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LA PEREGRINACIÓN AL SANTUARIO, ENCUENTRO SACRAMENTAL CON DIOS

ANTONIO ASTIGARRAGA
Antonio Astigarraga, sacerdote de la diócesis de San Sebastián, ha defendido en el
Instituto Superior de Liturgia de Barcelona, en junio de 2006, su tesina de Licenciatura
sobre “La peregrinación cristiana al Santuario, ocasión para el encuentro sacramental
con Dios”. Le hemos pedido que nos resuma aquí las conclusiones de su reflexión
sobre el tema, que nos parecen de interés para nuestros lectores. El Índice del trabajo
es el siguiente: 1. La peregrinación en la Sagrada Escritura. 2. La peregrinación en la
historia de la Iglesia. 3. La peregrinación, un rito cristiano entre la tradición y la
posmodernidad. 4. La peregrinación, viaje “humano”, viaje “sagrado”. 5. La liturgia,
culmen de la peregrinación.
El ser humano es homo viator, caminante que hace camino al andar, podríamos
afirmar, parafraseando a Machado. Por su naturaleza caminante, por ser el hombre un
nómada de la vida y un transeúnte de la existencia, la peregrinación es una experiencia
de alcance universal que no está vinculada únicamente a su significado religioso, sino
que encuentra sus raíces en la misma antropología. El camino es símbolo de la
existencia humana. Todo ser humano, apenas abandona el vientre materno, se ve
enfrentado al camino espacio-temporal de su existencia. Creyentes y agnósticos han
sentido la necesidad de ponerse en marcha, de caminar, de hollar un sendero, en
búsqueda de nuevas metas, oteando el horizonte terreno y dirigiendo la mirada más
allá, hacia el infinito. Se pueden realizar muy diversas aproximaciones al hecho de la
peregrinación, tanto desde la perspectiva de las diferentes disciplinas teológico-
religiosas como de otras de carácter antropológico, cultural, incluso social o
psicológico. Aquí nos detenemos sólo en aquellos aspectos que más tienen que ver con
la pastoral de la peregrinación y de los santuarios.

EL SANTUARIO, ESPACIO DE ACOGIDA


Al plantear la exigencia de que los santuarios deban incidir e insistir en el ministerio de
la acogida, nos fundamentamos en la idea de que la peregrinación es una práctica con
la que todo ser humano puede identificarse, experimentar como acontecimiento
espiritual o de crecimiento humano y personal. Hemos de ser capaces de captar en el
fenómeno del desplazamiento hacia lugares naturales de belleza singular y en la
movilidad humana que busca valores espirituales, el anhelo que conduce a los
hombres al encuentro con el Trascendente. Desde esta intuición, es posible concluir
que las peregrinaciones cristianas, también tienen algo que ofertar al visitante cuyas
motivaciones no son estrictamente de índole religiosa. El ser humano es, estructural y
esencialmente, un ser relacional que necesita ser acogido y acoger, y que descubre en
este doble movimiento relacional-afectivo su identidad más verdadera. En una
sociedad como la actual en la que la persona ha pasado a un segundo plano, e incluso
ha sido reducido a mero instrumento al servicio de otras realidades como la
efectividad, el beneficio económico o el sistema, se constata una pasmosa carencia de
autoestima y aceptación. Las estructuras de nuestra sociedad conforman un contexto
diseñado para que el ser humano perciba la medida de su valía en proporción a lo que
aporta a esta sociedad. Es una coyuntura, por tanto, propicia para que el ser humano
se sienta frustrado, fracasado, inútil. El hombre necesita ser valorado, reconocido y
respetado por sí mismo, personalmente y no por el puesto que ocupe en la sociedad,
el trabajo que realice, su valía profesional, su prestigio. Son numerosos los visitantes
que llegan a los santuarios sin saber a ciencia cierta a dónde van, a qué van y qué es lo
que esperan de ese lugar, y son pocos los que tienen clara conciencia de su motivación
religiosa y pueden ser considerados propiamente peregrinos. Pero todos buscan en
esos espacios algo que no encuentran entre lo que el mundo y la sociedad les ofrecen.
Los visitantes son tan complejos como la misma sociedad de la que provienen. Sus
situaciones personales son tan variopintas como las que se pueden hallar en el mundo
contemporáneo en el que viven. Y es que, cuando comienzan su marcha hacia el
santuario, no dejan atrás su vida cotidiana, sino que cargan con ese bagaje de
experiencias, frustraciones, cansancios, anhelos y esperanzas que constituyen la vida
del ser humano. Posiblemente, en no pocos casos, es justamente la pesadez y la
oscuridad de la vida cotidiana la razón primordial que suscita el deseo de iniciar una
marcha, a modo de éxodo liberador. La serenidad, el silencio, el sosiego, la amistad, la
fraternidad, la gratuidad de las relaciones, son metas anheladas y buscadas por
infinidad de peregrinos y visitantes que se allegan hasta un santuario. Proporcionando
cobertura a estas realidades, los santuarios han de configurarse como espacios
privilegiados de acogida. La diversidad de situaciones y motivaciones de los visitantes,
constituyen un reto para la Iglesia y, más en concreto, para los responsables de los
santuarios. No podemos cerrarnos a la disponibilidad de acoger a quien se acerca al
santuario como buscador de sentido o de respuestas, a quien se aproxima para hallar
paz interior, a quien desea alejarse del mundanal ruido o al que se acerca a título de
mero turista. La acogida que pueda dispensárseles quién sabe si no constituirá fuente
de recuperación o, en su caso, del florecimiento de la fe. El santuario, lugar revestido
de especiales condiciones para preparar el encuentro de Dios con el hombre, halla en
la acogida cordial una forma privilegiada que predispone al visitante, peregrino,
curioso o buscador, a abrirse a la experiencia de encuentro con Dios. Acoger al hombre
de hoy, con sus virtudes y heridas, con sus cualidades y sus defectos, con respeto,
valorándolo como persona, ofreciéndole humildemente lo que la fe cristiana puede
ofertar en el santuario, puede ser caldo de cultivo donde brote un creyente deseoso de
ser acogido, también, por Dios. Por tanto, el ministerio de acogida se conforma como
instrumento de evangelización misionera de primer orden.
