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Hans Zollner
"María estaba con su hijo, Jesús, pero yo no tenía a nadie conmigo". Estas fuertes palabras,
dichas al Papa Francisco por un sobreviviente de abuso sexual cometido por un clérigo,
expresan la soledad y miseria experimentada por las muchas víctimas que sufren a manos de
sacerdotes. Esas palabras desafían a la Iglesia a acercarse al sufrimiento de los más
vulnerables, especialmente aquellos que han sido heridos por ministros de la Iglesia, a quienes
se les había confiado la misión de cuidar al Cuerpo de Cristo.
Para muchas víctimas, la situación abusiva es sólo el comienzo de una historia llena de dolor.
Personas humilladas por el trauma sexual son luego injuriadas cuando no son recibidas por las
autoridades de la Iglesia o, si son recibidas, no son escuchadas ni acompañadas. Esta falta de
recepción empática de las víctimas es a veces llamada "revictimización". Lamentablemente, la
frecuente actitud no-empática y autodefensiva de las autoridades eclesiales muchas veces
lastima tanto como el abuso en sí mismo. Cuando el camino de un sobreviviente a través de la
pasión, muerte y (en ocasiones) resurrección no es seriamente considerado, él o ella
permanece fuera de los impenetrables muros autoprotectores de la institución sostenidos a
través de la burocracia, el asesoramiento legal y la dilación.
Por otro lado, es cierto que en muchas regiones ha crecido la sensibilidad y se han hecho
progresos significativos. Iniciativas de protección en todo el mundo han demostrado lo que
puede hacerse cuando la determinación y la decisión se ponen en acción. Indican el progreso
real por el que la generación actual de líderes eclesiales se está esforzando en avanzar. A pesar
de ello, mientras que en algunos lugares uno podría verse tentado a sentarse y contemplar los
frutos de la dura tarea, el objetivo de la protección aún no está completo. ¿Qué pasaría si este
compromiso no se continúa; si quienes ejercen la protección fueran abrumados por la "fatiga
de proteger"; si la próxima generación de obispos y provinciales, agobiados por las demandas
de los aspectos pastorales y administrativos de su ministerio no percibe la urgencia del trabajo
realizado por sus antecesores y relega la intervención y la prevención a un rango mucho menor
en la jerarquía de ministerios; si las decisiones y medidas tomadas fueran retractadas y
abandonadas?
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Capítulo del libro "Safeguarding. Reflecting on child sexual abuse, theology and care" (2018),
compilación de diversos autores, realizada por el Centro para la Protección de los Menores de la
Pontificia Universidad Gregoriana. La traducción del inglés es nuestra.
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¿Qué puede hacerse para prevenir este difícil escenario? Situar siempre en primer lugar a las
víctimas es de la mayor importancia. La protección de esas personas vulnerables requiere
brindar una atención y energía renovadas a estos "pequeños", como hizo Jesucristo. El abuso
sexual clerical es un tema incómodo, perturbador y demandante. Interfiere con la vida normal
y con una serena planificación pastoral, insumiendo dinero, tiempo, ansiedad y energía que
podrían encausarse en tareas parroquiales y en actividades de caridad. Aunque es más fácil
evitar el tema y patearlo debajo de la mesa, cuanto más tiempo tardemos en asumir un
compromiso proactivo, más difícilmente se encaminará la situación. Comparado con lo que
ocurría hace quince o treinta años, hoy ya no puede afirmarse que uno no sabe de lo que se
trata o de lo que se requiere hacer.
Desde hace treinta años, la Iglesia católica en gran cantidad de países tuvo que lidiar con una
significativa atención pública en relación a las acusaciones de abuso sexual de menores por
parte de clérigos. Lamentablemente, ahora se hace evidente que el abuso sexual es una
realidad en cada rincón del mundo. Es erróneo e imprudente sostener que el problema es
exclusivamente de la Iglesia en Occidente. Los casos de abuso continuarán haciéndose
públicos, y es probable que haya muchos. Cada nuevo caso será casi seguramente visto como
una evidencia de tácito consentimiento o incluso de negligencia culpable hacia el deber y el
cuidado cristianos.
