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1. Algunas prevenciones
Tal vez solo sea casualidad o tal vez configure un signo de los tiempos,
el caso es que las reformas legislativas en este siglo se presentan agazapadas,
cuando no en la penumbra. La época de las discusiones y los intercambios
dinámicos de propuestas legislativas parece haber llegado a su fin. Resulta
difícil admitir, a primera mano, que se trata de un cambio beneficioso, pero es
lo que hay.
El Código “derogado” (las comillas obedecen a que más del 75% de este
ha pasado al “nuevo”) fue elaborado por un grupo de amigos que buscaron que
el trabajo académico absorbiera las angustias que les provocaba sobrevivir
durante una década negra de nuestra historia, la última del siglo pasado. Esto
significa que no estaba en juego la posteridad ni la gloria, solo el cumplimiento
del deber y la necesidad de no claudicar. Eran otros tiempos.
El mérito del “nuevo” Código en comento es que, más allá de
enmascarar lo que solo es una reforma parcial, nos parece que es intentar
poner orden a algunas reformas que recibió el Código desde su entrada en
vigencia. Lamentablemente, como lo vamos a demostrar, el intento de ordenar
va a devenir en más pernicioso que aquello que estaba vigente.
Si se nos pidiera identificar cuál es el problema más difícil de resolver al
redactar un ordenamiento procesal constitucional, no tendríamos duda en
afirmar que es el siguiente: compatibilizar la tutela de los derechos
fundamentales y la primacía normativa de la Constitución con un procedimiento
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urgente, esto es, con uno que materialice una tutela sumarísima. Dicho de otra
manera: cómo hacer rápido y bien lo que es trascendente.
Cuando irrumpió el “nuevo” Código, más allá de la sorpresa de su arribo,
imaginamos un ordenamiento que, mejorando al derogado inclusive en su
versión original, se afiliara a un procedimiento urgente. Recordemos que las
penosas reformas que recibió el Código, ahora derogado, renunciaron a la
necesidad de contar con una tutela de urgencia. Lamentablemente, no ha sido
así.
El presente es un análisis exegético de las reformas incorporadas por el
“nuevo” Código. A pesar de su falta de pretensión, este trabajo padece de dos
serias desventajas. La primera es que desconocemos si el grupo que lo gestó
estuvo conformado por jueces de la especialidad. Tenerlos significaría que, a
los presuntos méritos jurídicos de los conformantes del grupo, se suma la
experiencia concreta de los jueces para quienes el Código es una herramienta
cotidiana de trabajo. Si no estuvieron, entonces estamos ante una minusvalía
que debe ser considerada. La segunda es que, a pesar que ya está vigente el
“nuevo” Código, todavía se desconoce quiénes lo elaboraron. Y aun cuando es
sorprendente esta vocación por la clandestinidad, en alguna medida hubiera
ayudado al comentario conocer algunos trabajos previos de los involucrados.
Se puede intuir que no hubo jueces a partir de lo siguiente: la proporción
entre el número de jueces penales y jueces constitucionales debe ser de ocho
a uno (8/1) en Lima. Como el “nuevo” Código ha previsto que los procesos de
habeas corpus los conocen en Lima los jueces constitucionales, una docena se
encargará de ellos para descanso de ochenta o noventa jueces penales. ¿Será
que a los jueces constitucionales les sobraba el tiempo? No. Un solo juez que
hubiera estado en la Comisión hubiera advertido el error, pero ¿le puede
interesar la realidad a un legislador en modo jurista?
Tratándose de un comentario exegético, como ya se anotó, quedará
reducido solo a los enunciados que consideramos que merecen ser
destacados, sea por su novedad o por alguna otra cualidad que los haga
merecedores de un comentario especial. Por razones de especialidad, este
trabajo no hace referencia al capítulo referido al habeas corpus.
- Tal parece que el legislador ha decidido que los derechos difusos, típica
expresión de lo que en la doctrina se denomina “derechos fundamentales de
tercera generación”, no merecen tutela de urgencia, tal vez porque cree que no
son fundamentales y, en consecuencia, es suficiente la tutela ordinaria. Ello
sería parcialmente correcto. Los derechos difusos, en efecto, se tutelan de
manera integral con una vía procedimental propia, que es plena porque permite
no solo asegurar su eficacia, sino que contiene mecanismos de reparación de
gran importancia social. Sin embargo, siempre es necesaria una tutela urgente
para algunas situaciones específicas sobre derechos difusos.
