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J. J. Maldonado
El sol y la tristeza del mundo caían en mi cara mientras abajo, en la primera base del
camión, cerca de las puertas y el capó, un grupo de zombis pugnaba por llegar al techo y
comerme, a mí, a la carne negra de Ñaña. Estaba en esa situación desde el mediodía,
aceptando los rayos del sol como lamas de vidrio incrustándose en mi piel, asqueado de
mi mala suerte tras haber perdido una vez más el rastro de Sirius y tras haberme dejado
acorralar por una jauría de muertos vivientes al resbalar de mi motocicleta.
Sí, allí estaba yo, bronceándome y observando cómo las nubes fluían sin alterarse
hacia el borde de los cerros. El cielo, allá arriba, parecía una enorme costra roja, y las
casas destacaban oscuras contra él, monstruosidades bulbosas de color bilioso y de una
fealdad uniforme, muchas de ellas manchadas de sangre, mierda y grafitis.
Era cierto que para nosotros, los pandilleros, Ñaña siempre había sido pequeña,
concéntrica, pero ahora, con la ocupación de los zombis, el pueblo parecía enorme, casi
un continente entero, y aquella misteriosa expansión creaba un contexto difícil de sortear
a la hora de movernos por la zona, una zona tan llena de arboledas, acequias, eriales y
crisolitos regados en la tierra. No quiero excusarme ahora, pero estoy seguro de que fue
precisamente aquella hosquedad geográfica la que me impidió atrapar a Sirius y terminar
de una buena vez con mi cacería que se prolongaba desde las épocas sin zombis, cuando
todos los pandilleros vivíamos tranquilos y cuando nuestro único problema eran las
batidas policiales.
Por entonces yo pertenecía a Los Kagas, una banda de negros adolescentes y
rabiosos, hartos de ser tratados como la mierda del pueblo. Sirius, dos o tres años mayor
que yo, era el cabecilla de Los Meas, un grupo de mestizos que se creían la última cagada
de Ñaña, es decir, una copia blasfema de los nazis o del KKK. También existían, por
supuesto, otras pandillas tan feroces o territoriales como nosotros. Allí estaban Los
Sierras, formado por los serranos y cholones del pueblo; Los Chupetones, por los maricas
de Ñaña; Las Clickers, por adolescentes feminazis; Los BwBw, por skaters punk y,
finalmente, Los Buguis, pandilla constituida únicamente por niños que, en manada, eran
tan letales como hienas. Todos, en conjunto, vitalizábamos el pueblo, dándole cierto
relieve y protección a nuestra vida adolescente.
Si no recuerdo mal, yo entré a Los Kagas buscando una identidad, pero poco a
poco fui entendiendo que mi identidad ya había sido hallada desde que tuve uso de razón,
y esta trataba —básicamente— de mi color de piel. En efecto, yo era la carne negra de
Ñaña y eso en lugar de avergonzarme se convertía en mi soberanía y única elegancia.
Pero no siempre fue así. Al principio sufrí los insultos y provocaciones de la gente en la
escuela. Me gritaban negro. ¡Negro! ¡Negro! ¡Negro sucio! ¡Negro concha tu madre!
¡Negro mama! Y yo retrocedía, preguntándome: ¿acaso soy realmente negro? Entonces
era demasiado temprano para tener una respuesta, de modo que cuando Sirius y el resto
de los niños me decían negro, me sentía negro como ellos querían. Y, por supuesto, fui
negro, muy negro, y odié mi piel, mi pelo afro, mis labios gruesos y morados, odié las
palmas de mis manos, amarillas, y odié mis uñas, sobre todo odié mis uñas, casi plateadas
y perennemente rudas.
Sirius, lo puedo jurar, fue el responsable de mi odio. No solo me insultaba, sino
también me perseguía y humillaba. Una tarde me atrapó junto a su pandilla y me arrastró
hacia el río, donde me obligó a desnudarme y a revolcarme en la mierda de las vacas para
que —según él— se me quitara el color. Pero como la negrura jamás se me quitó, Sirius,
quien ya estaba ingresando al siguiente nivel delictivo, se volvió loco e intentó violarme,
aunque felizmente sus amigos lograron disuadirlo a tiempo, el muy hijo de puta.
