Está en la página 1de 25

Cortés Ascencio, Omar Mauricio

Constitución jerárquica de la Iglesia


Examen (1-VI-2021)

Este directorio publicado por la Congregació n para los Obispos y


aprobado en forma comú n por el Papa Juan Pablo tiene elementos de
continuidad con la doctrina, praxis y magisterio episcopal en torno a la
teología episcopal, al ordenamiento jurídico y las disposiciones
pastorales guiadas por el Concilio Vaticano II. No es algo nuevo o
creado “ex nihilo”, pues ofrece un texto amplio que pueda servir de
manual o vademecum para los obispos en el ejercicio de su ministerio
pastoral y de gobierno.

A la luz de los textos del Concilio Vaticano II, se ha buscado actualizar


aquellas precisiones no só lo ya sobre la base de los textos conciliares,
sino también de la amplia documentació n sobre la labor episcopal de
gobierno contenida en la legislació n canó nica vigente y en otros
documentos de especial importancia publicados durante los ú ltimos
añ os.

Los Obispos, sucesores de los Apóstoles por institución divina, mediante el


Espíritu Santo que les ha sido conferido en la consagración episcopal, son
constituidos Pastores de la Iglesia, con la tarea de enseñar, santificar y
guiar, en comunión jerárquica con el Sucesor de Pedro y con los otros
miembros del Colegio episcopal. El Obispo, como sucesor de los Apóstoles,
en razón de la consagración episcopal y mediante la comunión
jerárquica, es el principio visible y el garante de la unidad de su Iglesia
particular.
Este directorio Apostolorum Successores también ha sido elaborado
después de la consulta a los obispos diocesanos, siendo así un
documento que respete el espíritu colegial. Como dice la propia
exposició n de motivos en el inicio, el directorio “tiene naturaleza
fundamentalmente pastoral y práctica, con indicaciones y directivas
concretas para la actividad de los Pastores” y sin perjuicio de la
necesaria adaptació n de esas determinaciones a las circunstancias
locales. Se trata de una norma administrativa general, dictada por la
Congregació n para los Obispos en el ejercicio de la potestad ejecutiva
que le corresponde.

Esas indicaciones y directivas de las que va tratando está n tomadas de


diversas fuentes en especial la legislació n canó nica vigente y de los
documentos sobre la vida y ministerio de los obispos. No tiene una
pretensió n innovadora y advierte que los contenidos disciplinares del
documento conservan el mismo valor canó nico que tienen en sus
fuentes.

Desde el punto de vista canó nico-formal no son destacables especiales


novedades en el nuevo directorio, por cuanto se trata básicamente de
un amplio resumen de la doctrina y normativa sobre los obispos, y
especialmente del obispo al frente de la Iglesia particular. Este
directorio está destinado a guiar o por lo menos inspirar la actividad
ordinaria de gobierno en las dió cesis, Por otra parte, aunque
frecuentemente el directorio no hace más que resumir o incluso repetir
por extenso el contenido de la legislació n universal vigente, hay
algunos nú meros que detallan, precisan o desarrollan aspectos no
contenidos en la legislació n latina.

Los Obispos, a lo largo de las generaciones, está n llamados a custodiar


y transmitir la Sagrada Escritura, a promover la Traditio, el anuncio del
ú nico Evangelio y de la ú nica fe, con íntegra fidelidad a la enseñ anza de
los Apó stoles; al mismo tiempo, está n obligados a iluminar con la luz y
la fuerza del Evangelio las nuevas cuestiones que los cambios de las
situaciones histó ricas presentan de continuo.

El Directorio continú a la rica tradició n que, a partir del siglo XVI,


crearon muchos autores eclesiásticos, con escritos de diverso nombre,
como Enchiridion, Praxis, Statuta, Ordo, Dialogi, Aphorismata, Munera,
Institutiones, Officium, con el fin de proporcionar a los Obispos
subsidios pastorales orgá nicos para un mejor desempeñ o de su
ministerio.