PEREGRINACIÓN Y EVANGELIZACIÓN
Es notorio que nos enfrentamos a la ardua tarea de una segunda evangelización de
Europa, tal y como Juan Pablo II puso de manifiesto a lo largo de su pontificado.
Pueblos que fueron cristianizados en un pasado ya lejano y con una tradición e historia
vinculada estrechamente con el cristianismo, viven hoy en un clima de marcado
secularismo donde la cuestión religiosa es cada vez menos valorada. Una indiferencia
religiosa que se agrava cuando el pluralismo relativiza la verdad de la fe cristiana, que
pasa a ser una propuesta entre otras, y eleva a categoría de valor primordial la libertad
individual para configurar sus propias creencias tomando como criterio sus deseos o
ideas. De todo ello no se desprende la desaparición del hecho religioso, aunque se
constata una búsqueda de sucedáneos de la salvación en el bienestar que genera la
situación económica, o en el equilibrio interior buscado en la militancia de diversas
sectas y grupos de cariz espiritualista. La peregrinación cristiana ofrece una gran
riqueza de matices que la convierten en un ámbito donde es posible una experiencia
religiosa diversa y plural, y no única y excluyente: la solidaridad y la acogida del
camino, el contacto con otros peregrinos, la naturaleza, la cultura y el arte, la belleza,
el silencio, la oración y el recogimiento, los sacramentos y las celebraciones en el
santuario, la cercanía de los responsables de la pastoral... todo ello traza un entorno
sin igual para la propuesta de la Buena Noticia. La potencialidad evangelizadora que
tiene la liturgia de la Iglesia, la señala la Constitución Sacrosanctum Concilium en el
núm. 59, cuando afirma que los sacramentos, además de suponer la fe, la alimentan, la
robustecen y la expresan y son, en verdad, sacramentos de la fe. Creemos que los
responsables de la pastoral litúrgica de los santuarios, deben ser conscientes de la
eficacia evangelizadora del culto. Pablo VI en la Exhortación Apostólica Evangelii
Nuntiandi, en núm. 47, se refiere a la fuerza evangelizadora de los sacramentos y
afirma que la finalidad última de la evangelización ha de consistir, precisamente, en
educar en la fe, de tal manera que conduzca a cada creyente a vivir los sacramentos
como verdaderos sacramentos de la fe.
LA PEREGRINACIÓN Y EL COSMOS
A menudo, los santuarios se hallan emplazados en medio de paisajes de tal belleza
natural que suponen, por sí mismos, un regalo para la vista y las almas sensibles. No
hemos de desdeñar ni ignorar la capacidad admirativa de los visitantes ni el creciente
interés por lo ecológico, notorio en nuestra sociedad. El ser humano urbano, alejado o
distante de la naturaleza y embutido entre el asfalto y el cemento, necesita volver a su
ámbito natural y comulgar con el cosmos al que se siente inexorablemente ligado,
porque él mismo es parte integrante de la naturaleza creada. La peregrinación con
destino a un santuario posibilita el encuentro del ser humano con el cosmos y, a causa
del mismo, hace posible que pueda hallarse con su propia identidad esencial como
creatura de Dios, semejante al resto de todo lo existente. Por la indestructible ligazón
existente entre el hombre y la naturaleza, el cosmos no puede estar apartado o
desligado de la salvación. De hecho, la Biblia nos muestra que cosmos y salvación están
vinculados de forma que el acto de la creación establece el comienzo del cumplimiento
del proyecto de salvación de Dios. En la misma creación del cosmos comienza la
Historia de la Salvación. Y cuando en la plenitud de los tiempos el Hijo eterno se hace
hombre, tanto la humanidad como el mismo universo, quedan asumidos como
vehículo que hace viable, que comunica, la salvación. Por su resurrección, la naturaleza
es recreada y, en cierto sentido, divinizada o transida de la presencia del Señor de la
historia y del cosmos. De aquí que la naturaleza pueda desvelarse como epifanía de
Dios. Y aquí surgen los símbolos. El ser humano necesita de símbolos cuyo origen se
halla, no podía ser de otro modo, en el mismo hábitat o contorno creado. Para
comprenderse a sí mismo y poder aprehender el universo, el hombre pone en práctica
su capacidad simbólica, dotando de sentido a las cosas y confiriéndoles un ánima.
