en sus implicaciones
en lo político y en relación a las líneas generales y fundamentales en las que se enmarca
su propia teología. Toda vez que en ambos filósofos la relación entre trascendencia e
inmanencia termina en una forma de ruptura con el inmanentismo, la similitud y la
diferencia en torno a la lectura que cada uno hace sobre el romanticismo está dada desde
el que cada uno tiene dicha ruptura. No interesa acá una comparación que recaiga sobre
el mero conocimiento del romanticismo desde una historia de las ideas ni menos cuál de
las dos aproximaciones resultaría ser la más correcta, en cuanto la interpretación de los
textos de Novalis y Schlegel. Antes de ello, la pregunta que estructura el desarrollo de
la lectura que cada autor hace sobre el romanticismo y su comparación consiste la
valoración que cada autor hace sobre la conciencia de autonomía estética romántica en
sus implicaciones políticas, con respecto a la manera en que ellos piensan lo político,
fundamentados a su vez en la forma de plantear la relación entre los planos de la
inmanencia y la trascendencia. De manera concreta, la pregunta que atraviesa este
trabajo consiste en saber si la fusión romántica entre autonomía estética y política
conlleva inevitablemente una dimensión políticamente peligrosa de irresponsabilidad o
si esta puede dar lugar para pensar una idea de lo político a través de la ruptura con las
categorías metafísicas tradicionales sobre las que se ha fundado la filosofía política.
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El interés que guía la comparación entre las dos lecturas sobre el romanticismo
determina que se haya querido mantener cierta correspondencia en la exposición de
cada capítulo. Al comienzo de cada uno de ellos se considera de manera general, y
como pregunta guía de todo el capítulo, el contexto para responder sobre las
implicaciones que conlleva el romanticismo para la comprensión de lo político en cada
autor, así como la relación en que entran dichas implicaciones con el pensamiento sobre
lo político de cada uno de ellos. Fue preciso ubicar el papel que juega el mito en la
exposición del contexto de estas preguntas, puesto que este es, o bien aquello que
distingue el concepto de lo político de Schmitt contra el romanticismo, o bien aquello
que emparenta el concepto de crítica romántico con el propio pensamiento mesiánico
benjaminiano. En una segunda parte de los capítulos se desarrolla lo que dijo cada
autor sobre los románticos, y en qué medida el romanticismo en sus lecturas tiene una
implicación política. En el caso de Schmitt, una última sección se refiere a la relación
en la que se encuentra el romanticismo con respecto a una metafísica en concepción de
una filosofía de la historia. En lo que hace a Benjamin, en tanto su concepción del
tiempo histórico está expresada en la idea schlegeliana de “Reino de Dios”, esta se
expone al principio del capítulo. Dichas aclaraciones sobre la manera en que cada autor
concibe el tiempo histórico son importantes para explicitar la relación entre inmanencia
y trascendencia desde la cual cada autor leyó a los románticos. A su vez, hace más
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claro el por qué cada uno dijo lo que dijo sobre este movimiento. Un último capítulo
pretende sentar algunas líneas de comparación entre los autores, sin pretensión de
exhaustividad. Sólo se limita a concretar las líneas fundamentales sobre las que se
puede establecer un diálogo entre los autores en torno al valor de la autonomía estética
del romanticismo y su implicación en la política.
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representación mítica del tiempo se inaugura en Benjamin con su ensayo sobre “Las
afinidades electivas” de Goethe, comenzado a escribir casi simultáneamente con las
líneas finales de la disertación, y tiene un gran antecedente en su ensayo de 1914 “Dos
poemas de Hölderlin: „Coraje de poeta‟ y „Timidez‟”. Sin embargo, no debe pensarse
que la distinción entre tiempo lineal del progreso y tiempo mítico conforman dos
unidades discretas para las cuales Benjamin emplea distintos textos literarios y
conceptos de crítica. Ante todo, desde su formulación teológica del problema, para
Benjamin el tiempo histórico pertenece al tiempo inaugurado después de la caída en el
pecado original, y por tanto se trata del tiempo en el que reina el mito, sea que este se
afirme desde el capitalismo naciente y sus procesos de tecnificación como un tiempo del
progreso. Ni el progreso es una dimensión carente de mito, ni el mito es una realidad
que se acaba una vez la modernidad entra en concepciones del mundo que bajo su
discurso de racionalidad pretenden superar la teología y la metafísica. En razón de lo
anterior, mientras la mayor parte de los acercamientos a la disertación doctoral sólo
hacen mención de cierta oposición de Benjamin al tiempo del progreso, en este trabajo
se mostrará la necesidad de leer dicho estudio sobre el romanticismo a la par con la
preocupación de Benjamin por pensar una interrupción del mito. Con ello se pretende
extraer la significación histórica del acercamiento del autor al romanticismo, pues una
lectura que sólo se atenga a la idea de un “romanticismo anti-capitalista” deja de resaltar
no sólo los núcleos fuertes históricos del texto, sino también su potencial crítico contra
el capitalismo. Por lo anterior, como forma de arribar a una formulación de la idea
benjaminiana de lo político, en la que se juega una filosofía mesiánica del tiempo y del
lenguaje, es necesario explicar cómo concibe el joven Benjamin la historia desde sus
referentes teológicos judíos. Dentro de dicha concepción resultará evidente por qué
Benjamin quiere investigar el romanticismo y su concepto de crítica de arte. Y para ello
resulta imprescindible el desarrollo de su teoría mística del lenguaje.
a. La teoría mística del lenguaje y las representaciones circular y lineal del tiempo
La tesis que abre el ensayo de 1915 sobre el lenguaje dice que todo cuanto existe,
animado o inanimado, participa del lenguaje en el cual y no a través del cual comunica
su “esencia espiritual” (geistliches Wessen). “La palabra lenguaje en esta acepción no
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es en modo alguno una metáfora” (91), añade Benjamin para hacer notar que hay un
sentido en el cual en verdad todas las cosas tienen un lenguaje –así este no sea el de las
palabras- y en el cual lo que se comunica de ellas no es una representación carente de
realidad, sino en todo caso algo conectado con su existencia, su “esencia espiritual”.
Como lo dice Jacobson, si la afirmación de que cada cosa, animada o inanimada, tiene
un lenguaje en el cual comunica su esencia espiritual fuera una metáfora, entonces
Benjamin pensaría en una pura representación en la cual no hay una cosa que sea la
cosa misma, “una representación sin existencia”, que “comunica ausencias en lugar de
sustancias (das Wesen)” (2003, 99). Esta última solución no es la de Benjamin, para
quien tal concepción metafórica del lenguaje sería una abstracción, una idea inteligible,
pero infructífera, ya que en ella el lenguaje se presenta como vaciedad. El desarrollo
del texto conlleva un problema interpretativo, pues no queda claro cómo es que
Benjamin puede hablar de la esencia espiritual de las cosas si estas no son más que
lenguaje, mientras que, de otra parte, niega que ello pueda ser entendido en un sentido
metafórico. Benjamin niega una solución realista, según la cual existiría una cosa en sí
de la cual sólo se puede comunicar y conocer aquella porción que coincide con su
espíritu lingüístico. Dicha solución admitiría la idea de una cosa que sea ella misma,
pero desconocería que esa cosa se da ella misma en el lenguaje: “No, aquello que en un
ser espiritual es comunicable [su esencia espiritual] se manifiesta con la máxima
claridad en su lenguaje…; [en su lugar] eso comunicable es inmediatamente el lenguaje
mismo” (93). En tal sentido, Jacobson afirma que el propósito de Benjamin sería pensar
el lenguaje de tal manera que no opere en él la clásica división entre esencia y
apariencia: “La sustancia lingüística de una cosa es sustancia comunicable, la cual es
siempre su espíritu y por ello su lenguaje. Esta proposición no apunta a una división
entre apariencia y esencia, pues no se trata de que la sustancia espiritual de una cosa es
sólo aquello que aparece claramente expresado en el lenguaje, sino que es el lenguaje
mismo” (93). La esencia espiritual de una cosa se comunica en el lenguaje no como su
manifestación sino como lo que ella enteramente es, y ello sucede en la medida en que
como puro lenguaje ella no comunica otra cosa que el propio lenguaje. Benjamin
construye el concepto de “medium de la comunicación” para referirse a la originaria
inmanencia en la que el lenguaje no comunica objetos exteriores sino al lenguaje
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mismo. En el medium el lenguaje revela inmediatamente aquello que cada cosa es,
mientras que, en ausencia de cualquier objeto exterior que lo delimite, tiene su propia e
inconmensurable infinitud. Inmediatez e infinitud son las dos cualidades del medium de
la comunicación.
La diferencia entre el lenguaje de las cosas y el del ser humano radica en que el ser
espiritual de este último consiste en nombrar. El nombre es la esencia más interior del
lenguaje: “allí donde la esencia misma de la comunicación es el lenguaje en su absoluta
integridad, allí solo está el nombre y allí el nombre está solo” (95). Dada su propiedad
exclusiva de nombrar, toda la naturaleza se comunica a través del ser humano, dice
Benjamin, con lo cual se quiere subrayar que la actividad de nombrar es al mismo
tiempo réplica y complementación de la actividad todo-creadora del verbo, exclusiva de
Dios. La complementación radicaría en el hecho de que gracias al nombre todas las
cosas aparecen en lo que ellas son, y en ello radica que el nombre, en el que se
concentra la totalidad intensiva del lenguaje, no sea una metáfora. No se trata de que el
nombre cree las cosas o las haga aparecer, tal como Dios creó el mundo. El nombre
sólo tiene capacidad de conocer y en este conocimiento se termina de desplegar la
creación: “todo lenguaje humano es sólo reflejo del verbo en el nombre. El nombre se
acerca tan poco al verbo como el conocimiento a la creación” (100). Por lo tanto, el
nombre cumple la tarea de la traducción de un lenguaje mudo a un lenguaje sonoro,
gracias a lo cual la naturaleza se regocija. Con el nombre ella se ha comunicado, si no
en su lenguaje particular, sí en lo que le es propio en tanto lenguaje que se comunica a sí
mismo. Lejos de ofrecer con lo anterior una solución satisfactoria al problema de saber
si el nombre es sólo un querer decir de algo sin que haya una existencia que se pone en
juego en ella o si es la aparición misma del objeto en lo que él es, la inclusión del
nombre como corona de la totalidad intensiva del lenguaje desplaza el problema a otro
campo. Como lo señala Dutmman, para que tenga existencia una cosa que sea ella
misma se necesita del nombre y, en tanto, la comunicabilidad debe contar con la
comunicación. De lo contrario habría una pura ausencia, que aunque Benjamin enfatiza
en otros textos, pensada en su absolutez deja de lado la noción de cumplimiento que ya
desde el ensayo sobre el lenguaje Benjamin asigna como tarea al lenguaje del ser
humano. De otra parte, la comunicabilidad no debe ser comunicada, si no quiere
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que interpretar en el sentido de que dicha exterioridad es la ilusión o el saber por fuera
del nombre.
del juicio: “El árbol del conocimiento no se encontraba en el jardín de Dios debido a las
informaciones sobre el bien y el mal que como tal era capaz de dar, sino como marca
del juicio sobre el que pregunta. Y esta enorme ironía es el rasgo distintivo del origen
mítico del derecho” (“Sobre el lenguaje”, 159)1. El árbol del fruto prohibido no da
conocimiento sobre el bien y el mal, sino una respuesta anterior a la formulación de la
pregunta por el bien y el mal; una primera posición que sólo existe una vez hay una
segunda posición, surgida por un acto imaginario y vinculante de auto-posición del
juicio. Este carácter arbitrario del juicio es retomado por el derecho, el cual no está –
según Benjamin- en función de conocer una verdad ni de impartir justicia, sino de
conservar la violencia del juicio que lo instituye. Para que el juicio se auto-conserve, el
orden de lo real reproducido por la fuerza mimética del juicio se presenta como un
orden inocente y puro que es transgredido por el ser humano, pensado como un sujeto,
alguien exterior a ese orden. Por su agresión el ser humano se convierte en culpable y
la ley lo sanciona con el fin de que el orden mítico se reproduzca nuevamente. Si el mal
tiene poder sólo en el mito es porque no algo así como una maldad metafísica en el ser
humano que lo haga eternamente culpable, sino el mal como fuerza del lenguaje en
estado caído para atrapar en sus imágenes al ser humano en una cadena de
correspondencias a las que este no se puede sustraer, si no a partir de ciertas figuras
como la del héroe trágico o en las prácticas interpretativas como las desarrolladas por el
romanticismo. Este es el mundo del mito, en el que el juicio pone además un orden
temporal. Se trata del tiempo del destino, que Benjamin califica en un texto de 1917
como “tiempo inauténtico”:
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Eric Jacobson señala lo importante de este pasaje: “El evento [comer el fruto prohibido], de acuerdo a
Benjamin, ha sido erróneamente tomado por un signo de la transgresión mundana… el árbol fue plantado
por Dios en el jardín del edén como un signo del juicio, que había existido de hecho antes de la
pretendida transgresión.” (“Metaphisics of the Profane”, 113)
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Es necesario añadir que junto a esta concepción circular del tiempo Benjamin lucha
igualmente contra una representación lineal del mismo, que si bien pertenece a la
dimensión del progreso, tiene igualmente connotaciones míticas. En la disertación se
habla de una infinitud vacía, caracterizada como una “progresión infinita” que es “una
mera función de la infinitud indeterminada de la tarea [y] una vacía infinitud del
tiempo” (134). Con estas palabras probablemente Benjamin se refiera a la filosofía
kantiana de la historia, pues tras su lectura de “Ideas para una historia universal en
sentido cosmopolita” él se queja al no haber encontrado en Kant un verdadero sentido
de lo histórico, razón por la cual prefiere cambiar a este autor por los románticos como
objeto de su disertación doctoral. El tiempo de progreso es una concepción sujeta a
deuda, pues cada presente inscrito en la cadena dentro de él es expropiado de su
potencialidad de ser un presente pleno para convertirse en lo carente de valor por sí
mismo, en aras de convertirse en medio para un fin. Ese fin puede ser conocido desde
varias representaciones. Ante ello, es importante señalar que cada representación de
esta niega aquello que promete, pues una representación del tiempo sólo es posible si en
la representación queda excluido aquello gracias a cuya exclusión ella puede surgir
como representación. Una representación de finalidad puede dar coherencia al
desenvolvimiento de los acontecimientos históricos sólo si en ellos cada acontecimiento
queda reducido al papel de cumplir con una meta2. Lo importante a retener en esta
formulación de la disertación doctoral, es que el progreso se convierte en la modernidad
en la concepción según la cual el pago de la deuda mítica puede realizarse en una escala
gradual de ascensos, tras los que las representaciones míticas serán dejadas a un lado en
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Precisamente a esta concepción del tiempo se refiere Benjamin en “La vida de los estudiantes”(1914):
“Hay una concepción de la historia que, en tanto confía en la infinitud del tiempo, sólo distingue el ritmo
de los seres humanos y de las épocas, que van pasando rápida o lentamente a través de la senda del
progreso. A esto corresponde lo inconexo, lo impreciso y lo falto de rigor de la exigencia que dicha
concepción de la historia le plantea al presente… Los elementos propios del estado final no están a la
vista como informe tendencia del progreso, sino que se hallan hondamente insertados en cada presente en
su calidad de creaciones y pensamientos en peligro, reprobados y ridiculizados. La tarea histórica es
reconfigurar en su pureza el estado inmanente de perfección como estado absoluto, hacer que sea visible,
hacerlo dominante en el presente. Pero dicho estado no habrá que exponerlo con la pragmática
descripción de los detalles (instituciones, costumbres, etc.), a la cual preferentemente se sustrae, sino que
tan sólo se pude captar en lo que es su estructura metafísica, como el reino mesiánico o la idea francesa
de la revolución” (sic, 77). Aquí Benjamin se refiere a la concepción positivista de tiempo en la que un
progresar indefinido hará que el ser humano nunca se reconcilie con algún presente dado. Esta
concepción hace que el presente mismo se convierta en carencia. Es trabajo de la crítica convertir puntos
de la realidad que hacen parte de una cadena de tiempo en la que prima el optimismo del progreso, en
torsos que revelan cuanto de “quebrado y deformado” hay en esos puntos.
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Las representaciones circular y lineal del tiempo comparten un mismo referente mítico.
Es posible pensar en un avanzar hacia una meta indefinida, a través de repeticiones de
lo mismo. Esto queda claro en un fragmento de 1921, llamado “El significado moral
del tiempo”, y en la interpretación que Benjamin hace sobre la filosofía de Fichte en la
disertación. En el fragmento aludido, Benjamin habla de una concepción de la sucesión
temporal histórica como retribución, la cual consiste en aquello que ata un presente al
pasado, pues en éste habría una deuda que debe ser preservada en las instituciones y en
las formas de consagración ceremonial que recuerdan la deuda. Allí dice Benjamin:
“La retribución es fundamentalmente indiferente al paso del tiempo, desde que ella se
mantiene en fuerza sin disolución durante siglos, y todavía hoy lo que está de hecho, en
el fondo, es una concepción pagana que se imagina el último juicio entre esas líneas”
(SW I, 286). La retribución es indiferente al tiempo, pues la deuda persigue al
condenado sin dejarle la opción de vivir en el presente pleno. Es el tiempo en el cual
“el juicio final es relacionado como la fecha en la cual todos los aplazamientos [de la
deuda] se terminan y la retribución tiene rienda suelta”. (SW I, 286) En la concepción
retributiva del tiempo, la expectativa por un juicio final es la expectativa por la
cancelación de los aplazamientos de la deuda que se difiere de presente en presente: la
expectativa por el perdón. Mas, en la concepción pagana, el juicio final no sólo no
destruye el tiempo de la retribución, sino que necesita conservarse para ser el juicio
final que es: no clausura el concepto de historia basado en la culpa ni la ley de la
retribución, sino que permite mantener todo presente en deuda. La concepción pagana
del juicio final quiere que este se realice para que cese el aplazamiento de la deuda, que
es a su vez un aplazamiento del juicio. No entiende ella que justamente una historia en
sentido retributivo descansa en tal exigencia de realización del juicio final, y que
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En una entrada de su diario en 1916, Scholem glosa un texto Bejaminiano del mismo año, “Notas para
un estudio sobre la categoría de justicia”. En este Benjamin dice que el problema del tiempo mesiánico
está relacionado con la forma en que este es medido: “los años son contables pero en contraste con la
mayoría e las cosas contables, no puede ser numerado” (Benjamin en Jacobson, 2003, 167). La glosa de
Scholem explica que el tiempo es algo que pasa, pero no linealmente. “¿Hay dirección en el contar? „La
dirección consiste en dos objetos de líneas diferentes‟… el tiempo seguramente es pasar, pero, ¿está
dirigido?” Si el tiempo tiene huecos, momentos separables y fragmentos que se repiten, dice Jacobson,
entones los años entran en relación de coherencia entre sí, pero no en orden numérico. En sus “Tesis
sobre el concepto de justicia”, una glosa más profunda al mencionado documento de Benjamin, Scholem
dice que “la idea del juicio divino sobre el mundo significa: el juicio final. Cada esfera, en la cual la
aparición del juicio final es pospuesto indefinidamente, es justicia –la indiferencia al juicio final”
(Scholem en Jacobson, 2003, 176).
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Si alguna revista podrá realizar tal forma de tratar el lenguaje, eso es seguro que no será
Der Jude; en su lugar, Benjamin tiene en mente El Ateneo, la revista del círculo
romántico de Jena, encabezada por los hermanos Schlegel. Los románticos habrían
descubierto una escritura objetiva y sobria que rechaza una relación causal entre idea y
acción, esto es, una positivización de una idea en medio del mundo de la
referencialidad. Para ellos, el lenguaje sería una manifestación simbólica de lo
indecible en la materialidad de la palabra: “Sólo la orientación intensiva de la palabra
hacia el centro de su propia pérdida de discurso penetra en la verdadera efectividad…
no hay otro camino capaz de llevar a lo divino que a través de ella misma y en su propia
pureza”, dice Benjamin en la carta a Bubber. En la disertación doctoral, la exigencia de
un lenguaje que libere su verdad de las redes del lenguaje referencial se encuentra en el
punto de interrupción o de cesura que Benjamin ubica en medio de sus prácticas
interpretativas textuales, y que remiten directamente al concepto romántico de crítica de
arte [poesía]. Este punto de interrupción revela así mismo una manera de pensar el
continuum histórico como un presente del infinito devenir.
