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EL ROMANTICISMO, SEGÚN BENJAMIN Y SCHMITT.

UNA LECTURA COMPARADA


DESDE LA RELACIÓN ENTRE ESTÉTICA Y POLÍTICA.

TESIS PARA OPTAR AL TÍTULO DE MAESTRO EN FILOSOFÍA

PRESENTADO AL DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA DE LA UNIVERSIDAD DE


LOS ANDES, BOGOTÁ, COLOMBIA.

POR, ALEXANDER CARO VILLANUEVA

CÓD. 200918408

TUTORES

PROF. MARIA MERCEDES ANDRADE, DEPARTAMENTO DE LITERATURA

PROF. RODOLFO ARANGO, DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA

PRIMER SEMESTRE DEL 2012


EL ROMANTICISMO, SEGÚN BENJAMIN Y SCHMITT. UNA LECTURA
COMPARADA DESDE LA RELACIÓN ENTRE ESTÉTICA Y POLÍTICA.

INTRODUCCIÓN …………………………………………………………………. 1

Cap I. EL MESIANISMO ROMÁNTICO DE BENJAMIN

1. El romanticismo en el horizonte de la crítica del mito …………………… … 8


2. La noción romántica del medium de la reflexión como metáfora del medium del
lenguaje ………………………………………………………………………… …21
3. El concepto de crítica de arte …………………………………………………… 33
4. La novela como manifestación visible del tiempo mesiánico y la idea de prosa … .54
5. La idea de prosa ………………………………………………………………. .…57

Cap. II. SCHMITT Y EL ROMANTICISMO, LEÍDO DESDE LA TEOLOGÌA POLÌTICA.

1. El romanticismo en el horizonte de la crítica schmittiana a la neutralización política 63


2. La metafísica del romanticismo y la romantización del tiempo histórico…………….72
3. Romanticismo político o la derivación política del romanticismo …………………...86
4. El “decisionismo ocasionalista” de Schmitt, según Lôwith………………………… 93
5. El decisionismo schmittiano ……………………………………………………….. 96
6. La idea del Katechontos como metafísica schmittiana …………………………….102

Cap. III. ESTÉTICA Y POLÍTICA. UNA LECTURA COMPARADA

1. Consideraciones preliminares ………………………………………………………. 106


2. La relación entre teología política y mito en los autores ………………………….108
3. Tiempo histórico y estética romántica ………………………………… ………….. 127

REFERENCIAS …………………………………………………………………………….. 133


1

INTRODUCCIÓN

Walter Benjamin y Carl Schmitt se ocuparon del romanticismo como parte de su crítica
temprana al positivismo y a las ideologías del progreso, ambas características del
llamado proceso de secularización. Se trata del proceso en el cual los referentes de la
tradición religiosa son reemplazados realidades del orden histórico como explicación y
sentido de la existencia humana. En este contexto, ambos autores valoran el
romanticismo como parte de su crítica a las ideologías del progreso y la creciente
mecanización en la modernidad, características de la secularización. Sin embargo, la
lectura sobre el romanticismo en sus obras juveniles es divergente y revela una gran
disparidad en el sentido desde el que cada autor critica la modernidad. Benjamin piensa
que tras las ideas estéticas del romanticismo hay una teología y una filosofía de la
historia, abocada a mostrar la posibilidad de una redención de lo profano. No se trataría
de una redención que salve a lo profano de su carácter profano, sino que encuentre en
los fragmentos efímeros y banales de la experiencia temporal las claves de un
cumplimiento en un presente del infinito devenir, que para Benjamin está asociado a la
idea mesiánica de justicia. Schmitt, por su parte, dice que el romanticismo no se
contrapone a la racionalidad económica y técnica que ha llevado a la parcelación de la
vida moderna y la sacralización de elementos profanos como el individuo burgués o el
dinero, sino que, antes bien, es una conciencia estética que resulta complementaria para
dicha racionalidad. La complicidad entre el romanticismo y lo que Schmitt llama el
pensamiento técnico-económico vendría de la mano de que aquel no conlleva una
teología, sino una forma estética de sustitución de Dios en el yo absolutamente creador.
El año de 1919 marca un punto importante en la consideración de ambos autores sobre
el romanticismo, pues Benjamin presenta su tesis doctoral El concepto de crítica de arte
en el romanticismo alemán, mientras Schmitt da a conocer su libro Romanticismo
político.

El gran referente común del pensamiento de ambos autores, como se comienza a


entrever, es la exigencia de pensar la crisis en la modernidad desde una teología o una
especial forma de relación entre los planos de lo inmanente y lo trascendente, porque
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consideran que estos referentes brindan una visión de conjunto capaz de reconstruir
críticamente los grandes cambios que ha vivido la modernidad en la secularización. La
exigencia de una teología es el contexto en el cual estos autores acudieron al
romanticismo como un paso para aclarar sus propias posiciones. Ambos autores
interpretaron las ideas románticas de ironía, novela y totalidad; ambos dicen que tras
estas ideas hay una metafísica, que el uno llama “ocasionalismo subjetivizado” y el otro
“mesianismo romántico”, mas llegan a conclusiones totalmente distintas en cuanto al
papel que jugaría el romanticismo en el conjunto de su crítica. Y en ello se expresaría
la tensión entre las diferentesformas de relación que toman los planos de lo trascendente
y lo inmanente en cada autor, la cual puede expresarse como la tensión propia entre la
cosmovisión católica y la judía.

La exigencia de una teología recae sobre una época en que las categorías clásicas de la
metafísica ya no satisfacen la necesidad de dar cuenta de los nuevos fenómenos que
conlleva la secularización. Por ello, cuando Schmitt exige una teología como análisis
de los conceptos políticos de su época, no se refiere a la división clásica entre un mundo
verdadero e inmutable, frente al cual habría un mundo aparente, sujeto al devenir y
malo en sí mismo. Tanto en su pensamiento como en el de Benjamin, la teología se
basa en la exigencia del abandono de categorías dualistas absolutas e irreconciliables.
Este interés por la relación entre los ámbitos de lo trascendente y lo inmanente no es
meramente teológico ni especulativo, sino ante todo, una preocupación por la historia, y
en ello existe un vuelco frente a la metafísica tradicional. La dualidad entre lo
trascendente y lo inmanente tiene como objeto un pensamiento histórico, abocado a
superar el inmanentismo. Y más aún, antes que una “superación” del inmanentismo, el
término “ruptura” podría ser más adecuado para las intenciones de ambos pensadores,
toda vez que ellos buscaron el punto de quiebre de “un mecanismo cuajado en la
repetición”, como forma de conocimiento y renovación de lo histórico. En último
término, como se defenderá aquí, la teología de cada autor consiste en una filosofía de
la historia que se deriva de la peculiar forma en que cada uno piensa una relación entre
los ámbitos de lo inmanente y lo trascendente.
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En este contexto, el romanticismo aparece como un abanderado en la pregunta sobre


cómo pensar la trascendencia en una época en la que ésta ya no podía aparecer ante el
pensamiento de una manera tradicional. El romanticismo sintió con intensidad la
pérdida de los referentes sagrados como centro articulador de sentido del suceder
histórico, pero a su vez reclamó el cumplimiento de lo absoluto o el intento de
recuperación de una unidad perdida, simbolizada en Grecia. Y este reclamo, en su caso,
partió de la intención de conquistar dicha unidad entre el suceder del mundo profano y
su sentido sagrado, a través de una categoría estética: la belleza. En su concepto
general, esta significa representación de lo infinito en la obra de arte finita, que los
románticos pensaron como un pequeño sistema incluido en uno universal, llamado obra
de arte absoluta. Y este pensamiento tuvo una incidencia para la filosofía de la historia
y la política, pues cada material del mundo se convirtió para la conciencia romántica en
parte de una gran obra por realizarse. Ya no era suficiente con los valores que cada
ámbito de la existencia había asignado a los conceptos y las realidades jurídicos,
políticos o sociales con los que la modernidad comenzaba a explicarse a sí misma. El
verdadero valor de cada concepto y realidad debía surgir en medio de un proyecto de
realización, por vía estética, de una figura que permanentemente clamaba por tomar
forma visible en el espacio del devenir histórico y de la conformación de la identidad de
la comunidad. Y ello era posible porque los románticos demandaron una total
autonomía estética o independencia de su consideración estética del mundo con respecto
a la moral y a las categorías construidas a través de una especulación ética, jurídica o
política. Sumado a ello, los románticos pensaron en el forjamiento de una nueva
mitología que a su vez supliese el vacío de religiosidad dejado por la secularización, y
desatara un poder para dar forma a aquello que está contenido en la historia como
proyecto o promesa por cumplirse.

La valoración de este proyecto romántico en términos políticos es amplia y sujeta a


discusión. Autores como Jean Luc Nancy y Lacoue-Labarth (2002) han calificado a
esta idea como “mito”, que apunta a la “fusión de política y del arte” con efectos en una
ideología proclive al totalitarismo: “el mito es la potencia de unificación de las fuerzas
y direcciones fundamentales de un individuo o de un pueblo, la potencia de una
identidad subterránea, invisible, no empírica… es un sueño y el mito se hace verdadero
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en la adhesión del ser humano a un sueño, para que la figura cobre figura” (38). La
verdadera fuerza del mito consistiría en su capacidad para configurar, para dar forma,
tal como lo dice Rosemberg, citado por los autores franceses, “la libertad del alma es
Geist”. En una Alemania que todavía no había conformado su unidad nacional, el
romanticismo aportó medios de identificación que si bien tomaban como modelo la
plenitud social y cultural del mundo griego, proponía sus propias alternativas para crear
genialmente una individualidad, a través del forjamiento del mito y de la inclusión del
arte en la generación de identidad. En tal sentido, la secularización por vía estética tiene
implicaciones en lo político, como lo dicen Nancy y Lacoue-Labarth, en la medida en
que el romanticismo se fusione con el mito. En el contexto de los espinosos problemas
de unidad con los que Alemania pasó a la modernidad, esto significa que el
romanticismo aportó las herramientas de identificación propicias para el forjamiento de
una identidad nacional, registrada en el papel de la cultura en la historia alemana como
la divergencia entre Zivilization y Kulturnation; entre Gesellschaft y Gemeinschaft.
Con la fusión entre romanticismo y mito, según los autores franceses, Alemania se
ubica bajo la égida de Apolo, el dios solar, quien “hace surgir las formas como tales, en
su visibilidad, en el recorte de su Gestalt, al mismo tiempo que es el mito de la fuerza o
del calor que permite la formación misma de esas formas” (46).

Si se trata de construir una crítica a cierta forma de absolutización estética con


implicaciones políticas en el proceso de la secularización, cobra sentido el estudio de
Benjamin y de Schmitt sobre el romanticismo, pues este presenta un gran acerbo que da
la oportunidad para definir posiciones propias en lo relacionado con su exigencia de una
teología. Con ello no se quiere decir que el romanticismo sea el movimiento más
interesante que revela el porqué de la identidad y el rumbo del pensamiento de estos 2
autores, sino que este presenta un terreno propicio para pensar la relación entre lo
trascendente y lo inmanente en una época que ya se ha apartado de las formas
tradicionales de hacerlo. Y lo es en la medida en que en el romanticismo las categorías
de mito, filosofía de la historia, política como voluntad de auto-configuración del sujeto
hacen parte de un proyecto de reconstrucción que ni a Benjamin ni a Schmitt podía serle
indiferente frente a sus propios intereses críticos, ya para refutarlo o ya para abrazar
algunos de sus postulados de manera consciente o inconsciente. Estos autores piensan
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que el intento de totalización estético del romanticismo tiene implicaciones para pensar
lo político, pero además, estas implicaciones llaman a revisar el romanticismo como
forma de pensar su propia exigencia de una teología para pensar los problemas de la
modernidad. Porque estas no podrían ser para Schmitt ni para Benjamin una
sacralización de elementos profanos, que es lo que se juega en la idea de una obra de
arte absoluta, sino precisamente la forma de desenmascarar tal pensamiento estético
como un momento de la secularización políticamente peligroso.

En este contexto, para decirlo una vez más, mientras Benjamin concibe el romanticismo
como un medio de ruptura con el inmanentismo, desde consideraciones que parten de
motivos similares Schmitt piensa que el romanticismo es una inmersión estética en
dicho inmanentismo. Con lo anterior en claro, el propósito de esta tesis consiste en
comparar la manera en que ambos autores leyeron el romanticismo en sus implicaciones
en lo político y en relación a las líneas generales y fundamentales en las que se enmarca
su propia teología. Toda vez que en ambos filósofos la relación entre trascendencia e
inmanencia termina en una forma de ruptura con el inmanentismo, la similitud y la
diferencia en torno a la lectura que cada uno hace sobre el romanticismo está dada desde
el que cada uno tiene dicha ruptura. No interesa acá una comparación que recaiga sobre
el mero conocimiento del romanticismo desde una historia de las ideas ni menos cuál de
las dos aproximaciones resultaría ser la más correcta, en cuanto la interpretación de los
textos de Novalis y Schlegel. Antes de ello, la pregunta que estructura el desarrollo de
la lectura que cada autor hace sobre el romanticismo y su comparación consiste la
valoración que cada autor hace sobre la conciencia de autonomía estética romántica en
sus implicaciones políticas, con respecto a la manera en que ellos piensan lo político,
fundamentados a su vez en la forma de plantear la relación entre los planos de la
inmanencia y la trascendencia. De manera concreta, la pregunta que atraviesa este
trabajo consiste en saber si la fusión romántica entre autonomía estética y política
conlleva inevitablemente una dimensión políticamente peligrosa de irresponsabilidad o
si esta puede dar lugar para pensar una idea de lo político a través de la ruptura con las
categorías metafísicas tradicionales sobre las que se ha fundado la filosofía política.
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En cuanto a la comparación se arriesgan algunas valoraciones sobre la manera en que


un autor leyó al romanticismo con respecto a la lectura del otro, evitando lo más posible
mostrar en estas la preferencia por alguno de los 2 autores. Esto no obstante, en aras de
honestidad intelectual, una idea que atraviesa esta investigación consiste en ofrecer
materiales para pensar la valoración de autonomía del romanticismo por parte de
Benjamin como forma de interrupción de la idea de soberanía y de excepción
schmittianas. De ninguna manera esto quiere decir que este trabajo consista en la crítica
a la noción de soberanía de Schmitt a partir de Benjamin. El anterior comentario sólo
señala una preferencia, legítima porque hace parte de las inquietudes que motivaron a la
elección del tema y de los autores. También se han presentado objeciones hechas a la
lectura benjaminiana de los románticos alemanes, a partir de las apreciaciones de
Schmitt.

El interés que guía la comparación entre las dos lecturas sobre el romanticismo
determina que se haya querido mantener cierta correspondencia en la exposición de
cada capítulo. Al comienzo de cada uno de ellos se considera de manera general, y
como pregunta guía de todo el capítulo, el contexto para responder sobre las
implicaciones que conlleva el romanticismo para la comprensión de lo político en cada
autor, así como la relación en que entran dichas implicaciones con el pensamiento sobre
lo político de cada uno de ellos. Fue preciso ubicar el papel que juega el mito en la
exposición del contexto de estas preguntas, puesto que este es, o bien aquello que
distingue el concepto de lo político de Schmitt contra el romanticismo, o bien aquello
que emparenta el concepto de crítica romántico con el propio pensamiento mesiánico
benjaminiano. En una segunda parte de los capítulos se desarrolla lo que dijo cada
autor sobre los románticos, y en qué medida el romanticismo en sus lecturas tiene una
implicación política. En el caso de Schmitt, una última sección se refiere a la relación
en la que se encuentra el romanticismo con respecto a una metafísica en concepción de
una filosofía de la historia. En lo que hace a Benjamin, en tanto su concepción del
tiempo histórico está expresada en la idea schlegeliana de “Reino de Dios”, esta se
expone al principio del capítulo. Dichas aclaraciones sobre la manera en que cada autor
concibe el tiempo histórico son importantes para explicitar la relación entre inmanencia
y trascendencia desde la cual cada autor leyó a los románticos. A su vez, hace más
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claro el por qué cada uno dijo lo que dijo sobre este movimiento. Un último capítulo
pretende sentar algunas líneas de comparación entre los autores, sin pretensión de
exhaustividad. Sólo se limita a concretar las líneas fundamentales sobre las que se
puede establecer un diálogo entre los autores en torno al valor de la autonomía estética
del romanticismo y su implicación en la política.
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EL MESIANISMO ROMÁNTICO BENJAMINIANO

1. El romanticismo en el horizonte de la tarea crítica benjaminiana al mito

En este capítulo se abordará la pregunta sobre la derivación política que tiene el


romanticismo en la lectura que hace Benjamin sobre él en su disertación doctoral y la
relación de esta con su propia idea de crítica a la modernidad, la cual se erige desde un
pensamiento influenciado por el mesianismo judío. Al respecto, es necesario hacer
notar con Uwe Steiner (2001, 44) que los textos tempranos de Benjamin brillan por su
falta de tematización explícita sobre la manera en que él entiende lo político. Para el
comentarista, un tal concepto sólo se podría reconstruir siguiendo algunas ideas básicas
y persiguiendo sus manifestaciones a través de sus breves y densos textos juveniles, de
manera coherente. Ante ello, la primera labor, agrega Steiner, consistiría en situar el
pensamiento político juvenil de Benjamin en una filosofía de la historia, a lo cual habría
que añadir, también, “en una filosofía del lenguaje”. Lo primero porque Benjamin se
preocupa, no sólo en su juventud, por pensar el tiempo histórico desde el referente judío
de la justicia. Como se verá, para Benjamin la justicia es liberación del tiempo de las
constricciones propias de las representaciones lineal y circular del mismo. Lo segundo
porque para él dichas representaciones encuentran su soporte en una cierta forma del
lenguaje, y que así mismo pueden ser interrumpidas por otra forma del lenguaje que él
llama “lenguaje puro”. Para Benjamin la crítica tiene un sentido que varía en sus
diferentes textos, pero en términos generales, esta puede ser entendida dentro de la tarea
por entrever el cumplimiento de lo mesiánico en lo profano. Referida a la acepción
específica de crítica literaria, la crítica consiste en las prácticas interpretativas de textos
literarios tras las que se busca interrumpir formas de significación en las cuales se
soportan las representaciones del tiempo carentes de un presente pleno.

Ciertamente, en su disertación doctoral sobre el romanticismo Benjamin se refiere a la


conciencia estética propia de este como una forma que tiene la potencialidad de
interrumpir el tiempo del progreso, y nunca se refiere al tiempo circular del mito de una
manera decisiva, tal como sí lo hace en textos escritos antes o inmediatamente después
de la disertación como “Carácter y destino” (1917) o “Para una crítica de la violencia”
(1921). La tarea de la crítica literaria encaminada específicamente a interrumpir la
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representación mítica del tiempo se inaugura en Benjamin con su ensayo sobre “Las
afinidades electivas” de Goethe, comenzado a escribir casi simultáneamente con las
líneas finales de la disertación, y tiene un gran antecedente en su ensayo de 1914 “Dos
poemas de Hölderlin: „Coraje de poeta‟ y „Timidez‟”. Sin embargo, no debe pensarse
que la distinción entre tiempo lineal del progreso y tiempo mítico conforman dos
unidades discretas para las cuales Benjamin emplea distintos textos literarios y
conceptos de crítica. Ante todo, desde su formulación teológica del problema, para
Benjamin el tiempo histórico pertenece al tiempo inaugurado después de la caída en el
pecado original, y por tanto se trata del tiempo en el que reina el mito, sea que este se
afirme desde el capitalismo naciente y sus procesos de tecnificación como un tiempo del
progreso. Ni el progreso es una dimensión carente de mito, ni el mito es una realidad
que se acaba una vez la modernidad entra en concepciones del mundo que bajo su
discurso de racionalidad pretenden superar la teología y la metafísica. En razón de lo
anterior, mientras la mayor parte de los acercamientos a la disertación doctoral sólo
hacen mención de cierta oposición de Benjamin al tiempo del progreso, en este trabajo
se mostrará la necesidad de leer dicho estudio sobre el romanticismo a la par con la
preocupación de Benjamin por pensar una interrupción del mito. Con ello se pretende
extraer la significación histórica del acercamiento del autor al romanticismo, pues una
lectura que sólo se atenga a la idea de un “romanticismo anti-capitalista” deja de resaltar
no sólo los núcleos fuertes históricos del texto, sino también su potencial crítico contra
el capitalismo. Por lo anterior, como forma de arribar a una formulación de la idea
benjaminiana de lo político, en la que se juega una filosofía mesiánica del tiempo y del
lenguaje, es necesario explicar cómo concibe el joven Benjamin la historia desde sus
referentes teológicos judíos. Dentro de dicha concepción resultará evidente por qué
Benjamin quiere investigar el romanticismo y su concepto de crítica de arte. Y para ello
resulta imprescindible el desarrollo de su teoría mística del lenguaje.

a. La teoría mística del lenguaje y las representaciones circular y lineal del tiempo

La tesis que abre el ensayo de 1915 sobre el lenguaje dice que todo cuanto existe,
animado o inanimado, participa del lenguaje en el cual y no a través del cual comunica
su “esencia espiritual” (geistliches Wessen). “La palabra lenguaje en esta acepción no
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es en modo alguno una metáfora” (91), añade Benjamin para hacer notar que hay un
sentido en el cual en verdad todas las cosas tienen un lenguaje –así este no sea el de las
palabras- y en el cual lo que se comunica de ellas no es una representación carente de
realidad, sino en todo caso algo conectado con su existencia, su “esencia espiritual”.
Como lo dice Jacobson, si la afirmación de que cada cosa, animada o inanimada, tiene
un lenguaje en el cual comunica su esencia espiritual fuera una metáfora, entonces
Benjamin pensaría en una pura representación en la cual no hay una cosa que sea la
cosa misma, “una representación sin existencia”, que “comunica ausencias en lugar de
sustancias (das Wesen)” (2003, 99). Esta última solución no es la de Benjamin, para
quien tal concepción metafórica del lenguaje sería una abstracción, una idea inteligible,
pero infructífera, ya que en ella el lenguaje se presenta como vaciedad. El desarrollo
del texto conlleva un problema interpretativo, pues no queda claro cómo es que
Benjamin puede hablar de la esencia espiritual de las cosas si estas no son más que
lenguaje, mientras que, de otra parte, niega que ello pueda ser entendido en un sentido
metafórico. Benjamin niega una solución realista, según la cual existiría una cosa en sí
de la cual sólo se puede comunicar y conocer aquella porción que coincide con su
espíritu lingüístico. Dicha solución admitiría la idea de una cosa que sea ella misma,
pero desconocería que esa cosa se da ella misma en el lenguaje: “No, aquello que en un
ser espiritual es comunicable [su esencia espiritual] se manifiesta con la máxima
claridad en su lenguaje…; [en su lugar] eso comunicable es inmediatamente el lenguaje
mismo” (93). En tal sentido, Jacobson afirma que el propósito de Benjamin sería pensar
el lenguaje de tal manera que no opere en él la clásica división entre esencia y
apariencia: “La sustancia lingüística de una cosa es sustancia comunicable, la cual es
siempre su espíritu y por ello su lenguaje. Esta proposición no apunta a una división
entre apariencia y esencia, pues no se trata de que la sustancia espiritual de una cosa es
sólo aquello que aparece claramente expresado en el lenguaje, sino que es el lenguaje
mismo” (93). La esencia espiritual de una cosa se comunica en el lenguaje no como su
manifestación sino como lo que ella enteramente es, y ello sucede en la medida en que
como puro lenguaje ella no comunica otra cosa que el propio lenguaje. Benjamin
construye el concepto de “medium de la comunicación” para referirse a la originaria
inmanencia en la que el lenguaje no comunica objetos exteriores sino al lenguaje
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mismo. En el medium el lenguaje revela inmediatamente aquello que cada cosa es,
mientras que, en ausencia de cualquier objeto exterior que lo delimite, tiene su propia e
inconmensurable infinitud. Inmediatez e infinitud son las dos cualidades del medium de
la comunicación.

La diferencia entre el lenguaje de las cosas y el del ser humano radica en que el ser
espiritual de este último consiste en nombrar. El nombre es la esencia más interior del
lenguaje: “allí donde la esencia misma de la comunicación es el lenguaje en su absoluta
integridad, allí solo está el nombre y allí el nombre está solo” (95). Dada su propiedad
exclusiva de nombrar, toda la naturaleza se comunica a través del ser humano, dice
Benjamin, con lo cual se quiere subrayar que la actividad de nombrar es al mismo
tiempo réplica y complementación de la actividad todo-creadora del verbo, exclusiva de
Dios. La complementación radicaría en el hecho de que gracias al nombre todas las
cosas aparecen en lo que ellas son, y en ello radica que el nombre, en el que se
concentra la totalidad intensiva del lenguaje, no sea una metáfora. No se trata de que el
nombre cree las cosas o las haga aparecer, tal como Dios creó el mundo. El nombre
sólo tiene capacidad de conocer y en este conocimiento se termina de desplegar la
creación: “todo lenguaje humano es sólo reflejo del verbo en el nombre. El nombre se
acerca tan poco al verbo como el conocimiento a la creación” (100). Por lo tanto, el
nombre cumple la tarea de la traducción de un lenguaje mudo a un lenguaje sonoro,
gracias a lo cual la naturaleza se regocija. Con el nombre ella se ha comunicado, si no
en su lenguaje particular, sí en lo que le es propio en tanto lenguaje que se comunica a sí
mismo. Lejos de ofrecer con lo anterior una solución satisfactoria al problema de saber
si el nombre es sólo un querer decir de algo sin que haya una existencia que se pone en
juego en ella o si es la aparición misma del objeto en lo que él es, la inclusión del
nombre como corona de la totalidad intensiva del lenguaje desplaza el problema a otro
campo. Como lo señala Dutmman, para que tenga existencia una cosa que sea ella
misma se necesita del nombre y, en tanto, la comunicabilidad debe contar con la
comunicación. De lo contrario habría una pura ausencia, que aunque Benjamin enfatiza
en otros textos, pensada en su absolutez deja de lado la noción de cumplimiento que ya
desde el ensayo sobre el lenguaje Benjamin asigna como tarea al lenguaje del ser
humano. De otra parte, la comunicabilidad no debe ser comunicada, si no quiere
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convertirse en una cosa, en el sentido de la cosa de la referencia (Duttmann en


Agamben, 8). La contradicción entre comunicabilidad y comunicación se refleja
igualmente en la contradicción entre ausencia y presencia de la cosa nombrada. La
ausencia irreparable de la cosa es lo que permite que la comunicabilidad no se convierta
en una cosa más de la referencia, pero además, si esa ausencia se prolonga, entonces
ella sería incapaz de aparecer en lo que ella es. Esta contradicción sale al paso cuando
se trata de pensar en qué consiste la nominación en el lenguaje puro de los nombres al
que alude Benjamin en su ensayo de 1915. Y es importante mencionarla en este punto,
pues el carácter político del lenguaje, así como del pensamiento de los románticos se
sigue finalmente de la manera como esta se resuelva. Ya se volverá sobre este punto.

Ahora bien, desde su apropiación del “Génesis” bíblico en la reconstrucción de su teoría


del lenguaje, Benjamin piensa la caída en el pecado como la ruptura con aquella
inmanencia originaria en el lenguaje, ocurrida con ocasión de la aparición de la palabra
que debe nombrar algo exterior a ella. Se trata de la caída en el modelo referencial del
lenguaje, tras la cual se pone un orden de la realidad y una temporalidad míticos.
Benjamin dice en su ensayo sobre el lenguaje que el conocimiento propio de la palabra
caída no replica el de la creación, sino que la imita satánicamente en la medida en que
quiere crear de sí un mundo a partir del conocimiento del bien y del mal, que es mera
ilusión: “El conocimiento que da la serpiente con su seducción, el saber de lo que es
bien y mal, carece de nombre. Ese saber, en el sentido más profundo, carece de
existencia y valor y es el único mal que conoce el estado paradisiaco. El saber del bien
y del mal abandona el nombre, es un conocimiento extrínseco, la imitación
improductiva del verbo creador” (104). En una formulación del ensayo, Benjamin dice
que el conocimiento que se sigue de esta forma de nominación es un “saber desde fuera
del nombre”. El hecho de que Dios hubiera visto que todo era bueno al momento de
descansar en la creación, da a entender que el mal que representa la serpiente, en algún
sentido, es exterior a la misma. A esa exterioridad apunta el “fuera” del “fuera del
nombre”, en tanto conocimiento del bien y del mal: un modelo referencial en el que el
conocimiento ya no traduce la esencia espiritual de una cosa, sino que la violenta desde
algo exterior a ella. “La palabra debe comunicar algo (fuera de sí misma), tal es el
verdadero pecado original del espíritu lingüístico” (160), dice Benjamin, lo cual habría
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que interpretar en el sentido de que dicha exterioridad es la ilusión o el saber por fuera
del nombre.

Retomando a Kierkegaard, Benjamin denomina dicho conocimiento “cháchara”. Esta


apunta al núcleo de la definición del mal implicado en la figura de la serpiente, en la
cual resuena la siguiente definición de uno de los maestros de Benjamin, Hermann
Cohen: “El mal no existe… El poder del mal existe sólo en el mito” (En Pensky, 133)
El poder del mal existe en el mito en la medida en que el este es un entramado de
referencias semánticas que pone una realidad en el orden de la naturaleza, surgido de la
ficción que es la palabra caída, y por tanto, con poder mimético para hacer aparecer
aquello que la palabra caída nombra. Como lo dice Pensky, con la caída la palabra
humana arbitraria y vacía que nombra la naturaleza la violenta al nacer desde una
exterioridad que la hace sufrir en su mudez. En venganza, la naturaleza envuelve al ser
humano en un entramado de correspondencias que lo atan a una fatalidad, y en ello se
revelaría la esencia de la práctica astrológica, en la cual la lectura de los astros atrapa a
quien consulta por su suerte en el destino y su noción concomitante de culpa. Sin
embargo, dice Benjamin, el único pecado que puede caber al ser humano es el del
“espíritu lingüístico” que se decide a un nombrar arbitrario y externo, llamado por
Benjamin “juicio”: “esta palabra que juzga expulsa a los primeros hombres del paraíso;
ellos mismos la han provocado según una eterna ley por la cual esta palabra juzgadora
castiga –y espera- que la provoquen como única y más profunda culpa” (161). Como el
juicio es arbitrariedad y vaciedad en su carácter siempre auto-referencial, entonces su
emisión sólo está en función de su auto-preservación, para lo cual este acude a
renovadas provocaciones del sujeto, con el fin de provocar una vez más la palabra que
juzga. Este acto de provocación del juicio debe entenderse en el doble genitivo; como
un acto de posición del sujeto, sin cuyo temor a la muerte y a las potencias del destino,
no podría ejercer la provocación de sí mismo. La categoría del sujeto para Benjamin es
mítica, y consiste entonces en la ficción necesaria para el sostenimiento de una
violencia propia del juicio.

El juicio tiene poder vinculante y ordenador de la realidad y del tiempo, pues su


custodia queda bajo el derecho y su violencia. Dicho poder descansa en la ironía propia
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del juicio: “El árbol del conocimiento no se encontraba en el jardín de Dios debido a las
informaciones sobre el bien y el mal que como tal era capaz de dar, sino como marca
del juicio sobre el que pregunta. Y esta enorme ironía es el rasgo distintivo del origen
mítico del derecho” (“Sobre el lenguaje”, 159)1. El árbol del fruto prohibido no da
conocimiento sobre el bien y el mal, sino una respuesta anterior a la formulación de la
pregunta por el bien y el mal; una primera posición que sólo existe una vez hay una
segunda posición, surgida por un acto imaginario y vinculante de auto-posición del
juicio. Este carácter arbitrario del juicio es retomado por el derecho, el cual no está –
según Benjamin- en función de conocer una verdad ni de impartir justicia, sino de
conservar la violencia del juicio que lo instituye. Para que el juicio se auto-conserve, el
orden de lo real reproducido por la fuerza mimética del juicio se presenta como un
orden inocente y puro que es transgredido por el ser humano, pensado como un sujeto,
alguien exterior a ese orden. Por su agresión el ser humano se convierte en culpable y
la ley lo sanciona con el fin de que el orden mítico se reproduzca nuevamente. Si el mal
tiene poder sólo en el mito es porque no algo así como una maldad metafísica en el ser
humano que lo haga eternamente culpable, sino el mal como fuerza del lenguaje en
estado caído para atrapar en sus imágenes al ser humano en una cadena de
correspondencias a las que este no se puede sustraer, si no a partir de ciertas figuras
como la del héroe trágico o en las prácticas interpretativas como las desarrolladas por el
romanticismo. Este es el mundo del mito, en el que el juicio pone además un orden
temporal. Se trata del tiempo del destino, que Benjamin califica en un texto de 1917
como “tiempo inauténtico”:

El contexto de la culpa es temporal en forma completamente inauténtica, por


completo diferente, en género y a la medida, del tiempo de la redención, de la
música o de la verdad. La plena iluminación de estas relaciones depende de la
determinación del carácter particular del tiempo del destino. El cartomántico y el
quiromante muestran en cada caso que este tiempo puede ser en todo momento
convertido en contemporáneo de otro (que no es presente). (“Destino y carácter”,
143)

1
Eric Jacobson señala lo importante de este pasaje: “El evento [comer el fruto prohibido], de acuerdo a
Benjamin, ha sido erróneamente tomado por un signo de la transgresión mundana… el árbol fue plantado
por Dios en el jardín del edén como un signo del juicio, que había existido de hecho antes de la
pretendida transgresión.” (“Metaphisics of the Profane”, 113)
15

Es necesario añadir que junto a esta concepción circular del tiempo Benjamin lucha
igualmente contra una representación lineal del mismo, que si bien pertenece a la
dimensión del progreso, tiene igualmente connotaciones míticas. En la disertación se
habla de una infinitud vacía, caracterizada como una “progresión infinita” que es “una
mera función de la infinitud indeterminada de la tarea [y] una vacía infinitud del
tiempo” (134). Con estas palabras probablemente Benjamin se refiera a la filosofía
kantiana de la historia, pues tras su lectura de “Ideas para una historia universal en
sentido cosmopolita” él se queja al no haber encontrado en Kant un verdadero sentido
de lo histórico, razón por la cual prefiere cambiar a este autor por los románticos como
objeto de su disertación doctoral. El tiempo de progreso es una concepción sujeta a
deuda, pues cada presente inscrito en la cadena dentro de él es expropiado de su
potencialidad de ser un presente pleno para convertirse en lo carente de valor por sí
mismo, en aras de convertirse en medio para un fin. Ese fin puede ser conocido desde
varias representaciones. Ante ello, es importante señalar que cada representación de
esta niega aquello que promete, pues una representación del tiempo sólo es posible si en
la representación queda excluido aquello gracias a cuya exclusión ella puede surgir
como representación. Una representación de finalidad puede dar coherencia al
desenvolvimiento de los acontecimientos históricos sólo si en ellos cada acontecimiento
queda reducido al papel de cumplir con una meta2. Lo importante a retener en esta
formulación de la disertación doctoral, es que el progreso se convierte en la modernidad
en la concepción según la cual el pago de la deuda mítica puede realizarse en una escala
gradual de ascensos, tras los que las representaciones míticas serán dejadas a un lado en

2
Precisamente a esta concepción del tiempo se refiere Benjamin en “La vida de los estudiantes”(1914):
“Hay una concepción de la historia que, en tanto confía en la infinitud del tiempo, sólo distingue el ritmo
de los seres humanos y de las épocas, que van pasando rápida o lentamente a través de la senda del
progreso. A esto corresponde lo inconexo, lo impreciso y lo falto de rigor de la exigencia que dicha
concepción de la historia le plantea al presente… Los elementos propios del estado final no están a la
vista como informe tendencia del progreso, sino que se hallan hondamente insertados en cada presente en
su calidad de creaciones y pensamientos en peligro, reprobados y ridiculizados. La tarea histórica es
reconfigurar en su pureza el estado inmanente de perfección como estado absoluto, hacer que sea visible,
hacerlo dominante en el presente. Pero dicho estado no habrá que exponerlo con la pragmática
descripción de los detalles (instituciones, costumbres, etc.), a la cual preferentemente se sustrae, sino que
tan sólo se pude captar en lo que es su estructura metafísica, como el reino mesiánico o la idea francesa
de la revolución” (sic, 77). Aquí Benjamin se refiere a la concepción positivista de tiempo en la que un
progresar indefinido hará que el ser humano nunca se reconcilie con algún presente dado. Esta
concepción hace que el presente mismo se convierta en carencia. Es trabajo de la crítica convertir puntos
de la realidad que hacen parte de una cadena de tiempo en la que prima el optimismo del progreso, en
torsos que revelan cuanto de “quebrado y deformado” hay en esos puntos.
16

pro de un avance conforme a una finalidad establecida racionalmente. Pero el progreso


reproduce el mito en lugar de acabar con él. Allí donde hay una concepción de tiempo
sujeta a deuda, el pago sólo puede realizarse con tiempo, pues la misma representación
de tiempo permite pensar en una infinitud para la que es admisible perder el tiempo,
toda vez que siempre habrá más de sobra. A esta abundancia corresponde lo indefinido
de la tarea, el actuar para intentar colmar un vacío y la consecuente producción de más
vacío.

Las representaciones circular y lineal del tiempo comparten un mismo referente mítico.
Es posible pensar en un avanzar hacia una meta indefinida, a través de repeticiones de
lo mismo. Esto queda claro en un fragmento de 1921, llamado “El significado moral
del tiempo”, y en la interpretación que Benjamin hace sobre la filosofía de Fichte en la
disertación. En el fragmento aludido, Benjamin habla de una concepción de la sucesión
temporal histórica como retribución, la cual consiste en aquello que ata un presente al
pasado, pues en éste habría una deuda que debe ser preservada en las instituciones y en
las formas de consagración ceremonial que recuerdan la deuda. Allí dice Benjamin:
“La retribución es fundamentalmente indiferente al paso del tiempo, desde que ella se
mantiene en fuerza sin disolución durante siglos, y todavía hoy lo que está de hecho, en
el fondo, es una concepción pagana que se imagina el último juicio entre esas líneas”
(SW I, 286). La retribución es indiferente al tiempo, pues la deuda persigue al
condenado sin dejarle la opción de vivir en el presente pleno. Es el tiempo en el cual
“el juicio final es relacionado como la fecha en la cual todos los aplazamientos [de la
deuda] se terminan y la retribución tiene rienda suelta”. (SW I, 286) En la concepción
retributiva del tiempo, la expectativa por un juicio final es la expectativa por la
cancelación de los aplazamientos de la deuda que se difiere de presente en presente: la
expectativa por el perdón. Mas, en la concepción pagana, el juicio final no sólo no
destruye el tiempo de la retribución, sino que necesita conservarse para ser el juicio
final que es: no clausura el concepto de historia basado en la culpa ni la ley de la
retribución, sino que permite mantener todo presente en deuda. La concepción pagana
del juicio final quiere que este se realice para que cese el aplazamiento de la deuda, que
es a su vez un aplazamiento del juicio. No entiende ella que justamente una historia en
sentido retributivo descansa en tal exigencia de realización del juicio final, y que
17

justamente el posponerse infinitamente de tal juicio es lo que abre la posibilidad del


perdón o de la apertura de un tiempo mesiánico3. De esta manera se presenta el tiempo
romántico que será visible en la estructura reflexiva de la novela.

Con lo anterior en claro, se puede adelantar ya un sentido de lo político en el


pensamiento juvenil benjaminiano, y ello en relación con el romanticismo. En una carta
de 1916 dirigida a Martin Bubber, Benjamin nombra el término “política”, el cual él
relaciona con la concepción del lenguaje que los románticos expusieron en la revista El
Ateneo. La carta está escrita bajo la honda impresión que le produjo a Benjamin la
adhesión de Bubber a la guerra y su objetivo sionista de movilizar a la acción para
construir un Israel terreno en Palestina y otro espiritual en Europa. En ella, Benjamin
dice que el lenguaje no debe ser algo útil como medio para la acción, que en el contexto
de la correspondencia con Bubber es acción política. Benjamin dice: “Todo acto que
resida en la tendencia expansiva de la serie palabra-a-palabra me parece terrible y tanto
más devastador donde toda esta relación de palabra y acto se extiende como un
mecanismo de realización de lo tenazmente absoluto, como [sucede] entre nosotros
crecientemente.” En tanto realización de lo absoluto, la palabra queda confinada a la
tarea de poner en acto lo que por definición es producto de una denegación de lo más
propio de la palabra: su comunicarse sólo a ella misma en su infinita
inconmensurabilidad. Se trata de poner en acto un programa político, la realización de
un fin para el cual la palabra es sólo medio, y que, como fin, estaría sacralizado
ideológicamente en una representación. Ante ello, el objeto del lenguaje sería, más bien,
en consonancia con sus ideas expuestas en su ensayo sobre el lenguaje, la “eliminación
de lo indecible”, lo cual coincidiría con “objetivo y sobrio estilo de escritura”: “Mi

3
En una entrada de su diario en 1916, Scholem glosa un texto Bejaminiano del mismo año, “Notas para
un estudio sobre la categoría de justicia”. En este Benjamin dice que el problema del tiempo mesiánico
está relacionado con la forma en que este es medido: “los años son contables pero en contraste con la
mayoría e las cosas contables, no puede ser numerado” (Benjamin en Jacobson, 2003, 167). La glosa de
Scholem explica que el tiempo es algo que pasa, pero no linealmente. “¿Hay dirección en el contar? „La
dirección consiste en dos objetos de líneas diferentes‟… el tiempo seguramente es pasar, pero, ¿está
dirigido?” Si el tiempo tiene huecos, momentos separables y fragmentos que se repiten, dice Jacobson,
entones los años entran en relación de coherencia entre sí, pero no en orden numérico. En sus “Tesis
sobre el concepto de justicia”, una glosa más profunda al mencionado documento de Benjamin, Scholem
dice que “la idea del juicio divino sobre el mundo significa: el juicio final. Cada esfera, en la cual la
aparición del juicio final es pospuesto indefinidamente, es justicia –la indiferencia al juicio final”
(Scholem en Jacobson, 2003, 176).
18

concepto de un estilo y una escritura a la vez objetivo y altamente político consiste en


llevar aquello que es negado en la palabra (hinzuführen auf das dem Wort versagte).
Sólo cuando esta esfera se abra a sí misma en el indescriptible poder puro de lo carente
de palabra puede saltar la chispa mágica entre la palabra y el acto motivado...”
(Benjamin en Lacoue-Labarth, 2002, 12). Benjamin parte de que la palabra utilizada
como medio para la acción es la palabra que no dice lo que está en la palabra,
justamente porque se preocupa por decir algo exterior a ella, esto es, por comunicar
algo. En ese decir siempre hay algo que queda de lado en la palabra, algo excluido que
coincide con el mundo de las cosas objeto de la referencia, en el cual la
comunicabilidad, en tanto relación inmediata e infinita del lenguaje consigo mismo, se
pierde en la comunicación. A su vez, la representación de una meta a cumplir en la
historia coincide con el afán por la realización “de lo tenazmente absoluto” y en ella se
pone en juego la exclusión de los valores de experiencia que son ridiculizados y
sometidos a la lógica del progreso.