2. Víctimas y sobrevivientes
La relación quebrada entre los miembros de la Iglesia y las personas abusadas tiene dos
aspectos. En el caso de los primeros, su ansiedad y/o dificultad en acercarse pastoralmente al
sufrimiento de las víctimas -en dejar que el sufrimiento de Cristo en esas personas los penetre
e impacte en ellos, poniéndolos en contacto con el misterio de la pasión y muerte de Jesús-
genera la impresión de que no sienten preocupación por las víctimas. Por otra parte, con
frecuencia son los sobrevivientes quienes interrumpen su relación con Dios, la Iglesia y sus
representantes. Después del abuso sexual, que también produce un abuso espiritual, la
identidad en la fe de muchos sobrevivientes se ve herida o destruida. Para muchos
sobrevivientes, cualquier intento por los representantes de la Iglesia -sean obispos, sacerdotes
o laicos- de negar lo ocurrido, de defender a la institución o de forzar la reconciliación y el
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perdón es visto como una nueva intrusión o abuso, no sólo por parte de esas personas sino
también por parte de Dios. Debido a la confusión sembrada en sus vidas, no hay ninguna
separación entre la imagen o idea de Dios por un lado, y las personas que lo representan por el
otro. Esto puede prolongarse durante toda su vida.
Muchos sobrevivientes están tan disgustados y enojados que han perdido toda confianza, y no
esperan de las personas de la Iglesia más que la repetición del daño causado. Muchos buscan
honestamente ayuda y expresan sus deseos de contribuir a la vida eclesial compartiendo la
historia de sus heridas, su recuperación y su libertad espiritual. Si se crea espacio para este
compartir -en grupos de oración, por ejemplo- se podría recuperar un enorme tesoro
espiritual. Luego de haber recorrido un camino largo y difícil, plagado de soledades, tristeza y
enojo, a veces por docenas de años, algunos sobrevivientes pueden llegar a la posibilidad del
perdón y de una nueva esperanza. Ellos pueden testimoniar el misterio pascual de Cristo -en su
pasión, muerte y resurrección- de una manera en que muy pocos otros pueden hacerlo.
¿Qué esperan los sobrevivientes? ¿Cómo pueden los líderes eclesiales comenzar a sanar
finalmente su relación con ellos? Más allá de todas las cuestiones económicas, legales e
institucionales, reconocer credibilidad a las personas abusadas a pesar de no saber si las
acusaciones son verdaderas en todos los aspectos, es un paso hacia adelante. En un encuentro
entre una autoridad eclesial y un sobreviviente, quizás el resultado sea simplemente que la
persona abusada tenga la posibilidad de manifestar su enojo; sin embargo, a veces pueden
resultar pasos más positivos.
¿Qué elementos ayudan a que nuestros esfuerzos para la prevención funcionen? Además de
una intensa experiencia personal, ¿cómo puede uno encontrar la motivación para realizar este
trabajo? En los años recientes, la cobertura de los medios de comunicación y películas como
Spotlight han hecho mucho para despertar la preocupación de aquellos que no eran
conscientes de la magnitud del problema: la gente se está preguntando qué puede hacer para
que las cosas cambien.
Una de las claves de la prevención es la conciencia de los elementos que han permitido el
abuso sexual por parte de los clérigos. Una combinación de factores -que, tomados
individualmente, no son exclusivos de la Iglesia Católica- parecen haber posibilitado estos
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crímenes. Entre esos factores se destacan tres: la inmadurez afectiva o la falta de habilidad
para integrar adecuadamente la sexualidad, procesar adecuadamente las emociones y
relacionarse con los demás de una manera respetuosa y llena de sentido; la idealización del rol
del sacerdote; y un sistema cerrado o "mentalidad de fortaleza".
Al considerar las medidas preventivas, la eliminación del sacerdocio no es una opción real;
tampoco la dispensa de las obligaciones del celibato es una solución al abuso sexual, dado que
no se trata de una causa central del abuso de menores. Por motivaciones variadas, muchas
otras religiones y filosofías incorporan la disciplina del celibato en el camino de la ascesis
espiritual.
