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Segundo Parcial.

Practico B

ULLOA, F; “CULTURA DE LA MORTIFICACIÓN Y PROCESO DE MANICOMIALIZACIÓN”

Lo que importa es la escucha, el modo de trabajo del analista se puede dar, y se da en los
Hospitales, aunque también se tiene que adaptar a las exigencias propias de la institución, como
los tiempos, el historial clínico, los diagnosticos, etc.

Cultura de la mortificación: un matiz del sufrimiento social contemporáneo que afecta a


sectores aún no del todo sumergidos en la mudez sorda y ciega de la mortificación. Cabe aquí
hablar de cultura en sentido estricto, pues no ha desaparecido la producción de pensamiento
ni el suficiente valor para resistir, bajo la forma de protesta que incluso puede animar alguna
transgresión, enfrentando un estado de cosas que en el ámbito institucional de esa persona
provoca sufrimiento.

Cuando zozobra la conciencia de mortificación, se abre paso una pasividad quejosa y alguna
ocasional infracción, respecto de las cuales es impropio sostener el significado del término
cultura. Tal vez cabe pensar en una suerte de sociedad anónima de mortificados, un ejemplo
serían los procesos manicomiales (formas clínicas terminales de la mortificación), donde algo
más que sutiles matices se necesitan para conmover el acostumbramiento y la coartación que
experimentan como sujetos.

Mortificación: valor que lo liga a morir, el de mortecino, por falta de fuerza, apagado, sin
viveza, cuerpos agobiados por la astenia (cercano al viejo cuadro clínico de a neurastenia), el
mal humor: sentimiento personal de dolor enojado e impotente. No hay alegría. La
mortificación aparece por momentos acompañada de distintos grados de fatiga crónica para la
que se brindan distintas explicaciones etiológicas como el estrés, hasta patologías difusas o
definidas. Una vez que ella se ha instalado el sujeto se encuentra coartado, al borde de la
supresión como individuo pensante. Es el cuadro donde el sufrimiento transcurre en sordina
renegada.

En la mortificación se observan indicadores tales como la desaparición de la


valentía, resignación acobardada, hipocondría y la merma de la inteligencia, al borde de la
supresión como individuo pensante (los idiotas) Así, disminuye y aun desaparece el accionar
crítico y mucho más aún el de la autocrítica y se instala en su lugar una queja que nunca
asume la categoría de protesta. Quienes se encuentran en estas condiciones culturales,
tienden a esperar soluciones imaginarias a sus problemas, sin que éstas dependan de su
propio esfuerzo. Conceptualiza, así, a la mortificación como una condensación de sufrimiento
y muerte (del sujeto).

Institución de la ternura: Se refiere, respecto del desarrollo infantil, a la ternura parental que
viene a humanizar al sujeto que se encuentra en un tiempo de invalidez infantil. La ternura
posibilita la habilitación del pensamiento, genera un lugar lúdico para la creación de
inteligencia, para el pensamiento crítico, en oposición a la mortificación. Es la contracara de la
cultura de la mortificación. La ternura como constitutiva del sujeto, escenario del pasaje del
cachorro humano a la condición pulsional humana. Es motor primerísimo de
la cultura, transmisora de la cultura, que produce una historia que no hace recuerdos pero sí
el alma.La ternura como abrigo, predomina el buen trato y es escudo protector ante la
violencia.
De buen trato proviene tratamiento, en el sentido de “cura”; y esto en contraste con la
mortificación, de la que encontramos una de sus formas terminales en el paradigma del
maltrato y máxima patología de los tratamientos cuando organizan el manicomio (no
necesariamente limitado a la institución hospitalaria).

Locura y maltrato: la locura provoca con frecuencia reacciones de maltrato y el maltrato


acrecienta la locura. Se provoca un círculo del cual es muy difícil salir. Este maltrato no sólo
está referido al fastidio, el miedo, la rabia que suele despertar el trato con la locura, sino que
hay algo más específico, inherente a la locura misma, promotor de reacciones en quienes
tienen a cargo su cuidado. Ya la categoría de locura implica problemas tanto a nivel
diagnóstico ya que con frecuencia queda encuadrado de un modo estándar, con todos los
beneficios de la nosografía, pero también con todas las arbitrariedades anuladoras de la
singularidad clínica de ese sujeto. A menudo se lo etiqueta, no menos ambiguamente, como
psicótico, esquizofrénico, maníaco, depresivo -y ahí zozobra el sujeto. En esa estandarización
que anula al sujeto puede fácilmente deslizarse el maltrato, un maltrato que comienza por
repudiar el porqué y el para qué de los síntomas, sobre todo cuando éstos asumen formas
delirantes. Así como la categoría de locura implica problemas a nivel diagnóstico (las
arbitrariedades sin definiciones claras y que anulan la singularidad del sujeto) también implica
problemas en cuanto al pronóstico de un paciente (las incertidumbres diagnósticas traen
dudas sobre cronicidad y deterioro progresivo).

Manicomio: va a situar la institución del manicomio como el extremo de la cultura de la


mortificación, institución del maltrato por excelencia, inspira desalmados, cuerpos apátridas
de vida. Prevalecerá la automatización del trato de la maldad. Es en este sentido que la
mortificación, bajo su aspecto manicomial terminal o en las formas más leves que lo preceden,
es el paradigma opuesto a la ternura. El encierro iniciado como diagnóstico y pronóstico,
devino manicomial. Los locos inventan la conducta de los psiquiatras y éstos inventan a los
locos: círculo vicioso, que es central cortar para el proceso de desmanicomialización.