El Directorio se publica tras la promulgació n de la Exhortació n


Apostó lica post-sinodal Pastores Gregis, que ha recogido las propuestas
y las sugerencias de la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los
Obispos que fue dedicada al ministerio episcopal. Con tal Exhortació n
Apostó lica se ha completado la reflexió n magisterial que el Santo
Padre, tras los relativos Sínodos, ha hecho sobre las distintas
vocaciones del Pueblo de Dios, en el ámbito de la eclesiología de
comunió n delineada por el Concilio Vaticano II, que tiene en el Obispo
diocesano el centro impulsor y el signo visible. Por lo tanto, el
Directorio, está en estrecha conexió n con la Exhortació n Apostó lica
Pastores Gregis por lo que se refiere a sus fundamentos doctrinales y
pastorales.

El Directorio es de naturaleza fundamentalmente pastoral y práctica,


con indicaciones y directivas concretas para las actividades de los
Pastores, dejando a salvo la prudente discreció n de cada Obispo en su
aplicació n, sobre todo en consideració n de las particulares condiciones
de lugar, de mentalidad, de situació n y de florecimiento de la fe.

Los destinatarios de este directorio son claramente los obispos, sobre


todo los obispos diocesanos y los prelados equiparados con ellos por el
Derecho canó nico. El documento no se dirige directamente a los
obispos de las Iglesias orientales cató licas. De hecho, la Congregació n
para las Iglesias orientales no es coautora del documento, que en
ningú n momento cita ni afirma su dependencia del Có digo de Cá nones
de las Iglesias orientales de 1990, como sí lo hace en cambio con el
Có digo latino de 1983. Esta omisió n de referencias al Có digo oriental, ni
siquiera en sentido comparativo, resulta sorprendente. En todo caso es
claro que la intenció n del directorio es dirigirse exclusivamente a los
obispos latinos. Esto no excluye que los jerarcas orientales puedan
encontrar en el documento inspiració n y ayuda para sus tareas.

El Obispo, al reflexionar sobre sí mismo y sobre sus funciones, debe


tener presente como centro que describe su identidad y su misió n el
misterio de Cristo y las características que el Señ or Jesú s quiso para su
Iglesia, pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo. El Obispo comprenderá cada vez má s profundamente el
misterio de la Iglesia, en la que la gracia de la consagració n episcopal lo
ha puesto como maestro, sacerdote y Pastor para guiarla con su misma
potestad.

El Obispo debe manifestar con su vida y ministerio episcopal la


paternidad de Dios; la bondad, la solicitud, la misericordia, la dulzura y
la autoridad moral de Cristo, que ha venido para dar la vida y para
hacer de todos los hombres una sola familia, reconciliada en el amor
del Padre; la perenne vitalidad del Espíritu Santo, que anima la Iglesia y
la sostiene en la humana debilidad. Algunas expresivas imágenes del
Obispo tomadas de la Escritura y de la Tradició n de la Iglesia, como la
de pastor, pescador, guardián solícito, padre, hermano, amigo, portador
de consuelo, servidor, maestro, hombre fuerte, sacramentum bonitatis,
remiten a Jesucristo y muestran al Obispo como hombre de fe y de
discernimiento, de esperanza y de empeñ o real, de mansedumbre y de
comunió n.
Entre las diversas imá genes, la de Pastor ilustra con particular
elocuencia el conjunto del ministerio episcopal, en cuanto que pone de
manifiesto el significado, fin, estilo, dinamismo evangelizador y
misionero del ministerio pastoral del Obispo en la Iglesia.

“Cristo Buen Pastor indica al Obispo la cotidiana fidelidad a la propia


misión, la total y serena entrega a la Iglesia, la alegría de conducir al
Señor el Pueblo de Dios que se le confía y la felicidad de acoger en la
unidad de la comunión eclesial a todos los hijos de Dios dispersos. En la
contemplación de la imagen evangélica del Buen Pastor, el Obispo
encuentra el sentido del don continuo de sí, recordando que el Buen
Pastor ha ofrecido la vida por el rebaño y ha venido para servir y no
para ser servido. Encuentra también la fuente del ministerio pastoral,
por lo que las tres funciones de enseñar, santificar y gobernar deben ser
ejercitadas con las notas características del Buen Pastor”.

Para desempeñ ar un fecundo ministerio episcopal, el Obispo está


llamado a configurarse con Cristo de manera muy especial en su vida
personal y en el ejercicio del ministerio apostó lico, de manera que el
“pensamiento de Cristo” penetre totalmente sus ideas, sentimientos y
comportamiento, y la luz que dimana del rostro de Cristo ilumine “el
gobierno de las almas que es el arte de las artes”.