Si bien la carta a Bubber motivó el hecho de que Benjamin fuese criticado por poseer
cierta concepción pasiva en asuntos políticos, la negativa a inmiscuirse en temas del día
en medio de los acontecimientos de la Gran Guerra, dicha pasividad tiene su núcleo en
su lucha contra el mito. La negativa de Benjamin al “actuar políticamente”, en primer
lugar, obedece a que el “actuar” en general puede ser inscrito dentro de la lógica de una
autorrealización de la humanidad a la que no corresponde en realidad alguna meta que
de sentido al tiempo, sino la “indeterminada tarea” a través del avanzar en “la vacía
infinitud del tiempo”. En la noción de progreso Benjamin critica la idea de un avanzar
hacia lo mejor, en un acercamiento infinito hacia el ideal inscrito en el género humano.
Benjamin no critica a la teleología porque discuta la existencia de un fin a ser realizado
por la humanidad, sino porque ella, como representación de ese fin, es de por sí ya
exclusión de la experiencia histórica en toda su singularidad. Con palabras de Schlegel,
Benjamin caracteriza tal actuar como un “vano esforzarse”, un trasegar “sin pausa
(Standstill) ni centro” (135). Benjamin rechaza la actuación encaminada a cumplir con
un programa político cuyo fundamento es una idea que debe transmitirse a través del
lenguaje y motivar a la acción, pues tal exigencia contiene un falseamiento de principio.
Se trata de tender hacia un fin que como tal es producto de un acto de denegación de la
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palabra en la palabra y por tanto una representación mimética que está en lugar de algo
excluido en la palabra misma.
dioses, en el caso de la manía divina, puede componer poesías elevadas, distintas a las
mediocres, propias de los poetas que se basan en la techné y no en la inspiración de las
Musas. La idea de la manía de Platón esconsiderada por Benjamin como una
fetichización mítica del sujeto, pues exalta la vida en términos de una fuerza que debe
ser experimentada en la interioridad y a partir de la cual se deriva la creencia en que la
realización de una identidad nacional es una obra por realizar. La tradición filosófica
aludida es la del propio editor de las obras de Hölderlin, Hellingrath, y la del círculo de
Georg Steiner, pero en términos más generales, la de la llamada Lebensphilosophie4.
Benjamin observa que en su contexto el romanticismo ha sido el ámbito de ideas
estéticas que se extiende a la política reclamando tal comprensión mítica del sujeto
como condición de un renacimiento y rejuvenecimiento de Alemania. Aún antes de su
adhesión al marxismo, tras la cual sus textos encaran directamente el fascismo,
Benjamin ya arroja elementos de comprensión del fascismo en su etapa idealista. Y ello
se ve en la disertación doctoral en la medida en que él asocia las interpretaciones
románticas de la Lebensphilosophie con un nacionalismo y un concepto de experiencia,
que ante sus ojos son una falsificación peligrosa. Por contraposición, en su disertación
doctoral Benjamin pretende mostrar un romanticismo que no se reconcilia con el sujeto
mítico, con la figura del héroe ni con la idea de ebriedad dionisiaca. En su lugar, se
trata de un romanticismo amigo de lo sobrio, y en ello radica un núcleo crítico en contra
del fervor nacionalista que aclama por una transformación radical del mundo, partiendo
de una filosofía de la vida concreta.
Benjamin sigue una línea común en las historias del romanticismo al concebirlo como
una derivación de la filosofía de Fichte, por la cual sienten atracción, pero de la cual se
distancian introduciendo ciertos postulados propios. Sin embargo, su reconstrucción del
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Martín Baigorria (2011, 49) en su texto sobre la relación entre Benjamin y Hölderlin describe esta
tradición: Hellingrath, el editor había logrado rescatar la obra de Hölderlin del olvido, depositándola en el
centro de la atención literaria. Esta empresa fue llevada a cabo mediante una interpretación mítico-
sacralizante, según la cual Hölderlin era el poeta de la “Alemania secreta” [Geheimnis Deutschland], un
“visionario” [Seher] que había elegido mantenerse apartado del mundo con el fin de anunciar el
verdadero destino de los alemanes.
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Ahora bien, no sólo Benjamin utiliza a los románticos para criticar en Fichte un tiempo
vacío del progreso y de la repetición, sino que estos a su vez son objeto de crítica. Y
ello, en la medida en que Benjamin pretende depurar a los románticos de toda base
desde la cual pueda entablarse una interpretación suya proclive a la Lebensphilosophie.
Tras su crítica a Fichte, los románticos construyen su propia idea de subjetividad de una
manera con la cual Benjamin entra en tensión, pues si bien ya no se trata de la idea
fichteana del yo, se trata de la idea de sujeto como obra de arte absoluta. Si Schlegel
exige un Reino de Dios en la tierra como abolición de la teleología y reclama un
cumplimiento de la idea o el estado mesiánico consumado a cada momento de la
existencia, dicha exigencia es ambivalente porque también tiene la pretensión de una
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a. Crítica a Fichte
Para comenzar a entender la relación entre Fichte y los románticos, es necesario ver que
en el debate entre realismo e idealismo, Fichte concibe el mundo como un producto de
una actividad incondicionada, llamada yo absoluto. No existen cosas en sí, sino cosas
producidas por esa actividad, que de otra parte tampoco es un sujeto en sí, anterior a la
acción misma. Es la propia acción absoluta en la que no cabe partición alguna entre
objeto y sujeto, y Fichte piensa que se puede tener conocimiento de ella, esto es, que la
conciencia se puede cerciorar de que es producto de esa actividad absoluta, la cual no
difiere esencialmente de su ser conciencia. Según Benjamin, Fichte propone 2 formas
del conocimiento de lo absoluto. En un primer momento, Fichte dice que la identidad
de la conciencia consigo misma es mero pensar del pensamiento, una inmediatez en el
sentido de que no tiene objeto o contenido más que la forma misma del pensamiento en
la que “el ojo sólo ve al ojo”, como dice Novalis. Carente de otro objeto más que el
pensamiento mismo, la reflexión es inacabada, pues hace “de cada reflexión precedente
un objeto de la siguiente”, en un continuo traspaso (Übergang) entre formas de la
conciencia. Dicha concepción fichteana impresiona hondamente a los románticos y de
allí ellos formulan lo que Benjamin llama, no sin un acento peyorativo, “formalismo
radicalmente místico” (Benjamin, 45).
Que la reflexión no sea aniquilada quiere decir que ahora todo contacto inmediato del
pensamiento consigo mismo se da en función de un supuesto ontológico al cual se
refieren todas las representaciones, como no sucedía en el primer momento, cuando la
reflexión no tenía más objeto que el pensamiento mismo. En su glosa a esta parte de la
argumentación de la disertación, Menninghaus señala que, según Benjamin, para Fichte
el sí mismo sólo lo es en referencia al yo, y por ello la reflexión existe únicamente con
el poner y como consumación y salto del acto de poner hacia el yo que pone,
demandado por la contraposición ejercida por el no yo (Menninghaus, 2002, 31). Con
el acto del poner, la reflexión, en otras palabras, lo es de un algo que se torna en su
presupuesto gracias a la significación auto-referencial en que queda atrapada su propia
27
actividad infinita como reflexión: “de la totalidad de lo real, Fichte ve sólo al yo como
fundamento desde la reflexión sobre sí mismo, lo cual significa que no sólo se pone a sí
mismo; él se pone a sí mismo como poniéndose a sí mismo, y más aún, para sí mismo”
(Menninghaus, 2002, 31). El resultado consiste en la auto-posición del yo que da lugar
a una actividad auto-referencial en la que todo lo existente está puesto en aras de la
representación del representante. De esta manera, el yo queda atrapado en su mismidad,
que no es más que la constante repetición de sí en su vaciedad, a la cual alude Schlegel
en un fragmento citado por Benjamin: “si el pensamiento del yo no es uno con el
concepto del mundo, puede decirse que este puro pensar de lo pensado del yo conduce
sólo a un eterno auto-reflejarse, a una infinita serie de imágenes reflejas, que siempre
contienen lo mismo y jamás nada nuevo” (62). Este eterno reflejarse a sí mismo que
jamás contiene nada nuevo recuerda el carácter del juicio arbitrario, según el ensayo
sobre el lenguaje, pues pone toda la realidad y al sujeto en función de su propia
conservación. Hegel sería el filósofo que consuma la “dialéctica del poner” (60) y a su
vez es calificado en la correspondencia de Benjamin en la época como un “espíritu
violento… de la peor clase” (Correspondencia, 115). Indudablemente, para Benjamin
esta violencia descansa en la arbitrariedad con la que la lógica de la identidad tiende
absorber el mundo bajo su representación.
El primer paso con que los románticos procuraron su propio concepto de la reflexión
consiste en suprimir la determinación ontológica particular que se da en la posición,
según Fichte (54). Para ello, parten del mero pensarse a sí mismo, esto es, el sí mismo
no será pensable sólo en relación al yo, sino a la totalidad de lo real que no es concebida
como sustancia sino como entidad pensante. Ahora bien, liberada de la posición del yo
que en su auto-referencialidad se deroga para sí el “sí mismo”, la reflexión tiene un
carácter de infinitud e inmediatez, que conforman lo que en la disertación se llama
“medium de la reflexión”. Fichte contempla en el Concepto de la Doctrina de la
Ciencia un primer nivel de reflexión, que corresponde a las determinaciones del
pensamiento desde el cual este concibe los objetos empíricos. El segundo nivel de
pensamiento consiste en la forma canónica de la reflexión, a través de la cual el pensar
retorna sobre sí de manera espontánea como su autoconciencia (53). Liberada de la
primera posición, la reflexión toma un curso inarrestable y entonces el tercer nivel toma
la forma de un pensamiento del pensamiento del pensamiento…Sin embargo, antes que
una recaída en la misma progresión al infinito de la cual se quiere sustraer Fichte, los
románticos piensan, como queda dicho, en una infinitud cumplida a cada instante. De
esta manera, Benjamin utiliza los paréntesis al momento de formular el tercer nivel de
reflexión en manos de los románticos:
5
El cuadro de Escher “Manos que dibujan” puede ilustrar la idea de un tercer nivel de reflexión. Se trata
de la paradoja de una mano que pinta la mano por la cual está siendo pintada. Al momento de
determinarse como sujeto de la acción de dibujar cada mano es a la vez el resultado de tal acción, objeto
mismo del dibujo. De tal manera que cada mano dibuja a la otra al tiempo que la des-dibuja para dar paso
a una galería de imágenes reflejas, que puede pasar a un nuevo nivel cuando se considera también la
mano del dibujante, Escher.
30
Benjamin dice que los románticos determinaron en su teoría estética “el medium de la
reflexión” como el “medium del arte”, y a este lo llamaron igualmente “idea del arte” o
simplemente, “arte”. El arte sería la determinación del medium de la reflexión más
fructífera que conocen los románticos, lo cual hace parte de un presupuesto axiomático
de ellos: “sería del todo errado buscar en los románticos una razón particular por la cual
contemplasen el arte como medium de la reflexión” (97); se trata de un “credo
metafísico romántico” que consiste en pensar el arte como prototipo del medium de la
reflexión. Antes de referir este tipo de infinitud es preciso decir que, no obstante, este
31
Sin embargo, que el “medium del arte” sea llamado idea obedece igualmente al
problema del idealismo especulativo y del romanticismo, los cuales sintieron un
profundo anhelo de resolver la contradicción dejada por Kant, entre la posibilidad
racional de una intuición intelectual y su imposibilidad en el ámbito de la experiencia
(42). La intuición intelectual sería algo así como el conocimiento y no el pensamiento
de una idea, y obedecería al deseo de traer lo absoluto e incondicionado -que en Kant
son las ideas de Dios, alma y mundo en su función meramente regulativa-, a lo
condicionado en la experiencia. En términos románticos, obedecería al intento de
representar lo absoluto en lo finito. Ello resulta evidente en el anhelo de una intuición
del yo, que en Kant es solamente un acompañante de todas las representaciones, carente
de sustancia, y reducido a la función de síntesis. El paso al idealismo es descrito por
Jean Luc Nancy y Lacoue Labarth (1988, 33) como “la conquista de la posibilidad del
auto-reconocimiento del Ideal como la propia forma del sujeto… o como su
autoconciencia”, lo cual se da en una “voluntad de un sistema” que no está presupuesto,
32
sino “por hacer”. Este paso presupone en Fichte “la conversión del sujeto kantiano [sea
teórico, moral o estético, según lo aclaran Nancy y Labarth, A.C.] en la idea de un
sujeto absolutamente libre y por tanto consiente de sí… como posibilidad del sistema”,
y su corolario, a saber, la posición del mundo como creación u obra del sujeto. Como
se vio, el romanticismo imputa a Fichte el fracaso del intento de construir un sistema
por vía especulativa y por ello inaugura su teoría de la reflexión, en la que la categoría
de sujeto como posición es puesta en entredicho. Sin embargo, esto no descarta que el
romanticismo tenga también una pretensión de sistema, sino que dicho sistema se
realizaría por vía estética, de tal manera que la idea de belleza sea la culminación de la
filosofía. En este punto, el romanticismo critica la idea de sujeto implicada en este en el
proyecto idealista, pero a la vez puede crear una idea de subjetividad más refinada,
definida por los filósofos franceses, influenciados por la disertación doctoral de
Benjamin, como “sujeto obra”. La presentación de la Idea, que es el carácter absoluto
del sujeto, es presentación de la Idea como la Idea bella (35), y por tanto, del sujeto
como obra absoluta, no dada de una vez, sino como proceso puesto en marcha.
Que el medium del arte sea entendido como Idea apunta a este carácter del
romanticismo que intenta revivir la idea de una subjetividad como totalidad o como
representación de la idea misma. Benjamin se queja de lo que podrían llamarse, sin que
él utilice aquí la expresión, “estetización” romántica de todos los ámbitos de la
existencia. Su disertación es el primer estudio en señalar las pretensiones sistemáticas
de los románticos, para lo cual no cuenta la construcción lógica del sistema en sí, sino
“el espíritu del sistema” (Benjamin, 69). De esta manera, una vez los románticos
sustituyen el yo absoluto por el medium del arte, este puede nuevamente intercambiarse
por la historia, y de allí, por la historia de una humanidad en continuo
perfeccionamiento, tal como lo dice Schlegel:
Como bien lo explica John MacCole en su libro Benjamin and the Antinomies of
Tradition, Benjamin lidia en la reconstrucción del concepto romántico de crítica de arte
con una paradoja metodológica en el seno de la propia teoría de la reflexión. Por un
lado, la crítica eleva la conciencia de la obra, no por grados, sino al absoluto mismo,
esto es, descubre lo absoluto en ella y la lleva así a la propia idea del arte. Y de otra
parte, la obra es disuelta en el medium de la reflexión que luego es llamado el
“continuum de las formas”. Este es el momento destructivo de la crítica, caracterizado
por las expresiones Aflösung y das Zerstörende (MacCole, 1993, 97). La paradoja
metodológica consiste en que la obra conlleva en sí misma tanto el momento de su auto-
complementación como el de su autodestrucción. Esto no obstante, Benjamin aclara
que para los románticos el concepto de crítica tiene un valor primordialmente positivo:
“el momento de la autoinmolación, la negación posible de la reflexión carece de peso,
por tanto, frente a la cabal positividad de la elevación de la conciencia en quien
reflexiona” (Benjamin, 103).
Ante ello, Benjamin se toma la tarea de desarrollar el momento negativo del concepto
de crítica, no como un momento introducido externamente a ella, sino como uno que se
deriva de su propia teoría de la reflexión, y del cual no se puede dar cuenta si no se
ejerce cierta violencia crítica destructiva en sus planteamientos: “determinar la totalidad
del alcance filosófico de este planteamiento en su aspecto positivo y también en el
negativo, es una de las principales tareas de este trabajo” (Benjamin, 116). De hecho,
un momento negativo en ella ya ha sido introducido por el autor a propósito del medium
de la reflexión, cuando habla de la transición entre las distintas reflexiones como un
“salto”, o bien, de los paréntesis del tercer nivel de reflexión. En estos paréntesis, como
se verá, se rompe la idea de una continuidad entre los niveles inferiores y los superiores
de la reflexión, basada exclusivamente en un incremento positivo de auto-conciencia en
36
la reflexión. Sin embargo, y este es el punto determinante, Benjamin dice que en último
término el aspecto negativo tanto como el positivo deben coincidir en el concepto
romántico de crítica: “… la crítica no es, en su intención central, juicio; sino, por un
lado, consumación, complementación, sistematización de la obra; por otro lado, su
resolución [Auflösung, disolución, liquidación, desvanecimiento, A.C.] en el absoluto.
Como se demostrará, ambos procesos coinciden en última instancia” (Benjamin, 117).
las obras. En ello, la ironía formal, como se verá, está inmiscuida en el trabajo de la
crítica que, como se decía antes en un pie de página, separa los puntos de la realidad que
hacen parte de una cadena de tiempo en la que prima el optimismo del progreso, pero
también el mundo de la inmediatez propia del mito, en torsos que revelan cuanto de
“quebrado y deformado” hay en ellos.
del orden, revelación de su dependencia absoluta de la idea del arte” (126).El exceso
semántico teológico de este fragmento y el escaso desarrollo a nivel de comentario por
parte de Benjamin en torno a este mismo exceso, hace que el pasaje deba ser
confrontado con otros lugares textuales en los que el autor alude a las preguntas arriba
formuladas. Como propuesta de este trabajo, dicho exceso de significado teológico con
respecto a la ironía formal cobra sentido si este se lee desde la forma alegórica de
significación tal como el autor la desarrolla en El origen del drama barroco alemán
(1924). Pues el momento negativo de la crítica en la disertación ya apunta a la idea de
la crítica de arte expuesta en el libro sobre el drama barroco como “mortificación de las
obras”, mientras que el resto de ilusión que sobrevive a la destrucción apunta a la
manera en que la consideración alegórica del mundo convierte bajo su mirada las ruinas
en eternidad. El desarrollo de la ironía formal en su relación con la forma alegórica
aclarará las preguntas arriba mencionadas en torno a la relación entre la destrucción de
la ilusión de la obra [aquí también Benjamin habla de su “muerte”] y un orden
trascendente que surge de esta destrucción.
habrá de culminar; pues de la muerte del individuo… florece… la figura del todo”
(125). En principio, parece que esta idea de muerte es positiva, pues la muerte
funciona aquí como aquello que permite dotar a lo terreno de un significado
trascendente, de tal forma que la historia del individuo queda incorporada en una
escatología en la que la muerte apropia un sentido. En sentido general, esta
interpretación de la muerte puesta al servicio de una eternidad de más allá es propia del
cristianismo. Sin embargo, si se interpreta la cita de Schlegel y el pasaje entero sobre la
ironía formal a partir de la forma alegórica de significación a la que esta arrastra la obra,
se verá un sentido distinto de la relación entre muerte y eternidad. Uno en el que la
muerte no puede apropiar sentido, gracias a lo cual puede darse el comienzo de una
nueva forma de pensar lo histórico que se aleja de la escatología, en lo que esta tiene
que ver con el sentido con que se dota un plano temporal, perecedero y carente de valor
por sí mismo, a manos de un plano eterno, en el que reinan valores inmutables.