La encerrona trágica: la protoescena manicomial, virus epidemiológico causante de la


mortificación. El paradigma de esta encerrona es la mesa de torturas, en la tortura se organiza
hasta el extremo salvaje una situación de dos lugares sin tercero de apelación. Debe
entenderse por encerrona trágica toda situación donde alguien para vivir, trabajar, recuperar
la salud, incluso pretender tener una muerte asistida, depende de algo o alguien que lo
maltrata o que lo destrata, sin tomar en cuenta su situación de invalidez. El afecto específico
de toda encerrona trágica es lo siniestro, como amenaza vaga o intensa, que provoca una
forma de dolor psíquico. Este dolor siniestro es metáfora del infierno, no necesariamente por
la magnitud del sufrimiento, que puede ser importante, sino por presentarse como una
situación sin salida, en tanto no se rompa el cerco de los dos lugares por el accionar de un
tercero que habrá de representar lo justo; esta representación podrá ser encarnada por un
individuo, que asume un modo de proceder encaminado colectivamente. Es un cuadro
inicialmente tumultuoso, pero precisamente por no vislumbrarse una salida, suele dar paso a
la resignación.

Síndrome de violentación institucional" (SVI): para explicar cuando la cultura institucional se


hace arbitraria, más allá de las normas de funcionamiento acordadas y concensuadas,
tomando diferentes niveles de gravedad y afectando la modalidad y el sentido del trabajo. El
afectado empieza por perder funcionalidad vocacional, perderá eficacia responsable y, sobre
todo, habilidad creativa, por ejemplo, la necesaria para la atención de un paciente cuando se
trata de una Institución asistencial. Los síntomas cobran valor de normalidad. Es propio del SVI
la pérdida de funcionalidad de los operadores, degradados a funcionarlos sintomáticos,
empobreciéndolos y alienándolos, con efectos significativos tanto en lo psíquico como en lo
físico. En estas condiciones es difícil que alguien a cargo de un paciente pueda considerar la
singularidad personal y la particular situación de quien lo demanda sufriente, cuestión
fundamental para que los cuidados de un tratamiento se ajusten a lo que he denominado
"buen trato"; me refiero con ello no sólo a los específicos sino a toda relación social con un
paciente dentro de un ámbito clínico que integra el accionar terapéutico.

Dirá que la constitución de toda cultura institucional supone cierta violentación legítimamente
acordada, que permite establecer las normas propias de la institución y facilitarán su
funcionamiento. Sin embargo, cuando esta violentación se hace arbitraria y ocurre en grados
diferentes, se configura el síndrome de violentación institucional. Es decir, cuando se va más
allá de lo acordado, cuando alguien impone ciertos criterio en pos de intereses personales u
otros motivos; es decir, cuando algo se vuelve arbitrario.

Esta violentación institucional implica la presencia de una intimidación, más o menos sorda en
función del acostumbra miento, que conspira contra la imprescindible intimidad para investir
de interés personal la tarea que desarrolla. Frente a este desinterés por lo propio, mal puede
alguien prestar atención considerada a la actividad y al decir de los otros. La sorda
intimidación, cabe insistir, hace retroceder la necesaria resonancia íntima que permite recibir
el decir del otro investido libidinalmente de interés.

Los tres síntomas serán: la fragmentación del entendimiento, la alienación y el


desadueñamiento del cuerpo.

La fragmentación del entendimiento estará vinculada con la comunicación que queda


fragmentada, coartada, en la institución. Hay una comunicación muy interferida. El autor
hablará de “oídos sordos”, ciertos enfrentamientos. Cada uno parece refugiado aisladamente
en el nicho de su quehacer, sin que esto suponga en modo alguno una mayor concentración en
la actividad.

La alienación estaría vinculada a la negación del clima de hostilidad que se está viviendo; por
eso habla de una renegación que es un mecanismo prevaleciente en todos estos cuadros. Es
un mecanismo que implica un repudio que impide advertir las condiciones contextuales en las
que se vive, por ejemplo, el clima de hostilidad intimidatoria. Este repudio se refuerza al negar
que se está negando, de modo que a la fragmentación de la comunicación y del espacio se
suma una verdadera fragmentación del aparato psíquico de los individuos. Es por esto que la
renegación, en su doble vuelta, constituye con certeza una amputación del pensamiento, de
efectos idiotizantes. En esta comunidad de individuos cada vez más aislados de la realidad
contextual y con un enajenamiento paulatinamente mayor, reina el empobrecimiento propio
de la alienación.

Y el desadueñamiento del cuerpo tiene que ver con lo mortecino, el cuerpo agobiado por la
astenia, cansado, sin ganas, sin posibilidad de proyectar o pensar nuevas ideas. Situación
relacionada con la falta de especularidad comunicacional y la merma de estímulos libidinales,
efecto de la enajenación. Un desadueñamiento corporal tanto para el placer como para la
acción, a cuyo amparo abundan las patologías asténicas.

NEUROSIS ACTUALES: Freud las atribuía a la economía libidinal. Falta de descarga sexual
en neurosis de angustia, o exceso de descarga para la neurastenia. Requiere la supresión de
las conductas patógenas.
En las circunstancias propias del SVI, el grupo de mayor presencia en una institución, por
ejemplo el personal de planta hospitalaria, tiende a asumir una conducta y una posición de
sitiado frente a los pacientes, visualizados como sitiadores. Como sitiados, desarrollarán
comportamientos como trabajar a destajo, a la manera de exceso de descarga, tal como Freud
lo describía para la neurastenia. Por otro lado pueden que trabajen a desgano, producto de la
falta de investidura libidinal, con marcado desadueñamiento del cuerpo.

Puede aumentar la morbilidad hipocondríaca que provoca bajas en el personal y afecta


principalmente a quienes asumen responsabilidades directivas. También se da la modalidad
depresiva de la neurosis de angustia.