El texto ha sido redactado seguramente con la colaboració n de manos


expertas en Derecho canó nico. En él se nota indudablemente un
esfuerzo de ajuste a la legislació n, pero también un propó sito de que la
actividad pastoral y de gobierno no deje de inspirarse en criterios
jurídicos, aunque no exclusivamente. Son muy numerosas en el
directorio las llamadas a respetar el Derecho y lo dispuesto en las
normas eclesiá sticas. Estas apelaciones no buscan solamente el orden y
la eficacia, sino que suponen toda una concepció n de la actividad
pastoral. Esa concepció n puede resumirse diciendo que para ser buen
pastor en la Iglesia se debe contar con el Derecho; o, visto desde otra
perspectiva, sin tener en cuenta ni aplicar el Derecho no hay verdadera
acció n pastoral que edifique la comunió n eclesiástica. Este principio
vale en realidad para cualquier oficio eclesiástico, pero en el caso del
obispo diocesano tiene singular importancia, a causa de la relevancia y
amplitud de su sagrada potestad en la Iglesia particular, que preside
como vicario del Señ or en virtud del sacramento del orden y la misió n
canó nica recibida.

Este empeñ o interior aviva en el Obispo la esperanza de recibir de


Cristo, que vendrá a reunir y a juzgar a todas las gentes como Pastor
universal, la “corona de gloria que no se marchita”. Esta esperanza
guiará al Obispo a lo largo de su ministerio, iluminará sus días,
alimentará su espiritualidad, nutrirá su confianza y sostendrá su lucha
contra el mal y la injusticia, en la certeza de que, junto con sus
hermanos, contemplará el Cordero inmolado, el Pastor que conduce a
todos a las fuentes de la vida y de la felicidad de Dios.

La Constitució n Dogmá tica Lumen Gentium presenta algunas imágenes


que ilustran el misterio de la Iglesia y ponen de manifiesto sus notas
características, revelando el vínculo indisoluble que el Pueblo de Dios
tiene con Cristo. Este pueblo tiene como cabeza a Cristo, el cual “fue
entregado por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra
justificación”; tiene como condició n la dignidad y la libertad de los hijos
de Dios, en cuyo corazó n, como en un templo, habita el Espíritu Santo;
tiene por ley el nuevo mandamiento del amor y por fin el Reino de Dios.

Corresponde al obispo la funció n de gobierno como elemento


inseparable de los demá s munera jerá rquicos. La Iglesia no se limita a
celebrar un culto, como si fuese solamente una comunidad espiritual, ni
se contenta con enseñ ar una doctrina, como si se tratara en exclusiva
de una institució n docente: la Iglesia es simultáneamente culto,
enseñ anza y gobierno.

Por eso el obispo es al servicio de la Iglesia inseparablemente maestro,


sacerdote del culto sagrado y ministro del gobierno. La responsabilidad
de buen pastor para la Iglesia y para la propia dió cesis reclama la
direcció n responsable de la vida social del Pueblo de Dios. De este
modo puede afirmarse que la sacra potestas del obispo tiene un
cará cter unitario que reclama en sus diversas manifestaciones
necesariamente la presencia del Derecho.

Esto vale especialmente para la acció n de gobierno como tal, pero ni


siquiera el dinamismo de la Palabra y de los sacramentos deja de tener
una clara dimensió n jurídica. Se comprende así que resulte por lo
menos insuficiente, cuando no ajena a la concepció n cató lica del obispo
y especialmente a la naturaleza del oficio capital de una dió cesis, el
ejercicio de algunas funciones con exclusió n habitual de las demás.