Para no quedarse con las ganas, Sirius, el futuro líder de Los Meas, sacó una
navaja y me marcó la siguiente letra en el pecho:
N
Ene de negro.
—Para que nunca te olvides de mí —dijo, mientras yo, chillando y embarrado de
sangre, trataba de cerrarme la herida con desesperación. Obviamente, jamás pude
olvidarme de él, ni siquiera tras la repentina aparición de los zombis en Ñaña. Cuando el
corte al fin cicatrizó, una marca roja y deformada apareció, en medio de mis pectorales,
una protuberancia fibrosa y alargada, tan asquerosa como si tuviera un gusano vivo debajo
de mi piel.
Desde entonces mi odio se convirtió en miedo, en terrores y pesadillas que no solo
me asustaban a mí, sino también a mi hermano pequeño Eren. Si yo era vulnerado por
Sirius y su gente, Eren sufría los reveses de muchachos de su edad, aunque de vez en
cuando también se las veía con la pandilla de Sirius, quienes a pesar de saberlo más débil
que yo, no se metían tanto con él como conmigo.
Así, pues, bajo ese dominio del terror adolescente fuimos creciendo, cada uno a
su manera, buscando distintas fuentes de protección para poder sobrevivir en los campos
minados de Ñaña. De esta forma, y como resultado natural, empezaron a crearse las
pandillas. Poco a poco el barrio fue llenándose de grupos que reclamaban un territorio y,
sobre todo, un estigma por el cual mostrarse orgullosos. Los Meas, por ser más
numerosos, dirigieron toda la parte del estadio de tierra y la vieja estación de trenes, al
otro extremo del río. Los Buguis, esos niños de mierda, tuvieron como territorio el puquio
y la alquería; Las Clickers, la entrada Las Cadenas y el primer tramo de la torrentera del
río; Los BwBw reclamaron la parte asfaltada de la posta médica y la arboleda que daba
con la carretera; Los Sierras se apoderaron de la cumbre del cerro; Los Chupetones, de
las cloacas y Los Kagas, la carne negra de Ñaña, del pantano y las casonas derruidas a su
alrededor.
A partir de esta delimitación fronteriza, los negros no podíamos ir con total
libertad a la estación del tren o subir el cerro sin recibir el rechazo de las pandillas que
dirigían esas zonas. Pasaba lo mismo con los skater punk o los maricas si querían entrar
a nuestro territorio. Los Meas tampoco podían moverse tranquilos por el barrio, aunque
a veces resultaba difícil expulsarlos por su vasta cantidad de pandilleros. Los únicos que
se desplazaban sin problema por los caminos de Ñaña eran las integrantes de Las Clickers
y los niños de Los Buguis, después la tensión entre el resto de las bandas se extendía
como un derrame de petróleo por el agua.
El día que me uní a Los Kagas, el miedo que había sentido por Sirius y su pandilla
volvió de golpe a su raíz: el odio. Cada vez que me cruzaba con su grupo, toda la mierda
que me hicieron sufrir de niño reaparecía y me hacía explotar de asco, de odio, de
sentimientos vengativos, y entonces actuaba, descontrolado, al igual que una máquina
asesina. Aquella vieja herida que alguna vez me separó del mundo mudaba en un instante
a un manantial de venganza y sed de sangre.
Así, en poco tiempo me convertí en el guerrero más salvaje de Los Kagas,
sintiéndome orgulloso por primera vez de mi color, de toda mi negrura, de haber
recuperado al fin mi identidad perdida. Y entonces no solo era negro, sino también me
sentía el más negro de los negros y eso me hacía muy feliz.
No tuvo que pasar mucho para que las pandillas, al igual que nosotros, empezaran
a crecer. Estas fueron consolidándose y dejaron de pelear solo por odios raciales e
ideológicos. Con mucho sentido del deber, las bandas armaron guerras por tráfico de
marihuana y por extorsión a gente de Ñaña y otros sitios.
Ahora, con Los Kagas hacíamos planes para vaciar casas o cabinas de internet.
