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Afganistán y el fraude de las intervenciones

humanitarias
ayer (actualizado: hace 11 horas) 31-08-2021

© REUTERS / U.S. Marine Corps/Sgt. Isaiah Campbell

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Pascual Serrano
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Tras la retirada de Estados Unidos de Afganistán, Biden


ha reconocido que su objetivo nunca fue llevar la
democracia al país. El caso afgano muestra que las
intervenciones militares con coartada humanitaria se
aprovechan de un sentimiento de solidaridad para
lograr apoyos, pero no tienen como finalidad ni la
democracia, ni los derechos humanos.
El objetivo de la invasión de Afganistán "nunca fue construir una nación
democrática sino luchar contra el terrorismo". Esas fueron las palabras
de Joe Biden el 16 de agosto, en su primera aparición pública tras la
caída de Kabul en manos de las fuerzas talibanes.
Sin embargo, años antes, cuando las potencias occidentales
comenzaron la invasión de Afganistán, George Bush decía lo
siguiente: "Junto a nuestros aliados en Afganistán daremos a los
iraquíes alimentos, medicinas y suministros y libertad". Y Tony Blair
esto: "Y creo que esta es una batalla por la libertad. Y quiero que
también sea por la justicia. Estamos mostrando el poder de la libertad.
Y mis queridos compatriotas, en esta gran batalla veremos la victoria
de la libertad".
El sonido de esas palabras es el comienzo del documental de John
Pilger, "Rompiendo el silencio. Verdades y mentiras en la guerra contra
el terror", en 2003.

Libertad duradera
No hacía falta que Biden saliera desmarcándose de que sus
intenciones no fueran ni la democracia, ni la libertad, ni los derechos
humanos, ni siquiera los de las mujeres bajo el régimen talibán, creo
que, efectivamente, nunca son esos los objetivos de las
intervenciones/invasiones estadounidenses. Ni siquiera llamándoles
"libertad duradera", como se denominó la invasión de Afganistán.
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Miente, por tanto, la ministra de Defensa española, Margarita Robles,
cuando, apesadumbrada ahora dice que Afganistán "es un gran
fracaso de Occidente, un fracaso enorme, sin paliativos" y añade que
"Occidente les ha fallado, sin ninguna duda". No puede haber fallado
si el objetivo, como dice Biden, nunca fue mejorar la vida de los
afganos.

Para las injerencias militares, el poder esgrime dos tipos de


argumentos. Unos, destinados a los sectores de la población más
supremacista o menos politizado y menos conocedor de la política
internacional, a ellos se les airea el espantajo del terrorismo o la
presencia de armas y dictadores peligrosos (recordamos aquellas
armas de destrucción masiva de Sadam Hussein que nunca
aparecieron). Los otros, los dedicados a los intelectuales y la élite, las
acciones militares se presentan como intervenciones humanitarias que
legitiman el derecho de injerencia.
Obsérvese que los primeros argumentos sirven para convencer los
sectores sociales más beligerantes y conservadores, los "halcones" en
la terminología de Noam Chomsky (El terror como política exterior de
Estados Unidos, 2003), y los segundos, para las "palomas".

Algo tenemos que hacer


Nos detendremos en los segundos, que es donde se encuentra gran
parte de la izquierda occidental con su buenismo de "algo tenemos
que hacer" cuando le ponen en las televisiones las tragedias
humanitarias o las tropelías del "dictador" de turno, según les han
presentado por el aparato informativo.
Así, gran parte del discurso ético de la izquierda considera la
necesidad de exportar la democracia y los derechos humanos, los
suyos, los occidentales, echando mano de las intervenciones militares
desde el primer mundo, y califica de relativistas morales e indiferentes
al sufrimiento ajeno a quienes critican esas injerencias. De forma que
es precisamente esa izquierda la que inventa e interioriza "la ideología
de la guerra humanitaria como un mecanismo de legitimación".

Para empezar, bastaría con recordar la legislación internacional, el


mismo preámbulo de la Carta Fundacional de las Naciones Unidas
establece como prioridad "preservar a las futuras generaciones del
flagelo de la guerra" para lo cual es fundamental el "respeto de la
soberanía nacional y la no injerencia en los asuntos internos de otros

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Estados". Evidentemente, el primer paso para la guerra es enviar un
ejército a otro país sin el consentimiento de este último.