El obispo no puede limitarse a ser un solícito predicador o el celebrante


de la liturgia en la iglesia catedral. Es también obispo diocesano cuando
estudia papeles, firma expedientes y se reú ne con sus colaboradores y
con los sacerdotes; cuando vigila, exhorta, consulta, organiza, corrige,
ordena y defiende los derechos de los fieles; cuando aplica las normas
canó nicas con prudencia y equidad.
“Todos los miembros de este pueblo, que Cristo ha dotado de dones
jerárquicos y carismáticos, ha constituido en una comunión de vida, de
caridad y de verdad, y ha adornado con la dignidad sacerdotal, han sido
consagrados por Él mediante el Bautismo para que ofrezcan sacrificios
espirituales mediante toda su actividad, y han sido enviados como luz del
mundo y sal de la tierra para proclamar las obras maravillosas de Aquel
que los ha llamado de las tinieblas a su luz admirable”.
El Pueblo de Dios no es só lo una comunidad de gentes diversas, sino
que en su mismo seno se compone también de diferentes partes, las
Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal, en las
cuales y de las cuales está constituida la Iglesia Cató lica, una y ú nica. La
Iglesia particular se confía al Obispo, que es principio y fundamento
visible de unidad, y mediante su comunió n jerá rquica con la cabeza y
con los otros miembros del Colegio episcopal la Iglesia particular se
inserta en la plena communio ecclesiarum de la ú nica Iglesia de Cristo.

Por eso, el entero Cuerpo místico de Cristo es también un cuerpo de


Iglesias, entre las que se genera una admirable reciprocidad, ya que la
riqueza de vida y de obras de cada una redunda en bien de toda la
Iglesia, y en la abundancia sobrenatural de todo el Cuerpo participan el
mismo Pastor y su grey. Por este motivo, el Sucesor de Pedro, Cabeza
del Colegio episcopal, y el Cuerpo de los Obispos son elementos propios
y constitutivos de cada Iglesia particular. El gobierno del Obispo y la
vida diocesana deben manifestar la recíproca comunió n con el Romano
Pontífice y con el Colegio episcopal, además de con las Iglesias
particulares hermanas, especialmente con las que están presentes en el
mismo territorio.

Esta consideració n del obispo al servicio de la unidad de fe, de


sacramentos y de régimen en la Iglesia consta abundantemente. Entre
otras manifestaciones del servicio a la Iglesia universal el directorio
recuerda la vocació n que el obispo recibe de promover y defender la
unidad de la fe y de la disciplina comú n, mediante “la aplicación
adecuada de la disciplina canónica universal”, sin poner en discusió n los
contenidos doctrinales ni disciplinares, sabiendo acudir cuando el caso
lo requiera a los canales de comunicació n con la Sede apostó lica y los
demás obispos
La Iglesia es sacramento de salvació n en cuanto que, por medio de su
visibilidad, Cristo está presente entre los hombres y continú a su
misió n, donando a los fieles su Espíritu Santo. El cuerpo de la Iglesia se
distingue de todas las sociedades humanas; en efecto, ella no se
sostiene sobre las capacidades personales de sus miembros, sino sobre
su íntima unió n con Cristo, de quien recibe y comunica a los hombres la
vida y la energía. La Iglesia no só lo significa la íntima unió n con Dios y
la unidad de todo el género humano, sino que es su signo eficaz y, por
ello, sacramento de salvació n.

Las imágenes de la Iglesia y las notas esenciales que la definen revelan


que en su dimensión más íntima es un misterio de comunión, sobre todo
con la Trinidad, porque, como enseña el Concilio Vaticano II, “los fieles,
unidos al Obispo, tienen acceso a Dios Padre por medio del Hijo, Verbo
encarnado, muerto y glorificado, en la efusión del Espíritu Santo, y
entran en comunión con la Santísima Trinidad”.

La comunió n está en el corazó n de la conciencia que la Iglesia tiene de


sí y es el lazo que la manifiesta como realidad humana, como
comunidad de los Santos y como cuerpo de Iglesias; la comunió n, en
efecto, expresa también la realidad de la Iglesia particular. La comunió n
eclesial es comunió n de vida, de caridad y de verdad y funda una nueva
relació n entre los hombres mismos y manifiesta la naturaleza
sacramental de la Iglesia. La Iglesia es “la casa y la escuela de la
comunión” que se edifica en torno a la Eucaristía, sacramento de la
comunión eclesial, donde “participando realmente del cuerpo del Señor,
somos elevados a la comunión con Él y entre nosotros”; al mismo tiempo,
la Eucaristía es la epifanía de la Iglesia, donde se manifiesta su cará cter
trinitario.

