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Lo extraordinario de lo ordinario

(Comentario Evangelio de San Juan, 8, 1)

CRC/GLORIFICAR-D ALABANZA/CREACION: El milagro con el que Nuestro Señor Jesucristo


convirtió el agua en vino no es una maravilla a los ojos de quienes saben que fue obrado por
Dios. En efecto, el que durante las bodas produjo el vino en las seis ánforas que mandó llenar
de agua, es el mismo que todos los años hace algo semejante en las vides. Lo que los
servidores echaron en las hidrias, fue transformado en vino por obra de Dios, lo mismo que
también por obra de El se cambia en vino lo que cae de las nubes. Si no nos maravillamos de
esto, es porque sucede todos los años y por la frecuencia ha dejado de ser admirable.

Sin embargo, esto merecería mayor consideración de lo que sucede dentro de las ánforas con
agua. ¿Quién puede, en efecto, considerar las obras del Señor, con las que rige y gobierna el
mundo entero, sin pasmarse de asombro ni quedar como aplastado ante tantos prodigios? La
potencia de un grano de semilla cualquiera es tan grande que casi hace estremecer de espanto
a quien lo considera con cuidado. Pero como los hombres, ocupados en otras cosas, han
dejado de prestar atención a las obras de Dios, por las que sin cesar deberían glorificar al
Creador, Dios se reservó hacer prodigios inusitados para inducir a los hombres, que están
como amodorrados, a adorarlo a través de estas maravillas.

Resucita a un muerto, y los hombres se llenan de admiración, nacen miles de personas todos
los días, y ninguno se extraña. Sin embargo, si se examina bien, mayor milagro es el comenzar
a ser quien no era, que el retornar a la vida quien ya había sido. Y es el mismo Dios, Padre de
Nuestro Señor Jesucristo, quien mediante su Verbo hace estas maravillas, y el que las ha
hecho, las gobierna. Los primeros milagros los ha obrado por medio de su Verbo, que está en
Él y es Dios mismo; los segundos, por medio de su mismo Verbo encarnado y hecho hombre
por nosotros. Del mismo modo que admiramos las cosas realizadas por medio de Jesús
hombre, admiremos las obradas por medio de Jesús Dios. Por medio de Él, fueron creados el
cielo y la tierra, el mar y toda la hermosura del cielo, la opulencia de la tierra y la fecundidad
de los mares. Todo lo que se extiende delante de nuestra vista, fue creado por medio de Jesús
Dios. Al contemplar estas cosas, si en nosotros reside su Espíritu, nos alegrarán de tal forma
que alabaremos al Artífice, y no harán que lo olvidemos, distraídos por sus obras, ni que
volvamos la espalda al que las creó.

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Vivir la pureza en todos los estados CASTIDAD/AGUSTIN (Sermón 132)

Según hemos oído, al leerse el Santo Evangelio, Nuestro Señor Jesucristo nos exhorta a comer
su carne y a beber su sangre (cfr. Jn 6, 56 ss), ofreciéndonos por ello la vida eterna. No todos
los que oísteis estas palabras las habréis comprendido. Los que ya habéis sido bautizados, y
sois fieles, conocéis su significado. Los que todavía sois catecúmenos, y os llamáis auditores,
habéis escuchado la lectura quizá sin entenderla. A unos y otros se dirige nuestro sermón. Los
que ya comen la carne del Señor y beben su sangre, mediten lo que comen y beben, no sea
que—como dice el Apóstol-- coman y beban su propia condenación (cfr. 1 Cor 11, 29). Los que
todavía no comen ni beben, apresúrense a venir a este banquete, al cual han sido invitados
(...).

