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Pascual
Becerril
de
Campos,
23
de
abril
de
2011
Recuerdo
que
una
vez,
en
clase,
el
profesor
de
religión
nos
preguntó
a
los
niños:
“¿Cuál
es
la
fiesta
más
importante
para
los
cristianos,
la
Navidad
o
la
Pascua?”
Tres
cuartas
partes
contestamos
que
la
Navidad,
y
unos
poquitos
contestaron:
“¡La
Pascua!”.
Recuerdo
la
expectación
por
saber
cuál
era
la
respuesta
concreta.
Yo
estaba
seguro
que
sería
la
Navidad,
mucho
más
divertida,
entrañable,
familiar,
y
sobre
todo,
con
los
regalos.
Pero
no.
El
profesor
escribió
en
la
pizarra:
“La
Pascua”,
porque
era
la
celebración
de
la
muerte
y
resurrección
de
Jesucristo.
Esta
anécdota
me
ha
hecho
pensar
mucho
a
lo
largo
de
mi
vida.
¿Cómo
es
posible
que
el
acontecimiento
más
importante
de
nuestra
fe
cristiana,
la
victoria
de
la
vida
y
el
amor
sobre
la
muerte,
puede
pasar
tan
desapercibidos?
Y
desde
entonces
he
tratado
de
colocar
al
centro
de
mi
vida
de
fe
el
misterio
de
la
Pascua
del
Señor.
En
las
lecturas
de
hoy
hemos
hecho
un
repaso
de
los
acontecimientos
más
importantes
de
la
historia
del
pueblo
de
Israel.
La
vida
de
los
israelitas
es
una
pascua,
un
paso,
una
llamada.
El
pueblo
de
Israel
vivía
oprimido
bajo
el
yugo
del
faraón
de
Egipto.
Un
pueblo
sin
identidad,
sin
esperanza,
sin
futuro.
Por
medio
de
Moisés,
el
Señor
los
eligió,
los
liberó,
los
acompañó
a
través
del
Mar
Rojo,
luchó
con
ellos
contra
los
ejércitos
faraónicos.
Hizo
un
pacto
de
amor
y
fidelidad
en
el
monte
Sinaí.
Les
guió
y
alimentó
en
medio
del
desierto
y
les
hizo
entrar
en
la
Tierra
Prometida.
Fueron
acontecimientos
tan
fuertes
y
espectaculares
que
marcaron
por
completo
la
identidad
del
pueblo
de
Israel.
En
adelante,
todos
los
años,
los
judíos
recordarían
la
Pascua,
el
paso,
y
les
contarían
a
sus
hijos
que
el
Señor
había
sido
bueno
con
ellos
y
les
había
liberado.
Precisamente
en
el
contexto
de
estas
celebraciones
pascuales
judías,
tiene
lugar
la
pasión,
muerte
y
resurrección
de
Jesús.
Los
primeros
cristianos
descubrieron
pronto
las
semejanzas
entre
aquella
Pascua
de
Israel
y
esta
Pascua
de
Jesús.
Y
es
lo
que
celebramos
nosotros
hoy
en
esta
noche:
el
paso
de
Jesús
de
la
muerte
a
la
vida,
y
nuestra
liberación
de
las
cadenas
del
pecado.
La
liturgia
de
esta
noche
está
llena
de
símbolos
que
nos
hablan
de
este
paso,
de
esta
Pascua:
el
contraste
entre
la
luz
y
las
tinieblas,
los
ritos
en
torno
al
agua,
que
nos
hablan
de
purificación,
la
transformación
de
los
dones
eucarísticos
del
pan
y
del
vino
en
el
cuerpo
y
la
sangre
del
Señor…
La
resurrección
de
Jesús
no
es
una
simple
vuelta
a
la
vida,
como
Lázaro.
Es
un
salto
hacia
adelante,
a
una
dimensión
totalmente
nueva.
Es
un
estallido
de
luz,
una
explosión
del
amor
que
inaugura
un
tiempo
nuevo.
Pero
¿cómo
nos
puede
afectar
a
nosotros
algo
que
sucedió
hace
casi
dos
mil
años?
La
respuesta
nos
la
da
el
rito
que
vamos
a
celebrar
justo
a
continuación:
el
bautismo.