Igualmente, en su relación con Dios, le son imprescindibles los símbolos. En la
peregrinación hacia el santuario, donde se manifiesta esta relación entre la naturaleza
y lo simbólico, donde queda patente que lo creado es humanizado e incluso divinizado,
donde la vinculación entre los paisajes recorridos y el pan y el vino de la mesa del altar
queda manifiesta, se deben cuidar con sumo esmero las relaciones del hombre con la
naturaleza y el cosmos, de igual modo que se ha de cuidar que los símbolos
sacramentales no sean reducidos a su mínima expresión en lo que se refiere a la
materia, sino que acrediten su origen cósmico-natural. Sólo si realmente aparecen
como provenientes de la naturaleza podrán ser significativos para el ser humano,
porque podrá identificarse en y con ellos. Se concluye de lo afirmado que, en los
santuarios, la pastoral litúrgica no ha de contemplar los símbolos litúrgicos como
meros garantes o soportes de la validez o licitud, incurriendo en un formalismo
arcaizante. También hay que señalar la importancia de la pastoral de las bendiciones
como medio para dotar de significación a las realidades y objetos del mundo,
empapando lo cotidiano, el camino diario, con lo divino, y tiñendo el universo con los
colores de la fe, la esperanza y la caridad.
SANTUARIOS Y CULTURA
Aquí es ineludible referirse a la capacidad de creación cultural del hombre. Cuando el
ser humano dota de significación unos objetos o realidades del cosmos, los está
convirtiendo en manifestación de sus propios sentimientos, de su espíritu. Dejan de
ser meros objetos para convertirse en expresiones del espíritu humano. Aquí está el
origen del arte, de la cultura. Además del paraje natural con su belleza agreste,
también la construcción, los objetos y libros de uso litúrgico, la liturgia misma... han de
ser auténticos y bellos para poder ser expresión de la interioridad del hombre
creyente. No cabe duda de que hemos pasado de una época en la que la liturgia se
había reducido a una puesta en escena, a otra en la que, con una posición
excesivamente iconoclasta, hemos rechazado la imagen para centrarnos en la palabra,
la doctrina. Pero, el binomio imagen–palabra, que se corresponden a las facultades de
la vista y el oído, continúa siendo vital. Los santuarios pueden convertirse en espacios
en los que se propicie la recuperación de la relación entre arte y liturgia, entre estética
y pastoral. No cabe duda de que la vivencia de la fe se halla vinculada a la vivencia de
la belleza y que esta relación encuentra en el santuario su realización más significativa
en cuanto que, junto con su entorno, se constituye como un espacio de belleza y
pulcritud, permitiendo que el visitante despliegue sus cinco sentidos y, de este modo,
sienta y perciba la índole sagrada, religiosa, hierofánica del santuario. De este modo, la
fe cristiana dejaría de estar a merced del excesivo raciocinio que comportan la
doctrina, las afirmaciones dogmáticas o difíciles lucubraciones teológicas. Nuestra
tendencia a encorsetar a Dios en esquemas conceptuales bien definidos constituye, en
no pocos casos, una traba para el lenguaje de la poesía, el arte, la música, los sentidos.
Pero no cabe duda de que, cuando los santuarios promocionan este tipo de lenguajes,
permiten que un considerable número de creyentes puedan acoger y personalizar la fe
y expresarla, no tanto mediante fórmulas dogmáticas que pueden pecar de parecer
meras abstracciones, sino mediante un lenguaje que permite ser vehículo de lo sentido
y vivenciado. Hemos de poner manos a la obra para recuperar el capital simbólico
heredado y quizás nos hemos de atrever a permitir que esta cultura actual pueda
expresarse en su propio lenguaje, también en el seno de la Iglesia. La misma Biblia nos
ofrece un caudal sin parangón por su enorme riqueza de lenguajes múltiples que
pueden servir de inspiración, e incluso como modelos sugestivos, que permitan al
hombre contemporáneo expresarse. Es cierto que la inserción de todo este caudal, en
las celebraciones litúrgicas propiamente dichas, presenta una enorme problemática
porque afectaría a cuestiones esenciales de la misma liturgia. También hay que tomar
en consideración la constatación de que la creación artística, en muchos casos,
provoca una cierta perturbación en los fieles. Del mismo modo que debemos ser
conscientes de que, aún hoy, lo sensible y estético continúan asociándose con la
sensualidad. En consecuencia, en vez de optar por la inserción de elementos culturales
en la celebración litúrgica y aunque puede haber casos en que el encaje sea perfecto,
es más aconsejable que en los santuarios se organicen actos que no sean propiamente
litúrgicos, pero sí puedan disponerse como preparación a los mismos: exposiciones de
pintura, imaginería, incluso alguna película o un buen concierto, acompañados de un
coloquio, una conferencia, inclusive alguna lectura bíblica en el marco de una
plegaria... No cabe duda de que pueden constituirse en camino para que el creyente se
exprese y manifieste mediante ese lenguaje cercano al sentimiento, y a los sentidos y
pueden, así mismo, propiciar una vivencia de las celebraciones litúrgicas más intensa y
personalizada y, por tanto, más fructuosa. De este modo, el santuario, en el que se
dispone la armonización entre naturaleza y gracia, entre arte y piedad, puede ser
propuesto como expresión de la belleza que nos remite y conduce a la contemplación
de la belleza de Dios. Creemos que, en el marco del diálogo de la religión con la
cultura, un estudio de la peregrinación cristiana al santuario desde una perspectiva
más cultural y antropológica, incluso ecológica, puede aportar claves en torno a las
que reflexionar para interpretar el fenómeno creciente de las peregrinaciones en un
ámbito en el que la descristianización y la indiferencia religiosa parecen imparables.