También íbamos apretando a las personas y cobrando cupo a los vecinos por supuesta
protección territorial. De hecho, el resto de las pandillas hacía exactamente lo mismo, lo
cual creaba cierto orden o balance para que las cosas no se salieran de control.
Más o menos ese era el contexto en el que nos movíamos por Ñaña y la vida
entonces parecía buena, realmente buena de vivir. Sin ir más lejos, mi odio hacia Sirius
fue disminuyendo y dejó de preocuparme la venganza por la herida que me hizo. Uno de
mis nuevos placeres, aparte de la vida en pandilla, se presentó entonces como freestyle
rap. Escuchaba mucho al perro Canserbero, a la bomba lírica Arkano, a la metralleta
poética Nach, al enciclopédico Chuty y al maestro del doble tempo McKlopedia. Si algo
me daban estos rapers era lenguaje, algo que la pandilla no podía entregarme ni con un
millón de malas palabras.
Empecé a improvisar, batallando contra mi espejo y noqueando con versos a mi
sombra. Con el freestlye, en solitario, podía escapar de todos mis odios, cantando,
construyendo rimas reales, porque si algo me enseñó el odio fue a tener siempre algo duro
que decir.
La música terminó así por alejarme de Los Kagas, aunque no de los lazos de
amistad y deber que tenía con ellos. Si me solicitaban para robar, extorsionar o presionar
a otras bandas, me presentaba sin complicaciones. Era mi propio código: una vez
pandillero, pandillero para siempre.
En estas circunstancias ocurrió lo que, por nada del mundo, debió ocurrir: la
resurrección de mi odio, aunque ahora un odio mucho más puro y destructivo que el de
antes. Yo, la carne negra de Ñaña, fui arrastrado nuevamente a la mierda, y otra vez por
Sirius, ese culo blanco que empezaba a destacarse en el barrio por quebrarme, por romper
mi espíritu, por convertir su leyenda en muerte y pesadilla constante. Todo fue muy
brusco. Sirius: perro. Sirius: agonía. Sirius: miedo. Sirius: gangrena. Sí, Sirius regresó a
mi cabeza y la marca en mi pecho recobró su viejo dolor como si acabaran de cortarme.
Entonces dejé de ser yo para transformarme en vida y muerte, en cielo e infierno, en Dios
y Diablo. Y por supuesto fui mucho más Diablo que Dios, mucho más infierno que cielo,
mucha más muerte que vida, porque al enterarme de que Sirius había matado a mi
hermano Eren al confundirlo conmigo y que, encima de todo, y rompiendo los códigos
del barrio, había meado en su cadáver, la furia se apoderó de mí creando una sola
sensación que empañó mis días y mis noches, trayendo abajo mi mundo, o, mejor dicho,
encaminándolo, pues esa sensación, única en todo sentido, se me presentó como la misma
luz, una luz tan blanca, tan clarificadora, tan resplandeciente al igual que un haz de sol, y
en ella, en esa luz, pude ver sin que me vieran y tocar sin que me tocaran, y cuando la
acepté por completo, cuando me abandoné a esa sensación todopoderosa, en mi camino
apareció otra luz, la luz de la venganza de la piel negra de Ñaña, y yo acepté esa nueva
luz que no solo se limitó a existir, sino también consumió mis puntos de referencia que
Los Kagas y el freestyle habían construido durante mucho tiempo en mi cabeza, con
mucha inteligencia, con mucha elegancia, para no perderme en el aturdimiento provocado
por el odio y el racismo de la gente. Sí, el deseo de venganza palpitó en las palmas de mis
manos y desde entonces no tuve descanso, ni una sola hora de tranquilidad, ya que la
muerte violenta de Sirius se volvió mi única obsesión y también mi única pesadilla. Si en
aquel momento yo tenía un destino, ese destino —estoy seguro— era única y
exclusivamente la venganza.
Nada más.
Ciego como perro del infierno.
Fue entonces cuando comenzó la incansable cacería a Sirius por el barrio, pero
también, y para mi desgracia, cuando comenzó la diáspora de la muerte hacia los terrenos
de la vida, es decir, la llegada de los zombis a mi mundo, a Ñaña.