La alegoría es la forma de expresión más propia del lenguaje en su estado caído, pues la
manera en que ella imbuye de significado exterior a un material muerto es expresión de
la arbitrariedad y el carácter abstracto del juicio, que nacen con ocasión del pecado del
espíritu lingüístico, y tiene la culpa como raíz de su vaciedad significante: “al
significante alegórico, la culpa le impide alcanzar en sí mismo la realización de su
sentido. La culpa no sólo acompaña al sujeto de la observación alegórica, quien
traiciona el mundo por amor del saber, sino también a su objeto de contemplación”
(1990, 221). Esto es, la alegoría es la forma de significación que entra en la
consideración de un saber por fuera del nombre, gracias al cual la naturaleza también es
arrastrada al reino de la culpa y la muerte. Cada objeto que ella toma para producir
significado es lo carente por sí mismo de toda significación, y a su vez, en su
consideración alegórica anida la ilusión que espera porque en algún momento el
significado del cual es portador coincida plenamente con su ser mero significante, lo
que Benjamin llama “la espera permanente de un milagro” (1990, 171). Esta espera es
de por sí el efecto de la ilusión propia de la consideración alegórica del mundo, que se
encuentra bajo el hechizo de las promesas de Satán: la ilusión de la libertad, la ilusión
de independencia y la ilusión de lo infinito. Para hacer gala de su libertad y su
permanente apuntar hacia lo infinito, la alegoría se sirve de la esencial disparidad entre
40
inarrestable decadencia adquiere su rostro más propio en una calavera y en esta figura,
la más sujeta a la naturaleza:
que caracteriza el 'milagro': la muerte que todas las indicaciones muestran ser
finalmente lo significado, deviene ella misma un significante" (Coward, 1981, 118).
Como significante, la alegoría ya no es convención, sino expresión inmediata de la
historia, toda vez que lo efímero en ella no es más el receptáculo de una significación
exterior y arbitraria, sino que se vuelve alegoría, tal como lo interpreta Benjamin en las
innumerables imágenes barrocas del Cristo crucificado: “En esta imagen la caducidad
no aparece tanto significada o representada alegóricamente, sino significando ella
misma, ofrecida en cuanto alegoría: en cuanto alegoría de la resurrección” (Benjamin,
230).
por una voluntad de descubrir elementos del fin del mundo… en el más profundo centro
de los fragmentos históricos de experiencia mismos” (Pensky, 83).
Benjamin cita a Hausenstein para mostrar la manera en que el arte barroco obedece a
esta conciencia histórica: “el barroco es el arte de las mínimas distancias… para volver
rápidamente y con mayor seguridad a la sublimidad de la forma y las antesalas de lo
metafísico se busca el contrapeso en la esfera de la más vívida actualidad” (270). El
arte barroco, así como el resto de ilusión que mantiene la obra después de la violenta
destrucción a manos del rayo de la ironía, tienen en común que conciben la metafísica
del significado como un error, la “traición el mundo por mor del saber”, pero
igualmente descubren que este mismo error puede hacer parte de un continuo
descubrimiento e invención de la historia. Como lo dice Coward, el ennoblecimiento de
los objetos en la alegoría no los salva de su muerte, y por ello, esta no es una
regeneración dialéctica, “sino la ironía –la risus sardonicus” (118). Pues el triunfo
supremo de la alegoría consiste en que en su momento de mayor anhelo por la ausencia
hay una cierta presencia, ella misma con su rostro iluminado por la divinidad y en tanto
redimido. Pero es una presencia que sólo se da en el rostro de la muerte y en la duda,
dice Benjamin. La paradoja y la ironía tienen la última palabra: la alegoría es
testimonio de aquello que se sabe que no puede ser, gracias a la propia des-ilusión que
ella conlleva. Así como el mal es alegoría, también lo es la visión del mundo redimido,
o en otras palabras, así como la alegoría des-ilusiona del mal, también des-ilusiona del
paraíso, de la “economía de la salvación”. El único cambio entre una y otra
consideración es la cualidad de la ficción o la ilusión que ella siempre es. La desilusión
de la alegoría es un salto desde la fidelidad a la contemplación de las osamentas hacia la
infidelidad en la resurrección. Para Coward, este salto es equiparable a la interrupción
de la ilusión de una obra a manos de una ilusión superior: “en el drama alegórico esta es
concomitante con la ruptura del pacto ficcional de consistencia en el nivel del realismo
a través de la introducción repentina del autor de una ficcionalidad más alta” (1981,
119). Esta ficción superior no es aquella que participa de la ilusión de totalidad, sino la
que sobrevive, como un resto, a la destrucción de dicha ilusión. Lo irónico de la ironía
es que esta es la realización de la salvación como una no realización o la realización de
44
El núcleo eterno que encuentra la ironía formal en la obra no es lo que no muere nunca,
sino la manera en que la muerte permite una visión de la historia que ya no se sostiene
en una apariencia de totalidad sino en la manera sobria de descubrirla una y otra vez en
la mirada directa de las ruinas, de los fragmentos de la historia y de la composición
artística como significante.La “negación de la reflexión” que opera en la ironía como
ejemplo del carácter negativo de la crítica, según los románticos, es la negación de un
significado trascendente contenido en el fragmento, el cual debería salir afuera en la
potenciación de la conciencia de sí o auto-superación del mismo. Es la muerte de la
obra, gracias a la cual puede florecer la naturaleza del todo, si este todo ahora es
entendido como el orden trascendental en lo inmanente o el continuo devenir de
construcción y destrucción de lo histórico. En otro fragmento de Schlegel, citado por
Benjamin en la disertación con respecto a la ironía forma, se dice: “debemos elevarnos
sobre nuestro amor propio y ser capaces de aniquilar en el pensamiento aquello que
adoramos, si es que no nos falta… el sentido para lo infinito” (125). Esta infinitud no
es el más allá eterno, sino el orden de destrucción y creación en el que se afirma ahora
la consideración de lo histórico. La irónica vuelta al significante en la que la
subjetividad se conoce en toda su vaciedad es la aparición del misterio del orden; la
forma objetiva de la obra en la que la significación no depende del genio creador, sino
del no significado de la obra, tras el cual esta puede ser una ilusión propicia a develar un
aspecto del mundo profano no reconciliado con la metafísica de la significación, que
siempre pone el valor de lo histórico en relación a un más allá.
En el ensayo de 1921 sobre la violencia Benjamin critica la idea propia del derecho
natural, según la cual la violencia puede ser legítima como medio en cuanto esta
obedece a fines justos. Para Benjamin, la violencia no sería un medio, sino una
manifestación, tal como sucede en el hombre colérico, cuyas manifestaciones cargadas
de violencia no persiguen un fin preestablecido, pero tampoco son exentas de una
significación con respecto al derecho. La significación que reviste esta manifestación
inmediata de violencia es más perceptible, según Benjamin, en el mito. Allí se revela
que dicha a dicha manifestación le es indiferente el problema de la legitimidad o
ilegitimidad de la violencia como medio, y que más bien debe entenderse como una
voluntad y como poder que funda un derecho así como los ordenamientos que lo
conservan en aras de la conservación del propio poder. El significado de tal
manifestación sería más perceptible en el mito, pues en él el dios muestra su furia como
una pura manifestación de su voluntad que recae sobre el viviente, no como ofensa de
un derecho ya instituido, sino precisamente para instituir un derecho. Benjamin explica
lo anterior a través del mito de Níobe, quien en un acto de Hybris se burla de la diosa
Artemisa por haber tenido apenas dos hijos, frente a los 10 que ella parió. En un acto de
venganza, Apolo permite que Artemisa se encargue de asesinar a todos los hijos de
Níobe, mientras ella es convertida en una roca. Con ello, se demuestra que “esta
46
violencia no es estrictamente destructora”; “si bien somete a los hijos a una muerte
sangrienta, se detiene ante la vida de la madre, a la que deja –por el fin de los hijos- más
culpable aún que antes, casi un eterno y mudo sostén de la culpa, mojón entre los
hombres y los dioses” (132). En su forma general, este mito incluye todos los
elementos de la culpa trágica. La soberbia o la Hybris desde la que Níobe reta a los
dioses la coloca en un enfrentamiento con el destino, en el cual ella necesariamente sale
perdiendo. Dentro del contexto de la culpa trágica, esta Hybris es paralela a la violencia
como manifestación inmediata en la figura del hombre colérico, que si bien Benjamin
cita a la pasada a manera de ejemplo, resulta totalmente significativa en la comprensión
de la violencia fundante de derecho como mito. La cólera y la soberbia, como Hybris,
remite a lo que Benjamin llama en la disertación doctoral “éxtasis” y “manía”. Son, por
decirlo así, el correlato de la manifestación inmediata de la voluntad del dios en el
viviente. A través de ellas el dios procede a cargar con culpa al viviente y a someterlo a
los ordenamientos del derecho, pues un tema clásico de la culpa trágica consiste en la
locura que los dioses envían al héroe como puerta de entrada a su perdición. “La idea
de que los dioses gobiernan todos los asuntos humanos, no necesariamente de forma
bondadosa o para nuestro bien, es básicamente griega. „Apolo era estas cosas‟, dice
Edipo, cuando acaba de cegarse. Este pensamiento valía particularmente para la
tragedia, y con especial frecuencia en relación con la locura. En épocas posteriores la
locura fue vinculada a menudo a la transgresión de la ley divina. Pero en la tragedia
griega se destaca la posibilidad, que se refleja incluso en el pensamiento cristiano, de
que los propios dioses pueden causar esa transgresión” (Padel, 2009, 30). Como lo
explica Ruth Padel, la locura animaliza a quien le cae encima. Io, a quien los dioses
envían el tábano (que debe ser entendido como el aguijón el oistros o el frenesí), es
convertida en una vaca, mientras que la manía, entendida como un poder mental
intensificado, tiene como resultado la avidez por matar, tal como sucede en Heracles
cuando asesina a sus hijos y en Ayax cuando degüella coléricamente todo un rebaño de
ovejas al que ha confundido con los soldados griegos (56). La animalización del héroe
es la reducción a la que conlleva la locura, gracias a la cual este puede cometer la
transgresión o el crimen, por el cual luego será condenado a la culpa y al castigo. Esta
animalización corre paralela a la división entre una parte meramente física y otra
47
Solamente con el Fedro de Platón el término “manía” se cargó con un sentido positivo,
pues para este significa un “bello frenesí”, genialidad dispuesta a la producción de
poesía elevada. Mientras en la tradición trágica la manía es en sí misma una marca de
la fatalidad y la desgracia, para Platón –en el caso de la mania poetiké- esta se convierte
en ebriedad sagrada o bendición de los dioses, gracias a la cual al poeta le son reveladas
verdades divinas a través de las musas. “Por supuesto que hubo otros antes de Platón
que relacionaron la inspiración poética, así como la profética, con la locura. Destaca
Demócrito, quien dijo que los mejores poemas se hacen „con frenesí divino y aliento
sagrado‟. Una vieja idea que compromete profundamente a Platón, quien en otra parte
dice que los poetas no saben de qué hablan ni lo que están diciendo. La poesía no se
debe a nosotros, sino a una „Musa que están en nuestro interior‟” (Pader, 2009, 149). Es
evidente que en la manía de Platón hay un desplazamiento de la relación entre el héroe
trágico y su destino a la del poeta frente a la labor del poetizar. Con ello en claro, en
este trabajo se afirma que Benjamin concibe la figura del poeta frente al poetizar en
analogía con la figura del héroe trágico frente al destino sancionado por la
manifestación inmediata de la voluntad del dios, la cual encuentra su correlato en la
manía. El poeta adecuado para comprender el mito desde la relación entre el poeta y su
obra es Hölderlin, pues un tema común de su poética consiste en la disposición del
estado de ánimo poético que arrastra al poeta a su perdición, y que deberá ser superado
a través de ciertas formas de cálculo de las tonalidades y patrones rítmicos en el poema.
En Hölderlin, las reflexiones sobre el poetizar no son meras reflexiones sobre la manera
48
En el análisis que Benjamin parte de un concepto que hace parte del concepto de “lo
poetizado”, ya implicado en su aproximación al concepto romántico de crítica, aun
cuando allí no se desarrolla la teoría de la reflexión. Lo poetizado obedece, según
Hansen (2002) a “la estructura no mimética, la red del mundo o más bien el cosmos
sincrético en el que la semántica, la fonética, la estética y el reino ético están conectados
entre sí” (150). Lo poetizado, dice Benjamin, es un concepto límite toda vez que en él
se encuentran poema y vida en una espacial correlación, tal que el primero no es un
mero mecanismo artificial sin vida, ni ésta un mero naturalismo, sino la idea de la tarea
a la cual aspira todo poema. “Lo poetizado debe ser entendido como el prerrequisito del
poema, como la estructura espiritual-intuitiva del mundo, de la cual el poema testifica.
Esta tarea, este prerrequisito, será entendido aquí como el último fundamento del
análisis” (105). Para Benjamin, lo poetizado es una tarea, puesto que a pesar de que se
encuentra en el poema como un a priori que le da su necesidad de existir, no se
encuentra dado con anterioridad a la crítica, sino que esta debe consumarlo. Al
consumar lo poetizado como ideal a priori en el poema se cumple una tarea, cuyo ideal
es la vida. La vida, podría decirse, es lo poetizado mismo, a lo cual la crítica aspira de
modo siempre infinito, no por mor de la infinitud de la tarea de raigambre kantiana, a la
cual Benjamin considera como una suerte de infinito malo, sino porque cada elemento
considerado del poema cobra individualidad en tanto ponga en movimiento una serie
infinita de otras unidades funcionales, un fenómeno que Benjamin captura con el
término “series” (Hansen, 2002, 152) y que se transparenta en el ritmo del poema.
49
Benjamin se refiere a través de la palabra “Gestalt” (figura), de tal modo que la crítica
debería sacar esta figura, consumarla, en razón de dar testimonio de la verdad del
poema que es la esencia misma de lo poetizado. Según Lacoue-Labarth, Benjamin
utiliza este término por dos razones. En primer lugar, a través de él enuncia que la vida
como ideal de la tarea poética es una vida pensada poéticamente: “Lo poetizado, en
tanto Gestalt, es una figura de la existencia. O lo que apunta a la misma cosa, vida
(existencia) – en la medida en que la tarea del poema es testificarla- es ella misma, en su
verdad, poética. Un poema puede decir, en verdad, que nosotros existimos en verdad.
Lo que es decir, poéticamente. „Plenos de valor, pero poéticamente, habita el hombre
sobre la tierra‟” (Lacoue-Labarth, 2002, 172). Esto es, la Gestalt es el ideal del poema
en cuanto vida pensada poéticamente. No se trata de poetizar la vida o de estetizarla,
sino de pensarla como aquello cuya verdad se presenta sólo como verdad de lo
poetizado, lograda individualmente en cada poema singular a través de su propia
Gestalt. En segundo lugar, consciente de las implicaciones de este término para la
Lebensphilosophie, Benjamin querría hacer una movida sobre su significado con el fin
de “deconstruirlo”, a pesar de que, según Lacoue-Labarth, este término no estaba a
disposición del autor. Benjamin llama a la Gestalt o la figura singular que constituye lo
poetizado lo “mítico”, en el sentido de que la vida interna del poema se realiza de
acuerdo a las absolutas conexiones y relaciones que dan al poema una especial
intensidad: “lo míticos, que es lo poetizado o lo que es lo poetizado- es existencia
misma en su configuración o su figurabilidad. Por lo cual un poema es en último
término un gesto de la existencia, un gesto con la mirada de la existencia” (172) En la
primera versión del poema, “Coraje de poeta”, esa figura singular, lo poetizado, es
coraje, que no es un tropo mítico, sino mitológico. Por mitológico Benjamin entiende la
conducción del tema del poeta héroe quien enfrenta el peligro de la misión de mediar
entre dioses y humanos, a través de una reconstrucción mimética de los referentes del
mundo griego clásico. En esta versión el dios es nombrado alegóricamente, sin ironía,
ni se alcanza a presentar la esencia del destino del poeta en su vocación de poetizar para
su pueblo desde la vida de lo poetizado, pues el coraje lo impide. O bien, la manera
como el coraje se presenta en esta versión impide que el poema testifique la verdad de
la vida, pues esta ha sido sustituida por “un sentimiento inmediato” de la misma. En el
50
…el mito del poema se encuentra impregnado por lo mitológico… Y es que el mito es
reconocible en la unidad interior de dios y destino, bajo el imperio de Ananké. Un
destino es sin duda el objeto de Hölderlin en la primera versión de su poema: a saber, la
muerte del poeta. Hölderlin canta las fuentes del coraje para dicha muerte. Y esta
muerte es el centro del que debería surgir el mundo mismo del morir poético. En cuanto
a la existencia de ese mundo, sería coraje de poeta. (Benjamin, 2002, 112).
“Coraje de poeta” ello es notorio en la medida en que los dos mitemas centrales están
conformados por la figura de la parca ante la cual se doblega el poeta y por la analogía
entre este y el dios sol, Apolo, quien “a ricos y pobres da (gönnt) su gozosa luz/ y,
mientras el tiempo huye, nos ayuda,/ efímeros como somos, a seguir en pie/ con su
andador dorado, así como nosotros/ guiamos los pasos infantiles” (Hölderlin, 1977,
193). Después de “regalar” el día a los efímeros, el sol decae, “cuando llega la hora, es
esperado,/ …. Sabiendo que todo es pasajero,/ va declinando, con ánimo invariable”
(193). Así mismo el poeta canta e ilumina brevemente a su pueblo para luego declinar
como resultado necesario de su misión, y el coraje está allí como existencia y vida
poéticas, mas una vida que surge de la mitología y no de lo mítico.