El estilo sobrio, objetivo y altamente político es aquel que elimina lo indecible,


justamente porque lleva la palabra, “aquello que es excluido”, a la palabra misma.
Como lo dice Agamben, desarrollando la idea benjaminiana de comunicabilidad, en el
lenguaje utilizado como un simple medio “la decidibilidad permanece no dicha en lo
que uno dice acerca de lo cual uno habla…, la cognoscibilidad misma se pierde en lo
que uno conoce sobre aquello que hay para ser conocido” (Agamben, 19). Con ello, la
tarea de la exposición filosófica quedaría formulada, según este último autor, como
“venir en ayuda de la palabra con la palabra con el fin de que la palabra misma no
permanezca supuesta por la palabra sino que venga a la palabra como la palabra” (19).
Esta formulación de Agamben sin duda corresponde al mesianismo benjaminiano,
abocado a pensar la manera en la cual los objetos del mundo podrían ser restituidos a
una manera en que brille su redención en lo más recóndito de su existencia profana. Se
trataría de una forma en la cual estos aparecen no como producto de una exclusión
operada en el lenguaje referencial, y en la que al mismo tiempo se ponen como
elementos de un conjunto de cosas del mundo, regidos por lo que Lukács llamó
“segunda naturaleza”, sino que son llamados por la palabra para que aparezcan en lo
que ellos son. Esto es, un mundo en el cual la comunicabilidad no se pierda en la
19

comunicación, sino en el cual lo comunicado sea una pura comunicabilidad en tanto


experiencia auténtica de lo indecible. Con ello, y considerando las anteriores
apreciaciones sobre el lenguaje, lo político para Benjamin consiste en medidad sin fin;
esto es, en abolir la noción teleológica de finalidad que pone a la palabra-acto a cumplir
lo absoluto como concepto de humanidad. Pero ello implica entonces retomar aquí la
contradicción entre comunicación y comunicabilidad, entre presente y ausencia de la
cosa. Como lo dice Düttmann, esta puede resolverse pensando en la categoría de
vacilanción e indecisión: “la comuncabilidad… abre la inmanencia e la comunicación a
una vacilación, un temblor, una indecisión, a la afirmación y suspensión de la
exterioridad” (8). La indecisión debe ser entendida aquí como un movimiento
oscilatorio del lenguaje que no se determina en contenido alguno. Libre de
determinación particular una cosa puede ser cualquier cosa y gracias a ello puede
excluirse del conjunto al cual es asignada como producto de una exclusión a su vez.

Si alguna revista podrá realizar tal forma de tratar el lenguaje, eso es seguro que no será
Der Jude; en su lugar, Benjamin tiene en mente El Ateneo, la revista del círculo
romántico de Jena, encabezada por los hermanos Schlegel. Los románticos habrían
descubierto una escritura objetiva y sobria que rechaza una relación causal entre idea y
acción, esto es, una positivización de una idea en medio del mundo de la
referencialidad. Para ellos, el lenguaje sería una manifestación simbólica de lo
indecible en la materialidad de la palabra: “Sólo la orientación intensiva de la palabra
hacia el centro de su propia pérdida de discurso penetra en la verdadera efectividad…
no hay otro camino capaz de llevar a lo divino que a través de ella misma y en su propia
pureza”, dice Benjamin en la carta a Bubber. En la disertación doctoral, la exigencia de
un lenguaje que libere su verdad de las redes del lenguaje referencial se encuentra en el
punto de interrupción o de cesura que Benjamin ubica en medio de sus prácticas
interpretativas textuales, y que remiten directamente al concepto romántico de crítica de
arte [poesía]. Este punto de interrupción revela así mismo una manera de pensar el
continuum histórico como un presente del infinito devenir.

En una cita de pie de página en la introducción a la disertación, Benjamin retoma unos


breves textos románticos en los que se alude al “mesianismo romántico”, esencia
20

metafísica de los postulados estéticos de dicha escuela, “completamente desconocida


para los estudios literarios”, a la cual él se aproximará de manera indirecta, tal que la
tarea del lector consiste en deducir dicha esencia metafísica a través de una lectura
“entre líneas”. Uno de estos fragmentos revela aquello que se nombra como
“mesianismo romántico”. Se trata de un trozo de una carta de Novalis: “Queda
desestimado el pensamiento de un ideal de la humanidad que se auto-realiza en la
infinitud; se exige el Reino de Dios en la tierra ahora mismo… perfección en todo punto
del existir, ideal realizado en cada etapa de la vida; de esta exigencia categórica procede
la nueva religión de Schlegel” (31). Esta idea de “perfección en todo punto del existir”
es concordante con aquella otra, recogida por Scholem en una entrada de su diario,
según la cual Benjamin afirmaba que “el reino mesiánico está siempre presente”, por lo
cual no hay que esperar a su llegada (Scholem en Jacobson, 2009, 25). El tiempo
mesiánico coincide con la liberación de la palabra cuando esta es entendida como
palabra acto, como palabra encargada de realizar la humanidad como absoluto.

Si bien la carta a Bubber motivó el hecho de que Benjamin fuese criticado por poseer
cierta concepción pasiva en asuntos políticos, la negativa a inmiscuirse en temas del día
en medio de los acontecimientos de la Gran Guerra, dicha pasividad tiene su núcleo en
su lucha contra el mito. La negativa de Benjamin al “actuar políticamente”, en primer
lugar, obedece a que el “actuar” en general puede ser inscrito dentro de la lógica de una
autorrealización de la humanidad a la que no corresponde en realidad alguna meta que
de sentido al tiempo, sino la “indeterminada tarea” a través del avanzar en “la vacía
infinitud del tiempo”. En la noción de progreso Benjamin critica la idea de un avanzar
hacia lo mejor, en un acercamiento infinito hacia el ideal inscrito en el género humano.
Benjamin no critica a la teleología porque discuta la existencia de un fin a ser realizado
por la humanidad, sino porque ella, como representación de ese fin, es de por sí ya
exclusión de la experiencia histórica en toda su singularidad. Con palabras de Schlegel,
Benjamin caracteriza tal actuar como un “vano esforzarse”, un trasegar “sin pausa
(Standstill) ni centro” (135). Benjamin rechaza la actuación encaminada a cumplir con
un programa político cuyo fundamento es una idea que debe transmitirse a través del
lenguaje y motivar a la acción, pues tal exigencia contiene un falseamiento de principio.
Se trata de tender hacia un fin que como tal es producto de un acto de denegación de la
21

palabra en la palabra y por tanto una representación mimética que está en lugar de algo
excluido en la palabra misma.

b. La lucha benjaminiana contra el sujeto mítico

En la disertación doctoral, Benjamin nombra la comunicabilidad como idea de prosa, la


cual, en relación a Hölderlin, es una designación metafórica de lo sobrio. En sus
escritos juveniles, Benjamin exploró la relación entre subjetividad, destino y lenguaje en
relación al poeta. Tanto en sus poesías como en sus reflexiones acerca de lo trágico,
Hölderlin trata el tema del poeta como un mediador entre el fuego sagrado de los dioses
y el pueblo, a quien debe entregar un sentido religioso de la vida, esto es, que supere la
mera necesidad. Dicha mediación, tanto como la aspiración del poeta a alcanzar una
reconciliación pura con el dios, tiene su fracaso desde que la subjetividad del poeta
interviene para convertir la unión en un proceso desmesurado, carente de mediación y
extático, llamado por el mismo Hölderlin “Hybris tantálica”. En tal sentido, el éxtasis
creador sería el remanente mítico de la posesión demónica desde la cual los dioses
intervienen en la vida del viviente para darle un destino, y no es la superación de la
subjetividad en un afuera de los límites de la conciencia, sino su sacralización. Tal
como lo dice Sófocles en Antígona, a quien los dioses quieren perder en la fatalidad,
primero los hace sujetos de la locura. El poeta arrastrado por el éxtasis demónico sería
una figura ejemplar de la inmediatez de la manifestación del mito, o lo que “Carácter y
destino” se llama la “nuda vida”: “no es el hombre el que tiene un destino, sino que el
sujeto del destino es indeterminable. El juez puede ver destino donde quiere… el
hombre no es golpeado nunca, sólo lo es la nuda vida en él, que participa de la culpa
natural…” (143). Como se verá, en su ensayo de 1914 “Dos poemas de Hölderlin:
„Coraje de poeta‟ y „Timidez‟”, Benjamin trata la idea de una nuda vida a través de lo
que allí llama “sentimiento inmediato de la vida” o la vida determinada desde la
naturaleza, en separación con el arte. En relación a lo anterior, Benjamin ve con
preocupación que en su contexto la categoría de sujeto también es considerada como
mítica por una fuerte tradición filosófica, pero en un sentido celebratorio, una de cuyas
fuentes queda aludida en la disertación en la idea manía poietiké, que Platón ve en
Fedro como condición sine qua non del poeta perfecto. Sólo aquél poseído por los
22

dioses, en el caso de la manía divina, puede componer poesías elevadas, distintas a las
mediocres, propias de los poetas que se basan en la techné y no en la inspiración de las
Musas. La idea de la manía de Platón esconsiderada por Benjamin como una
fetichización mítica del sujeto, pues exalta la vida en términos de una fuerza que debe
ser experimentada en la interioridad y a partir de la cual se deriva la creencia en que la
realización de una identidad nacional es una obra por realizar. La tradición filosófica
aludida es la del propio editor de las obras de Hölderlin, Hellingrath, y la del círculo de
Georg Steiner, pero en términos más generales, la de la llamada Lebensphilosophie4.
Benjamin observa que en su contexto el romanticismo ha sido el ámbito de ideas
estéticas que se extiende a la política reclamando tal comprensión mítica del sujeto
como condición de un renacimiento y rejuvenecimiento de Alemania. Aún antes de su
adhesión al marxismo, tras la cual sus textos encaran directamente el fascismo,
Benjamin ya arroja elementos de comprensión del fascismo en su etapa idealista. Y ello
se ve en la disertación doctoral en la medida en que él asocia las interpretaciones
románticas de la Lebensphilosophie con un nacionalismo y un concepto de experiencia,
que ante sus ojos son una falsificación peligrosa. Por contraposición, en su disertación
doctoral Benjamin pretende mostrar un romanticismo que no se reconcilia con el sujeto
mítico, con la figura del héroe ni con la idea de ebriedad dionisiaca. En su lugar, se
trata de un romanticismo amigo de lo sobrio, y en ello radica un núcleo crítico en contra
del fervor nacionalista que aclama por una transformación radical del mundo, partiendo
de una filosofía de la vida concreta.

2. La noción romántica de medium de la reflexión como metáfora del medium del


lenguaje

Benjamin sigue una línea común en las historias del romanticismo al concebirlo como
una derivación de la filosofía de Fichte, por la cual sienten atracción, pero de la cual se
distancian introduciendo ciertos postulados propios. Sin embargo, su reconstrucción del

4
Martín Baigorria (2011, 49) en su texto sobre la relación entre Benjamin y Hölderlin describe esta
tradición: Hellingrath, el editor había logrado rescatar la obra de Hölderlin del olvido, depositándola en el
centro de la atención literaria. Esta empresa fue llevada a cabo mediante una interpretación mítico-
sacralizante, según la cual Hölderlin era el poeta de la “Alemania secreta” [Geheimnis Deutschland], un
“visionario” [Seher] que había elegido mantenerse apartado del mundo con el fin de anunciar el
verdadero destino de los alemanes.
23

romanticismo desborda las pretensiones de una historia literaria y bajo el paso de la


filosofía de Fichte a la teoría romántica de la reflexión él pone en juego su lucha contra
el mito y su idea de un tiempo mesiánico como posibilidad de un presente del infinito
devenir. En el respecto teórico, Fichte quiere dar el paso desde el kantismo, en el cual
el yo es un mero acompañante de toda representación sin que él mismo aparezca como
sujeto de ella, hacia la idea del yo como principio que se identifica como acto de pura
libertad y se constituye en el comienzo del sistema. Como tratará de mostrarse, en la
crítica de los románticos a Fichte, Benjamin adelanta una crítica a una concepción del
tiempo parecida a la retributiva. Si en esta el avance hacia la consumación del tiempo
se da en medio de repeticiones de lo mismo, en la filosofía de Fichte los románticos de
Benjamin verán un progreso al vacío que se da en forma de repeticiones de lo mismo. Y
contrapondrán a este una “infinitud de la relación”, en la cual se puede leer entre líneas
la clave de una temporalidad mesiánica. En relación al paso de Fichte a los romanticos,
Benjamin acuña un término que no pertenece a estos últimos, pero que tiene su
precedente en el ensayo sobre el lenguaje: “medium de la reflexión”. Este será aquella
cualidad del pensamiento por la cual él está en contacto inmediatamente consigo
mismo, gracias a lo cual todo cuanto existe puede ser pensado a su vez como entidad
pensante que se comunica en el pensamiento. Sin otro objeto más que su propia forma,
el pensamiento es infinito, razón por la cual el medium de la reflexión conlleva las
mismas características del medium el lenguaje, tal como Benjamin lo describe en el
aludido ensayo de 1915.

Ahora bien, no sólo Benjamin utiliza a los románticos para criticar en Fichte un tiempo
vacío del progreso y de la repetición, sino que estos a su vez son objeto de crítica. Y
ello, en la medida en que Benjamin pretende depurar a los románticos de toda base
desde la cual pueda entablarse una interpretación suya proclive a la Lebensphilosophie.
Tras su crítica a Fichte, los románticos construyen su propia idea de subjetividad de una
manera con la cual Benjamin entra en tensión, pues si bien ya no se trata de la idea
fichteana del yo, se trata de la idea de sujeto como obra de arte absoluta. Si Schlegel
exige un Reino de Dios en la tierra como abolición de la teleología y reclama un
cumplimiento de la idea o el estado mesiánico consumado a cada momento de la
existencia, dicha exigencia es ambivalente porque también tiene la pretensión de una
24

realización de lo absoluto en la realización de la idea de humanidad. El concepto de


medium de la reflexión es el punto límite entre la idea de una profanación de lo absoluto
por vía estética funcional a la secularización y una filosofía mesiánica de la historia,
codificada en un pensamiento estético. Cuando Benjamin se refiere a las pretensiones
absolutistas de los románticos, él habla de su tendencia “positiva”. Dicha tendencia es
un punto en el cual el romanticismo es cómplice de sus intérpretes mitologizantes contra
los que él diverge, tales como el círculo de Stefan Georg, para quien los postulados
románticos, y en especial la poesía de Hölderlin, contiene las claves de una realización
de lo absoluto que debe ponerse en obra en el nombre de una “Alemania secreta”. Ante
el carácter positivo del romanticismo, Benjamin se encarga de mostrar que en el seno de
sus teorías también existe un carácter negativo, consistente en las condiciones que este
presenta a la interrupción de la obra de arte absoluta que ellos exigen como
cumplimiento de sus pretensiones trascendentales. Esto es, el romanticismo se des-
articula a sí mismo en cierto punto en sus exigencias de cumplimiento de lo absoluto en
la idea de humanidad y esta des-articulación abre las puertas a su verdadero núcleo
mesiánico. Con Jean Luc Nancy y Lacoue- Labarth, podría hablarse preferiblemente
de des-obramiento o de la idea de interrumpir la obra de arte absoluta y la idea de una
finalidad por cumplir a partir de una puesta en marcha de una obra, que si bien ya no
piensa dicho cumplimiento desde un avance lineal del progreso, aún conserva un
carácter mítico en tanto se trata de dar forma y figura a una idea de humanidad en la que
terminan todas las diferencias y a la que se somete toda experiencia en su multiplicidad.
La idea de un lenguaje puro o de la comunicabilidad que es medialidad sin fin emerge
en este punto, pues ella surge del punto en el que el romanticismo se interrumpe a sí
mismo. Es lo que Benjamin llama “el punto de indiferencia”, en el cual se manifiesta el
“orden trascendental del arte”, ya no concebido como un significado absoluto al cual
aspiraría el carácter sistemático de las ideas de los románticos, sino como el orden de lo
prosaico y lo sobrio, en el cual la trascendencia parece traicionarse a sí misma para
volcarse sobre el mundo profano y mostrar en él mismo su propia redención. En lugar
de incorporar los más diversos fragmentos de experiencia como parte del cumplimiento
de una obra de arte total y desde referentes místicos de carácter a-histórico propios del
25

segundo Schlegel, la sobriedad de la obra destruye su apariencia de totalidad y la reduce


a ruina, tal que así podrá ser visible lo efímero y banal en sus exigencias de redención.

a. Crítica a Fichte

Para comenzar a entender la relación entre Fichte y los románticos, es necesario ver que
en el debate entre realismo e idealismo, Fichte concibe el mundo como un producto de
una actividad incondicionada, llamada yo absoluto. No existen cosas en sí, sino cosas
producidas por esa actividad, que de otra parte tampoco es un sujeto en sí, anterior a la
acción misma. Es la propia acción absoluta en la que no cabe partición alguna entre
objeto y sujeto, y Fichte piensa que se puede tener conocimiento de ella, esto es, que la
conciencia se puede cerciorar de que es producto de esa actividad absoluta, la cual no
difiere esencialmente de su ser conciencia. Según Benjamin, Fichte propone 2 formas
del conocimiento de lo absoluto. En un primer momento, Fichte dice que la identidad
de la conciencia consigo misma es mero pensar del pensamiento, una inmediatez en el
sentido de que no tiene objeto o contenido más que la forma misma del pensamiento en
la que “el ojo sólo ve al ojo”, como dice Novalis. Carente de otro objeto más que el
pensamiento mismo, la reflexión es inacabada, pues hace “de cada reflexión precedente
un objeto de la siguiente”, en un continuo traspaso (Übergang) entre formas de la
conciencia. Dicha concepción fichteana impresiona hondamente a los románticos y de
allí ellos formulan lo que Benjamin llama, no sin un acento peyorativo, “formalismo
radicalmente místico” (Benjamin, 45).

El segundo momento toma lugar en su Ensayo de una nueva exposición de la Doctrina


de la Ciencia, de 1797, donde Fichte desarrolla un argumento según el cual la
conciencia inmediata del pensamiento requiere de alguna forma de conciencia más
elevada para alcanzar su autoconciencia, que a su vez devendrá el objeto de otra más
elevada, y así al infinito. En otras palabras, la idea del ojo que contempla únicamente al
ojo conlleva para él la suposición de que, para su autoconocimiento, la conciencia que
se observa a sí misma a su vez está siendo observada por otra, en una infinitud dirigida
hacia el vacío. La formulación de Benjamin para nombrar este tipo de infinitud de la
que Fichte se quiere sustraer es unendlichkeit des Fortgangs, un avance continuo que
está nombrada en la segunda parte de la disertación como “progresión infinita
26

[concebida como] una mera función de la infinitud de la indeterminada tarea [y de] la


vacía infinitud del tiempo” (134).

Para asegurar una identidad entre la conciencia inmediata del pensamiento y la


autoconsciencia, sin perderse en la progresión al infinito, Fichte se vale de la intuición y
de la actividad limitadora del poner (setzen). Es entonces cuando Fichte da un giro que
será criticado por los románticos en virtud de que, al contrarrestar la infinitud vacía,
reproduce un presente congelado para el cual sin embargo hay un pasar del tiempo
como repeticiones de lo mismo, lo que podría ser entendido como una intensificación de
una infinitud vacía. Para que la conciencia pueda aprehenderse a sí misma, según
Fichte, debe tener frente a sí un objeto, el no yo, que es puesto junto con el yo empírico,
por el yo absoluto. En el respecto teórico, gracias a la autolimitación el yo puede
separarse de sí mismo para volver sobre sí, ahora con la ganancia que le ha procurado
incorporar a su propia actividad las representaciones del no yo, de las cuales se va
colmando progresivamente hasta que aparece la mayor representación de todas: la
representación del representante. En el momento en que el yo absoluto retrotrae a su
unidad el conjunto diverso de las representaciones del mundo empírico, entonces en la
intuición intelectual brota la identidad inmediata entre sujeto y objeto: “en esta
autoconciencia, en la cual coinciden intuición y pensamiento, sujeto y objeto, la
reflexión es congelada, capturada y despojada de su infinitud, sin ser aniquilada por
ello” (Benjamin, 49).

Que la reflexión no sea aniquilada quiere decir que ahora todo contacto inmediato del
pensamiento consigo mismo se da en función de un supuesto ontológico al cual se
refieren todas las representaciones, como no sucedía en el primer momento, cuando la
reflexión no tenía más objeto que el pensamiento mismo. En su glosa a esta parte de la
argumentación de la disertación, Menninghaus señala que, según Benjamin, para Fichte
el sí mismo sólo lo es en referencia al yo, y por ello la reflexión existe únicamente con
el poner y como consumación y salto del acto de poner hacia el yo que pone,
demandado por la contraposición ejercida por el no yo (Menninghaus, 2002, 31). Con
el acto del poner, la reflexión, en otras palabras, lo es de un algo que se torna en su
presupuesto gracias a la significación auto-referencial en que queda atrapada su propia
27

actividad infinita como reflexión: “de la totalidad de lo real, Fichte ve sólo al yo como
fundamento desde la reflexión sobre sí mismo, lo cual significa que no sólo se pone a sí
mismo; él se pone a sí mismo como poniéndose a sí mismo, y más aún, para sí mismo”
(Menninghaus, 2002, 31). El resultado consiste en la auto-posición del yo que da lugar
a una actividad auto-referencial en la que todo lo existente está puesto en aras de la
representación del representante. De esta manera, el yo queda atrapado en su mismidad,
que no es más que la constante repetición de sí en su vaciedad, a la cual alude Schlegel
en un fragmento citado por Benjamin: “si el pensamiento del yo no es uno con el
concepto del mundo, puede decirse que este puro pensar de lo pensado del yo conduce
sólo a un eterno auto-reflejarse, a una infinita serie de imágenes reflejas, que siempre
contienen lo mismo y jamás nada nuevo” (62). Este eterno reflejarse a sí mismo que
jamás contiene nada nuevo recuerda el carácter del juicio arbitrario, según el ensayo
sobre el lenguaje, pues pone toda la realidad y al sujeto en función de su propia
conservación. Hegel sería el filósofo que consuma la “dialéctica del poner” (60) y a su
vez es calificado en la correspondencia de Benjamin en la época como un “espíritu
violento… de la peor clase” (Correspondencia, 115). Indudablemente, para Benjamin
esta violencia descansa en la arbitrariedad con la que la lógica de la identidad tiende
absorber el mundo bajo su representación.

En contraposición al intento fichteano de retener la infinitud de la reflexión en el poner


y en la intuición intelectual, los románticos reclaman la infinitud de la reflexión para el
respecto teórico, el único que les interesa. Mas no se trata de la infinitud del avanzar
hacia un fin indeterminado o en medio de una suerte de repeticiones de lo mismo, sino
de lo que Benjamin llama eine erfüllte Unendlichkeit des Zusammenhangs (una
cumplida infinitud de la conexión): “Para Schlegel y Novalis, la infinitud de la reflexión
no es en primer término una infinitud del proceso, sino una infinitud de la relación. Y es
decisivo, junto a y antes incluso que el carácter temporalmente inacabable del proceso,
que todo esto no debería ser entendido como un proceso vacío” (51). Benjamin se
esfuerza en su disertación por mostrar cómo esta infinitud no recae en la vaciedad ni en
una relación auto-referencial, como un progresar en aras de un auto-desenvolverse o un
auto-configurarse a sí mismo, y ello requerirá, como se mostrará en su momento,
28

destruir críticamente las propias pretensiones románticas de totalidad y de absolutez en


las que recae su “formalismo radicalmente místico”.

b. La infinitud romántica de la relación

El primer paso con que los románticos procuraron su propio concepto de la reflexión
consiste en suprimir la determinación ontológica particular que se da en la posición,
según Fichte (54). Para ello, parten del mero pensarse a sí mismo, esto es, el sí mismo
no será pensable sólo en relación al yo, sino a la totalidad de lo real que no es concebida
como sustancia sino como entidad pensante. Ahora bien, liberada de la posición del yo
que en su auto-referencialidad se deroga para sí el “sí mismo”, la reflexión tiene un
carácter de infinitud e inmediatez, que conforman lo que en la disertación se llama
“medium de la reflexión”. Fichte contempla en el Concepto de la Doctrina de la
Ciencia un primer nivel de reflexión, que corresponde a las determinaciones del
pensamiento desde el cual este concibe los objetos empíricos. El segundo nivel de
pensamiento consiste en la forma canónica de la reflexión, a través de la cual el pensar
retorna sobre sí de manera espontánea como su autoconciencia (53). Liberada de la
primera posición, la reflexión toma un curso inarrestable y entonces el tercer nivel toma
la forma de un pensamiento del pensamiento del pensamiento…Sin embargo, antes que
una recaída en la misma progresión al infinito de la cual se quiere sustraer Fichte, los
románticos piensan, como queda dicho, en una infinitud cumplida a cada instante. De
esta manera, Benjamin utiliza los paréntesis al momento de formular el tercer nivel de
reflexión en manos de los románticos:

El pensamiento del pensamiento del pensamiento puede ser doblemente concebido


y llevado a cabo. Si se parte de la expresión “pensamiento del pensamiento”, éste
puede ser, en el tercer nivel, o el objeto pensado, pensamiento (del pensamiento
del pensamiento), o bien el sujeto pensante (pensamiento del pensamiento) del
pensamiento. La estricta forma originaria de la reflexión del segundo nivel resulta
agredida y conmocionada por la ambigüedad del tercero. Pero esta se desplegaría
en cada nivel sucesivo en una equivocidad crecientemente plural… la disolución
(Zersetzung) de la forma propia de la reflexión frente a lo absoluto (57).
29

Liberada de la posición, la reflexión canónica ya no se da como repetición de lo mismo,


sino como despliegue crecientemente plural y ambiguo de la reflexión5. El tercer nivel
de reflexión no es un nivel distinto al segundo, sino la repetición des-articuladora de
este, desde cada vez diversos ángulos. Lo absoluto es la reflexión misma en su carácter
infinito e inmediato. Como inmediatez, la reflexión no puede más que ser “agredida”
una y otra vez para recomenzar desde cada vez distintos niveles, por lo cual lo absoluto
no tiene otro contenido que la reflexión misma en su multiplicidad y en el infinito
traspaso (Übergang) de una forma de conciencia a otra. Benjamin la define como “una
mediación a través de la inmediatez reiterada”; “Friedrich Schlegel no supo de ninguna
otra, y en este sentido hablaba ocasionalmente del „paso‟ que „debe ser siempre un
salto‟” (52). El pensar del pensamiento sufre una agresión en el tercer nivel del
pensamiento, con lo cual se reitera desde una nueva posición, en progresividad
[Progredibilität como contrapuesta al Fortgang] definida como “infinita multiplicidad
de niveles de la reflexión [que] siguen su curso en todas direcciones” (52).En la tarea de
interrumpir la representación de tiempo propia de la infinitud vacía y repetitiva, los
paréntesis o el salto gracias al cual el tercer nivel de pensamiento “agrede” y
“conmociona” al segundo, como se verá, funciona como una cierta forma de repetición
gracias a la cual los románticos consiguen pensar el tiempo como un “teleología en
suspenso”. La novela, tal como los románticos conciben este género, será la
manifestación visible de esta temporalidad mesiánica.

c. La ambigüedad del medio de la reflexión como medio del arte

Benjamin muestra pronto varios puntos de tensión con la teoría romántica de la


reflexión. En un extenso pie de página Benjamin se queja del carácter de una reflexión
inarrestable que sólo conoce incrementos y nunca una regresión, y ante el cual sólo sería
pensable una interrupción (Abbrechung): “En el conocimiento [para los románticos]
sólo puede tratarse de un incremento, de una potenciación de la reflexión; un

5
El cuadro de Escher “Manos que dibujan” puede ilustrar la idea de un tercer nivel de reflexión. Se trata
de la paradoja de una mano que pinta la mano por la cual está siendo pintada. Al momento de
determinarse como sujeto de la acción de dibujar cada mano es a la vez el resultado de tal acción, objeto
mismo del dibujo. De tal manera que cada mano dibuja a la otra al tiempo que la des-dibuja para dar paso
a una galería de imágenes reflejas, que puede pasar a un nuevo nivel cuando se considera también la
mano del dibujante, Escher.
30

movimiento retrógrado parece impensable…, sólo es pensable una interrupción, jamás


una reducción del incremento…” (90). Benjamin califica la teoría de la reflexión como
“metafísica de interés limitado”, toda vez que, con la continuidad entre los niveles más
bajos y los más altos de reflexión, lo absoluto llega a ser caracterizado como una
proyección de lo finito y profano sobre él. Con ello, la queja se dirige a que la reflexión,
en su carácter de inarrestable potenciación, tiende a tornarse ella misma en el sustituto
de la unidad imposible de la que ella partió como diferencia. Al respecto, Rodolfo
Gasché ha desarrollado la crítica de Benjamin a los románticos en su ensayo “The Sober
Absolute”: “A través de la afirmación de que hay una sólida continuidad entre los
niveles más bajos de reflexión y la reflexión absoluta, el Absoluto pierde su univocidad,
en suma, todo lo que lo separa de los niveles inferiores” (Gasché, 57). De acuerdo con
esto, la pérdida de forma de la reflexión canónica, en tanto centro de reflexión, no sería
la manera propia de desarticular la idea de sujeto fichteana, sino una extática disolución
en el medium, confundida con el momento en que lo absoluto es traído presente. En
otras palabras, para los románticos lo absoluto no sería más que la proyección de la
comprensión que tiene lo finito sobre su propia disolución. Esta teoría, dice Gasché,
habría que relacionarla con la idea de mito y fatalidad en Benjamin, pues llama a que la
subjetividad se comprenda a sí misma en un movimiento extático tras el cual puede
alcanzar una unión con lo trascendente. Como tal unión es imposible desde un punto de
vista teórico, tal como los mismos románticos lo muestran, entonces puede ser pensable
todavía desde un punto de vista estético. Lo cual, finalmente, no será otra cosa más que
la sacralización de la subjetividad por vía estética. Sobre esto se volverá cuando se
desarrolle el carácter positivo de la teoría romántica de la reflexión en su venia estética.

Benjamin dice que los románticos determinaron en su teoría estética “el medium de la
reflexión” como el “medium del arte”, y a este lo llamaron igualmente “idea del arte” o
simplemente, “arte”. El arte sería la determinación del medium de la reflexión más
fructífera que conocen los románticos, lo cual hace parte de un presupuesto axiomático
de ellos: “sería del todo errado buscar en los románticos una razón particular por la cual
contemplasen el arte como medium de la reflexión” (97); se trata de un “credo
metafísico romántico” que consiste en pensar el arte como prototipo del medium de la
reflexión. Antes de referir este tipo de infinitud es preciso decir que, no obstante, este
31

credo metafísico se basa en la idea de que el arte es la respuesta a la pregunta de a quién


se refiere la reflexión una vez se acepta que antes de ella no hay nada, y que “sólo con
esta nace el pensamiento en el que es reflejada.” (66) Esto es, toda reflexión surge de
un “punto de indiferencia… en el que esta nace a partir de la nada”, y este punto es
pensado como arte, tal como lo dice Schlegel: “el poetizar crea su propia materia”. O
también Novalis: “el principio del yo es puramente ideal… el comienzo surge con
posterioridad al yo; el yo no puede, en consecuencia, haber tenido un comienzo. Por
ello vemos que estamos ya en el ámbito del arte” (99). De tal manera que el arte
responde a la pregunta por el sujeto ausente con base en un modelo de creación a partir
de la nada; un “punto de indiferencia” en el que la reflexión “absolutamente creadora”
flota sobre todo contenido “con el máximo de libertad respecto a todo interés” (98), y en
el que “el pensar y el poetizar son lo mismo”. Como se resaltará en el aparte sobre la
idea de prosa, la indiferencia creativa con respecto a cualquier contenido es un
contrapunto al poner fichteano, pero más en general, al poner de la realidad a partir de
la palabra caída. Al ser indiferente a cualquier característica o determinación, la cosa
pensada a partir de la absoluta indiferencia ya no es objeto de exclusión de la palabra
referencial, y de esta manera es restituida a su propio existir trascendente, poético.

Sin embargo, que el “medium del arte” sea llamado idea obedece igualmente al
problema del idealismo especulativo y del romanticismo, los cuales sintieron un
profundo anhelo de resolver la contradicción dejada por Kant, entre la posibilidad
racional de una intuición intelectual y su imposibilidad en el ámbito de la experiencia
(42). La intuición intelectual sería algo así como el conocimiento y no el pensamiento
de una idea, y obedecería al deseo de traer lo absoluto e incondicionado -que en Kant
son las ideas de Dios, alma y mundo en su función meramente regulativa-, a lo
condicionado en la experiencia. En términos románticos, obedecería al intento de
representar lo absoluto en lo finito. Ello resulta evidente en el anhelo de una intuición
del yo, que en Kant es solamente un acompañante de todas las representaciones, carente
de sustancia, y reducido a la función de síntesis. El paso al idealismo es descrito por
Jean Luc Nancy y Lacoue Labarth (1988, 33) como “la conquista de la posibilidad del
auto-reconocimiento del Ideal como la propia forma del sujeto… o como su
autoconciencia”, lo cual se da en una “voluntad de un sistema” que no está presupuesto,
32

sino “por hacer”. Este paso presupone en Fichte “la conversión del sujeto kantiano [sea
teórico, moral o estético, según lo aclaran Nancy y Labarth, A.C.] en la idea de un
sujeto absolutamente libre y por tanto consiente de sí… como posibilidad del sistema”,
y su corolario, a saber, la posición del mundo como creación u obra del sujeto. Como
se vio, el romanticismo imputa a Fichte el fracaso del intento de construir un sistema
por vía especulativa y por ello inaugura su teoría de la reflexión, en la que la categoría
de sujeto como posición es puesta en entredicho. Sin embargo, esto no descarta que el
romanticismo tenga también una pretensión de sistema, sino que dicho sistema se
realizaría por vía estética, de tal manera que la idea de belleza sea la culminación de la
filosofía. En este punto, el romanticismo critica la idea de sujeto implicada en este en el
proyecto idealista, pero a la vez puede crear una idea de subjetividad más refinada,
definida por los filósofos franceses, influenciados por la disertación doctoral de
Benjamin, como “sujeto obra”. La presentación de la Idea, que es el carácter absoluto
del sujeto, es presentación de la Idea como la Idea bella (35), y por tanto, del sujeto
como obra absoluta, no dada de una vez, sino como proceso puesto en marcha.

Que el medium del arte sea entendido como Idea apunta a este carácter del
romanticismo que intenta revivir la idea de una subjetividad como totalidad o como
representación de la idea misma. Benjamin se queja de lo que podrían llamarse, sin que
él utilice aquí la expresión, “estetización” romántica de todos los ámbitos de la
existencia. Su disertación es el primer estudio en señalar las pretensiones sistemáticas
de los románticos, para lo cual no cuenta la construcción lógica del sistema en sí, sino
“el espíritu del sistema” (Benjamin, 69). De esta manera, una vez los románticos
sustituyen el yo absoluto por el medium del arte, este puede nuevamente intercambiarse
por la historia, y de allí, por la historia de una humanidad en continuo
perfeccionamiento, tal como lo dice Schlegel:

A partir del impulso de la espiritualidad en tensión, el arte enlaza, en formas


siempre nuevas, con el acontecer de la vida entera del presente y del pretérito. El
arte no se adhiere a los acontecimientos singulares de la historia, sino a su
totalidad; en su acción de reunir y expresar, resume el complejo de los
acontecimientos desde el punto de vista de la humanidad en eterno proceso de
perfeccionamiento. La crítica… trata de preservar el ideal de la humanidad en
tanto que… se orienta hacia aquella ley que, enlazándose con leyes previas,
33

garantiza el acercamiento al eterno ideal de la humanidad. (Schlegel en Benjamin,


74).
Benjamin da el sentido de la cita en un pie página: “es interesante seguir cómo se va
preparando paulatinamente el paso de la determinación del medium de la reflexión
como arte a la de aquél como yo absoluto. Se cumple a través de la idea de humanidad”
(74). El medium puede convertirse pues en una forma de subjetividad más potenciada
que la fichteana, pues a su vez ella queda indilgada con una tarea; la tarea de producir la
humanidad como obra de su propia auto-realización, que es a su vez la tarea de
producirse a sí mismo el medium como sistema-obra de arte absoluta en su exigencia de
ser presentada como un individuo. Benjamin califica estos saltos desde el ámbito del
arte al histórico, en el cual se movilizan una masa de conceptos indiferenciadamente
produciendo consecuencias totalizantes, como “amalgamas y oscurecimientos” (75).
Generalmente se piensa que Schlegel se pronunciaba en una terminología que mezclaba
términos tomados de varios ámbitos de la existencia por pereza mental o falta de
capacidad de síntesis. Como muestra, se pueden citar aquí algunos aforismos citados
por Schmitt en su Romanticismo político: “los soldados tienen uniformes coloridos
porque son el polen del Estado”; “figura simétrica fundamental de los Estados, el
principio estatal como concepción intelectual del yo político”; “el rey es el sol del
sistema planetario” (Schmitt, 2000, 219). Para Benjamin, estas mezclas son “múltiples
ensayos de determinación de lo absoluto por parte de Schlegel”, y “no surgen sólo de
una carencia, ni tampoco de una falta de claridad. En su base yace más bien una
peculiar tendencia positiva de su pensamiento” (75). Con ello se refiere Benjamin a que
Schlegel, bajo la figura del arte, trató de concebir lo absoluto absolutamente, en el
sentido de que trató de concebir “absolutamente el sistema”, intento caracterizado con la
pregunta “¿no son todos los individuos sistemas?” (75 y 76). Con su terminología
mística y positiva, Schlegel pretendía mostrar lo absoluto como individuo, sin necesidad
de hacerlo presente como una entidad concreta, sino a cada momento como una
promesa o una anticipación (Gasché, 1991, XII). Cada uno de estos aforismos
pretenden una “intuición no intuible” de ese individuo como totalidad. Schlegel se
movía en la “terminología conceptual”, pues a él le parecía que cada concepto era un
sistema preformado, y las denominaciones terminológicas que él da sobre lo absoluto
34

consisten precisamente en el dar diferentes nombres a la misma idea, en una


mezcolanza que debe producir la impresión de una totalidad en permanente
desplazamiento: “el pensamiento de Schlegel es absolutamente conceptual, esto es,
lingüístico. La reflexión es el acto intencional de la absoluta comprensión del sistema,
y la forma adecuada para esta comprensión es el concepto” (77). Si un sistema fracasa
por vía especulativa, se puede tener no obstante la voluntad de querer un sistema. El
sistema de Schlegel es ante todo “el espíritu del sistema”, pues es el “acto intencional”
de su absoluta comprensión, que se mueve en una terminología llena de neologismos, a
través de la cual una individualidad se confunde con lo absoluto, en la serie de
desplazamientos terminológicos conceptuales: “únicamente en el concepto puede
alcanzar expresión incluso la naturaleza individual que Schlegel reivindica para el
sistema”(78). Benjamin califica dicho pensamiento de “funesto”, y en relación a la
teoría estética desarrolla su crítica a las pretensiones absolutizantes románticas.

3. El concepto de crítica de arte

Ante la recaída de la teoría romántica, tras su crítica al proyecto idealista de Fichte, en


una más refinada noción de subjetividad, Benjamin busca sin embargo el punto en que
el inmanentismo propio de la reflexión pueda encontrar su ruptura, y a ello apunta
precisamente el Abbrechung mencionado en el pie de página arriba referido. Es
necesario notar que si el “medium de la reflexión” involucra la idea de una
temporalidad del infinito cumplimiento, un continuum histórico en el que el tiempo
vacío y repetitivo de la mala infinitud propia del progreso se colma incesantemente a
cada momento, la valoración positiva que los románticos hacen del mismo pone
seriamente en entredicho dicha promesa mesiánica de cumplimiento. Pues en lugar de
pensar en un infinitud colmada piensan en una realización absoluta de lo absoluto, “lo
tenazmente absoluto” que tiende a borrar toda diferencia y los pone en la antesala de un
cierto totalitarismo estético. Y ello tiene un soporte en la manera como los románticos
entienden la reflexión. La continuidad de todas las partes que conforman el sistema, así
pensada por los románticos, no admite rupturas y hace del absoluto una mera
proyección del sujeto finito a través de un pensamiento que mezcla niveles de
pensamiento, pues hace de un desplazamiento terminológico de conceptos un individuo
35

con dignidad ontológica. Como la teoría de la reflexión romántica es la base de su


teoría estética, entonces en su estética serán visibles en mayor medida las
contradicciones del romanticismo. En tal sentido, afirma Gasché, el concepto
romántico de crítica de arte pone en juego tanto la tendencia positiva como la negativa
del pensamiento romántico.