Si deben ser exhortados los catecúmenos, hermanos míos, para que no se demoren en venir a
la gracia de la regeneración, ¡cuánto más cuidado hemos de poner en edificar a los fieles para
que les aproveche lo que comen, y no coman y beban su propio juicio cuando se acercan al
banquete eucarístico! Para que no les suceda eso, lleven una vida recta. Sed predicadores no
con sermones, sino con vuestras buenas costumbres, a fin de que, los que aun no han sido
bautizados, se apresuren de tal manera a seguiros que no perezcan imitándoos. 242

Los que estáis casados, guardad la fe conyugal a vuestras mujeres, y dadles lo que de ellas
exigís. Exiges de tu mujer que sea casta; pues tú tienes obligación de darle ejemplo, no
palabras. Mira bien cómo te comportas, pues eres la cabeza y estás obligado a caminar por
donde ella pueda ir sin peligro de perderse. Más aún: tienes obligación de recorrer la senda
por donde quieres que ande ella. Exiges fortaleza al sexo menos fuerte, y los dos tenéis la
concupiscencia de la carne: pues el que se considera más fuerte, sea el primero en vencer.

Sin embargo, es muy de lamentar que muchos maridos sean superados por sus mujeres.
Guardan ellas la castidad que ellos se niegan a mantener, pensando que la virilidad reside
precisamente en no guardarla como si fuera más fuerte el sexo que más fácilmente es
dominado por el enemigo. ¡Es preciso luchar, combatir, pelear! El varón es más fuerte que la
mujer, es la cabeza de ella (cfr. Ef 5, 23). Lucha y vence ella, ¿y sucumbes tú ante el enemigo?
¿Queda el cuerpo de pie, y rueda la cabeza por el suelo?

Los que todavía sois solteros, y os acercáis a la mesa del Señor, y coméis la carne de Cristo y
bebéis su sangre, si habéis de casaros, reservaos para las que han de ser vuestras esposas. Tal
como queréis que vengan ellas a vosotros, así os deben encontrar. ¿Qué joven hay que no
desee casarse con una mujer casta? Si es virgen la que has de recibir en matrimonio, ¿no
deseas encontrarla totalmente intacta? Si así la quieres, sé tú como la quieres. ¿Buscas una
mujer pura? No seas tú impuro.

¿Te es acaso imposible la pureza que reclamas en ella? Si fuera imposible para ti, también lo
sería para ella. Pero, si ella puede ser pura, con su pureza te enseña lo que tienes obligación de
ser. Ella puede porque la guía Dios. Además, más gloriosa sería la virtud en ti que en ella.
¿Sabes por qué? Porque ella está bajo la vigilancia de sus padres y la misma vergüenza de su
sexo la contiene; porque teme las leyes que tú atropellas. Luego si tú hicieras lo que ella hace,
serías más digno de alabanza, porque sería prueba clara de que temes a Dios. Ella tiene
muchas cosas que temer además de Dios; pero tú sólo temes a Dios.

El que tú temes es mayor que todos y es preciso que se le tema en público y en privado. Sales
de tu casa, y te ve; entras, y te ve también. No importa que tengas la casa iluminada o que la
tengas a oscuras: te ve. Es lo mismo que entres en tu dormitorio o en el interior de tu propio
corazón, porque no podrás sustraerte a sus miradas. Teme, por tanto, al que te ve siempre;
témele y sé casto, al menos por eso. Pero si deseas pecar, busca —si puedes—un sitio donde
Dios no te vea, y entonces haz lo que quieras.

En cuanto a los que habéis decidido guardaros totalmente para Dios, castigad vuestro cuerpo
con más rigor y no soltéis el freno a la concupiscencia ni siquiera en las cosas que os están
permitidas. No basta con que os abstengáis de relaciones ilícitas, sino que incluso habéis de
renunciar a las miradas lícitas. Tanto si sois hombres como si sois mujeres, acordaos siempre
de llevar sobre la tierra una vida semejante a la de los ángeles. Los ángeles no se casan ni son
dados en matrimonio, y así seremos todos después de la resurrección (cfr. Mt 22, 30). ¿Cuánto
mejores sois vosotros, que comenzáis a ser antes de la muerte aquello que serán los hombres
después de resucitar?