Por tanto, la misión propia que Cristo ha confiado a su Iglesia, no es de


orden político, económico o social: el fin, en efecto, que le ha fijado es de
orden religioso. El Obispo, principio visible de unidad en su Iglesia, está
llamado a edificar incesantemente la Iglesia particular en la comunión
de todos sus miembros y de éstos con la Iglesia universal, vigilando para
que los diversos dones y ministerios contribuyan a la común edificación
de los creyentes y a la difusión del Evangelio.

Jesú s quiso los Doce como un Colegio indiviso con la Cabeza Pedro, y
precisamente como tales cumplieron su misió n, comenzando desde
Jerusalén y después, como testigos directos de su resurrecció n para
todos los pueblos de la tierra. Tal misió n, que el Apó stol San Pedro
subrayó como esencial ante la primera comunidad cristiana de
Jerusalén, la llevaron a cabo los Apó stoles anunciando el Evangelio y
haciendo discípulos a todas las gentes.

La posició n del obispo como fundamento visible de unidad lejos de


justificar en él una actitud centralista o un excesivo personalismo en el
gobierno diocesano debe suponer un eficaz compromiso de obediencia,
que es virtud principal del obispo y de todo gobernante en la Iglesia de
Dios. El obispo no gobierna de manera aislada, sino en comunió n con la
cabeza y demás miembros del colegio episcopal. Está inserto en un
orden jerá rquico derivado de la misma constitució n divina de la Iglesia,
de forma que el papa puede ejercer su poder de reserva sobre aspectos
de la potestad episcopal y ordenar su ejercicio en funció n de las
necesidades de la Iglesia y de los fieles.

El sistema episcopal de gobierno no es un orden cerrado en sí mismo,


como si el obispo só lo debiera rendir cuentas a Dios, sin mediació n
humana. No es tampoco un sistema limitado solamente por los
contenidos explícitos de la constitució n divina de la Iglesia o por los
controles derivados de la colegialidad episcopal interdiocesana sino
que, reconoce también la incidencia de la potestad del romano pontífice
sobre la actividad ordinaria de gobierno, a través del derecho pontificio
escrito o bien mediante exhortaciones, sugerencias o mandatos
personales. Esto tiene lugar normalmente mediante la aplicació n del
principio de subsidiariedad, ya que la potestad del obispo en su Iglesia
particular es ordinaria, propia e inmediata y no deriva de la potestad
pontificia por vicariedad ni delegació n, de forma que la potestad del
papa no sustituye, sino que robustece y afirma la potestad del obispo
en su dió cesis.

Los Apó stoles, con Pedro como Cabeza, son el fundamento de la Iglesia
de Cristo; sus nombres está n escritos sobre los cimientos de la
Jerusalén celeste; en cuanto arquitectos del nuevo Pueblo de Dios,
garantizan su fidelidad a Cristo, piedra fundamental del edificio, y a su
Evangelio; enseñ an con autoridad, dirigen la comunidad y tutelan su
unidad. De este modo, la Iglesia, “edificada sobre el cimiento de los
Apó stoles”, tiene en sí el cará cter de la apostolicidad, en cuanto que
conserva y transmite íntegro aquel buen depó sito que a través de los
Apó stoles ha recibido del mismo Cristo.

La misió n pastoral del Colegio Apostó lico perdura en el Colegio


episcopal, como en el Romano Pontífice perdura el oficio primacial de
Pedro. El Concilio Vaticano II enseñ a que “los Obispos han sucedido,
por institució n divina, a los Apó stoles como Pastores de la Iglesia, de
modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia,
desprecia a Cristo y a quien le envió ”.

El Colegio episcopal, con el Romano Pontífice como Cabeza y nunca sin


él, es “sujeto de la potestad suprema y plena sobre toda la Iglesia”,
mientras que el mismo Pontífice, en cuanto “Vicario de Cristo y Pastor
de toda la Iglesia”, tiene la “potestad ordinaria, que es suprema, plena,
inmediata y universal en la Iglesia, y que puede siempre ejercitar
libremente”. El episcopado, uno e indiviso, se presenta unido en la
misma fraternidad en torno a Pedro, para actuar la misió n de anunciar
el Evangelio y de guiar pastoralmente la Iglesia, para que crezca en
todo el mundo y, aun en la diversidad de tiempo y de lugar, siga siendo
comunidad apostó lica.