Como bien lo explica John MacCole en su libro Benjamin and the Antinomies of
Tradition, Benjamin lidia en la reconstrucción del concepto romántico de crítica de arte
con una paradoja metodológica en el seno de la propia teoría de la reflexión. Por un
lado, la crítica eleva la conciencia de la obra, no por grados, sino al absoluto mismo,
esto es, descubre lo absoluto en ella y la lleva así a la propia idea del arte. Y de otra
parte, la obra es disuelta en el medium de la reflexión que luego es llamado el
“continuum de las formas”. Este es el momento destructivo de la crítica, caracterizado
por las expresiones Aflösung y das Zerstörende (MacCole, 1993, 97). La paradoja
metodológica consiste en que la obra conlleva en sí misma tanto el momento de su auto-
complementación como el de su autodestrucción. Esto no obstante, Benjamin aclara
que para los románticos el concepto de crítica tiene un valor primordialmente positivo:
“el momento de la autoinmolación, la negación posible de la reflexión carece de peso,
por tanto, frente a la cabal positividad de la elevación de la conciencia en quien
reflexiona” (Benjamin, 103).

Ante ello, Benjamin se toma la tarea de desarrollar el momento negativo del concepto
de crítica, no como un momento introducido externamente a ella, sino como uno que se
deriva de su propia teoría de la reflexión, y del cual no se puede dar cuenta si no se
ejerce cierta violencia crítica destructiva en sus planteamientos: “determinar la totalidad
del alcance filosófico de este planteamiento en su aspecto positivo y también en el
negativo, es una de las principales tareas de este trabajo” (Benjamin, 116). De hecho,
un momento negativo en ella ya ha sido introducido por el autor a propósito del medium
de la reflexión, cuando habla de la transición entre las distintas reflexiones como un
“salto”, o bien, de los paréntesis del tercer nivel de reflexión. En estos paréntesis, como
se verá, se rompe la idea de una continuidad entre los niveles inferiores y los superiores
de la reflexión, basada exclusivamente en un incremento positivo de auto-conciencia en
36

la reflexión. Sin embargo, y este es el punto determinante, Benjamin dice que en último
término el aspecto negativo tanto como el positivo deben coincidir en el concepto
romántico de crítica: “… la crítica no es, en su intención central, juicio; sino, por un
lado, consumación, complementación, sistematización de la obra; por otro lado, su
resolución [Auflösung, disolución, liquidación, desvanecimiento, A.C.] en el absoluto.
Como se demostrará, ambos procesos coinciden en última instancia” (Benjamin, 117).

El punto culminante de la reconstrucción crítica de la teoría romántica del arte, y en


especial de su concepto de crítica, es precisamente aquél en el que Benjamin muestra
cómo es que sus aspectos positivo y negativo concuerdan, y este punto es la teoría
romántica de la novela y su idea de prosa. En relación al propósito de este capítulo, el
punto central aquí consiste en que Benjamin observa en el continuum de la reflexión
una forma de contraponerse a la infinitud vacía y repetitiva de la infinitud propia del
progreso y del mito, pero tal continuum sólo tiene carácter mesiánico –de cumplimiento
del tiempo en cada momento- únicamente a través de su propia interrupción, y a esta
interrupción apunta el momento negativo de la crítica. En este punto, Benjamin muestra
cómo las aspiraciones trascendentales de los románticos se ven cumplidas justo en el
momento en que el continuum del arte se interrumpe en su pretensión de absolutez.

a. 1. Carácter negativo de la crítica: la ironía formal y el mundo barroco

John MacCole señala el momento negativo que Benjamin encuentra en el concepto


romántico de crítica, en relación a la interpretación de la ironía romántica: “Benjamin
dice que la crítica romántica demuele la „ilusión‟ creada por la obra, su „apariencia‟, y
más particularmente, su bella apariencia. Él ilustra esto por analogía con la manera en
que la ironía formal opera en la obra” (1993, 101).Esto es, para desentrañar el carácter
destructivo de la crítica es necesario comenzar por exponer lo que Benjamin llama
“ironía formal”. En este punto este trabajo de investigación plantea que en la disertación
doctoral sobre el romanticismo Benjamin adelanta algunos conceptos propios de su
ensayo sobre “Las afinidades electivas” de Goethe y de su libro sobre el barroco de
1924, en los cuales la crítica tiene el sentido de “mortificación” o reducción a ruinas de
37

las obras. En ello, la ironía formal, como se verá, está inmiscuida en el trabajo de la
crítica que, como se decía antes en un pie de página, separa los puntos de la realidad que
hacen parte de una cadena de tiempo en la que prima el optimismo del progreso, pero
también el mundo de la inmediatez propia del mito, en torsos que revelan cuanto de
“quebrado y deformado” hay en ellos.

En contraposición a la mayor parte de las interpretaciones sobre la ironía romántica,


Benjamin dice que no sólo existe una ironía subjetiva, caracterizada como el libre hacer
del genio creador, quien ha rehusado reconocer toda legalidad objetiva de la obra y se
complace en jugar arbitrariamente con el material que le es dado. Existe otro tipo de
ironía, la formal, que no se sigue de la libre actividad subjetiva creadora, sino del orden
trascendental del arte, según la teoría de la reflexión. Se trata de la “destrucción
voluntaria” de la forma de la obra, que acaba con su ilusión, mas deja en ella un resto
intacto que le permite seguir con su unidad y mostrar en ella “el orden trascendental del
arte”. Benjamin se refiere aquí a la parábasis en el antiguo teatro griego, en la cual la
escena es interrumpida por un coro que comienza a hablar sobre la propia
representación, con lo cual esta hace una reflexión sobria sobre sí misma. Como las
comedias tienen un nivel elevado de ilusión, ellas se prestan mejor para la destrucción
irónica, tras la cual queda un resto de ilusión sobria en la obra, una ilusión más elevada,
si se quiere, en tanto en ella se muestra el orden trascendental del arte, cosa que la
ilusión sumida en la belleza de la obra no puede hacer:

La forma determinada de la obra singular, que se podría definir como la forma de


exposición, deviene víctima de la destrucción irónica. Pero, por encima de ella, la
ironía rasga un cielo de forma eterna, la idea de las formas, que podría ser
designada como la forma absoluta, y testimonia la supervivencia de la obra que
extrae de esta esfera su indestructible subsistir, después de que la forma empírica,
la expresión de su reflexión aislada, haya sido consumida por ella. La ironización
de la forma de representación es semejante a la tempestad que levanta el velo ante
el orden trascendental del arte y lo descubre, junto al inmediato subsistir de la obra
en él, como un misterio. (Benjamin, 127)
Este fragmento suscita las preguntas sobre cómo es que tras la destrucción o ruina de la
obra esta puede mostrar un “orden trascendental”, y en qué consistiría tal orden,
definido también como “un misterio” que no debe entenderse desde “la genialidad
creadora, que bien podría llamarse misterio de la sustancia”, sino que es un “misterio
38

del orden, revelación de su dependencia absoluta de la idea del arte” (126).El exceso
semántico teológico de este fragmento y el escaso desarrollo a nivel de comentario por
parte de Benjamin en torno a este mismo exceso, hace que el pasaje deba ser
confrontado con otros lugares textuales en los que el autor alude a las preguntas arriba
formuladas. Como propuesta de este trabajo, dicho exceso de significado teológico con
respecto a la ironía formal cobra sentido si este se lee desde la forma alegórica de
significación tal como el autor la desarrolla en El origen del drama barroco alemán
(1924). Pues el momento negativo de la crítica en la disertación ya apunta a la idea de
la crítica de arte expuesta en el libro sobre el drama barroco como “mortificación de las
obras”, mientras que el resto de ilusión que sobrevive a la destrucción apunta a la
manera en que la consideración alegórica del mundo convierte bajo su mirada las ruinas
en eternidad. El desarrollo de la ironía formal en su relación con la forma alegórica
aclarará las preguntas arriba mencionadas en torno a la relación entre la destrucción de
la ilusión de la obra [aquí también Benjamin habla de su “muerte”] y un orden
trascendente que surge de esta destrucción.

Según la disertación, la ironía formal es la “objetivación de la obra al precio de su


ruina” (125), o bien, un “rayo” que cae con su “violencia” sobre la obra, con lo cual se
descubre en ella un orden trascendental e inmanente a la vez, ya que este sólo es
explicable en y por el resto de ilusión que sobrevive en la obra tras su arruinamiento.
Esta destrucción de la ilusión tiene lugar junto con el “momento de autoinmolación y
negación posible de la reflexión”, pues en la ironía la obra ya no puede ser el sujeto de
un incremento de conciencia y de absolutización, sino, muy al contrario, ella queda
sustraída de su participación en la totalidad en el medium, donde se conectan los niveles
de reflexión inferiores con los superiores, en una progresión infinita.

La negación posible de la reflexión amenaza con transformar el fragmento en ruina o en


alegoría, pues esta última carece de un sí mismo frente al cual pueda venir a conciencia
de sí y participar de una totalidad a través del incremento de esta conciencia. Una cita
que Benjamin toma de Schlegel refiere la importancia de la muerte de la obra como
premisa del descubrimiento en ella del orden trascendental del arte: “(…) si tanto la
amas [a la obra] dale tú mismo la muerte, fijando la vista en la obra que mortal ninguno
39

habrá de culminar; pues de la muerte del individuo… florece… la figura del todo”
(125). En principio, parece que esta idea de muerte es positiva, pues la muerte
funciona aquí como aquello que permite dotar a lo terreno de un significado
trascendente, de tal forma que la historia del individuo queda incorporada en una
escatología en la que la muerte apropia un sentido. En sentido general, esta
interpretación de la muerte puesta al servicio de una eternidad de más allá es propia del
cristianismo. Sin embargo, si se interpreta la cita de Schlegel y el pasaje entero sobre la
ironía formal a partir de la forma alegórica de significación a la que esta arrastra la obra,
se verá un sentido distinto de la relación entre muerte y eternidad. Uno en el que la
muerte no puede apropiar sentido, gracias a lo cual puede darse el comienzo de una
nueva forma de pensar lo histórico que se aleja de la escatología, en lo que esta tiene
que ver con el sentido con que se dota un plano temporal, perecedero y carente de valor
por sí mismo, a manos de un plano eterno, en el que reinan valores inmutables.

La alegoría es la forma de expresión más propia del lenguaje en su estado caído, pues la
manera en que ella imbuye de significado exterior a un material muerto es expresión de
la arbitrariedad y el carácter abstracto del juicio, que nacen con ocasión del pecado del
espíritu lingüístico, y tiene la culpa como raíz de su vaciedad significante: “al
significante alegórico, la culpa le impide alcanzar en sí mismo la realización de su
sentido. La culpa no sólo acompaña al sujeto de la observación alegórica, quien
traiciona el mundo por amor del saber, sino también a su objeto de contemplación”
(1990, 221). Esto es, la alegoría es la forma de significación que entra en la
consideración de un saber por fuera del nombre, gracias al cual la naturaleza también es
arrastrada al reino de la culpa y la muerte. Cada objeto que ella toma para producir
significado es lo carente por sí mismo de toda significación, y a su vez, en su
consideración alegórica anida la ilusión que espera porque en algún momento el
significado del cual es portador coincida plenamente con su ser mero significante, lo
que Benjamin llama “la espera permanente de un milagro” (1990, 171). Esta espera es
de por sí el efecto de la ilusión propia de la consideración alegórica del mundo, que se
encuentra bajo el hechizo de las promesas de Satán: la ilusión de la libertad, la ilusión
de independencia y la ilusión de lo infinito. Para hacer gala de su libertad y su
permanente apuntar hacia lo infinito, la alegoría se sirve de la esencial disparidad entre
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significado y significante en su propia forma de significación, tras la cual esta puede


presentarse en las más diversas formas. Ante la mirada del alegorista hasta el objeto
más nimio se dota de una significación profunda sobre la que él cavila incesantemente,
sin que por ello llegue a obtener claridad sobre dicha significación. En su búsqueda,
todo se vuelve significativo, pero a la vez nada puede revelársele en su simplicidad. El
mundo inmediato se convierte en una profusión de objetos e imágenes que contienen
mera vaciedad y tedio. Después de ofrecer placer en la especulación con que se dota de
significado cada evento mínimo, Satán irradia condena a quienes aceptan su ilusión, y
así, ante la mirada del alegorista, la libertad afincada en la infinitud se convierte en el
abismo infinito de la contemplación vacía del sujeto. En este se pone un elemento del
infierno por cada elemento con que la alegoría pretenda ejercer su libertad: una corona
de laurel se convierte en una de ciprés y un campo sacro-santo en un cementerio. Alas
tentaciones de Satán en las que ha caído la consideración alegórica del mundo, le sigue
la acumulación de una profusión de imágenes que pasan constantemente de la promesa
de conciliación al atrapamiento en el reino de la muerte, que es la misma historia
condenada a avanzar indefinidamente en medio de una procesión inarrestable de ruinas.
En tal sentido, dice Benjamin, “con el Trauerspiel la historia entra en escena”: “la
fisionomía alegórica de la naturaleza-historia, que sube al escenario con el Trauerspiel,
está efectivamente presente en forma de ruina… y bajo esa forma la historia no se
plasma como un proceso de vida eterna, sino como el de una decadencia inarrestable”
(171).

Sin embargo, hay un punto en el que la alegoría ya no es la imposición arbitraria de


significadoa una physis muerta, sino que ella misma se convierte en expresión de la
historia, de tal manera que en su propia presentación material se haya contenido el
significado que siempre buscó. Y sin embargo, esto sucede como traición de la propia
aspiración trascendental e ilusoria, bajo la cual la muerte era un medio para dotar de
sentido eterno a lo perecedero. Pues si la alegoría es expresión de algo, lo es de una
consideración de la muerte que ya no puede ser apropiada con una finalidad
escatológica, sino que es la muerte misma como única y más profunda visión del ser
histórico en su plenitud y su ruina, en su caducidad como en su salvación. La
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inarrestable decadencia adquiere su rostro más propio en una calavera y en esta figura,
la más sujeta a la naturaleza:

…en la alegoría la facies hippocratica de la historia se ofrece a los ojos del


observador como paisaje primordial petrificado. Todo lo que la historia desde el
principio tiene de intempestivo, de doloroso, de fallido, se plasta en un rostro; o,
mejor dicho: en una calavera. Y si bien es cierto que ésta carece de toda libertad
simbólica de expresión, de toda armonía formal clásica, de todo rasgo humano, sin
embargo, en esa figura suya se expresa plenamente y como enigma, no sólo la
condición de la existencia humana en general, sino también la historicidad
biográfica de un individuo.” (1990, 159)
En una cita de Hallman, Benjamin plasma el sentido de trascendencia en la muerte que
está presente en las frases de Schlegel, y de manera general, en el arruinamiento tras el
cual la ironía formal muestra un orden trascendente inmanente: “¡Así debemos, por la
muerte, penetrar en esa vida en que la noche de Egipto se convierte para nosotros en el
día de Gosem y nos ofrece el manto, cubierto de perlas, de la eternidad!” (Hallman en
Benjamin, 1990, 173). Lo eterno que se descubre en la muerte consiste en una manera
en que esta no es apropiada en pro de una significación escatológica, lo cual se sigue de
una especial forma de des-ilusión propia de la alegoría. En su ilusión de infinitud,
libertad e independencia, la alegoría va de emblema en emblema en una caída
inarrestable hacia una profundidad sin fondo, de no ser porque ella da un giro hacia la
des-ilusión. El rostro de la calavera no puede significar otra cosa más que ese rostro
mismo, la muerte. Esta es tanto el punto en el que la alegoría alcanza su pretensión de
identidad entre significado y significante, como aquél en el que su significado es igual a
cero, pues el rostro de la calavera deja en la inoperancia cualquier forma de apropiación
de objetos para dotarlos de un significado externo. “La alegoría termina por quedarse
con las manos vacías. El puro y simple mal, que ella custodiaba en cuanto profundidad
duradera, no existe más que en ella, es única y exclusivamente alegoría: significa algo
distinto de lo que es. Y significa precisamente el no-ser de aquello que representa”
(Benjamin, 1990, 231). En la desilusión surge un saber que no es Erkenntnis, el cual
pretende un conocimiento conceptual que no percibe sus límites, sino alegoría, pues esta
reconoce sus límites tanto en la manera en que concibe todo conocimiento del mundo
como ilusión como en su quedar desnuda, mostrando su dispositivo mecánico de
significación (Coward, 1981, 118): "Benjamin anota con precisión el cambio semiótico
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que caracteriza el 'milagro': la muerte que todas las indicaciones muestran ser
finalmente lo significado, deviene ella misma un significante" (Coward, 1981, 118).
Como significante, la alegoría ya no es convención, sino expresión inmediata de la
historia, toda vez que lo efímero en ella no es más el receptáculo de una significación
exterior y arbitraria, sino que se vuelve alegoría, tal como lo interpreta Benjamin en las
innumerables imágenes barrocas del Cristo crucificado: “En esta imagen la caducidad
no aparece tanto significada o representada alegóricamente, sino significando ella
misma, ofrecida en cuanto alegoría: en cuanto alegoría de la resurrección” (Benjamin,
230).

En el significado igual a cero el significante es la expresión del mundo transitorio,


caído; una expresión que libera a la palabra del saber en tanto ilusión del conocimiento
en el afuera del nombre. Sin embargo, del saber de la ilusión en que consiste la
desilusión no se sigue una visión de la muerte desnuda, sino otra forma de ilusión
restringida a los límites de la ruina. La des-ilusión de la alegoría consiste finalmente en
la ausencia de significado y en la consideración de las ruinas que se sigue de la
percepción de este punto cero de la significación que es la muerte. En tal consideración
esas ruinas son lo único que queda como testimonio de salvación, en la medida en que
es la historia que los seres humanos caminaron desde siempre sin darse cuenta, debido a
que estaban sumidos en la ilusión. Esa historia que los humanos no percibieron debido
al significado del mal o la preocupación por un más allá que se inscribía en ella es la
única de la que disponen, pero a su vez lo más valioso que pueden concebir, pues es el
descubrimiento de la senda que siempre transitaron pero que ahora se aparece como un
recorrido por descubrir en la que cada experiencia pasada se presenta como por primera
vez, tal que hay gozo en su búsqueda. Como se trata de una experiencia histórica ya
recorrida, su disfrute se da en la repetición en la que se encuentra lo nuevo con lo ya
recorrido, o en la que lo ya recorrido se repite pero cada vez en nuevas formas. Por ello,
Pensky dice que a la visión de la muerte no se sigue la resignación, sino un
“trascendentalismo inmanente”, en el sentido de que “la propia ausencia de significado
es tomada como un ímpetu para coleccionar y analizar los más profanos y envilecidos
fragmentos de experiencia, urgidos no sólo por la búsqueda de salvación, sino también
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por una voluntad de descubrir elementos del fin del mundo… en el más profundo centro
de los fragmentos históricos de experiencia mismos” (Pensky, 83).

Benjamin cita a Hausenstein para mostrar la manera en que el arte barroco obedece a
esta conciencia histórica: “el barroco es el arte de las mínimas distancias… para volver
rápidamente y con mayor seguridad a la sublimidad de la forma y las antesalas de lo
metafísico se busca el contrapeso en la esfera de la más vívida actualidad” (270). El
arte barroco, así como el resto de ilusión que mantiene la obra después de la violenta
destrucción a manos del rayo de la ironía, tienen en común que conciben la metafísica
del significado como un error, la “traición el mundo por mor del saber”, pero
igualmente descubren que este mismo error puede hacer parte de un continuo
descubrimiento e invención de la historia. Como lo dice Coward, el ennoblecimiento de
los objetos en la alegoría no los salva de su muerte, y por ello, esta no es una
regeneración dialéctica, “sino la ironía –la risus sardonicus” (118). Pues el triunfo
supremo de la alegoría consiste en que en su momento de mayor anhelo por la ausencia
hay una cierta presencia, ella misma con su rostro iluminado por la divinidad y en tanto
redimido. Pero es una presencia que sólo se da en el rostro de la muerte y en la duda,
dice Benjamin. La paradoja y la ironía tienen la última palabra: la alegoría es
testimonio de aquello que se sabe que no puede ser, gracias a la propia des-ilusión que
ella conlleva. Así como el mal es alegoría, también lo es la visión del mundo redimido,
o en otras palabras, así como la alegoría des-ilusiona del mal, también des-ilusiona del
paraíso, de la “economía de la salvación”. El único cambio entre una y otra
consideración es la cualidad de la ficción o la ilusión que ella siempre es. La desilusión
de la alegoría es un salto desde la fidelidad a la contemplación de las osamentas hacia la
infidelidad en la resurrección. Para Coward, este salto es equiparable a la interrupción
de la ilusión de una obra a manos de una ilusión superior: “en el drama alegórico esta es
concomitante con la ruptura del pacto ficcional de consistencia en el nivel del realismo
a través de la introducción repentina del autor de una ficcionalidad más alta” (1981,
119). Esta ficción superior no es aquella que participa de la ilusión de totalidad, sino la
que sobrevive, como un resto, a la destrucción de dicha ilusión. Lo irónico de la ironía
es que esta es la realización de la salvación como una no realización o la realización de
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la salvación en la imagen como no realizable en la imagen.Es la ilusión propia de la


ironía formal romántica, tras el violento rayo de su destrucción, que cae sobre la obra.

El núcleo eterno que encuentra la ironía formal en la obra no es lo que no muere nunca,
sino la manera en que la muerte permite una visión de la historia que ya no se sostiene
en una apariencia de totalidad sino en la manera sobria de descubrirla una y otra vez en
la mirada directa de las ruinas, de los fragmentos de la historia y de la composición
artística como significante.La “negación de la reflexión” que opera en la ironía como
ejemplo del carácter negativo de la crítica, según los románticos, es la negación de un
significado trascendente contenido en el fragmento, el cual debería salir afuera en la
potenciación de la conciencia de sí o auto-superación del mismo. Es la muerte de la
obra, gracias a la cual puede florecer la naturaleza del todo, si este todo ahora es
entendido como el orden trascendental en lo inmanente o el continuo devenir de
construcción y destrucción de lo histórico. En otro fragmento de Schlegel, citado por
Benjamin en la disertación con respecto a la ironía forma, se dice: “debemos elevarnos
sobre nuestro amor propio y ser capaces de aniquilar en el pensamiento aquello que
adoramos, si es que no nos falta… el sentido para lo infinito” (125). Esta infinitud no
es el más allá eterno, sino el orden de destrucción y creación en el que se afirma ahora
la consideración de lo histórico. La irónica vuelta al significante en la que la
subjetividad se conoce en toda su vaciedad es la aparición del misterio del orden; la
forma objetiva de la obra en la que la significación no depende del genio creador, sino
del no significado de la obra, tras el cual esta puede ser una ilusión propicia a develar un
aspecto del mundo profano no reconciliado con la metafísica de la significación, que
siempre pone el valor de lo histórico en relación a un más allá.

a.2. Carácter negativo de la crítica: Hölderlin y la prosa como designación


metafórica de la sobriedad

Un segundo momento negativo de la crítica de arte, según el romanticismo, consiste en


la idea de prosa como designación metafórica de la sobriedad. Según Benjamin, aquello
que la crítica debe extraer de la obra como su consumación es su núcleo prosaico. Toda
obra de arte y todo poema tienen su constitución indestructible y sobria en este núcleo,
cual se identifica con lo que arriba se designó con Coward como naturaleza mecánica de
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la alegoría o simplemente “significante”. En tal sentido, la sobriedad es lo opuesto a la


manía de Platón, dice Benjamin, y consiste en aquellas consideraciones sobre la
naturaleza del poema y del poetizar bajo las que Hölderlin habló sobre “el cálculo
reglado”: “En tanto que procedimiento pensante y esclarecedor, la reflexión es lo
opuesto del éxtasis, de la manía de Platón” (147). La idea romántica según la cual la
obra es producto de un quehacer artesanal y no del entusiasmo poético conlleva
igualmente la negación de la belleza, en tanto “diversión” y “agrado”, como elemento
determinante de la constitución de la obra. Las obras de arte no serían “apariciones de
la belleza ni manifestaciones de inmediata exaltación entusiasta, sino un medium de las
formas que reposa sobre sí mismo. En este punto, como en la ironía formal, conviene
desentrañar el sentido teológico con el cual Benjamin carga a las palabras “éxtasis” y
“manía”, en el contexto de su lucha contra el mito, así como el sentido de los términos
opuestos “reflexión” y “sobriedad”.

En el ensayo de 1921 sobre la violencia Benjamin critica la idea propia del derecho
natural, según la cual la violencia puede ser legítima como medio en cuanto esta
obedece a fines justos. Para Benjamin, la violencia no sería un medio, sino una
manifestación, tal como sucede en el hombre colérico, cuyas manifestaciones cargadas
de violencia no persiguen un fin preestablecido, pero tampoco son exentas de una
significación con respecto al derecho. La significación que reviste esta manifestación
inmediata de violencia es más perceptible, según Benjamin, en el mito. Allí se revela
que dicha a dicha manifestación le es indiferente el problema de la legitimidad o
ilegitimidad de la violencia como medio, y que más bien debe entenderse como una
voluntad y como poder que funda un derecho así como los ordenamientos que lo
conservan en aras de la conservación del propio poder. El significado de tal
manifestación sería más perceptible en el mito, pues en él el dios muestra su furia como
una pura manifestación de su voluntad que recae sobre el viviente, no como ofensa de
un derecho ya instituido, sino precisamente para instituir un derecho. Benjamin explica
lo anterior a través del mito de Níobe, quien en un acto de Hybris se burla de la diosa
Artemisa por haber tenido apenas dos hijos, frente a los 10 que ella parió. En un acto de
venganza, Apolo permite que Artemisa se encargue de asesinar a todos los hijos de
Níobe, mientras ella es convertida en una roca. Con ello, se demuestra que “esta
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violencia no es estrictamente destructora”; “si bien somete a los hijos a una muerte
sangrienta, se detiene ante la vida de la madre, a la que deja –por el fin de los hijos- más
culpable aún que antes, casi un eterno y mudo sostén de la culpa, mojón entre los
hombres y los dioses” (132). En su forma general, este mito incluye todos los
elementos de la culpa trágica. La soberbia o la Hybris desde la que Níobe reta a los
dioses la coloca en un enfrentamiento con el destino, en el cual ella necesariamente sale
perdiendo. Dentro del contexto de la culpa trágica, esta Hybris es paralela a la violencia
como manifestación inmediata en la figura del hombre colérico, que si bien Benjamin
cita a la pasada a manera de ejemplo, resulta totalmente significativa en la comprensión
de la violencia fundante de derecho como mito. La cólera y la soberbia, como Hybris,
remite a lo que Benjamin llama en la disertación doctoral “éxtasis” y “manía”. Son, por
decirlo así, el correlato de la manifestación inmediata de la voluntad del dios en el
viviente. A través de ellas el dios procede a cargar con culpa al viviente y a someterlo a
los ordenamientos del derecho, pues un tema clásico de la culpa trágica consiste en la
locura que los dioses envían al héroe como puerta de entrada a su perdición. “La idea
de que los dioses gobiernan todos los asuntos humanos, no necesariamente de forma
bondadosa o para nuestro bien, es básicamente griega. „Apolo era estas cosas‟, dice
Edipo, cuando acaba de cegarse. Este pensamiento valía particularmente para la
tragedia, y con especial frecuencia en relación con la locura. En épocas posteriores la
locura fue vinculada a menudo a la transgresión de la ley divina. Pero en la tragedia
griega se destaca la posibilidad, que se refleja incluso en el pensamiento cristiano, de
que los propios dioses pueden causar esa transgresión” (Padel, 2009, 30). Como lo
explica Ruth Padel, la locura animaliza a quien le cae encima. Io, a quien los dioses
envían el tábano (que debe ser entendido como el aguijón el oistros o el frenesí), es
convertida en una vaca, mientras que la manía, entendida como un poder mental
intensificado, tiene como resultado la avidez por matar, tal como sucede en Heracles
cuando asesina a sus hijos y en Ayax cuando degüella coléricamente todo un rebaño de
ovejas al que ha confundido con los soldados griegos (56). La animalización del héroe
es la reducción a la que conlleva la locura, gracias a la cual este puede cometer la
transgresión o el crimen, por el cual luego será condenado a la culpa y al castigo. Esta
animalización corre paralela a la división entre una parte meramente física y otra
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pensante en el ser humano: “Como Heracles, Áyax es todo cuerpo. Es el prototipo de la


fuerza física, de las máximas posibilidades del cuerpo masculino, pero también de sus
límites. „Los cuerpos‟ fallan cuando falla el pensamiento: cuando alguien no phronei
(piensa) como un ser humano”. Padel ejemplifica la división entre ser humano reducido
a cuerpo y ser humano como pensante con el antagonismo entre Ayax y Odiseo: “el
„pensar como ser humano‟ está representado por Odiseo, vencedor y contrapartida de
Ayax, el máximo héroe intelectual” (122). El término manía es el más destacado en la
tragedia en cuanto su relación con la cólera y la sangre derramada, a tal punto que
algunos autores identifican su significado primitivo con la palabra “sangre” (Padel,
2009, 48).

Solamente con el Fedro de Platón el término “manía” se cargó con un sentido positivo,
pues para este significa un “bello frenesí”, genialidad dispuesta a la producción de
poesía elevada. Mientras en la tradición trágica la manía es en sí misma una marca de
la fatalidad y la desgracia, para Platón –en el caso de la mania poetiké- esta se convierte
en ebriedad sagrada o bendición de los dioses, gracias a la cual al poeta le son reveladas
verdades divinas a través de las musas. “Por supuesto que hubo otros antes de Platón
que relacionaron la inspiración poética, así como la profética, con la locura. Destaca
Demócrito, quien dijo que los mejores poemas se hacen „con frenesí divino y aliento
sagrado‟. Una vieja idea que compromete profundamente a Platón, quien en otra parte
dice que los poetas no saben de qué hablan ni lo que están diciendo. La poesía no se
debe a nosotros, sino a una „Musa que están en nuestro interior‟” (Pader, 2009, 149). Es
evidente que en la manía de Platón hay un desplazamiento de la relación entre el héroe
trágico y su destino a la del poeta frente a la labor del poetizar. Con ello en claro, en
este trabajo se afirma que Benjamin concibe la figura del poeta frente al poetizar en
analogía con la figura del héroe trágico frente al destino sancionado por la
manifestación inmediata de la voluntad del dios, la cual encuentra su correlato en la
manía. El poeta adecuado para comprender el mito desde la relación entre el poeta y su
obra es Hölderlin, pues un tema común de su poética consiste en la disposición del
estado de ánimo poético que arrastra al poeta a su perdición, y que deberá ser superado
a través de ciertas formas de cálculo de las tonalidades y patrones rítmicos en el poema.
En Hölderlin, las reflexiones sobre el poetizar no son meras reflexiones sobre la manera
48

de construir versos más sofisticados, sino de conducir un enfrentamiento entre el poeta


y las divinidades que él busca desesperadamente, pero cuya invocación lo sume en una
“caída hacia lo alto” o un “extravío” (Hansen, 2002, 147). La fatalidad para el poeta no
es en este punto una manifestación inmediata de la ira del dios, cuanto el rol que él tiene
como mediador entre los dioses y los hombres, a quien le ha sido encomendada la
misión de sacar un sentido sagrado para salvación de los suyos y quien ve el coraje
como el valor poético necesario para tal misión. Este es el asunto general de los dos
poemas a los que Benjamin dedica su ensayo de 1914.

En el análisis que Benjamin parte de un concepto que hace parte del concepto de “lo
poetizado”, ya implicado en su aproximación al concepto romántico de crítica, aun
cuando allí no se desarrolla la teoría de la reflexión. Lo poetizado obedece, según
Hansen (2002) a “la estructura no mimética, la red del mundo o más bien el cosmos
sincrético en el que la semántica, la fonética, la estética y el reino ético están conectados
entre sí” (150). Lo poetizado, dice Benjamin, es un concepto límite toda vez que en él
se encuentran poema y vida en una espacial correlación, tal que el primero no es un
mero mecanismo artificial sin vida, ni ésta un mero naturalismo, sino la idea de la tarea
a la cual aspira todo poema. “Lo poetizado debe ser entendido como el prerrequisito del
poema, como la estructura espiritual-intuitiva del mundo, de la cual el poema testifica.
Esta tarea, este prerrequisito, será entendido aquí como el último fundamento del
análisis” (105). Para Benjamin, lo poetizado es una tarea, puesto que a pesar de que se
encuentra en el poema como un a priori que le da su necesidad de existir, no se
encuentra dado con anterioridad a la crítica, sino que esta debe consumarlo. Al
consumar lo poetizado como ideal a priori en el poema se cumple una tarea, cuyo ideal
es la vida. La vida, podría decirse, es lo poetizado mismo, a lo cual la crítica aspira de
modo siempre infinito, no por mor de la infinitud de la tarea de raigambre kantiana, a la
cual Benjamin considera como una suerte de infinito malo, sino porque cada elemento
considerado del poema cobra individualidad en tanto ponga en movimiento una serie
infinita de otras unidades funcionales, un fenómeno que Benjamin captura con el
término “series” (Hansen, 2002, 152) y que se transparenta en el ritmo del poema.
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Benjamin se refiere a través de la palabra “Gestalt” (figura), de tal modo que la crítica
debería sacar esta figura, consumarla, en razón de dar testimonio de la verdad del
poema que es la esencia misma de lo poetizado. Según Lacoue-Labarth, Benjamin
utiliza este término por dos razones. En primer lugar, a través de él enuncia que la vida
como ideal de la tarea poética es una vida pensada poéticamente: “Lo poetizado, en
tanto Gestalt, es una figura de la existencia. O lo que apunta a la misma cosa, vida
(existencia) – en la medida en que la tarea del poema es testificarla- es ella misma, en su
verdad, poética. Un poema puede decir, en verdad, que nosotros existimos en verdad.
Lo que es decir, poéticamente. „Plenos de valor, pero poéticamente, habita el hombre
sobre la tierra‟” (Lacoue-Labarth, 2002, 172). Esto es, la Gestalt es el ideal del poema
en cuanto vida pensada poéticamente. No se trata de poetizar la vida o de estetizarla,
sino de pensarla como aquello cuya verdad se presenta sólo como verdad de lo
poetizado, lograda individualmente en cada poema singular a través de su propia
Gestalt. En segundo lugar, consciente de las implicaciones de este término para la
Lebensphilosophie, Benjamin querría hacer una movida sobre su significado con el fin
de “deconstruirlo”, a pesar de que, según Lacoue-Labarth, este término no estaba a
disposición del autor. Benjamin llama a la Gestalt o la figura singular que constituye lo
poetizado lo “mítico”, en el sentido de que la vida interna del poema se realiza de
acuerdo a las absolutas conexiones y relaciones que dan al poema una especial
intensidad: “lo míticos, que es lo poetizado o lo que es lo poetizado- es existencia
misma en su configuración o su figurabilidad. Por lo cual un poema es en último
término un gesto de la existencia, un gesto con la mirada de la existencia” (172) En la
primera versión del poema, “Coraje de poeta”, esa figura singular, lo poetizado, es
coraje, que no es un tropo mítico, sino mitológico. Por mitológico Benjamin entiende la
conducción del tema del poeta héroe quien enfrenta el peligro de la misión de mediar
entre dioses y humanos, a través de una reconstrucción mimética de los referentes del
mundo griego clásico. En esta versión el dios es nombrado alegóricamente, sin ironía,
ni se alcanza a presentar la esencia del destino del poeta en su vocación de poetizar para
su pueblo desde la vida de lo poetizado, pues el coraje lo impide. O bien, la manera
como el coraje se presenta en esta versión impide que el poema testifique la verdad de
la vida, pues esta ha sido sustituida por “un sentimiento inmediato” de la misma. En el
50

poema, según Benjamin, existe una “indeterminación considerable de lo sensorial y


desconexión en los detalles”:

…el mito del poema se encuentra impregnado por lo mitológico… Y es que el mito es
reconocible en la unidad interior de dios y destino, bajo el imperio de Ananké. Un
destino es sin duda el objeto de Hölderlin en la primera versión de su poema: a saber, la
muerte del poeta. Hölderlin canta las fuentes del coraje para dicha muerte. Y esta
muerte es el centro del que debería surgir el mundo mismo del morir poético. En cuanto
a la existencia de ese mundo, sería coraje de poeta. (Benjamin, 2002, 112).

Si en carácter y destino Benjamin define la nuda vida como “vida indeterminada”, el


acercamiento a la figura del poeta en este poema puede ser una definición de esta
expresión. En este, “la fláccida expansión del sentimiento sustituye la grandeza y figura
interior de los elementos”. Esto significa, en relación al poeta, que cuando el poema no
está regido por esa multiplicidad de relaciones y determinaciones cada vez más exacta
que es lo mítico, entonces predomina en su propia figura un “sentimiento inmediato de
la vida”, desde el cual el mundo y la divinidad son realidades ajenas a él. En lo que
hace a la idea de coraje, esto significa que ese sentimiento inmediato de la vida prepara
al poeta para enfrentar heroicamente la muerte o el llamado a la muerte en que se
constituye la idea de destino, pero este coraje recae en una visión dualista entre el
hombre y la muerte. Esta última no pertenecería a la vida del primero, sino que vendría
dada en función de la sumisión a potencias extrañas ante las cuales sólo queda un orden
ciego que el canto poético trata falsamente de convertir en un destino propio, poético.
En varios poemas Hölderlin trata de hacer de la figura del entusiasmo o del éxtasis un
intento de unión prematura y desmesurada con la divinidad, anotación importante en
este contexto, pues esta significa la exaltación de ese sentimiento inmediato de la vida
bajo una comprensión dionisiaca que no sólo no puede cumplir con la tarea de
reconciliar al poeta con el pasado clásico, sino que lo lleva a un “extravío”. Dicha
exaltación no es un resurgimiento del sentimiento trágico griego, sino una entrega
mimética a un modelo de significación que ya no es la Grecia clásica, sino una forma de
significación en la cual la vida se pierde en el intento de convertir abstracciones o
mitemas en intuiciones sensibles, a través de la designación alegórica de los dioses. En
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“Coraje de poeta” ello es notorio en la medida en que los dos mitemas centrales están
conformados por la figura de la parca ante la cual se doblega el poeta y por la analogía
entre este y el dios sol, Apolo, quien “a ricos y pobres da (gönnt) su gozosa luz/ y,
mientras el tiempo huye, nos ayuda,/ efímeros como somos, a seguir en pie/ con su
andador dorado, así como nosotros/ guiamos los pasos infantiles” (Hölderlin, 1977,
193). Después de “regalar” el día a los efímeros, el sol decae, “cuando llega la hora, es
esperado,/ …. Sabiendo que todo es pasajero,/ va declinando, con ánimo invariable”
(193). Así mismo el poeta canta e ilumina brevemente a su pueblo para luego declinar
como resultado necesario de su misión, y el coraje está allí como existencia y vida
poéticas, mas una vida que surge de la mitología y no de lo mítico.

Por contraposición, como lo dice Lacoue-Labarth, “en la segunda versión, de otra parte,
el mitologema de la puesta del sol, del declinar, del crepúsculo, etc., es abandonado. Y
con él, aquél del héroe mediador y el bardo del pueblo. La intuición de Benjamin aquí
es que, a través de des-hacer lo mitológico, la segunda versión refuerza lo mítico a
través de lo cual él encuentra lo poetizado. Lo poetizado aparece en su verdad –la
esencia lograda del coraje- sólo con el colapso de lo mitológico” (175). Esto sucede a
medida en que el poema gana en concreción entre todas sus partes, a través de la
sobriedad gracias a la cual se da el “abandono de los estereotipos de sacralización"
(175). En “Timidez” son abandonados los recursos mitológicos en pro de lo mítico:
“nuestro padre, el dios cielo,/ concede a ricos y pobres un día pensativo,/ y a la vuelta
de los años,/ cuando podemos caer en el letargo/ nos mantiene erguidos, guiándonos/ en
su andador de oro, así como guiamos/ los primeros pasos de los niños” (Hölderlin,
1977, 195). En estos versos y otros anteriores Benjamin hace una demostración según
la cual los referentes griegos se desintegran en un espaciamiento gracias al cual puede
tener lugar una forma especial de tiempo en el que habita el poeta. Dicha demostración
se escapa a este trabajo, mas es importante señalar que el cambio desde “una luz
gozosa” a un “día pensativo”, en “la vuelta del tiempo”, señala a Benjamin que en la
segunda versión el destino como Ananké se disuelve en la infinitud del tiempo que es la
forma misma del poema:
52

En la nueva versión, el día aparece formado en el máximo grado, en descanso, en


acuerdo consigo mismo en su conciencia, como una forma con la inherente plasticidad
de la existencia, a la cual corresponde la identidad del suceder en el orden de lo
viviente. Desde el punto de vista de los dioses, el día aparece como formada
quintaesencia del tiempo… ¨[a]cá se muestra que la idea da paso a la concretización de
la forma y que los dioses son entregados a su propia plasticidad… más cercanos a la
forma de la idea (Benjamin, 2000, 30; 2002, 123).