Para vivir las exigencias del celibato no es suficiente el entrenamiento espiritual. Una
formación integral ayudará a los candidatos al sacerdocio a aprender a lidiar con necesidades
sexuales, emocionales y relacionales. Esto nos lleva a las cuestiones del desarrollo y la
identidad personal, la relacionalidad, la integridad emocional y la estabilidad. La Ratio
Fundamentalis para la formación sacerdotal, de 2016, dedica una sección a cada una de las
cuatro dimensiones de la formación integral: humana, intelectual, espiritual y pastoral. El
trabajo en todas esas áreas cultiva la madurez, el crecimiento hacia la libertad interior y el
mejor conocimiento de uno mismo en los niveles intelectual, espiritual, social y afectivo. Esto
incluye la identificación y la sanación de vulnerabilidades, así como la armonización del
intelecto, la voluntad y las emociones.
El contexto de la formación para el sacerdocio es más difícil ahora que antes. Por ejemplo,
muchos hombres provienen de familias rotas y han sido expuestos a imágenes sexualizadas y a
experiencias sexuales antes de ingresar al seminario o a la vida religiosa. Entonces, debe
prestarse mucha atención a la integración de las pasiones. Esas energías deben ser canalizadas
para que no se vuelvan autónomas, sino que aporten su vitalidad para el bien del individuo y
de la comunidad. Si las pasiones únicamente son reprimidas por la fuerza de voluntad, dejadas
a un lado o negadas, probablemente reaparezcan o “exploten” en algún momento. Dado que
las crisis vocacionales son normalmente precipitadas por sentimientos pasionales inesperados,
resulta sorprendente que la formación en la madurez afectiva sea frecuentemente relegada de
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La comprensión del rol del sacerdote en la comunidad católica también ha jugado un papel
importante en la crisis de los abusos. La combinación de una posición de liderazgo del clérigo y
la autoridad a él conferida, junto con la idea teológica de su configuración con Cristo Cabeza,
muchas veces ha resultado en una idealización de su función eclesial, que fue más allá de una
medida razonable. En muchas culturas, a los sacerdotes se les concede el mismo -o mayor-
rango, consideración y aprecio que a los demás líderes locales. Los clérigos son idealizados,
quiéranlo o no, porque se los percibe como teniendo una relación única con Dios y, como
resultado, ejercen un poder religioso particular.
Cuando un sacerdote, que representa a Dios y es teológicamente definido como alter Christus,
explota esta investidura de poder y cercanía con Dios que se le atribuye, adquiere ventaja de la
fe y sensibilidad espiritual de las personas de las cuales abusa, dañando gravemente e incluso
destruyendo su confianza y creencia en Dios. El sacerdote-perpetrador frecuentemente “tiene
éxito” en dejar a un lado sus propios sentimientos de culpa y en proyectarlos en sus víctimas
quienes, tomando sobre ellas la carga de la culpa, se sienten avergonzadas y encuentran difícil
culpar a aquel que, bajo todas las apariencias, no puede hacer ningún mal. Bajo la impresión
de que, debido a su “poder sagrado”, no necesita justificar sus acciones, el clérigo abusador
puede sentirse habilitado para hacer lo que quiera, considerarse él mismo la víctima o
sostener que solamente estaba tratando de ayudar a sus víctimas.
En algunas partes del mundo, los sacerdotes aceptan su rol sin el necesario compromiso
personal con la vivencia existencial de su vocación, lo cual es comprensible dado que en esas
mismas regiones el sacerdocio se ha convertido en una suerte de oficio administrativo o
representativo en lugar de la realidad de ser un testigo personal. Entre los hombres que eligen
el sacerdocio o la vida religiosa existen algunos que inconscientemente eligen los beneficios de
su vocación -ciertos privilegios, poder y estima pública- sin aceptar sus costos, el llamado al
anonadamiento o el propio vacío.
Entonces, existen sacerdotes que utilizan su rol para cometer abusos de poder -tanto
espirituales como afectivos-, que viven inconsistentemente su vocación, que abusan de otros
sin tomar conciencia realmente de que ello es contrario a su vocación y a la vida cristiana.