Por contraposición, como lo dice Lacoue-Labarth, “en la segunda versión, de otra parte,
el mitologema de la puesta del sol, del declinar, del crepúsculo, etc., es abandonado. Y
con él, aquél del héroe mediador y el bardo del pueblo. La intuición de Benjamin aquí
es que, a través de des-hacer lo mitológico, la segunda versión refuerza lo mítico a
través de lo cual él encuentra lo poetizado. Lo poetizado aparece en su verdad –la
esencia lograda del coraje- sólo con el colapso de lo mitológico” (175). Esto sucede a
medida en que el poema gana en concreción entre todas sus partes, a través de la
sobriedad gracias a la cual se da el “abandono de los estereotipos de sacralización"
(175). En “Timidez” son abandonados los recursos mitológicos en pro de lo mítico:
“nuestro padre, el dios cielo,/ concede a ricos y pobres un día pensativo,/ y a la vuelta
de los años,/ cuando podemos caer en el letargo/ nos mantiene erguidos, guiándonos/ en
su andador de oro, así como guiamos/ los primeros pasos de los niños” (Hölderlin,
1977, 195). En estos versos y otros anteriores Benjamin hace una demostración según
la cual los referentes griegos se desintegran en un espaciamiento gracias al cual puede
tener lugar una forma especial de tiempo en el que habita el poeta. Dicha demostración
se escapa a este trabajo, mas es importante señalar que el cambio desde “una luz
gozosa” a un “día pensativo”, en “la vuelta del tiempo”, señala a Benjamin que en la
segunda versión el destino como Ananké se disuelve en la infinitud del tiempo que es la
forma misma del poema:
52
En “Timidez” los dioses ya no son entidades abstractas ante las cuales sólo es posible la
manifestación inmediata del sentimiento y lo que Hölderlin llama en una de sus cartas a
Böhlendorff “la violencia del elemento [el fuego]”. Antes bien, ellos dependen del
canto, lo cual sucede en tanto el poeta conlleva en sus manos “lo adecuado” conforme a
su “habilidad” en la “medida”. Al realizar las múltiples conexiones y determinaciones
entre los diferentes elementos del poema, la vida o lo poetizado se desarrolla como un
movimiento de absoluta libertad. La antesala de esta tarea configurativa consiste en la
conversión de los dioses en forma, una cierta forma de profanación que en cierto sentido
pondrá al poeta en la posición de culpable: “la concretización de la forma en la idea
significa que ella crecerá siempre cada vez más ilimitada e infinita, y que todas las
formas serán unificadas en la forma absoluta que los dioses van a tomar” (Benjamin,
2000, 31; 2002, 121). Si la forma del poema es la misma idea como tiempo en su
quintaesencia, este tiempo es una infinitud en la medida en que los dioses se disuelven
en la forma, que en lo concreto, dice Benjamin, pone de manifiesto en primera medida
el elemento rítmico. Que las diversas formas se unifiquen en la absoluta (y aquí por
forma absoluta habría que entender la idea misma del poema, la vida) significa que los
diferentes ritmos se conectan entre sí en el poema de tal medida que se haga audible el
tiempo “en una cadena de infinitamente extendido evento que corresponde a las
infinitas posibilidades de la rima” (2000, 29). Con ello, el theos, que etimológicamente
significa “poner” (Hansen, 2002, 155), es convertido en “forma muerta”, y con ello el
destino se identifica con las correspondencias rítmicas en su variedad a través de las
cuales aparece la idea. Que el theos se convierta en eidos significa, a su vez, que el
poeta no se configura a sí mismo en esta versión desde la ficción emanada de la
naturaleza o el sentimiento inmediato de la vida, sino desde la obra, del poema. Pero
53
ello se traduce en un acto de Hybris, de soberbia, por parte del poeta, toda vez que él ha
aniquilado a los dioses en su sustancia para convertirlos en forma, y todo ello con el
resultado de que ahora la vida del poeta brote en el centro de las correspondencias entre
los diversos estratos formales del poema. El poeta ha aniquilado a los dioses para darse
forma a sí mismo y esto es un acto de Hybris, que será expiado en un último
movimiento del poema. Según Hansen, Benjamin procede en esta parte de la
argumentación en referencia a lo que más tarde en la disertación doctoral él criticará
con respecto a la auto-posición en Fichte: “el análisis benjaminiano, en el poema
„Timidez‟ avanza una encubierta y sin embargo pronunciada crítica contra la rama
fichteana del idealismo, notablemente la del yo absoluto que cree poder constituirse a sí
mismo como al mundo en la auto-poiesis” (2002, 155). La observación de Hansen
también es aplicable a la idea romántica de obra de arte absoluta, que se desprende de
las intenciones sistemáticas en el caso de Schlegel. Darse forma a sí mismo en la obra
de arte total es una forma de superar cierto vacío, propio de la referencia alegórica a los
dioses, en el ensayo, y del tiempo vacío y repetitivo del progreso, en la disertación, pero
a su vez es una forma de sustituir un absoluto perdido por la exigencia de constituir
estéticamente un absoluto. En este punto, Benjamin insiste en que la aspiración del
poeta a cumplir con su vocación poetizadora, que al mismo tiempo coincide con el
desobramiento de lo mitológico, y en un sentido amplio, del mito, consiste en la
interrupción de la misma obra. En el ensayo, ya para terminar con el último
movimiento, ello sucede en la medida en que Benjamin refiere la cesura como punto de
interrupción contra-rítmica del poema y el término “sobriedad”, que reaparece con la
misma intención en la disertación doctoral. Este punto se ubica en el momento en que
el poeta supedita el destino bajo la forma de Ananké, que sería la consecuencia natural
de la Hybris en el mito, a su propia muerte, la cual no es tanto signo de heroicidad como
una entrega pasiva a un orden en el cual la subjetividad del poeta ha quedado aniquilada
por el orden objetivo del lenguaje. La timidez es la actitud que resulta del sentimiento
de la vida, de la que ahora puede dar testimonio el poema en cuanto este guarda en lo
poetizado la verdad de esa vida como verdad misma del poema. La timidez, en este
sentido, es una actitud opuesta a coraje que llama a una vida tan dispuesta al heroísmo
como temerosa de la muerte, pues para aquella la muerte no es un acto de retribución a
54
pagar por una existencia impropia, sino que allí “cada función de la vida en este mundo
es destino, mientras que en la primera versión del poema el destino determinaba
tradicionalmente la vida” (Benjamin, 2002, 128). La muerte del poeta es el punto de
cesura, gracias al cual aparece un orden objetivo del lenguaje. En este punto de
interrupción aparece el pensamiento o lo que es lo mismo, la reflexión. En este sentido,
tanto en el ensayo sobre Hölderlin como en la disertación, Benjamin muestra una
analogía entre el pensar y la luz, con un verso del poeta: “¿Dónde estás, pensativa, que
siempre tienes/ que apartarte a tiempo? ¿En dónde estás tú, luz?”. En el caso de la
disertación, Benjamin introduce estos versos cuando habla sobre la tesis hölderliniana
de la sobriedad del arte, descrita a través de un fragmento de Novalis como carácter
consonántico de la reflexión: “¿No es la reflexión consonante por naturaleza?” (147).
Por oposición a la vocal, la consonante interrumpe la curva rítmica e la entonación y así
se hace presente la luz como metáfora, pero también como constitución visual del
medium de la reflexión. El medium aparece entonces como una sobria vuelta del
pensamiento a sí mismo a través de su propia interrupción, y no como extática aparición
de lo más sagrado en el poema o en la obra en general. Si lo más sagrado a lo que
aspira el poeta no es una unión extática entre él y el dios, y si su vocación poética no
conlleva una heroicidad cuanto una sobria y humilde entrega al orden objetivo del
lenguaje, entonces las bases de la interpretación de Hölderlin propia de los pensadores
de la Lebensphilosophie queda sin base. La pretensión de configurarse a sí mismo a
través de la obra, del obrar de la obra, se interrumpe en la cesura y en la sobriedad,
connatural a ello es la idea hölderliniana, y también de Schlegel, según la cual el arte es
una cuestión mecánica, de un cálculo, artesanal. Como derivación de esto, también se
sigue que el arte puede ser enseñado, de tal manera que en lo que este sea expresión del
pensamiento des-obre lo mitológico. Este es el sentido de fondo por el cual Benjamin
cita a Hölderlin en su disertación: “(…) en todas las cosas los hombres deben mirar
sobre todo que se trata de un algo, esto es, que sea cognoscible en el medium (moyen)
de su aparición, que la manera en que está condicionada pueda determinarse y
enseñarse. Por ello, y por otras razones superiores, la poesía tiene una especial
necesidad de principios y límites seguros y característicos, uno de ellos es justamente el
cálculo reglado” (Hölderlin en Benjamin, 149). Schlegel, en el mismo sentido, muestra
55
un gran aprecio por la poesía didáctica, aunque en general para los románticos la idea
hölderliniana de la sobriedad quedó como una tierra prometida a la cual sus postulados
apuntaron sólo desde lejos. En el caso de Novalis, Benjamin retoma un trozo de una
carta en la cual aquél muestra su concordancia con las ideas expuestas: “empiezo a amar
lo sobrio, pero lo sobrio auténticamente progresivo y en avance permanente” (151).
Dado que el órgano de reflexión artística es la forma, la idea del arte queda
definida como medium de reflexión de las formas. En éste coinciden de manera
constante todas las formas de exposición, se conectan recíprocamente y se unifican
en la forma absoluta del arte, que es idéntica a su idea. La idea romántica de la
unidad del arte anida, por consiguiente, en la idea de un continuum de las formas.
(129)
Con esta idea, los románticos conciben la totalidad de la reflexión como un libro de
todos los libros o una obra que contiene todas las obras, tal como dice Schlegel, en una
cita que Benjamin repite: “¿no existen individuos que tienen en sí sistemas de
individuos?” (130); y también: “el filósofo que… puede transformar todos los
filosofemas singulares en uno único, que puede hacer de todos los individuos de la
misma un solo individuo, alcanza el culmen de su filosofía” (131). Gracias a ello, los
románticos piensan que la obra individual se consuma precisamente al momento en que
dicha obra de arte absoluta cobra su propia individualidad. Cuando el continuum cobra
individualidad se complementa al mismo tiempo la obra particular, gracias a la crítica,
pues el continuum sería la manifestación visible de las recónditas intenciones inherentes
en la forma presentacional de cada obra particular. De esta manera, Schlegel solía
hablar de una gran obra invisible que acoge en sí a la visible y pensó a la primera como
una idea en sentido platónico que debía tener realidad individual, “y así fue como
recayó en la antigua confusión entre abstracto y universal” (132).
Ahora bien, los románticos ven en novela la obra de arte total, en tanto ella es el
símbolo del continuum. Como símbolo, en ella se hace presente la reflexión absoluta en
su forma presentacional, lo cual significa, en su aspecto meramente positivo, que la
novela es lo absoluto individual, una suerte de proyección en lo absoluto del fragmento
206, en el que se habla de un puercoespín “enteramente apartado del mundo circundante
y completo en sí mismo”. Otro fragmento tomado de Schlegel en su recensión del
Wilhem Meister de Goethe es más apropiado para ilustrar el carácter de una obra que, en
su limitación, es a su vez absoluta: “una obra está formada cuando por todas partes
queda delimitada con precisión, pero es ilimitada en el interior de los límites… cuando
es totalmente fiel, por doquier igual a sí misma y, sin embargo, sublime más allá de sí
misma” (Schlegel en Benjamin, 115). Para los románticos, la forma presentacional de
la novela coincide con el carácter absoluto que la crítica extrae de ella en el caso de las
obras particulares: la idea del arte. En otras palabras, la forma misma de la novela es la
idea del arte, razón por lo cual los románticos ven en la novela cumplidas sus
expectativas de ver como individuo su pretensión de la poesía más universal y más
espiritual. Sin embargo, Benjamin dice que la unidad en que descansan todas las
formas que se entremezclan en la novela consiste en la prosa y que ésta es el contenido
trascendental al que aspiran todas las obras particulares: “Según esta concepción, el arte
es el continuum de las formas,... y la novela la aparición perceptible de este continuum.
Lo es a través de la idea de prosa. La idea de la poesía encuentra su individualidad
buscada por Schlegel en la forma de prosa” (143).Que la idea de la poesía como aquello
trascendente a lo que ella aspira sea la prosa, o que el poema de todos los poemas sea un
único poema escrito en prosa es sinónimo de arruinamiento del proyecto de una obra de
arte absoluta, en el sentido de la ironía formal y la sobriedad. Como tal, la prosa (y la
sobriedad, como su designación metafórica) no es una realidad última más allá de cada
obra, sino una forma en que el incremento en la reflexión sufre una interrupción que
arruina la misma ilusión de la obra, y en tal arruinamiento muestra su carácter
indestructible, “la sobria y eterna consistencia de la obra”. En este punto, como se
mostrará, el cumplimiento de la absolutización de la obra consiste en su arruinamiento y
58
En obras hechas con espíritu prosaico, pensaban los románticos al formular la tesis
de la indestructibilidad de la obra de arte auténtica. Lo que se disuelve en el rayo
de la ironía es sólo la ilusión; indestructible, sin embargo, permanece el núcleo de
la obra, porque no se sostiene sobre el éxtasis, que puede ser destruido, sino de la
sobria, la intangible forma prosaica. Por medio de la razón artesanal se constituye
sobriamente la obra, aun cuando apunte al infinito –en el valor límite de las formas
delimitadas. La novela es el prototipo de esta mística constitución de la obra más
allá de las formas delimitadas y bellas en la apariencia. (150)
Este fragmento resume el contexto en el cual Benjamin ubica la teoría romántica de la
novela. Ella es el “prototipo” en el que se entrecruzan la destrucción de la ilusión
propia de la ironía formal, así como la destrucción del éxtasis a manos de su
construcción artesanal en su elemento prosaico, en tanto metáfora de lo sobrio.
Benjamin no desarrolla explícitamente la relación entre la novela, de una parte, e ironía
formal y sobriedad, por otra. La ironía formal conlleva una reflexión sobre los modos
de representación gracias a la cual el mundo profano puede ser representado en sus más
diversas contingencias, cada vez como fragmento que contiene las claves de la
redención. La sobriedad, por su parte, remite tanto a la reflexión del significante gracias
al cual este puede representar dichas contingencias des-construyendo continuamente el
significado basado en una significación escatológica como a la conversión del dios
antiguo en forma, y en la elaboración de esta, a través del ritmo, que acá será el “ritmo
romántico”, en el tiempo del infinito cumplimiento. Benjamin encuentra estos dos
elementos en la interpretación que hace Schlegel sobre el Wilhem Meister de Goethe,
pero a su vez trasciende la relación empírica con esta novela a la estructura a priori de
59
la misma como género, esto es, en tanto esta conlleva un ideal, una necesidad de existir,
que le da su forma y su universalidad.
Benjamin relaciona este carácter proteico de la novela con su carácter discontinuo, tal
como lo muestra Novalis: “el estilo de escritura de la novela no debe ser un continuum,
sino un edificio articulado en cada periodo. Cada pieza debe ser algo recortado,
delimitado, un auténtico todo” (142). Esto quiere decir que en la novela no puede haber
60
un relato continuado de lo mismo, sino que ella es la reflexión sobre sí misma a través
de constantes rupturas, gracias a las cuales ella es, según Schlegel, “la exposición de
una naturaleza que se contempla a sí misma de nuevo, hasta el infinito” (142). Este “de
nuevo, hasta el infinito” es la estructura de la mediación de la inmediatez reiterada, pues
apunta a la expresión del pensamiento que se piensa a sí mismo en renovados contextos,
tras la interrupción marcada por el carácter “consonántico de la reflexión” (147).
Gracias a este “se hace presente una inmediatez queirradia mediaciones en todas
direcciones, todos los sitios de una totalidad que nunca es comprendida ni formulada al
margen de esa dispersión” (Phelan, 80).Esta inmediatez es una singularidad que es
posible sólo en la medida en que se reitera, esto es, que se disuelve en el medium para
dar paso a una nueva mediación en una inmediatez que es tanto la repetición como lo
nuevo.
Esto implica que la noción de intencionalidad propia del momento subjetivo del poeta
que Benjamin resaltó en su acercamiento a Hölderlin se traspasa a la noción de
subjetividad implicada en la obra misma que tiende a su propia completud. El modelo
de cesura o interrupción no puede prescindir aquí entonces de una idea de subjetividad
distinta, no obstante, al yo fichteano. Ni la noción de finalidad ni la noción de sujeto son
eliminados totalmente de la concepción de medium, pues el medium aun es la reflexión
que tiende, intencionalmente, hacia su complementación, su autoconfiguración o lo que
en la novela sería la resolución del nudo. Sin embargo, la totalidad en la que avanza la
reflexión es interrumpida una y otra vez en cada comienzo y dispersión, gracias a lo
cual lo absoluto se presenta como el “entre” que toma lugar en cada transición. La
intencionalidad se supedita a una suerte de gozo de la repetición, en el cual la línea y el
círculo propios de la representación del tiempo del progreso y del destino son des-
articulados en la lógica de la inmediación de la mediatez reiterada. Por contraposición a
la infinitud vacía y repetitiva característica de la filosofía fichteana, Benjamin exige con
los románticos una perfección desde el inicio, marcada por un desarrollo de la reflexión,
llamado “Progredibilität”; una forma de pensar el tiempo presente como infinito
cumplimiento en devenir. En este punto se presenta una teleología en suspenso, tras la
cual se abre paso la idea de un tiempo concebido como pura medialidad sin fin; como
una constante suspensión de cualquier idea de finalidad, en la cual se inauguran nuevos
comienzos que no tienen fin, y en la que, de comienzo en comienzo, se conquista una
eternidad para el presente. La repetición que funciona en la novela consiste en un gozo
con el destruir una perspectiva como premisa de posibilidad de una nueva, pero más
allá, como premisa de un “otra vez” con el cual se pueda recomenzar para abrir
nuevamente un punto concentrado a la infinitud.
7. La idea de prosa
Para Benjamin, la prosa es una forma de revelar la verdad del lenguaje atrapada en la
referencialidad tanto como una manera de concebir el tiempo mesiánicamente
cumplido. Como lo hace notar Irwing Wohlfarth en su ensayo “The Politics of Prose
and the Art of Awakening”, la idea de prosa propia del concepto romántico de crítica es
un motivo que reaparece elaborado en las tesis sobre filosofía de la historia (131): “El
62
La idea de prosa que Benjamin trae a colación según Novalis, puede entenderse también
desde la tesis hegeliana de la disolución del arte romántico, asociada a la idea de la
muerte del arte. En sus comentarios sobre la novela Hegel era ciertamente despectivo
con este género, pero la idea benjaminiana de prosa puede apreciarse en su análisis del
arte romántico que recae sobre las obras del barroco Holandés. Generalmente se
entiende la tesis hegeliana de la disolución del arte romántico en contraposición al
carácter místico de las teorías románticas, ya que aquella señala el punto en el que el
arte ya no es valorado por su función cultica o religiosa, sino por la manera en que
reflexiona sobre sus propias formas de representación, su mecánica interna, por así
decirlo. Sin embargo, la apropiación benjaminiana de un romanticismo que querría
librarse de todo referente místico permite una comparación con la tesis de la disolución
del arte, provechosa para el entendimiento del significado de la prosa, tal como se
presenta en la tesis.
Es necesario decir en este punto que la tesis de la muerte del arte consiste en la muerte
del arte en su función cultica y religiosa, con arreglo a la cual el criterio de su
valoración dependía de la adecuación sujeto-objeto; espíritu-materia. Una vez el arte ya
no obedece a la necesidad de expresar contenidos religiosos ni de cohesionar a una
comunidad en torno a dicha expresión, ya no hay una valoración en términos de
adecuación que pueda dar con la experiencia que se desata en el arte. En esta nueva
experiencia, esta pérdida se constituye en su libertad, puesto que ahora su constitución
interior puede albergar cualquier cantidad de temas profanos, radicalmente nuevos,
acompañados por la conquista de una nueva manera de fuerza expresivo-sensorial, de
presentación propiamente artística.
En este sentido, Hegel habla de la imitación y del humor, como dos formas de ingenio.
En cuanto a la primera, Hegel dice, en referencia a sus observaciones sobre la pintura
holandesa de Ostade, Teniers y Steen:
mismo, sino en la creación de una objetividad en la que cada elemento por sí mismo
indiferente cobra una vida interior, superior a la limitación de la realidad efectiva.
Paradójicamente, la reconciliación a través del genio es la manera en que un objeto
trivial se vuelve importante gracias a la indiferencia, que coincide con la captación de
las leyes de la apariencia, trasunto de la idea de sobriedad reclamada por Benjamin
también para sus románticos. Por medio del aprendizaje de dichas leyes el objeto trivial
se vuelve importante en él y por él mismo, y no como expresión de la interioridad del
genio, de su sentimiento o de su estado de ánimo.
No se trata pues de un arte que reciba los elementos del mundo empírico en tanto los
niegue o los idealice con trazos suaves, sino uno que ofrece una visión ilusoria de la
realidad como premisa de la restitución de su propia objetividad. Esta visión es una
suerte de reconciliación entre el mirar y el objeto; la perspectiva y la realidad; la
realidad prosaica y el espíritu sediento de satisfacción. Una visión que es más bien la
intuición que nos pone los objetos prosaicos más cerca y más extraños a la vez (438).
Si existe un engaño en todo esto, es el de una pretensión religiosa del arte que parece
sufrir una traición en este punto. Porque en el arte romántico se da más bien “un triunfo
del arte sobre la caducidad en el que lo sustancial se ve por así decir engañado respecto
a su poder sobre lo contingente y fugaz” (439). La trascendencia se ve engañada por el
mundo contingente y fugaz en el que penetra la representación artística para hacerlo
aparecer, liberado, de la necesidad de adecuarse a una idea exterior a él. Pues ese
mundo contingente es su propia trascendencia en la prosa, para volver al texto
benjaminiano. Ante todo, esa actitud de “espionaje” de la realidad es concomitante con
la actitud barroca de husmear por entre los fragmentos envilecidos de experiencia
histórica para conformar con ellos una narrativa. Allí se encuentra el mecanismo de
composición de Hausenstein, que se sigue de la violencia con la que ha sido destruida la
apariencia del mundo histórico como un todo comprensible desde una escatología
redentora; “el arte de las mínimas distancias”, en el que la vuelta “las antesalas de lo
metafísico” se realiza por el “contrapeso en la esfera de más vívida actualidad objetual”.
El schweben, tal como se sugerirá en el tercer capítulo con respecto al ritmo romántico
en el que fluctúa la reflexión propia de la prosa y la determinación lingüística de la
prosa en su sentido político para Benjamin, es ante todo indecisión. Una indecisión que
suspende el mecanismo referencial de significación y que, al dejar libre al objeto de
toda fijación posible, lo lleva a un movimiento en el cual aparece como pensamiento.