En “Timidez” los dioses ya no son entidades abstractas ante las cuales sólo es posible la
manifestación inmediata del sentimiento y lo que Hölderlin llama en una de sus cartas a
Böhlendorff “la violencia del elemento [el fuego]”. Antes bien, ellos dependen del
canto, lo cual sucede en tanto el poeta conlleva en sus manos “lo adecuado” conforme a
su “habilidad” en la “medida”. Al realizar las múltiples conexiones y determinaciones
entre los diferentes elementos del poema, la vida o lo poetizado se desarrolla como un
movimiento de absoluta libertad. La antesala de esta tarea configurativa consiste en la
conversión de los dioses en forma, una cierta forma de profanación que en cierto sentido
pondrá al poeta en la posición de culpable: “la concretización de la forma en la idea
significa que ella crecerá siempre cada vez más ilimitada e infinita, y que todas las
formas serán unificadas en la forma absoluta que los dioses van a tomar” (Benjamin,
2000, 31; 2002, 121). Si la forma del poema es la misma idea como tiempo en su
quintaesencia, este tiempo es una infinitud en la medida en que los dioses se disuelven
en la forma, que en lo concreto, dice Benjamin, pone de manifiesto en primera medida
el elemento rítmico. Que las diversas formas se unifiquen en la absoluta (y aquí por
forma absoluta habría que entender la idea misma del poema, la vida) significa que los
diferentes ritmos se conectan entre sí en el poema de tal medida que se haga audible el
tiempo “en una cadena de infinitamente extendido evento que corresponde a las
infinitas posibilidades de la rima” (2000, 29). Con ello, el theos, que etimológicamente
significa “poner” (Hansen, 2002, 155), es convertido en “forma muerta”, y con ello el
destino se identifica con las correspondencias rítmicas en su variedad a través de las
cuales aparece la idea. Que el theos se convierta en eidos significa, a su vez, que el
poeta no se configura a sí mismo en esta versión desde la ficción emanada de la
naturaleza o el sentimiento inmediato de la vida, sino desde la obra, del poema. Pero
53

ello se traduce en un acto de Hybris, de soberbia, por parte del poeta, toda vez que él ha
aniquilado a los dioses en su sustancia para convertirlos en forma, y todo ello con el
resultado de que ahora la vida del poeta brote en el centro de las correspondencias entre
los diversos estratos formales del poema. El poeta ha aniquilado a los dioses para darse
forma a sí mismo y esto es un acto de Hybris, que será expiado en un último
movimiento del poema. Según Hansen, Benjamin procede en esta parte de la
argumentación en referencia a lo que más tarde en la disertación doctoral él criticará
con respecto a la auto-posición en Fichte: “el análisis benjaminiano, en el poema
„Timidez‟ avanza una encubierta y sin embargo pronunciada crítica contra la rama
fichteana del idealismo, notablemente la del yo absoluto que cree poder constituirse a sí
mismo como al mundo en la auto-poiesis” (2002, 155). La observación de Hansen
también es aplicable a la idea romántica de obra de arte absoluta, que se desprende de
las intenciones sistemáticas en el caso de Schlegel. Darse forma a sí mismo en la obra
de arte total es una forma de superar cierto vacío, propio de la referencia alegórica a los
dioses, en el ensayo, y del tiempo vacío y repetitivo del progreso, en la disertación, pero
a su vez es una forma de sustituir un absoluto perdido por la exigencia de constituir
estéticamente un absoluto. En este punto, Benjamin insiste en que la aspiración del
poeta a cumplir con su vocación poetizadora, que al mismo tiempo coincide con el
desobramiento de lo mitológico, y en un sentido amplio, del mito, consiste en la
interrupción de la misma obra. En el ensayo, ya para terminar con el último
movimiento, ello sucede en la medida en que Benjamin refiere la cesura como punto de
interrupción contra-rítmica del poema y el término “sobriedad”, que reaparece con la
misma intención en la disertación doctoral. Este punto se ubica en el momento en que
el poeta supedita el destino bajo la forma de Ananké, que sería la consecuencia natural
de la Hybris en el mito, a su propia muerte, la cual no es tanto signo de heroicidad como
una entrega pasiva a un orden en el cual la subjetividad del poeta ha quedado aniquilada
por el orden objetivo del lenguaje. La timidez es la actitud que resulta del sentimiento
de la vida, de la que ahora puede dar testimonio el poema en cuanto este guarda en lo
poetizado la verdad de esa vida como verdad misma del poema. La timidez, en este
sentido, es una actitud opuesta a coraje que llama a una vida tan dispuesta al heroísmo
como temerosa de la muerte, pues para aquella la muerte no es un acto de retribución a
54

pagar por una existencia impropia, sino que allí “cada función de la vida en este mundo
es destino, mientras que en la primera versión del poema el destino determinaba
tradicionalmente la vida” (Benjamin, 2002, 128). La muerte del poeta es el punto de
cesura, gracias al cual aparece un orden objetivo del lenguaje. En este punto de
interrupción aparece el pensamiento o lo que es lo mismo, la reflexión. En este sentido,
tanto en el ensayo sobre Hölderlin como en la disertación, Benjamin muestra una
analogía entre el pensar y la luz, con un verso del poeta: “¿Dónde estás, pensativa, que
siempre tienes/ que apartarte a tiempo? ¿En dónde estás tú, luz?”. En el caso de la
disertación, Benjamin introduce estos versos cuando habla sobre la tesis hölderliniana
de la sobriedad del arte, descrita a través de un fragmento de Novalis como carácter
consonántico de la reflexión: “¿No es la reflexión consonante por naturaleza?” (147).
Por oposición a la vocal, la consonante interrumpe la curva rítmica e la entonación y así
se hace presente la luz como metáfora, pero también como constitución visual del
medium de la reflexión. El medium aparece entonces como una sobria vuelta del
pensamiento a sí mismo a través de su propia interrupción, y no como extática aparición
de lo más sagrado en el poema o en la obra en general. Si lo más sagrado a lo que
aspira el poeta no es una unión extática entre él y el dios, y si su vocación poética no
conlleva una heroicidad cuanto una sobria y humilde entrega al orden objetivo del
lenguaje, entonces las bases de la interpretación de Hölderlin propia de los pensadores
de la Lebensphilosophie queda sin base. La pretensión de configurarse a sí mismo a
través de la obra, del obrar de la obra, se interrumpe en la cesura y en la sobriedad,
connatural a ello es la idea hölderliniana, y también de Schlegel, según la cual el arte es
una cuestión mecánica, de un cálculo, artesanal. Como derivación de esto, también se
sigue que el arte puede ser enseñado, de tal manera que en lo que este sea expresión del
pensamiento des-obre lo mitológico. Este es el sentido de fondo por el cual Benjamin
cita a Hölderlin en su disertación: “(…) en todas las cosas los hombres deben mirar
sobre todo que se trata de un algo, esto es, que sea cognoscible en el medium (moyen)
de su aparición, que la manera en que está condicionada pueda determinarse y
enseñarse. Por ello, y por otras razones superiores, la poesía tiene una especial
necesidad de principios y límites seguros y característicos, uno de ellos es justamente el
cálculo reglado” (Hölderlin en Benjamin, 149). Schlegel, en el mismo sentido, muestra
55

un gran aprecio por la poesía didáctica, aunque en general para los románticos la idea
hölderliniana de la sobriedad quedó como una tierra prometida a la cual sus postulados
apuntaron sólo desde lejos. En el caso de Novalis, Benjamin retoma un trozo de una
carta en la cual aquél muestra su concordancia con las ideas expuestas: “empiezo a amar
lo sobrio, pero lo sobrio auténticamente progresivo y en avance permanente” (151).

b. Carácter positivo de la crítica de arte: la obra de arte absoluta

El carácter positivo de la crítica se desprende de las pretensiones sistemáticas de los


románticos, a las cuales ya se ha aludido. La obra de arte es para Benjamin un centro de
reflexión en el medium, constituido por su autolimitación gracias a la cual aquella
obtiene su “forma presentacional” o su apariencia. Como centro de reflexión la obra es
entidad pensante y la crítica actúa frente a ella como un observador que hace
incrementar la conciencia y el conocimiento de sí de lo observado. A través de la crítica
la obra de arte “despierta” a la conciencia de sí misma y es integrada al medium de la
reflexión, en la cual la obra se complementa. La actividad de la crítica consiste en
absolutizar la obra, esto es, extraer a través de la auto-reflexión la idea que ella contiene
y elevarla a lo absoluto: “[la crítica] no debe hacer otra cosa que descubrir la secreta
disposición de la obra misma, ejecutar sus recónditas intenciones. Según el sentido de
la propia obra, esto es, en su reflexión, aquella debe ir más allá de la misma, hacerla
absoluta” (105); la crítica es “el método de su consumación”, esto es, el sacar el ideal a
priori contenida en ella y arrastrarla con ello hacia la propia idea del arte.

Como la forma de la obra es la objetivación de la reflexión presente en ella, en forma de


auto-limitación, entonces la crítica debe aniquilar la forma para que la obra libere su
contenido absoluto. Pero tras dicha aniquilación la obra ya no se eleva entonces, sino
que se disuelve, tiene su “Auflösung”. En este punto, la destrucción de la forma de la
obra tiene que ser pensada necesariamente como algo que obstruye su cumplimiento, si
este se entiende como la identidad absoluta entre la individualidad y la idea misma del
arte. En tal sentido, una consumación de la obra particular en sentido de su
absolutización parecería imposible, de no ser por el hecho de que los románticos
conciben el medio de la reflexión o el continuum de las formas en que se complementa
la obra particular, como una obra misma:
56

Dado que el órgano de reflexión artística es la forma, la idea del arte queda
definida como medium de reflexión de las formas. En éste coinciden de manera
constante todas las formas de exposición, se conectan recíprocamente y se unifican
en la forma absoluta del arte, que es idéntica a su idea. La idea romántica de la
unidad del arte anida, por consiguiente, en la idea de un continuum de las formas.
(129)
Con esta idea, los románticos conciben la totalidad de la reflexión como un libro de
todos los libros o una obra que contiene todas las obras, tal como dice Schlegel, en una
cita que Benjamin repite: “¿no existen individuos que tienen en sí sistemas de
individuos?” (130); y también: “el filósofo que… puede transformar todos los
filosofemas singulares en uno único, que puede hacer de todos los individuos de la
misma un solo individuo, alcanza el culmen de su filosofía” (131). Gracias a ello, los
románticos piensan que la obra individual se consuma precisamente al momento en que
dicha obra de arte absoluta cobra su propia individualidad. Cuando el continuum cobra
individualidad se complementa al mismo tiempo la obra particular, gracias a la crítica,
pues el continuum sería la manifestación visible de las recónditas intenciones inherentes
en la forma presentacional de cada obra particular. De esta manera, Schlegel solía
hablar de una gran obra invisible que acoge en sí a la visible y pensó a la primera como
una idea en sentido platónico que debía tener realidad individual, “y así fue como
recayó en la antigua confusión entre abstracto y universal” (132).

Al respecto, como lo hace notar Gasché, Benjamin cuestiona los presupuestos


filosóficos de esta unidad de las formas y de la paradoja según la cual lo más universal
sea concebido por Schlegel como la individualidad más determinada. Mientras esta
universalidad de la obra de arte descansa en la idea de un enlazamiento progresivo e
infinito de las formas artísticas, la idea de esta universalidad como individuo es una
abstracción que confunde el pensamiento de la máxima universalidad como continuum
con la abstracción del mismo en tanto individualidad. Como lo aclara Gasché,
Benjamin se incomoda con esta idea de Schlegel, pues al dotar esta abstracción de
realidad contamina lo absoluto con la idea de que su existencia, en un plano ontológico,
se deriva su existencia como individuo a partir de una plano meramente conceptual:
“Aún la esfera de los puros conceptos es inconmensurable con el reino de la idea o lo
absoluto. Schlegel es un místico para Benjamin pues aquél cree que con conceptos
57

puros como „individualidad‟ u „obra invisible‟ puede traer a cumplimiento lo


absoluto…” (62).

Ahora bien, los románticos ven en novela la obra de arte total, en tanto ella es el
símbolo del continuum. Como símbolo, en ella se hace presente la reflexión absoluta en
su forma presentacional, lo cual significa, en su aspecto meramente positivo, que la
novela es lo absoluto individual, una suerte de proyección en lo absoluto del fragmento
206, en el que se habla de un puercoespín “enteramente apartado del mundo circundante
y completo en sí mismo”. Otro fragmento tomado de Schlegel en su recensión del
Wilhem Meister de Goethe es más apropiado para ilustrar el carácter de una obra que, en
su limitación, es a su vez absoluta: “una obra está formada cuando por todas partes
queda delimitada con precisión, pero es ilimitada en el interior de los límites… cuando
es totalmente fiel, por doquier igual a sí misma y, sin embargo, sublime más allá de sí
misma” (Schlegel en Benjamin, 115). Para los románticos, la forma presentacional de
la novela coincide con el carácter absoluto que la crítica extrae de ella en el caso de las
obras particulares: la idea del arte. En otras palabras, la forma misma de la novela es la
idea del arte, razón por lo cual los románticos ven en la novela cumplidas sus
expectativas de ver como individuo su pretensión de la poesía más universal y más
espiritual. Sin embargo, Benjamin dice que la unidad en que descansan todas las
formas que se entremezclan en la novela consiste en la prosa y que ésta es el contenido
trascendental al que aspiran todas las obras particulares: “Según esta concepción, el arte
es el continuum de las formas,... y la novela la aparición perceptible de este continuum.
Lo es a través de la idea de prosa. La idea de la poesía encuentra su individualidad
buscada por Schlegel en la forma de prosa” (143).Que la idea de la poesía como aquello
trascendente a lo que ella aspira sea la prosa, o que el poema de todos los poemas sea un
único poema escrito en prosa es sinónimo de arruinamiento del proyecto de una obra de
arte absoluta, en el sentido de la ironía formal y la sobriedad. Como tal, la prosa (y la
sobriedad, como su designación metafórica) no es una realidad última más allá de cada
obra, sino una forma en que el incremento en la reflexión sufre una interrupción que
arruina la misma ilusión de la obra, y en tal arruinamiento muestra su carácter
indestructible, “la sobria y eterna consistencia de la obra”. En este punto, como se
mostrará, el cumplimiento de la absolutización de la obra consiste en su arruinamiento y
58

en la ruptura del continuum de las formas, momento en el cual coinciden el carácter


positivo y el negativo de la crítica.

4. La novela como manifestación visible del tiempo mesiánico y la idea de la prosa

La novela es el punto de coincidencia entre los aspectos negativo y positivo de la


crítica. Mientras que, según el aspecto positivo la novela es la obra de arte absoluta en
la que lo absoluto se presenta como una obra individual, en el aspecto negativo la
novela aparece como una obra indestructible en función de la destrucción de su ilusión,
propia de la ironía, y en función de la exposición su forma sobria:

En obras hechas con espíritu prosaico, pensaban los románticos al formular la tesis
de la indestructibilidad de la obra de arte auténtica. Lo que se disuelve en el rayo
de la ironía es sólo la ilusión; indestructible, sin embargo, permanece el núcleo de
la obra, porque no se sostiene sobre el éxtasis, que puede ser destruido, sino de la
sobria, la intangible forma prosaica. Por medio de la razón artesanal se constituye
sobriamente la obra, aun cuando apunte al infinito –en el valor límite de las formas
delimitadas. La novela es el prototipo de esta mística constitución de la obra más
allá de las formas delimitadas y bellas en la apariencia. (150)
Este fragmento resume el contexto en el cual Benjamin ubica la teoría romántica de la
novela. Ella es el “prototipo” en el que se entrecruzan la destrucción de la ilusión
propia de la ironía formal, así como la destrucción del éxtasis a manos de su
construcción artesanal en su elemento prosaico, en tanto metáfora de lo sobrio.
Benjamin no desarrolla explícitamente la relación entre la novela, de una parte, e ironía
formal y sobriedad, por otra. La ironía formal conlleva una reflexión sobre los modos
de representación gracias a la cual el mundo profano puede ser representado en sus más
diversas contingencias, cada vez como fragmento que contiene las claves de la
redención. La sobriedad, por su parte, remite tanto a la reflexión del significante gracias
al cual este puede representar dichas contingencias des-construyendo continuamente el
significado basado en una significación escatológica como a la conversión del dios
antiguo en forma, y en la elaboración de esta, a través del ritmo, que acá será el “ritmo
romántico”, en el tiempo del infinito cumplimiento. Benjamin encuentra estos dos
elementos en la interpretación que hace Schlegel sobre el Wilhem Meister de Goethe,
pero a su vez trasciende la relación empírica con esta novela a la estructura a priori de
59

la misma como género, esto es, en tanto esta conlleva un ideal, una necesidad de existir,
que le da su forma y su universalidad.

Lo primero que debe señalarse como constitutivo de la novela es su profusión de formas


y su tendencia a entremezclarse. Gracias a esta profusión y a la carencia de reglas que
la caracteriza como género, ella puede “reflejarse a discreción en sí misma, reflejar
especularmente desde una posición más elevada, en consideraciones siempre nuevas,
cada nivel dado de conciencia” (141). Por lo anterior hay que entender que la novela es
un género que sostiene su ilusión gracias a que se trata de “un medium de las formas
que reposa en sí mismo” y no una manifestación de la exaltación entusiasta o de la
belleza. Esto quiere decir que la novela siempre habla al lector con guiños sobre las
condiciones de posibilidad de su misma ilusión, a través de los más diversos recursos
meta-ficcionales. Tanto así que, a diferencia de la parábasis en la ironía, la novela no se
interrumpe a sí misma de manera violenta (141), sino que ella habla de la estrategia
textual que produce su ilusión en la continua reflexión sobre sus propios modos de
representación que, por decirlo así, se convierte en la manera propia en que se da la
ilusión en ella. O, en otras palabras, la novela es una parábasis continua, renovada a
cada instante, y la transición entre las distintas formas de hablar sobre sí misma a través
de la ruptura con una precedente se constituye en su único contenido. Así lo había
dicho Benjamin con respecto a la teoría romántica de la reflexión, en la cual las formas
de la conciencia en su recíproca traslación (Übergang) son el único contenido del
conocimiento. Como esta traslación constituye el Zusammenhang a través del cual la
infinitud propia de la pura medialidad se enriquece en conexiones, entonces ella no
difiere de la actividad reflexiva que se dispersa en todas direcciones, y en así hacerlo
refleja el mundo desde cada vez nuevos ángulos, con el fin de penetrar en corazón de
cada objeto y restituirlo en lo que este puede ser trascendente aún en su existencia
profana.

Benjamin relaciona este carácter proteico de la novela con su carácter discontinuo, tal
como lo muestra Novalis: “el estilo de escritura de la novela no debe ser un continuum,
sino un edificio articulado en cada periodo. Cada pieza debe ser algo recortado,
delimitado, un auténtico todo” (142). Esto quiere decir que en la novela no puede haber
60

un relato continuado de lo mismo, sino que ella es la reflexión sobre sí misma a través
de constantes rupturas, gracias a las cuales ella es, según Schlegel, “la exposición de
una naturaleza que se contempla a sí misma de nuevo, hasta el infinito” (142). Este “de
nuevo, hasta el infinito” es la estructura de la mediación de la inmediatez reiterada, pues
apunta a la expresión del pensamiento que se piensa a sí mismo en renovados contextos,
tras la interrupción marcada por el carácter “consonántico de la reflexión” (147).
Gracias a este “se hace presente una inmediatez queirradia mediaciones en todas
direcciones, todos los sitios de una totalidad que nunca es comprendida ni formulada al
margen de esa dispersión” (Phelan, 80).Esta inmediatez es una singularidad que es
posible sólo en la medida en que se reitera, esto es, que se disuelve en el medium para
dar paso a una nueva mediación en una inmediatez que es tanto la repetición como lo
nuevo.

La interrupción consonántica determina igualmente el carácter retardatario de la novela,


como forma de reflexión que le es propia. Por tal debe entenderse, en referencia a
Hamlet (142), que en la novela la espera por la resolución de un nudo se prolonga
indefinidamente en la mediación de las inmediateces. Cada mediación es un centro de
reflexión que tiende a su complementación, pero este es carente de fin en el sentido de
que tanto la obra como el fragmento romántico son poesía cuya más honda
determinación es estar siempre deviniendo, nunca estar completa. A ello se encamina la
definición romántica de poesía universal progresiva (133). Lo inacabado en la obra
hace que cada comienzo no tenga fin, en la medida en que no está orientado hacia el
cumplimiento de un absoluto entendido positivamente, como un significado
trascendente que en algún momento quedará albergado en los límites de la forma
presentacional de la obra. Con respecto a la idea que Benjamin exploró en sus ensayos
sobre Hölderlin, en la cual la forma del poema en la segunda versión era la exposición
de la quintaesencia del tiempo, Benjamin explora nuevamente la idea de forma de la
novela como exposición del tiempo de la infinita relación. Aquí, la forma no es un
orden trascendente a toda noción de subjetividad, sino que esta trascendencia se muestra
una y otra vez en la ruptura implicada en la novela como continuum de
descontinuidades.
61

Esto implica que la noción de intencionalidad propia del momento subjetivo del poeta
que Benjamin resaltó en su acercamiento a Hölderlin se traspasa a la noción de
subjetividad implicada en la obra misma que tiende a su propia completud. El modelo
de cesura o interrupción no puede prescindir aquí entonces de una idea de subjetividad
distinta, no obstante, al yo fichteano. Ni la noción de finalidad ni la noción de sujeto son
eliminados totalmente de la concepción de medium, pues el medium aun es la reflexión
que tiende, intencionalmente, hacia su complementación, su autoconfiguración o lo que
en la novela sería la resolución del nudo. Sin embargo, la totalidad en la que avanza la
reflexión es interrumpida una y otra vez en cada comienzo y dispersión, gracias a lo
cual lo absoluto se presenta como el “entre” que toma lugar en cada transición. La
intencionalidad se supedita a una suerte de gozo de la repetición, en el cual la línea y el
círculo propios de la representación del tiempo del progreso y del destino son des-
articulados en la lógica de la inmediación de la mediatez reiterada. Por contraposición a
la infinitud vacía y repetitiva característica de la filosofía fichteana, Benjamin exige con
los románticos una perfección desde el inicio, marcada por un desarrollo de la reflexión,
llamado “Progredibilität”; una forma de pensar el tiempo presente como infinito
cumplimiento en devenir. En este punto se presenta una teleología en suspenso, tras la
cual se abre paso la idea de un tiempo concebido como pura medialidad sin fin; como
una constante suspensión de cualquier idea de finalidad, en la cual se inauguran nuevos
comienzos que no tienen fin, y en la que, de comienzo en comienzo, se conquista una
eternidad para el presente. La repetición que funciona en la novela consiste en un gozo
con el destruir una perspectiva como premisa de posibilidad de una nueva, pero más
allá, como premisa de un “otra vez” con el cual se pueda recomenzar para abrir
nuevamente un punto concentrado a la infinitud.

7. La idea de prosa

Para Benjamin, la prosa es una forma de revelar la verdad del lenguaje atrapada en la
referencialidad tanto como una manera de concebir el tiempo mesiánicamente
cumplido. Como lo hace notar Irwing Wohlfarth en su ensayo “The Politics of Prose
and the Art of Awakening”, la idea de prosa propia del concepto romántico de crítica es
un motivo que reaparece elaborado en las tesis sobre filosofía de la historia (131): “El
62

mundo mesiánico es el mundo de la actualidad integral y multilateral. Sólo allí hay


historia universal… su lenguaje es prosa que ha roto las cadenas de la escritura”; y
también: “la historia mesiánica universal coincide con la idea de prosa” (Benjamin en
Wohlfarth, 130). La expresión “cadenas de la escritura” remitiría a la situación descrita
con respecto a la carta de Bubber, en la cual la palabra queda presupuesta por la palabra
en el acto referencial, que es a la vez un acto de denegación a la palabra. En tanto la
palabra queda excluida de la palabra como la cosa, en su ser puesta como objeto de la
referencia, es un resto en que, como dice Schlegel con respecto a Fichte, queda
“aniquilado”: “la intuición fija, de hecho, aniquila todo objeto, pues no puede tomar
lugar si antes el objeto no es pensado como algo detenido… fijado, soportado
firmemente” (Schlegel en Menninghaus, 2002, 28). Este es el mundo profano que debe
ser redimido en sí mismo en la idea de prosa, y ello sucede en la medida en que esta es
el “punto de indiferencia” a partir del cual el objeto puede ser cualquier cosa, libre de
atributos determinados por el primer nivel de pensamiento, en el que este se reduce a
meras determinaciones o cualidades. En tal sentido, en las tesis sobre la historia
Benjamin traza un paralelo entre la idea de prosa y la actualidad mesiánica, merced a su
unión en torno a la indiferencia: “si lo registrado por el recuerdo… representa la
indiferencia creativa de las distintas formas épicas (así como la gran prosa es la
indiferencia creativa de las distintas medidas del verso), su forma más antigua, la
epopeya, incluye a la narración y a la novela, merced a una forma de
indiferencia.”Wohlfarth interpreta el punto de indiferencia creativa de la historiografía
como aquella condición de posibilidad de todo acontecimiento, sin que ella misma se de
como acontecimiento. Se trata de la indiferencia que acompaña a cada acontecimiento,
gracias al cual este puede darse como narración del curso del mundo que irradia
mediaciones hacia todo lado y según el cual la historia universal puede ser una
actualidad íntegra y delimitada en todo lado. Como actualidad integral y multilateral, la
prosa tiene una determinación a nivel de la temporalidad y otra a nivel de la
comunicabilidad.

En un primer aspecto, la idea de prosa es la determinación del tiempo mesiánico de la


actualidad integral y multilateral. “La prosa es el suelo creativo de todas las formas”,
en ella estas “resultan mediadas y disueltas como en su canónico fundamento creativo.
63

Ritmos conjuntamente ligados se entremezclan, se enlazan en una nueva unidad, la


unidad prosaica, que en Novalis es el „ritmo romántico‟” (145). Como se ve, aquí
Benjamin insiste en la idea desarrollada en el ensayo sobre Hölderlin, según la cual el
ritmo en su multiplicidad y “entremezcla” se convierte en la expresión sonora de una
temporalidad infinita, moldeada en la estructura de la novela desde la idea de la
reiteración de la inmediatez. A ello apunta la inclusión del extenso aparte de Novalis,
dedicado a la novela, en la que esta es definida como “poesía infinita”:

Si la poesía quiere expandirse sólo puede hacerlo limitándose; contrayéndose, se


diría que deja correr su materia inflamable hasta que coagula. Adquiere una
apariencia prosaica; sus partes constitutivas no se encuentran en una relación tan
estrecha –y tampoco bajo unas leyes rítmicas demasiado severas- y deviene más
apta para la representación de lo limitado. Pero sigue siendo poesía… sólo la
mezcolanza de sus miembros carece de reglas; su ordenación, su relación con el
todo, es todavía la misma. Cada uno de los estímulos se extiende en todas
direcciones. Incluso aquí los miembros se mueven en torno a lo que reposa
eternamente, en torno a un todo… cuanto más suelta la conexión, cuanto más
transparente e incolora la expresión, tanto más perfecta es esta poesía descuidada,
aparentemente dependiente de los objetos. (144)
Benjamin toma un aparte de Kircher, en el que evidencia la manera en que él se ha
apropiado de las teorías de Schlegel y Novalis: “estos románticos querían mantener
lejos de sí incluso lo „romántico‟ mismo –tal como entonces y ahora se lo se entendía”
(151). En la disertación se dice que la prosa, además de ser el estilo de pensamiento
romántico, también puede entenderse como el elemento prosaico del uso común. Con
ello Benjamin hace referencia tanto al uso común del lenguaje como a lo profano.
Ambos sentidos de prosa coinciden en que lo absoluto ya no es más un significado
trascendente que debe abolir lo finito en su carácter perentorio, con el fin de tomar
forma. Se trata de lo absoluto que toma lugar en lo profano. En este punto, la
antinomia presente en el concepto de crítica, su carácter negativo y positivo, hacen parte
del mismo proyecto mesiánico de Benjamin, pues la aspiración de lo profano a lo
absoluto, en lugar de dar lugar a una absolutización del sujeto y de lo profano por vía
estética, da lugar a la ruptura de una tal pretensión y a una forma de ilusión proclive a la
expresión de lo absoluto contenido en los detalles más pequeños de la existencia
profana.
64

La idea de prosa que Benjamin trae a colación según Novalis, puede entenderse también
desde la tesis hegeliana de la disolución del arte romántico, asociada a la idea de la
muerte del arte. En sus comentarios sobre la novela Hegel era ciertamente despectivo
con este género, pero la idea benjaminiana de prosa puede apreciarse en su análisis del
arte romántico que recae sobre las obras del barroco Holandés. Generalmente se
entiende la tesis hegeliana de la disolución del arte romántico en contraposición al
carácter místico de las teorías románticas, ya que aquella señala el punto en el que el
arte ya no es valorado por su función cultica o religiosa, sino por la manera en que
reflexiona sobre sus propias formas de representación, su mecánica interna, por así
decirlo. Sin embargo, la apropiación benjaminiana de un romanticismo que querría
librarse de todo referente místico permite una comparación con la tesis de la disolución
del arte, provechosa para el entendimiento del significado de la prosa, tal como se
presenta en la tesis.

Es necesario decir en este punto que la tesis de la muerte del arte consiste en la muerte
del arte en su función cultica y religiosa, con arreglo a la cual el criterio de su
valoración dependía de la adecuación sujeto-objeto; espíritu-materia. Una vez el arte ya
no obedece a la necesidad de expresar contenidos religiosos ni de cohesionar a una
comunidad en torno a dicha expresión, ya no hay una valoración en términos de
adecuación que pueda dar con la experiencia que se desata en el arte. En esta nueva
experiencia, esta pérdida se constituye en su libertad, puesto que ahora su constitución
interior puede albergar cualquier cantidad de temas profanos, radicalmente nuevos,
acompañados por la conquista de una nueva manera de fuerza expresivo-sensorial, de
presentación propiamente artística.

Como resultado, en el arte romántico la interioridad que sólo puede satisfacerse a sí


misma es indiferente al objeto o a la materia sobre la cual recaiga la presentación. Esto
se presenta bajo el desarrollo de una doble liberación: de una parte, al ser indiferente el
objeto de la representación artística a la subjetividad, éste “adquiere libertad para
moverse para sí y conservarse según su peculiaridad” (435); de otra parte, la intimidad
subjetiva, en tanto ha devenido lo esencial, no se deja determinar por cualquier
contenido determinado (de la realidad externa) y por tanto, “puede mostrarse en todas
65

las coyunturas” sin ahogarse en ninguna de ellas, pues en últimas lo importante no es


“un objeto válido en y para sí” sino su propia configuración interior (436). Se trata pues
de una doble liberación, basada en una mutua indiferencia, de lo subjetivo respecto a lo
objetivo y viceversa. Esta es la condición para que objetos que hacen parte de las más
diversas situaciones cotidianas, baladís, accedan a la representación, pero no como
meros adornos para un contenido más importante, el espíritu, sino “autónomamente”.
Así, la realidad mundana accede al arte en tanto éste se hace arte mundano.

En este sentido, Hegel habla de la imitación y del humor, como dos formas de ingenio.
En cuanto a la primera, Hegel dice, en referencia a sus observaciones sobre la pintura
holandesa de Ostade, Teniers y Steen:

Lo que debe atraernos (del arte romántico) no es el contenido y su realidad, sino la


apariencia enteramente carente de interés respecto al objeto. Lo bello, por así
decir, fija la apariencia como tal para sí, y el arte es la maestría en la
representación de todos los secretos de la apariencia de los fenómenos externos
que se profundiza en sí. El arte consiste particularmente en espiarle con sentido
fino al mundo dado, en su vitalidad particular y no obstante concordante con las
leyes universales de la apariencia, los rasgos momentáneos, de todo punto
mudables, de su ser-ahí, y retener con fidelidad y verdad lo más fugaz. Un árbol,
un pasaje son ya algo para sí fijo y permanente. Pero captar el destello del metal,
el resplandor de un racimo iluminado, un rayo desmayado de la luna, del sol, una
sonrisa, la expresión de un afecto anímico rápidamente esfumado, movimientos,,,
y hacerlo duradero para la intuición en su más plena vitalidad, es la difícil tarea de
esta fase artística. (439)
Si bien debemos entender literalmente la idea según la cual el mundo prosaico
interviene en el arte, en el sentido de objetos feos, inmediatos y triviales, y que en ello
reside parte de la autonomía de los mismos, o más bien, la autonomía es una cualidad
del ser ahí inmediato del mundo prosaico, también es cierto que dichos objetos están
allí, no dados de antemano, sino dispuestos a ser “descubiertos” por el ojo “espía” del
pintor o del poeta. Y sólo una vez descubiertos y captados en rasgos que sólo pueden
levantarse tras la mirada transfiguradora del artista, el objeto prosaico es más él mismo.
De esta forma devienen autónomos ya no en el sentido de la indiferencia que los hace
oponerse al esfuerzo del artista por hacerlos interesantes, sino de la indiferencia que
encuentra en sí misma el brillo necesario para contar su interior. En el contenido de la
obra no se presenta una correspondencia con un ser objetivo importante para sí y por sí
66

mismo, sino en la creación de una objetividad en la que cada elemento por sí mismo
indiferente cobra una vida interior, superior a la limitación de la realidad efectiva.
Paradójicamente, la reconciliación a través del genio es la manera en que un objeto
trivial se vuelve importante gracias a la indiferencia, que coincide con la captación de
las leyes de la apariencia, trasunto de la idea de sobriedad reclamada por Benjamin
también para sus románticos. Por medio del aprendizaje de dichas leyes el objeto trivial
se vuelve importante en él y por él mismo, y no como expresión de la interioridad del
genio, de su sentimiento o de su estado de ánimo.

No se trata pues de un arte que reciba los elementos del mundo empírico en tanto los
niegue o los idealice con trazos suaves, sino uno que ofrece una visión ilusoria de la
realidad como premisa de la restitución de su propia objetividad. Esta visión es una
suerte de reconciliación entre el mirar y el objeto; la perspectiva y la realidad; la
realidad prosaica y el espíritu sediento de satisfacción. Una visión que es más bien la
intuición que nos pone los objetos prosaicos más cerca y más extraños a la vez (438).
Si existe un engaño en todo esto, es el de una pretensión religiosa del arte que parece
sufrir una traición en este punto. Porque en el arte romántico se da más bien “un triunfo
del arte sobre la caducidad en el que lo sustancial se ve por así decir engañado respecto
a su poder sobre lo contingente y fugaz” (439). La trascendencia se ve engañada por el
mundo contingente y fugaz en el que penetra la representación artística para hacerlo
aparecer, liberado, de la necesidad de adecuarse a una idea exterior a él. Pues ese
mundo contingente es su propia trascendencia en la prosa, para volver al texto
benjaminiano. Ante todo, esa actitud de “espionaje” de la realidad es concomitante con
la actitud barroca de husmear por entre los fragmentos envilecidos de experiencia
histórica para conformar con ellos una narrativa. Allí se encuentra el mecanismo de
composición de Hausenstein, que se sigue de la violencia con la que ha sido destruida la
apariencia del mundo histórico como un todo comprensible desde una escatología
redentora; “el arte de las mínimas distancias”, en el que la vuelta “las antesalas de lo
metafísico” se realiza por el “contrapeso en la esfera de más vívida actualidad objetual”.

La idea hegeliana según la cual en el arte romántico la reflexión penetra como el


momento en que la obra toma conciencia de sí y participa en el saber absoluto, no al
67

margen de sino en su propia forma de construir su universo presentacional-sensorial,


concuerda con el sentido en el que Benjamin cita a Schlegel y Novalis para reconstruir
la teoría de la reflexión. Para Schlegel y Novalis la reflexión no significa un medio de
transporte de un objeto reflejado, originario en el sentido de un algo presupuesto, sino
que ella constituye en sí el mundo de tal manera que en cada una de sus contingencias
está comprimido en ciernes la totalidad del mundo. En el fragmento de Schlegel
referido como “poesía romántica”, en el cual se menciona la idea de una poesía
universal progresiva de la que Benjamin echa mano para contrarrestar la infinitud mala
relacionada con la idea de progreso, se dice que la poesía romántica será la
reunificación de los diversos géneros. En ella se unirán el discurso filosófico con la
retórica y la poesía propiamente dicha. O, en términos generales, en ella se mezclará la
poesía con la prosa de tal manera que “la vida y la sociedad sean poéticas” (Schlegel en
Melberg, 1992, 480). Como lo dice Melberg, el argumento que Schlegel construye
integra la idea de un juego de espejos: “así como la épica, escribe Schlegel, la „poesía
romántica‟ puede devenir un „espejo‟ de su mundo y una „imagen‟ de su tiempo, y aun
todavía –y aquí Schlegel llega a su imagen central de la reflexión- la „poesía romántica‟
no puede más que „flotar (schweben) en las fluctuaciones de la reflexión poética,
multiplicando su reflexión, „como en una colección sin fin de espejos‟” (Melberg, 1992,
480). En tal sentido, la poesía romántica no es reflejo de un mundo dado de antemano
ni una imagen desde la que se fuerce una comprensión del mundo, sino que su reflexión
es una renovada serie de reflexiones sobre sí misma, tal como un espejo que refleja
espejos. En este juego de espejos se mezclan los distintos géneros de tal manera que la
moral y la vida social se vean cumplidas en la aspiración romántica de hacer partícipe
todo lo prosaico y banal en lo trascendente. La prosa es la manera en que lo absoluto se
despliega como contenido en lo más prosaico, y por eso a ella le corresponde la función
unificadora de los diferentes géneros, así como el “ritmo romántico”, en el cual se
constituye la significación de la obra de arte, del mundo. Según Melberg, lo importante
a tener en cuenta con la teoría schlegeliana de la reflexión, tal como la reconstruye
Benjamin, está en el fluctual, en el schweben, pues este marca una oscilación en la cual
el significado de cada elemento del mundo contingente se torna absoluto en la medida
en que este no queda definido ni apresado bajo un signo positivo.
68

El schweben como forma oscilatoria y vacilante del movimiento de la reflexión es


común a Schlegel y a Novalis, tal como lo hace notar Melberg: “En sus Fichte-
studien N. 555, (Novalis) identifica el ser del yo (Ichheit) con das Schweben
(subrayado por Novalis) y el poder imaginario el yo produce los „extremos‟ entre
los cuales toma lugar das Schweben. En el siguiente fragmento (N.556), él afirma
que „ser, ser sí mismo, ser libre y schweben son sinónimos‟. Y en un fragmento
tardío de Das allgemeine Boudrillon (N. 622), la filosofía es declarada como la
actividad que produce das Schweben y por ello la libertad del sí mismo (y tal vez,
la libertad con respecto al sí mismo). Con seguridad, la reflexión puede tener la
misma función que la filosofía. ¡Y la poesía! Pero aquí la filosofía está llamada a
cumplir una misión que suena, por así decirlo, „deconstructiva‟: Novalis dice que
„la filosofía hace que todo se pierda –relativiza el universo- como el sistema
copernicano, cancela todo punto sólido- y hace algo que oscila (ein Schwebendes)
de algo en quietud (ein Ruhendes)” (482).

El schweben, tal como se sugerirá en el tercer capítulo con respecto al ritmo romántico
en el que fluctúa la reflexión propia de la prosa y la determinación lingüística de la
prosa en su sentido político para Benjamin, es ante todo indecisión. Una indecisión que
suspende el mecanismo referencial de significación y que, al dejar libre al objeto de
toda fijación posible, lo lleva a un movimiento en el cual aparece como pensamiento.
Con ello se quiere decir que la reflexión para los románticos no es un medio para un
objeto externo, sino que ella misma es la manera en que, como prosa, hace que el
mundo se cumpla mesiánicamente, de tal modo que en cada una de sus contingencias
aparezca lo absoluto. A esta forma de complementar el mundo corresponde una
teología, la cual conlleva tanto una formulación en términos de una concepción
mesiánica del tiempo como de una concepción mesiánica del lenguaje. Si aquí se ve
como necesario mostrar las afinidades entre las ideas de ironía formal con el libro sobre
el barroco y de la sobriedad con el temprano ensayo sobre Hölderlin, es porque la
preocupación benjaminiana por pensar una trascendencia en la inmanencia se sigue de
su rechazo de una teleología y aún de una escatología, por lo menos pensada en
términos tradicionales, tal como predomina en el pensamiento cristiano con la idea de
salvación. Pues mientras en esta idea la culpa habita lo profano y sólo puede ser
expiada mediante la muerte, la cual permite un paso a un mundo del más allá, eterno y
verdadero, para Benjamin la salvación no consistiría en sustraer a lo finito de su
cualidad de finito, sino en ver en ella lo absoluto. Y en tal sentido, temas como la culpa
69

son importantes para resaltar el sentido de la trascendencia en la inmanencia, pues


mientras esta es considerada por el cristianismo y las concepciones míticas en general
como una deuda atávica que ata al ser humano a la fatalidad, Benjamin ve en ellas sólo
una forma particular de significación que puede ser, por así decirlo, des-articulada, con
el fin de mostrar el engaño que opera en dicho concepto de culpa, y en general, en las
concepciones míticas del mundo. La idea de pensar la ironía formal como expresión de
lo trascendente en el resto de ilusión que queda en la obra tras su arruinamiento en
analogía con la forma alegórica de significación pretende dar cuenta de la des-ilusión
que Benjamin busca a través de la des-articulación de formas míticas de significación.
En tal sentido, se puede pensar la ironía romántica aun en su significación más común,
como palabra que está en relación disruptiva con su significado referencial. El
resultado serían formas sobrias o “lo sobrio progresivo”. El absoluto allí no es lo
radicalmente separado de lo finito, sino una cierta forma de pensar el tiempo histórico
en el cual aparece una cierta forma de pensar la repetición como la concepción temporal
contrapuesta a la eternidad del más allá, y complementaria a la experiencia de la
caducidad de lo profano. Como lo afirma Manfred Frank, la ironía romántica es “el
movimiento temporal de lo absoluto, repetido en el medio del arte” (Frank citado en
Melberg, 1992, 484). Que lo absoluto sea pensado románticamente como medium del
arte no quiere decir que este sea una secularización que revive por vía del culto del arte
y la estética la divinidad como hecho efectivo en sociedad en las cuales los referentes
sagrados aún daban sentido a todo acontecer mundano. La sobriedad es destructora de
cualquier función cultica del arte, y si ella conlleva una forma de conocimiento del
mundo que rompe con los límites del entendimiento no es porque tenga la tendencia a
traspasar ilegítimamente los límites de la experiencia, sino porque ella, a diferencia de
la ciencia, es capaz de desengañar. El movimiento temporal de lo absoluto, repetido en
el medium del arte, no es otra cosa que el movimiento de la reflexión, descrito ya desde
el término schweben, como oscilación y vacilación. Esta conserva algo de paradójico,
de irónico, que evita pensar en una “economía de la salvación” y que deja el mundo en
una indeterminación esencial, gracias a la cual puede tener lugar todavía una verdadera
historia, del tipo que sea.
63

SCHMITT Y EL ROMANTICISMO LEÍDO DESDE LA TEOLOGÍA


POLÍTICA

1. El romanticismo en el horizonte de la crítica schmittiana a la neutralización


política

En este capítulo se abordará la pregunta sobre la derivación para pensar lo político que
se desprende de la espiritualidad romántica, según la lectura de Schmitt, y la relación en
la que el romanticismo se encuentra con respecto a la teología política, tal como la
desarrolla el autor con respecto al decisionismo. Schmitt piensa que lo distintivo del
romanticismo es su renuncia a la realización de una idea en pro de la conservación de su
pureza y de la libertad de creación del yo, ante el cual el mundo se convierte en mera
ocasión para ejercer su actividad poetizante. La subjetividad romántica juega a diluirse
en una totalidad en la cual todo conflicto o pugna de valores se disuelve panteístamente
en un mar de oposiciones estéticamente armonizadas. Sin embargo, dicha totalidad
resulta ser a ojos de Schmitt sólo una resonancia musical de la realidad dotada de su
propia legalidad objetiva y su propia necesidad, tal que a los anhelos creadores
románticos corresponde en verdad una actitud pasiva frente al mundo. Por
contraposición, ya desde sus tempranos escritos Schmitt piensa el derecho como una
idea, que en su estricta diferenciación de la realidad, exige a su vez ser realizada. La
unión entre la idea y la realidad está mediada por la decisión, que a su vez llama a un
sujeto político capaz de reconocer una disyuntiva radical en la que deba escoger entre
una norma u otra, y actuar. En un sentido político más amplio, para Schmitt el sujeto de
la decisión es importante también porque en su persona se encarna la idea que da forma
a una época en la Representación, esto es, en la visualización de la idea en lo visible
(Newmann, 1988, 561). Ante todo, frente a las contradicciones propias de la realidad y
las resistenciasque esta ofrece a albergar el ideal, Schmitt condena todo intento de
abandonar la pretensión de realización de la idea. Lo cual no implica que, al otro
extremo de los románticos,el jurista rinda un culto a la realidad, pues él distingue entre
“una visibilidad verdadera y lo concreto factual” (Newmann, 561). Mientras esto
último se refiere al mundo como estado caído ausente de la idea, lo primero se refiere al
momento cristológico de su concepto de Representación, en el cual hay un corte
64

trasversal de lo trascendente en lo inmanente, y se hace visible lo invisible (Schmitt,


2000, 31).