Sed fieles en el estado de vida que tengáis, para recibir a su tiempo la recompensa que Dios
tiene reservada a cada uno. La resurrección de los muertos ha sido comparada a las estrellas
del cielo. Las estrellas—dice el Apóstol—brillan de distinta manera unas que otras. Así
sucederá en la resurrección de los muertos (I Cor 15, 41). Una será la luz de la virginidad, otra
la de la castidad conyugal, otra la de la santa viudez. Lucirán de distintos modos, pero todas
estarán allí. No será idéntico el resplandor, pero será común la gloria eterna.

Meditad seriamente en vuestra condición, guardad vuestros deberes de estado con fidelidad, y
acercaos confiadamente a la carne y a la sangre del Señor. El que no sea como tiene obligación
de ser, que no se acerque. ¡Ojalá sirvan mis palabras para excitaros al arrepentimiento!
Alégrense los que saben guardar para su cónyuge lo que de su cónyuge exigen; alégrense los
que saben guardar castidad perfecta, si así lo han prometido a Dios. Sin embargo, otros se
contristan cuando me oyen decir: que no se acerquen a recibir el pan del cielo los que se
niegan a ser castos. Yo no quisiera tener que decir esto, pero ¿qué voy a hacer? ¿he de callar la
verdad por temor a los hombres? Porque esos siervos no teman a su Señor, ¿no habré de
temerle yo tampoco? Pues está escrito: tenías obligación de dar y sabías que yo era exigente
(cfr. Mt 25, 26).

Ya he dado, Señor y Dios mio; he entregado tu dinero en presencia tuya y de tus ángeles y de
todo el pueblo, pues temo tu santo juicio. He dado lo que me mandaste dar; exige tú lo que
tienes derecho a recibir. Aunque yo me calle, has de hacer lo que conviene a tu justicia. Mas
permite que te diga: he distribuido tus riquezas; ahora te suplico que conviertas los corazones
y perdones a los pecadores. Haz que sean castos los que han sido impúdicos, para que en
compañía de ellos pueda yo alegrarme delante de Ti, cuando vengas a juzgar.

¿Os agrada esto, hermanos míos? Pues que sea ésta vuestra voluntad. Todos los que no vivís
limpiamente, enmendaos ahora, mientras aún estáis sobre la tierra. Yo puedo deciros lo que
Dios me manda comunicaros; pero a los impuros que perseveren en su maldad, no podré
librarlos del juicio y de la condenación de Dios.

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El servicio episcopal (Sermón 340 A, 1-9)

El que preside a un pueblo debe tener presente, ante todo, que es siervo de muchos. Y eso no
ha de tomarlo como una deshonra; no ha de tomar como una deshonra, repito, el ser siervo de
muchos, porque ni siquiera el Señor de los señores desdeñó el servirnos a nosotros. De la hez
de la carne se les había infiltrado a los discípulos de Cristo, nuestros Apóstoles, un cierto deseo
de grandeza, y el humo de la vanidad había comenzado a llegar ya a sus ojos. Pues, según
leemos en el Evangelio, surgió entre ellos una disputa sobre quién sería el mayor (/Lc/22/24).
Pero el Señor, médico que se hallaba presente, atajó aquel tumor. Cuando vio el mal que había
dado origen a aquella disputa, poniendo delante algunos niños, dijo a los Apóstoles: quien no
se haga como este niño no entrará en el reino de los cielos (Mt 18, 3). En la persona del niño
les recomendó la humildad. Pero no quiso que los suyos tuviesen mente de niño, diciendo el
Apóstol en otro lugar: no os hagáis como niños en la forma de pensar. Y añadió: pero sed niños
en la malicia, para ser perfectos en el juicio (1 Cor 14, 20) (...). Dirigiéndose el Señor a los
Apóstoles y confirmándolos en la santa humildad, tras haberles propuesto el ejemplo del niño,
les dijo: quien de vosotros quiera ser el mayor, sea vuestro servidor (Mt 20, 26) (...).