Gobiernos que merecen ser


invadidos y derrocados
Es un error plantear que existen gobiernos buenos —que pueden
invadir— y malos —que merecen ser invadidos y derrocados—. No
olvidemos que si aceptamos esa opción, la invasión legítima, en el
fondo, estamos autorizando la del fuerte sobre el débil. ¿Acaso
hubiera invadido México (tan democrático como EEUU) a Libia para
instaurar la democracia? ¿Hubiéramos aceptado que Siria
bombardeara con carácter preventivo a Israel? Recordemos que ha
sido atacado alguna vez por ese país, estaría muy fundado su ataque
preventivo.
Olvidan también que el poder siempre se ha presentado como
altruista. Decir que se bombardea Yugoslavia para impedir una
limpieza étnica, se invade Afganistán para defender los derechos de
las mujeres o se ocupa Irak para llevar la democracia y liberar al país
de un dictador, no difiere mucho del discurso de la Santa Alianza,
que invocó en el siglo XIX los principios cristianos y los preceptos
de justicia, caridad y paz para enfrentar las ideas de la Ilustración de la
Revolución Francesa.
O el discurso de Hitler que justificó su invasión de los Sudetes
checoslovacos para defender a la minoría alemana.

Brigadas internacionales
Este asunto lo aborda magistralmente el profesor de la Universidad
Católica de Lovaina Jean Bricmont en su libro Imperialismo
humanitario. El uso de los Derechos Humanos para vender la guerra.
Para él, una intervención solidaria y humanitaria fue la que hicieron los
hombres y mujeres de las Brigadas Internacionales que vinieron a
España a luchar contra el fascismo en 1936.

Cuando hoy decimos "nosotros debemos intervenir para...", no es que


vayamos a ir físicamente como hicieron valerosa y generosamente
aquellos brigadistas, ahora el "nosotros" quiere decir que irán las
fuerzas armadas de los países poderosos. No se puede comparar el
interés por la democracia de los brigadistas internacionales con el de
la U.S. Air Force, como la historia de este Ejército demuestra cada
año. Y, por supuesto, es diferente el valor de aquellos —muchos de

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los cuales dieron su vida— con el nuestro que nos limitamos —bajo un
solemne nosotros— a pronunciarnos a favor de la intervención desde
el sofá de nuestra casa.

Ejércitos humanitarios para golpes


de Estado
No debemos olvidar que esos ejércitos humanitarios a los que gran
parte de la población occidental encomienda la llegada de la libertad,
la democracia y los derechos humanos son los que que apoyaron el
golpe de Estado de Suharto en Indonesia frente a Sukarno, a los
dictadores guatemaltecos frente a Arbentz, a Somoza frente a los
sandinistas, a los generales brasileños contra Goulart, a Pinochet
frente a Allende, al apartheid frente a Mandela y al sha contra
Mossadegh. Y, si volvemos a Afganistán, los que apoyaron a los
talibanes contra la presencia soviética e incluso contra el propio
gobierno comunista afgano.

No es fácil aceptar que los líderes de esas liberaciones occidentales


para el resto del mundo sean el Dalai Lama, que quiere instaurar una
teocracia budista, Lech Walesa, el Ejército de Liberación de Kosovo,
los separatistas chechenos, los islamistas sirios o los anticastristas de
Miami que ponían bombas en los hoteles de La Habana.
Es evidente que "exportar la democracia" es un sueño honorable para
cualquier individuo que disfrute de ella (o crea disfrutar) en su país y
observe con preocupación la situación de tantos y tantos países
sometidos al despotismo, la corrupción y el crimen de sus
gobernantes. Lo preocupante es cómo de forma recurrente esa
pulsión tan humana y honesta es explotada por los gobernantes de las
grandes potencias para derrocar gobiernos que les molestan, saquear
recursos naturales y aplastar iniciativas políticas que puedan ser
percibidas como alternativas más democráticas o justas que las de
esas grandes potencias.