Esto no obstante, la relación entre romanticismo y decisionismo es más compleja que la


mera contraposición entre pasividad y decisión que interviene activamente en lo real. Si
Schmitt se ve en la necesidad de escribir una crítica al romanticismo es porque en su
contexto existe una confusión entre “expansión estética” y “fuerza política”; entre la
irracionalidad romántica y la irracionalidad del mito a la que Schmitt otorga un gran
papel en la constitución de lo político; entre la devoción por el Estado como obra de arte
y la defensa del Estado como sujeto mediador entre el derecho y su realización, y entre
la conciencia nacional introducida por la noción romántica fabulada de tradición y una
verdadera identidad histórico-nacional 1 , que en opinión de Schmitt resulta necesaria
para asegurar la homogeneidad del pueblo, actualizada en la Representación. Aunque
motivada por una coyuntura histórica 2 , la confusión entre romanticismo y filosofía
política decisionistaque hay en cada uno de los anteriores puntos señala un problema de

1
Para desarrollar este punto, basta con mostrar la recepción de Romanticismo político que se hizo en
Alemania, de la cual da cuenta el propio Schmitt en los añadidos de 1924 a la introducción del libro y
Joseph Bendersky en su ensayo “Politische Romantik”. Este último señala que la intelectualidad de la
época salió preferiblemente a la defensa de Schlegel y de Novalis, lo cual no resta el reconocimiento de la
novedad en la interpretación del jurista sobre los románticos. Para Friedrich Meinecke, las fuertes críticas
del libro de Schmitt niegan “sus contribuciones [del romanticismo] a la conciencia de la historia moderna
y el despertar nacional.” (479) Otros textos importantes son: “Zum Streit um die Deutung der Romantik:
Zeitschrift für die gesamte Staatwiessenschaft” de Georg von Below y Die Poetische Staats- und
Geschichtsaufassung Friedrich von Hardenbergs, ambos publicados hacia 1925. Lo importante de estas
recensiones, según Bendersky, consiste en defender el carácter verdaderamente histórico y nacional del
romanticismo: “El romanticismo se opuso al individualismo y al racionalismo abstracto de la Ilustración,
y reconoció, en su lugar, la dependencia del ser humano con respecto a fuerzas superiores, lo desconocido
e inexplicable, y lo histórico. Este movimiento no está caracterizado ni por el extremo individualismo ni
por el subjetivismo, toda vez que este ha sintetizado individualidad y Gemeinschaft, a través del concepto
de Volk como una entidad cultural supraindividual y el Estado como un organismo. Más allá de meras
ocasiones, ambos son creaciones históricas y realidades que han culminado en el Estado nacional.”
(Bendersky, 1988, 481)
2
Con la restauración de las monarquías en Europa, a raíz de la derrota de Napoleón, algunos románticos
se convirtieron al catolicismo y crearon teorías tradicionalistas que apoyaban el orden del antiguo
régimen, basados en una cierta concepción religiosa de la historia. Schmitt habla en especial de Friedrich
Schlegel y de Adam Müller, ambos inmiscuidos en la administración de Metternich, el líder militar de la
Restauración. Con ello, estos románticos conversos fueron confundidos con los contra-revolucionarios,
estos sí portadores a ojos de Schmitt de una verdadera filosofía conservadora de la historia que resulta
propicia para un verdadero concepto de lo político. Por ello, lo que comúnmente se entiende como
“Romanticismo político” no es a ojos de Schmitt un desarrollo político-reaccionario del romanticismo
tardío, sino una actividad estetizante e irresponsable, que juega a crear sistemas políticos, religiones y
toda suerte de realidades a través de la recreación fabulosa de las ideas políticas de los contra-
revolucionarios Bonald y De Meistre, en cuya defensa sale Schmitt en este libro.
65

interpretación del propio decisionismo. La decisión pretende ser entendida a la luz de


una fundamentación teológica, más como ella es absoluta en el sentido de que no está
condicionada por referente externo alguno, entonces su fundamento no descansa en otra
cosa que el decidir mismo. En tal sentido, la decisión no tendría un fundamento
teológico, sino que no tendría otro contenido que el decidir mismo, ante el cual el
mundo se convierte en ocasión; sería un “nihilismo activo”. Esta es la crítica de Karl
Löwith en su famoso artículo “El decisionismo ocasionalista de Carl Schmitt”, la cual
no interesa aquí por sus argumentos mismos –que también pueden ser evaluados- como
por el hecho de señalar que la relación entre romanticismo y decisionismo
schmittianotiene muchos más matices que la simple contraposición entre pasividad y
actividad creadora de un orden. Antes que seguir la posición de Löwith, quien retoma la
crítica de Schmitt al romanticismo para aplicarla a su propio decisionismo, interesa
exponer la manera como Schmitt piensa que el romanticismo produce una forma
específica de neutralización política, basada en su productividad estética, y en ver cómo
él opone a dicha neutralización estética los conceptos de decisión y mito. La idea de
traer el artículo de Löwith en este último punto consiste más bien en hacer perceptible el
porqué de la necesidad de Schmitt de diferenciarse en su irracionalidad de los
románticos, en orden de dar respuesta a los interrogantes iniciales.

Ahora bien, es preciso preguntar qué entiende Schmitt por romanticismo, en primer
lugar, y por romanticismo político, en última instancia. Schmitt no entiende por
romanticismo únicamente una postura confinada al ámbito de la producción artística y
estética, que generalmente se asocia con el círculo de Jena reunido alrededor de la
revista el Ateneo. De manera más amplia, pero no menos concreta, el romanticismo
para él consiste en una serie de actitudes históricamente observables y en toda una
espiritualidad cuyo desenvolvimiento consiste en la sustitución de la realidad concreta
por lo que los románticos consideran una manifestación superior del espíritu: su
interioridad subjetiva creadora. A pesar de que Schmitt considera que dicha interioridad
es lo realmente vacío con respecto a las realidades que sustituye, el autor muestra que el
romanticismo tiene implicaciones en lo político. Como tal, el romanticismo no es
nunca una posición política o un programa, puesto que todas sus ideas resultan en
66

préstamo, en calidad de paráfrasis estéticas. Como se mostrará aquí, no es necesario


que el romanticismo parafrasee estéticamente una idea política para que él mismo se
gane el mote engañoso de “político”; el conjunto de sus efectos e implicaciones en lo
político se sigue de su única forma posible de actividad, según la cual el mundo se
convierte en mera ocasión para el despliegue de su yo interior. En tal sentido, lo
político del romanticismo político no está solamente en el hecho de parafrasear
estéticamente ideas políticas, tales como las de los contra-revolucionarios Bonald y De
Meistre, sino en el mero hecho de que su postura ocasionalista va a parar en la
expansión de lo estético y de la neutralización de los criterios de diferenciación entre
justo e injusto, amigo y enemigo, malo y bueno.

Por su puesto, en la medida en que las teorías románticas sobre el arte reflejan la
espiritualidad ocasionalista romántica, Schmitt desarrollará su crítica recurriendo a
fragmentos propios del primer romanticismo. Esta aclaración es necesaria porque, a
pesar de que las críticas de Schmitt se dirigen al romanticismo tardío en el que Schlegel
y Adam Müller se convirtieron al catolicismo para defender posturas reaccionarias, el
problema de Schmitt no es la conversión sino el hecho de que ellos nunca dejaron de ser
los incorregibles conversadores que eran en su periodo juvenil. Sólo que, a diferencia
del primer periodo, los románticos tardíos habrían acudido a realidades del orden civil y
religioso tales como la iglesia católica o el Estado con el fin de compensar la vaciedad
de su subjetivismo y de consolidar su proyecto de hacerse los dueños del mundo en el
paraíso imaginario de su consideración estética del mundo. Mientras en la historia de
las ideas el primer romanticismo resulta proclive a la Revolución y el segundo
totalmente reaccionario, para Schmitt habría más bien una continuidad en medio de un
desarrollo de ideas que se pliegan a las más diversas circunstancias. Por lo tanto, la
crítica al romanticismo tardío, en Schmitt, es también una crítica dirigida en su núcleo
al romanticismo juvenil, el de la revista El Ateneo.

Ya con lo anterior en claro, en la primera pregunta, esto es, la implicación política del
romanticismo en Schmitt, el punto importante consiste en saber hasta qué punto el
romanticismo es meramente un fenómeno estético secundario que no plantea
riesgospara la existencia misma de lo político o hasta qué punto este puede representar
67

un verdadero peligro. Verdaderamente peligroso, para Schmitt, resulta ser el


anarquismo, pues este niega conscientemente la autoridad, el derecho, el Estado y
cualquier forma de Representación. Además, este es “utópico”, lo cual quiere decir que
demanda realización, muy en contra de lo que resulta ser el romanticismo. Sin
embargo, a pesar de su pasividad característica, el romanticismo pertenece al fenómeno
de la “neutralización de lo político”, porque, de una manera específica que se sigue de
su naturaleza ocasionalista, siembra una indistinción entre valores en conflicto y
expande la indistinción hacia las demás esferas de la actividad humana, amenazando la
percepción misma de lo político3, toda vez que fomenta una comprensión de lo político
como obra de arte. A esto se refiere Schmitt en el prólogo de 1924:

Ni las decisiones religiosas, ni las morales, ni las políticas ni los conceptos


científicos son posibles en el terrero de lo puramente estético. Pero ciertamente,
todas las contradicciones y diferencias objetivas, bien y mal, amigo y enemigo,
Cristo y Anticristo, pueden convertirse en contrastes estéticos y en medio de la
intriga de una novela y pueden ser incorporados estéticamente al conjunto de
efectos de una obra de arte. (Mi énfasis, 57)

En esta cita se dice que el romanticismo no hace desaparecer los conflictos cuyo
reconocimiento Schmitt ve como necesario para evitar caer en la ilusión peligrosa de la
eterna paz, sino que los incorpora estéticamente “al conjunto de los efectos de una obra
de arte”. Si estos efectos se relacionan en su sentido más común con la producción de
una percepción no convencional de la realidad, entonces el romanticismo neutraliza la
dimensión conflictiva de la existencia humana al producir una percepción estética de la
misma. La división entre bien y mal como efecto de una obra de arte puede ser
perfectamente la aparición de lo bueno y lo malo como parte de una intriga, en la que no
importa la valoración sustantiva necesaria para la distinción, sino que dicha intriga sea
interesante para el sujeto que crea y observa la obra.

La pérdida de criterios de diferenciación a manos de “lo interesante” es un fenómeno


expansivo que hace peligroso al romanticismo, dada la condición general de la época.
Schmitt se refiere a ella como una “época sin forma”, lo cual significa que se trata de
3
En su artículo sobre el libro, Carlos Ramírez (2009) dice en una cita que “el problema de la decisión
tiene un dualismo por base: el del derecho y la realidad, la norma y el caso concreto” (66). Si no se
reconoce el dualismo o se lo neutraliza, entonces se arruinan las condiciones que permiten la decisión.
68

una época que ya no está ordenada jurídica y políticamente desde principios que asignan
funciones específicas a cada ámbito de la acción humana. En tal momento, la
productividad estética puede flotar libremente entre cada uno de ellos, colocándose
como su centro espiritual; sólo allí surge una gran auto-conciencia artística y un
sentimiento privado irresponsable: “se proclama una absolutización del arte, se exige un
arte universal, y todo lo relacionado con el espíritu, la religión, la iglesia, la nación y el
Estado, fluye en la corriente que surge del nuevo centro: lo estético” (Schmitt, 2000, 56
y 57). La expansión de la irresponsabilidad por vía de la privatización estética conlleva
la neutralización de la política a una escala que resulta preocupante para Schmitt, pero a
su vez conlleva una cierta percepción [estética] de lo político, que aquí se llamará “la
política de la novela”. Pues una vez confinada a los marcos de lo interesante, cada
criterio sustantivo de valoración pierde su objetividad y se involucra en una expansión
con pretensiones de totalidad que cada vez consolida la irresponsabilidad, y ello en una
manera que, así se puede derivar de las formulaciones de Schmitt, se puede pasar de una
defensa inconsciente de lo injusto a una consciente.

Ahora bien, la espiritualidad romántica no sale de la nada, sino que ella es funcional a
un proceso mucho más amplio de neutralización en el que el pensamiento económico-
técnico ha permeado la política y la ética. Ya en su estudio sobre el poeta expresionista
Däubler (1915), Schmitt se queja de la confusión de valores que implica la
mecanización de la vida: “esta época se caracteriza a sí misma como capitalista,
mecanicista, relativista… Como la imposición de medios funcionales hacia algún
propósito carente de sentido, como la urgencia universal de los medios sobre los
fines…” (Schmitt en MacCormick, 42). En Catolicismo romano y forma política
(1924)reaparece esta formulación en el sentido de que a la época le es indiferente
producir blusas de seda o latas de gas venenoso, pues a esta producción altamente
racionalizada le corresponde un consumo irracional de un individuo separado de toda
relación objetiva, para el cuál es indiferente el producto ( ). De allí el relativismo que
conlleva el triunfo de la lógica de los medios sobre los fines, que es el triunfo de la
máquina. Con todo, como insiste Schmitt en un texto posterior llamado La época de las
neutralizaciones(1929), la máquina no es simplemente una entidad sin vida, sino que
69

ella conlleva una espiritualidad propia. Hay una metafísica en el pensamiento técnico:
“la creencia en un poder ilimitado de poder y dominación sobre la naturaleza, sobre la
naturaleza humana... esta creencia puede ser llamada fantasiosa y satánica, pero no
simplemente muerta, carente de espíritu o mecanizada falta de alma” (Schmitt en
MacCormick, 45 y 46). La tecnicidad no es solo cuestión técnica o maquinista, sino un
pensamiento satánico, del mal, que conlleva una fantasía: la dominación de la
naturaleza y de la naturaleza humana. Y esa fantasía corresponde a la historia de la
metafísica occidental, no es un mero capricho contingente en la historia moderna. El
mal es el estado caído en el cual los seres humanos se hacen a la reconciliación ilusoria
con su propia naturaleza, supuestamente libre de culpa, y toman su destino en sus
riendas, un paraíso artificial; el triunfo de la eterna carencia de espíritu del reino del
Anticristo sobre el espíritu.

Ante ello, Schmitt encuentra en el mito una forma de revivir el espíritu de la politicidad
en la época de las neutralizaciones. Para Schmitt, el mito, desde una esfera teológica, es
el orden surgido tras la caída del ser humano en el pecado. El estado originario o
paradisiaco es el orden y la ley, y el mito sería su infringimiento y el consecuente
extravío del ser humano en la lucha de las potencias autónomas y violentas carentes de
mediación del mundo caído(Villacañas, 2008, 22). El mito tiene la función de
interrumpir constantemente la ilusión de un paraíso en la tierra, pues señala el orden de
la culpa que Schmitt retoma de DeMeistre y la caducidad de todo proyecto mundano de
conseguir la felicidad en la tierra. En efecto, En un mundo altamente secularizado, en el
que la racionalidad técnico económica ha permeado el pensamiento político y ha
producido la violencia propia de la indistinción entre justo e injusto, entre una lata de
gas y una blusa de seda, el pacto con el mito resulta necesario para los intereses
schmittianos de mediación. Así dice Schmitt en su texto “La teoría política del mito”
(1923): “lo que la vida humana tiene de valiosa no proviene de un razonamiento sino
que se produce en un estado de guerra dentro de los participantes en la lucha, inspirados
por grandes símbolos” (2004, 67). Ello implica, con respecto a la lectura schmittiana de
Hobbes, poner de relieve el conflicto propio del estado de naturaleza y la pasión del
miedo por la posibilidad siempre presente de una muerte violenta, así como
70

laantropología de DeMeistre, quien lleva la conciencia católica de culpabilidad a un


grado extremo.

Sin embargo, es necesario entender que para que el mito pueda tener tal función, este
debe contemplarse como mito. Esto es, no se debe estar inmerso totalmente en él, sino
contemplar su polo opuesto: la salvación. Este es el contenido de fondo del llamado
“dualismo” schmittiano, que sale a relucir en cada uno de sus escritos tempranos. En su
texto sobre el poeta expresionista Däubler, Schmitt dice: “quien conoció el significado
moral del tiempo y a su vez se concibió como hijo de él, sólo pudo llegar a ser un
dualista” (Schmitt en Nicoletti, 1988, 109) La gran epopeya épica de
Däubler,Nordlicht, muestra admirablemente la genealogía del mundo caído en su
relación con la secularización, pero así mismo la aspiración de la tierra a redimirse en el
espíritu que es la luz boreal. Como lo dice Nicoletti, Schmitt da a entender que la única
manera de salvar el valor del espíritu de las fauces de la creciente mecanización y el
positivismo que ahoga el pensamiento en la mera determinación empírica consiste en
afirmar una versión dualista de la realidad (109).En el contexto del neokantismo, estas
dualidades remiten a los polos de la ley y su aplicación, lo normativo y lo fáctico, lo
general y lo particular, y de manera más amplia, la idea y la realidad. Pero al mismo
tiempo, como insiste Nicoletti, el pensamiento de Schmitt tampoco pretende quedarse
en el dualismo, sino que busca la mediación, el hacerse visible de la idea en la realidad.
De tal manera que esto hace pensar en un tercer elemento, a saber, la decisión y el mito
como “energía política” necesaria para esta, en una época dominada por el pensamiento
económico-técnico.

Pero más aún: el mito provee a Schmitt también la posibilidad de captar un tiempo
histórico, tal como lo dice Villacañas, pues el suyo sería un pensamiento “respetuoso
con la forma histórica”. En palabras del filósofo español, Schmitt concibe esta forma
como “un ritmo histórico que supera las edades de los hombres, una ola que se lanza
sobre las espaldas humanas sin que nadie sepa de dónde viene ni hacia dónde va.
Captar ese ritmo es lo propio de un pensamiento histórico…” (Villacañas, 2008, 33).
La atención de Schmitt se centraría así en “el ritmo de esas corrientes, desde la ley
originaria a la inmediatez mítica y desde esta hasta la nueva mediación” (33).Justamente
71

en las páginas finales de Romanticismo político Schmitt dice que la irracionalidad del
mito aporta una fuerza política de la que carece, y que siempre tiende a disolver, la
propia irracionalidad romántica. Esta irracionalidad, además, tiene valor cognitivo
frente a lo histórico, pues permite captar las fuerzas en pugna y el “ritmo” de las olas,
con el fin de observar la oportunidad adecuada, el Kairos, para la mediación. Un
positivista, que sólo observara los hechos en la relación causa-efecto, y para quien el
avance histórico tuviera sentido sólo como superación de etapas míticas en otra
científica, no podría ser respetuoso con la forma histórica.

Para MacCormick y para el mismo Villacañas, sin embargo, existe una contradicción en
la utilización del mito por parte de Schmitt, la cual consiste en que éste debe romper con
un mecanismo que ha permeado el Estado, comprendido como un dispositivo
tecnológico que promete el cielo en la tierra y con ello confunde los valores; pero al
mismo tiempo este parece ser una producción tecnológica más con fines políticos. En
tal sentido, el miedo y el dualismo no serían producto de un estado irreductible de la
existencia humana, sino un acto poiético puesto por las mismas estrategias discursivas
de Schmitt. Él introduce el dualismo, incluso en su lectura de Hobbes, como lo dice
MacCormick, porque mientras en Hobbes sólo está presente la idea del enemigo,
Schmitt introduce la idea de que en el estado de guerra de todos contra todos también
puede haber amigos. Para ilustrar el caso, este autor cita a Cassirer, para quien el mito
en la modernidad ya no es el resultado de una actividad inconsciente o un libre producto
de la imaginación: “los nuevos mitos políticos no crecen libremente… ellos son cosas
artificiales fabricadas por artesanos muy hábiles. Ha sido reservado para el siglo XX,
nuestra propia edad tecnológica, el develar una nueva técnica del mito” (Cassirer en
MacCormick, 92). En tal caso, las dualidades a partir de las cuales Schmitt piensa lo
político son apropiadas de tal manera que son reinventadas y puestas en función de una
actividad configuradora que recibiría el nombre de mito, en tanto ella hace realidad
aquello que nombra, sin mediación reflexiva alguna sobre el sentido. Por ello, autores
72

como Villacañas o YvezZarka4dicen que en Schmitt la teología política debe pensarse


de la mano con la mitología política.

2. La metafísica del romanticismo y la romantización del tiempo histórico

El objetivo de esta sección es mostrar en qué consiste la neutralización de lo político por


vía estética, propia del romanticismo. Dicha neutralización tiene una particularidad que
obedece a la naturaleza propia del romanticismo, y Schmitt haya esta naturaleza en la
formulación de su “metafísica” como “ocasionalismo subjetivado”. Al desarrollar en
qué consiste esta metafísica se podrá llegar a la formulación de la implicación del
romanticismo para pensar lo político, y la medida en la que dicha implicación puede ser
peligrosa para el concepto mismo de lo político. Este concepto aparece explícitamente
hacia la conclusión del libro: “toda actividad política –sea que ella tenga como
contenido la técnica de la conquista, afirmación o ampliación del poder político, sea que
se apoye en una decisión jurídica o moral- contradice el carácter estético del
romanticismo” (237). Como lo señala Ramírez (2009, 66), en Romanticismo político
predomina la tercera definición, esto es, política como decisión jurídica o moral. Para el
joven Schmitt la política casi que se identifica con la moral, pues esta última dimensión
conlleva una consideración seria sobre la amenaza o el cuestionamiento de la existencia
propia, ante la cual se presenta una disyuntiva radical que sería necesario reconocer con
el fin de elegir y actuar. De allí la fascinación de Schmitt por Kierkegaard, quien habría
sido de los primeros en contrastar la liberalidad romántica con el modo ético de
existencia, el cual se define desde nociones como la angustia y la responsabilidad.La
elección recae ciertamente sobre diversos objetos, pero el sentido desde el cual se elige
con respecto a estos está dado por una elección anterior a cualquier toma concreta de
posición, la elección de una norma como“última instancia de legitimación”, a partir de
la cual algo es considerado como justo o injusto. Política consiste en tomar una
decisión, y esto último significa “a partir de una libre resolución mantener fija una idea
política significativa, de modo que surja una „coacción moral o espiritual‟, esto es, la

4
Al respecto se puede ver el volumen de ensayos editado por Zarka “Carl Schmitt o el mito de lo
político”. La introducción de Zarka “De la teoría política del mito a la mitología política” engloba en
líneas generales la postura de los autores que integran el volumen.
73

obediencia a una norma elegida‟”. Sólo este acto valorativo puede dotar a la realidad
fáctica de significado (Ramírez, 2009, 66), razón por la cual, a pesar de los múltiples
coqueteos de Schmitt con una ontología en la cual existe una “realidad dura” que los
románticos siempre desconocerían, no resulta adecuado dar un peso definitivo a estos
elementos realistas en relación al conjunto de sus doctrinas 5 . Ahora bien, a la
diferenciación entre justo e injusto a partir de la norma elegida, le acompaña una
indignación ante lo injusto, pensada a manera de “energía” que acompaña la decisión.
Esta energía política no acompaña como algo añadido a la decisión, sino que, es
constitutiva de lo político, en la medida en que es una magnitud de fuerza del sujeto de
la decisión. Se volverá sobre esto en el apartado correspondiente.

Schmitt dice que “todo movimiento se basa, en primer lugar, en una postura
característica y determinada respecto del mundo y, en segundo lugar, en una
representación no del todo consciente de una instancia última, de un centro absoluto”
(Schmitt, 2000,57). Esto significa que el romanticismo tiene una “postura
característica”; una espiritualidad a partir de la cual los románticos se relacionan con el
mundo, desde presuposiciones que en cada caso les resultan ser las más evidentes.
Resulta evidente para el romanticismo, entre otras cosas, el abstenerse en la realización
de toda idea, pues le resulta evidente, además, que el verdadero núcleo de la realidad
reside en la posibilidad y no en su actualidad, dimensión en la que la idea
inevitablemente se pervertiría. Esta evidencia lo es en base a “una necesidad vital”, un
“impulso” de entregarse a la fábula, tal que no se trata meramente de una cuestión de
axiomas. Pero tal evidencia no se explica en términos de una psicología ni la manera
del contrarrevolucionario Bonald, “quien busca las discusiones de principios y quiere

5
En su ensayo sobre el libro, Carlos Ramírez afirma que allí Schmitt tiene una “ontología implícita”:
“Desde la ontología implícita de Schmitt –en la cual sí hay una realidad “dura”, externa al sujeto o, al
menos, captada por él como algo dotado de necesidad-, la actividad del sujeto [romántico] no entra nunca
en relación con las cosas, pues se limita a elaborar y reconfigurar sus propios estados anímicos” (64).
Jorge Dotti, por su parte, tiene una lectura distinta a Ramírez: “el análisis de Schmitt no tiene un carácter
ontologizante; el meollo de su crítica no pasa por la invocación algo difusa de la dura realidad frente a los
mundos fantaseados, sino por el desmenuzamiento de un tipo de subjetividad operante de modo,
precisamente, ocasionalista… no cabe entonces atribuir a este texto un alcance ontologicista, pues el eje
de su anti-romanticismo pasa por la dilucidación de la diferencia entre el sujeto político y el ego
contemplativo-dialoguista [romántico]” (38). Resulta más factible la apreciación de Dotti, en razón del
peso que Schmitt da a la elección de normas y la manera en que la valoración del mundo depende de
concepciones de mundo que se corresponden con modos de concebir la divinidad.
74

alcanzar en la moral y en la política la evidencia irrefutable de las leyes matemáticas y


de las ciencias naturales” (185). Los románticos no cuestionan el “principio” sobre el
que interactúan con el mundo, porqueno tienen plena consciencia del mismo; este no se
sigue de una especulación sistemática. Tal principio consiste enel yo autónomo frente a
cualquier norma o coacción como “centro absoluto” en torno al cual gira, no sólo el
valor del individuo, sino el de la realidad entera. Y sin embargo, dice Schmitt, ese
centro absoluto es a su vez un sustituto de Dios en la medida en que este era una
realidad ontológica fundante de orden, que dotaba de sentido el acontecer histórico.

En tal sentido, Schmitt dice que “muchas posturas metafísicas existen hoy en forma
secularizada… el lugar de Dios para el hombre moderno fue ocupado por ciertos
factores, por cierto mundanos, como la humanidad, la nación, el individuo, el desarrollo
histórico o también la vida como vida por sí misma… la postura no deja de ser por ello
metafísica” (58).En tal sentido, la metafísica del romanticismo consiste en una
determinada postura característica ante el mundo, que se sigue de una sustitución; mas
se debe agregar que no se trata de una sustitución cualquiera, sino de una que tiene una
lógica particular, el “ocasionalismo subjetivizado”:“El romanticismo es ocasionalismo
subjetivizado, porque es esencial a él una relación ocasional con el mundo, pero ahora
el sujeto romántico ocupa el lugar central en vez de Dios, y hace del mundo y de todo lo
que ocurre en él una mera ocasión” (59). Como lo explica Carlos Ramírez en su
artículo “Todos son genios, la crítica a la estetización de la política en Carl Schmitt”,
con lo anterior Schmitt no quiere decir que los románticos hayan estudiado
conscientemente a Malebranche para derivar de allí sus propios principios espirituales.
Se trata, más bien, de mostrar que el ocasionalismo es una estructura metafísica que da
con el núcleo esencial de la actividad romántica, pues muestra todo su desenvolvimiento
espiritual.

La forma de sustitución que es el ocasionalismo subjetivizado representa la


contradicción del propio yo romántico: “la situación del romántico consiste en que por
más que se reserve la identificación con el creador del mundo, no puede mantenerla,
porque para el sujeto empírico particular es una imposibilidad fantástica” (156). Ante
75

esta contradicción, el romántico desarrolla varias formas de evadir el enfrentamiento


final con la realidad, tras el cual este debería, o bien seguir con su pasividad
característica o bien decidirse a reconocer e intervenir en el orden de lo real para
trascenderlo. Y dejar así de ser romántico. Los románticos se niegan a tomar decisión,
pero a su vez continúan con sus ansias de una realidad trascendente, tal que ellos deben
palear de alguna manera su contradicción característica.

Para ello, los románticos acudieron a la idea de yo absoluto de Fichtey la concepción de


inmanencia estética propia de Schaftesbury(125). Para Fichte, el yo empírico y el
mundo no son más que un acto de auto-limitación del yo absoluto, necesario para que
este tenga conocimiento de sí mismo, en lo teórico, y para que este se desenvuelva en
una lucha infinita bajo el imperativo de identificarse consigo mismo en la acción, en el
terreno práctico. A los románticos les atrae la idea de un yo creador del mundo, pero
rechazan el carácter de lucha que reviste la filosofía fichteana, toda vez que ella trae
implícita la idea de una necesidad objetiva como condición y posibilidad por la cual el
yo avanza hacia su libertad. En lugar de la lucha, los románticos piensan laidentidad del
yo particular con lo absoluto, a través de una actividad estética de elevación, llamada
“romantización”. Con esta, el romántico cree encontrar un contenido infinito en lo
finito, mas no como algo realizado de una vez por todas, sino como algo que está
siempre por venir. Se trata, en todo momento, de una infinitud que se constituye como
la posibilidad más propia de lo finito, pues para los románticos, dice Schmitt, no es
admisible que “la plenitud de la idea” se sacrifique a una “determinación mezquina”.
Como resultado, los románticos “colocan la posibilidad como la categoría superior”
(75).
Al no poder desarrollar el papel de yo creador del mundo sin entrar en contradicción
con él, los románticos prefirieron “el estado de eterno devenir y las posibilidades que
nunca se realizan a la limitación de la realidad concreta” (75). De esta manera, debido a
su incapacidad para dominar la realidad a partir del reconocimiento de su objetividad y
de su trascenderla en la decisión, los románticos invirtieron la relación entre realidad y
posibilidad: “no es la posibilidad la que está vacía, sino la realidad; no la forma
abstracta, sino el contenido positivo” (129). De allí se deriva un formalismo vacío
76

carente de sustancia, lo cual tiene una repercusión en el lenguaje que los románticos
utilizaron para expresarse. Si una posibilidad se apresa en la precisión sistemática,
entonces esta se pierde como posibilidad. Por ello Schlegel y Novalis acudieron a una
escritura progresiva que nunca completaba la idea, sino que reproducía el infinito
devenir en que pensaban, el cual sólo podía ser entendido por una comunidad de
conversadores simpatizantes. Tan pronto como una idea tendía a conceptualizarse, esta
se dejaba indeterminada para la intuición, con el fin de que su núcleo siguiera
indefinidamente en progreso. De esta forma, la oposición entre infinitud de eternas
posibilidades sin realizar y la finitud de la “mezquina” determinación dio paso a una
especial forma de escritura, bajo la oposición intuitivo-discursivo.

Ahora bien, es necesario decir que el yo romántico no puede proclamarse creador


absoluto de la realidad, si antes no dispone de realidades sustantivas sobre las cuales
este pueda ejercer su facultad poética o romantizadora. Schmitt considera aquí el
proceso de secularización que sustituyó a Dios por dos realidades-demiurgo nuevas, la
humanidad y la historia. Se trata de dos realidades “completamente irracionales, si se
las considera desde la lógica de la filosofía racionalista del siglo XVIII, pero objetivas y
evidentes en su validez suprainvididual [que] dominan in realitate el pensamiento de la
humanidad como dos nuevos demiurgos” (117). El quid de la exposición schmittiana
de la espiritualidad romántica consiste en mostrar cómo los románticos construyeron su
concepción del mundo basados en el yo creador, a partir de la romantización de estos
nuevos demiurgos. A pesar de que se trata de dos divinidades que luchan entre sí, antes
de explicarlas es necesario decir que Schmitt ve en ellas algo en común, en contra del
romanticismo: ambas comparten “el criterio decisivo” para saber si una postura tiene o
no una “fuerza política”. “El criterio consiste en si existe o no la capacidad de
diferenciar entre lo justo y lo injusto. Esta capacidad es el principio de toda energía
política, tanto de la revolucionaria, que se apoya en el derecho natural o humano, como
de la conservadora, que se apoya en el derecho histórico” (182).La humanidad nace con
el principio revolucionario de los jacobinos, y aparece como pueblo que reclama unos
derechos que ha derivado de su propia condición como ser genérico y que intenta
exportar, eliminando toda barrera política y social concreta, al conjunto de la
77

humanidad entera. El pueblo es el partero de su propia libertad, “señor de sí mismo”,


tras el cual el jacobinismo erige una nueva religión en la que la patria se convierte en el
objeto de culto.El segundo demiurgo es un “correctivo al desenfreno revolucionario…
el Dios conservador, que restaura lo que el otro ha revolucionado” (121). Se trata de la
concepción de historia propia de los contrarrevolucionarios para quienes sólo lo
perdurable en el tiempo otorga legitimidad a lo jurídico y a las realidades del orden civil
como la familia o la iglesia, que a su vez son el rostro visible del orden histórico
supraindividual. Por ello, el pueblo no se establece a sí mismo, sino que este está
históricamente configurado. En ausencia de este sentido histórico de larga duración, el
pueblo sucumbe ante abstracciones fanáticas e ideas como la invención de
constituciones y derechos.

En la Teología política I, Schmitt recuerda que los contrarrevolucionarios lucharon


contra este carácter a-histórico y revolucionario con conceptos como “tradición y
costumbre, y con la conciencia de la lentitud del desarrollo histórico” (54). En los
contrarrevolucionarios, el tradicionalismo llegó al límite excesivo en el que toda forma
de acción o intervención en el curso duradero de la historia era de por sí una forma de
mal. Sin embargo, en la versión de Bonald, el tradicionalismo6“está muy lejos de la
idea de una evolución eterna impulsada por y desde sí misma”. Si Bonald defendía una
noción de tradición era porque ella proveía una forma de transmisión de conocimiento
aceptable desde lo que Schmitt llama “fe metafísica”, la cual suple la debilidad de la
razón del individuo (55). Con la expresión “fe metafísica”, probablemente Schmitt
haga alusión a la idea tradicionalista de Bonald, según la cual, “lo que se necesita son

6
El tradicionalismo de Bonald se condensa en la fórmula “iglesia, monarquía y clero-aristocracia”, que
corresponden a la “religión pública, la unidad de poder y distinciones sociales permanentes”, necesarias
para que haya una sociedad constituida que es anterior a los individuos (Teoría del poder político y
religioso, XII). Que la legitimidad esté dada por la duración se asocia en Bonald a su creencia en un
orden político perenne, la monarquía. Lo auténticamente histórico se deriva para él de la unidad, la cual
se pierde tan pronto como el ser humano introduce divisiones que obedecen a un intento por crear una
constitución religiosa y política “con ayuda del orgullo y de la ambición” (6), tal como sucede con la
división de poderes del liberalismo. Mientras Schmitt retoma el criterio de historia de larga duración e
irreductible a la razón de Bonald, él avanza hacia un contextualismo en el cual la monarquía o cualquier
sistema de gobierno puede resultar correcto, de acuerdo a la manera en que interprete el tiempo histórico
presente y no per se. En Legitimidad y legalidad, incluso, afirma que el liberalismo puede llegar a ser
correcto, desde que la época esté marcada por la normalidad. Así mismo, Schmitt desarrolla allí las
diferentes clases de Estados con arreglo a las situaciones frente a las que deben responder y no desde una
valoración atemporal de los mismos.
78

costumbres y no opiniones, recuerdos y no razonamientos, sentimientos y no ideas”


(Bonald, 1988, XX) que garanticen la relación orgánica entre el ser humano y la
historia. En dicha relación orgánica la “fe metafísica” es una suerte de aceptación de un
orden en el que lo legítimo se da por la manera en que es transmitido en la costumbre, el
recuerdo y el sentimiento, y no porque los razonamientos humanos lo tengan por tal,
pues el razonamiento individual sería incapaz de conocer una verdad por sí sola.En
resumen, para palear la contradicción con el mundo, derivada de su postura
ocasionalista, los románticos acuden a la romantización de la historial, que se convierte
en un caballo del cual ellos se sirven para negar la objetividad y normatividad del
mundo, al tiempo que se proclaman como sus creadores. Esta romantización de la
historia tendrá efectos negativos en lo político, que si bien en principio parecen la
consecuencia no querida de una postura escapista, genera una lógica de
irresponsabilidad que cada vez más se desplaza de un terreno inconsciente a otro
consciente. La romantización de la historia sucede en 3 pasos, a través de los cuales
Schmitt ahonda en la espiritualidad romántica –en referencia a sus postulados estéticos
principales, propios del Ateneo-. Dichos pasos son la romantización, la ironización y la
totalización.

a. Romantización

En la romantización de la historia se juega el interés romántico por ser el demiurgo que


se pone a sí mismo como fuente de legitimidad del tiempo de larga duración, pero el
resultado de esta operación consiste en pensar el tiempo histórico como si fuese una
novela. Ante todo, el romántico siente el pasar del tiempo como una limitación de las
infinitas posibilidades, porque “el mezquino momento” determina su yo en el orden del
suceder temporal. Para librarse del estar sujeto al tiempo en su fugacidad, al romántico
no le queda más que idealizar una temporalidad en la que este parece suspenderse. En
este punto, la alusión a Schaftesbury que Schmitt hace al momento de nombrar las
influencias de los románicos se torna significativa. Su filosofía “no sale místicamente
del mundo o lo trasciende, porque permaneciendo en el mundo, pero anhelando uno
diferente y superior, encuentra siempre el camino hacia la urbanidad” (Schmitt, 2000,
114). Es propio de la posición de Shaftesbury anhelar un mundo superior al que se
79

vive, pero también reconciliarse permanentemente con ese único mundo en el que se
puede vivir o al que no se puede trascender, debido a una “suspensión de toda decisión”,
de la cual surge la ironía romántica. Con respecto a los románticos, lo importante de
esta posición consiste en que ante la suspensión de la decisión el romántico pretende
hacer del orden inmanente uno trascendente, sin percibir la confusión actual entre
ambos. En otras palabras, el romántico evita una honda decepción frente a su anhelo de
una realidad trascendente por medio de la trascendentalización del tiempo inmanente,
para lo cual se sirve de la capacidad estética para resaltar aspectos desconocidos y
sorprendentes del objeto y para hacer una constante fusión de contrastes estéticos, que
sirve de compensación a su falta de poder configurador efectivo de lo real, a través de la
decisión.

Pues bien, a esta trascendentalización de lo inmanente apunta el tiempo romántico


pensado como posibilidad frente al momento limitado que se convierte en un
acontecimiento opresivo para él, que en su estar siempre presente destruye incontables
posibilidades. Mas la negación del momento limitado no consiste en su aniquilación en
manos de una eternidad ultramundana, sino en la recuperación del pasado: “El pasado
es la negación del presente. Si el presente es posibilidad negada, en el pasado la
negación es negada nuevamente y la limitación, superada”(132). Ese pasado se vale de
referentes concretos y no es otra cosa que la romantización de otras épocas que aún
conservaban su propio lugar legítimo en el devenir histórico, pero que ahora hacen parte
de una construcción fabulosa en la que ya no tienen realidad. De esta manera los
románticos acuden a la Edad media y romantizan el cristianismo, que ya no es un más
allá “cuya terrible decisión eterna o condenación eterna convierte a todos los caprichos
románticos en una nada”, sino un reino en el que habita una “música infinita”. (132)
Con ello, el pasado conserva una cualidad concreta, pero al tiempo es irreal: “es tiempo
coagulado que puede ser manipulado para hacer de él maravillosas figuras”. (135)
Todo ello da la apariencia de que los románticos tienen una filosofía de la historia en
sentido tradicionalista, cuando ellos en realidad están construyendo permanentemente
una fábula, producto de una postura escapista.
80

b. Ironización

Sin embargo, la romantización sólo puede serlo de objetos que están lo suficientemente
lejos del romántico como para que no alcancen a herir su susceptibilidad egótica. En
efecto, Schmitt dice que los románticos no osaron romantizar su propia época, la
burguesa, sino que la ironizaron (164). Allí cuando al romántico se le aparece la
realidad de tal manera que queda obligado a reconocerla en mayor medida, él hace uso
de la ironía. Con esta puede coquetear con la idea de reconocer la realidad, pero sin
perder las posibilidades infinitas de expansión sentimental. La ironía “hace jugar una
contra otra [realidad] para paralizar la realidad limitada que en cada caso se presenta”
(134). Mientras el romantizar muestra aspectos ocultos del objeto, gracias a los cuales
éste se libera de su existencia cósica, la ironía parece tener mayor apego a la realidad
cósica, pero no para reconocerla, sino para iniciar una burla. En tal sentido, Schmitt
sigue la crítica de Kierkegaard a la ironía romántica, tal como este autor la desarrolla en
su tesis doctoral. Para Kierkegaard, la ironía no es únicamente una estrategia verbal,
sino una forma de vida bajo el dominio de lo estético. Hablar irónicamente conllevaría
la pretensión de no ser entendido en las últimas intenciones para cualquier público, sino
sólo para un grupo reducido que puede acceder al sentido figurado de las ironías. Lo
cual no quiere decir que sólo unos pocos puedan estar en capacidad de conversar
irónicamente, sino que quien lo haga debe estar en actitud de dar un sentido que inicie
juegos inadvertidoscon respecto al sentido literal, si quiere participar de esta suerte de
élite aristocrática deconversadores irónicos. Ello no significa que el ironista sea un ser
sociable, puesto que él ironiza por el placer de gozar de sí mismo; por auto-satisfacción
con el juego del yo que se oculta y sale, sin que nadie lo perciba. Y si alguien es
llamado como testigo de este juego, lo es sólo en tanto asegure a él mismo de sí mismo
(Cross, 129). Esta actitud le ofrece libertad, pues la indeterminación de lo irónico hace
que el ironista no se comprometa con ninguna valoración o comprobación de verdadero
o falso. Schmitt lo resume con la frase “ese no es él, no es suyo”. Como las expresiones
irónicas son ambivalentes, estas pueden ser entendidas en uno u otro sentido, y si
llegase el caso de que el ironista desatara un problema por causa de dicha ambivalencia,
la responsabilidad residiría en la interpretación. Mientras tanto, él es “libre de
81

responsabilidad” (130): esta recae sobre el escucha, de quien el ironista se puede burlar,
a través de más ironías. Esta es la ironía más radical para Kierkegaard (131), en la cual
se queda libre en relación con lo dicho y con el otro, no sólo en el sentido de que este
otro es quien lo escucha, sino el otro en general: el vecino, el ciudadano o el enemigo,
categorías que sucumben a la indiferencia. Para que pueda efectuar su juego, el ironista
debe simular seriedad, pero no hay cosa que él odie más que la seriedad en cualquier
práctica social, en la que estará sólo por mor de una simulación necesaria para reiniciar
su juego, como lo dice Kierkegaard: “para él, la entera realidad ha perdido enteramente
su validez; ha devenido extraño a la actualidad del todo del mundo sustancial”
(Kierkegaard en Cross, 134).