PEREGRINACIÓN Y SENSITIVIDAD
El mundo está henchido de la presencia de Dios. Más aún: Dios se hace presente al
hombre al modo humano, mediante realidades mundanas. Por ello, nos parece
fundamental la cuestión de la sensitividad del ser humano, dado que los sentidos no
sólo nos permiten acercarnos y percibir las realidades circundantes, sino que también
son las vías imprescindibles para acceder a la trascendencia que late en el mundo y a la
que sólo se puede llegar a través del mismo mundo. De este modo, podemos afirmar
que lo fenomenológico no es obstáculo, sino manifestación de la Presencia última que
late y palpita en las cosas. Pero, para que ello sea posible, hay que estar muy atento al
modo en que nos ubicamos en el mundo y a la forma en que utilizamos nuestros
sentidos. Ejercitar nuestros sentidos de tal modo que nos permitan franquear la
realidad fenomenológica y acceder a la presencia de lo sagrado en lo humano es
primordial para captar a Dios como presencia primera que constituye toda la realidad y
también para comprender la dinámica de la misma liturgia. La peregrinación cristiana
ofrece un cauce sin igual para ejercitar los sentidos, de tal modo que podamos
experimentar que el mundo es resplandor de Dios, que la experiencia sensible es
transparencia de Dios. Hay un modo de ver, oír, gustar, tocar u oler que nos paraliza y
nos enclaustra en nuestro propio ego, pero también hay otro modo que nos abre al
mundo y nos ayuda a descubrirlo como presencia y transparencia de Dios.
Este modo de ejercitar nuestros sentidos es fundamental en quienes se acercan hasta
el santuario abiertos y anhelantes de la experiencia de encuentro con el Señor, que
siempre ha de acontecer mediante las realidades al alcance del ser humano.
La mirada gratuita, no posesiva, tan difícil en esta sociedad en la que estamos
saturados de tantas imágenes con fines mercantilistas, a través de los medios de
comunicación audiovisuales, puede ser ejercitada por el viandante mientras va de
camino hacia su destino, contemplando la naturaleza, con sus múltiples y variados
matices de color y forma, y sentir la mano creadora de Dios en el fondo de tamaña
belleza. Puede, también, pasar de la admiración ante las obras de arte y arquitectura
monumental de las que el ser humano es capaz, a percibir la fe que impulsó semejante
creación; incluso puede llegar a ver a Dios como verdadero e ingenioso arquitecto o
artista capaz de crear al hombre, obra de arte por antonomasia. Pero, también podrá
ejercitar su mirada a través de una oración de contemplación, una mirada icónica que
desemboque en la experiencia del saberse mirado con cariño y ternura por Dios, del
sentirse ante Dios, cara a cara, en comunión, por el encuentro de ambas miradas.
Nuestro estilo de vida se está convirtiendo en verdadero obstáculo para el diálogo y
para la escucha mutua, y para percibir la riqueza del universo. Nuestro mundo está
plagado de ruidos que impiden la escucha y dificultan el silencio imprescindible para
poder oír. El fluir del río, el trinar de los pájaros, el viento por entre las ramas de los
árboles, la hojarasca pisada, la palabra del compañero de camino, el silencio en el
interior del santuario, la oración cadenciosa, la música, la Palabra de Dios proclamada
para que nuestros oídos la conduzcan hasta el corazón, el encuentro en el sacramento
de la Penitencia en el que Dios nos susurra su perdón, el silencio interior que nos
permite ponernos a la escucha de Dios. El gusto está unido al acto vital de comer. Pero
gustar supera el mero acto de alimentarse para sobrevivir. El gusto nos permite sentir
lo que ingerimos de un modo distinto: no se trata de tragar, de succionar, de satisfacer
nuestro estómago, sino de gustar y sentir más internamente. El menú del peregrino, el
agua fresca del camino, la tableta de chocolate compartida con el compañero, son
alimento para el cuerpo, pero también para el ánima. ¡Y qué decir de la participación
en la Eucaristía! Es evidente que nuestro organismo no necesita de este insignificante
pedazo de pan para subsistir. Aunque las obleas que utilizamos en nuestra Eucaristía
resultan bastante insípidas y no ayudan a ello, la experiencia de gustar a Cristo que se
nos entrega sacramentalmente como Pan y Vino, además de impregnarnos de su sabor
divino, es vital para el creyente que se acerca hasta el santuario deseando encontrase
con Jesucristo en los sacramentos. Los aromas, los olores, nos producen repulsión o
atracción. Pero, además de la experiencia más básica de percepción y distinción entre
fetidez y perfume, el olor tiene una gran capacidad de evocación. Apreciamos con
agrado los aromas cálidos y acogedores del hogar, el efluvio de la hospitalidad. Por el
olfato asociamos olores con espacios concretos: el aroma de los campos en primavera,
el olor putrefacto y húmedo de la hojarasca que va convirtiéndose en humus, el aroma
de los cirios o del incienso que asociamos con un lugar sagrado. Nuestros santuarios
han de oler a paz, a convivencia fraterna, a acogida gratuita, a oración pausada y sin
prisas, a presencia misteriosa. Y nuestra pituitaria ha de guardar recuerdo y memoria
de esos lugares santos, remansos de paz y equilibrio, ámbitos de encuentro con el
Señor. Por el tacto nos cercioramos de la tangibilidad de las cosas, palpando nos
aseguramos de la presencia de las cosas. Por el tacto también nos apropiamos de las
realidades. Por el tacto podemos, así mismo, recibir lo que nos es ofrecido y, por tanto,
también podemos entregar y ofrendar. Por el tacto podemos tocar más allá de lo que