***
Antes de levantarme y salir del techo del camión, encendí mi última pava de
marihuana y exhalé lentas cintas de humo que subieron a mi cerebro hasta iluminarme
por completo. Estaba agotadísimo y sentía mi espinazo y mis piernas cayendo como ríos
de piedra. Las largas horas de exposición solar no solo me habían deshidratado, sino
también hicieron que mi mente se confundiera entre transfusiones eléctricas de sueño y
realidad, llenándome de un oscuro sentimiento de vacío.
Una vez más, Sirius había escapado y mi venganza quedaba aplazada. Su
motocicleta fue mucho más rápida que la mía y esquivó al grupo de zombis que me cerró
el camino y me hizo resbalar, impactando contra un soto de buganvillas, muy cerca a la
alquería. Desde allí tuve que huir hacia el camión para no ser devorado por los muertos
que avanzaban soltando bufidos nasales y gorgoteantes al oler mi carne viva.
Ahora, protegido del alcance de sus fauces, solo sentía que una cadena de miradas
hambrientas me iba atando desde abajo, poco a poco, como un lento proceso de hipnosis.
Había pasado toda la mañana en el techo del camión, sin hacer nada más que esperar. Y
pensar. Y fumar. Toda una mañana perdida en saltos al pasado, sumergiéndome en
recuerdos enterrados por la muerte y el tiempo. Todas esas imágenes estaban ahora tan
descascaradas y quebradas que casi no podía reconocerlas. Hasta la cicatriz con forma de
N que yacía roja en mi pecho me parecía tan lejana, tan ignota, tan dudosa, que demoraba
en procesar cómo había aparecido allí, confundiéndola a veces con alguna marca de
nacimiento o con la huella de mis batallas con los zombis. Sin embargo, luego recordaba
su origen y la furia volvía a su lugar, aunque en menor grado, sin esa fuerza y petulancia
que tuvo en otros tiempos.
Lo mismo sucedía con el resto de las cosas, hasta con mi deseo de venganza. Era
como si todo el rastro del pasado se estuviera apagando en mi memoria, consumiéndose
entre preocupaciones mucho más importantes que versaban en comer o ser comido. Ahora
yo, la carne negra de Ñaña, ya no pensaba en el tiempo como en algo dividido en días y
noches, sino solo en presente y futuro. Todo hacia adelante. En un eterno vértigo
horizontal.
De hecho, había olvidado la muerte de mi hermano Eren y si todavía perseguía a
Sirius era por el placer de mantener con vida una vieja arruga del pasado, por honrar un
pacto hecho con mi otro yo, esencia que ya había desaparecido tras la embestida de los
zombis, pero que de vez en cuando regresaba como un espectro para recordarme la
venganza, una venganza abstracta, negra, imprecisa, pero venganza al fin y al cabo, que
reclamaba ejecución.
Con el paso de las horas, el número de zombis había aumentado y todos golpeaban
la carrocería del camión, desesperados por cogerme. Cuando terminé de fumar mi última
pava de marihuana, observé una vez más el cielo y allí, las nubes, parecían hileras de
caballos blancos corriendo hacia el infinito. Durante ese instante envidié a todas las nubes
de Ñaña y quise ser como ellas, una nube, una simple y estúpida nube, ahí flotando como
si nada, yendo donde el viento la llevara. «Eso va conmigo —pensé—, sin tener que
esforzarme en nada, ni siquiera en vengarme...». Y, sin embargo, «debía» vengarme y
cerrar los cabos sueltos del pasado para seguir hacia adelante. De modo que me puse de
pie y, desde arriba, encaré a los zombis, escupiéndoles.
—¡Hijos de puta! ¡Cerdos culeados!
Me respondieron con los graznidos de siempre, moviendo sus manos hacia el
cielo, más tontos que la mierda. A pesar de todas las teorías o especulaciones que
ocuparon las mentes de los sobrevivientes, es decir, de las personas inmunes al virus
zombi, nunca llegamos a saber cómo cierta parte de la humanidad comenzó a perder la
conciencia y a desear por encima de todas las cosas la carne de su propia raza. De un día
al otro, sin exagerar, el mundo se volvió una entelequia y los zombis empezaron a
cazarnos como ganado.