Por tanto, para decirlo en breves palabras, somos vuestros siervos, siervos vuestros, pero, a la
vez, siervos como vosotros; somos siervos vuestros, pero todos tenemos un único Señor;
somos siervos vuestros, pero en Jesús, como dice el Apóstol: nosotros, en cambio, somos
siervos vuestros por Jesús (2 Cor 4, 5). Somos siervos vuestros por Él, que nos hace también
libres; dice a los que creen en Él: si el Hijo os libera, seréis verdaderamente libres (Jn 8, 36).
¿Dudaré, pues, en hacerme siervo por Aquél que, si no me libera, permaneceré en una
esclavitud sin redención? Se nos ha puesto al frente de vosotros y somos vuestros siervos;
presidimos, pero sólo si somos útiles. Veamos, por tanto, en qué es siervo el obispo que
preside. En lo mismo en que lo fue el Señor. Cuando dijo a sus Apóstoles: quien de vosotros
quiera ser el mayor, sea vuestro servidor (Mt 20, 26), para que la soberbia humana no se
sintiese molesta por ese nombre servil, inmediatamente los consoló, poniéndose a sí mismo
como ejemplo en el cumplimiento de aquello a lo que los había exhortado (...).

¿Qué significan, pues, sus palabras: igual que el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a
servir? (Mt 20, 28). Escucha lo que sigue: no vino, dijo, a ser servido, sino a servir y a dar su
vida en rescate por muchos (Ibid.). He aquí cómo sirvió el Señor, he aquí cómo nos mandó que
fuéramos siervos. Dio su vida en rescate por muchos: nos redimió. ¿Quién de nosotros es
capaz de redimir a otro? Con su sangre y con su muerte hemos sido redimidos; con su
humildad hemos sido levantados, caídos como estábamos; pero también nosotros debemos
aportar nuestro granito de arena en favor de sus miembros, puesto que nos hemos convertido
en miembros suyos: Él es la cabeza, nosotros el cuerpo (...).

Ciertamente es bueno para nosotros el ser buenos obispos que presidan como deben y no sólo
de nombre; esto es bueno para nosotros. A quienes son así se les promete una gran
recompensa. Mas, si no somos así, sino —lo que Dios no quiera—malos; si buscáramos nuestro
honor por nosotros mismos, si descuidáramos los preceptos de Dios sin tener en cuenta
vuestra salvación, nos esperan tormentos tanto mayores como mayores son los premios
prometidos. Lejos de nosotros esto; orad por nosotros. Cuanto más elevado es el lugar en que
estamos, tanto mayor el peligro en que nos encontramos (...).

Así, pues, que el Señor me conceda, con la ayuda de vuestras oraciones, ser y perseverar,
siendo hasta el final lo que queréis que sea todos los que me queréis bien y lo que quiere que
sea quien me llamó y mandó; ayúdeme Él a cumplir lo que me mandó. Pero sea como sea el
obispo, vuestra esperanza no ha de apoyarse en él. Dejo de lado mi persona; os hablo como
obispo: quiero que seáis para mí causa de alegría, no de hinchazón. A nadie absolutamente
que encuentre poniendo la esperanza en mí puedo felicitarle; necesita corrección, no
confirmación; ha de cambiar, no quedarse donde está. Si no puedo advertirselo, me causa
dolor; en cambio, si puedo hacerlo, ya no.