se palpa, y podemos entablar una estrecha comunión con todo lo creado: pisar la
hierba y sentirla bajo nuestros pies, acariciar un animal, sentir la rugosidad de la
corteza de un árbol... Por contacto digital aceptamos a nuestros semejantes y nos
mostramos disponibles. Por el tacto podemos tocar la imagen que preside el santuario,
queriendo apropiarnos, pero también entregándonos, al que la imagen representa. Por
el tacto entablamos relación con lo divino, con Dios mismo. Por el tacto podemos
tomar en nuestras manos el pan de la Eucaristía y tocar sacramentalmente a Cristo
resucitado. En la peregrinación, los sentidos son convocados y transformados para
poder ver, oír, oler, palpar, gustar la presencia de Dios en el cosmos, en la obra del ser
humano y en la derivación de su sensibilidad artística y su ingeniosidad y capacidad
creadora, en los objetos que por su fe se han convertido en portadoras de una realidad
que las supera y transciende, en los símbolos que hablan sobre el ánima humana, en
los sacramentos que, sin dejar de ser realidades perteneciente al mundo, nos remiten
y refieren al mundo de Dios. Transformando nuestros sentidos, podemos percibir la
presencia de Dios en la peregrinación, en el santuario y en todo lo circundante.
Transformando nuestros sentidos, podemos tener la experiencia de la revelación de
Dios mediante las realidades que percibimos.
ORACIÓN DE LA IGLESIA Y ORACIÓN PRIVADA
No cabe duda de que una de las metas que persiguen los peregrinos en su caminar
hacia el santuario es la plegaria, la oración. Los santuarios se constituyen como
espacios donde es posible compatibilizar la oración litúrgica con la oración privada o
personal. Ambas prácticas son necesarias y no se debe prescindir de ninguna de las
dos, puesto que la liturgia no agota la vida espiritual del cristiano; pero no deben
confundirse, ni mezclarse, ni suplantarse sin caer en el peligro de un empobrecimiento
de la oración de la Iglesia por la inserción de elementos devocionales que difuminen su
naturaleza, y el riesgo de creer engañosamente que la práctica de los ejercicios
piadosos puede sustituir la liturgia de la Iglesia. La oración litúrgica y la oración
personal son distintas en lo referido al sujeto. La oración litúrgica es el diálogo que la
Iglesia mantiene con su Señor; en la oración personal el sujeto no es la Iglesia, sino un
particular que, desde sus propios sentimientos e ideas se dirige privadamente a Dios.
La oración de la Iglesia y la oración personal difieren, también, en el modo en que se
organizan. En la oración litúrgica, el cristiano no puede manejar y establecer a su
antojo el desarrollo de la oración, sino que tiene que insertarse en una realidad que le
supera y que le es propuesta; en la oración privada predomina la subjetividad, con el
consecuente peligro de que la oración se convierta en una terapia de
autocomplacencia en el que el centro no es Cristo, sino el orante y su propio estado
anímico-vital, y en el que la iniciativa no la tiene Cristo, sino que su función consiste en
responder a las motivaciones del orante. También es palpable otra diferencia nada
desdeñable. En la liturgia de la Iglesia, actúa Cristo mismo como celebrante principal,
mientras que la oración privada no pasa de ser plegaria personal de cada individuo. La
peregrinación cristiana al santuario puede ser una ocasión para que los cristianos
aprendan a insertar su oración privada en la oración de la Iglesia.
LA PEREGRINACIÓN, ESCUELA DE LA ORACIÓN LITÚRGICA
En nuestras comunidades cristianas cada vez es mayor el número de creyentes que
menosprecian la liturgia de la Iglesia y ensalzan la plegaria privada. Afirman que la
oración de la Iglesia es impersonal y que no alcanza al ser humano en su hondura y,
por tanto, no logra ser significativa para su vida. En cambio, la oración personal, por el
hecho de responder más eficazmente a las circunstancias personales del orante,
conduce a éste a la impresión de haber logrado una mayor y más plena comunión con
Cristo que no es posible alcanzar en la oración litúrgica. Los santuarios tienen la
encomiable misión de ofrecer una oración litúrgica que pueda motivar, incentivar,
provocar e inspirar la oración privada de los fieles. Con unas celebraciones litúrgicas
ejemplares, con una Liturgia de las Horas preparada con esmero y realizada con
diligencia, con celebraciones en torno a la escucha de la Palabra de Dios.., los
santuarios deberían lograr que la oración personal de los fieles sea la antesala y
preparación de la oración litúrgica, y viceversa: que la oración litúrgica estimule la
oración individual, desvelando ese gran error de que la liturgia de la Iglesia es
impersonal y que no atañe a la persona ni exige su participación activa. Gran número
de creyentes necesitan de orientación y formación litúrgica para que puedan evitar la
osada ignorancia que los conduce a colocar en el mismo plano de valor la Escritura y la
poesía, la Eucaristía y la celebración dominical en ausencia de presbítero, la Penitencia
y el acto penitencial con que se inicia la Eucaristía, la oración personal y el culto de la
Iglesia. Consideramos que la peregrinación cristiana bien puede suscitar una
experiencia más personal y más gratificante psicológicamente, de la liturgia de la
Iglesia, en la que, sin pretenderlo, el creyente se sienta absorbido, asumido, parte de
un todo, sin por ello anular su propia persona, y puedan tener una verdadera
experiencia de encuentro con Dios mediante los sacramentos, evitando, de este modo,
que su práctica religiosa quede en un devocionismo de tinte infantil e incluso mágico.