Con ello se quiere decir que la reflexión para los románticos no es un medio para un
objeto externo, sino que ella misma es la manera en que, como prosa, hace que el
mundo se cumpla mesiánicamente, de tal modo que en cada una de sus contingencias
aparezca lo absoluto. A esta forma de complementar el mundo corresponde una
teología, la cual conlleva tanto una formulación en términos de una concepción
mesiánica del tiempo como de una concepción mesiánica del lenguaje. Si aquí se ve
como necesario mostrar las afinidades entre las ideas de ironía formal con el libro sobre
el barroco y de la sobriedad con el temprano ensayo sobre Hölderlin, es porque la
preocupación benjaminiana por pensar una trascendencia en la inmanencia se sigue de
su rechazo de una teleología y aún de una escatología, por lo menos pensada en
términos tradicionales, tal como predomina en el pensamiento cristiano con la idea de
salvación. Pues mientras en esta idea la culpa habita lo profano y sólo puede ser
expiada mediante la muerte, la cual permite un paso a un mundo del más allá, eterno y
verdadero, para Benjamin la salvación no consistiría en sustraer a lo finito de su
cualidad de finito, sino en ver en ella lo absoluto. Y en tal sentido, temas como la culpa
69
En este capítulo se abordará la pregunta sobre la derivación para pensar lo político que
se desprende de la espiritualidad romántica, según la lectura de Schmitt, y la relación en
la que el romanticismo se encuentra con respecto a la teología política, tal como la
desarrolla el autor con respecto al decisionismo. Schmitt piensa que lo distintivo del
romanticismo es su renuncia a la realización de una idea en pro de la conservación de su
pureza y de la libertad de creación del yo, ante el cual el mundo se convierte en mera
ocasión para ejercer su actividad poetizante. La subjetividad romántica juega a diluirse
en una totalidad en la cual todo conflicto o pugna de valores se disuelve panteístamente
en un mar de oposiciones estéticamente armonizadas. Sin embargo, dicha totalidad
resulta ser a ojos de Schmitt sólo una resonancia musical de la realidad dotada de su
propia legalidad objetiva y su propia necesidad, tal que a los anhelos creadores
románticos corresponde en verdad una actitud pasiva frente al mundo. Por
contraposición, ya desde sus tempranos escritos Schmitt piensa el derecho como una
idea, que en su estricta diferenciación de la realidad, exige a su vez ser realizada. La
unión entre la idea y la realidad está mediada por la decisión, que a su vez llama a un
sujeto político capaz de reconocer una disyuntiva radical en la que deba escoger entre
una norma u otra, y actuar. En un sentido político más amplio, para Schmitt el sujeto de
la decisión es importante también porque en su persona se encarna la idea que da forma
a una época en la Representación, esto es, en la visualización de la idea en lo visible
(Newmann, 1988, 561). Ante todo, frente a las contradicciones propias de la realidad y
las resistenciasque esta ofrece a albergar el ideal, Schmitt condena todo intento de
abandonar la pretensión de realización de la idea. Lo cual no implica que, al otro
extremo de los románticos,el jurista rinda un culto a la realidad, pues él distingue entre
“una visibilidad verdadera y lo concreto factual” (Newmann, 561). Mientras esto
último se refiere al mundo como estado caído ausente de la idea, lo primero se refiere al
momento cristológico de su concepto de Representación, en el cual hay un corte
64
1
Para desarrollar este punto, basta con mostrar la recepción de Romanticismo político que se hizo en
Alemania, de la cual da cuenta el propio Schmitt en los añadidos de 1924 a la introducción del libro y
Joseph Bendersky en su ensayo “Politische Romantik”. Este último señala que la intelectualidad de la
época salió preferiblemente a la defensa de Schlegel y de Novalis, lo cual no resta el reconocimiento de la
novedad en la interpretación del jurista sobre los románticos. Para Friedrich Meinecke, las fuertes críticas
del libro de Schmitt niegan “sus contribuciones [del romanticismo] a la conciencia de la historia moderna
y el despertar nacional.” (479) Otros textos importantes son: “Zum Streit um die Deutung der Romantik:
Zeitschrift für die gesamte Staatwiessenschaft” de Georg von Below y Die Poetische Staats- und
Geschichtsaufassung Friedrich von Hardenbergs, ambos publicados hacia 1925. Lo importante de estas
recensiones, según Bendersky, consiste en defender el carácter verdaderamente histórico y nacional del
romanticismo: “El romanticismo se opuso al individualismo y al racionalismo abstracto de la Ilustración,
y reconoció, en su lugar, la dependencia del ser humano con respecto a fuerzas superiores, lo desconocido
e inexplicable, y lo histórico. Este movimiento no está caracterizado ni por el extremo individualismo ni
por el subjetivismo, toda vez que este ha sintetizado individualidad y Gemeinschaft, a través del concepto
de Volk como una entidad cultural supraindividual y el Estado como un organismo. Más allá de meras
ocasiones, ambos son creaciones históricas y realidades que han culminado en el Estado nacional.”
(Bendersky, 1988, 481)
2
Con la restauración de las monarquías en Europa, a raíz de la derrota de Napoleón, algunos románticos
se convirtieron al catolicismo y crearon teorías tradicionalistas que apoyaban el orden del antiguo
régimen, basados en una cierta concepción religiosa de la historia. Schmitt habla en especial de Friedrich
Schlegel y de Adam Müller, ambos inmiscuidos en la administración de Metternich, el líder militar de la
Restauración. Con ello, estos románticos conversos fueron confundidos con los contra-revolucionarios,
estos sí portadores a ojos de Schmitt de una verdadera filosofía conservadora de la historia que resulta
propicia para un verdadero concepto de lo político. Por ello, lo que comúnmente se entiende como
“Romanticismo político” no es a ojos de Schmitt un desarrollo político-reaccionario del romanticismo
tardío, sino una actividad estetizante e irresponsable, que juega a crear sistemas políticos, religiones y
toda suerte de realidades a través de la recreación fabulosa de las ideas políticas de los contra-
revolucionarios Bonald y De Meistre, en cuya defensa sale Schmitt en este libro.
65
Ahora bien, es preciso preguntar qué entiende Schmitt por romanticismo, en primer
lugar, y por romanticismo político, en última instancia. Schmitt no entiende por
romanticismo únicamente una postura confinada al ámbito de la producción artística y
estética, que generalmente se asocia con el círculo de Jena reunido alrededor de la
revista el Ateneo. De manera más amplia, pero no menos concreta, el romanticismo
para él consiste en una serie de actitudes históricamente observables y en toda una
espiritualidad cuyo desenvolvimiento consiste en la sustitución de la realidad concreta
por lo que los románticos consideran una manifestación superior del espíritu: su
interioridad subjetiva creadora. A pesar de que Schmitt considera que dicha interioridad
es lo realmente vacío con respecto a las realidades que sustituye, el autor muestra que el
romanticismo tiene implicaciones en lo político. Como tal, el romanticismo no es
nunca una posición política o un programa, puesto que todas sus ideas resultan en
66
Por su puesto, en la medida en que las teorías románticas sobre el arte reflejan la
espiritualidad ocasionalista romántica, Schmitt desarrollará su crítica recurriendo a
fragmentos propios del primer romanticismo. Esta aclaración es necesaria porque, a
pesar de que las críticas de Schmitt se dirigen al romanticismo tardío en el que Schlegel
y Adam Müller se convirtieron al catolicismo para defender posturas reaccionarias, el
problema de Schmitt no es la conversión sino el hecho de que ellos nunca dejaron de ser
los incorregibles conversadores que eran en su periodo juvenil. Sólo que, a diferencia
del primer periodo, los románticos tardíos habrían acudido a realidades del orden civil y
religioso tales como la iglesia católica o el Estado con el fin de compensar la vaciedad
de su subjetivismo y de consolidar su proyecto de hacerse los dueños del mundo en el
paraíso imaginario de su consideración estética del mundo. Mientras en la historia de
las ideas el primer romanticismo resulta proclive a la Revolución y el segundo
totalmente reaccionario, para Schmitt habría más bien una continuidad en medio de un
desarrollo de ideas que se pliegan a las más diversas circunstancias. Por lo tanto, la
crítica al romanticismo tardío, en Schmitt, es también una crítica dirigida en su núcleo
al romanticismo juvenil, el de la revista El Ateneo.
Ya con lo anterior en claro, en la primera pregunta, esto es, la implicación política del
romanticismo en Schmitt, el punto importante consiste en saber hasta qué punto el
romanticismo es meramente un fenómeno estético secundario que no plantea
riesgospara la existencia misma de lo político o hasta qué punto este puede representar
67
En esta cita se dice que el romanticismo no hace desaparecer los conflictos cuyo
reconocimiento Schmitt ve como necesario para evitar caer en la ilusión peligrosa de la
eterna paz, sino que los incorpora estéticamente “al conjunto de los efectos de una obra
de arte”. Si estos efectos se relacionan en su sentido más común con la producción de
una percepción no convencional de la realidad, entonces el romanticismo neutraliza la
dimensión conflictiva de la existencia humana al producir una percepción estética de la
misma. La división entre bien y mal como efecto de una obra de arte puede ser
perfectamente la aparición de lo bueno y lo malo como parte de una intriga, en la que no
importa la valoración sustantiva necesaria para la distinción, sino que dicha intriga sea
interesante para el sujeto que crea y observa la obra.
una época que ya no está ordenada jurídica y políticamente desde principios que asignan
funciones específicas a cada ámbito de la acción humana. En tal momento, la
productividad estética puede flotar libremente entre cada uno de ellos, colocándose
como su centro espiritual; sólo allí surge una gran auto-conciencia artística y un
sentimiento privado irresponsable: “se proclama una absolutización del arte, se exige un
arte universal, y todo lo relacionado con el espíritu, la religión, la iglesia, la nación y el
Estado, fluye en la corriente que surge del nuevo centro: lo estético” (Schmitt, 2000, 56
y 57). La expansión de la irresponsabilidad por vía de la privatización estética conlleva
la neutralización de la política a una escala que resulta preocupante para Schmitt, pero a
su vez conlleva una cierta percepción [estética] de lo político, que aquí se llamará “la
política de la novela”. Pues una vez confinada a los marcos de lo interesante, cada
criterio sustantivo de valoración pierde su objetividad y se involucra en una expansión
con pretensiones de totalidad que cada vez consolida la irresponsabilidad, y ello en una
manera que, así se puede derivar de las formulaciones de Schmitt, se puede pasar de una
defensa inconsciente de lo injusto a una consciente.
Ahora bien, la espiritualidad romántica no sale de la nada, sino que ella es funcional a
un proceso mucho más amplio de neutralización en el que el pensamiento económico-
técnico ha permeado la política y la ética. Ya en su estudio sobre el poeta expresionista
Däubler (1915), Schmitt se queja de la confusión de valores que implica la
mecanización de la vida: “esta época se caracteriza a sí misma como capitalista,
mecanicista, relativista… Como la imposición de medios funcionales hacia algún
propósito carente de sentido, como la urgencia universal de los medios sobre los
fines…” (Schmitt en MacCormick, 42). En Catolicismo romano y forma política
(1924)reaparece esta formulación en el sentido de que a la época le es indiferente
producir blusas de seda o latas de gas venenoso, pues a esta producción altamente
racionalizada le corresponde un consumo irracional de un individuo separado de toda
relación objetiva, para el cuál es indiferente el producto ( ). De allí el relativismo que
conlleva el triunfo de la lógica de los medios sobre los fines, que es el triunfo de la
máquina. Con todo, como insiste Schmitt en un texto posterior llamado La época de las
neutralizaciones(1929), la máquina no es simplemente una entidad sin vida, sino que
69
ella conlleva una espiritualidad propia. Hay una metafísica en el pensamiento técnico:
“la creencia en un poder ilimitado de poder y dominación sobre la naturaleza, sobre la
naturaleza humana... esta creencia puede ser llamada fantasiosa y satánica, pero no
simplemente muerta, carente de espíritu o mecanizada falta de alma” (Schmitt en
MacCormick, 45 y 46). La tecnicidad no es solo cuestión técnica o maquinista, sino un
pensamiento satánico, del mal, que conlleva una fantasía: la dominación de la
naturaleza y de la naturaleza humana. Y esa fantasía corresponde a la historia de la
metafísica occidental, no es un mero capricho contingente en la historia moderna. El
mal es el estado caído en el cual los seres humanos se hacen a la reconciliación ilusoria
con su propia naturaleza, supuestamente libre de culpa, y toman su destino en sus
riendas, un paraíso artificial; el triunfo de la eterna carencia de espíritu del reino del
Anticristo sobre el espíritu.
Ante ello, Schmitt encuentra en el mito una forma de revivir el espíritu de la politicidad
en la época de las neutralizaciones. Para Schmitt, el mito, desde una esfera teológica, es
el orden surgido tras la caída del ser humano en el pecado. El estado originario o
paradisiaco es el orden y la ley, y el mito sería su infringimiento y el consecuente
extravío del ser humano en la lucha de las potencias autónomas y violentas carentes de
mediación del mundo caído(Villacañas, 2008, 22). El mito tiene la función de
interrumpir constantemente la ilusión de un paraíso en la tierra, pues señala el orden de
la culpa que Schmitt retoma de DeMeistre y la caducidad de todo proyecto mundano de
conseguir la felicidad en la tierra. En efecto, En un mundo altamente secularizado, en el
que la racionalidad técnico económica ha permeado el pensamiento político y ha
producido la violencia propia de la indistinción entre justo e injusto, entre una lata de
gas y una blusa de seda, el pacto con el mito resulta necesario para los intereses
schmittianos de mediación. Así dice Schmitt en su texto “La teoría política del mito”
(1923): “lo que la vida humana tiene de valiosa no proviene de un razonamiento sino
que se produce en un estado de guerra dentro de los participantes en la lucha, inspirados
por grandes símbolos” (2004, 67). Ello implica, con respecto a la lectura schmittiana de
Hobbes, poner de relieve el conflicto propio del estado de naturaleza y la pasión del
miedo por la posibilidad siempre presente de una muerte violenta, así como
70
Sin embargo, es necesario entender que para que el mito pueda tener tal función, este
debe contemplarse como mito. Esto es, no se debe estar inmerso totalmente en él, sino
contemplar su polo opuesto: la salvación. Este es el contenido de fondo del llamado
“dualismo” schmittiano, que sale a relucir en cada uno de sus escritos tempranos. En su
texto sobre el poeta expresionista Däubler, Schmitt dice: “quien conoció el significado
moral del tiempo y a su vez se concibió como hijo de él, sólo pudo llegar a ser un
dualista” (Schmitt en Nicoletti, 1988, 109) La gran epopeya épica de
Däubler,Nordlicht, muestra admirablemente la genealogía del mundo caído en su
relación con la secularización, pero así mismo la aspiración de la tierra a redimirse en el
espíritu que es la luz boreal. Como lo dice Nicoletti, Schmitt da a entender que la única
manera de salvar el valor del espíritu de las fauces de la creciente mecanización y el
positivismo que ahoga el pensamiento en la mera determinación empírica consiste en
afirmar una versión dualista de la realidad (109).En el contexto del neokantismo, estas
dualidades remiten a los polos de la ley y su aplicación, lo normativo y lo fáctico, lo
general y lo particular, y de manera más amplia, la idea y la realidad. Pero al mismo
tiempo, como insiste Nicoletti, el pensamiento de Schmitt tampoco pretende quedarse
en el dualismo, sino que busca la mediación, el hacerse visible de la idea en la realidad.
De tal manera que esto hace pensar en un tercer elemento, a saber, la decisión y el mito
como “energía política” necesaria para esta, en una época dominada por el pensamiento
económico-técnico.
Pero más aún: el mito provee a Schmitt también la posibilidad de captar un tiempo
histórico, tal como lo dice Villacañas, pues el suyo sería un pensamiento “respetuoso
con la forma histórica”. En palabras del filósofo español, Schmitt concibe esta forma
como “un ritmo histórico que supera las edades de los hombres, una ola que se lanza
sobre las espaldas humanas sin que nadie sepa de dónde viene ni hacia dónde va.
Captar ese ritmo es lo propio de un pensamiento histórico…” (Villacañas, 2008, 33).
La atención de Schmitt se centraría así en “el ritmo de esas corrientes, desde la ley
originaria a la inmediatez mítica y desde esta hasta la nueva mediación” (33).Justamente
71
en las páginas finales de Romanticismo político Schmitt dice que la irracionalidad del
mito aporta una fuerza política de la que carece, y que siempre tiende a disolver, la
propia irracionalidad romántica. Esta irracionalidad, además, tiene valor cognitivo
frente a lo histórico, pues permite captar las fuerzas en pugna y el “ritmo” de las olas,
con el fin de observar la oportunidad adecuada, el Kairos, para la mediación. Un
positivista, que sólo observara los hechos en la relación causa-efecto, y para quien el
avance histórico tuviera sentido sólo como superación de etapas míticas en otra
científica, no podría ser respetuoso con la forma histórica.
Para MacCormick y para el mismo Villacañas, sin embargo, existe una contradicción en
la utilización del mito por parte de Schmitt, la cual consiste en que éste debe romper con
un mecanismo que ha permeado el Estado, comprendido como un dispositivo
tecnológico que promete el cielo en la tierra y con ello confunde los valores; pero al
mismo tiempo este parece ser una producción tecnológica más con fines políticos. En
tal sentido, el miedo y el dualismo no serían producto de un estado irreductible de la
existencia humana, sino un acto poiético puesto por las mismas estrategias discursivas
de Schmitt. Él introduce el dualismo, incluso en su lectura de Hobbes, como lo dice
MacCormick, porque mientras en Hobbes sólo está presente la idea del enemigo,
Schmitt introduce la idea de que en el estado de guerra de todos contra todos también
puede haber amigos. Para ilustrar el caso, este autor cita a Cassirer, para quien el mito
en la modernidad ya no es el resultado de una actividad inconsciente o un libre producto
de la imaginación: “los nuevos mitos políticos no crecen libremente… ellos son cosas
artificiales fabricadas por artesanos muy hábiles. Ha sido reservado para el siglo XX,
nuestra propia edad tecnológica, el develar una nueva técnica del mito” (Cassirer en
MacCormick, 92). En tal caso, las dualidades a partir de las cuales Schmitt piensa lo
político son apropiadas de tal manera que son reinventadas y puestas en función de una
actividad configuradora que recibiría el nombre de mito, en tanto ella hace realidad
aquello que nombra, sin mediación reflexiva alguna sobre el sentido. Por ello, autores
72
4
Al respecto se puede ver el volumen de ensayos editado por Zarka “Carl Schmitt o el mito de lo
político”. La introducción de Zarka “De la teoría política del mito a la mitología política” engloba en
líneas generales la postura de los autores que integran el volumen.
73
obediencia a una norma elegida‟”. Sólo este acto valorativo puede dotar a la realidad
fáctica de significado (Ramírez, 2009, 66), razón por la cual, a pesar de los múltiples
coqueteos de Schmitt con una ontología en la cual existe una “realidad dura” que los
románticos siempre desconocerían, no resulta adecuado dar un peso definitivo a estos
elementos realistas en relación al conjunto de sus doctrinas 5 . Ahora bien, a la
diferenciación entre justo e injusto a partir de la norma elegida, le acompaña una
indignación ante lo injusto, pensada a manera de “energía” que acompaña la decisión.
Esta energía política no acompaña como algo añadido a la decisión, sino que, es
constitutiva de lo político, en la medida en que es una magnitud de fuerza del sujeto de
la decisión. Se volverá sobre esto en el apartado correspondiente.
Schmitt dice que “todo movimiento se basa, en primer lugar, en una postura
característica y determinada respecto del mundo y, en segundo lugar, en una
representación no del todo consciente de una instancia última, de un centro absoluto”
(Schmitt, 2000,57). Esto significa que el romanticismo tiene una “postura
característica”; una espiritualidad a partir de la cual los románticos se relacionan con el
mundo, desde presuposiciones que en cada caso les resultan ser las más evidentes.
Resulta evidente para el romanticismo, entre otras cosas, el abstenerse en la realización
de toda idea, pues le resulta evidente, además, que el verdadero núcleo de la realidad
reside en la posibilidad y no en su actualidad, dimensión en la que la idea
inevitablemente se pervertiría. Esta evidencia lo es en base a “una necesidad vital”, un
“impulso” de entregarse a la fábula, tal que no se trata meramente de una cuestión de
axiomas. Pero tal evidencia no se explica en términos de una psicología ni la manera
del contrarrevolucionario Bonald, “quien busca las discusiones de principios y quiere
5
En su ensayo sobre el libro, Carlos Ramírez afirma que allí Schmitt tiene una “ontología implícita”:
“Desde la ontología implícita de Schmitt –en la cual sí hay una realidad “dura”, externa al sujeto o, al
menos, captada por él como algo dotado de necesidad-, la actividad del sujeto [romántico] no entra nunca
en relación con las cosas, pues se limita a elaborar y reconfigurar sus propios estados anímicos” (64).