Ahora os hablo en nombre de Cristo a vosotros, pueblo de Dios; os hablo en nombre de la


Iglesia de Dios, os hablo yo, un siervo cualquiera de Dios: vuestra esperanza no esté en
nosotros, no esté en los hombres. Si somos buenos, somos siervos; si somos malos, somos
siervos; pero, si somos buenos, somos servidores fieles, servidores de verdad. Fijaos en lo que
os servimos: si tenéis hambre y no queréis ser ingratos, observad de qué despensa se sacan los
manjares. No te preocupe el plato en que se te ponga lo que tú estás ávido de comer. En la
gran casa del padre de familia hay no sólo vajilla de oro y plata, sino también de barro (2 Tim 2,
20). Hay vasos de plata, de oro y de barro. Tú mira sólo si tiene pan y de quién es el pan y
quién lo da a quien lo sirve. Mirad a Aquél de quien estoy hablando, el Dador de este pan que
se os sirve. Él mismo es el pan: Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo (Jn 6, 51). Así, pues,
os servimos a Cristo en su lugar: os servimos a El, pero bajo sus órdenes; para que Él llegue
hasta vosotros, sea Él mismo el juez de nuestro servicio. 246

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La fe de Maria

(Sermón 72 A, 3, 7-8)

Mientras hablaba a las turbas, su madre y sus hermanos estaban fuera, queriendo hablar con
Él. Alguien se lo indicó, diciendo: mira, tu Madre y tus hermanos están fuera, quieren hablar
contigo. Y Él dijo: ¿quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo la mano
sobre sus discípulos, repuso: éstos son mi madre y mis hermanos. Todo aquel que hiciere la
voluntad de mi Padre, que está en los cielos, es mi hermano, mi hermana y mi madre
(/Mt/12/46-50/Agustin).

¿Por qué Cristo desdeñó piadosamente a su Madre? No se trataba de una madre cualquiera,
sino de una Madre virgen. María, en efecto, recibió el don de la fecundidad sin menoscabo de
su integridad: fue virgen al concebir, en el parto y perpetuamente. Sin embargo, el Señor
relegó a una Madre tan excelente para que el afecto materno no le impidiera realizar la obra
comenzada.

¿Qué hacía Cristo? Evangelizaba a las gentes, destruía al hombre viejo y edificaba uno nuevo,
libertaba a las almas, desencadenaba a los presos, iluminaba las inteligencias oscurecidas,
realizaba toda clase de obras buenas. Todo su ser se abrasaba en tan santa empresa. Y en ese
momento le anunciaron el afecto de la carne. Ya oísteis lo que respondió, ¿para qué voy a
repetirlo? Estén atentas las madres, para que con su cariño no dificulten las obras buenas de
sus hijos. Y si pretenden impedirlas o ponen obstáculos para retrasar lo que no pueden anular,
sean despreciadas por sus hijos. Más aún, me atrevo a decir que sean desdeñadas, desdeñadas
por piedad. Si la Virgen María fue tratada así, ¿por qué ha de enojarse la mujer —casada o
viuda—, cuando su hijo, dispuesto a obrar el bien, la desprecie? Me dirás: entonces,
¿comparas a mi hijo con Cristo? Y te respondo: No, no lo comparo con Cristo, ni a ti con María.
Cristo no condenó el afecto materno, pero mostró con su ejemplo sublime que se debe
postergar a la propia madre para realizar la obra de Dios (...).

¿Acaso la Virgen María -elegida para que de Ella nos naciera la salvación y creada por Cristo
antes de que Cristo fuese en Ella creado-, no cumplía la voluntad del Padre? Sin duda la
cumplió, y perfectamente. Santa María, que por la fe creyó y concibió, tuvo en más ser
discípula de Cristo que Madre de Cristo. Recibió mayores dichas como discípula que como
Madre.

María era ya bienaventurada antes de dar a luz, porque llevaba en su seno al Maestro. Mira si
no es cierto lo que digo. Al ver al Señor que caminaba entre la multitud y hacía milagros, una
mujer exclamó: ¡bienaventurado el vientre que te llevó! (Lc 11, 27). Pero el Señor, para que no
buscáramos la felicidad en la carne, ¿qué responde?: bienaventurados, más bien, los que oyen
la palabra de Dios y la ponen en práctica (Lc 1 I, 28). Luego María es bienaventurada porque
oyó la palabra de Dios y la guardó: conservó la verdad en la mente mejor que la carne en su
seno. Cristo es Verdad, Cristo es Carne. Cristo Verdad estaba en el alma de María, Cristo Carne
se encerraba en su seno; pero lo que se encuentra en el alma es mejor que lo que se concibe
en el vientre.