Italia en la Segunda Guerra Mundial


Daniele Archibugi se pregunta en un trabajo de 2019 si "¿Se puede
exportar la democracia?". Archibugi es director de investigación en el
Consejo Nacional de Investigación de Italia y profesor en Birkbeck
College (Universidad de Londres). Como italiano sabe que quizás el
único momento histórico en que se podría decir que Estados Unidos
exportó la democracia a golpe de bombas e invasión, fue cuando
liberó a Italia de los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Lo

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inmortalizó Robert Capa en sus fotografías cuando participó en el
desembarco en Sicilia.
Aquello fue un éxito, señala Archibugi, debido a que, previo a la
invasión estadounidense, había una resistencia italiana combatiendo y
enfrentándose a los nazis, que propagó entre la población la idea de
que los estadounidenses no eran enemigos, sino sus "aliados". Y que
su intención no era permanecer en Italia, sino reconstruir sus
instituciones. La película Un americano en Roma (1954) muestra en
clave de comedia esa admiración italiana por los americanos tras la
Guerra Mundial.

Los fracasos de las intervenciones


estadounidenses
Un estudio realizado por el Carnegie Endowment for International
Peace, muestra los constantes fracasos de las intervenciones
estadounidenses en el mundo supuestamente para llevar la
democracia:
"En la primera mitad del siglo XX, estos fracasos afectaron a países
vecinos y, aparentemente, fácilmente controlados, como Panamá
[1903-1936], Nicaragua [1909-1933], Haití [1915-1934], la República
Dominicana [1916-1924] y Cuba en tres ocasiones [1898-1902,1906-
1909 y 1917-1922]. Sufrió fracasos análogos en Corea del Sur,
Vietnam del Sur y Camboya en las décadas de 1950, 1960 y 1970. Ni
siquiera en Haití, después del final de la Guerra Fría, ha tenido éxito la
Administración estadounidense. Después de la II Guerra Mundial, sólo
pudieron contar con Panamá [1989] y Granada [1983], dos Estados
diminutos, como Estados incorporados en las estructuras económicas
y sociales de EEUU [ver cuadro]. Así pues, la actual falta de éxito,
tanto en Afganistán como en Irak, tiene numerosos precedentes
históricos".

Dudosas intenciones
Además de la ineficacia, queda plantearse si es legítimo ir por el
mundo lanzando bombas y tropas en nombre de la democracia y los
derechos humanos. Sobre todo, si tenemos suficientes pruebas de
que sus intenciones no son buenas a la vista de su doble rasero, el
curioso interés por países con valiosos recursos naturales, el negocio
de las empresas de armamento con sede en Estados Unidos, la
corrupción de los gobiernos títeres impuestos tras la intervención y los
intereses accionariales de los altos cargos del gobierno "liberador" en
las empresas que primero bombardean y luego "reconstruyen".

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Y si de derechos humanos se trata, la experiencia también ha
demostrado que, tras la intervención, las tropas ocupantes reprimen
de forma sanguinaria a los que se resisten, detienen masivamente sin
garantías, cometen actos de tortura, asesinan civiles, incluidos
mujeres y niños. No hace falta recordar Abu Grahib, Guantánamo, o
bombardeos masivos de población civil. Sin ir más lejos el 29 de
agosto, diez miembros de una familia, incluidos cuatro niños, fueron
asesinados por un avión no tripulado estadounidense en Kabul.

Porque otro grave equívoco es pensar que una sociedad democrática


es garantía de que su presencia militar en otros países será
respetuosa con los derechos humanos. Eso no sucede porque los
mecanismos de control y de equilibrios de poder que existen en su
propio país no existen ni en la guerra ni en un país invadido.

Democracia y subdesarrollo
Nos consideramos tan superiores como para creernos con el derecho
a violar la Carta Fundacional de las Naciones Unidas e ignorar la
soberanía de los países. Es verdad que los derechos humanos son un
valor universal, pero les exigimos a países del Tercer Mundo que
respeten derechos humanos que nosotros nunca respetamos cuando
nos encontrábamos en sus mismos niveles de subdesarrollo.
No somos capaces de entender que no puede desaparecer la
corrupción policial si el policía no gana para comer, ni dejará de haber
cultivos de droga si los campesinos se mueren de hambre cultivando
maíz y que el trabajo infantil o los derechos sexuales de la población
LGTBI pasan a un segundo plano cuando no se tiene para comer. Del
mismo modo que la ausencia de libertad de prensa es irrelevante para
ellos si no saben leer ni escribir, no tienen sanidad y viven en la calle.
Tampoco van a aceptar fácilmente que ponerles un día una urna sea
una solución a su hambre, su frío, su fiebre y a la violencia que sufren.
Sobre todo si veinte años después de la urna sigue todo igual.

