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Jesú s quiso los Doce como un Colegio indiviso con la Cabeza Pedro, y
precisamente como tales cumplieron su misió n, comenzando desde
Jerusalén y después, como testigos directos de su resurrecció n para
todos los pueblos de la tierra. Tal misió n, que el Apó stol San Pedro
subrayó como esencial ante la primera comunidad cristiana de
Jerusalén, la llevaron a cabo los Apó stoles anunciando el Evangelio y
haciendo discípulos a todas las gentes.
Los Apó stoles, con Pedro como Cabeza, son el fundamento de la Iglesia
de Cristo; sus nombres está n escritos sobre los cimientos de la
Jerusalén celeste; en cuanto arquitectos del nuevo Pueblo de Dios,
garantizan su fidelidad a Cristo, piedra fundamental del edificio, y a su
Evangelio; enseñ an con autoridad, dirigen la comunidad y tutelan su
unidad. De este modo, la Iglesia, “edificada sobre el cimiento de los
Apó stoles”, tiene en sí el cará cter de la apostolicidad, en cuanto que
conserva y transmite íntegro aquel buen depó sito que a través de los
Apó stoles ha recibido del mismo Cristo.
Por tanto, las tres funciones, que constituyen el munus pastorale que el
Obispo recibe en la consagració n episcopal, deben ser ejercitadas en la
comunió n jerá rquica, si bien, en razó n de su diferente naturaleza y
finalidad, la funció n de santificar se ejercita de manera distinta a las de
enseñ ar y gobernar.
Para dar actuació n del modo más apropiado a cada documento, ademá s
de las eventuales indicaciones presentes en el mismo, el Obispo deberá
estudiar su peculiar naturaleza y el contenido pastoral; tratándose de
leyes y de otras disposiciones normativas, es necesaria una especial
atenció n para asegurar la inmediata observancia desde el momento de
su entrada en vigor, eventualmente mediante oportunas normas
diocesanas de aplicació n.
“La caridad pastoral une al Obispo con Jesucristo, con la Iglesia, con el
mundo que hay que evangelizar, y lo hace idóneo para desempeñarse
como embajador de Cristo con decoro y competencia, para gastarse cada
día en favor del clero y del pueblo que se le ha confiado, y a ofrecerse
como víctima sacrificial en favor de los hermanos. El Obispo sabe, en
efecto, que es enviado por Dios, Señor de la historia para edificar la
Iglesia en el lugar y en el “tiempo y momento que ha fijado el Padre con
su autoridad”.
“El Obispo promueva asimismo las relaciones entre todos los presbíteros,
tanto seculares como religiosos o pertenecientes a las Sociedades de vida
apostólica, también con aquéllos incardinados en otras diócesis, pues
todos pertenecen al único orden sacerdotal y ejercitan el propio
ministerio para el bien de la Iglesia particular. En los programas e
iniciativas para la formación de los sacerdotes, el Obispo no olvide
servirse del Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, que
compendia la doctrina y la disciplina eclesial sobre la identidad
sacerdotal y la función del sacerdote en la Iglesia, así como el modo de
relacionarse con las otras categorías de fieles cristianos”.
“La edificación del Cuerpo de Cristo es tarea del entero Pueblo de Dios;
por eso, el cristiano tiene el derecho y el deber de colaborar bajo la guía
de los Pastores a la misión de la Iglesia, cada uno según la propia
vocación y los dones recibidos del Espíritu Santo. Todos estos aspectos,
que requieren diversos ministerios, encuentran su radical unidad y
armonía en la figura del Obispo: puesto en el centro de la Iglesia
particular, circundado por su presbiterio, coadyuvado por religiosos y
laicos, el Obispo, en nombre y con la autoridad de Cristo, enseña,
santifica y gobierna al pueblo al que está estrechamente unido como el
pastor a su rebaño”.