María es Santísima y Bienaventurada. Sin embargo, la Iglesia es más perfecta que la Virgen
María. ¿Por qué? Porque María es una porción de la Iglesia, un miembro santo, excelente,
supereminente, pero al fin miembro de un cuerpo entero. El Señor es la Cabeza, y el Cristo
total es Cabeza y cuerpo. ¿Qué diré entonces? Nuestra Cabeza es divina: tenemos a Dios como
Cabeza.
Vosotros, carísimos, también sois miembros de Cristo, sois cuerpo de Cristo. Ved cómo sois lo
que Él dijo: he aquí mi madre y mis hermanos (Mt 12, 49). ¿Cómo seréis madre de Cristo? El
Señor mismo nos responde: todo el que escucha y hace la Voluntad de mi Padre, que está en
los cielos, es mi hermano, mi hermana y mi madre (Mt 12, 50). Mirad, entiendo lo de hermano
y lo de hermana, porque única es la herencia; y descubro en estas palabras la misericordia de
Cristo: siendo el Unigénito, quiso que fuéramos herederos del Padre, coherederos con Él. Su
herencia es tal, que no puede disminuir aunque participe de ella una muchedumbre. Entiendo,
pues, que somos hermanos de Cristo, y que las mujeres santas y fieles son hermanas suyas.
Pero ¿cómo podemos interpretar que también somos madres de Cristo? ¿Me atreveré a decir
que lo somos? Sí, me atrevo a decirlo. Si antes afirmé que sois hermanos de Cristo, ¿cómo no
voy a afirmar ahora que sois su madre?, ¿acaso podría negar las palabras de Cristo?

Sabemos que la Iglesia es Esposa de Cristo, y también, aunque sea más difícil de entender, que
es su Madre. La Virgen María se adelantó como tipo de la Iglesia. ¿Por qué—os pregunto—es
María Madre de Cristo, sino porque dio a luz a los miembros de Cristo? Y a vosotros, miembros
de Cristo, ¿quién os ha dado a luz? Oigo la voz de vuestro corazón: La Madre Iglesia!
Semejante a María, esta Madre santa y honrada, al mismo tiempo da a luz y es virgen.

Vosotros mismos sois prueba de lo primero: habéis nacido de Ella, al igual que Cristo, de quien
sois miembros. De su virginidad no me faltarán testimonios divinos. Adelántate al pueblo,
bienaventurado Pablo, y sírveme de testigo. Alza la voz para decir lo que quiero afirmar: os he
desposado con un varón, presentándoos como virgen casta ante Cristo; pero temo que así
como la serpiente sedujo a Eva con su astucia, así también pierdan vuestras mentes la castidad
que está en Cristo Jesús (2 Cor 1 I, 2-3). Conservad, pues, la virginidad en vuestras almas, que
es la integridad de la fe católica. Allí donde Eva fue corrompida por la palabra de la serpiente,
allí debe ser virgen la Iglesia con la gracia del Omnipotente.

Por lo tanto, los miembros de Cristo den a luz en la mente, como María alumbró a Cristo en su
seno, permaneciendo virgen. De ese modo seréis madres de Cristo. Ese parentesco no os debe
extrañar ni repugnar: fuisteis hijos, sed también madres. Al ser bautizados, nacisteis como
miembros de Cristo, fuisteis hijos de la Madre. Traed ahora al lavatorio del Bautismo a los que
podáis; y así como fuisteis hijos por vuestro nacimiento, podréis ser madres de Cristo
conduciendo a los que van a renacer.