Esto, que hace unas décadas hubiera sido una obviedad para la
izquierda, ahora se ha olvidado, en lo que supone una victoria del
concepto neoliberal de los derechos humanos, que los homologan a
libertades públicas y no a derechos sociales.
Los intelectuales de Occidente no dejan de repetir que las naciones
del tercer mundo deben resolver sus diferencias como lo hacen los del
primero, sin entender que su situación de subdesarrollo, con quien
debería compararles es con nuestra Europa y Estados Unidos de hace
muchos años.
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Olvidamos que nuestra riqueza, confort y democracia se basa, en
primer lugar, en una explotación de los recursos naturales inviable si lo
quisieran hacer en el resto del mundo. Queremos que Irán o Filipinas
respeten los derechos humanos como nosotros, pero nos asusta que
consuman tanta gasolina o tantos recursos minerales como hacemos
aquí porque desestabilizan el mercado mundial. Queremos que se
vacunen de COVID en India, pero es que ellos no tienen
vacunas porque las que producen terminan exportadas al primer
mundo.

Más cooperación y menos intervención


Volviendo a Bricmont, este se pregunta por qué la gente que critica
que no intervengamos en determinada guerra o conflicto mientras
mueren miles de personas, en cambio no se siente responsable ante
el hecho de que el mismo número de personas muere en África cada
día, todo el año, debido a enfermedades que son relativamente fáciles
de prevenir y para las que en el primer mundo tenemos tratamiento.
Sin ir más lejos, de COVID. Quizá los países empobrecidos necesitan
más vacunas sin patentes y menos desembarco de soldados de la
OTAN.
Archibugi señala que, si de verdad Occidente quiere expandir
democracia y derechos humanos, debería replantearse que "en 2003
EEUU dedicó más del 4% de su producto interior bruto (PIB) a gastos
de defensa, mientras los países de la Unión Europea dedicaron más
del 2%. En comparación con los gastos militares, a la ayuda para el
desarrollo sólo se destina algo de calderilla. Únicamente el 0,1% del
PIB de EEUU y el 0,3% del de la Unión Europea se dedica a este fin.
Ni siquiera esta cantidad relativamente pequeña se emplea totalmente
en ayuda a gobiernos democráticos".

Más modestia y menos arrogancia


Hay una diferencia entre intervención y cooperación, y para cambiar
nuestra mentalidad haría falta más modestia y menos arrogancia.
Nuestra soberbia nos lleva a considerar que el primer mundo está en
condiciones de arreglar todos los conflictos del globo, "sería mucho
más realista admitir que no tenemos soluciones a los problemas de los
demás y que, en consecuencia, lo mejor que podríamos hacer es no
inmiscuirnos en sus asuntos", dice Bricmont. La opción más
recomendada sería, por tanto, "cooperación pacífica, no injerencia,
respeto a la soberanía nacional y resolución de los conflictos mediante
la intermediación de las Naciones Unidas".

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La conclusión es que "la ideología de la intervención en nombre de los
derechos humanos ha sido el instrumento perfecto para destruir a los
movimientos pacifistas y a los movimientos antiimperialistas". Las
organizaciones de derechos humanos, ante esas invasiones, piden
que se respeten las leyes de la guerra, en lugar de denunciar la
ilegalidad de la invasión, es como si pidieran a los violadores que
utilizaran preservativo.

Marqués de Sade
Probablemente la mejor forma de exportar democracia y derechos
humanos sea presentando al mundo el ejemplo de nuestro país. Lo
explicaba magistralmente el marqués de Sade en los momentos más
convulsos de la Revolución Francesa (1795) en su libro Filosofía en el
tocador:
"Invencibles en vuestro interior y modelos de todos los pueblos por
vuestra civilización y vuestras buenas leyes, no habrá gobierno en el
mundo que no trabaje por imitaros, ni uno sólo que no se honre con
vuestra alianza; mas si, por el vano honor de llevar vuestros principios
lejos, abandonáis el cuidado de vuestra propia felicidad, el
despotismo, que sólo está adormecido, renacerá, las disensiones
intestinas os desgarrarán, habréis agotado vuestras finanzas y
vuestras conquistas, y todo esto para volver a besar los hierros que
habrán de imponeros los tiranos que os habrán subyugado durante
vuestra ausencia. Todo lo que deseáis puede hacerse sin que sea
necesario abandonar vuestros hogares; que los demás pueblos os
vean felices, y correrán a la dicha por el mismo camino que vosotros
les habréis trazado".
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON
LA DE SPUTNIK

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