Estos zombis no son espíritus o fantasmas, sino son cuerpos de carne, vísceras y
hueso que han muerto y resucitado, y ahora nos persiguen para llevarnos a su reino.
Nosotros, los parias, los criminales, los pandilleros, la escoria de la sociedad
poscapitalista del último milenio, somos inmunes al virus, pero no a sus mordidas. Ellos
buscan nuestra carne, buscan zombificarnos y extinguir así la raza humana.
Por imposible que pueda parecer, los sobrevivientes hemos llegado a una extraña
pero certera conclusión: el virus zombi solo atacó a la gente buena del mundo, los
zombificó a todos y dejó libre, como una burla de Dios o como un error del destino, a las
cagadas. Y cuando me refiero a cagadas, pienso en los drogadictos, pandilleros, sicarios,
apretones, putas, chulos, estafadores, congresistas, presidentes, serial killers, psicópatas,
doteros, matronas, peperas, presos de todos los penales, violadores, feministas, machistas,
ministros eclesiásticos, dueños de periódicos y un largo pero largo etcétera de cagadas.
No existe otra explicación para ello, pues desde que los zombis aparecieron, los
sobrevivientes solo hemos vistos cagadas escapando de las hordas de muertos vivientes,
y naturalmente las cagadas sabemos reconocer a otras cagadas, a gentuza de nuestra
misma especie. No sé si esto sucede en todo el mundo, pero pienso que sí, porque lo he
visto sucediendo en Ñaña y Ñaña, como se sabe, es mi mundo.
Los zombis de estos rumbos arrastran una existencia de esclavos sin alma, en la
que toda su ética y bondad, todo su carácter «bueno» y pacífico, se ha corrompido,
haciéndolos infames o completamente disímiles de lo que eran cuando estaban vivos. Su
maldición, supongo, fue la de haber sido gente demasiado «buena» y respetuosa de las
leyes. Nosotros los sobrevivientes, siendo los marginales y la carne lumpen de la
sociedad, hemos sido más afortunados, tanto en ética y moral, ya que por más paradójico
que pueda parecer no hemos destruido el mundo, todo lo contrario, los estamos tratando
de salvar.
Así, pues, las pandillas de Ñaña, en lugar de desaparecer con la llegada de los
zombis, se han fortalecido y ahora son grupos más fuertes, más bestiales, más tácticos, y
siguen defendiendo su territorio como perros salvajes.
Las peleas por provisiones y comida son inevitables. Todavía hay vacas y caballos
sobrevivientes que se han ido para el monte y a los cuales tenemos que cazar de cuando
en cuando. Lo que sí se acabó para siempre son los cigarrillos, pero al menos en mi
campamento nadie se hace problema por eso, ya que sembramos marihuana que hacemos
secar y luego liamos para fumar.
En esta situación tan surrealista, yo seguía persiguiendo a Sirius por Ñaña, pero
cada vez se me hacía más difícil atraparlo por culpa de los muertos vivientes. Además,
como parte de Los Kagas, tenía mis responsabilidades que se dividían en recolectar
medicamentos, eliminar zombis y montar guardia, y todo eso me exigía demasiado
tiempo.
Pero algunas veces sí iba a cazarlo envuelto en mi traje de motociclista, reforzado
con parches de latón para evitar fracturas y mascadas. Es cierto que mis excursiones
siempre resultaban un fiasco, pues o era emboscado por los zombis o repelido por las
pandillas de la zona. Otras veces yo terminaba siendo el cazado y Los Meas me
perseguían batuteados por su líder.
Al final, todo parecía estar en contra de mí. Recuerdo, por ejemplo, que un día
estuve a punto de rajar el culo blanco de Sirius con mi hacha, pero un zombi vestido de
policía me lo impidió cuando, poseído por el hambre, se cogió de mi pierna e intentó
morderme. Puede ser más absurdo que una broma, pero hasta de muertos los polis siguen
jodiendo nuestros planes.