La evidencia de todos estos síntomas, luego de un tiempo, entran en un proceso adaptativo


como la estabilidad mortificada. Todo parece impregnado por un presente continuo que hará
cada vez más grave la situación pero que, paradójicamente, se manifestara de manera menos
sintomática, en la medida en que se haga de la mortificación, cultura.

Puede pensarse que la institución donde lo instituido ha cristalizado y obstaculizado los


dinamismos instituyentes, configura una neurosis actual en sí misma. En la intervención desde
la numerosidad social, el analista puede quedar atrapado en las neurosis actuales y corre el
riesgo de desarrollar él mismo un comportamiento semejante: “esto es así”, aislándose de su
cometido y obstaculizando los procesos de subjetividad.

Las Neurosis Actuales permiten entender la patología institucional. El grupo de mayor


presencia en la institución comienza a desarrollar un comportamiento semejante a lo que
Freud describió como Neurosis Actuales (desgano, falta de interés e investimento
libidinal, hipocondría, depresión).

El analista debe evitar quedar atrapado en las Neurosis Actuales y desarrollar el mismo un
comportamiento semejante.

CLASE: Rasgos de la mortificación: se manifiesta en la queja, la astenia, la fatiga, idiotismo, la


falta de valentía, poca inteligencia y la autocrítica. Sujeto aplastado. En las instituciones en
general uno podría replicar algo de esta cultura de la mortificación, en donde los empleados
están cansados, cuando entra a estos lugares uno ya se sienta intimidado ya que generalmente
atienden de mala gana.

SVI: generado por la cultura y sus normas. Genera estos síntomas de la cultura de la
mortificación, perdida de la creatividad, fragmentación comunicacional, aislamiento,
renegación, desadueñamiento del propio cuerpo, desgano, cansancio, alineación enajenante.
Toda institución ejerce cierto poder sobre los individuos, cuando esto se hace exagerado
aparece la SVI.

Ej caso Santiago: fue un día luego de varios años con el paciente. El paciente no tendría que
estar ahí. Esta ahí como tantas personas que albergan personas porque no tienen donde estar,
no tenía trabajo, no tenía casa, no tenía familiares. La propia institución es la que causa la
enfermedad, no puede valerse por si mismo. La institución termina siendo algo contrario a lo
que quiere hacer, curarlos. Ulloa nos muestra esta cara de la institución de mortificación. A
veces la institución termina siendo iatrogénica, en donde se produce un daño a la salud de una
persona causado o provocado por un acto médico involuntario y se produce lo que Ulloa llama
la Encerrona trágica.
La práctica del psicoanálisis en el hospital. Adriana Rubistein

Los hospitales: es posible realizar en ellos una oferta psicoanalítica a vastos sectores de la
población que no podrían concurrir a consultorios privados, y al mismo tiempo constituyen un
recorrido posible para la formación de aspirantes a la práctica psicoanalítica así como un lugar
privilegiado para la investigación clínica.

No puede hablarse de psicoanálisis en el hospital como diferente al del consultorio. Sin


embargo hay ciertas condiciones de la práctica en el hospital: la coexistencia de discursos, la
incidencia de la salud pública, ciertas condiciones de tiempo y dinero y fundamentalmente la
variabilidad de las demandas que hace que no todo pueda ser psicoanálisis en el hospital.

Psicoanálisis y salud pública.

La salud pública al proponerse "proteger, fomentar, recuperar y rehabilitar la salud de los


individuos mediante el esfuerzo organizado de la comunidad", tanto la salud física, como la
mental y la social , se maneja con criterios de salud y con modos de medir y evaluar la
efectividad y la eficacia de sus acciones, que no parecen ser compatibles con los nuestros.

La definición de salud de la OMS "como el estado de completo bienestar físico, mental y social,
y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades", impregnada de una ideología de la
felicidad, que supone posible restaurar la armonía entre el sujeto y su ambiente, obtura las
condiciones de estructura que el psicoanálisis descubre: un sujeto "disarmónico con la
realidad" . Por otro lado los parámetros de rendimiento, que intentan objetivarse según
número de consultas por día, tiempo de internación o duración del tratamiento, y exigen
adecuarse a criterios de economía y productividad, desconocen la dimensión subjetiva, que no
se ajusta a tales criterios.

El psicoanalista en la institución recibe una demanda de saber, y con ello al deseo, y abre un
espacio a la dimensión subjetiva, abolida por los permanentes intentos de objetivación. Lo
que va a hacer el psicoanalista es interrogarse, pensar qué tiene que ver el sujeto, cuál es la
íntima relación del sujeto con aquello con acontece, lograr la implicación subjetiva en su
padecer en el “desorden del cual se queja”.

No todo psicoanálisis.

La especificidad del acto analítico sólo puede recortarse como posible si se acepta que no todo
es psicoanálisis. . Un psicoanalista en el hospital debe soportar la coexistencia de discursos y
mantener allí su especificidad cuando ésta pueda tener lugar. Es entonces desde esta
dimensión de "no todo psicoanálisis", que será posible recortar, en algunos casos, un espacio
diferenciado para la oferta psicoanalítica, con todo el rigor que ésta requiere y en el que la
práctica toma todo su valor.

El discurso analítico contra el discurso del amo o el discurso universitario. Son diferentes,
responden a otra lógica. El psicoanálisis surge en el límite de la medicina, en los hospitales los
médicos llaman, en su límite, al analista. También el analista llama en su límite al médico o al
psiquiatra. Se trata de reconocer las diferencias.

Se trata sí, de ver hasta qué punto, dentro de instituciones sostenidas en la lógica del discurso
del amo y del universitario, es posible crear un espacio para que opere el dispositivo analítico,
que sostenga otra ética, la ética del psicoanálisis y que dé lugar al despliegue de la subjetividad
del que consulta. En tanto son discursos diferentes es necesario precisar cuándo y cómo opera
cada uno, sin confundirlos con el espacio físico en que dichos discursos se producen.