Pero así mismo, al indeterminar siempre el contenido de sus enunciaciones, la libertad


del ironista no tiene objeto concreto y por ello entra en una consideración nihilista de la
existencia social. Nada puede satisfacerle y en todo encuentra rechazo ante cualquier
pretensión de sacar provecho. En este contexto, si quiere afianzarse en su ser irónico no
debe tomar en serio ni a su propio yo irónico, y con ello su propia posición
descomprometida ya no conlleva un sentimiento de superioridad frente a quienes no
conocen sus intenciones, y pasa a formar parte de las realidades banales y carentes de
sustancia a las que él redujo toda la realidad. En tal consideración, en consonancia con
Kierkegaard, Schmitt habla de una auto-ironía de la cual rehúye permanentemente el
romántico, pues sometido a su propia lógica irónica el romántico encontró un orden
objetivo que lo manipuló a él mismo como a un títere, y que en las novelas románticas
se aparece como una fuerza desconocida que somete a los personajes.

c. Totalización

La ironía no puede entonces más que aplazar y disimular la posición ambivalente de los
románticos, y por ello el romántico acude a una categoría “aparentemente más
importante”: la totalidad. Con esta se le abre ahora la posibilidad de apoderarse
“completamente y de una vez de todo el universo” (135). No se trata de la superación
del romantizar y del ironizar, sino de su incorporación en un movimiento en el que,
según el fragmento 66 de Novalis, “todas las casualidades de la vida son materiales con
82

los cuales podemos hacer lo que queramos, todo es el primer eslabón de una cadena
infinita, el comienzo de una novela infinita” (Novalis en Schmitt, 146). Aquí se
muestra el por qué en la introducción al libro Schmitt dice que la definición del
romanticismo propuesta en el libro hace justicia a la etimología de la palabra, pues
romantish deriva de Romanhaft (novelesco) y esta de Roman (novela). La categoría de
la totalidad es una forma de concebir el tiempo a partir de contracciones en puntos de la
realidad que se han vuelto simplemente interesantes, y a partir de los cuales hay una
apertura de un tiempo infinito, que a su vez se recogerá en otros puntos. Como lo dice
Schmitt, el deslizarse por esa totalidad romántica consiste en el movimiento en el que
“cada instante se transforma en un punto a partir del cual construyen, y como un
sentimiento se mueve entre el yo comprimido y la expansión del cosmos, de este modo
cada punto es al mismo tiempo un círculo y cada círculo un punto…” (137). Este
movimiento tiene entonces la estructura de la “puntualización y la ciclización”, de la
auto-limitación y la expansión. Convertida la realidad en mera ocasión para el
despliegue de la novela infinita, cada momento presente alcanza su identidad con un
tiempo que parece ser la suspensión del mero pasar característico del momento. Así
pues, la infinitud contenida en el presente en la novela infinita es la clave de la
trascendentalización de lo inmanente, esto es, del paroxismo de una actitud evasiva que
confunde la trascendencia con la inmanencia, pues de antemano se resigna a no
trascender la realidad en su reconocimiento objetivo y en la decisión. La novela, así, es
el sueño de la infinitud: “el presente puede ser el punto que la tangente de la infinitud
toca al círculo de la finitud; pero es también el punto de partida para una línea al infinito
que puede tomar cualquier dirección.” (139) Esta novelización del mundo contiene la
clave de la forma particular de neutralización de lo político por vía estética, propia del
romanticismo.

Los románticos disuelven la historia en su ego irracional, y le dan su propio significado


arbitrario. En dicho significado aparecen la iglesia, la Edad Media, el rey, el súbdito, un
gran despliegue de figuras, pero ninguna de ellas tiene su significado religioso o cultural
en su sentido histórico normativista. Así mismo, lo más banal se pone a la misma altura
de lo más importante, lo cual trae una consecuencia enunciada como sigue por
83

MacCormick: la productividad romántica “manipula objetos del mundo material como


si todos fueran intercambiables entre sí, en la misma medida en que lo hace la
tecnología en la producción industrial… En consecuencia no hay posibilidad de
distinguir un objeto romántico de otro –la reina, el Estado, la amada, la Madonna-
precisamente porque ya no son más objetos sino ocasiones” (MacCormick, 1997, 49).Y
en ese sentido, agrega MacCormick, estos objetos tienen la misma lógica de la
sustitución que los objetos en la producción racionalizada para un consumo irracional,
en la cual una blusa equivale a una lata de gas venenoso.La indistinción de criterios va
permeando todas las esferas de la acción humana a medida en que se extiende la novela,
la conversión de cada sonido, objeto y aroma en un recipiente que contiene infinitas
posibilidades. Tras la ampliación de la novela no hay forma de que la decisión penetre
en la consideración del mundo, pues sólo la pasividad y el abandono propio al tiempo
inmanente pueden garantizar la pureza gracias a la cual todo objeto se encontraría en
ella como en su verdadera existencia. En este punto, Schmitt muestra la gran diferencia
entre el tradicionalismo de Bonald y la fabulosa reinvención romántica de la Edad
Media romántica.

A pesar de rechazar el “hacer deliberado” Bonald y De Meistre siempre se vieron


“obligados a decidirse por aquello que consideraban como justo” (182). Para los
contrarrevolucionarios, lo justo consistía, en parte, en oponerse enérgicamente a las
“experimentaciones arbitrarias y a-históricas en cuestiones políticas” (186), tal que lo
injusto, por contraposición, parece referirse a una consideración a-histórica de la
política. Schmitt aclara que Bonald y De Meistre entendían por a-histórico a las ideas
revolucionarias, basadas en el derecho natural, “juicio confundido por las pasiones
humanas y las abstracciones metafísicas” (183). Sin embargo, como no sucede con los
románticos, los contrarrevolucionarios no muestran incapacidad para comprender el
derecho natural, y ello podría suceder en la medida en que este participa dentro de la
comprensión normativa de la realidad y de la historia. El derecho natural es capaz de
distinguir entre lo justo y lo injusto. De lo cual se deriva que el pensamiento
revolucionario no resulta del todo a-histórico para Schmitt. Antes de cualquier
contenido concreto sobre el que recaiga tal distinción, Schmitt parece defender la
84

posibilidad misma de la distinción, y esto es lo que no pueden tener los románticos,


justamente por su imposibilidad para concebir el derecho natural. “En esta capacidad
para la valoración normativa se basa la concepción „orgánica‟ del Estado que tiene el
romántico. Ella rechaza lo jurídico como estrecho y mecánico y busca un Estado que
esté por encima del derecho y la injusticia, es decir, un punto de partida para los
sentimientos, que es al mismo tiempo la proyección del sujeto romántico en lo político”
(183). Esto quiere decir que la romantización del Estado consiste en su identificación
con el yo sentimental, ante el cual no es posible distinción de valores y solamente es
aceptable el seguimiento pasivo de decisiones ajenas. Lo cual no quiere decir que los
románticos no tengan valoraciones personales. La maldad de la época, para Schlegel y
para Müller, consistiría precisamente en querer actuar políticamente, y de allí su
oposición a todo lo que les parezca “ultra” o intervención de la iglesia en la política. La
idea orgánica de Estado es igual a la idea de Estado como obra de arte, en el sentido de
que para ellos belleza poética y legitimidad serían equivalentes. Ante dicha
equiparación, “toda relación con un juicio jurídico o moral sería un disparate… tiranía”
(191). Pero ese Estado, dice Schmitt, no puede proveer energía política, esto es,
indignación ante lo injusto. En su lugar, sanciona por igual lo que se opone a lo injusto
y a lo justo; confunde los objetos más disimiles y hasta contrapuestos entre sí, y termina
en una pasividad carente de criterio frente a los más diversos intereses dominantes. Y
sin embargo, ante sí mismo el romanticismo se representa como portador de un
principio bueno, esto es, la entrega a una inmanencia que se ordena por sí misma sin
necesidad de una intervención arbitraria, tras la cual sólo habría violencia. El
romanticismolucha contra el espíritu ultra, contra los doctrinarios y contra todos los que
defienden una causa. Los románticos pueden confundir y poner de cabeza las cosas sin
que ello sea evidente para un público amplio, pues utilizan hábilmente el término
“historia” en un amplio dominio semántico, como “cobertura” de su pasividad (186).
Esta neutralización de los criterios de diferenciación se deriva del ocasionalismo
subjetivado.

El ocasionalismo de Malbranche, dice Schmitt, aún conserva un resto de racionalidad


clásica, pues concibe a Dios como la “verdadera causa de todo hecho particular, tanto
85

psíquico como físico”, así como la explicación de la concordancia entre estos últimos.
Sin embargo, el sistema ocasionalista “no explica el dualismo, sino que lo deja subsistir
y lo vuelve ilusorio” (151). Antes de profundizar en el sistema de Malebranche, estas
palabras Schmitt aluden a una postura que deja de concebir la realidad, primero, como
mundo cósico que tiene su propia legalidad objetiva, y segundo, como oposición de
principios y cosas que entran en tensión mutua, entre los cuales hay necesidad de
valorar y de elegir. El ocasionalismo desparece las cosas en su sustancia y neutraliza la
tensión presente en todo dualismo cuando este se convierte en la ocasión para la
intervención de un “tercero superior”, Dios, frente a quien dicha tensión es sólo un
pretexto para el ejercicio de su actividad creadora. Schmitt califica a esta manera de
pensar a Dios, desde el punto de vista del creyente católico, con la expresión Deus ex
machina, la cual alude al momento en el que el conflicto trágico del héroe en la
representación griega es solucionado en la medida en que es ignorado. La estructura
ocasionalista consiste, pues, en un “tercero superior” en que desaparecen las cosas y los
principios contrapuestos, y en que dichas contraposiciones no son reconocidas en su
tensión mutua sino sólo como ocasión para la acción del verdadero principio que es el
tercero superior (152).

Ese tercero superior o la “idea”, en calidad de realidad exclusivamente verdadera,


conforma una galería de conceptos tomados de pensamientos elaborados con los cuales
el sujeto romántico se identifica. De esta manera, él puede tomar las oposiciones como
la ocasión de su propia actividad, en la medida en solo con ocasión del trato con ellas
puede surgir él como la verdadera actividad que supone ser. Ahora bien, existe una
“consecuencia inmanente a [esta] forma de pensar”. Ese tercero superior ya no es Dios
como sustancia propia sino su sustituto en una concepción secular, y en esa medida él
mismo no es resolución de una oposición sino en tanto ese tercero superior esté siempre
siendo remplazado por otro, en el cual pueda superarse lo que el anterior no pudo
superar. De tal manera que la realidad última de cada oposición reposa siempre en un
ámbito distinto al de la oposición misma, pues la remisión a “lo otro” (156) es a su vez
un salirse del ámbito propio de aquello que iba a ser definido.
86

El resultado de dichos desplazamientos es la proliferación de realidades verdaderas


(156). Tantos “lo otro” existan, igual número de realidades verdaderas tiene el
romántico. Esta proliferación de lo verdadero hace que el romántico entre en crisis con
respecto a su propia forma de explicar la realidad última de todo fenómeno. El
romántico entra en “estado de desesperación, porque diferentes realidades actuaban en
él desordenada e irónicamente” (157). Lo auto irónico se explica por la manera en que
el mundo creado por los románticos se le escapa a él mismo o se convierte, aún para
ellos, en nada más que mera ficción.

Como el romántico carece de ideas, entonces las identificaciones de su yo con los


términos que conforman la resolución de las oposiciones no es más que una
“transcripción” de un estado de ánimo interior: “el romántico no quiere más que tener
experiencias y transcribir sus vivencias en su plenitud emotiva; por eso sus
argumentaciones y conclusiones se convierten en las figuras que reflejan sus afectos
afirmativos y negativos…” (166) De allí que las argumentaciones y conclusiones
románticas sean una transcripción de las emociones con que los románticos acompañan
cada evento histórico, realidad o idea. Esta emoción fijada a cada una de estas
realidades produce un sentido de negativo o positivo, según tras ella se experimente
placer o displacer. El placer se fija a una idea y esta es caracterizada como positiva, a
partir de lo cual los románticos construyen su correspondiente negativa y toda una serie
de contraposiciones, desde de un arbitrario fluir de emotividades entre ideas que de
suyo sería incoherente relacionar: “No es precisamente el contenido objetivo de sus
conclusiones y argumentos, sino una determinada afirmación independiente de
éstos. Ésta es el motor de una argumentación aparente, cuyas fórmulas insustanciales
pueden adaptarse a cualquier estado de cosas” (168).

3. Romanticismo político o la derivación política del romanticismo

Frente a la pasividad ínsita en el romanticismo, la pregunta con respecto a su


implicación en lo político consiste en saber si la “novela” o la aspiración a la totalidad
en que se pierden los criterios de distinción entre lo justo y lo injusto es sólo una
consecuencia no querida de la “fuga” romántica, o si la novelaconlleva una lógica de la
87

irresponsabilidad que puede pasar cada vez con creciente compromiso, desde una esfera
inconsciente a otras más conscientes. Ya con la metafísica del ocasionalismo
subjetivado en claro, es posible ahora extraer las implicaciones del romanticismo en lo
político, con respecto a esta pregunta. Como se vio, el romanticismo se entrega al
desarrollo espontaneo de los hechos históricos, pues considera que cualquier
intervención es de por sí mala. Ello se deriva de su falta de criterios de distinción entre
justo e injusto, y la consecuente indecisión que los lleva a plegarse a las realidades
dominantes y las decisiones ajenas, verdadero contenido de su pretendida entrega al
orden espontaneo de la historia. Y sin embargo, los románticos esconden su pasividad
en la pretendida “durabilidad” histórica, que ya no es más el criterio de larga duración
de Bonald, sino la absoluta inmanencia del yo sentimental, ante el cual cada realidad
sustantiva se convierte en un mero término más en la cadena de desplazamientos de
oposiciones y sus respectivas resoluciones en el tercero superior. Como resultado, el
romanticismo piensa una totalidad que avanza a medida en que se extiende la novela
infinita, y dicha totalidad encuentra su forma ejemplar en la idea de Estado como obra
de arte.

Para saber hasta qué punto el romanticismo está comprometido con la lógica de la
irresponsabilidad, es necesario ver si en él cabe alguna forma de responsabilidad. La
única forma de responsabilidad de la que los románticos son capaces, según Schmitt,
consiste en la vida funcionarial “bien dispuesta y servil”, que puede ser utilizada por
cualquier sistema político (171). El énfasis de esta forma de actividad no recaería en la
manera en que una “actividad no romántica” (241) utiliza el servilismo romántico, sino
en cómo la irresponsabilidad se basa en una lógica de evasión de la decisión, que puede
pasar de un nivel inconsciente a otro consciente. En este sentido, la mentalidad
funcionarial calificaría de malo la defensa de lo justo o de lo injusto, todo sea por
cumplir con la “responsabilidad” del funcionario. Sin embargo, que el romanticismo no
tenga una “productividad política” no quiere decir que este no tenga “efectos políticos”,
pues la única productividad que le es dada, a saber, la estética, contribuye a la
neutralización política y a la expansión cada vez más decidida de la lógica de la
irresponsabilidad:
88

Románticos como Adam Müller o Benjamin Constant hicieron de Napoleón un


Atila o un GengisKhan y utilizan estéticamente estas figuras del mismo modo que
lo hace Novalis con María, la Madre de Dios. Un romanticismo semejante no
implica ninguna actividad política y de acuerdo con sus supuestos inmanentes y
sus métodos se propone un efecto estético. Consciente o inconscientemente,
puede servir a la agitación política y tener efectos políticos sin dejar de ser
romántico, esto es, un producto de la pasividad política. (Énfasis añadido, 225)
La formulación de esta cita encierra ciertamente una ambivalencia en el propio texto
schmittiano acerca de la relación entre pasividad y actividad en el romanticismo con
respecto a lo político. Por un lado, es claro que el romanticismo no tiene “ninguna
actividad política”. De otra parte, la idea de que este pueda servir también
conscientemente a la agitación política y a producir un efecto político, sin dejar de ser
romántico, y por lo tanto, pasivo, plantea una suerte de actividad dentro de la pasividad.
En nada se ilustra mejor este servilismo políticamente peligroso como en la idea de
Estado como obra de arte. A partir de la filosofía de la naturaleza de Schelling y de
algunas formulaciones de Bonald, Müller cambia las nociones de responsabilidad y
compromiso del individuo con respecto al Estado por sus respectivas torsiones
románticas: un afecto que consiste en la entrega sin reservas al Estado, a partir del amor
y la devoción. El Estado resulta ser una construcción estética des-sustantivada que, en
último término, refiere a la realidad superior que está incluso por encima de toda
decisión y de toda distinción entre justo e injusto, esto es, el sujeto romántico mismo:

Cuando…algunos románticos típicos, como Friedrich Schlegel o Adam Müller, se


ocuparon teórica y prácticamente de los problemas políticos, tal como los
planteaba por entonces la época, resultó que no había una productividad política en
el romanticismo y que repetían con otras palabras a Burke, Bonald, de Maistre y
Haller. A partir de entonces predicaban la pasividad completa y utilizaban ideas
místicas, teológicas y tradicionalistas, como “resignación”, “humildad” y
“duración”, para convertir la policía de Metternich en un objeto digno de adhesión
amorosa y fusionar románticamente a las autoridades superiores con el tercero
superior. Éste es, por tanto, el núcleo de todo romanticismo: el Estado es una
obra de arte, ocassio para la poesía y la novela, o incluso para un mero estado
de ánimo romántico.”(mi énfasis, 192)
El Estado como obra de arte debe entenderse como transfiguración sentimental y lírica
de la idea del Estado, sobre el cual los románticos pueden igualmente hacer una
transcripción de su emotivismo en una aparente filosofía del Estado. Definitivo para
esta concepción es la entrega amorosa en la idea de Estado, una entrega en la cual, en
89

realidad, los románticos rinden culto a su propia persona. Como ese culto se desarrolla,
en último término, de forma servil frente a una realidad dominante, la identificación
entre ellos mismos en cuando subjetividad creadora superior y el Estado consiste en una
identificación en sentido alienante. Desde este punto de vista, el subjetivismo
romántico resulta proclive al totalitarismo. El estado para un romántico como Müller
era “una proyección del sujeto romántico en lo político, un supra-individuo, del cual el
individuo particular debe volverse su función natural” (194). Y esto, en el sentido de
que la aparente elevación del yo empírico al yo absoluto que los románticos tomaron de
la filosofía de Fichte, es la posición desde la cual los románticos pueden rechazar
cualquier responsabilidad como premisa para entrar a juzgar sobre lo bueno y lo
malo.La política romántica puede ser llamada la política de la novela, dado que al
remplazar la realidad por una ocasión como punto de partida para un fabular infinito,
siembra la indistinción entre los valores, necesaria para que los románticos puedan
entrar a legislar, en un segundo momento, sobre si algo es bueno o malo, según
corresponda a sus criterios de belleza, si esta es entendida como una cuestión de gusto,
de agrado. Sumidos en la contemplación bella del mundo, el romántico puede sancionar
lo justo o lo injusto como extrapolación de sus sentimientos de agrado o desagrado, que
no puede ir a parar nunca en la ética del subjetivismo iusnaturalista7. Lo agradable, o
también, lo deseable, no es en los románticos una cuestión sujeta a cálculo de intereses
ni expresión de una naturaleza común humana, sino la negación de cualquier
racionalidad jurídica: la expresión emotiva libre del yo, que sanciona como malo todo
criterio de diferenciación entre justo e injusto desde esta racionalidad, pues encuentra en
ello lo mecánico, la tiranía. A ello opone el romántico su entrega a la inmanencia del
tiempo, que ellos proyectan en la idea de estado de arte como obra absoluta lírico-
musical. En este punto, los efectos en política del romanticismo rebasan el límite de su
individualidad descomprometida y siembran una lógica de indistinción conforme la
novela incorpora diferentes realidades en su totalización.

7
Así define Kutschera esta ética: “La meta de la filosofía moral, en esta atmósfera intelectual [confianza
en la razón], debía ser la fundamentación de las normas morales como reglas resultantes de un
compromiso razonable de intereses en una sociedad, camino que iniciaron Locke y Hobbes con su teoría
del contrato social; una ética social que ofreciera al individuo la mayor libertad posible, y que se ocupara
de cuestiones políticas y legales” (Kutschera, 112).
90

En este punto, Schmitt descubre que para tener un “efecto político” no es necesaria la
existencia de un programa concreto, sino una forma general sin contenido determinado
que produce identificación con algo, cuya figura siempre está por salir a flote,
musicalmente. El Estado no es el sujeto de la decisión encargado de la realización del
derecho y la entidad mediadora a través de la cual el individuo obtiene su sustancia
ética, sino el Estado que musicalmente siempre está por tomar figura a imagen y
semejanza del yo romántico. En tal sentido,el romanticismo no es un programa político,
si por político se entiende el reconocimiento de un conflicto que conlleva a la enérgica
decisión, pero sí es una “música intelectual para un programa político”. En esto reside
la definición de lo que Schmitt conoce como “romanticismo político”:

El romanticismo político es el acompañamiento emotivo del romántico a un suceso


político, que provoca ocasionalmente una productividad romántica. Una
impresión suscitada por la realidad histórico-política debe volverse ocasión para la
creatividad subjetiva. Si el sujeto carece de una productividad auténticamente
estética, esto es, lírico-musical, entonces da origen a un razonamiento a partir de
materiales históricos, filosóficos, teológicos o de otras ciencias, una música
intelectual para un programa político. (239)
Los románticos no pueden ejercer su romantización de lo político a partir de una mera
impresión, sino que deben partir de lo ya dado, de teorías y conceptos políticos
elaborados.Lo cual quiere decir que Schmitt no entiende el romanticismo político como
romantización de lo político, entendido como una esfera particular (219), sino como
musicalización de sistemas construidos bajos criterios más responsables. En su lugar, el
romanticismo puede romantizar materiales de diversos ámbitos, como el histórico, el
filosófico o de otras ciencias, y esto sería ya político, en el sentido de su inclusión en el
proyecto de construir una obra de arte que siempre está por venir, cuyo ritmo está
marcado por una “música intelectual”. Esta música no tiene otro contenido más que su
exigencia de totalización en que cualquier esfera del pensamiento puede ser incluida
progresivamente en el conjunto de los efectos de una obra lírico musical. Esto es
llamado por Schmitt “expansión estética”, y si bien a ella no corresponde convicción
política alguna, sí le corresponde un estado de ánimo que Schmitt quiere distinguir de
la emanación de energía política causada por el mito, en la cual Schmitt ve la clave de la
auténtica politicidad.
91

La preparación “lírico musical” para un programa político puede dar la impresión de


que el fondo propio de lo político para los románticos es “musical”, en el sentido de que
es irracional o irreductible a la racionalidad cientificista del positivismo. Ciertamente,
el romanticismo hace gala de cierto irracionalismo a lo largo del despliegue de su
emotividad en la totalidad. Sin embargo, advierte Schmitt, dicha irracionalidad no debe
confundirse con la del mito en que se soporta toda verdadera política: “Esto no es
irracionalidad del mito, pues la creación de un mito político o histórico se origina en la
actividad política y el tejido de razones, a las cuales tampoco puede renunciar, es
emanación de una energía política. Sólo en la guerra nace el mito.”(239) Esta “energía
política” es la que Schmitt aprecia en los contra-revolucionarios Bonald y De Meistre, y
nuevamente aparece en su Teología política I, con referencia al estado de excepción, a
través de una cita de Kierkegaard: “la excepción piensa lo general con enérgica pasión”

Schmitt concluye en las páginas finales de su libro que no hay conexión necesaria
alguna entre romanticismo y Restauración, ni aún entre aquél y la Revolución. En tal
sentido habla a sus contemporáneos: “no debemos dejarnos seducir por una
terminología poco clara e histórico-literaria…, y confundir la expansión de lo estético
que subyace al movimiento romántico con una fuerza política” (240). Las ansias
románticas de superioridad sobre el presente condenan al romántico a la ironía: “toda
forma de romanticismo está al servicio de otras energías no románticas y la elevación
sublime por sobre la definición y la decisión se transforma en una compañía servil de
fuerzas y de decisiones ajenas” (242). En este punto, Schmitt enfatiza el carácter
“disolvente” del concepto de ocasio, el carácter débil de la totalización en lo político. Y
por ello, dice que el romanticismo no puede producir nunca una comunidad en torno a
ideal de homogeneidad: “la embriaguez social no es la base para una asociación
duradera” (226).Dicha totalidad no produce esta “asociación duradera”, pero en su lugar
puede disolver las bases para una asociación tal.

Es necesario agregar otro elemento a la neutralización por vía estética. Además de


expandir estéticamente la irresponsabilidad, el romanticismo tiene otro efecto en lo
político, tal como lo piensa Schmitt. El romántico no decide y por ello deja que otros
decidan por él, pero hace aún algo más: neutraliza la decisión misma al disolver su
92

elemento personal, el sujeto político en sentido fuerte.En tal sentido, Jorge Dottidice en
la introducción a Romanticismo político que “sean o no consientes de ello los
románticos, esta creencia estetizante se sostiene en la existencia real y concreta, no
imaginaria, de condiciones extra-subjetivas que garantizan el juego de la fantasía”
(20).Análogamente, como lo dice Schmitt en su Teología Política I, la normalidad
fáctica que los liberales toman como mero supuesto externo para pensar la validez de la
norma, sólo es posible tras el orden que se instaura tras el acto fundacional de la
decisión (18). Así mismo, el esteticismo romántico es posible sólo una vezel acto de la
decisión ha puesto un orden de derecho, gracias al cual puede haber una época burguesa
de seguridad, bajo la cual crece y se nutre el individuo autónomo, incapaz de reconocer
cualquier autoridad y sustancialidad ética. Sólo la decisión, dice Schmitt en la Teología
política Icon respecto a la idea liberal de una norma fundamentada en sí misma, puede
crear una situación “dentro de la cual puedan tener validez los preceptos jurídicos”: “no
existe una sola norma que fuera aplicable a un caos. Es menester que el orden sea
establecido, si el orden jurídico ha de tener sentido” (18).Por analogía, en la crítica al
romanticismo, para que el sujeto individual pueda tenerse a sí mismo por fundamento
del mundo debe haberse dado primero un orden de derecho que garantice la posibilidad
de existencia de aquello sobre lo que recae su actividad romantizadora. Así lo plantea
Dotti con respecto a los románticos: “mientras que la subjetividad romántica se auto-
justifica mediante su renuncia a toda decisión auténtica, el marco cultural que confiere
sentido a este posicionamiento infinitamente contemplativo y dialoguista… reside en el
ejercicio de la soberanía, tal como lo legitima la lógica decisionista” (21).

Si la romantización lo es de un elemento sustantivo, y si el sujeto romántico sólo es


posible tras la decisión sobre cuyas realidades instauradas osa ironizar de manera un
tanto ingrata (Dotti, 21), entonces podría pensarse que el sujeto romántico es la
romantización misma del sujeto de la decisión. Esto es, el sujeto ocasionalista
romántico y su estructura de superación de las dualidades en el tercero superior sería la
idealización estetizante del sujeto de la decisión. Con esto último, Schmitt parece
criticar un subjetivismo que en su absolutización deshace una categoría de sujeto en
sentido fuerte, tan importante para pensar la realidad de lo político. En sus fuertes
críticas al subjetivismo romántico,Schmitt no está molesto con la categoría de sujeto en
93

sí misma, cuanto con su disolución romántica en la totalidad.Tras ese ocultamiento de la


subjetividad en la totalidad se difiere el problema del sujeto, en analogía a como el
liberalismo difiere el problema de la soberanía mediante la división de competencias y
su control recíproco en el Estado de derecho, sin lograr eliminar el problema mismo.

4. El decisionismo ocasionalista de Schmitt, según Löwith

En la pregunta por la relación entre las implicaciones de la conciencia romántica y el


decisionismo schmittiano, es necesario plantear que entre estas no media la mera
contraposición, sino que, como lo han señalado varios comentaristas, media también un
parecido. Esto es, el concepto de lo político de Schmitt, tal como se lo puede entender
desde el decisionismo, tendría elementos estéticos, lo cual haría que el autor recayera en
contradicción con su propia crítica al romanticismo. En este aparte se expondrá la
crítica de Carl Löwith al decisionismo, con el fin de mostrar que hay buenas razones
para pensar como necesaria la escritura de Romanticismo político, en tanto este procura
hacer un deslinde entre las “posiciones” románticas y las propias schmittianas.
Enseguida del artículo de Löwith se expondrá el decisionismo schmittiano, en un
intento por defenderlo de la crítica según la cual este sería ocasionalista. En este punto,
sin embargo, como se expondrá en el tercer capítulo, parece que la crítica de Löwith da
en un punto que problematiza el vínculo que Schmitt quiere sentar entre teología y
política, toda vez que en su pensamiento el primer aspecto quedaría inconvenientemente
reemplazado por una mitología.

Löwith afirma que el decisionismo de Schmitt es ocasionalista, y para sustentarlo


comienza por afirmar que a este no le corresponde una fundamentación metafísica o
teológica, sino que la decisión es sacada de la nada, carece de sustancia, tal como
sucede con el yo absolutamente creador romántico (141). En tal sentido, Löwith señala
que a pesar de que Schmitt distinga entre una música que sirva para un programa
político y la irracionalidad del mito, Schmitt no dice en qué consiste exactamente ese
mito o lo “real” de la real guerra de la cual brota la verdadera energía política. Schmitt
dice en la Teología política I que para la decisión no importa el contenido ni la
valoración moral en términos de bueno o malo que pueda resultar de ella, sino que se
ejecute como decisión de manera absoluta. Lo único que se tiene por seguro con
94

respecto a la decisión es que ella brota del caso límite, que por naturaleza no está
reglado ni previsto, de tal modo que este resulta excepcional en todo el sentido del
término, lo que hace llamar a su filosofía “una filosofía de la vida concreta”.

Para Löwith, esta filosofía de lo concreto niega el conocimiento de lo justo o lo injusto


en términos sustantivos, pues tales contenidos son indiferentes a la decisión, que valora
como bueno únicamente el hecho del decidirse por algo, así este algo resulte en una
injusticia. Por encima de la decisión sólo está entonces el decidir mismo, ante el cual
no hay posibilidad de apelar a una teología o a una ontología en sentido platónico, sino
al caso concreto, que para Löwith se asemeja a la idea romántica de ocasión. Por ello,
el schmittiano sería un “decisionismo profano”:

El decisionismo profano de Schmitt es necesariamente ocasional porque le faltan


no sólo las presuposiciones teológicas y metafísicas de los siglos pasados, sino
también las humanitarias-morales…. Lo que Schmitt defiende es una política de la
decisión soberana, pero una en la cual el contenido es meramente un producto de
la ocasión accidental de la situación política que prevalece en el momento; por lo
tanto, el contenido no es precisamente un producto de “el poder del conocimiento
integral” sobre lo que es primordialmente correcto y justo, como sucede en la
esencia de lo político en Platón, donde tal conocimiento funda un orden de los
asuntos humanos.
La decisión, sin embargo, se pone para Schmitt como la forma genuina para
contrarrestar la indecisión y la consecuente pasividad románticas. Y sin embargo, dicha
decisión tiene el mismo momento del genio romántico, el cual crea sin imitar modelo
alguno, siendo él mismo el fundador de un mundo nuevo. En tanto, el decisionismo
schmittiano sería un “nihilismo activo”, por el cual la actividad todo creadora que
tradicionalmente se asignaba a Dios, pasa ahora a manos de la subjetividad que crea
absolutamente de la nada. Centrado en El concepto de lo político (1927), Löwith
agrega que si se quiere derivar una concepción de lo político de esta forma de decisión
soberana, no hay contenido alguno, sino la decisión por la guerra, que no tiene más
contenido específico que el llamado a matar y morir. Este llamado es Massgebend, esto
es, el caso extremo en el cual no hay explicación justificativa sino un asunto del orden
de la existencia (Dasein) que se ve amenazada, y a partir del cual se da una valoración
ontológica de ese orden. Esta condición factica se torna primordial con respecto a
cualquier justificación moral, y por ello, “el mero hecho de que la disposición a matar o
95

morir en la guerra es algo último, confiere en ello una soberanía sobre todo lo que es,
una soberanía análoga a la „superioridad‟ que el romántico político tiene en virtud de su
principio de ocasión” (Löwith,147).

Ahora bien, la existencia amenazada es la existencia que debe ser defendida desde el
reconocimiento de la relación amigo-enemigo como constitutiva de lo político. Se trata
del “modo propio de ser”, de la propia Lebensform, que tiene una dimensión ontológica
y así corre el peligro de ser negada por el otro. Ante ello, Löwith se pregunta si el
“modo propio de ser” tiene una realidad ontológica que debe ser protegida
políticamente ante otro que se afirma ontológicamente de tal modo que sea inevitable un
conflicto en situación o si sólo la decisión de entrar en guerra con el otro inaugura la
enemistad (147). Esta pregunta puede ser interpretada también como la búsqueda de
saber si la distinción amigo-enemigo tiene un fundamento ontológico o es puesta por el
soberano como dualismo necesario como campo de su actividad creadora, en analogía
con la relación entre dualismo y el tercero superior de Adam Müller. Si esto úlitmo
llegase a suceder, entonces el enemigo no se definiría sino con arreglo a una ocasión,
cuyo criterio no es otro, a su vez, que la mera facticidad de la amenaza sobre la que ha
decidido el soberano. Löwith dice que Schmitt soporta ambas interpretaciones.

No puede ser posible calificar correctamene una situación política en su conjunto ni


distinguir correctamente entre amigo y enemigo desde el supuesto ocasionalismo
schmittiano. En dicha distinción no prima la contraposición entre un modo de ser y otro
que amenaza el propio, sino la nuda (naked) existencia, privada de todo contenido
ontológico, “el hecho bruto de la existencia pública y política, anterior a definiciones en
términos de varios modos de ser como el de nación, raza, religión, moralidad,
civilicacion…, sin importar si estos pertenecen a enemigos o ammigos” (149). Para
Löwith no se sigue un concepto de lo político de la distinción entre amigo y enemigo,
cuando esta está subordinada a un decisionismo ocasionalista que carece de todo
fundamento como de todo conocimiento de lo político, en razón de que políticamente
no habría otra cosa más por defender, en nombre de lo propio, que la nuda existencia.
En este último punto, para concluir, Löwith señala que la indiferencia de la decisión
frente al contenido que se sigue de su ser absolutamente creadora de la nada hace que la
96

dualidad amigo-enemigo no sea una realidad objetiva ni menos un mito enraizado en


profundas fuerzas históricas, sino un campo de intervención ideal de un tercero
superior, el soberano, que con su decisión entonces genera un “nihilismo activo”.

La reducción del decisionismo schmittiano al ocasionalismo romántico es una manera


en que la estética y la política puedan entenderse, según la propuesta de Levi, desde la
relación amigo-enemigo. Si el soberano se comporta frente al caso límite como lo hace
el romántico frente a la ocasión, entonces el orden concreto de derecho que se funda en
la decisión descansa en una arbitrariedad congruente con la del genio del Sturm und
Drang. Se trata de un poeta que en el rechazo absoluto a las reglas canónicas del
neoclasicismo experimenta nuevas formas, nacidas de principios que sólo pueden
derivarse de su asentimiento interior. La realidad poéticamente fundada carece
igualmente de toda normatividad, pues sólo es la expresión de ese libre fluir de su
sensibilidad. Lo cual, asociado al hecho de que la decisión es el ámbito por el cual se
distinguen amigos de enemigos, resulta en una apropiación de categorías estéticas
políticamente peligrosa. Igualmente, en esta versión del decisionismo, la excepción
sería más importante que el orden del derecho por el cual el soberano decide
precisamente la excepción.

5. El decisionismo schmittiano

En su trabajo “Los orígenes de la teología política de Schmitt”, Nicoletti hace un


recorrido importante por los trabajos juveniles del jurista, anteriores a Romanticismo
político, y muestra cómo la preocupación por mediar los dualismosen el contexto del
neokantismo es el eje central que les da unidad a su pensamiento temprano. La decisión
es la categoría central de esa mediación, y ella, antes que un sujeto determinado, es más
bien un punto de ruptura, un abismo que se inscribe en la misma lógica inmanente de la
ley. De especial mención aquí es su temprano texto “Ley y enjuiciamiento” (1914), en
el que Schmitt critica la idea de Kelsen según la cual “el criterio de la corrección de una
decisión en la correcta aplicación de una norma se deriva de la mera interpretación de
una situación objetiva y de la subsunción de un caso especial dentro de una norma
general”(Nicoletti, 1988, 113). Esto presupone para Schmitt que “una norma positiva
contenga instrucciones (Anweisungen) claras, las cuales conlleven una fácil
97

aplicación”(113). Pero así, lo particular no puede ser comprendido en su facticidad,


sino sólo ser un eslabón más en la cadena de instrucciones contenidas en la ley positiva,
a la manera de una tautología: aquello que la ley ordena es lo ordenado por la ley.Para
Schmitt, entre la norma y la realidad particular existe una fractura, una ruptura, que es
distinta a la que Hegel piensa como “el precio por la realización de la racionalidad
general, la cual, mientras se objetiva, comprende en sí la realidad interrumpida, asimila
y supera la ruptura, y produce así de nuevo la generalidad” (113). Aquí no cabe una
verdadera ruptura, pues esta es subsumida por la totalidad. La ruptura que Schmitt tiene
en mente conlleva un “valor de conocimiento teórico y abre también la verdad y la
estructura de la realidad, cuyo entendimiento conceptual ella se encuentra en situación
de favorecer” (114). En esa ruptura emerge la decisión por la constitución de un orden
de lo real y por su entendimiento, frente al cual aquella se coloca como un significado
fundante (grundlegende Beteutung). Nicoletti resume lo anterior con la frase de
Schmitt, “la fundación pertenece a la decisión” (114).

Ahora bien, ese lugar de ruptura en el que emerge la decisión pone un sujeto como
culminación y a la vez soporte del orden fundado y su interpretación. En “El valor del
Estado y la significación del individuo” (1917) Schmitt dice que este sujeto es el
Estado, puesto por el derecho, la idea, como punto de mediación entre ella misma y su
realización. El Estado como sujeto de la decision es puesto por el derecho en analogía
al Dios de la ética kantiana, en la cual Éste es una suposición necesaria y autorizada por
la razón práctica como creencia, en orden de que el continuo esfuerzo por cumplir con
el deber tenga un sentido positivo con respecto a la pregunta por la felicidad: “der
Begriff des staates bekommt so für das Recht eine genau analoge Position, wie sie in
der Gottesbegriff, der aus der Notwendigkeit einer Verwirklichung des Sittlichen in der
realen Welt entspringt, für die Ethik einnimmt” (Schmitt en Nicoletti, 117). El derecho
antecede al Estado y le da su valor, tal como lo dice Schmitt en “El Estado y el valor del
individuo”: “Das Recht ist für den Staat, un einem Ausdruck des hl.Augustinus zu
verwerten, origo, informatio, beatitudo. Darum gibt es keinen anderen Staat als den
Rechstaat und jeder empirische Staat empfangt seine Legitimation als erster Diener des
Rechts” (Schmitt en Nicoletti, 1988, 116).
98

El derecho aparece en esta cita como un orden más amplio que el Estado, y este, como
un sujeto encargado de su realización. Y para esta realización, en Teología política I se
plantea la paradoja que Villacañas expresa en términos de que “en el Estado siempre
hay algo que sólo tiene significación con respecto al derecho, pero que en el fondo está
más allá del derecho”(Villacañas, 113). Y eso que está más allá del derecho como
figura liminar entre este y su realización es la soberanía y sus dos elementos centrales, a
saber, el personalismo y la decisión. De tal manera que en la Teología política I se
acentúa el hecho de que el Estadocomo realizador del derecho, y esto lo dice Schmitt
rescatando ciertas premisas de Wolzendorff de la tradición del corporativismo, no es un
simple pregonero del derecho. Esto es, el Estado no debe reducirse a una función
meramente ordenadora, sino que, ante todo, es el mediador entre su idea y su aplicación,
según se formula en la Teología política I: “la forma jurídica se rige por la idea jurídica
y por la necesidad de aplicar el pensamiento jurídico a una circunstancia concreta, es
decir, por la realización del derecho en el sentido más amplio de la palabra” (38).