En
el
bautismo
fuimos
insertados,
como
un
esqueje,
en
la
vida
nueva
de
Jesús.
En
tiempos
de
los
primeros
cristianos,
la
ruptura
representada
por
el
bautismo
era
mucho
más
clara.
En
los
primeros
siglos
del
cristianismo,
se
bautizaban
únicamente
los
adultos,
después
de
haber
solicitado
en
ingreso
en
la
comunidad
cristiana
y
de
haber
realizado
un
proceso
de
tres
años
de
inmersión
paulatina
en
los
misterios
de
la
vida
de
Jesús.
En
este
proceso
se
exigía
a
los
catecúmenos
un
cambio
real
de
vida,
una
conversión
interna
y
externa,
un
verdadero
“paso”
o
“Pascua”,
una
muerte
al
yo
egoísta,
posesivo,
dominador,
mentiroso.
Por
eso,
el
que
recibía
el
bautismo
era
una
persona
que
realmente
había
“muerto”
como
Jesús
y
se
disponía
a
resucitar
como
Él
como
un
hombre
nuevo,
liberado
de
las
antiguas
cadenas
del
pecado
que
le
esclavizaban;
una
persona
que
no
se
arrodillaba
ya
ante
nada
ni
ante
nadie
porque
se
arrodillaba
sólo
ante
Jesús.
Además,
el
mismo
ritual
del
bautismo
expresaba
esa
verdad:
no
se
derramaban
unas
gotas
de
agua
sobre
su
cabeza
sino
que
la
persona
se
sumergía
por
completo
en
una
piscina,
donde
moría
el
hombre
viejo,
y
al
salir
se
le
vestía
con
una
túnica
blanca,
símbolo
de
la
nueva
vida
en
Cristo.
Esta
ruptura
radical
se
fue
difuminando
a
medida
que
se
extendió
la
costumbre
de
bautizar
a
los
niños.
Se
les
pide
a
los
padres
y
padrinos
que
ayuden
al
niño
a
ser
consciente
de
lo
que
significa
ser
cristiano
y
que
le
ayuden
a
realizar
este
cambio
de
vida
cuando
sea
adulto
y
ratifique,
en
la
confirmación,
la
opción
cristiana.
Pero
nosotros,
hoy,
en
esta
Vigilia
Pascua,
sí
estamos
llamados
a
dar
este
“paso”,
a
celebrar
activamente
esta
“Pascua”,
a
morir
y
a
resucitar
con
Jesús.
Morir
al
hombre
viejo
para
resucitar
al
hombre
nuevo.
No
se
trata
de
un
paso
fácil;
exige
esfuerzo
y
constancia,
pero
es
lo
único
que
nos
garantiza
la
libertad
y
la
felicidad
plenas.
Tenemos
la
ocasión
de
acoger
esta
semilla
de
vida
nuevamente.
Quizá
nos
bautizaron
a
una
corta
edad
pero
ahora
podemos
nuevamente
decir
sí
a
la
vida
que
Jesús
nos
ofrece.
Una
vida
nueva,
distinta
a
la
que
el
mundo
nos
ofrece;
una
vida
no
exenta
de
trabajos
y
tribulaciones.
Ayúdanos,
Señor,
en
esta
noche,
a
ser
valientes
para
romper
con
aquellos
que
nos
esclaviza.
Ayúdanos
a
ser
constantes
y
perseverantes
en
tu
seguimiento.
Ayúdanos
a
llevar
tu
luz
a
los
hombres
y
mujeres
de
nuestro
tiempo,
a
tantos
rincones
oscuros
como
existen
en
nuestra
sociedad.
Ayúdanos
a
creer
que
de
verdad
el
amor,
el
perdón,
la
generosidad,
la
esperanza,
la
entrega,
son
más
fuertes
que
la
muerte,
que
el
egoísmo.
Ayúdanos
a
que
nuestra
vida,
en
sus
pequeños
gestos,
en
el
día
a
día,
sea
un
paso
de
la
muerte
a
la
vida,
de
la
esclavitud
a
la
libertad
y
que
el
amor
que
Tú
nos
has
manifestado,
Señor,
sea
nuestra
única
guía.
Así
sea.