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Plegaria a la Santísima Trinidad


(Sobre la Trinidad, XV; 28)

Señor y Dios mío, en Ti creo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. No diría la Verdad: id, bautizad a
todas las gentes en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (Mt 28, 19), si no
fueras Trinidad. Y no mandarías a tus siervos ser bautizados, mi Dios y Señor, en el nombre de
quien no es Dios y Señor. Y si Tú, Señor, no fueras al mismo tiempo Trinidad y un solo Dios y
Señor, no diría la palabra divina: escucha, Israel; el Señor, tu Dios, es un Dios único (Dt 6, 4). Y
si Tú mismo fueras Dios Padre y fueras también Hijo, tu palabra Jesucristo, y el Espíritu Santo
fuera vuestro Don, no leeríamos en las Escrituras canónicas: envió Dios a su Hijo (Gal 4, 13); y
Tú, ¡oh Unigénito!, no dirías del Espíritu Santo: que el Padre enviará en mi nombre (Jn 14, 26);
y: que Yo os enviaré de parte del Padre (Jn 15, 26).

DESEO/BUSQUEDA/AG: Fija la mirada de mi atención en esta regla de fe, te he buscado según


mis fuerzas y en la medida que Tú me hiciste poder, y anhelé ver con mi inteligencia lo que
creía mi fe, y disputé y me afané mucho. Señor y Dios mío, mi única esperanza, óyeme para
que no sucumba al desaliento y deje de buscarte; haz que ansíe siempre tu rostro con ardor.
Dame fuerzas para la búsqueda, Tú que hiciste que te encontrara y me has dado esperanzas de
un conocimiento más perfecto. Ante Ti está mi firmeza y mi debilidad: sana ésta, conserva
aquélla. Ante Ti está mi ciencia y mi ignorancia, si me abres, recibe al que entra; si me cierras,
abre al que llama. Haz que me acuerde de Ti, que te comprenda y te ame. Acrecienta en mí
estos dones hasta mi reforma completa.

Sé que está escrito: en las muchas palabras no estás exento de pecado (Prv 10, 19). ¡Ojalá sólo
abriera mis labios para predicar tu palabra y cantar tus alabanzas! Evitaría así el pecado y
adquiriría abundancia de méritos aun en la muchedumbre de mis palabras. Aquel varón a
quien Tú amaste no ha aconsejado el pecado a su verdadero hijo en la fe, cuando le escribe:
predica la palabra, insiste con ocasión y sin ella (2 Tim 4, 2). ¿Acaso se podrá decir que no
habló mucho el que oportuna e importunamente anunció, Señor, tu palabra? No, no era
mucho, pues todo era necesario. Líbrame, Dios mío, de la muchedumbre de palabras que
padezco dentro de mi alma, miserable en tu presencia, pero que se refugia en tu misericordia.

Cuando callan mis labios, que mis pensamientos no guarden silencio. Si sólo pensara en las
cosas que son de tu agrado, no te rogaría que me librases de la abundancia de mis palabras.
Pero muchos son mis pensamientos; Tú los conoces. Son pensamientos humanos, pues vanos
son. Otórgame no consentir en ellos, sino haz que pueda rechazarlos cuando siento su caricia.
No permitas nunca que me detenga adormecido en sus halagos. Jamás ejerzan sobre mí su
poderío ni pesen en mis acciones. Con tu ayuda protectora, sea mi juicio seguro y mi
conciencia esté al abrigo de su influjo.
Hablando el Sabio de Ti en su libro, hoy conocido con el nombre de Eclesiástico, dice: muchas
cosas diríamos sin acabar nunca; sea la conclusión de nuestro discurso: Él lo es todo (Sir 43,
29).

Cuando lleguemos a tu presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin
entenderlas, y Tú permanecerás todo en todos. Entonces modularemos un cántico eterno,
alabándote a un tiempo unidos todos en Ti.

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