Las demandas y la posición del analista.

Las demandas en los hospitales son muy variadas. Esto obliga al analista a privilegiar el tiempo
de entrevistas para clarificar las demandas y decidir el tipo de intervención posible en cada
caso. Muchas treces será necesario recurrir a otras intervenciones, como medicación,
internación, interconsulta, o incluso la asistencia social, sin que las mismas excluyan
necesariamente un espacio específico de entrevistas, muchas de ellas son pasos previos o
necesarios para facilitar una posterior instalación de la transferencia.

El analista ofrece, entonces, a quien consulta la posibilidad de hablar de su sufrimiento. Su


acto está en juego desde el momento en que da al sujeto la palabra y coloca el saber de su
lado. Esta oferta podrá convertirse en entrevistas preliminares y en algunos casos las mismas
conducirán a un trabajo analítico. En otros, quizás solo tendrá lugar algún alivio.

En los hospitales a veces se recurre a intervenciones que aunque no son específicamente


analistas, implican un paso necesario para facilitar la instalación de la trasferencia. Por
ejemplo cuenta el caso en un equipo de urgencias en donde un señor esperado a ser atendido,
estaba sin dormir y sin comer durante varios días. La analista que recibió la consulta pensó que
en ese momento este señor no estaba en condiciones de comenzar a hablar, le dijo que él no
podía continuar así y lo orientó para que tratara de encontrar un lugar donde dormir y comer,
dándole una cita para dos días después. Luego el día de la cita el paciente concurre y le dice a
la analista que se había dado cuenta que no podía seguir viviendo así, que había ido a caritas y
estaba viviendo ahí pero que quería hablar de lo que le estaba pasando. En algunos casos,
durante las entrevistas también puede ser necesaria la información o incluso la sugestión.

Se escucha a veces decir que "si no hay demanda de análisis, mejor que el paciente se vaya".
Es cierto que sin empuje al trabajo, no puede comenzar un análisis, pero esto es algo a
producir. Deberíamos ser cautos en este punto, especialmente en los hospitales, y detenemos
a pensar qué esperamos escuchar como demanda de análisis. Seguramente no es lo mismo un
sujeto que viene con un deseo decidido de analizarse a buscar un analista (que puede ser más
frecuente en consultorio), que aquél que consulta para pedir ayuda sin saber a lo mejor en qué
consiste un análisis. Sin embargo sabemos que la formulación de un pedido como pedido de
análisis no asegura que el sujeto esté dispuesto al trabajo analizante y que a la inversa, en el
curso de las entrevistas es frecuente que se produzcan modificaciones en la posición subjetiva
inicial, dando lugar a una reformulación de la demanda que pueda abrir paso a un trabajo
analítico.

Puede haber entonces un uso engañoso del término demanda de análisis si no se distingue
claramente entre enunciado y enunciación. Un analista podrá escuchar en una demanda, se la
formule como de análisis o no, el reclamo de un espacio de deseo. Y en esto consiste su
escucha. El sujeto no demanda realizar el trabajo analizante, consiente a él como respuesta al
acto del analista en tanto su demanda se instala en transferencia. Puede ser necesario que el
analista intente una reformulación de la demanda pero esto no debe confundirse con rechazar
al sujeto. Sin duda, en algunos casos, podrá decidirse que no vale la pena continuar, pero
estamos ante una cuestión ética y habrá que dar para ello razones precisas.
Y muchas veces la prisa por hacer surgir la implicación subjetiva puede impedir al analista
seguir paso a paso las condiciones singulares del caso e impedir u obstaculizar la instalación
de la transferencia.

Si el analista toma al psicoanálisis como un ideal, aplicable de un modo universal y


estandarizado, no podrá escuchar el decir del sujeto. En ese caso no es el deseo del analista el
que se pone en juego, si- no el intento de sostenerse como analista por la vía de la
identificación.

La práctica hospitalaria da a las entrevistas que podrán convertirse en preliminares, un lugar


privilegiado en el cual se podrá recibir la demanda, darle cabida, precisarla e intentar crear un
espacio para el deseo teniendo en cuenta la variabilidad de tales demandas.

Pero se plantea a veces en nuestro medio la idea de que en las instituciones sólo podrían
producirse entrevistas preliminares y que el momento de iniciación del tratamiento estaría
marcado por el pasaje a privado y la inclusión del dinero. Puede ser que en muchos casos sea
esto lo que ocurre, pero pienso que no habría que confundir condiciones empíricas con
posibilidades lógicas. La instalación de la transferencia y el comienzo del trabajo analítico se
producen a partir del funcionamiento del dispositivo que da lugar a la apertura del
inconsciente y esto no depende del pago en dinero. El momento en que pueda sancionarse
una entrada en análisis o un pasaje a privado debe ser evaluado caso por caso y no convertido
en un estándar.

Tiempo y dinero.

TIEMPO: El modo en que dichas normas intervienen afecta de un modo diferente la iniciación
de un análisis, su posibilidad de ser continuado y de ser concluido. Es en función del límite
temporal impuesto por las instituciones que surgieron las terapias de objetivos limitados,
abordables en el tiempo institucional.

Un trayecto hospitalario si bien no asegura el fin de análisis (que por otra parte ningún análisis
asegura) permite poner en movimiento un trabajo del inconsciente y quizás producir ciertas
modificaciones subjetivas cuyo valor habrá que verificar en cada caso. En las instituciones
tenemos un límite temporal y si bien este límite es definido por criterios institucionales y es
ajeno a la singularidad del caso por caso, Rubistein dice que el tiempo introduce un real,
anticipa un efecto de castración, un tope, que si es adecuadamente trabajado puede operar
analíticamente. Desde el comienzo del trabajo analítico, analista y paciente, saben que
cuentan con un tiempo acotado de trabajo y muchas veces esto sirve como motivador para
poder aprovecharlo.