Jorge Dotti, por su parte, tiene una lectura distinta a Ramírez: “el análisis de Schmitt no tiene un carácter
ontologizante; el meollo de su crítica no pasa por la invocación algo difusa de la dura realidad frente a los
mundos fantaseados, sino por el desmenuzamiento de un tipo de subjetividad operante de modo,
precisamente, ocasionalista… no cabe entonces atribuir a este texto un alcance ontologicista, pues el eje
de su anti-romanticismo pasa por la dilucidación de la diferencia entre el sujeto político y el ego
contemplativo-dialoguista [romántico]” (38). Resulta más factible la apreciación de Dotti, en razón del
peso que Schmitt da a la elección de normas y la manera en que la valoración del mundo depende de
concepciones de mundo que se corresponden con modos de concebir la divinidad.
74
En tal sentido, Schmitt dice que “muchas posturas metafísicas existen hoy en forma
secularizada… el lugar de Dios para el hombre moderno fue ocupado por ciertos
factores, por cierto mundanos, como la humanidad, la nación, el individuo, el desarrollo
histórico o también la vida como vida por sí misma… la postura no deja de ser por ello
metafísica” (58).En tal sentido, la metafísica del romanticismo consiste en una
determinada postura característica ante el mundo, que se sigue de una sustitución; mas
se debe agregar que no se trata de una sustitución cualquiera, sino de una que tiene una
lógica particular, el “ocasionalismo subjetivizado”:“El romanticismo es ocasionalismo
subjetivizado, porque es esencial a él una relación ocasional con el mundo, pero ahora
el sujeto romántico ocupa el lugar central en vez de Dios, y hace del mundo y de todo lo
que ocurre en él una mera ocasión” (59). Como lo explica Carlos Ramírez en su
artículo “Todos son genios, la crítica a la estetización de la política en Carl Schmitt”,
con lo anterior Schmitt no quiere decir que los románticos hayan estudiado
conscientemente a Malebranche para derivar de allí sus propios principios espirituales.
Se trata, más bien, de mostrar que el ocasionalismo es una estructura metafísica que da
con el núcleo esencial de la actividad romántica, pues muestra todo su desenvolvimiento
espiritual.
carente de sustancia, lo cual tiene una repercusión en el lenguaje que los románticos
utilizaron para expresarse. Si una posibilidad se apresa en la precisión sistemática,
entonces esta se pierde como posibilidad. Por ello Schlegel y Novalis acudieron a una
escritura progresiva que nunca completaba la idea, sino que reproducía el infinito
devenir en que pensaban, el cual sólo podía ser entendido por una comunidad de
conversadores simpatizantes. Tan pronto como una idea tendía a conceptualizarse, esta
se dejaba indeterminada para la intuición, con el fin de que su núcleo siguiera
indefinidamente en progreso. De esta forma, la oposición entre infinitud de eternas
posibilidades sin realizar y la finitud de la “mezquina” determinación dio paso a una
especial forma de escritura, bajo la oposición intuitivo-discursivo.
6
El tradicionalismo de Bonald se condensa en la fórmula “iglesia, monarquía y clero-aristocracia”, que
corresponden a la “religión pública, la unidad de poder y distinciones sociales permanentes”, necesarias
para que haya una sociedad constituida que es anterior a los individuos (Teoría del poder político y
religioso, XII). Que la legitimidad esté dada por la duración se asocia en Bonald a su creencia en un
orden político perenne, la monarquía. Lo auténticamente histórico se deriva para él de la unidad, la cual
se pierde tan pronto como el ser humano introduce divisiones que obedecen a un intento por crear una
constitución religiosa y política “con ayuda del orgullo y de la ambición” (6), tal como sucede con la
división de poderes del liberalismo. Mientras Schmitt retoma el criterio de historia de larga duración e
irreductible a la razón de Bonald, él avanza hacia un contextualismo en el cual la monarquía o cualquier
sistema de gobierno puede resultar correcto, de acuerdo a la manera en que interprete el tiempo histórico
presente y no per se. En Legitimidad y legalidad, incluso, afirma que el liberalismo puede llegar a ser
correcto, desde que la época esté marcada por la normalidad. Así mismo, Schmitt desarrolla allí las
diferentes clases de Estados con arreglo a las situaciones frente a las que deben responder y no desde una
valoración atemporal de los mismos.
78
a. Romantización
vive, pero también reconciliarse permanentemente con ese único mundo en el que se
puede vivir o al que no se puede trascender, debido a una “suspensión de toda decisión”,
de la cual surge la ironía romántica. Con respecto a los románticos, lo importante de
esta posición consiste en que ante la suspensión de la decisión el romántico pretende
hacer del orden inmanente uno trascendente, sin percibir la confusión actual entre
ambos. En otras palabras, el romántico evita una honda decepción frente a su anhelo de
una realidad trascendente por medio de la trascendentalización del tiempo inmanente,
para lo cual se sirve de la capacidad estética para resaltar aspectos desconocidos y
sorprendentes del objeto y para hacer una constante fusión de contrastes estéticos, que
sirve de compensación a su falta de poder configurador efectivo de lo real, a través de la
decisión.
b. Ironización
Sin embargo, la romantización sólo puede serlo de objetos que están lo suficientemente
lejos del romántico como para que no alcancen a herir su susceptibilidad egótica. En
efecto, Schmitt dice que los románticos no osaron romantizar su propia época, la
burguesa, sino que la ironizaron (164). Allí cuando al romántico se le aparece la
realidad de tal manera que queda obligado a reconocerla en mayor medida, él hace uso
de la ironía. Con esta puede coquetear con la idea de reconocer la realidad, pero sin
perder las posibilidades infinitas de expansión sentimental. La ironía “hace jugar una
contra otra [realidad] para paralizar la realidad limitada que en cada caso se presenta”
(134). Mientras el romantizar muestra aspectos ocultos del objeto, gracias a los cuales
éste se libera de su existencia cósica, la ironía parece tener mayor apego a la realidad
cósica, pero no para reconocerla, sino para iniciar una burla. En tal sentido, Schmitt
sigue la crítica de Kierkegaard a la ironía romántica, tal como este autor la desarrolla en
su tesis doctoral. Para Kierkegaard, la ironía no es únicamente una estrategia verbal,
sino una forma de vida bajo el dominio de lo estético. Hablar irónicamente conllevaría
la pretensión de no ser entendido en las últimas intenciones para cualquier público, sino
sólo para un grupo reducido que puede acceder al sentido figurado de las ironías. Lo
cual no quiere decir que sólo unos pocos puedan estar en capacidad de conversar
irónicamente, sino que quien lo haga debe estar en actitud de dar un sentido que inicie
juegos inadvertidoscon respecto al sentido literal, si quiere participar de esta suerte de
élite aristocrática deconversadores irónicos. Ello no significa que el ironista sea un ser
sociable, puesto que él ironiza por el placer de gozar de sí mismo; por auto-satisfacción
con el juego del yo que se oculta y sale, sin que nadie lo perciba. Y si alguien es
llamado como testigo de este juego, lo es sólo en tanto asegure a él mismo de sí mismo
(Cross, 129). Esta actitud le ofrece libertad, pues la indeterminación de lo irónico hace
que el ironista no se comprometa con ninguna valoración o comprobación de verdadero
o falso. Schmitt lo resume con la frase “ese no es él, no es suyo”. Como las expresiones
irónicas son ambivalentes, estas pueden ser entendidas en uno u otro sentido, y si
llegase el caso de que el ironista desatara un problema por causa de dicha ambivalencia,
la responsabilidad residiría en la interpretación. Mientras tanto, él es “libre de
81
responsabilidad” (130): esta recae sobre el escucha, de quien el ironista se puede burlar,
a través de más ironías. Esta es la ironía más radical para Kierkegaard (131), en la cual
se queda libre en relación con lo dicho y con el otro, no sólo en el sentido de que este
otro es quien lo escucha, sino el otro en general: el vecino, el ciudadano o el enemigo,
categorías que sucumben a la indiferencia. Para que pueda efectuar su juego, el ironista
debe simular seriedad, pero no hay cosa que él odie más que la seriedad en cualquier
práctica social, en la que estará sólo por mor de una simulación necesaria para reiniciar
su juego, como lo dice Kierkegaard: “para él, la entera realidad ha perdido enteramente
su validez; ha devenido extraño a la actualidad del todo del mundo sustancial”
(Kierkegaard en Cross, 134).
c. Totalización
La ironía no puede entonces más que aplazar y disimular la posición ambivalente de los
románticos, y por ello el romántico acude a una categoría “aparentemente más
importante”: la totalidad. Con esta se le abre ahora la posibilidad de apoderarse
“completamente y de una vez de todo el universo” (135). No se trata de la superación
del romantizar y del ironizar, sino de su incorporación en un movimiento en el que,
según el fragmento 66 de Novalis, “todas las casualidades de la vida son materiales con
82
los cuales podemos hacer lo que queramos, todo es el primer eslabón de una cadena
infinita, el comienzo de una novela infinita” (Novalis en Schmitt, 146). Aquí se
muestra el por qué en la introducción al libro Schmitt dice que la definición del
romanticismo propuesta en el libro hace justicia a la etimología de la palabra, pues
romantish deriva de Romanhaft (novelesco) y esta de Roman (novela). La categoría de
la totalidad es una forma de concebir el tiempo a partir de contracciones en puntos de la
realidad que se han vuelto simplemente interesantes, y a partir de los cuales hay una
apertura de un tiempo infinito, que a su vez se recogerá en otros puntos. Como lo dice
Schmitt, el deslizarse por esa totalidad romántica consiste en el movimiento en el que
“cada instante se transforma en un punto a partir del cual construyen, y como un
sentimiento se mueve entre el yo comprimido y la expansión del cosmos, de este modo
cada punto es al mismo tiempo un círculo y cada círculo un punto…” (137). Este
movimiento tiene entonces la estructura de la “puntualización y la ciclización”, de la
auto-limitación y la expansión. Convertida la realidad en mera ocasión para el
despliegue de la novela infinita, cada momento presente alcanza su identidad con un
tiempo que parece ser la suspensión del mero pasar característico del momento. Así
pues, la infinitud contenida en el presente en la novela infinita es la clave de la
trascendentalización de lo inmanente, esto es, del paroxismo de una actitud evasiva que
confunde la trascendencia con la inmanencia, pues de antemano se resigna a no
trascender la realidad en su reconocimiento objetivo y en la decisión. La novela, así, es
el sueño de la infinitud: “el presente puede ser el punto que la tangente de la infinitud
toca al círculo de la finitud; pero es también el punto de partida para una línea al infinito
que puede tomar cualquier dirección.” (139) Esta novelización del mundo contiene la
clave de la forma particular de neutralización de lo político por vía estética, propia del
romanticismo.
psíquico como físico”, así como la explicación de la concordancia entre estos últimos.
Sin embargo, el sistema ocasionalista “no explica el dualismo, sino que lo deja subsistir
y lo vuelve ilusorio” (151). Antes de profundizar en el sistema de Malebranche, estas
palabras Schmitt aluden a una postura que deja de concebir la realidad, primero, como
mundo cósico que tiene su propia legalidad objetiva, y segundo, como oposición de
principios y cosas que entran en tensión mutua, entre los cuales hay necesidad de
valorar y de elegir. El ocasionalismo desparece las cosas en su sustancia y neutraliza la
tensión presente en todo dualismo cuando este se convierte en la ocasión para la
intervención de un “tercero superior”, Dios, frente a quien dicha tensión es sólo un
pretexto para el ejercicio de su actividad creadora. Schmitt califica a esta manera de
pensar a Dios, desde el punto de vista del creyente católico, con la expresión Deus ex
machina, la cual alude al momento en el que el conflicto trágico del héroe en la
representación griega es solucionado en la medida en que es ignorado. La estructura
ocasionalista consiste, pues, en un “tercero superior” en que desaparecen las cosas y los
principios contrapuestos, y en que dichas contraposiciones no son reconocidas en su
tensión mutua sino sólo como ocasión para la acción del verdadero principio que es el
tercero superior (152).
irresponsabilidad que puede pasar cada vez con creciente compromiso, desde una esfera
inconsciente a otras más conscientes. Ya con la metafísica del ocasionalismo
subjetivado en claro, es posible ahora extraer las implicaciones del romanticismo en lo
político, con respecto a esta pregunta. Como se vio, el romanticismo se entrega al
desarrollo espontaneo de los hechos históricos, pues considera que cualquier
intervención es de por sí mala. Ello se deriva de su falta de criterios de distinción entre
justo e injusto, y la consecuente indecisión que los lleva a plegarse a las realidades
dominantes y las decisiones ajenas, verdadero contenido de su pretendida entrega al
orden espontaneo de la historia. Y sin embargo, los románticos esconden su pasividad
en la pretendida “durabilidad” histórica, que ya no es más el criterio de larga duración
de Bonald, sino la absoluta inmanencia del yo sentimental, ante el cual cada realidad
sustantiva se convierte en un mero término más en la cadena de desplazamientos de
oposiciones y sus respectivas resoluciones en el tercero superior. Como resultado, el
romanticismo piensa una totalidad que avanza a medida en que se extiende la novela
infinita, y dicha totalidad encuentra su forma ejemplar en la idea de Estado como obra
de arte.
Para saber hasta qué punto el romanticismo está comprometido con la lógica de la
irresponsabilidad, es necesario ver si en él cabe alguna forma de responsabilidad. La
única forma de responsabilidad de la que los románticos son capaces, según Schmitt,
consiste en la vida funcionarial “bien dispuesta y servil”, que puede ser utilizada por
cualquier sistema político (171). El énfasis de esta forma de actividad no recaería en la
manera en que una “actividad no romántica” (241) utiliza el servilismo romántico, sino
en cómo la irresponsabilidad se basa en una lógica de evasión de la decisión, que puede
pasar de un nivel inconsciente a otro consciente. En este sentido, la mentalidad
funcionarial calificaría de malo la defensa de lo justo o de lo injusto, todo sea por
cumplir con la “responsabilidad” del funcionario. Sin embargo, que el romanticismo no
tenga una “productividad política” no quiere decir que este no tenga “efectos políticos”,
pues la única productividad que le es dada, a saber, la estética, contribuye a la
neutralización política y a la expansión cada vez más decidida de la lógica de la
irresponsabilidad:
88
realidad, los románticos rinden culto a su propia persona. Como ese culto se desarrolla,
en último término, de forma servil frente a una realidad dominante, la identificación
entre ellos mismos en cuando subjetividad creadora superior y el Estado consiste en una
identificación en sentido alienante. Desde este punto de vista, el subjetivismo
romántico resulta proclive al totalitarismo. El estado para un romántico como Müller
era “una proyección del sujeto romántico en lo político, un supra-individuo, del cual el
individuo particular debe volverse su función natural” (194). Y esto, en el sentido de
que la aparente elevación del yo empírico al yo absoluto que los románticos tomaron de
la filosofía de Fichte, es la posición desde la cual los románticos pueden rechazar
cualquier responsabilidad como premisa para entrar a juzgar sobre lo bueno y lo
malo.La política romántica puede ser llamada la política de la novela, dado que al
remplazar la realidad por una ocasión como punto de partida para un fabular infinito,
siembra la indistinción entre los valores, necesaria para que los románticos puedan
entrar a legislar, en un segundo momento, sobre si algo es bueno o malo, según
corresponda a sus criterios de belleza, si esta es entendida como una cuestión de gusto,
de agrado. Sumidos en la contemplación bella del mundo, el romántico puede sancionar
lo justo o lo injusto como extrapolación de sus sentimientos de agrado o desagrado, que
no puede ir a parar nunca en la ética del subjetivismo iusnaturalista7. Lo agradable, o
también, lo deseable, no es en los románticos una cuestión sujeta a cálculo de intereses
ni expresión de una naturaleza común humana, sino la negación de cualquier
racionalidad jurídica: la expresión emotiva libre del yo, que sanciona como malo todo
criterio de diferenciación entre justo e injusto desde esta racionalidad, pues encuentra en
ello lo mecánico, la tiranía. A ello opone el romántico su entrega a la inmanencia del
tiempo, que ellos proyectan en la idea de estado de arte como obra absoluta lírico-
musical. En este punto, los efectos en política del romanticismo rebasan el límite de su
individualidad descomprometida y siembran una lógica de indistinción conforme la
novela incorpora diferentes realidades en su totalización.
7
Así define Kutschera esta ética: “La meta de la filosofía moral, en esta atmósfera intelectual [confianza
en la razón], debía ser la fundamentación de las normas morales como reglas resultantes de un
compromiso razonable de intereses en una sociedad, camino que iniciaron Locke y Hobbes con su teoría
del contrato social; una ética social que ofreciera al individuo la mayor libertad posible, y que se ocupara
de cuestiones políticas y legales” (Kutschera, 112).
90
En este punto, Schmitt descubre que para tener un “efecto político” no es necesaria la
existencia de un programa concreto, sino una forma general sin contenido determinado
que produce identificación con algo, cuya figura siempre está por salir a flote,
musicalmente. El Estado no es el sujeto de la decisión encargado de la realización del
derecho y la entidad mediadora a través de la cual el individuo obtiene su sustancia
ética, sino el Estado que musicalmente siempre está por tomar figura a imagen y
semejanza del yo romántico. En tal sentido,el romanticismo no es un programa político,
si por político se entiende el reconocimiento de un conflicto que conlleva a la enérgica
decisión, pero sí es una “música intelectual para un programa político”. En esto reside
la definición de lo que Schmitt conoce como “romanticismo político”:
Schmitt concluye en las páginas finales de su libro que no hay conexión necesaria
alguna entre romanticismo y Restauración, ni aún entre aquél y la Revolución. En tal
sentido habla a sus contemporáneos: “no debemos dejarnos seducir por una
terminología poco clara e histórico-literaria…, y confundir la expansión de lo estético
que subyace al movimiento romántico con una fuerza política” (240). Las ansias
románticas de superioridad sobre el presente condenan al romántico a la ironía: “toda
forma de romanticismo está al servicio de otras energías no románticas y la elevación
sublime por sobre la definición y la decisión se transforma en una compañía servil de
fuerzas y de decisiones ajenas” (242). En este punto, Schmitt enfatiza el carácter
“disolvente” del concepto de ocasio, el carácter débil de la totalización en lo político. Y
por ello, dice que el romanticismo no puede producir nunca una comunidad en torno a
ideal de homogeneidad: “la embriaguez social no es la base para una asociación
duradera” (226).Dicha totalidad no produce esta “asociación duradera”, pero en su lugar
puede disolver las bases para una asociación tal.
elemento personal, el sujeto político en sentido fuerte.En tal sentido, Jorge Dottidice en
la introducción a Romanticismo político que “sean o no consientes de ello los
románticos, esta creencia estetizante se sostiene en la existencia real y concreta, no
imaginaria, de condiciones extra-subjetivas que garantizan el juego de la fantasía”
(20).Análogamente, como lo dice Schmitt en su Teología Política I, la normalidad
fáctica que los liberales toman como mero supuesto externo para pensar la validez de la
norma, sólo es posible tras el orden que se instaura tras el acto fundacional de la
decisión (18). Así mismo, el esteticismo romántico es posible sólo una vezel acto de la
decisión ha puesto un orden de derecho, gracias al cual puede haber una época burguesa
de seguridad, bajo la cual crece y se nutre el individuo autónomo, incapaz de reconocer
cualquier autoridad y sustancialidad ética. Sólo la decisión, dice Schmitt en la Teología
política Icon respecto a la idea liberal de una norma fundamentada en sí misma, puede
crear una situación “dentro de la cual puedan tener validez los preceptos jurídicos”: “no
existe una sola norma que fuera aplicable a un caos. Es menester que el orden sea
establecido, si el orden jurídico ha de tener sentido” (18).Por analogía, en la crítica al
romanticismo, para que el sujeto individual pueda tenerse a sí mismo por fundamento
del mundo debe haberse dado primero un orden de derecho que garantice la posibilidad
de existencia de aquello sobre lo que recae su actividad romantizadora. Así lo plantea
Dotti con respecto a los románticos: “mientras que la subjetividad romántica se auto-
justifica mediante su renuncia a toda decisión auténtica, el marco cultural que confiere
sentido a este posicionamiento infinitamente contemplativo y dialoguista… reside en el
ejercicio de la soberanía, tal como lo legitima la lógica decisionista” (21).
respecto a la decisión es que ella brota del caso límite, que por naturaleza no está
reglado ni previsto, de tal modo que este resulta excepcional en todo el sentido del
término, lo que hace llamar a su filosofía “una filosofía de la vida concreta”.
morir en la guerra es algo último, confiere en ello una soberanía sobre todo lo que es,
una soberanía análoga a la „superioridad‟ que el romántico político tiene en virtud de su
principio de ocasión” (Löwith,147).