Si no fuese así, tiene que tratarse de una negligencia, aunque lo
lamentable es que cierne una duda sobre derechos cuyo fundamento
constitucional es plenamente reconocido.
- Atendiendo a la sumilla, el artículo 3 regula la competencia por razón de
turno, disponiendo que el inicio de los procesos se regulará por lo previsto para
cada distrito judicial, salvo en los “procesos de Habeas Corpus donde los
jueces constitucionales se rigen por sus propias reglas de competencia”. No es
fácil discernir lo que ha querido decir el legislador sobre todo porque el artículo
29, que regula la competencia en el habeas corpus, no hace ninguna referencia
específica al turno, tal vez porque este elemento de la competencia es ajeno a
tal procedimiento.
- En el artículo 4 se desarrolla el instituto de la defensa pública. Se
concibe como un instituto destinado a asegurar que en los procedimientos
regulados actúen ciudadanos en estado de vulnerabilidad. Inclusive precisa
que el ciudadano puede recurrir a la defensa pública especializada en materia
constitucional. Este bello artificio imaginado por el legislador no existe en el
país y, como es más o menos evidente, no va a existir porque una ley lo
describa. Precisamos que la Ley 29360 (Ley del Servicio de Defensa Pública)
no contempla la hipótesis desarrollada en este artículo.
- Un aspecto muy sensible es la demora en la tramitación de los procesos
constitucionales, presumiblemente urgentes. Una de las razones es el
emplazamiento de más personas de las realmente interesadas u obligadas a
ejercer su defensa. El artículo 5 reitera las falencias del artículo derogado.
Veamos.
La defensa del Estado o de cualquier órgano o funcionario está a cargo
del procurador público. Eso significa que, siendo el emplazado el funcionario o
el órgano, el procedimiento se va a seguir con el procurador como
representante procesal de cualquiera de estos. Siendo así, no tiene ningún
sentido notificar con la demanda al órgano o al funcionario, a quien además “se
les debe notificar la resolución que ponga fin al grado”, para luego agregar que
su “no participación no afecta la validez del proceso”.
La única opción para emplazar necesariamente al órgano o funcionario
se presenta cuando el demandante considera que, siendo la agresión que
soporta producto de una conducta antijurídica, su autor debe ser sancionado.
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Por otro lado, si según el artículo III el juez tiene la dirección de oficio del
procedimiento, resulta contradictorio que una de sus manifestaciones sea
comportarse como una máquina expendedora de procedimientos, dando
trámite a cualquier demanda que se le presente.
El más grave problema de los procesos constitucionales en sede
nacional es la excesiva demora en su tramitación. Entre otras causas, se debe
a que los abogados buscamos convertir en amparo cualquier tipo de agresión
al ordenamiento jurídico, aunque sepamos que su esencia es civil, mercantil u
otra. Con el artículo comentado se va a perfeccionar el empleo dilatorio de los
procesos constitucionales, sin ninguna duda.
- El artículo 7 perfecciona la incertidumbre antes descrita. Se enumeran
las causales de improcedencia. Ahora, como ninguna de estas puede ser
declarada al inicio del proceso (in limine litis), como lo dispone el artículo
anterior, la única conclusión es que su empleo ocurrirá en la sentencia, con
todo el desperdicio de tiempo, actividad y gasto que ello significa.
Hay dos defectos gramaticales, aunque el primero es además de
contenido. El inicio del artículo dice: “No proceden los procesos
constitucionales cuando:”. Lo que no procede es la demanda y, por lo demás,
este defecto lo conduce a incurrir en una cacofonía. Por otro lado, el inciso 6
dice: “Si se trata de conflictos…”, sin advertir que el artículo se inicia con una
frase que acaba en la palabra “cuando:” a la que no puede sucederle la frase:
“Si se trata…”.
- El artículo 8 contiene el control difuso. Ahora, ¿es tan obvio el hecho de
que la inaplicabilidad solo alcanza al caso concreto como para no decirlo? Si es
así, todo está bien.
- El artículo 12 podría seleccionarse como la expresión más evidente del
fracaso de la reforma que el “nuevo” Código propone. Como ya se ha descrito,
el rasgo principal que deben tener los procesos constitucionales,
específicamente los referidos a la tutela de los derechos fundamentales, es ser
expeditivos, urgentes les denomina la doctrina. En el “nuevo” Código ocurre lo
siguiente: interpuesta la demanda (dice el artículo “por el agraviado”, ¿por
quién si no?; aunque debió ser por el presunto agraviado), el juez cita a
audiencia única a realizarse en un plazo máximo de treinta días hábiles (no se
dice desde cuándo se empieza a contar). Como parte de ese plazo, el
demandado tiene diez días para contestar la demanda y deducir excepciones
(dice las “que considere oportunas”, ¿qué significa?).