DINERO: diferencia entre el pago como cesión de goce, condición necesaria de un análisis, y la
materialización de ese pago necesariamente en dinero. El analizante debe pagar con su goce, y
el modo en que esto se produce debe ser tomado en la singularidad de cada caso.

¿Qué sostiene el deseo de los analistas de permanecer en las instituciones? ¿Con qué se
cobran? Formación, investigación, deseo de analizar, derivación, renta, son algunas de las
cuestiones en juego. La práctica en hospitales no puede considerarse ni condición necesaria
ni suficiente para la formación del analista, la misma no sólo enriquece la experiencia de
quienes recién comienzan, sino que pone en tensión al psicoanálisis mismo y estimula a los
psicoanalistas a repensar sus conceptos a la luz de condiciones, diferentes.

La interconsulta: una práctica del malestar* Silvina Gamsie.


En la interconsulta no somos llamados como analistas, sino en tanto “psicopatólogos”. Se nos
considera "especialistas” capaces de resolver situaciones complejas, como hacer por ejemplo
un diagnóstico diferencial, o ayudar a constituir o completar un diagnóstico ahí donde el
diagnóstico médico no cierra, es dudoso o falta. El pedido médico es el de que ayudemos a
precisar si un fenómeno es de orden conversivo u orgánico, si pertenece a su competencia, o
si, de lo contrario, debe abandonar el caso y remitírnoslo a nosotros.

Como analistas lo que primero hacemos es escuchar quién, qué y para quién demanda.
Introducir una pausa, un tiempo de comprender, un momento para poder pensar, reflexionar.
Porque si es verdad que estamos habituados a trabajar con lo que no funcionales también
cierto que lo que no funciona exige ciertas condiciones para que podamos operar sobre ello.
Debe ser formulado de manera tal que implique de parte de quien se dirige a nosotros, cierta
interrogación sobre ese malestar. Quiero decir que no cualquier cosa deviene síntoma
interrogando al sujeto, y que para que lo haga, es necesario una determinada puesta en forma
del síntoma y de la demanda que lo vehiculiza.

Gamsie dice que en la interconsulta puede suceder que el médico mediatiza en realidad un
pedido de los pacientes, un pedido de los padres o de los niños que ante la angustia frente a la
irrupción de la enfermedad, la proximidad de una muerte imprevisible, la inminencia de una
intervención traumática, piden hablar con alguien que los pueda escuchar. También señala la
autora que es en el punto donde el médico no puede sostener la transferencia cuando suele
dirigir el pedido, atribuyendo al psicólogo un saber decir y hacer sobre lo insoportable, sobre el
dolor, la muerte, el malestar, etc. Son los casos menos frecuentes, en los que se trata más de
una consulta que de una interconsulta.

A veces es necesario restituir a los padres en su función, es que algo del lugar del saber que
estos encaman en la infancia se resitúe, y de que en caso de que vuelva a surgir alguna
pregunta, ésta no tome ya al hijo como causa de esa misma interrogación.

En la interconsulta está también en juego la restauración de un saber, el hecho de reinstalar al


médico en su función, contribuir ahí donde algo no funciona para que el médico pueda tomar
las decisiones que le competen.

Los pacientes que llegan al hospital aquejados de una afección, tienen algún tipo de
transferencia con la institución, a la que le atribuyen presumiblemente un saber sobre la
enfermedad. Esta transferencia es masiva e indiferenciada a causa de los efectos
desubjetivizantes inherentes a la propia institución: cualquiera que lleve un delantal blanco o
se diga perteneciente a determinado servicio es pasible de representarla.

Es habitual que ante sus preguntas, los pacientes reciban respuestas de distintos
profesionales, sin inmutarse por ello. El desarrollo tecnológico de la medicina entraña la
desaparición del médico de cabecera y esto acarrea a su vez en la interconsulta la dificultad
adicional de no poder ubicar habitualmente un interlocutor capaz de dar cuenta de la historia
clínica de un determinado paciente. Así, es frecuente que el que pide la interconsulta no sea el
que responde por el paciente, o que el médico que lo hace, lo haga como representante del
grupo de los médicos de la sala. Los pedidos pueden estar firmados sin su correspondiente
aclaración, lo que complejiza la identificación de un médico que pueda responder por las
maniobras que el tratamiento requiere. Todo lo cual tiende a diluir y a anonimizar la
responsabilidad.
También señala la autora que es en el punto donde el médico no puede sostener la
transferencia de un saber total y suele dirigir el pedido de interconsulta, atribuyendo al
psicólogo un saber decir y hacer sobre lo insoportable, sobre el dolor, la muerte, el malestar,
etc. ¿cuál debería ser nuestra posición frente a este tipo de demanda? Si respondemos a esta
demanda terminamos en impotencia porque no hay un saber total, es una ilusión creer que
existe un saber total. En principio hay que negarnos a resolver aquellas situaciones que
escapan a nuestras posibilidades, y reconocer que aceptarlas llevaría necesariamente al
fracaso y a la frustración. No podemos hacernos cargo inmediatamente del pedido médico, ni
automáticamente y sin mediaciones, de los problemas del paciente. Y esto, porque no
intervenimos allí de un modo puramente asistencial, habiendo aceptado como función
intentar operar sobre el pedido que los médicos nos formulan, contribuyendo a resituar ese
pedido, dando paso a su pregunta comprometida. Lo que no implica, desde luego,
desentendernos de su angustia. Interrogar lo que no funciona no significa identificarse a ello,
lo cual no haría más que impotentizarnos y frustrarnos. Si en lugar de interrogar el malestar
que motiva la demanda a interconsulta, aceptamos su transferencia, el no poder darle una
respuesta mínimamente satisfactoria, nos hará pasibles de una probable acusación de
ineficacia. Ya que al pretender hacernos cargo de la imposibilidad, correremos más bien el
riesgo de ser identificados a la impotencia.