Existe una división entre su rol público y representativo y su vida privada. Su rol o actuación no
coincide con su identidad e internalización como sacerdote. Sin la integración de diferentes
áreas de la vida, se desarrolla una identidad fragmentada y el sacerdocio se convierte sólo en
un trabajo, limitado a ciertas horas del día. Esta actitud evidencia un problema con el
compromiso y con la comprensión de la vocación. Hoy en día es cada vez mayor la dificultad de
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crecer integralmente por muchas razones, además de que existen más formas posibles de vivir
la vida, e internet presenta innumerables posiciones y actitudes, facilitando la creación de una
identidad fragmentada.
Se han dado pasos positivos para garantizar la transparencia de quienes gobiernan. Con el
motu proprio "Como una madre amorosa" (4 de junio de 2016), el Papa Francisco recordó a
aquellos que ejercen el poder de gobernar -obispos y superiores mayores- que son llamados
de un modo particular a ejercer el deber de toda la Iglesia de proteger a los más vulnerables. El
documento explícitamente define la negligencia de un Obispo en el ejercicio de su oficio, y
particularmente en relación con los casos de abuso sexual contra menores de edad y adultos
vulnerables, como una razón para removerlo de su oficio eclesiástico, estableciendo el
procedimiento a seguir en esos casos.
Las razones por las cuales un obispo puede haber sido negligente en su rol son complejas. En
muchos casos, una “preocupación paternal” por los perpetradores ha incluido el perdón, pero
no así el castigo. Una fuerte lealtad mutua entre el personal eclesiástico frecuentemente ha
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llevado a los obispos a preocuparse más por “los suyos” que por los laicos víctimas y
sobrevivientes ¿Por qué esta "preocupación paternal" no se hizo extensiva a los sobrevivientes
de abuso, quienes igualmente pertenecen al rebaño confiado a los líderes eclesiales? Como
dijo un obispo, “nos olvidamos de que las víctimas son también parte de nuestro rebaño”.
Muchos sobrevivientes desean ser escuchados y, aunque escucharlos tenga un costo en
tiempo, energía y nervios, no escucharlos tiene un costo mucho mayor.
Si los obispos no asumen responsabilidad ahora por los casos de abuso en sus diócesis, ellos o
sus sucesores serán llamados a rendir cuentas en el futuro de una manera más vergonzosa y
devastadora. Descuidando las situaciones de abuso, los obispos colocan una carga enorme en
las espaldas de sus sucesores. Al contrario, cuando los líderes eclesiales asumen esa
responsabilidad, llevan la luz de la esperanza y la curación al pueblo de Dios.
4. Protección
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Por más incómodo que pueda ser enfrentar este flagelo, uno debe ser consciente del
sufrimiento de las víctimas y de la propia implicación en las repercusiones de los crímenes
cometidos. Ir más allá del pensamiento en blanco y negro -integrando aquellos aspectos
negativos de la historia de la Iglesia con los cuales es difícil lidiar- requiere valentía, fortaleza y
madurez en el sentido de ser capaz de convivir con tensiones fuertes y dolorosas.
Para ser agentes de cambio, todos debemos retomar el llamado evangélico a la conversión
purificación y renovación. Avanzar en esta pelea requiere que la Iglesia sea purificada por la
penitencia y renovada en la caridad pastoral. La purificación y la renovación conllevan la
práctica del ascetismo, sobreponiéndonos a las dificultades inherentes a aceptar el costo del
Evangelio, encarando las heridas de quienes sufren y viviendo coherente, consistente y
auténticamente. Resulta esencial ver y vivir en nuestras propias vidas el misterio pascual.
Cristo se preocupó más por los más pequeños y vulnerables que por sí mismo, su reputación o
su comodidad. El propio intento de vivir el Evangelio nos puede llevar a escuchar a una
persona que ha sido herida y abusada y a sentir su dolor. Cargar la cruz incluye tomar
conciencia de la presencia del crimen y del pecado en una institución llamada a la santidad.
La protección de los menores no es una cuestión sólo para unos pocos especialistas; es
responsabilidad de cada persona humana. No es posible erradicar completamente el abuso de
menores, pero mucho puede hacerse para disminuir el riesgo de futuros abusos,
especialmente en la Iglesia. Esto no es una opción; es parte integral de la misión confiada a la
Iglesia por su Señor.