Ahora bien, la existencia amenazada es la existencia que debe ser defendida desde el
reconocimiento de la relación amigo-enemigo como constitutiva de lo político. Se trata
del “modo propio de ser”, de la propia Lebensform, que tiene una dimensión ontológica
y así corre el peligro de ser negada por el otro. Ante ello, Löwith se pregunta si el
“modo propio de ser” tiene una realidad ontológica que debe ser protegida
políticamente ante otro que se afirma ontológicamente de tal modo que sea inevitable un
conflicto en situación o si sólo la decisión de entrar en guerra con el otro inaugura la
enemistad (147). Esta pregunta puede ser interpretada también como la búsqueda de
saber si la distinción amigo-enemigo tiene un fundamento ontológico o es puesta por el
soberano como dualismo necesario como campo de su actividad creadora, en analogía
con la relación entre dualismo y el tercero superior de Adam Müller. Si esto úlitmo
llegase a suceder, entonces el enemigo no se definiría sino con arreglo a una ocasión,
cuyo criterio no es otro, a su vez, que la mera facticidad de la amenaza sobre la que ha
decidido el soberano. Löwith dice que Schmitt soporta ambas interpretaciones.
5. El decisionismo schmittiano
Ahora bien, ese lugar de ruptura en el que emerge la decisión pone un sujeto como
culminación y a la vez soporte del orden fundado y su interpretación. En “El valor del
Estado y la significación del individuo” (1917) Schmitt dice que este sujeto es el
Estado, puesto por el derecho, la idea, como punto de mediación entre ella misma y su
realización. El Estado como sujeto de la decision es puesto por el derecho en analogía
al Dios de la ética kantiana, en la cual Éste es una suposición necesaria y autorizada por
la razón práctica como creencia, en orden de que el continuo esfuerzo por cumplir con
el deber tenga un sentido positivo con respecto a la pregunta por la felicidad: “der
Begriff des staates bekommt so für das Recht eine genau analoge Position, wie sie in
der Gottesbegriff, der aus der Notwendigkeit einer Verwirklichung des Sittlichen in der
realen Welt entspringt, für die Ethik einnimmt” (Schmitt en Nicoletti, 117). El derecho
antecede al Estado y le da su valor, tal como lo dice Schmitt en “El Estado y el valor del
individuo”: “Das Recht ist für den Staat, un einem Ausdruck des hl.Augustinus zu
verwerten, origo, informatio, beatitudo. Darum gibt es keinen anderen Staat als den
Rechstaat und jeder empirische Staat empfangt seine Legitimation als erster Diener des
Rechts” (Schmitt en Nicoletti, 1988, 116).
98
El derecho aparece en esta cita como un orden más amplio que el Estado, y este, como
un sujeto encargado de su realización. Y para esta realización, en Teología política I se
plantea la paradoja que Villacañas expresa en términos de que “en el Estado siempre
hay algo que sólo tiene significación con respecto al derecho, pero que en el fondo está
más allá del derecho”(Villacañas, 113). Y eso que está más allá del derecho como
figura liminar entre este y su realización es la soberanía y sus dos elementos centrales, a
saber, el personalismo y la decisión. De tal manera que en la Teología política I se
acentúa el hecho de que el Estadocomo realizador del derecho, y esto lo dice Schmitt
rescatando ciertas premisas de Wolzendorff de la tradición del corporativismo, no es un
simple pregonero del derecho. Esto es, el Estado no debe reducirse a una función
meramente ordenadora, sino que, ante todo, es el mediador entre su idea y su aplicación,
según se formula en la Teología política I: “la forma jurídica se rige por la idea jurídica
y por la necesidad de aplicar el pensamiento jurídico a una circunstancia concreta, es
decir, por la realización del derecho en el sentido más amplio de la palabra” (38).
8
En “El Estado y el valor del individuo”, Schmitt también habla de una indiferencia de frente toda
determinación positiva o un contenido concreto, que mana del impulso del Estado por realizar el derecho:
“Zwinschen jedem Konkretum und jedem Abstraktum liegt eine unüberwindliche Kluft, die durch keinen
allmählichen Übergang geschlossen wird. Daher ist es notwendig, dass in jedem positiven Gesetz dies
Moment des blossen Festgestelltseins zur Geltung kommt, wonach es unter Umständen wichtiger ist, dass
überhaupt Etwas positive Bestimmung wird, als welcher konkrete Inhlat dazu wird. Diese inhaltliche
Indifferenz … ergibt sich aus dem Verwirklichungsbestreben des Staates” (Schmitt en Nicoletti, 120).
99
9
En su ensayo “Creación de la nada y autolimitación de Dios”, Scholem dice que esta doctrina sólo pudo
sobrevivir en el cristianismo de manera herética, pero a la vez como testimonio del vínculo con su
ancestro hebreo. Dicha doctrina habría sido introducida a la iglesia por Juan Escoto-Eriúgena. Según él,
“todo ser creado está en último término fundado en el mundo ideal de las causae primordiales, el
fundamento primordial de cada ser. Pero este mundo de las causas primordiales no es creado de una
materia, pues es la misa sabiduría divina, ni solamente algo exterior, pues fuera de Dios nada existe. La
nada de la creación de la cual él ha creado todo, es más bien él mismo, „pues la inefable claridad de la
bondad de Dios, insondable para cualquier pensamiento humano o angélico, en el lenguaje de la teología
mística se llama nada, puesto que aquélla ni fue, ni es ni será‟” (1998, 62). En otro pasaje del ensayo
Scholem da cuenta de la identificación entre la voluntad divina creadora y la nada, que es más propia de
la cábala mística judía: “la voluntad de Dios no es una cosa. Pues toda cosa tiene un final; mas lo que
está más allá de lo finito está en la voluntad. Esa voluntad de Dios, que puede describirse como nada, es
en su manifestación la creación, y no hay otra creación sino ésta” (61). La decisión como absolutamente
creadora podría resultar una forma de interpretación de estos dogmas teológicos, tras la cual se erige la
analogía entre soberanía y Dios.
100
De resultar así, el mito sería parte constitutiva del sujeto llamado por la idea del derecho
a ser mediador entre ella y su realización, a partir de las renovadas suspensiones de la
ley, en aras de su conservación.Para Juanjouan (2010, 57), Schmitt compartiría con
Rosemberg el hecho de que la Gestalt no es la forma del formalismo o forma de la
forma, pues no hay un gobierno de las formas puras, sino que es acto: “Gestalt ist Tat”.
No hay figura anterior a la configuración y por tanto el acto debe ser entendido como
acto de auto-posición, de tal manera que no hay “figura” en abstracto sino figura como
“configuración” (2010, 75). Por ello, la frase “Gestalt ist Tat” equivale a la frase
“Gestalt ist Gestaltung”, pues allí “figura y conciencia no se sitúan en niveles
diferentes” (2010, 75), sino que son uno sólo en el acto de poner.
Ahora bien, Según Nicoletti, este acto de decisión es “Offenbarung der Seinsordnung,
die in sich nie vollendete Spannung der Ideenverwirklichung, nicht Abwesenheit,
sondern gewollte Gegenwart des Allgemeinen ist” (121). La decisión no es la
realizacion del ideal en el sentido en que se pierda la tensión, ni tampoco su ausencia en
el orden visible de lo real. Se trata más bien, como lo formula Nicoletti, de que la
apertura del orden del ser es apertura del “presente de la generalidad”; un presente en el
que es reconocible un orden concreto, y que en la Teología Política I es la posiblidad de
lo que Schmitt llama, tomando prestada una fórmula de Kierkegaard, una “generalidad
correctamente entendida”, opuesta al “mecanismo coagulado de la repetición”(29).La
situación normal creada por la decisión, tras la cual el derecho puede ser aplicable, no es
la normalización que tiene lugar a medida que el caos se va apagando, sino una
determinada manera de resaltar el abismo sobre el que reposa el orden concreto, gracias
a lo cual este puede renovarse. Y en ese sentido, la decisión es también “Offenbarung
der Krise, des Abgrundes als Gefüge des Realen, das der Ordnung durch ein Subjekt
bedarf” (Nicoletti, 121). En tal sentido, la idea de excepción en Schmitt consiste en la
manera en que la trascendencia, en tanto la soberanía está fundamentada en el tropo
teológico de la creación absoluta, puede hacerse inmanente como estructura de la
realidad. El soberano es la figura liminar entre lo trascendente y lo inmanente; une los
dos planos a través de su decisión, en la cual se suspende el derecho y se crea derecho.
102
La apertura del presente no es un tiempo que está presente a cada momento, sino tan
sólo en las mediaciones que constituyen la intervención del soberano en el decurso
histórico en el estado de excepción. Por ello, Villacañas dice que la mediación entre lo
divino y lo bajo en Schmitt tiene carácter “intermitente”. En tal sentido, la teología de
Schmitt arraiga en último término en su filosofía de la historia, aquella concepción del
tiempo como una dimensión telúrica irracional que sale a flote por periodos, pone de
relieve el dualismo o el conflicto, y gracias a él, en la Representación, adquiere una
forma que pone un nuevo orden. Schmitt opone la decisión a este tipo de repetición, en
tanto acto performativo que también lleva inscrita su propia repetición en el sentido de
una constante posibilidad de renovación y apertura del orden del ser.
mediadora entonces consiste en las figuras del Estado y la soberanía (Villacañas, 1996,
49):
Por último, frente a las críticas de Löwith, más adecuada que la noción de ocasión en
sentido romántico para pensar la intervención del soberano en el continuum
normativizado de lo histórico, resulta ser la noción de Kairos. Esta significa, como lo
explica Navarrete (206), que la ocasión adecuada no consiste en tomar una contingencia
como excusa para inventarse un orden, sino como oportunidad para tender un puente
entre los dualismos, con el fin de dar forma a una época. Así mismo, en lugar de
oportunismo, dice Villacañas, el término “flexibilidad” sería más correcto, y a él
correspondería la idea de “complexiooppositorum”. En tal concepto se encuentra la idea
de que la iglesia siempre se ha valido del dualismo del mito y ha sabido pactar con él
con el fin de “encausar hacia Roma los complejos e instintos más primarios” (Schmitt,
10), en medio de una flexibilidad y una rigidez que termina en la teoría de la
infalibilidad papal. Por lo anterior, es entendible que pese a las semejanzas que Löwith
concibe entre el decisionismo y el ocasionalismo romántico, se trata de dos puntos de
vista totalmente opuestos. Y que el mito juega un gran papel en su diferenciación.
106
1. Consideraciones pre-eliminares
Un lugar común en la crítica a Schmitt dice que este tiene una concepción estética de lo
político, lectura inaugurada con el artículo de Löwith, pero que recibe toda su fuerza en
una tradición ya amplia desde la idea benjaminiana de “estetización de la política”,
propia de su ensayo de 1934 “El arte en la época de la reproductibilidad técnica”. Allí
Benjamin dice que bajo las ideologías totalitaristas la guerra y la muerte se convierten
en objetos de percepción estética; no se trata de que el arte los tematice, sino que ellos
en sí mismos son vistos como arte, a tal punto que se puede gozar con la muerte propia.
Como lo refiere Neil Levi, en esta línea Habermas habla de una surrealista “estética de
la violencia” en la obra de Schmitt, mientras que Wollin habla de una “estética del
horror” en su ensayo “The Conservative Revolutionary Habitus and the Aesthetics of
Horror” 10 (Levi, 2007, 36). Para estos autores la estetización de lo político es
inmediatamente fascismo, y en el caso de Schmitt, señalaría una fascinación cuasi-
estética, y políticamente peligrosa, con la ruptura y el caso límite (32). En defensa de
Schmitt, Levi dice que en estas formulaciones los autores no dan cuenta de la
centralidad del orden de derecho que se funda tras la decisión, al cual Schmitt daría
mayor valor que a la excepción misma. De otra parte, tampoco definen qué significaría
una idea política presentada como percepción estética, esto es, por qué resultaría tan
evidente que la ruptura con la normalidad en la que se da la decisión sea un evento
estético. Se refiere, en este punto, a la analogía que existiría entre la situación límite y
la percepción estética que irrumpe en la cotidianidad para mostrar una realidad des-
normativizada (“extrañamiento”). Dicha percepción bien puede hacer parte de la idea
10
Según Wollin, Schmitt tiene una “fascinación por la situación límite extrema –aquellos únicos
momentos de peligro existencial que devienen una suelo propicio para la „autenticidad‟ individual que
caracteriza la Lebensphilosophie-. En la situación límite (Grenzsituation), „la existencia (Dasein)
adquiere trascendencia y es por ello transformada de lo posible a la existencia (Existenz) real‟”. Wollin
dice que este modo de dotar de significado a lo concreto, esta “filosofía de la vida concreta” expresa una
“sensibilidad estética”, “aquella de una „estética del horror‟, definida como… propagación de una
semántica temporal de ruptura, discontinuidad y schock” (Wollin, 1992, 432 y 433). Las consideraciones
de Wollin recaerían, según Levy, en la dramática consideración de que todo encuentro entre estética y
política es inmediatamente peligroso. Su manera de concebir la ruptura y la discontinuidad es también
problemática, pues sustrae a la estética de una capacidad disruptiva, crítica o vigilante.
107
de ruptura de Schmitt, sin que ello signifique que el jurista caiga presa de la misma
crítica que él hace al romanticismo.
A nivel metodológico, además, en una comparación entre las maneras en que Schmitt y
Benjamin leyeron el romanticismo, y su relación con los propios conceptos de política
que cada uno tiene en su pensamiento juvenil, es inaplicable pensar la teología política
del primero en términos de la denuncia de la estetización de lo político del segundo.
Como se vio, en 1919 Benjamin todavía no piensa en una estética heterónoma, según la
cual el mundo artístico obedece a procesos sociales más amplios que ponen en cuestión
su autonomía. Más aún: en su libro sobre el romanticismo Benjamin es un idealista,
pues concibe para sí mismo, en la ropa de las teorías románticas, la obra de arte en su
dependencia exclusiva de la idea del arte, al margen de toda consideración moral o
subjetiva. También es cierto, del otro lado, que la estética romántica conlleva para
Benjamin un pensamiento del tiempo histórico en virtud de los principios teológicos
inherentes a la estética de la pura forma. En ello se juega la idea de una trascendencia
que se vuelque sobre el mundo profano para dejar que los objetos caducos se restituyan
en su autonomía, a través de la destrucción de la ilusión de totalidad de la obra y de la
significación de lo mundano con base en un más allá. En este punto, lo que se juega no
es tanto la crítica a la estetización de la política cuanto la interpretación en torno a la
noción de autonomía del arte en su relación con lo político. No se trata de una
interpretación tan dispar, si se tiene en cuenta que ambos critican cierta noción de
autonomía.
11
Igualmente, en su ensayo “Pluralismo estético”, Villacañas señala con respecto a Metrópolis de Fritz
Lang, que Schmitt valoró en su momento el cine como una instancia poderosa que tenía el poer de
producir Gestalt, en el caso de esta película, en la figura de la comunidad que surge por contraposición a
la figura del proletario.
109
12
Para Villcañas, la falta de un análisis de los nacientes fenómenos de masas habría enceguecido a
Schmmit frente a la posibilidad de ver un auténtico romanticismo político en marcha: “El verdadero
romanticismo político se dará cuando aquél diseño de una omnipotencia del hombre total encuentre la
verosimilitud política de unas masas dispuestas a entregar fidelidad a cambio de disponer de un
sentimiento de plenitud psíquica, centradas en sus garantías de seguridad, de identidad y de certeza. Hoy
sabemos que esa era la borrachera que hace llevadera la soledad, el terror y la muerte” (Villacañas, 2008,
76)
111
saberse como especulación vacía y ficción puesta por mor del saber. La alegoría
conlleva un momento de salvación de la subjetividad, esto es, de trascendencia del
orden meramente subjetivo, para mostrarse ella misma como significante que expresa la
caducidad histórica. Como expresión de lo transitorio, la alegoría conlleva la
posibilidad de una continuo redescubrimiento de la historia en los fragmentos más
envilecidos de experiencia. La ironía formal, a través de su analogía con la forma
alegórica de significación, demuestra que el romanticismo no es subjetivismo, sino una
bien entramada teoría de la reflexión, que incorpora el momento destructivo de la
ilusión de la obra como interrupción de un saber por fuera del nombre, de una ilusión
propia anclada en la idea de que todo tiene un significado absoluto, estable, pre-dado.
La representación más general y común que puede hacerse sobre cada una de las formas
en las que Schmitt y Benjamin piensan la relación entre lo trascendente y lo inmanente
puede ponerse en términos de ausencia/ presencia de la Representación. Como se vio
con respecto a Schmitt, para este autor es posible y necesario pensar la relación
mencionada bajo los términos de una estructura cristológica. La redención o la manera
114
Ese doble movimiento sigue siendo aún cristológico, pues el Dios hecho hombre
significa también la divinidad que pacta con las potencias mundanas, pues sólo al
afrontarlas y superar las pruebas que llevarían a confundir el cielo con la tierra, puede
cumplir con su acometido de redención. En tal sentido, como dice Villacañas, “la
violencia del mito siempre habría de aspirar, por su telos inmanente hacia el espíritu, a
fundar un derecho nuevo. Ésa era su creencia metafísica más básica y al parecer se
quedó sólo defendiéndola en medio de los asesinos” (2008, 24). Esta indicación de
Villacañas es importante, puesto que indica el motivo en que se funda el compromiso de
115
Schmitt con el nazismo, pero de manera más amplia, el lugar que el mito ocupa en su
teología política. Y más allá, en términos del propio Villacañas sirve para colocar un
primer punto de comparación entre Schmitt y Benjamin a nivel del sustrato teológico
oculto en el fondo de sus respectivas lecturas sobre el romanticismo. Esto, porque para
este último autor, al derivar su pensamiento –de manera innovadora- de ciertas
tradiciones judaicas radicales, niega tanto el Cristo como toda forma de Representación
de lo alto en lo bajo. No es sino ver el primer párrafo del llamado “Fragmento teológico
político” –escrito, según Scholem, entre 1919 y 1921- para sostener lo anterior:
soberanía como de estado de excepción. Pues dicho estado no sería para Benjamin lo
excepcional con respecto a la historia, sino el punto en el cual la historia caída, sujeta a
culpa, encuentra su punto de auto-perpetuación; el punto excepcional debido al cual la
historia en sentido retributivo siempre es la historia sujeta a deuda que es. El estado de
excepción permite que el afuera de la ley se vuelva interno, operación en la cual el
tiempo adquiere una consistencia, un carácter duradero que le confiere su estabilidad
frente al caos. Y en tal sentido, la función del soberano es contener el tiempo, agrupar
una y otra vez, y tensionar las partes para configurar un todo, antes de que el todo vuele
o estalle bajo una anarquista y fatal explosión del tiempo que Villacañas, con respecto a
la doctrina del Katechon (y en referencia a Benjamin) describe como la experiencia de
una catarata que devora todo cuanto tiene consistencia en él. como se ve, Benjamin no
teme esta explosión: la exige, pues sólo ella es capaz de hacer estallar el mecanismo de
la repetición mítica y de reorganizar el tiempo histórico sin otra jerarquización formal y
exterior que el mismo “ritmo” de su expansión. Si el término “ritmo” adquiere una gran
importancia en sus escritos juveniles (ya sea “ritmo romántico” o el “ritmo de la
naturaleza mesiánica” en su pasar eterno) es porque este es el eco vivificador del acto
originario de la creación, en el cual la constricción de la ley y los tabúes hechos
necesarios tras la caída son destruidas para dar paso a una auto-determinación de la
forma. En tal sentido, la autonomía de la obra artística romántica, para Benjamin, es
una metáfora del ritmo creador (que, así es como se define la prosa en la disertación)
que, carente de toda constricción formal exterior y a su vez de toda genialidad subjetiva,
encuentra en su propia expansión y contracción anárquicas (teoría de la novela) el
tiempo mesiánico del infinito cumplimiento. Para este no puede ser posible el estado de
excepción, pues es la forma de evitarlo a través de los infinitos nuevos comienzos
carentes de finalidad.
inocentes. Para Schmitt, católico, sólo existe la Tierra consagrada por el Dios-
Hijo, y entonces la acción política, si ya no goza del orden sagrado del derecho,
tiene que describir un pacto con la mitología política y su pluralismo, con la
desnuda vida de la tierra caída, como única posibilidad de reconstruir la teología
política de un derecho futuro más allá del conflicto inmediato y bárbaro. (2008,
22).