Impactados por las consecuencias de la pobreza y conminados más a administrarla que a


combatirla, suelen intentar transponer la interrogación que aparece luego de la irrupción de lo
real. Lejos de implicarse en su malestar e interrogarse sobre el sentido de su propia función,
tienden a recurrir a otro servicio, y psicopatología constituye en estas situaciones una
referencia siempre posible. Esto se toma más evidente en los llamados casos sociales:
maltratos, violencia familiar, familias de “alto riesgo” o de profunda miseria que angustian al
médico al punto de impedirle sostenerse mínimamente en su posición.

Los tratamientos analíticos en las instituciones. Galende.

La distinción entre los requerimientos de un tratamiento analítico y ciertas intervenciones


analíticas que, sin constituir un tratamiento, se basan en su método y producen ciertos
efectos. Con esta última me refiero, por ejemplo, a las que hacía Freud con su compañero
ocasional de viaje de vacaciones, al analizar determinado síntoma, un sueño, etc., y que creo
son altamente frecuentes en las instituciones de Salud Mental. A veces con pacientes que sólo
vienen a una o dos entrevistas, con familiares de internados, con el personal administrativo,
etc. Son requisitos para considerar a estas intervenciones (señalamientos, interpretaciones,
etc.) como psicoanalíticas que respondan a la función interrogativa del método. Deben
guardar relación exclusiva a la palabra, un acto que no se media por lo simbólico no tiene
función analítica. No deben constituir una mera aplicación de saber, el factor de sorpresa o
imprevisto, la ocurrencia en el momento oportuno, suele ser característica esencial, no por
cierto su planificación ni ejercicio ritual. En general incluye una intención de develar la
estructura productora del síntoma, del conflicto. A diferencia de los tratamientos, estas
intervenciones no pueden ser previstas ni programadas, por lo que su ocurrencia obedece a
la presencia de analistas en estas instituciones y a la experiencia que éstos tengan. Le asigno
un papel importante en la configuración del clima terapéutico que se genera en estos lugares,
y en la actitud del conjunto de la institución frente a las demandas que circulan. Junto con los
tratamientos analíticos planificados y llevados a cabo en las instituciones, constituyen los
rasgos de la presencia de psicoanalistas en estos lugares de la Salud Mental.

La riqueza mayor no pasa por los tratamientos efectivamente realizados y concluidos, sino
por el aporte que un analista hace, con pequeñas y reiteradas intervenciones, para que un
síntoma se evidencie, en un paciente o en un miembro de la institución, para que circule,
para que se hable y se haga así abordable.

Los tratamientos analíticos

Diferencias del tratamiento analítico con las psicoterapias:

a) las psicoterapias son más fenoménicas en su captación del síntoma, mientras que el
psicoanálisis se propone una disección de las estructuras productoras de conflicto, va más en
profundidad no se enfoca tanto en lo fenoménico.

b) las psicoterapias parten de y tienden a la unidad del sujeto, el humanismo que las sustenta
se expresa en sus ideas de adaptación y equilibrio, mientras que al análisis le es ajena la
síntesis, su sujeto es estructuralmente escindido, tópico, y el conflicto y la adaptación son de
naturaleza irreductible.

c) las psicoterapias confían todo a una sociabilidad equilibrada y a ello tienden, mientras que
el análisis muestra a la relación social como narcisismo y síntoma.

d) las psicoterapias se proponen la resolución del síntoma, en lo cual basan su eficacia,


mientras que el análisis devela una relación entre el síntoma y la verdad histórica del sujeto y
la disolución del síntoma sobreviene “por añadidura”, por develamiento de esa verdad. No
implica una solución, sino aprender a vivir con esta falta, poder hacer algo con ella. Soportar
que hay algo que no va a cerrar nunca y con eso tenemos que vivir, ver qué hacemos
nosotros con eso esa falta estructural de la neurosis.

e) mientras que las piscoterapias responden a la demanda del paciente tendiendo a reunir,
aglutinar, lo que éste separa, el análisis interroga a la demanda sin satisfacerla, tratando de
desagregar lo que la constituye.

f) si las psicoterapias autorizan en el terapeuta la utilización de su persona para lograr la cura,


el análisis se rige por el principio de abstinencia y relación exclusiva a la palabra.

g) finalmente, si el terapeuta utiliza un saber y una experiencia que hacen de su acción una
pedagogía subyacente, el analista interroga al saber en el paciente, evitando en lo que pueda
toda intención pedagógica.

Es sobre la base de estas diferencias, que definen a un tratamiento como analítico, que
pueden plantearse cuestiones tales como la eficacia terapéutica, los criterios de curación y
finalización, etc. Son éstas, además, las condiciones para que las cuestiones del método (regla
de abstinencia, neutralidad valorativa, asociación libre, atención flotante) posibiliten la
instalación y el manejo de la transferencia.