EL TRAYECTO COMO OPORTUNIDAD PASTORAL
No será superfluo hacer una reflexión sobre la oportunidad pastoral en que puede
transformarse el mismo camino, sobre todo si el trayecto hasta el objetivo de la
andadura es de cierta envergadura y exige un esfuerzo prolongado. Si bien es cierto
que muchos de los que emprenden el camino hacia un santuario no lo hacen
motivados por su fe, también es cierto que en el transcurso de la andadura van
descubriendo otros motivos y razones que, de antemano, no se planteaban e incluso
descartaban. De una manera u otra, quienes por una u otra razón comienzan la
andadura hacia un santuario, llegan a percibir el sentido religioso del trayecto. Más
aún, para muchos peregrinos, el camino se convierte en un verdadero proceso de
transformación interior, de modo que, en paralelo al trayecto geográfico que han de
recorrer, se va hollando otro camino que pertenece más a la interioridad de la
persona. Las condiciones del trayecto físico ofrecen las circunstancias adecuadas para
el inicio de un proceso de conversión o mudanza: el tener que caminar durante horas,
aguantar las condiciones climáticas, dormir en lugares comunes y compartir con otros
caminantes las pocas comodidades que el trayecto ofrece, constituyen una verdadera
ascesis para el peregrinante, que no sólo inciden en su estado físico sino también en su
vida interior. Y si a ello añadimos el hecho de no estar sujetos al ritmo del trabajo, la
posibilidad de un diálogo sincero y sin reservas con los compañeros, los ratos de
silencio, el vivir de la hospitalidad, las iglesias y lugares sagrados que pueden
encontrase en el trayecto... en ese recorrido que es exterior e interior, muchos pueden
encontrarse con Jesucristo. Creemos importante que la Iglesia se plantee el trayecto
como ocasión u oportunidad pastoral para acoger a los alejados que se acercan a las
comunidades cristianas del camino en busca de refugio, silencio o escucha. Se trata de
personas que se hallan de paso y que permanecen muy poco tiempo en cada lugar y,
por ello mismo, el trato ha de ser más exquisito, más cercano, porque de la impresión
que reciban en ese breve rato puede depender que su corazón se convierta en buena
tierra apta para recibir la semilla de la fe y hacerla fructificar. Los peregrinos vienen
con hambre y con ampollas, pero también con problemas personales, con un corazón
necesitado de bálsamo, con un futuro incierto ante el que se posicionan con dudas.
Necesitan la hospitalidad de la Iglesia, pero también su cercanía, también alguien que
preste oídos a sus dudas e inquietudes, alguien que quiera ser su compañero no tanto
en el camino que lleva al santuario, sino en el camino de la vida, alguien que los guíe y
conduzca hasta el Buen Pastor.
FENOMENOLOGÍA DE LA RELIGIÓN Y SACRAMENTOS
Los expertos en la fenomenología de la religión constatan algo común a las grandes
religiones: que, para que sea posible una relación entre el hombre y la Trascendencia,
es imprescindible la mediación de realidades mundanas. Es lo que desde las ciencias
del hecho religioso se denomina como hierofanía: realidades de todo orden presentes
en el mundo que ejercen la función de presencializar ante y para el hombre una
realidad perteneciente a un orden diferente al que pertenecen el hombre y el objeto
hierofánico. Lo divino se hace presente o se manifiesta a través de las realidades
naturales y mundanas sin operar una mutación física en las mismas, de modo que el
Trascendente, continúa manteniendo su naturaleza transcendental. Por tanto, el
Misterio no se objetiviza ni se mundaniza en las hierofanías, el Misterio, sigue siendo
Misterio que se hace presente como tal a través de la mediación de lo terreno. Y,
aunque el hombre no crea la hierofanía, existe un componente subjetivo que no se ha
de olvidar, puesto que un objeto o una realidad terrena es hierofánica porque así lo
percibe y siente una persona. Cualquier realidad, objeto, cosa, gesto, acción, puede
transformarse en una hierofanía. Todo lo que el hombre ha sentido, encontrado,
contemplado, tocado o amado puede convertirse en hierofanía. Nada hay que escape
a esta posibilidad, desde las realidades naturales más insignificantes y sencillas, a los
acontecimientos más extraordinarios, desde una piedra hasta la zarza ardiente... todo
puede convertirse en mediación por la que se entabla la relación entre el hombre y
Dios. Los estudiosos del hecho religioso encuentran, en la práctica de la peregrinación,
material de sumo interés para aproximarse a la comprensión de la experiencia de fe. El
trayecto y la llegada de la peregrinación están plagados de realidades mundanas de
todo tipo a través de los que el Misterio puede manifestarse al hombre y en la que
este puede reconocer su presencia. La peregrinación hacia un santuario es un
verdadero viaje teofánico en cuyo transcurso el hombre puede descubrir la presencia
de Dios en infinidad de realidades que pueden convertirse en mediación de esa
manifestación: la naturaleza, los lugares por los que va pasando, la presencia y