En el mismo libro, Villacañas tiene una formulación que concreta lo hasta ahora dicho
en torno a la comparación entre los dos autores, y que pone la perspectiva a partir de la
cual se pretende retomar la lectura sobre el romanticismo en ambos autores, para aportar
al entendimiento de su relación. Al referirse lo que dice el anarquismo sobre la
redención histórica, desde la perspectiva schmittiana, Villacañas dice lo siguiente:
En último término, se puede leer lo anterior como dos posiciones distintas en torno a la
relación entre lo trascendente y lo inmanente: la schmittiana apunta, a través de la
analogía con el milagro y la forma cristológica de la Representación, a pensar lo
trascendente como un descender de lo alto en lo bajo y un canalizar toda dualidad en lo
bajo, aprovechando el mito, para producir un derecho nuevo. La benjaminiana apunta a
una trascendentalización del tiempo inmanente que ante sus ojos resultaría más
trascendente que la trascendencia en forma cristológica, toda vez que ésta, y no la idea
de la destrucción de la ley, sería la verdadera confusión entre ambos planos. La idea de
representar lo sagrado en la tierra sería mítica por mor del dispositivo mismo de la
representación. Esto es, la teoría schmittiana de la Representación podría ser criticada
desde la teoría lingüística benjaminiana, en la cual el lenguaje representativo y
referencial siempre señala aquello que niega; o en términos de Agamben, excluye
aquello que incluye en el orden de la presuposición. En tal sentido, la Representación
soberana que corona el descenso de lo sagrado a la tierra puede operar perfectamente
como una violenta inversión de la relación entre imagen y mundo, una en la que el
mundo debe aspirar a convertirse en aquello que le dicta la imagen. Como tal imagen,
la del soberano sentado en su trono como defensor del orden que surge desde el caos del
mecanicismo y de una era carente de espíritu debido al pensamiento técnico-económico,
sería a su vez, en lo que hace a Benjamin, una figura más del mundo en su estado caído.
Ello se pone de relieve en el libro de 1924 sobre el drama barroco, en el cual el
representante schmittiano, no es para Benjamin el representante de Dios en la tierra,
sino del tiempo histórico. Y como tal, visto desde el punto de vista de una catastrófica
aceleración inarrestable de la tormenta del tiempo, es un representante que ya no puede
realizar su función de contener y agrupar, sino que, como una criatura entre las demás,
es arrastrado igualmente por esa tormenta de tiempo. Sin el ánimo de desarrollar el
contenido de este último libro más allá de los momentos en que se lo ha citado aquí para
esclarecer ideas de la tesis doctoral que merecen ser puestas en relación, esa tormenta
del tiempo es precisamente el contenido de verdad del Trauerspiel, al cual debe llegar la
crítica a través de su método inmanente. Una afirmación que no puede ser desarrollada
en lo siguiente, pero que sirve como contexto de lo anteriormente dicho: la forma
119
La idea del mito como capacidad de producción de Gestalt se deja entrever, en lo que
hace a la generación de una identidad histórica nacional y de una fuerza política que
llama a la movilización, en el dicho que Schmitt retoma del discurso de Mussolinni en
Nápoles en 1922: “nosotros hemos creado un mito, este mito es una creencia, un noble
entusiasmo; no necesita ser real, es un esforzarse y una esperanza, creencia y coraje.
Nuestro mito es la nación, la gran nación que queremos llevar a una realidad concreta
para nosotros” (Mussolinni citado en Kuhn, 72). Esta ficción que es el mito no es
ficción romántica, sino una que pone una realidad, pues es capaz de fundar un orden y
de movilizar las masas a la acción política sobre la base de una consideración
existencial y ontológica. En tal sentido, no contradice el realismo político al estilo de
Maquiavelo, sino que es parte de la intensidad con que debe concebirse el curso de las
cosas en la historia con el fin de producir una decisión, y así, una unión entre la idea y
lo real. El mito no es realidad, pero tampoco mera ficción, es la pérdida de efectividad
de estas distinciones frente a un proyecto más urgente: la creación de algo que debe
tomar figura. En tal sentido, sería pensable para Schmitt un arte politizador, tal como se
mostró más arriba en las breves referencias sobre el expresionismo, el cine y la tragedia.
122
Como se vio en el primer capítulo, aquello que Benjamin piensa que es necesario
interrumpir con el fin de dar cabida a un verdadero tiempo histórico es precisamente la
historia en sentido retributivo. Y esta historia es mito. Lo que el mito significa para
Benjamin varía de texto en texto, pero en la disertación y el conjunto de textos
explorados en este trabajo, directamente relacionados con la disertación, podría
entenderse en varios sentidos: a. orden de la palabra caída que inaugura una realidad y
un tiempo inauténticos, los cuales quedan custodiados bajo el derecho. En este sentido,
la palabra caída, esto es, el juicio, es en sí mismo el mito, dado su carácter auto-
referencial, violento y vacío; b) Éxtasis o estado fuera de sí (manía) en el cual el poeta
produciría obras inspiradas por los dioses, pero también, en analogía con una
concepción trágica de la historia contra la cual riñe Benjamin, un “fuera de sí” proclive
a la efusión de ánimos en los que el sujeto entra en la inmediatez del mito. Ya se trate
de la cólera, del orgullo, de la manía o de la locura, estos estados –que para la época
eran ensalzados por la “Lebensphilosophie” como una forma auténtica de acercamiento
a la realidad- constituyen para Benjamin un peligroso coqueteo con una naturaleza
123
violenta. En qué medida el éxtasis tiene relación con el tiempo del destino y la ley es
algo que puede escaparse a esta exégesis, pero ya en el aparte dedicado a la presencia de
Hölderlin en la disertación se indicó que el éxtasis es preferentemente una forma de
manifestación inmediata de violencia gracias a la cual se trasgrede una ley, por lo cual
el viviente debe ser castigado y sujeto a la culpa. De otra parte, el éxtasis tiene que ver
con el entusiasmo desmedido desde el cual puede ser hecha una identificación, tal como
puede suscitarla la interpretación “dionisiaca” de Hölderlin en cuanto al descubrimiento
de una Alemania secreta. En esta interpretación “éxtasis” consiste también en cierta
forma de “ilusión”, en cierta mistificación de la obra de arte a la cual se le asignan
valores culticos que pueden favorecer una tal identificación. Por ello, Benjamin
contrapone al éxtasis el orden de lo “sobrio”. Así pues, en la disertación, la interrupción
marcada con las palabras “prosa”, “sobriedad”, y en el ensayo sobre Hölderlin,
“cesura”, lo es el orden de la representación en cuanto juicio o palabra caída y del
éxtasis.
En este sentido, a pesar del parecido cuya fuente descansa en un motivo de creación a
partir de la nada, propio de una tradición heterodoxa judeo cristiana, la diferencia entre
el valor de la interrupción reside en que la idea de prosa benjaminiana no sólo no está
precedida por nada, sino que no pone nada. No se funda en n orden concreto, pero
tampoco lo funda. Y esto dado el carácter anárquico de la idea de prosa, que resuena así
más tarde en una de sus tesis sobre la filosofía de la historia: “La idea de prosa coincide
con la idea mesiánica de una historia universal… el mundo de una total y por todos
lados delimitada actualidad… su lenguaje es prosa liberada que rompe con las
constricciones de la escritura” (Benjamin en Wohlfarth, 131). Wohlfarth se refiere a
este comentario: “de acuerdo con cierta versión „anarquista‟ del judaísmo mesiánico, el
mundo redimido será un lugar de „libre cumplimiento‟, liberado de los tabos que
surgieron con ocasión de la caída. Benjamin llama tal libertad „prosa‟… no hay
entonces nada menos „prosaico‟ que la concepción benjaminiana de prosa” (133). Para
resumir el punto, la idea de prosa que Benjamin descubre como motivo último del
concepto romántico de crítica en el romanticismo alemán constituye una forma de
ruptura con el orden de la presuposición y del éxtasis mítico, pero esta ruptura, si bien
sale de la nada, no pone un orden ni una jerarquía ni mucho menos un “faltante”
estructural, que es a lo que se refiere Düttmann con el “orden de la presuposición”.
Para recordarlo, la presuposición es el orden en el cual lo dicho por la palabra no está en
lo que hay que decir sobre lo que es por ser dicho sino que se encuentra presupuesto por
la palabra. Se trata de la manera en que la palabra queda excluida de sí misma, en sí
misma, o por decirlo de otra forma, se trata del lenguaje de la referencia en el que las
cosas referidas quedan como supuestas por la palabra misma, más no como la cosa
misma que debe salir al lenguaje como lo que ella es. La presuposición es el orden de
una exclusión de la cosa, que la incluye a su vez en el orden de un hablar impropio, esto
es, del habla que es llamada como provocación del juicio, el único pecado que conoce el
ser humano –y que, por lo tanto, es el pecado del espíritu lingüístico-. La idea de prosa
consiste en la interrupción de este orden del habla, y con ello, de la exclusión/inclusión
del mundo en el decir propio del lenguaje caído, referencial. En la prosa la palabra dice
125
lo que debe decir, sin excluir nada, pues ella dice la palabra misma. O para ponerlo en
términos de la teoría romántica de la reflexión, la prosa es del orden del Schweben, de
la vacilación o la hesitación gracias a la cual el orden del mundo es suspendido y se
mantiene en tal suspensión con el fin de complementarse constante e infinitamente.
Como se sugirió al final del primer capítulo, el Schweben o la “suspensión”, término
este que Benjamin utiliza a lo largo de la disertación varias veces con su análogo
“pausa”, es ante todo la forma en que se da una indecisión esencial, una vacilación que
es llevada hasta su último término, en el cual no hay ni presencia ni ausencia del Mesías
en la historia, sino el medio, para retomar una formulación de Agamben. La suspensión
y la indecisión propias de la prosa y del Schweben es el medio, o para decirlo de otra
forma, el lenguaje que comunica una comunicabilidad y gracias a ello puede reflejar el
mundo sin presuposición de un mundo anterior a él, sino en una continua progresión
(Progredibilität) cuya estructura es la de la novela. Bien puede decirse entonces, con
Villacañas, que la venia anarquista de Benjamin buscaría una redención en el tiempo y
no tras el tiempo, pero habría que agregar que se trata de una temporalidad que al estar
acompañada de la idea de prosa hace estallar las cadenas de la significación desde la
cual es posible la misma representación de un “en” y un “tras”. O más bien, el “en” de
la liberación en el tiempo es posible sólo si este tiempo hace que quede sin sentido el
“tras” del tiempo, que consistiría en un más allá de la historia y en las mediaciones
históricas de las cuales la teología política sería su pensamiento.
significado del significante, en la que la vida no está promediada por la “forma”. En este
punto podría haber una comparación entre el estado de entusiasmo propio del éxtasis y
la enervación de energía política propia del mito en Schmitt. Para Benjamin, la
exposición del sentimiento inmediato de la vida, en ausencia de la sobria reflexión,
conlleva un pathos dionisiaco que no sólo no devuelve a los modernos la unión efectiva
entre dioses y humanos, propia del mundo clásico griego, sino que los somete a un
destino. El entusiasmo o la desmesura es propicio a la hybris, definida en el ensayo
sobre Hölderlin como el darse figura a sí mismo. Cuando esta configuración brota de la
naturaleza, como entramado de fuerzas míticas, entonces pueden darse las condiciones
para que el mito produzca una Gestalt bajo la cual el viviente queda reducido a mera
vida. En lo que hace a la manera en que se podría comprender la idea de éxtasis en
relación a la enervación de energía psíquica propia del mito, Carl Löwith puede tener un
punto en su idea de un decisionismo romántico. Si el decisionismo no tiene más
contenido que el decidir mismo, y si este recae en el llamado a la guerra tras la
enervación de energía política que produce el mito, entonces dicha enervación es el
único contenido de la decisión. Bajo ella, el sujeto de la decisión sería un sujeto
indeterminado, pues su Lebensform no se deduciría de algún principio ontológico ni de
una forma particular de ser de una nación, sino que se reduciría a mera vida. El
sentimiento de amenaza sería tal para un sujeto indeterminado, para una nuda vida
dispuesta al sacrificio por mor de la decisión misma. La lectura de Löwith recuerda la
contraposición en la cual Benjamin se encontraba frente a los intérpretes de Hölderlin,
quieres querían sacralizar lo que no era más que un sentimiento entregado a las fuerzas
despóticas de la violencia mítica. Desde la lectura del poeta como portador de la voz de
una Alemania secreta, los integrantes del círculo de Georg apoyaban la guerra, y más
tarde Heidegger construyó lo que Lacoue-Labarth llama una “teología poética”13.
13
Para Lacoue-Labarth, la doctrina política de Heidegger encuentra su mejor expresión en sus
interpretaciones sobre la poesía de Hölderlin. En un curso sobre los himnos “Germania” y “El rin” en
1934, Heidegger dice: “el objetivo de este curso es recrear finalmente en nuestra existencia histórica un
espacio y un lugar para lo que es la poesía. Lo cual pasaría solamente cuando nosotros lleguemos a la
esfera del poder de una verdadera poesía y nos abramos a su efectividad. ¿Por qué el poeta elegido para
ello es Hölderlin?... 1) Hölderlin es el poeta de los poetas y de la poesía; 2) de lo cual se sigue que
Hölderlin es el poeta de los alemanes, y 3) desde que Hölderlin es esto en un sentido difícil y recóndito…,
él no ha devenido un poder en la historia de nuestro pueblo. Desde que él no es aún este poder, debe
devenir en él. Contribuir a ello es „político‟ en el más alto y propio sentido…)” (Heidegger en Lacoue-
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Para Schmitt, el paraíso consiste en el orden en que reina la ley. La caída es una forma
de ruptura con ella y la redención, al menos en lo que este pensamiento tiene de
histórico, consiste en el volver al derecho superando la ilusión de eterna normalidad
propia del liberalismo, pero también del pensamiento inmanentista del anarquismo.
Para ello se necesita el estado de excepción sancionado por el soberano, en analogía con
la manera en que Dios interviene en el mundo en el milagro. En tal sentido, la
Labarth, 2002, 164). Para Lacoue-Labarth lo „político en el más alto y propio sentido” tomaría la forma
de una teología política, pues que la poesía de Hölderlin devenga un poder, como lo dice el mismo
Heidegger, depende de que se dé cabida a una nueva historia, “la historia que comienza con la lucha en la
cual se decidirá la huida o la llegada del dios” (Heidegger en Lacoue-Labarth, 2002, 165). Aquí Lacoue-
Labarth no quiere entrometerse en la relación entre Heidegger y la teología, sino que reduce este último
término a la idea de “discurso sobre lo divino”. De allí se deriva el sentido de la tarea asignada al curso
en 1934, en tanto que la tarea del pensar es la tarea de vérselas con la herencia de la poesía de Hölderlin
para preparar la llegada de los dioses. En este sentido, preparar el espacio en la historia de los alemanes
para que el poder de la poesía de Hölderlin sea efectivo es algo que está soportado en una “teología
poética”, pues el poeta habría expresado la radical experiencia de alejamiento del ser, así como una
misión por cumplir, que es una lucha, la cual es vista por Heidegger como un peligro, el mismo que él ve
en un frase de Hölderlin, “el lenguaje es el más peligroso de todos los bienes”, una amenaza del ser por el
ente. Ante esta amenaza es necesaria la cualidad del coraje, toda vez que una amenaza a nivel ontológico
es una amenaza a la existencia histórica, y de allí la responsabilidad y la misión asignada a la poesía. “El
entero comentario sobre la poesía de Hölderlin consiste en saber si los alemanes serán capaces o no de
entrar en la historia y de abrir una historia, la de convertirse en alemanes, justo como los griegos, con su
coraje sin precedentes del cual da testimonio la tragedia, devinieron griegos” (Lacoue-Labarth, 2002,
168). En esta teología poética el poeta deviene un héroe, una Gestalt que funda identidad gracias a su rol
mediador entre los dioses y los mortales, y muestra signos de la divinidad en medio del peligro.
128
como “el saber de la serpiente” o las tentaciones de Satán, según las cuales el ser
humano desea lo infinito y rehúsa de su mundo, encantado como se encuentra en el uso
arbitrario y referencial del lenguaje. La manera en que el ser humano significa el mundo
en su ilusión de un más allá puede ser considerada como un error, pero, en todo caso,
como un error que forma también parte de la actividad de continuo descubrimiento de lo
histórico, una vez la alegoría se ha des-ilusionado. El arte romántico es un primer
eslabón en el momento de destruir la ilusión de que todo lo caduco lleva su valor sólo
como manifestación de lo inteligible o de un más allá. Esta es la premisa de una ruptura
de la cual se sigue otro tipo de ilusión sobria que consiste en un continuo reinventarse el
mundo en la prosa. Se trataría de un movimiento en el que el afán romántico de
absoluto y de trascendencia se traiciona a sí mismo y descubre en los objetos del mundo
prosaico su propia trascendencia.
Con lo anterior en claro, en este trabajo se quiere poner como conclusión, que la
contraposición entre Schmitt y Benjamin, en lo que hace a los motivos que se erigen
desde sus propias lecturas sobre el romanticismo, no es la propia de la intermitencia de
los estados de excepción –como mediaciones entre lo alto y lo bajo- vs la idea de una
intervención del Mesías al final de la historia –como Mesías que se niega a cualquier
mediación y se decide a intervenir sólo cuando ya se acaba el tiempo histórico. Una
contraposición tal puede derivarse de una cierta lectura de “Para una crítica de la
violencia” de 1921, en el cual Benjamin dice que la violencia divina intervendrá para
acabar el ciclo mítico de la violencia que pone y que conserva derecho. Y en tal
sentido, dicha violencia divina aparecería como exterior a la historia –si la humanidad
sumida en el mito no conoce más historia que aquella en sentido retributivo-. También
podría derivarse de una lectura del “Fragmento teológico político” de Benjamin, en el
cual, como queda visto, el Mesías es fin de la historia, su punto final, y no su meta o su
telos. El mismo Villacañas lo dice a propósito de una interpretación sobre la exigencia
benjaminiana del “verdadero estado de excepción”, propia de un texto de madurez,
como lo son las tesis sobre filosofía de la historia:
través de un desarrollo teleológico, no asegura en un primer vistazo que ese fin sea
realmente final y no una ilusión más entre las propias del mundo caído. El hecho de que
el “Fragmento” hable de un fin y no de una meta no criticaría en lo mucho la
expectativa escatológica de un arribo del Mesías en un horizonte futuro, pues el tiempo
de espera quedaría determinado como una duración, una dilación en el arribo final que
aumenta proporcionalmente al sufrimiento. Esa sensación de dilación provocaría la
exigencia del caso extremo por parte de lo sufriente; de una excepcionalidad en la cual
la destrucción catastrófica –el “Fragmento” habla del “nihilismo” como método de la
política mundial- sería premisa de un renacimiento. Pues bien, quisiera resaltar, ante
todo, que esta ambivalencia obedece a una determinada forma de lectura del
“Fragmento” y de los textos benjaminianos que, ciertamente, tienen un lenguaje
fuertemente escatológico. En tal lectura, para concentrar el punto, los sustantivos que
nombran lo mesiánico, trátese de “El Mesías” o la “violencia divina”, tendrían una
suerte de referente positivo en un total “afuera” (de la historia o del ciclo mítico de la
violencia que pone y conserva derecho) y su relación con lo profano encontraría su
solución desde un especial acento en la palabra “fin” o “final”. Esta lectura, sin
embargo, descansa sobre un supuesto del que la teoría benjaminiana del lenguaje
querría prevenir: la idea de dar una cierta realidad por fuera del nombre a aquello que se
nombra.
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