¿Qué agrega la institución psiquiátrica a estos tratamientos analíticos? No nos parece que
ciertas cuestiones del encuadre sean lo esencial: el pago por el paciente al analista, el número
de sesiones, la disponibilidad del lugar, diván, horarios, etc. Sí nos parece importante contar
con la aceptación por la institución de ciertos requerimientos que tiene un tratamiento
analítico: elección mutua del analista y el paciente, cuestiones de respeto por la privacidad de
la relación analítica, aceptación del tiempo de duración del tratamiento y frecuencia necesaria
de sesiones, que no pueden fijarse administrativamente, respetar que es el analista quien
dirige la cura y no los criterios administrativos, aceptación de los criterios analíticos de
curación y fin del tratamiento. Para un analista, la singularidad de cada análisis es esencial.
Siempre, para el analista, es “caso por caso”. Las instituciones tienen requerimientos de
diagnóstico, clasificaciones y generalizaciones, y tiempos institucionales que suelen hacer
conflicto con este requerimiento de singularidad de un análisis. La institución agrega a estos
tratamientos es justamente la presencia de la institución en la transferencia.

Habrá que tener en cuenta, si se trabaja en una institución como analistas, que previo a la
transferencia analítica está la transferencia institucional, que suele permanecer de fondo
como obstáculo en todo tratamiento de las instituciones (hospital, clínica, centro de salud,
etc). La transferencia institucional está configurada por la relación regresiva que el paciente
mantiene con la institución médico-asistencial, y suele expresarse tanto bajo formas de
sometimiento como de exigencias de cuidados y atenciones. Por ejemplo, "Lo que el médico
dice está siempre bien, porque es un médico" o esta cuestión de "sálveme ya", que puede
llegar a un extremo de agresión al médico.

Lo que señala E. Jacques es que hay una impregnación identificatoria en la relación del sujeto
con la institución. La conciencia, la representación, que el enfermo tiene de su padecimiento,
incluye las de la institución médica; ésta forma parte de sí mismo. La instancia subjetiva que
sostiene esta identificación con la institución es el yo ideal. De él parten los fantasmas
omnipotentes de control de la muerte y el sufrimiento a través de una recuperación regresiva
de la fusión con la madre: exigencia de ser cuidado, protegido, dependencia extrema,
idealización. Esta transferencia con la institución está infiltrada por la compulsión repetitiva
que es muda, sólo se expresa bajo la forma ritual y ceremonial de la asistencia: el cuidado del
cuerpo, la denegación de la muerte; el cuidado del espíritu, la denegación de la locura. La
transferencia, en todo análisis, tiene una dimensión de repetición, en tanto reactualiza en la
relación al analista algo de los vínculos primarios. La transferencia a la institución busca
repetir de modo compulsivo el vínculo simbiótico, materno, sostenido en el yo ideal, y
difícilmente analizable.

La exigencia de ser atendido y curado en su condición de enfermo, es una fuerza


homogeneizante que aplasta las singularidades de su historia personal, o los recuerdos en
donde sus síntomas podrían desplazar sentido. Además, toda institución afecta al ser de sus
pacientes en la homogeinización que produce, borrando las diferencias subjetivas al
diagnósticas y etiquetar. Ambas, instituciones y transferencia del sujeto, se constituyen en
resistencia al análisis que requiere, como vimos, el despliegue de una singularidad plena.

Dirá también que el psicoanalista tampoco está exento de su propia identificación con la
institución y de establecer aquello que Freud denominó “transferencia recíproca”. Es
frecuente que los analistas depositen en la institución sus propias demandas regresivas de
protección-seguridad-cuidados. Frente al investimiento transferencial que los pacientes hacen
sobre el analista, suele ocurrir que éste recurra a la institución como defensa, poniéndose en
función resistencial. El analista mismo puede refugiarse en la institución y tener un rol
puramente asistencial, centrarse en el diagnóstico y no escuchar la singularidad del paciente,
quedándose en una generalidad.Si la institución sirve al analista para protegerse de la
transferencia del paciente, y al mismo tiempo o simultáneamente sirve al paciente como
resistencia para el análisis, la institución, en su reinado absoluto, logra impedir el análisis. En
esos casos se instala en plenitud la relación de asistencia: recetan fármacos, se interna, se
refuerza como justificación de todo la actitud diagnóstica. Es similar a la cuestión de los
psiquiatras, que pueden quedarse solo en la cuestión de recetar y no escuchar la singularidad
del paciente.

Galende dirá que es necesario que tengamos en cuenta que existe esta transferencia a la
institución, porque para trabajar analíticamente hace falta despejarla lo máximo posible,
para poder darle lugar a la transferencia analítica. Para poder trabajar y despejarla, es
necesario reconocer su existencia.

La institución instituye un modo de relación social. Plantea poder abrir en el espacio clínico
mismo un interrogante sobre la institución para poder tomarla como síntoma, tanto en el
paciente como en el terapeuta e incluso en el personal no asistencia. La relación que instituye
el psiquiatra es objetivamente del enfermo; esto se expresa en el diagnóstico, que al nombrar
al paciente afecta a su ser en lo simbólico (esto es, define su lugar en los intercambios
sociales). La institución de Salud Mental, conformada sobre valores médico psiquiátricos,
tiende a demandar esta afectación diagnóstica y clasificatoria. Ese es el modo en que un
paciente accede a los sistemas simbólicos de la institución. Una interrogación psicoanalítica
sobre esta demanda, encamada en el paciente, apunta a interrumpir la ley ritual de repetición-
clasificación que la institución efectúa. El método analítico, requiere de una clínica en la que
el padecimiento del sujeto sea abierto a la complejidad sobredeterminada de su historia, sus
relaciones actuales, la demanda que sitúa a un otro (terapeuta) y un lugar. Un analista,
frente al paciente que consulta, no puede dejar de interrogarse por el sufrimiento
sintomático: ¿a qué sirve el síntoma?, ¿porqué en este momento?, ¿qué quiere o reclama
del médico?, ¿por qué acude a este lugar?, ¿qué relación tiene este lugar con lo que quiere?