cercanía de los compañeros, la gente con la que se encuentra en su caminar, el arte,
las imágenes religiosas... desde un amanecer hasta la imagen serena de un crucificado,
pueden efectuar la función hierofánica. En este momento histórico en que lo religioso
es vivido desde claves posmodernistas y la subjetividad, la emotividad y la
autocomplacencia interior se han convertido en claves de la vivencia y experiencia de
lo religioso, existe un manifiesto peligro de que los sacramentos sean vistos como
meras realidades hierofánicas equiparables a cualquier otro objeto o cosa que, desde
la personal e intransferible subjetividad de cada cual, pueda ejercer esa misma
función. De modo que el sacramento deja de ser una realidad que contiene lo que
significa para pasar a ser apreciada o descartada como medio de experiencia religiosa
dependiendo de la subjetividad de cada persona. Así se llega a la consecuente
comparación del sacramento con cualquier otra realidad: puede ser comparable a una
imagen religiosa, a un paisaje, a un objeto, a cualquier realidad mundana que pueda
ser significativa para el ser humano a causa de las sensaciones, recuerdos o
experiencias psíquicas que haya podido provocar o generar el susodicho objeto. De
este modo, todo aquello que subjetivamente haya podido inducir o evocar una cierta
referencia al Trascendente, puede ser calificado o definido como sacramento. La
dinámica de la encarnación y la ley de la objetividad juegan un papel primordial para
ubicar a los sacramentos en su preciso lugar en la Historia de la Salvación y para
estimarlos y considerarlos como verdaderas teofanías, como únicos cauces por los que
Dios se manifiesta, se hace presente y se revela de modo pleno y absoluto. De este
modo, y sin que ello suponga la negación de que todo lo creado esté impregnada de la
presencia de Dios, podemos liberar al creyente de la falacia de creer que Dios está en
todo del mismo modo, negando así el carácter absoluto y definitivo de la revelación
obrada en Jesucristo, cuya prolongación son los sacramentos. Sólo así podremos
posibilitar una verdadera experiencia de fe objetiva, y no el fruto de un deseo de
autocomplacencia interior, de una exaltación de los sentimientos o de una
comprensión espiritualista, interiorista y desencarnada de la experiencia religiosa que
a tantas personas está seduciendo en estos momentos de relativismo absoluto.
UN DISCURSO ASENTADO EN UN ENCUENTRO
En los sacramentos se significa, expresa y realiza el encuentro personal y salvífico del
creyente con Jesucristo. Toda celebración sacramental es un encuentro de los fieles
con Cristo, que se expresa y manifiesta como diálogo a través de acciones y de
palabras. Y este encuentro se inserta en la dinámica de la Historia de Salvación, puesto
que, mediante los ritos y símbolos de la liturgia, se hace efectivamente presente y
actual la obra redentora de Cristo, toda su vida y, sobre todo, su muerte y
resurrección. Y el Salvador absoluto se hace presente personalmente en la
actualización de su obra salvífica, a modo de gran liturgo. Cuando el peregrino termina
su recorrido y participa en la liturgia del santuario, no se encuentra con una doctrina,
sino con una persona viva y presente. El encuentro del peregrino con Jesucristo es
sacramental-litúrgico. Se topa con Jesucristo como el Señor que se hace presente,
principalmente, en la liturgia, como dispensador de la salvación, cumplida en su
misterio pascual. Jesucristo se revela al peregrino a través de los signos y de las
palabras que constituyen la celebración de los sacramentos. Y el peregrino participa
del cumplimiento de la redención mediante la celebración de la liturgia. Es decir, si el
creyente se topa con Jesucristo como dispensador de la salvación y como
cumplimiento de la esperanza de salvación de la humanidad, es en virtud de las
celebraciones litúrgicas. La reflexión cristológica reclama la experiencia de encuentro
realizada en las acciones litúrgicas de la Iglesia. La cristología no debe reducirse a una
discusión irresoluble sobre las naturalezas de Jesucristo. La finalidad última de la
cristología debería consistir en alimentar y fecundar la fe celebrada en la liturgia de la
Iglesia, impidiendo, además, que quede reducida a meros ritos mediante los cuales
evadirse del mundo o de los problemas, ya sean personales o sociales, para
convertirlos en estadios de bienestar y equilibrio interior-psicológico, a modo de una
filosofía. Si la cristología no desemboca en la celebración, Jesucristo jamás será
percibido y experimentado como salvador y dador de vida.
LA PEREGRINACION AL SANTUARIO, ENCUENTRO SACRAMENTAL CON DIOS.
El peregrino halla las claves de su concepción cristológica en lo experimentado y vivido
en la celebración. Un discurso sobre la base de un encuentro salvífico. El rostro del
Señor con el que el peregrino se topa es el perfilado en la celebración de la liturgia. En
nuestro trabajo queda latente la intuición y el convencimiento de que la liturgia debe
ser, y es de hecho, lugar desde el que componer el discurso cristológico en clave de
encuentro pascual.