Otro día ocurrió algo peor. Durante mi expedición por provisiones descubrí a
Sirius, solo como nunca, excavando un foso entre la arboleda de los BwBw. Entonces
pensé que no tendría otra mejor oportunidad y comencé a cercarlo, emocionado, lleno de
gozo. Sin embargo, un bebé zombificado salió a mi paso y la fiesta se armó. ¡Qué
desgracia! Un maldito bebé zombi gruñendo y persiguiéndome por todo el bosque, y yo,
la carne negra de Ñaña; yo, la mole de Los Kagas; yo, el raper lírico del barrio, sin poder
hacer nada de nada por el miedo y el asco a su cuerpito deformado.
Episodios como estos se repetían todos los días y no quedaba más remedio que
aceptarlos. Por eso ahora, encima del camión, no me sorprendía de mi suerte ni de la
tristeza del mundo cayendo en mi cara. Si me movía hacia un lado, los zombis iban
gruñendo hacia ese lado. Si me desplazaba hacia el otro lado, los zombis me seguían como
hipnotizados. Entonces decidí confundirlos y amagar un movimiento en falso, pero solo
algunos muertos se tragaron mi plan, dejándome un espacio libre para huir. Harto de todo,
salté a tierra y salí disparado hacia la alquería a recuperar mi moto.
En este planeta existen zombis rápidos y zombis lentos. A los rápidos los
llamamos Liebres y a los lentos Tortugas, así de simple. Para mi mala suerte, cinco
Liebres empezaron a perseguirme. La única cosa que tenía entonces en la cabeza era llegar
al lugar donde había dejado la motocicleta y regresar al campamento antes de que
anocheciera.
Corrí todo lo que pude y a lo lejos vi la tierra roja de Ñaña tostándose bajo el
crepúsculo como una prehistórica vasija de barro. «No voy a llegar —pensé cerrando los
ojos—, no voy a llegar». Y, en efecto, no llegué. A mitad del camino fui forzado a tirarme
al suelo tras oír algunos disparos enviados en mi dirección.
Uno por uno, los zombis que me perseguían fueron cayendo con agujeros de bala
entre los ojos, muertos luego de estar muertos. Una vaga sensación de luz naranja abrasó
mis ojos cuando traté de despegar los parpados, una fosforescencia amarillenta
relumbrando allí, absurdamente, detrás del iris. Cuando al fin pude ver con claridad, sentí
por primera vez en mucho tiempo la lucidez polar de la muerte hincando mis sienes. Yo,
la carne negra de Ñaña, estaba jodido.
Al frente, un grupo de chiquillos harapientos riéndose de mí y todos armados hasta
los dientes. Algunos repelían a los zombis restantes traspasándoles el rostro con fierros
puntiagudos. Los Buguis, más numerosos que nunca, me rodearon.
—Es un negro —dijo uno de ellos.
—¿Y qué hace un negro en nuestro territorio? —preguntó otro.
—Negro, es un negro —rio un niño que no tendría más de ocho años, pero que
cargaba una Beretta en su mano.
—¿Matamos al negro? —dijo el que habló primero.
—Síííííí.
—Pero antes hay que interrogarlo —recomendó otro chiquillo.
—Negro, ¿cómo te llamas?
Mi orgullo no me permitió contestar.
—¿Quién eres? ¡Habla!
En silencio, sin quejarme, dejé que el niño más grande de todos me golpeara en la
boca.
—¡Habla, negro! ¡Habla!
—¿Quieres morir, hijo de puta?
—¿Con quién más estabas?
Ni una palabra, solo un hilo de sangre caliente saliendo de mis labios.
—Ahora sí te jodiste —amenazó un bugui, poniéndome el cañón de la pistola en
mi cabeza. Cerré los ojos. «Ya está —pensé—, hasta aquí llegué».
—¡Espera! —dijo el mayor de los chicos—. ¿Y si lo llevamos con el otro? ¿Y si
los hacemos pelear con los zombis?
—Síííííí —gritaron todos, contentísimos. Entonces me arrastraron hacia su
campamento. En el camino vi que entre dos niños remolcaban también mi motocicleta.
Fuimos ingresando poco a poco a su territorio ahora escondido por un bosque de espinos
y, al frente, la línea de los árboles se mostró como una herida oscura en un mundo poseído
por la locura. Un grupo de zombis, más al fondo, avanzaba en dirección recta hacia el
pastizal.
***