El derecho está fundado en la arbitrariedad del sujeto, pues esta es la “indiferencia”


necesaria hacia todo contenido positivo; una suerte de interrupción de un silogismo a
manos de la decisión, pues la conclusión a nivel jurídico no “emana en su totalidad de
sus premisas”8.En tanto exsite un abismo entre lo general y lo particular que no puede
ser sobrepasado con un acercamiento gradual del primer ámbito al segundo, sino con un
“salto kierkegaardiano” (Nicoletti, 120), la decisión es el único puente que sobrepasa el
abismo. Pero no lo hace aniquilándolo, sino que configura cada lado del abismo en un
orden concreto. En tal sentido, un orden concreto de derecho no tiene lugar sobre una
fundamentación argumental que le de su solidez, sino que es posible tras la
discontinuidad en la secuencia lógica de la argumentación. En este punto, Schmitt dice
que “normativamente considerada la decisión nace de la nada” (32). Löwith tiene razón,
pues, al afirmar cierto carácter nihilista en el decisionismo, pero allí también opera un

8
En “El Estado y el valor del individuo”, Schmitt también habla de una indiferencia de frente toda
determinación positiva o un contenido concreto, que mana del impulso del Estado por realizar el derecho:
“Zwinschen jedem Konkretum und jedem Abstraktum liegt eine unüberwindliche Kluft, die durch keinen
allmählichen Übergang geschlossen wird. Daher ist es notwendig, dass in jedem positiven Gesetz dies
Moment des blossen Festgestelltseins zur Geltung kommt, wonach es unter Umständen wichtiger ist, dass
überhaupt Etwas positive Bestimmung wird, als welcher konkrete Inhlat dazu wird. Diese inhaltliche
Indifferenz … ergibt sich aus dem Verwirklichungsbestreben des Staates” (Schmitt en Nicoletti, 120).
99

elemento teológico propio de la tradición judeo-cristiana, a saber, la idea de creación a


partir de la nada9. Como instancia última creadora en analogía con Dios, esta decisión
no se explica o se determina como uno de los elementos del orden de lo fundado. Es
absolutamente creadora.

En tanto la idea del derecho no se realiza de manera pura en el acto de la decisión, lo


cual conserva la tensión necesaria para que este se renueve, se trata de una realización
en la que siempre permanece un resto, un exceso. Ese exceso es la posibilidad siempre
presente del afuera del derecho, una zona que no está reglada por él, pero que tampoco
es anómica, y que es acto fundacional, posible por la misma posibilidad de la repetición
inscrita en él. Pero no se trata de una posibilidad al estilo romántico o una idea que sólo
es plena en tanto queda indeterminada en las innumerables formas que puede llegar a
tomar cuando identifica a la humanidad con el niño o a la durabilidad del tiempo
histórico con la fabulosa Edad Media (Ramírez, 2009, 67).Frente a ello, la idea según la
cual el orden de derecho resultante es igual al mundo fabulado del romántico, no ve el
sentido de fundación de un orden normativo, del cobrar forma de una realidad, que se
instaura tras el acto de la decisión. De la misma manera, la renovación del orden
concreto no es una posibilidad como la contenida en un sujeto genial que se disuelve en
el sentimiento romántico de omnitudsino que es la capacidad por la cual el soberano
puede poner un orden y puede mantenerse él mismo como un sujeto sustantivo. La
capacidad que el derecho tiene para interrumpirse a sí mismo con el fin de volverse a
poner en un nuevo orden concreto está garantizada por el hecho de que el soberano
decide de manera absoluta, sin restricción normativa alguna. En este punto se puede

9
En su ensayo “Creación de la nada y autolimitación de Dios”, Scholem dice que esta doctrina sólo pudo
sobrevivir en el cristianismo de manera herética, pero a la vez como testimonio del vínculo con su
ancestro hebreo. Dicha doctrina habría sido introducida a la iglesia por Juan Escoto-Eriúgena. Según él,
“todo ser creado está en último término fundado en el mundo ideal de las causae primordiales, el
fundamento primordial de cada ser. Pero este mundo de las causas primordiales no es creado de una
materia, pues es la misa sabiduría divina, ni solamente algo exterior, pues fuera de Dios nada existe. La
nada de la creación de la cual él ha creado todo, es más bien él mismo, „pues la inefable claridad de la
bondad de Dios, insondable para cualquier pensamiento humano o angélico, en el lenguaje de la teología
mística se llama nada, puesto que aquélla ni fue, ni es ni será‟” (1998, 62). En otro pasaje del ensayo
Scholem da cuenta de la identificación entre la voluntad divina creadora y la nada, que es más propia de
la cábala mística judía: “la voluntad de Dios no es una cosa. Pues toda cosa tiene un final; mas lo que
está más allá de lo finito está en la voluntad. Esa voluntad de Dios, que puede describirse como nada, es
en su manifestación la creación, y no hay otra creación sino ésta” (61). La decisión como absolutamente
creadora podría resultar una forma de interpretación de estos dogmas teológicos, tras la cual se erige la
analogía entre soberanía y Dios.
100

formular la pregunta sobre el lugar de proveniencia de la fuerza que tiene el derecho


para suspenderse a sí mismo y renovarse, sin perder su identidad. Lo cual equivaldría a
preguntar la proveniencia del poder soberano. Esta pregunta es formulada por Andrea
Mejía, como sigue:

la pregunta de Schmitt no deja de ser la pregunta que obsesiona quizás a todo, o a


buena parte del pensamiento político y jurídico, esto es, ¿de dónde viene el poder?
El poder, parece responder indirectamente Schmitt, viene de sí mismo. ¿Qué
quiere decir esto? Este “sí mismo” debe ponerse en relación con una afirmación
que hace Schmitt en una emisión radial en 1954: “el poder es una magnitud
objetiva” . Esta magnitud objetiva parece ser, al menos en este texto de 1922, “la
significación propia del sujeto” (40) que decide, es decir, del sujeto soberano. Este
tener “un cierto significado propio” del poder, es un venir de sí, una cierta
inmanencia del poder que se hace visible cuando puede reconocerse al soberano.
“En la significación propia del sujeto soberano reside el problema de la forma
jurídica” (40). La soberanía es esa figura en la que el poder viene de sí, no de una
norma que le anteceda. (ponencia presentada al curso “Schmitt”, dictado en la
Universidad Nacional de Colombia, primer semestre del 2011)
La identidad en la ruptura o en la discontinuidad que conlleva la renovada suspensión y
nueva posición del derecho consiste en el acto de posición de sí mismo del soberano, en
su capacidad de auto-configuración, y en tal sentido, el poder del sujeto proviene de él
mismo. La arbitrariedad o la indiferencia de contenido de la decisión soberana parece
un gesto romántico, pero gracias a esta el derecho puede conservarse en sus rupturas.
Sólo al abstraerse de todo contenido normativo, el derecho puede volver a ponerse
como desde una fuente desde la cual proviene su fundamento y su vigor. Y esta fuente
es la exterioridad del derecho: la soberanía. En este punto se muestra que la fuerza
política no es una simple magnitud que acompaña a la decisión, sino que es constitutiva
de la misma, pues esta es sujeto. Una relación con la crítica al romanticismo podría
verse aquí, en cuanto a la carencia de fuerza política que caracteriza su música
intelectual para un programa político es la romantización de este sujeto. Si el sujeto de
la decisión es acto incondicionado en el cual él se pone a sí mismo desde sí mismo, con
lo cual a su vez funda un orden concreto, entonces el sujeto romántico es la sustitución
de ese acto por una mera posibilidad indeterminada. A su vez, si se puede entender el
mito en tanto fuerza política o enervación de energía política como un momento
constitutivo de la capacidad para mantenerse en la potencia de “venir de sí” o de tener
“un significado propio” del poder soberano.
101

De resultar así, el mito sería parte constitutiva del sujeto llamado por la idea del derecho
a ser mediador entre ella y su realización, a partir de las renovadas suspensiones de la
ley, en aras de su conservación.Para Juanjouan (2010, 57), Schmitt compartiría con
Rosemberg el hecho de que la Gestalt no es la forma del formalismo o forma de la
forma, pues no hay un gobierno de las formas puras, sino que es acto: “Gestalt ist Tat”.
No hay figura anterior a la configuración y por tanto el acto debe ser entendido como
acto de auto-posición, de tal manera que no hay “figura” en abstracto sino figura como
“configuración” (2010, 75). Por ello, la frase “Gestalt ist Tat” equivale a la frase
“Gestalt ist Gestaltung”, pues allí “figura y conciencia no se sitúan en niveles
diferentes” (2010, 75), sino que son uno sólo en el acto de poner.

Ahora bien, Según Nicoletti, este acto de decisión es “Offenbarung der Seinsordnung,
die in sich nie vollendete Spannung der Ideenverwirklichung, nicht Abwesenheit,
sondern gewollte Gegenwart des Allgemeinen ist” (121). La decisión no es la
realizacion del ideal en el sentido en que se pierda la tensión, ni tampoco su ausencia en
el orden visible de lo real. Se trata más bien, como lo formula Nicoletti, de que la
apertura del orden del ser es apertura del “presente de la generalidad”; un presente en el
que es reconocible un orden concreto, y que en la Teología Política I es la posiblidad de
lo que Schmitt llama, tomando prestada una fórmula de Kierkegaard, una “generalidad
correctamente entendida”, opuesta al “mecanismo coagulado de la repetición”(29).La
situación normal creada por la decisión, tras la cual el derecho puede ser aplicable, no es
la normalización que tiene lugar a medida que el caos se va apagando, sino una
determinada manera de resaltar el abismo sobre el que reposa el orden concreto, gracias
a lo cual este puede renovarse. Y en ese sentido, la decisión es también “Offenbarung
der Krise, des Abgrundes als Gefüge des Realen, das der Ordnung durch ein Subjekt
bedarf” (Nicoletti, 121). En tal sentido, la idea de excepción en Schmitt consiste en la
manera en que la trascendencia, en tanto la soberanía está fundamentada en el tropo
teológico de la creación absoluta, puede hacerse inmanente como estructura de la
realidad. El soberano es la figura liminar entre lo trascendente y lo inmanente; une los
dos planos a través de su decisión, en la cual se suspende el derecho y se crea derecho.
102

En cuanto a la crítica de Löwith, según la cual el decisionismo schmittiano sería un


“nihilismo activo”, interesa la idea que trae Nicoletti sobre acto de la decisión como
“apertura del presente de la generalidad”, pues en dicha apertura opera en realidad una
apertura del presente a un tiempo histórico que en Bonald remite a la idea de “larga
duración”, y en Schmitt, a las olas incesantes en las que se producen la inmediatez
mítica y la mediación de las dualidades (Villacañas, 2008, 31-33).En este sentido, la
decisión soberana no es nihilista por cuanto no cae sobre el vacío, sino que ella queda
ratificada por una tradición cultural de una comunidad entendida como comunidad de
destino. Esto hace que la decisión no sea carente de todo contenido, sino que recaiga
sobre un contexto concreto, fáctico, que a su vez se conecta con un continuum histórico
que se abre en la decisión y se torna visible en la Representación.

La apertura del presente no es un tiempo que está presente a cada momento, sino tan
sólo en las mediaciones que constituyen la intervención del soberano en el decurso
histórico en el estado de excepción. Por ello, Villacañas dice que la mediación entre lo
divino y lo bajo en Schmitt tiene carácter “intermitente”. En tal sentido, la teología de
Schmitt arraiga en último término en su filosofía de la historia, aquella concepción del
tiempo como una dimensión telúrica irracional que sale a flote por periodos, pone de
relieve el dualismo o el conflicto, y gracias a él, en la Representación, adquiere una
forma que pone un nuevo orden. Schmitt opone la decisión a este tipo de repetición, en
tanto acto performativo que también lleva inscrita su propia repetición en el sentido de
una constante posibilidad de renovación y apertura del orden del ser.

6. La idea de Katechon como metafísica schmittiana

El núcleo de la metafísica schmittiana expresado en la Teología política I se encontraría


en la afirmación de que todos los conceptos políticos son teología secularizada.
Conforme a dicha aserción, Schmitt interpreta la relación entre soberano y estado de
excepción desde la analogía con la intervención de Dios en el milagro. Con ello
Schmitt no quiere dar a entender que los conceptos políticos se entienden mejor si se los
relaciona con la teología de manera puramente analógica, como mero método
hermenéutico para su comprensión. Schmitt dice en su Teología política I que “La
cuestión de si realmente es posible hacer desaparecer el caso de excepción extrema no
103

es de carácter jurídico. Depende de convicciones filosóficas, particularmente filosófico-


históricas o metafísicas, que se albergue la confianza y la esperanza de que en realidad
sea posible suprimirlo” (24). Aquí Schmitt considera la metafísica como una
convicción “filosófico-histórica”, y en tal sentido, merece atención la consideración de
Roberto Navarrete Alonso, cuando dice que la metafísica en Schmitt hay que buscarla
en una concepción sobre el tiempo histórico, y no tanto en la analogía. Y dicha
concepción, como lo explica el comentarista, es la doctrina paulina del katéchon: “La
doctrina supuestamente paulina del katéchon constituye para Schmitt la convicción
filosófico-histórica en base a la cual se justifica en último término su concepción
teológico-política de la soberanía” (Navarrete, 2009, 204). Según esta doctrina, el
tiempo intermedio en el cual el ser humano habita después de la caída, debe ser
conservado con el fin de que exista una creación sobre la cual recaiga el juicio final.
Como lo recuerda Navarrete, el Anticristo es calificado en la Segunda Carta a los
Tesalonicenses, donde se encuentra esta doctrina, como “ho-ánomos” o total ausencia
de ley. El Katechon tiene la función de demorar la llegada del Anticristo, y en ese
sentido, de retener el tiempo histórico como creación para disponerlo ante el rostro de
Dios en el juicio final. Schmitt lo identifica con la ley, que debe se promulgada por una
figura intermediaria entre la divinidad y la tierra, llamada “eón”. En tal sentido, el
Katechon es la figura que permite la durabilidad del tiempo, y como lo afirma
Navarrete, esto da inmediatamente un sentido a la exigencia de autoridad, abalado por
Romanos 3 1-7: “Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad
que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo
que, quien se opone a la autoridad, se resiste al orden divino, y los que se resisten se
atraerán sobre sí mismos la condenación” (La Biblia, en Navarrete, 204).

En el mismo sentido, en su ensayo “Walter Benjamin y Carl Schmitt: soberanía y estado


de excepción”, con respecto a la Teología política IVillacañas dice que “el soberano
representa la historia porque garantiza la continuidad del tiempo”, tal que su función
política significa el efecto dilatorio con que retarda la llegada del Anticristo. Las
mediaciones de lo alto en lo bajo tienen sentido si se entiende que su función consiste
en que “el tiempo dure hasta la presencia final de la trascendencia”, y esta función
104

mediadora entonces consiste en las figuras del Estado y la soberanía (Villacañas, 1996,
49):

El soberano garantiza la continuidad del tiempo porque debe garantizar que el


Mesías tenga mundo cuando llegue. La historia no es algo que hay que mantener
por su propio valor. La teoría del soberano propia de la teología política es la
heredera de la teoría de la representación que forma la forma política de la iglesia
católica. Ahí está la clave del proceso de secularización que traspasa al Estado los
atributos de la iglesia como puerta real para concederle finalmente los mismos
atributos de Dios. (50)
Si la aparición del soberano en la historia tiene carácter intermitente, esto es así porque
el estado de excepción sólo es decidido con respecto a una idea histórica de largo
aliento, con el fin de retener nuevamente el tiempo histórico integrándolo a la
durabilidad. Esto es así, porque el Katechon enfrenta la amenaza a la disolución del
tiempo, como mundo sensible, en la propia falta de consistencia en la que este descansa,
antes de la llegada de la trascendencia (Villacañas, 1996, 49). En otras palabras, el
soberano garantiza la transmisión de un continuum histórico, siempre en contra de la
amenaza que representa el hecho de que la humanidad se pierda en la caída, antes de
que llegue el mesías. Cuando Schmitt dice en Romanticismo político, que la historia es
una categoría normativa, esto se relaciona con aquella otra aseveración de este mismo
libro que condena la romantización del cristianismo. El Medioevo idealizado por los
románticos no tiene “vínculos intrínsecos con la trascendencia cristiana, pues el otro
mundo del cristianismo es un más allá, cuya terrible decisión- salvación o condenación
eternas- convierte a todos los caprichos románticos en una nada absurda” (132). Con
ello, la filosofía de la historia schmittiana es afín a la conciencia barroca de la
contrarreforma, que intenta poner de relieve la conciencia del instante efímero y la
angustia por el corto plazo que queda antes de la llegada del juicio final, con el fin de
que el ser humano considere el Estado a imagen de la iglesia, como aquella que puede
dar todavía sustancia al acontecer histórico. En contraposición, la filosofía de la historia
romántica, si puede haber algo así para Schmitt, es una forma de olvido de la amenaza
que representa lo histórico, pues para esta “cada instante histórico es un punto elástico
en la gran fantasía de la filosofía de la historia, en la que el romántico dispone sobre
pueblos y eones”(137).
105

Por último, frente a las críticas de Löwith, más adecuada que la noción de ocasión en
sentido romántico para pensar la intervención del soberano en el continuum
normativizado de lo histórico, resulta ser la noción de Kairos. Esta significa, como lo
explica Navarrete (206), que la ocasión adecuada no consiste en tomar una contingencia
como excusa para inventarse un orden, sino como oportunidad para tender un puente
entre los dualismos, con el fin de dar forma a una época. Así mismo, en lugar de
oportunismo, dice Villacañas, el término “flexibilidad” sería más correcto, y a él
correspondería la idea de “complexiooppositorum”. En tal concepto se encuentra la idea
de que la iglesia siempre se ha valido del dualismo del mito y ha sabido pactar con él
con el fin de “encausar hacia Roma los complejos e instintos más primarios” (Schmitt,
10), en medio de una flexibilidad y una rigidez que termina en la teoría de la
infalibilidad papal. Por lo anterior, es entendible que pese a las semejanzas que Löwith
concibe entre el decisionismo y el ocasionalismo romántico, se trata de dos puntos de
vista totalmente opuestos. Y que el mito juega un gran papel en su diferenciación.
106

ESTÉTICA Y POLÍTICA, UNA LECTURA COMPARADA

1. Consideraciones pre-eliminares

Un lugar común en la crítica a Schmitt dice que este tiene una concepción estética de lo
político, lectura inaugurada con el artículo de Löwith, pero que recibe toda su fuerza en
una tradición ya amplia desde la idea benjaminiana de “estetización de la política”,
propia de su ensayo de 1934 “El arte en la época de la reproductibilidad técnica”. Allí
Benjamin dice que bajo las ideologías totalitaristas la guerra y la muerte se convierten
en objetos de percepción estética; no se trata de que el arte los tematice, sino que ellos
en sí mismos son vistos como arte, a tal punto que se puede gozar con la muerte propia.
Como lo refiere Neil Levi, en esta línea Habermas habla de una surrealista “estética de
la violencia” en la obra de Schmitt, mientras que Wollin habla de una “estética del
horror” en su ensayo “The Conservative Revolutionary Habitus and the Aesthetics of
Horror” 10 (Levi, 2007, 36). Para estos autores la estetización de lo político es
inmediatamente fascismo, y en el caso de Schmitt, señalaría una fascinación cuasi-
estética, y políticamente peligrosa, con la ruptura y el caso límite (32). En defensa de
Schmitt, Levi dice que en estas formulaciones los autores no dan cuenta de la
centralidad del orden de derecho que se funda tras la decisión, al cual Schmitt daría
mayor valor que a la excepción misma. De otra parte, tampoco definen qué significaría
una idea política presentada como percepción estética, esto es, por qué resultaría tan
evidente que la ruptura con la normalidad en la que se da la decisión sea un evento
estético. Se refiere, en este punto, a la analogía que existiría entre la situación límite y
la percepción estética que irrumpe en la cotidianidad para mostrar una realidad des-
normativizada (“extrañamiento”). Dicha percepción bien puede hacer parte de la idea

10
Según Wollin, Schmitt tiene una “fascinación por la situación límite extrema –aquellos únicos
momentos de peligro existencial que devienen una suelo propicio para la „autenticidad‟ individual que
caracteriza la Lebensphilosophie-. En la situación límite (Grenzsituation), „la existencia (Dasein)
adquiere trascendencia y es por ello transformada de lo posible a la existencia (Existenz) real‟”. Wollin
dice que este modo de dotar de significado a lo concreto, esta “filosofía de la vida concreta” expresa una
“sensibilidad estética”, “aquella de una „estética del horror‟, definida como… propagación de una
semántica temporal de ruptura, discontinuidad y schock” (Wollin, 1992, 432 y 433). Las consideraciones
de Wollin recaerían, según Levy, en la dramática consideración de que todo encuentro entre estética y
política es inmediatamente peligroso. Su manera de concebir la ruptura y la discontinuidad es también
problemática, pues sustrae a la estética de una capacidad disruptiva, crítica o vigilante.
107

de ruptura de Schmitt, sin que ello signifique que el jurista caiga presa de la misma
crítica que él hace al romanticismo.

Tal como lo desarrolla Ellen Kennedy en su ensayo “Politische Expressionismus: die


Kulturkritischen und Metaphysischen Ursprünge des Begriffs des Politischen von Carl
Schmitt”, Schmitt estaría bastante familiarizado con el círculo expresionista alrededor
del poeta Däubler. Sobre Cezanne, Däubler dice que “es la última profundización en la
realidad, a través de la cual ésta adquiere una dimensión metafísica y estilo… El estilo
[del pintor] es una maravilla desatendida… sólo estilo, nunca generalidad decorativa”
(Däubler en Kennedy, 1986, 247). Las ideas de este movimiento artístico serían afines
al concepto schmittiano de lo político en que este necesita una intensificacion del
cuestionamiento moral congruente con una “profundización en la realidad” depurada de
toda “generalidad decorativa”. Claro está, decir que la idea schmittiana de lo político
tiene su fundamento en esta conciencia estética, como lo sugiere Kennedy, sería
desconocer los fundamentos jurídicos y teológicos de la misma. Sin embargo, ello no
niega que se pueda afirmar una cierta conciencia de lo estético como un acompañante
hasta cierto punto necesario de la idea schmittiana de lo político construida alrededor de
la decisión. Lo mismo vale para el aprecio que tiene Schmitt sobre la forma trágica. A
partir de la edición de Hellingrath, y en contra de la “máscara de Goethe” como
representante del apogeo de la burguesía, Hölderlin se convierte para el jurista en un
poeta que conlleva una conciencia nacional alemana, adecuada a los tiempos de crisis
de su época. Así lo dice en 1948, recordando el valor del poeta en el contexto de sus
años juveniles: “„Jugend ohne Goethe‟, das war für uns seit 1910 in concreto Jugend mit
Hölderlin, d.h. der Übergang von optimistisch-ironisch-neutralisierenden Genialismus
zum pesimistisch-aktiven-tragischen Genialismus…” (Schmitt en Mehring, 2009, 49).
Por su parte, en el ensayo de 1956 “Hamlet o Hécuba, la irrupción del tiempo histórico
en el drama” Schmitt hace una distinción entre estética y política, no como la distinción
entre ficción y realidad, sino entre estetización y una forma de ficción que provoca el
reconocimiento de la seriedad de la acción trágica. Con respecto a la indecisión de
Hamlet, la representación de “La ratonera” dentro de la representación le hace al héroe
contrastar la emergencia de su situación para azuzar la conciencia de venganza, con los
sollozos de Hécuba, que despiertan en el público sentimientos románticos proclives a la
108

indecisión. Hécuba sería la parte de la tragedia que constituiría una recepción


meramente estética de la misma: “Hamlet se sirve de esa experiencia para hacerse
intensos autorreproches, recordar su propia situación y dar impulso a su actividad y al
cumplimiento de su misión de venganza” (Schmitt, 1993, 30). En estas experiencias
estéticas la ficción puede hacer parte de la emergencia de la toma de una decisión y de
la ruptura con un esteticismo como el romántico, proclive a la irresponsabilidad11.

A nivel metodológico, además, en una comparación entre las maneras en que Schmitt y
Benjamin leyeron el romanticismo, y su relación con los propios conceptos de política
que cada uno tiene en su pensamiento juvenil, es inaplicable pensar la teología política
del primero en términos de la denuncia de la estetización de lo político del segundo.
Como se vio, en 1919 Benjamin todavía no piensa en una estética heterónoma, según la
cual el mundo artístico obedece a procesos sociales más amplios que ponen en cuestión
su autonomía. Más aún: en su libro sobre el romanticismo Benjamin es un idealista,
pues concibe para sí mismo, en la ropa de las teorías románticas, la obra de arte en su
dependencia exclusiva de la idea del arte, al margen de toda consideración moral o
subjetiva. También es cierto, del otro lado, que la estética romántica conlleva para
Benjamin un pensamiento del tiempo histórico en virtud de los principios teológicos
inherentes a la estética de la pura forma. En ello se juega la idea de una trascendencia
que se vuelque sobre el mundo profano para dejar que los objetos caducos se restituyan
en su autonomía, a través de la destrucción de la ilusión de totalidad de la obra y de la
significación de lo mundano con base en un más allá. En este punto, lo que se juega no
es tanto la crítica a la estetización de la política cuanto la interpretación en torno a la
noción de autonomía del arte en su relación con lo político. No se trata de una
interpretación tan dispar, si se tiene en cuenta que ambos critican cierta noción de
autonomía.

En este sentido, Benjamin y Schmitt conciben el romanticismo como una conciencia


estética que demanda autonomía, si este concepto es entendido como independencia con

11
Igualmente, en su ensayo “Pluralismo estético”, Villacañas señala con respecto a Metrópolis de Fritz
Lang, que Schmitt valoró en su momento el cine como una instancia poderosa que tenía el poer de
producir Gestalt, en el caso de esta película, en la figura de la comunidad que surge por contraposición a
la figura del proletario.
109

respecto a la moral. Este criterio de autonomía satisface ambos acercamientos, aun


cuando el conjunto de sus implicaciones sea distinto. Ambos autores están de acuerdo
en que el romanticismo exige auto-determinar su conciencia estética en base a una cierta
independencia con respecto a la realidad histórica en su contingencia. Igualmente, para
ambos autores, la autonomía estética romántica es expansiva, pues mezcla unificando
los diversos ámbitos de la existencia. Esto resulta criticable para Schmitt, porque dicha
expansión neutraliza lo político por vía de la indiferenciación estética, mientras para
Benjamin la expansión toma parte del proyecto de configurar una obra de arte absoluta,
que se cumple en la idea teleológica de humanidad. Más aún, la manera en que Schmitt
desentraña el conjunto de efectos políticos de la novela infinita, ejemplarizada en la idea
de Estado como obra de arte, comparte con Benjamin igualmente la caracterización que
este hace de la novela tanto como la exigencia romántica de hacer de lo absoluto una
obra de arte que en su mayor universalidad sea al tiempo el individuo más
perfectamente delimitado. Por cuenta de esta coincidencia es necesario resaltar también
la similitud en la crítica que ambos hacen al modo en que Schlegel y Novalis utilizan su
terminología característica. En ambos casos esta es descrita como una fraseología en la
que se entremezclan conceptos de ámbitos heterogéneos, con lo cual cada término es
incorporado como parte de una gran obra en construcción. El significado de dichos
conceptos adquiere así la dimensión de una “intuición no intuible del sistema” o de una
“lírica musical”, de tal manera que la relación entre discurso e intuición se pone al
servicio de la totalización. En este punto, los autores muestran su convergencia en una
crítica al inmanentismo, a la lógica de apropiación estética de sentido, que está al
servicio de los diversos procesos de sustitución de referentes sagrados por elementos del
mundo profano. El romanticismo expresa tanto el punto de vista de la tecnicidad y su
promesa de construcción de un paraíso en la tierra, como el interés de apropiación total
del sentido de la humanidad, ante la cual se borra toda diferencia: es la puesta en obra
de lo absoluto en su ser traído de manera negativa y expansiva a la vez.

Sin embargo, mientras Schmitt critica radicalmente la autonomía de la estética porque


ella sólo conlleva a la irresponsabilidad generalizada, Benjamin critica sólo aquella
parte de la autonomía que para él alberga componentes míticos, pero concibe también
una forma de autonomía estética que tiene efectos políticos afines a su idea mesiánica
110

de redención del mundo profano. La presuposición de fondo de esta divergencia


consiste en que para Schmitt el romanticismo no puede ser portador de un verdadero
mito, de la energía política o del ficcionamiento necesario para producir una verdadera
Gestalt: la música romántica no es suficiente para una asociación duradera de la
comunidad12. Por su parte, si Benjamin quiere rescatar al romanticismo de la tradición
de la Lebensphilosophie es porque él piensa que el romanticismo tiene algunos
elementos que propician su entrecruzamiento con el mito. La diferencia en torno a esta
manera de valorar la autonomía estética del romanticismo es visible en la manera como
cada autor trata 2 de las figuras más importantes del credo estético romántico: la novela
y la ironía. Con respecto a estas figuras cada autor encuentra una posición distinta
frente al mito, que se convierte en un fuerte punto de divergencia.

1.a. La novela y la ironía románticas en Benjamin

Si bien Benjamin critica la novela porque esta conlleva la pretensión sistemática de


absolutez de los románticos, el momento negativo de la crítica en que la ilusión de la
obra es reducida a la reflexión sobria sobre sus modos de representación conlleva un
momento mesiánico. Benjamin había dicho que la infinitud pensada por los románticos
era una infinitud colmada, y la novela es la expresión formal de dicha infinitud. Como
se mostró, la novela conlleva la estructura de la mediación de la inmediatez reiterada, de
la que se deriva una cierta forma de repetición capaz de suspender una y otra vez el
proyecto de una obra por cumplirse, de unificar toda diferencia en la absoluta
individualidad totalmente delimitada por todo lado. El tiempo mesiánico es la constante
apertura a lo nuevo desde una infinidad de ángulos, gracias a la ruptura con el
continuum que permite un infinito nuevo comienzo, un “otra vez” eterno. Por ello
Schlegel dice que la novela es una naturaleza que se contempla a sí misma desde
infinitos ángulos, cada vez en nuevas consideraciones, posibles gracias a la reiteración
de la inmediatez. Con la novela como género que puede convertir en infinito un punto

12
Para Villcañas, la falta de un análisis de los nacientes fenómenos de masas habría enceguecido a
Schmmit frente a la posibilidad de ver un auténtico romanticismo político en marcha: “El verdadero
romanticismo político se dará cuando aquél diseño de una omnipotencia del hombre total encuentre la
verosimilitud política de unas masas dispuestas a entregar fidelidad a cambio de disponer de un
sentimiento de plenitud psíquica, centradas en sus garantías de seguridad, de identidad y de certeza. Hoy
sabemos que esa era la borrachera que hace llevadera la soledad, el terror y la muerte” (Villacañas, 2008,
76)
111

determinado de la realidad, gracias a su propia estructura reflexiva, Benjamin piensa


mesiánicamente en un “presente del infinito devenir”. Como lo afirma Robert Gibbs en
su ensayo sobre la filosofía mesiánica benjaminiana de la historia, “al sobreponer
círculos sobre círculos, o círculos dentro de círculos, se comienza a interrumpir la
narrativa misma del círculo” (Gibbs, 198). Más allá de un simple juego de palabras,
esto quiere decir que Benjamin piensa la interrupción del concepto mítico de repetición
como destino, en otra suerte de repetición en la cual los mismos elementos que
pertenecen a la narrativa mítica son incorporados en la estructura temporal que
Benjamin ve perteneciente a la novela, y que Schmitt conceptualizó de una manera muy
concreta, como la estructura de la “ciclización y la puntualización”. Esta idea de
Benjamin puede ser rastreada en su ensayo sobre Proust de 1929, en el cual los
elementos más deformes y banales contenidos en de la cotidianidad revelan instantes de
infinitud, a través del juego con la memoria involuntaria. De otra parte, como suelo
creativo de la novela, la prosa es el “punto de indiferencia” a partir del cual los objetos
del mundo son restituidos en su autonomía, y sacados de su condición de meros entes
sensibles inferiores a lo inteligible. Por ello, la idea hegeliana de una trascendencia que
se ve traicionada a sí misma en la caducidad es congruente con la idea de prosa
benjaminiana.

Benjamin entiende la autonomía romántica en su dependencia exclusiva de la idea de


arte como una cualidad de su objetividad. Por esta se entiende la propia legalidad de la
obra inherente a su forma presentacional, puesta como autolimitación de la reflexión.
La ironía formal u objetiva es un punto en el que Benjamin trata de mostrar que el arte
quiere decir algo que no es del orden de la intencionalidad subjetiva, esto es, del
creador. Esta idea de objetividad pone en problemas a Benjamin, pues la obra de arte
parece quedar dotada de una intencionalidad propia, lo cual sale a relucir en el momento
en que la ironía ejerce la destrucción de la obra, esto es, la auto-destrucción, de manera
“voluntaria”. Esto es, Benjamin muestra una manera en que la forma de la obra ya no
depende del autor empírico, pero en una formulación como esta todavía piensa en un
sentido de subjetividad, si bien distinto al yo individual. Esto no obstante, la forma de
significación de la alegoría, en la cual esta es llevada a un punto cero de significación,
es una manera de pensar cómo la subjetividad, incluso a nivel de la obra, se redime al
112

saberse como especulación vacía y ficción puesta por mor del saber. La alegoría
conlleva un momento de salvación de la subjetividad, esto es, de trascendencia del
orden meramente subjetivo, para mostrarse ella misma como significante que expresa la
caducidad histórica. Como expresión de lo transitorio, la alegoría conlleva la
posibilidad de una continuo redescubrimiento de la historia en los fragmentos más
envilecidos de experiencia. La ironía formal, a través de su analogía con la forma
alegórica de significación, demuestra que el romanticismo no es subjetivismo, sino una
bien entramada teoría de la reflexión, que incorpora el momento destructivo de la
ilusión de la obra como interrupción de un saber por fuera del nombre, de una ilusión
propia anclada en la idea de que todo tiene un significado absoluto, estable, pre-dado.

1.b. La novela y la ironía románticas en Schmitt

Sin embargo, mientras Benjamin ve en la teoría romántica de la novela una forma de


liberación mesiánica del tiempo y de lo profano, Schmitt no ve en ella más que una
ilusión fabulosa. En relación con Schaftesbury, la novela resulta una confusión entre los
ámbitos de la trascendencia y la inmanencia. La idea benjaminiana de una redención a
través de los pliegues del mundo profano, que albergan en la interrupción del continuum
instantes de infinitud, corresponde más bien a la romantización del concepto de historia
de Bonald, con la cual los románticos pretenden encubrir su pasividad. La novela
incorpora los objetos prosaicos del mundo para liberarlos de las redes del lenguaje
referencial hacia el infinito, lo cual significa des-sustantivar la realidad cósica, y con
ello, fomentar la indistinción entre lo justo y lo injusto. Como la realidad tiene
tensiones y una necesidad objetiva que no se reduce a la creación arbitraria subjetiva,
negarla implica ya un primer y gran paso hacia la irresponsabilidad y la negación a
actuar conforme a principios. No se deduce de allí que Schmitt defienda una ontología
en cuanto “realidad dura” (Cf. Ramírez), sino que se resalta que la conversión del
mundo en ocasión es el primer gran paso en la caída en el subjetivismo estético y en “el
comienzo de la novela infinita”. Todo objeto incorporado a la novela, en la que
ciertamente sufre una forma de extrañamiento al ser mostrado en facetas desconocidas y
novedosas, importa sólo en tanto es interesante. De allí que los objetos puedan ser
intercambiables entre sí, y esta es una suerte de indiferencia del romántico hacia todo
113

contenido, en virtud de la cual él extiende la lógica de la irresponsabilidad del ámbito


estético a los demás ámbitos privatizados por vía de esa misma indiferencia. Lejos de
conllevar una mesiánica liberación del mundo profano, la indiferencia termina en
sumisión a decisiones ajenas.

Para Schmitt toda manifestación espiritual romántica es una forma degenerada de


subjetivismo, ilustrada precisamente con algunos apartes en los cuales los románticos
hablan acerca de la ironía. Al estilo de Kierkegaard, y en consonancia con Benjamin,
para Schmitt la ironía no es sólo una cuestión de un modo de significación en la que un
sentido figurado dice exactamente lo contrario a lo enunciado literalmente. Ella
conlleva una postura ante la vida, que está enraizada igualmente en una actitud secular
en la cual la divinidad ha sido reemplazada por el yo absolutamente creador. La ironía,
para Schmitt, es un juego arbitrario con los materiales que la realidad ofrece al artista, y
al tiempo, una manera de enfrentar entre sí varias realidades con el fin de neutralizar su
necesidad y su objetividad. Su intención consiste en ayudar a prevalecer el
ocasionalismo subjetivado a pesar de las contradicciones en las que entra el romántico
frente al mundo.

Las anteriores consideraciones sobre el romanticismo, sin embargo, no son importantes


por ellas mismas como divergencia en torno a distintos puntos de vista sobre un asunto
meramente estético. Ante todo, en estas lecturas se juega una consideración más
determinante para el pensamiento de cada autor, a saber, los resortes teológicos en los
que anida su concepción de política. La teología de cada autor se deja perfilar de
manera más clara en la relación entre lo trascendente y lo inmanente en cada uno de
ellos.

2. La relación entre teología política y mito en los autores

La representación más general y común que puede hacerse sobre cada una de las formas
en las que Schmitt y Benjamin piensan la relación entre lo trascendente y lo inmanente
puede ponerse en términos de ausencia/ presencia de la Representación. Como se vio
con respecto a Schmitt, para este autor es posible y necesario pensar la relación
mencionada bajo los términos de una estructura cristológica. La redención o la manera
114

en que el mundo inmanente es reconducido nuevamente al orden suceden en la medida


en que existe una intervención de lo alto en lo bajo; de lo que se encuentra afuera del
decurso histórico y lo interrumpe para hacer de ese afuera algo interno a dicho decurso.
Esta intervención es la del soberano, quien alumbra la historia como un continuum que
está más allá de la simple repetición mecánica, del tiempo lineal centrado en la noción
del progreso y, en general, de las utopías ilustradas y liberales que piensan en la
construcción de un paraíso en la tierra a través de la discusión. En analogía con el
milagro en el cual Dios suspende las leyes fenoménicas para intervenir directamente en
ella con su propia mano para reconducirla a orden, el soberano suspende la legalidad
vigente y en el estado de excepción interviene directamente para reconducir al orden
una época signada por el liberalismo, el anarquismo y el pensamiento económico-
técnico. Schmitt querría que la Representación soberana obtuviera una dignidad que en
su época sólo es vigente para el caso del papa como representante de Cristo. Esto no
obstante, su paulatino despego de la idea según la cual el Estado puede adquirir dicha
virtud hace que Schmitt piense la relación entre trascendencia e inmanencia en un doble
movimiento, que va a problematizar su idea de Representación: no sólo se interesa por
mirar cómo el soberano es el representante de lo alto en lo bajo, sino que, a su vez se
interesa por mirar cómo desde abajo hacia arriba también hay un movimiento que sirve
para cubrir los vacíos que deja la crisis de legitimidad del Estado moderno. Con ello,
Schmitt apela al mito, esto es, a la contraposición de fuerzas cuyo desenvolvimiento se
daría en un continuum histórico y que no se podrían captar ni por medio de un método
positivista de historizar ni menos en el breve plazo de un presente seguro de sí mismo o,
por decirlo así, que sucumbe ante la ilusión de una eterna paz.