La institución no se plantea interrogantes, tiende a responder con su propia red de sentido,


incorporando y significando a ese sujeto desde sus saberes y funcionamientos establecidos.
En este sentido, los encuadres de la institución y del analista son antagónicos. Suele pensarse
que se debe intentar adaptar los tratamientos a los requerimientos de la institución
asistencial. Así surgieron distintas terapias a las que se piensa más funcionales con la atención
en instituciones públicas (psicoterapias breves, de grupo, etc.). No nos parecen incorrectas
estas propuestas en sí, como métodos alternativos de tratamiento, pero sí creemos incorrecto
guiarse, para definir un tratamiento analítico, por cuestiones contextuales: lugar, tiempos
requeridos, dimensiones de la demanda, frecuencia de sesiones, urgencia.

Desde la admisión misma del paciente, ya sea hecha con él a solas, en grupo, familia, etc., se
debe generar un espacio analítico, en el que la demanda pueda ser escuchada con el mínimo
de interferencia institucional. El modelo de intervención analítica no tiene por qué ser
diferente al que se realiza en la práctica privada. Insistimos en esta cuestión porque creemos
que se originan falsos dilemas. Lo que los terapeutas trasladan de lo privado, y que suele
merecer críticas, son los ritos, lo convencional, las ceremonias sociales con que sé recibe a un
paciente, el contexto. La modalidad de intervención analítica es, o debe ser, la misma. Los
sujetos, para el analista, no son diferentes porque pertenezcan a niveles sociales diferentes.
La calidad de la intervención, la privacidad de todo análisis, el mantenimiento del secreto, el
respeto por el paciente y sus síntomas, el modo de escucha y la interpretación no tienen por
qué diferir. La transferencia está en el paciente y se hará presente en la clínica si hay un
analista dispuesto a recibirla. Con frecuencia surge también con los psiquiatras o con el
médico, que suelen manejarla para reforzar su prestigio narcisista o su poder sobre el
enfermo. El analista se sirve de ella para otros fines: la detecta para facilitar la relación del
paciente con su propio saber y su verdad.
Como conclusión y para reflexionar acerca del aporte que los analistas generan en las
instituciones dirá que el manejo que los analistas realicen de la transferencia y el modo de
relación diferente hacia los pacientes será lo que repercuta en el conjunto de la institución y
posee en sí un valor crítico sobre los vínculos que la institución propone.

Psicoanálisis y Hospital José A. Zuberman.

El Hospital es el lugar donde llega aquello de la sociedad que no ando bien, que no camina,
que no funciona; los restos, el resto, podríamos decir en nuestro lenguaje. Si el analista decide
atender en el Hospital es porque le interesa interrogar esos restos, eso lo causa. A un analista
siempre lo causa interrogar aquello que no funciona.

Dejando hablar y escuchando eso que no "anda", y a partir de esa tarea, puede legarnos un
cuerpo teórico que nos permite interrogar, escuchar e intervenir en la cura de los sujetos que
consultan cuando el saber que los habita no da respuesta a! padecer que los afecta.

El psicoanálisis en el hospital es aceptado a veces porque trae respuestas a aquello con que la
medicina no puede, es rechazado otras tantas veces por interrogar el discurso médico.

El discurso médico llama síntoma a aquella manifestación que se aleja de la normal, y que
cuanto más alejada, titulo más patológica. Para el psicoanálisis el síntoma implica una frase
reprimida que tiene un efecto en lo Real que interroga al sujeto. Pero no todos los pacientes
que vienen al Hospital llegan con una pregunta. Aparecen inhibiciones, problemas de carácter,
adicciones, etc., que llegan con un padecer que no les hace pregunta. Para algunos la
respuesta era fácil y expulsiva: inanalizabilidad, y derivación a quien los medique. Para otros
era oportunidad de investigar qué demandaba, qué buscaba quien pedía hablar y no traía una
pregunta explícita sobre su padecer.

Los analistas que habían sostenido sus análisis y tenían suficiente experiencia en sostener la
interrogación sobre lo más desconocido de sí mismos' pudieron sostener esta posición, esta
tarea que les permitía investigar y avanzar por un borde no transitado por sus maestros. No
amparándose en que psicoanálisis es tres veces por semana o alguna norma del encuadre,
estos analistas parten de que un psicoanálisis es la cura que conduce un analista, en las
condiciones que le es posible.

Era declarada intransitable la relación del psicoanálisis con el Hospital porque no se podía
sostener el encuadre. Hoy se amparan otros en similares argumentos sostenidos en frases
tomadas de otros discursos. Un analista no se define por una técnica sino por poder ocupar
un lugar que permite interrogar el saber del Otro, causando su palabra. Analistas son quienes
pueden sostener esa interrogación aquí y allá, en la cima de la montaña escuchando a Catalina
o en el diván de la vienesa Bergasse, en el ámbito hospitalario o en el consultorio.

Pte : Se escucha al sujeto y se buscan alternativas que a este paciente le sirvan.

Porque el psicoanálisis es una práctica que permite creatividad e invención cuando el analista
se deja interrogar por lo nuevo que le llega en el tiempo que le toca sostener esta práctica,
cabe diferenciarla de una prédica. Practicar no es predicar. Practicar el psicoanálisis no es
predicarlo repitiendo los textos y los conceptos al modo universitario en que el saber es el
agente del discurso.

Zuberman concluye tomando las palabras de Héctor Braun que: “no se trata ya de discutir si
hay o no psicoanálisis en el Hospital, sino de discutir la práctica de los analistas que deciden
sostenerla en ese preciso lugar”. Están quienes creer que el analista se forma en el Hospital. Él
cree que se exceden ya que si bien en el Hospital se tramiten análisis, supervisiones y
seminarios, la formación del analista excede el límite de la institución hospitalaria. Las
preguntas que de él emergen se tramitan en los análisis, los análisis de control, en fin... en la
Escuela de analistas, o quedan bloqueadas.

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