El juez pone en conocimiento del demandante la contestación para que
en la audiencia alegue lo pertinente. Entre ambas -la notificación de la
contestación y la audiencia- deben mediar diez días. Luego, viene la audiencia
donde el juez puede expedir sentencia o, de lo contrario, hacerlo dentro de los
diez días siguientes, como máximo.
Como es evidente, el trámite descrito va a configurar un capítulo más de
la literatura fantástica que, con formato procesal, se escribe en nuestro país. El
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con una alta dosis de arbitrariedad. Este último requisito no parece preocuparle
al legislador, solo afirma que las decisiones se pueden integrar.
En ese mismo primer párrafo le conceden al superior la potestad de
subsanar cualquier nulidad. Dos preguntas no respondidas en el artículo
comentado: ¿y si se trata de una nulidad insubsanable? Por otro lado,
¿también alcanza a las nulidades que solo son proponibles a pedido de parte?
- En el artículo 16 hay un error. Dice: “… la represión del acto represivo
sobreviniente.”, cuando debe decir: “… la represión del acto homogéneo
sobreviniente”.
- El artículo 17 repite textualmente el artículo 8 del Código derogado. Una
verdadera lástima porque si algún artículo requería modificación era este. Su
falencia se explica en una concepción trasnochada respecto de la importancia
social de asegurar el cumplimiento de las decisiones de la judicatura.
Repitiendo una clasificación tradicional y con fundamento en una concepción
garantista superada, se coloca solo en competencia del juez penal la facultad
de detener a quien incumpla una decisión judicial.
Por cierto, tal reducción significa que el agraviado y ya ganador, deberá
continuar (o empezar) un nuevo trámite ante el Ministerio Público para lograr
que este persuada al juez penal quien, finalmente, decidirá si hace efectivo lo
que solo es un apremio por incumplimiento de decisión judicial firme. Solo para
recordar, en el common law el instituto del Contempt of court (desacato a la
corte) permite a cualquier juez cuya decisión no se ha cumplido, con
prescindencia de su grado o materia, requerir al infractor que lo haga, bajo
apercibimiento de ser detenido.
Tanto la detención, como la destitución, las astreintes o el pago de lo
ordenado con el propio patrimonio del funcionario obligado, son los
instrumentos -medidas coercitivas- que permiten asegurar la eficacia de la
función jurisdiccional. En el caso concreto de la tutela de los derechos
fundamentales, tales herramientas configuran la esencia de la tutela misma.
que allí se describen sino sus presupuestos, es decir, la exigencia allí descrita
es el mérito cautelar. Lo expresado no descarta que haya requisitos
insubsanables como el transcurso del tiempo, pero igual seguirán siendo
requisitos y no presupuestos en tanto se refieren a la estructura y no a la
función de la medida. El análisis del mérito de un tema cautelar es, entonces,
un asunto referido a sus presupuestos.
- El legislador ha decidido innovar en uno de los temas más complejos de
la teoría cautelar. Nos referimos al “peligro en la demora” como presupuesto
para conceder una medida, atendiendo al riesgo que soportaría el solicitante de
ella si no fuese concedida.
El legislador ha prescindido del término “peligro en la demora”, pero no
del concepto, el cual lo ha reemplazado por el término “certeza razonable de
que la demora en su expedición pueda constituir un daño irreparable”. La
desventaja de usar muchas palabras para definir algo es que quien lo haga
debe hacerse cargo de todas. Ahora bien, ¿tendrá sentido usar el término
“certeza” en sede cautelar? Sobre todo cuando la provisionalidad y la
variabilidad son rasgos esenciales de la materia cautelar. ¿De qué “certeza”
hablamos?
Lo insólito es que el “peligro en la “demora” como presupuesto cautelar
clásico está referido a la dilación que se produce por el transcurso del proceso
hasta que se llega a una decisión firme, esto es, el margen diferencial. Sin
embargo, si se aprecia la frase del artículo, esta parece referirse a la demora
en expedirse la medida cautelar. Sin duda es un absurdo, pero es el resultado
de la lectura de una frase que confunde innecesariamente lo que es sencillo1.