Ese doble movimiento sigue siendo aún cristológico, pues el Dios hecho hombre
significa también la divinidad que pacta con las potencias mundanas, pues sólo al
afrontarlas y superar las pruebas que llevarían a confundir el cielo con la tierra, puede
cumplir con su acometido de redención. En tal sentido, como dice Villacañas, “la
violencia del mito siempre habría de aspirar, por su telos inmanente hacia el espíritu, a
fundar un derecho nuevo. Ésa era su creencia metafísica más básica y al parecer se
quedó sólo defendiéndola en medio de los asesinos” (2008, 24). Esta indicación de
Villacañas es importante, puesto que indica el motivo en que se funda el compromiso de
115

Schmitt con el nazismo, pero de manera más amplia, el lugar que el mito ocupa en su
teología política. Y más allá, en términos del propio Villacañas sirve para colocar un
primer punto de comparación entre Schmitt y Benjamin a nivel del sustrato teológico
oculto en el fondo de sus respectivas lecturas sobre el romanticismo. Esto, porque para
este último autor, al derivar su pensamiento –de manera innovadora- de ciertas
tradiciones judaicas radicales, niega tanto el Cristo como toda forma de Representación
de lo alto en lo bajo. No es sino ver el primer párrafo del llamado “Fragmento teológico
político” –escrito, según Scholem, entre 1919 y 1921- para sostener lo anterior:

Solo el Mesías consuma todo suceder histórico, y en el sentido precisamente de


crear, redimir, consumar su relación para con lo mesiánico. Erst der
Messiasselbstvollendetalleshistorischesgeschehen, und zwar in dem Sinne, das
erdessenBeziehung auf das Messianischeselbstersterlöst, vollendetschafft.Esto es,
que nada histórico puede pretender referirse a lo mesiánico por sí mismo.
Darumkannnichtshistorisches von sich aus sich auf
Messianishesbeziehenwollen.El Reino de Dios no es el telos de la dynamis
histórica; no puede ser propuesto aquél como meta de ésta. Visto históricamente
no es meta, sino final. Así, el orden de lo profano no puede ser construido sobre el
Reino de Dios; la teocracia, entonces, no tiene significado político sino religioso…
(Benjamin en Jacobson, 2003, 20).
Al negar la Representación, o lo que es lo mismo, cualquier significado político de la
teocracia, Benjamin niega al mismo tiempo, por lo menos desde sus premisas fundantes,
la necesidad de un pacto con el mito con el fin de producir orden. Pues este orden, que
es el de la ley, para Benjamin no es más que otra forma de mito. Mientras Schmitt
querría que el orden resultante del estado de excepción no fuese la ley de quién se
impuso a través de la violencia o de la violencia perpetuándose a sí misma a través de la
fundación y la transgresión de la ley, Benjamin pretende hacer ver que este acto de
nueva fundación no es la superación de un desorden a través de la intervención de lo
trascendente, sino la conservación del mito. Y en tal sentido, la intervención del
soberano, si esta se considera desde el punto de vista de su función conservadora -en
tanto siempre tiende a estabilizar y conservar el tiempo histórico evitando que este se
convierta a una catarata en la que nada se puede salvar- sería ante Benjamin justamente
poco trascendente. Pues el soberano formaría parte de una procesión temporal de ruinas
y en nada se diferenciaría de dicha procesión. Como tal, no sería representante del cielo
en la tierra, sino de la historia. Y ello cambia el sentido tanto del concepto mismo de
116

soberanía como de estado de excepción. Pues dicho estado no sería para Benjamin lo
excepcional con respecto a la historia, sino el punto en el cual la historia caída, sujeta a
culpa, encuentra su punto de auto-perpetuación; el punto excepcional debido al cual la
historia en sentido retributivo siempre es la historia sujeta a deuda que es. El estado de
excepción permite que el afuera de la ley se vuelva interno, operación en la cual el
tiempo adquiere una consistencia, un carácter duradero que le confiere su estabilidad
frente al caos. Y en tal sentido, la función del soberano es contener el tiempo, agrupar
una y otra vez, y tensionar las partes para configurar un todo, antes de que el todo vuele
o estalle bajo una anarquista y fatal explosión del tiempo que Villacañas, con respecto a
la doctrina del Katechon (y en referencia a Benjamin) describe como la experiencia de
una catarata que devora todo cuanto tiene consistencia en él. como se ve, Benjamin no
teme esta explosión: la exige, pues sólo ella es capaz de hacer estallar el mecanismo de
la repetición mítica y de reorganizar el tiempo histórico sin otra jerarquización formal y
exterior que el mismo “ritmo” de su expansión. Si el término “ritmo” adquiere una gran
importancia en sus escritos juveniles (ya sea “ritmo romántico” o el “ritmo de la
naturaleza mesiánica” en su pasar eterno) es porque este es el eco vivificador del acto
originario de la creación, en el cual la constricción de la ley y los tabúes hechos
necesarios tras la caída son destruidas para dar paso a una auto-determinación de la
forma. En tal sentido, la autonomía de la obra artística romántica, para Benjamin, es
una metáfora del ritmo creador (que, así es como se define la prosa en la disertación)
que, carente de toda constricción formal exterior y a su vez de toda genialidad subjetiva,
encuentra en su propia expansión y contracción anárquicas (teoría de la novela) el
tiempo mesiánico del infinito cumplimiento. Para este no puede ser posible el estado de
excepción, pues es la forma de evitarlo a través de los infinitos nuevos comienzos
carentes de finalidad.

Es nuevamente Villacañas quien ha puesto de relieve una forma de conceptualizar la


comparación en términos de la relación entre una teología política y el mito:

Benjamin, parapetado en la trascendencia radical, confiesa a un Dios que no sabe


de provisionalidades ni de paréntesis de la violencia del mundo, ni de esa falsa
trascendencia del mito que se levanta sobre sus espaldas y que transforma la
violencia en derecho. El suyo es un Dios que mira indiferente el orden natural de
mediaciones de la inmanencia, en tanto que siempre brota de la sangre de los
117

inocentes. Para Schmitt, católico, sólo existe la Tierra consagrada por el Dios-
Hijo, y entonces la acción política, si ya no goza del orden sagrado del derecho,
tiene que describir un pacto con la mitología política y su pluralismo, con la
desnuda vida de la tierra caída, como única posibilidad de reconstruir la teología
política de un derecho futuro más allá del conflicto inmediato y bárbaro. (2008,
22).
En el mismo libro, Villacañas tiene una formulación que concreta lo hasta ahora dicho
en torno a la comparación entre los dos autores, y que pone la perspectiva a partir de la
cual se pretende retomar la lectura sobre el romanticismo en ambos autores, para aportar
al entendimiento de su relación. Al referirse lo que dice el anarquismo sobre la
redención histórica, desde la perspectiva schmittiana, Villacañas dice lo siguiente:

[Para el anarquismo] no es preciso pues la intervención del soberano para crear


orden jurídico, sino una acción emancipadora más bien en el sentido de Benjamin,
que destruya todo derecho, y produzca el verdadero estado de excepción
definitivo. Entonces en el tiempo se tendrá lo que, para Schmitt, sólo puede
emerger tras el tiempo.
Esta proyección al tiempo de lo que sólo puede existir tras el fin final de todas las
cosas, la existencia de un mundo reconciliado con su telos perfecto, constituye la
confusión más profunda del anarquismo, que abandona así la diferencia entre
trascendencia e inmanencia (2008, 119).
Aquello que se juega en torno a las lecturas sobre el romanticismo consiste en la manera
en que se puede entender el contrapunto entre ambas formas de pensar una teología
política (sea esta positiva o negativa) como una forma de temporalidad histórica. Y el
contrapunto se puede formular con una disyuntiva: 1. O se acepta la idea de una
soberanía fundada en una teología, o existe sólo una entrega a una radical inmanencia
en la cual toda utopía por una liberación “final” (del derecho, del Estado, de la Iglesia)
no es más que un espejismo funcional a la secularización; al hacer inmanente lo
trascendente en el sentido de confundir ambos respectos y tomar lo que es del orden del
infierno lo que es del orden del cielo. 2. O se niega toda forma de relación entre lo
trascendente y lo inmanente a través de la idea de soberanía como Representante de lo
alto en lo bajo o se perpetúa a través del soberano la función conservadora de la historia,
que a través de la posición y ruptura de la ley conserva todo lo viviente bajo los
ordenamientos del mito y el peso de una historia en sentido retributivo.
118

En último término, se puede leer lo anterior como dos posiciones distintas en torno a la
relación entre lo trascendente y lo inmanente: la schmittiana apunta, a través de la
analogía con el milagro y la forma cristológica de la Representación, a pensar lo
trascendente como un descender de lo alto en lo bajo y un canalizar toda dualidad en lo
bajo, aprovechando el mito, para producir un derecho nuevo. La benjaminiana apunta a
una trascendentalización del tiempo inmanente que ante sus ojos resultaría más
trascendente que la trascendencia en forma cristológica, toda vez que ésta, y no la idea
de la destrucción de la ley, sería la verdadera confusión entre ambos planos. La idea de
representar lo sagrado en la tierra sería mítica por mor del dispositivo mismo de la
representación. Esto es, la teoría schmittiana de la Representación podría ser criticada
desde la teoría lingüística benjaminiana, en la cual el lenguaje representativo y
referencial siempre señala aquello que niega; o en términos de Agamben, excluye
aquello que incluye en el orden de la presuposición. En tal sentido, la Representación
soberana que corona el descenso de lo sagrado a la tierra puede operar perfectamente
como una violenta inversión de la relación entre imagen y mundo, una en la que el
mundo debe aspirar a convertirse en aquello que le dicta la imagen. Como tal imagen,
la del soberano sentado en su trono como defensor del orden que surge desde el caos del
mecanicismo y de una era carente de espíritu debido al pensamiento técnico-económico,
sería a su vez, en lo que hace a Benjamin, una figura más del mundo en su estado caído.
Ello se pone de relieve en el libro de 1924 sobre el drama barroco, en el cual el
representante schmittiano, no es para Benjamin el representante de Dios en la tierra,
sino del tiempo histórico. Y como tal, visto desde el punto de vista de una catastrófica
aceleración inarrestable de la tormenta del tiempo, es un representante que ya no puede
realizar su función de contener y agrupar, sino que, como una criatura entre las demás,
es arrastrado igualmente por esa tormenta de tiempo. Sin el ánimo de desarrollar el
contenido de este último libro más allá de los momentos en que se lo ha citado aquí para
esclarecer ideas de la tesis doctoral que merecen ser puestas en relación, esa tormenta
del tiempo es precisamente el contenido de verdad del Trauerspiel, al cual debe llegar la
crítica a través de su método inmanente. Una afirmación que no puede ser desarrollada
en lo siguiente, pero que sirve como contexto de lo anteriormente dicho: la forma
119

Trauerspiel contiene una manera de la repetición que sigue de cerca la propia de la


teoría romántica de la novela.

2.a. Posible crítica de Schmitt a Benjamin

Si se toma la perspectiva de la primera forma de plantear la disyuntiva, esto es, la


schmittiana, entonces Benjamin bien podría caer en la lupa de la crítica de Schmit al
anarquismo, tal como aparece en su Teología política I. Y es que en manos de
Benjamin las ideas estéticas del romanticismo se convierten en un anarquismo místico,
que debe irrumpir toda constricción de significado propio del juicio como palabra caída,
en la idea de prosa. No se trata ciertamente del mismo anarquismo de Bakunin o de
Sorel, los 2 autores preferidos de Benjamin en materia política en su juventud, pero este
autor comparte aquella cualidad que siempre irritó a Schmitt al extremo, a saber, la
negativa a cualquier forma de Representación y el proyecto de conquistar un paraíso en
la inmanencia que se ordena a sí misma. Este proyecto puede resultar en una forma de
abandono al inmanentismo, pues una vez suprimida la decisión, sólo habría un orden
que confunde lo trascendente con el mundo en su contingencia, visto desde una
apreciación estetizante. Ello se vería claro en la idea de prosa, tal como la trata
Benjamin. Esta puede entenderse como libertad con respecto a las reglas métricas
propias de la poesía, esto es, como libre formalismo que permite el cumplimiento
mesiánico del mundo, y a su vez como discurso del uso corriente. Lo más sagrado se
identificaría así, por medio de una consideración estética, con lo profano. La refutación
que Schmitt hace a los anarquistas sirve aquí para refutar a su vez a Benjamin:

Cualquier pretensión de decidir es mala para el anarquista, porque lo correcto se da


por sí solo si la inmanencia de la vida no es perturbada por tales pretensiones. En
realidad esta antítesis radical obliga al anarquista a decidirse resueltamente en
contra de la decisión… en el caso del anarquista más grande del siglo XIX,
Bakunin, se da la extraña paradoja de que en el ámbito teórico se convirtió en el
teólogo de la anti-teología; y en el práctico, en el dictador de una anti-dictadura…
(Teología Política I, 62)
En el fondo de la negativa anarquista a la decisión hay un deseo de trascender la
inmanencia, que auto-refuta su idea de que esta se ordene a sí misma, pues este deseo es
120

signo de que él reconoce de alguna forma la necesidad de la decisión. Más como la


decisión debe ser por sí misma lo malo, entonces la contradicción del anarquista
consiste en querer trascender el tiempo y negar la decisión destructora/creadora que le
permitiría hacerlo. En ello se vería reflejado el hecho de que para Benjamin sea
importante destruir la categoría de sujeto como forma de reconciliación con una
primitiva inmanencia que une a seres humanos y naturaleza, pero que al mismo tiempo
hable de una “voluntad” de auto-aniquilamiento de la obra. Benjamin querría
contraponerse al decisionismo para liberar al mundo inmanente de cualquier
constricción exterior, y el sujeto es una de ellas, pero para ello considera que es
necesaria la decisión. La idea de una teleología en suspenso consistiría igualmente en
un coqueteo con la idea de intencionalidad propia del sujeto, a la cual se quiere engañar
con el mero hecho de ignorar deliberadamente una finalidad. Esto no obstante, la
segunda forma de plantear la disyuntiva, la de Benjamin, conlleva también un
aprovechamiento del romanticismo en aras de una crítica a la teología política
schmittiana.

Schmitt contrapone el mito al romanticismo y, en términos generales, al pensamiento


económico técnico. El mito es sinónimo de enervación de la energía política del sujeto,
gracias a la cual este puede hacerse sujeto de la decisión. Tiene la función de un
despertar del letargo de la neutralización, producida por la indistinción de criterios de
valoración. En un sentido más amplio, frente a la teoría de la soberanía, el mito resulta
imprescindible al momento en que el Estado y toda instancia de mediación entre lo
trascendente y lo inmanente pierden efectividad política, debido al avance de la
secularización. Como lo señala Villacañas, la apelación schmittiana al mito se hace más
fuerte en el momento en el cual fracasa su intención de transferir la dignidad de la
Representación de la que todavía es capaz la iglesia a la forma Estado. Cuando el
Estado se encuentra bastante instrumentalizado como un mecanismo regulador de las
relaciones entre los seres humanos, proceso que habría iniciado con Hobbes, entonces
este ya no puede ser un sujeto mediador. Ello no anula la necesidad de la soberanía,
pero esta ya no puede recibir su dignidad como Representante de lo alto en lo bajo, sino
en la potencia de producción de Gestalt del mito. Para Villacañas, “Schmitt en realidad
mantuvo las dos vías (soberanía y mito) como si no hubiera contradicción en ellas: la de
121

un soberano basado en el derecho y la de una hostilidad constituyente de nuevos sujetos


políticamente activos” (Poder y conflicto, 153). Pero en tal sentido, el mito ya no es
una dimensión telúrica de la existencia humana, que no puede ser reducida por la razón
individual. Se convierte en una producción tecnológica más con fines políticos. En su
estudio sobre la forma en que Schmitt caracteriza dramáticamente el presente con miras
a mostrar la crisis de su Weimar, MacCormick recoge algunos términos utilizados por el
jurista en sus obras juveniles. El espíritu que anima la tecnología y el pensamiento
liberal son llamados con distintos adjetivos: “maldadosa”, “demoniaca”, “terrorífica”,
“fantástica”, “satánica”; y también, con los sustantivos como “Anti-cristo”, “mal” y
“bien”, entre otros. (Carl Schmitt´s Critique, 88). Para MacCormick, el lenguaje de
Schmitt pone de relieven un problema: “El asunto que sobresale no consiste en saber si,
en último término, la tecnología está entendida correctamente identificada como
demónica o divina…, sino si este lenguaje mitológico anti-Cristiano o pseudo-cristiano
que se genera [en Schmitt] a partir de la crítica de la tecnología es en sí mismo un
discurso políticamente peligroso” (85).

La idea del mito como capacidad de producción de Gestalt se deja entrever, en lo que
hace a la generación de una identidad histórica nacional y de una fuerza política que
llama a la movilización, en el dicho que Schmitt retoma del discurso de Mussolinni en
Nápoles en 1922: “nosotros hemos creado un mito, este mito es una creencia, un noble
entusiasmo; no necesita ser real, es un esforzarse y una esperanza, creencia y coraje.
Nuestro mito es la nación, la gran nación que queremos llevar a una realidad concreta
para nosotros” (Mussolinni citado en Kuhn, 72). Esta ficción que es el mito no es
ficción romántica, sino una que pone una realidad, pues es capaz de fundar un orden y
de movilizar las masas a la acción política sobre la base de una consideración
existencial y ontológica. En tal sentido, no contradice el realismo político al estilo de
Maquiavelo, sino que es parte de la intensidad con que debe concebirse el curso de las
cosas en la historia con el fin de producir una decisión, y así, una unión entre la idea y
lo real. El mito no es realidad, pero tampoco mera ficción, es la pérdida de efectividad
de estas distinciones frente a un proyecto más urgente: la creación de algo que debe
tomar figura. En tal sentido, sería pensable para Schmitt un arte politizador, tal como se
mostró más arriba en las breves referencias sobre el expresionismo, el cine y la tragedia.
122

Sin embargo, también podría preguntarse si el mito juega un papel en la


fundamentación del decisionismo, a nivel de una ontología, o si este es sólo la
consecuencia de un pensamiento enfrentado a pensar el problema de la mediación en
tiempos de creciente secularización. En este punto, la crítica de Benjamin a cierta
interpretación del romanticismo, la propia de la Lebensphilosophie, podría dirigirse
igualmente a la categoría de sujeto soberano de excepción schmittianos. Dicha crítica
se realizaría por medio del rescate de una cierta autonomía de la conciencia estética
romántica, en la crítica al sujeto de la posición de Fichte, al éxtasis y al tiempo de la
retribución. La pregunta que pondría Benjamin a Schmitt en torno a la relación entre
autonomía estética y política consiste en saber si la estética también puede conllevar una
forma de pensar la política, alejada de los elementos clásicos de la metafísica, tales
como la categoría de sujeto y de excepción, y centrada más bien en una preocupación
por interrumpir la potencia configuradora del mito,a través del lenguaje puro [idea de
prosa] y la exigencia de una nueva experiencia del tiempo histórico.

2.b. Posible crítica de Benjamin a Schmitt

Como se vio en el primer capítulo, aquello que Benjamin piensa que es necesario
interrumpir con el fin de dar cabida a un verdadero tiempo histórico es precisamente la
historia en sentido retributivo. Y esta historia es mito. Lo que el mito significa para
Benjamin varía de texto en texto, pero en la disertación y el conjunto de textos
explorados en este trabajo, directamente relacionados con la disertación, podría
entenderse en varios sentidos: a. orden de la palabra caída que inaugura una realidad y
un tiempo inauténticos, los cuales quedan custodiados bajo el derecho. En este sentido,
la palabra caída, esto es, el juicio, es en sí mismo el mito, dado su carácter auto-
referencial, violento y vacío; b) Éxtasis o estado fuera de sí (manía) en el cual el poeta
produciría obras inspiradas por los dioses, pero también, en analogía con una
concepción trágica de la historia contra la cual riñe Benjamin, un “fuera de sí” proclive
a la efusión de ánimos en los que el sujeto entra en la inmediatez del mito. Ya se trate
de la cólera, del orgullo, de la manía o de la locura, estos estados –que para la época
eran ensalzados por la “Lebensphilosophie” como una forma auténtica de acercamiento
a la realidad- constituyen para Benjamin un peligroso coqueteo con una naturaleza
123

violenta. En qué medida el éxtasis tiene relación con el tiempo del destino y la ley es
algo que puede escaparse a esta exégesis, pero ya en el aparte dedicado a la presencia de
Hölderlin en la disertación se indicó que el éxtasis es preferentemente una forma de
manifestación inmediata de violencia gracias a la cual se trasgrede una ley, por lo cual
el viviente debe ser castigado y sujeto a la culpa. De otra parte, el éxtasis tiene que ver
con el entusiasmo desmedido desde el cual puede ser hecha una identificación, tal como
puede suscitarla la interpretación “dionisiaca” de Hölderlin en cuanto al descubrimiento
de una Alemania secreta. En esta interpretación “éxtasis” consiste también en cierta
forma de “ilusión”, en cierta mistificación de la obra de arte a la cual se le asignan
valores culticos que pueden favorecer una tal identificación. Por ello, Benjamin
contrapone al éxtasis el orden de lo “sobrio”. Así pues, en la disertación, la interrupción
marcada con las palabras “prosa”, “sobriedad”, y en el ensayo sobre Hölderlin,
“cesura”, lo es el orden de la representación en cuanto juicio o palabra caída y del
éxtasis.

Para Benjamin la prosa (y la sobriedad, como su designación metafórica) no es una


realidad última y trascendente que cobra forma en una obra individual, sino una forma
en que el incremento extático de la reflexión sufre una interrupción que arruina su
apariencia de totalidad (del pensamiento que se identifica con lo absoluto y de la obra).
Tal interrupción toma la forma de una creación a partir de la nada, tal como lo señala
Duttmann, pues esta no es producto de un progreso histórico que presuponga una
dirección que, en general, esté dada por la presuposición: “debe ser pensada como una
pura interrupción, como una interrupción sin resto, desde que la idea misma no puede
ser presupuesta… la pura interrupción escapa absolutamente a lo que ella interrumpe,
no prepara nada y no es precedida por nada” (Düttmann en Agamben, 21). La
interrupción en sentido benjaminiano guarda una relación paradójica de semejanza con
el decisionismo schmittiano, pues en él el resultado de la decisión en cuanto orden
concreto de derecho no se sigue de las premisas o de la normatividad vigente, sino del
acto absoluto, casi que fichteano, de poner ese mismo orden. No es precedida por nada.
Pero mientras en Benjamin esta interrupción tiene la función de desarticular la idea de
sujeto y su habla, pues estos son el orden de la presuposición como acto mimético
fundamental de toda oposición y de toda posición de opuestos como pueden serlo lo
124

legal y lo ilegal, lo bueno y lo malo, en Schmitt esta interrupción pone precisamente la


ley y, por decirlo así, termina de configurar al soberano mismo en tanto Representante.

En este sentido, a pesar del parecido cuya fuente descansa en un motivo de creación a
partir de la nada, propio de una tradición heterodoxa judeo cristiana, la diferencia entre
el valor de la interrupción reside en que la idea de prosa benjaminiana no sólo no está
precedida por nada, sino que no pone nada. No se funda en n orden concreto, pero
tampoco lo funda. Y esto dado el carácter anárquico de la idea de prosa, que resuena así
más tarde en una de sus tesis sobre la filosofía de la historia: “La idea de prosa coincide
con la idea mesiánica de una historia universal… el mundo de una total y por todos
lados delimitada actualidad… su lenguaje es prosa liberada que rompe con las
constricciones de la escritura” (Benjamin en Wohlfarth, 131). Wohlfarth se refiere a
este comentario: “de acuerdo con cierta versión „anarquista‟ del judaísmo mesiánico, el
mundo redimido será un lugar de „libre cumplimiento‟, liberado de los tabos que
surgieron con ocasión de la caída. Benjamin llama tal libertad „prosa‟… no hay
entonces nada menos „prosaico‟ que la concepción benjaminiana de prosa” (133). Para
resumir el punto, la idea de prosa que Benjamin descubre como motivo último del
concepto romántico de crítica en el romanticismo alemán constituye una forma de
ruptura con el orden de la presuposición y del éxtasis mítico, pero esta ruptura, si bien
sale de la nada, no pone un orden ni una jerarquía ni mucho menos un “faltante”
estructural, que es a lo que se refiere Düttmann con el “orden de la presuposición”.
Para recordarlo, la presuposición es el orden en el cual lo dicho por la palabra no está en
lo que hay que decir sobre lo que es por ser dicho sino que se encuentra presupuesto por
la palabra. Se trata de la manera en que la palabra queda excluida de sí misma, en sí
misma, o por decirlo de otra forma, se trata del lenguaje de la referencia en el que las
cosas referidas quedan como supuestas por la palabra misma, más no como la cosa
misma que debe salir al lenguaje como lo que ella es. La presuposición es el orden de
una exclusión de la cosa, que la incluye a su vez en el orden de un hablar impropio, esto
es, del habla que es llamada como provocación del juicio, el único pecado que conoce el
ser humano –y que, por lo tanto, es el pecado del espíritu lingüístico-. La idea de prosa
consiste en la interrupción de este orden del habla, y con ello, de la exclusión/inclusión
del mundo en el decir propio del lenguaje caído, referencial. En la prosa la palabra dice
125

lo que debe decir, sin excluir nada, pues ella dice la palabra misma. O para ponerlo en
términos de la teoría romántica de la reflexión, la prosa es del orden del Schweben, de
la vacilación o la hesitación gracias a la cual el orden del mundo es suspendido y se
mantiene en tal suspensión con el fin de complementarse constante e infinitamente.
Como se sugirió al final del primer capítulo, el Schweben o la “suspensión”, término
este que Benjamin utiliza a lo largo de la disertación varias veces con su análogo
“pausa”, es ante todo la forma en que se da una indecisión esencial, una vacilación que
es llevada hasta su último término, en el cual no hay ni presencia ni ausencia del Mesías
en la historia, sino el medio, para retomar una formulación de Agamben. La suspensión
y la indecisión propias de la prosa y del Schweben es el medio, o para decirlo de otra
forma, el lenguaje que comunica una comunicabilidad y gracias a ello puede reflejar el
mundo sin presuposición de un mundo anterior a él, sino en una continua progresión
(Progredibilität) cuya estructura es la de la novela. Bien puede decirse entonces, con
Villacañas, que la venia anarquista de Benjamin buscaría una redención en el tiempo y
no tras el tiempo, pero habría que agregar que se trata de una temporalidad que al estar
acompañada de la idea de prosa hace estallar las cadenas de la significación desde la
cual es posible la misma representación de un “en” y un “tras”. O más bien, el “en” de
la liberación en el tiempo es posible sólo si este tiempo hace que quede sin sentido el
“tras” del tiempo, que consistiría en un más allá de la historia y en las mediaciones
históricas de las cuales la teología política sería su pensamiento.

Otro punto de la posible crítica de Benjamin a Schmitt consiste en la interrupción del


éxtasis como dimensión cultica de la obra en la cual la subjetividad del artista es
pensada como modelo de toda subjetividad mítica, heroica, exaltada e identificada en
una inmediatez carente de reflexión con la imagen artística en su ilusión. Con esta
crítica, Benjamin quiere sustraer al romanticismo de sus interpretaciones vitalistas,
según las cuales este desata un conjunto de fuerzas ancestrales, gracias a las cuales el
ser humano puede tener una relación más íntima con la vida. El éxtasis, nuevamente
para ponerlo en términos del ensayo sobre Hölderlin, sería la manera en que el acto de
autoconfiguración del yo está dado por virtud de una inmediatez en la cual el sujeto está
presente para sí, de manera que su sentimiento inmediato de la vida brota de la
naturaleza en su sentido mítico: pura inmediatez en la que no es posible distinguir el
126

significado del significante, en la que la vida no está promediada por la “forma”. En este
punto podría haber una comparación entre el estado de entusiasmo propio del éxtasis y
la enervación de energía política propia del mito en Schmitt. Para Benjamin, la
exposición del sentimiento inmediato de la vida, en ausencia de la sobria reflexión,
conlleva un pathos dionisiaco que no sólo no devuelve a los modernos la unión efectiva
entre dioses y humanos, propia del mundo clásico griego, sino que los somete a un
destino. El entusiasmo o la desmesura es propicio a la hybris, definida en el ensayo
sobre Hölderlin como el darse figura a sí mismo. Cuando esta configuración brota de la
naturaleza, como entramado de fuerzas míticas, entonces pueden darse las condiciones
para que el mito produzca una Gestalt bajo la cual el viviente queda reducido a mera
vida. En lo que hace a la manera en que se podría comprender la idea de éxtasis en
relación a la enervación de energía psíquica propia del mito, Carl Löwith puede tener un
punto en su idea de un decisionismo romántico. Si el decisionismo no tiene más
contenido que el decidir mismo, y si este recae en el llamado a la guerra tras la
enervación de energía política que produce el mito, entonces dicha enervación es el
único contenido de la decisión. Bajo ella, el sujeto de la decisión sería un sujeto
indeterminado, pues su Lebensform no se deduciría de algún principio ontológico ni de
una forma particular de ser de una nación, sino que se reduciría a mera vida. El
sentimiento de amenaza sería tal para un sujeto indeterminado, para una nuda vida
dispuesta al sacrificio por mor de la decisión misma. La lectura de Löwith recuerda la
contraposición en la cual Benjamin se encontraba frente a los intérpretes de Hölderlin,
quieres querían sacralizar lo que no era más que un sentimiento entregado a las fuerzas
despóticas de la violencia mítica. Desde la lectura del poeta como portador de la voz de
una Alemania secreta, los integrantes del círculo de Georg apoyaban la guerra, y más
tarde Heidegger construyó lo que Lacoue-Labarth llama una “teología poética”13.

13
Para Lacoue-Labarth, la doctrina política de Heidegger encuentra su mejor expresión en sus
interpretaciones sobre la poesía de Hölderlin. En un curso sobre los himnos “Germania” y “El rin” en
1934, Heidegger dice: “el objetivo de este curso es recrear finalmente en nuestra existencia histórica un
espacio y un lugar para lo que es la poesía. Lo cual pasaría solamente cuando nosotros lleguemos a la
esfera del poder de una verdadera poesía y nos abramos a su efectividad. ¿Por qué el poeta elegido para
ello es Hölderlin?... 1) Hölderlin es el poeta de los poetas y de la poesía; 2) de lo cual se sigue que
Hölderlin es el poeta de los alemanes, y 3) desde que Hölderlin es esto en un sentido difícil y recóndito…,
él no ha devenido un poder en la historia de nuestro pueblo. Desde que él no es aún este poder, debe
devenir en él. Contribuir a ello es „político‟ en el más alto y propio sentido…)” (Heidegger en Lacoue-
127

3. Tiempo histórico y estética romántica

Estos puntos de des-encuentro alrededor de la lectura del romanticismo son importantes


como expresión de dos formas contrapuestas de pensar la relación entre lo inmanente y
lo trascendente. En este sentido, la diferencia de interpretación sobre el romanticismo
en ambos autores se da en su punto en común, a saber, la exigencia de pensar la
modernidad desde una teología. Así como para Schmitt los conceptos políticos son
conceptos teológicos secularizados, así mismo para Benjamin los conceptos estéticos
contienen una teología, que a su juicio, también tienen poder crítico hacia el presente, o
por decirlo así, también tienen a su manera su efectividad política. La diferencia, desde
este punto en común, puede concebirse si se representa la estructura teológica del
pensamiento de cada autor desde el esquema tripartita judeo-cristiano de Paraíso-caída y
redención.

Para Schmitt, el paraíso consiste en el orden en que reina la ley. La caída es una forma
de ruptura con ella y la redención, al menos en lo que este pensamiento tiene de
histórico, consiste en el volver al derecho superando la ilusión de eterna normalidad
propia del liberalismo, pero también del pensamiento inmanentista del anarquismo.
Para ello se necesita el estado de excepción sancionado por el soberano, en analogía con
la manera en que Dios interviene en el mundo en el milagro. En tal sentido, la

Labarth, 2002, 164). Para Lacoue-Labarth lo „político en el más alto y propio sentido” tomaría la forma
de una teología política, pues que la poesía de Hölderlin devenga un poder, como lo dice el mismo
Heidegger, depende de que se dé cabida a una nueva historia, “la historia que comienza con la lucha en la
cual se decidirá la huida o la llegada del dios” (Heidegger en Lacoue-Labarth, 2002, 165). Aquí Lacoue-
Labarth no quiere entrometerse en la relación entre Heidegger y la teología, sino que reduce este último
término a la idea de “discurso sobre lo divino”. De allí se deriva el sentido de la tarea asignada al curso
en 1934, en tanto que la tarea del pensar es la tarea de vérselas con la herencia de la poesía de Hölderlin
para preparar la llegada de los dioses. En este sentido, preparar el espacio en la historia de los alemanes
para que el poder de la poesía de Hölderlin sea efectivo es algo que está soportado en una “teología
poética”, pues el poeta habría expresado la radical experiencia de alejamiento del ser, así como una
misión por cumplir, que es una lucha, la cual es vista por Heidegger como un peligro, el mismo que él ve
en un frase de Hölderlin, “el lenguaje es el más peligroso de todos los bienes”, una amenaza del ser por el
ente. Ante esta amenaza es necesaria la cualidad del coraje, toda vez que una amenaza a nivel ontológico
es una amenaza a la existencia histórica, y de allí la responsabilidad y la misión asignada a la poesía. “El
entero comentario sobre la poesía de Hölderlin consiste en saber si los alemanes serán capaces o no de
entrar en la historia y de abrir una historia, la de convertirse en alemanes, justo como los griegos, con su
coraje sin precedentes del cual da testimonio la tragedia, devinieron griegos” (Lacoue-Labarth, 2002,
168). En esta teología poética el poeta deviene un héroe, una Gestalt que funda identidad gracias a su rol
mediador entre los dioses y los mortales, y muestra signos de la divinidad en medio del peligro.
128

metafísica de Schmitt consiste, en último término, en una representación de lo histórico


como conjunto de mediaciones entre lo mundano y lo divino, que tienen carácter
intermitente (Cf. Villacañas), cuyo propósito es retener el tiempo. La mediación puede
adquirir diversas formas, no una única sancionada por una idea eterna que reposa en sí
misma con independencia de las olas que marcan el ritmo impredecible del tiempo
histórico. En tal sentido, lo particular puede encontrar su conexión con lo divino en
distintas maneras. El soberano y su autoridad son esenciales, en último término, por la
voluntad de hacer durar el tiempo histórico, deteniendo lo más posible la llegada del
Anticristo, en la figura del eón que media entre lo alto y lo bajo. Ante la seriedad de la
tarea del soberano, en la que se juega nada menos que la conservación de la durabilidad
histórica misma, el romanticismo retoma emblemas y símbolos que parecen forjar un
cierto sentido de la tradición. Sin embargo, el romanticismo no puede ser
tradicionalismo en el sentido de los contrarrevolucionarios. A quien se deje llevar por
su música sólo puede ofrecer el sueño de la infinitud, que sólo es posible si se tiene
como presupuesto la idea de un orden garantizado que se convierte en la ilusión de una
eterna normalidad. El romanticismo, por tanto, resulta ahistórico. Aunque el romántico
tiene un sentido para el tiempo de la vivencia inmediata, pierde de vista la abstracción y
la decisión necesarias para tener una verdadera valoración del mundo. En lugar de ello,
le ruega a cada instante; ¡detente, tú eres muy bello!

Para Benjamin no hay necesidad de dilatar la llegada del Anticristo y de aguardar el


tiempo histórico con el fin de disponerlo para Dios en el juicio final. Y no la hay
porque, como se muestra en la novela y la idea de prosa, el mesías ya está: el continuum
normativizado de la historia no tiene que ser suspendido en la decisión para que este
albergue un contenido trascendente, pues a través de su propia interrupción lo cotidiano
se abre a la infinitud de la prosa. Y ello es entendible desde el punto de vista de que la
redención para Benjamin no significa volver a la ley y el orden del derecho gracias a la
Representación, sino en salir de la ilusión de un más allá frente al cual lo histórico es lo
perecedero y lo mortal, carente por sí mismo de valor. Pues la caída no consiste en la
entrada a un mundo histórico en el que habita la muerte y la fugacidad, sino en la
ilusión según la cual el presente y todo fragmento histórico de experiencia sólo tiene
valor con respecto a un más allá. Esta creencia es descrita en el libro del drama barroco
129

como “el saber de la serpiente” o las tentaciones de Satán, según las cuales el ser
humano desea lo infinito y rehúsa de su mundo, encantado como se encuentra en el uso
arbitrario y referencial del lenguaje. La manera en que el ser humano significa el mundo
en su ilusión de un más allá puede ser considerada como un error, pero, en todo caso,
como un error que forma también parte de la actividad de continuo descubrimiento de lo
histórico, una vez la alegoría se ha des-ilusionado. El arte romántico es un primer
eslabón en el momento de destruir la ilusión de que todo lo caduco lleva su valor sólo
como manifestación de lo inteligible o de un más allá. Esta es la premisa de una ruptura
de la cual se sigue otro tipo de ilusión sobria que consiste en un continuo reinventarse el
mundo en la prosa. Se trataría de un movimiento en el que el afán romántico de
absoluto y de trascendencia se traiciona a sí mismo y descubre en los objetos del mundo
prosaico su propia trascendencia.

Este trabajo de investigación ha sostenido en presente una concepción de tiempo


histórico como el factor principal de contraposición entre ambos. Otros factores como la
valoración de la relación entre ley y violencia conllevan su núcleo fuerte en estos
autores en torno a la cuestión de si el perdón y la expiación deben llegar a manos de la
liberación del tiempo, tal como lo dice Benjamin en “El significado moral del tiempo
histórico”, o de si el perdón es una cuestión de reconocer el estado de culpabilidad y de
activar un sentido de continuidad histórica que permita poner en presente tal estado, de
tal manera que se evite la ilusión de una normalidad eterna. En este punto, como queda
dicho, por parte de Schmitt se trata de una intervención intermitente del soberano en la
historia a través del estado de excepción. En este se abre un universal en lo particular,
hay una apertura del ser y una retransmisibilidad del contiuum histórico que se ha
perdido debido a la mecanización y al “mecanismo coagulado de la repetición” propio
del liberalismo, pero también del pensamiento técnico económico. En tal sentido, se
puede decir, Schmitt opone la intermitencia de los estados de excepción, que a la vez
que productos de la decisión soberana son los volcanes por los cuales hace erupción el
fondo telúrico de la historia para renovar nuevamente su transmisiblidad a partir de
deslizamientos y nuevos asentamientos. Esa intermitencia puede llamarse también
repetición, pero de un signo totalmente opuesto a la repetición propia de un “mecanismo
130

coagulado”, puesto que no es mecánica, sino que intermitentemente conecta lo profano


con lo trascendente a través del soberano y la figura de la Representación.

Con lo anterior en claro, en este trabajo se quiere poner como conclusión, que la
contraposición entre Schmitt y Benjamin, en lo que hace a los motivos que se erigen
desde sus propias lecturas sobre el romanticismo, no es la propia de la intermitencia de
los estados de excepción –como mediaciones entre lo alto y lo bajo- vs la idea de una
intervención del Mesías al final de la historia –como Mesías que se niega a cualquier
mediación y se decide a intervenir sólo cuando ya se acaba el tiempo histórico. Una
contraposición tal puede derivarse de una cierta lectura de “Para una crítica de la
violencia” de 1921, en el cual Benjamin dice que la violencia divina intervendrá para
acabar el ciclo mítico de la violencia que pone y que conserva derecho. Y en tal
sentido, dicha violencia divina aparecería como exterior a la historia –si la humanidad
sumida en el mito no conoce más historia que aquella en sentido retributivo-. También
podría derivarse de una lectura del “Fragmento teológico político” de Benjamin, en el
cual, como queda visto, el Mesías es fin de la historia, su punto final, y no su meta o su
telos. El mismo Villacañas lo dice a propósito de una interpretación sobre la exigencia
benjaminiana del “verdadero estado de excepción”, propia de un texto de madurez,
como lo son las tesis sobre filosofía de la historia:

Él [Benjamin], refugiado en la teología negativa, interpretó la violencia que se


desataba por doquier como algo divino y destructor, que daba muerte a un mito y a
un dios con la potencia de otro, para que sobre la tierra sólo brillara por un instante
la majestad del único Dios, el que reina sobre la catástrofe global del mundo, ese
instante que es el verdadero estado de excepción del tiempo histórico y su cárcel
inmanente. (2008, 24).
Según esta interpretación, Benjamin quedaría atrapado en una ambivalencia, pues a la
vez que critica la escatología schmittiana al mostrar lo poco trascendente que es el
estado de excepción, reducido a una repetición más del mito, pone su acento en otra
escatología en la que habrá una intervención mesiánica carente de mediación, después
de la destrucción histórica, en la que cualquier excepción es ya igual a lo normal. Esa
intervención pone punto final y hace reinar al verdadero Dios sobre la catástrofe. Esta
ambivalencia se podría plantear de otro modo, recurriendo al ya citado “Fragmento
teológico-político”. Que El Reino de Dios sea fin –el acabarse- y no meta a alcanzar a
131

través de un desarrollo teleológico, no asegura en un primer vistazo que ese fin sea
realmente final y no una ilusión más entre las propias del mundo caído. El hecho de que
el “Fragmento” hable de un fin y no de una meta no criticaría en lo mucho la
expectativa escatológica de un arribo del Mesías en un horizonte futuro, pues el tiempo
de espera quedaría determinado como una duración, una dilación en el arribo final que
aumenta proporcionalmente al sufrimiento. Esa sensación de dilación provocaría la
exigencia del caso extremo por parte de lo sufriente; de una excepcionalidad en la cual
la destrucción catastrófica –el “Fragmento” habla del “nihilismo” como método de la
política mundial- sería premisa de un renacimiento. Pues bien, quisiera resaltar, ante
todo, que esta ambivalencia obedece a una determinada forma de lectura del
“Fragmento” y de los textos benjaminianos que, ciertamente, tienen un lenguaje
fuertemente escatológico. En tal lectura, para concentrar el punto, los sustantivos que
nombran lo mesiánico, trátese de “El Mesías” o la “violencia divina”, tendrían una
suerte de referente positivo en un total “afuera” (de la historia o del ciclo mítico de la
violencia que pone y conserva derecho) y su relación con lo profano encontraría su
solución desde un especial acento en la palabra “fin” o “final”. Esta lectura, sin
embargo, descansa sobre un supuesto del que la teoría benjaminiana del lenguaje
querría prevenir: la idea de dar una cierta realidad por fuera del nombre a aquello que se
nombra.

Si en la exegesis sobre la lectura del romanticismo en este trabajo ha habido la


preocupación por mostrar el tiempo inmanente como tiempo de la redención es
precisamente para hacer un contrapunto con tal lectura escatológica de Benjamin. La
oposición entre este autor y la de Schmitt no sería, pues, la de la intermitencia de la
excepción vs el Reino de Dios que alumbra al final de los tiempos, sino el de una suerte
de repetición (la de la intermitencia del estado de excepción) que contrarresta otra forma
de repetición (la propia del mecanismo coagulado en la repetición que confunde lo
fundante con lo fundado) vs una forma de repetición (la modelada en la estructura de la
mediación de la inmediatez reiterada propia de la novela) que contrarresta otra forma de
repetición (la propia del mito y del destino). Lo que hay en la contraposición de tiempo
entre ambos autores, quisiera concluir, son dos formas distintas de la repetición, que
están planteadas como crítica al tiempo lineal del progreso, el cual en ambos autores,
132

como queda claro en sus respectivos momentos, toma la forma de un repetirse de lo


mismo hasta el agotamiento.

Si esto llega a ser así, los planteamientos convencionales en torno a la comparación


entre Schmitt y Benjamin, desarrollados en gran parte por Agamben, podrían tener un
esquema temporal de base en el cual inscribir las oposiciones categoriales como
violencia mítica y violencia divina, con el fin de abrir el panorama de esta comparación
desde nuevas perspectivas. E involucrar con ello a la discusión nuevos textos, que al
tiempo que reinterpreten el significado convencional de categorías ciertamente oscuras
como puede serlo la idea de “Mesías” o de “violencia divina”, puedan ofrecer nuevos
campos de comparación entre los autores. La manera de involucrar de este modo
concreto una comprensión del tiempo histórico en la discusión sobre la relación entre
ley y violencia es importante, porque sería una forma en la cual estos autores podrían
tener más parecidos de los sospechados, gracias a los cuales podría haber a su vez más
diferencias de las sospechadas. Y más aún: una tal comparación sobre un esquema
temporal podría ofrecer, además, una forma de lectura de la comparación misma más
llena de componentes hermenéuticos, en el sentido de un trato con los textos más atento
a sus propias interrupciones.
133

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