PEREGRINACIÓN Y TESTIMONIO CRISTIANO Tras el encuentro sacramental con Dios en
el santuario, el peregrino, retorna a su vida habitual y retoma su cotidianidad. Pero,
¿qué características tiene ese regreso? ¿Acaso la experiencia de encuentro salvador
mantenida en el santuario queda en una experiencia momentánea sin incidencia
alguna más allá del marco de la duración de la propia peregrinación? ¿Las
consecuencias de la experiencia religiosa perduran únicamente mientras el peregrino
permanece en el santuario? No podemos detenernos en las consecuencias que la
peregrinación cristiana tiene en la vida cotidiana del peregrino que retoma el ritmo de
su vida ordinaria, en la relación entre el encuentro sacramental con Dios y la misión o
el compromiso apostólico. No cabe duda que la experiencia religiosa de encuentro
sacramental con Cristo ha de marcar lo cotidiano del peregrino. En las celebraciones
litúrgicas, el peregrino ha descubierto quién es Dios para él y quién es él para Dios; ha
experimentado la cercanía amorosa de Dios que se traduce en salvación y sentido de la
vida. El peregrino que se sabe y se reconoce amado y salvado por Dios, no puede evitar
convertirse en testigo del Evangelio, de la Buena Noticia que él mismo ha vivido. Las
celebraciones sacramentales constituyen, justamente, la fuente de toda la actividad
apostólica de la Iglesia. Es en la liturgia donde se actualizan los misterios de Cristo,
donde se actualiza la salvación que la Iglesia, como instrumento del Espíritu Santo,
proclama y anuncia. Por ello, la Iglesia no puede ser testigo de Cristo si no persevera
en una estrecha y íntima relación con él. Esta relación que hace surgir la misión, se
encarna y produce en la celebración de los sacramentos. Así, el peregrino que se
encuentra con Cristo en la liturgia de la Iglesia, no puede resistirse a la llamada al
anuncio del Evangelio, y no puede esquivar el compromiso misionero al que el
encuentro lo conduce. Es el gozo de la salvación lo que hace del peregrino un testigo.
Es Dios mismo el origen del gozo y, por tanto, también del compromiso apostólico que
adquiere el peregrino.
IGLESIA PEREGRINA DE DIOS
La práctica de la peregrinación cristiana nos brinda, también, la posibilidad de
desarrollar una reflexión de índole eclesiológica, al ofrecernos un concepto o idea de
Iglesia caracterizada por su naturaleza peregrinante, presente en el mundo de modo
transitorio, provisional, y cuya meta definitiva se encuentra en la nueva Jerusalén. Si la
Iglesia pretende servir al reino de Dios y no convertirse en centro y contenido de su
anuncio y misión evangelizadora, ha de tener muy presente su dimensión histórica, su
inter-temporalidad: asentada en este tiempo, pero en camino hacia la plena
manifestación de los hijos de Dios, como dice la Constitución dogmática sobre la Iglesia
Lumen Gentium a lo largo de su capítulo octavo. En su peregrinar hacia la definitividad
de Dios, la Iglesia es compañera cercana de viaje de la familia humana, de la que forma
parte integrante. Así lo señalaba la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et Spes, cuando nos presenta una Iglesia que comparte los gozos y
tristezas de la humanidad, una Iglesia cuya misión en el mundo es, en tanto misión
religiosa, misión totalmente humana y humanizadora, una Iglesia que pretende ayudar
a descubrir a la humanidad una meta transcendente más allá de la misma historia
terrena. En ese camino peregrinante, la Iglesia se alimenta de la presencia del Kyrios,
que se hace presente como alimento que refuerza y renueva sus fuerzas para
continuar adelante, sin desfallecer y sin desanimarse. Así, el camino se convierte en
experiencia de un Emaús renovado. Experiencia de encuentro con Aquel que confiere
sentido a la historia humana, experiencia de encuentro con el que es la superación y la
culminación de la humanidad, experiencia de encuentro con el que nos hace partícipes
de su plenitud de su vida. Por eso, el santuario hacia el que camina todo peregrino se
concibe como signo de la meta definitiva de la Iglesia y de la humanidad redimida. El
edificio sagrado en cuyos atrios termina el camino del peregrino, se convierte en
metáfora de la nueva Jerusalén hacia la que se dirige nuestra peregrinación en la vida y
en la historia. Y, por ello, el santuario puede presentarse como signo de esperanza
confiada para quienes caminan por los senderos del mundo con el anhelo de llegar a
vislumbrar la patria celestial. Nueva Jerusalén esperada y deseada, aunque aún no
poseída, de cuya mesa nos alimentamos, puesto que, por la liturgia de la Iglesia,
pregustamos y participamos en la liturgia celestial celebrada en la ciudad santa hacia la
que nos dirigimos como peregrinos. La Iglesia peregrina en la tierra, unida a Cristo su
Cabeza, mediante la liturgia, acción del Christus totus, participa ya en la liturgia
celestial. Y esta participación en la liturgia del cielo es pregustación de la posesión del
cielo.
ANTONIO ASTIGARRAGA San Sebastián

Revista Phase 275 (2006) 503 - 521

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