- Se ha cambiado la sumilla del artículo 16 del Código derogado por la del
artículo 20 del “nuevo”. Antes era “Extinción” y ahora es “Conversión de la
medida cautelar”. Se trata de un error porque la extinción es el género donde la
conversión es una de sus especies. Cuando un procedimiento concluye,
siempre se extingue la medida cautelar. Si la sentencia es favorable al titular de
la medida cautelar, se produce la conversión de esta a medida ejecutiva. En la
otra hipótesis, se extingue la medida cautelar y su titular podría soportar una
exigencia por los daños y perjuicios que aquella causó.
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Tanto la doctrina como la legislación han pretendido establecer grados de la demora.
Ocurrió en el caso peruano. Se empleó el término “agravio irreparable” para nombrar
un estado radical de la demora. Con la perspectiva que otorga el cuarto de siglo
transcurrido ya no compartimos esa idea. Creemos que el peligro en la demora es un
solo concepto que, como cualquier otro, será el juez quien adecúe su nivel de exigencia
respecto de cada caso concreto.
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un elefante enyesado, por lo que otra vez, con suerte, devolverá el expediente
tres años después.
Es cierto que hace años el Tribunal Constitucional Federal alemán
(Bundesverfassungsgericht o BVerfG), utilizando un enunciado de su
reglamento, realizó algunas injerencias en la ejecución de sus decisiones. Sin
embargo, lo cierto es que lo hizo poquísimas veces. En esos casos, marcó
tierra sobre algunas decisiones cuya excepcionalidad requería una actuación
original que necesitaba estar legitimada por el órgano máximo. Es clásico el
caso de un habeas corpus cuya ejecución no hubiera satisfecho al
demandante, salvo que se actuara como si fuese una sentencia de amparo.
Siendo así, el Tribunal resolvió que así debía ejecutarse, pero no abrió la
puerta a la arbitrariedad sino estableció el marco de excepcionalidad en que tal
situación se podía dar.
Aunque el artículo comentado no lo prescribe, debe entenderse que solo
procede apelación por salto cuando el expediente estuvo en el TC, pues se
trata de que el órgano de cierre enseñe cómo debe ser actuada la decisión que
expidió. Si fuera así, la norma estaría provocando una discriminación contra los
litigantes cuyo proceso constitucional no llegó al TC. Si es al revés, esto es, si
la apelación por salto es aplicable a todos los procesos constitucionales donde
se presenten incidentes de ejecución, se va a saturar el TC que, desde hace
mucho, soporta más casos de lo razonable.
La alternativa no es otra que eliminar la apelación por salto.
- El artículo 23 contiene el trámite en segundo grado y describe una serie
de plazos cuyo rasgo principal es que no se van a cumplir. Que el órgano de
primer grado eleve el expediente solo dos días después de que concede el
recurso o que el segundo grado fije la Vista en el plazo de cinco días hábiles de
recibido el expediente es, como resulta evidente para quien realice actividad
forense, pura fantasía.
El legislador cuando no delira, yerra. Prescribe que el superior debe fijar
la Vista sin emitir auto de avocamiento. Si se cumple este extremo de la norma,
estaremos ante una decisión inconstitucional. El auto de avocamiento es
esencial en un procedimiento, pues permite que las partes conozcan al juez o
jueces que van a decidir su caso, esto es, el auto asegura a las partes su
derecho a un juez natural. Es posible que el legislador haya considerado que
expedir el auto de avocamiento atrasa el trámite. Si esa fue la razón, el tema se
resuelve de manera sencilla: en la notificación de la resolución que fija la Vista
se notifica también el avocamiento.
Lo insostenible es que deje de haber auto de avocamiento. La mala
costumbre de creer que la doctrina debe referirse siempre a los institutos
procesales y no al procedimiento en su expresión práctica determina que se
llegue a esta ligereza que, reiteramos, es inconstitucional. Al final lo que va a
ocurrir es que los jueces harán control difuso sobre la norma y expedirán junto
con la fecha de Vista, el correspondiente auto de avocamiento.
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Así, el inciso a) pudo ser reemplazado por una exigencia más puntual: la existencia de
conexión lógica entre los hechos constitutivos y el núcleo constitucional del derecho
invocado. El inciso b) debería ser descartado, la “trascendencia constitucional” de una
cuestión tiene una dimensión demasiado subjetiva como para que constituya un
requisito de procedencia. El inciso c) es preocupante, si el TC no debe conocer casos
donde se contradice un precedente vinculante que ha expedido, ¿en qué circunstancia
el TC podría modificar su precedente vinculante? El inciso d) cumple con la exigencia
de una improcedencia por economía procesal.
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