El Obispo se hace miembro del Colegio episcopal en virtud de la


consagració n episcopal, que confiere la plenitud del sacramento del
Orden y configura ontoló gicamente al Obispo con Jesucristo como
Pastor en su Iglesia. En virtud de la consagració n episcopal, el Obispo
se convierte en sacramento de Cristo mismo, presente y operante en su
pueblo, que, mediante el ministerio episcopal, anuncia la Palabra,
administra los sacramentos de la fe y guía a su Iglesia. Con ella, la
Cabeza del Colegio episcopal confía una porció n del Pueblo de Dios o
un oficio para el bien de la Iglesia universal.

Por tanto, las tres funciones, que constituyen el munus pastorale que el
Obispo recibe en la consagració n episcopal, deben ser ejercitadas en la
comunió n jerá rquica, si bien, en razó n de su diferente naturaleza y
finalidad, la funció n de santificar se ejercita de manera distinta a las de
enseñ ar y gobernar.

En virtud de su pertenencia al Colegio episcopal, el Obispo se muestra


solícito por todas las Iglesias y está unido a los otros miembros del
Colegio mediante la fraternidad episcopal y el estrecho vínculo que une
a los Obispos con la Cabeza del Colegio; esto exige que cada Obispo
colabore con el Romano Pontífice, Cabeza del Colegio episcopal, a
quien, por el oficio primacial sobre toda la Iglesia, se le confía la tarea
de llevar la luz del Evangelio a todos los pueblos.

Ademá s de la principal forma institucional de colaboració n del Obispo


al bien de toda la Iglesia en la participació n en el Concilio Ecuménico,
en el que se ejercita de forma solemne y universal la potestad del
Colegio episcopal, dicha colaboració n se realiza también en el ejercicio
de la suprema y universal potestad mediante la acció n conjunta con los
otros Obispos, si el Romano Pontífice la promueve como tal o la recibe
libremente.

El Sínodo de los Obispos ofrece una preciosa ayuda consultiva a la


funció n primacial del Sucesor de Pedro, además de reforzar los
vínculos de unió n entre los miembros del Colegio episcopal. Estos
mismos sentimientos deben guiarlo al dar su parecer sobre las
cuestiones propuestas a la reflexió n sinodal o cuando se trata de elegir
en el seno de la propia Conferencia Episcopal Obispos empeñ ados en el
ministerio u Obispos eméritos que, por conocimiento y experiencia en
la materia, pueden representarlo en el Sínodo.

La misma solicitud por la Iglesia universal empujará al Obispo a


presentar al Papa consejos, observaciones y sugerencias, a señ alar
peligros para la Iglesia, ocasiones para iniciativas u otras indicaciones
ú tiles: de ese modo, presta un inestimable servicio al ministerio
primacial y una segura contribució n a la eficacia del gobierno universal.
Cuando se le pide un parecer sobre cuestiones morales o se le requiere
para colaborar en la preparació n de documentos de alcance universal,
el Obispo responde con franqueza, después de un serio estudio y
meditació n de la materia coram Domino. Consciente de su
responsabilidad por la unidad de la Iglesia y teniendo presente con
cuá nta facilidad cualquier declaració n llega hoy a conocimiento de
amplios estratos de la opinió n pú blica, se guarde el Obispo de poner en
discusió n aspectos doctrinales del magisterio auténtico o disciplinares,
para no dañ ar la autoridad de la Iglesia y la suya propia; si tiene
cuestiones que plantear respecto a dichos aspectos doctrinales o
disciplinares, recurra má s bien a los canales ordinarios de
comunicació n con la Sede Apostó lica y con los otros Obispos.
Como consecuencia de su consagració n episcopal, de la comunió n
jerá rquica y de su pertenencia al Colegio episcopal, y como signo de
unió n con Jesucristo, el Obispo tenga muy en cuenta y alimente
cordialmente la comunió n de caridad y de obediencia con el Romano
Pontífice, haciendo propias sus intenciones, iniciativas y alegrías,
acreciendo también en los fieles los mismos sentimientos filiales. El
Obispo cumpla fielmente las disposiciones de la Santa Sede y de los
varios Dicasterios de la Curia Romana, que ayudan al Romano Pontífice
en su misió n de servicio a las Iglesias particulares y a sus Pastores.

Para dar actuació n del modo más apropiado a cada documento, ademá s
de las eventuales indicaciones presentes en el mismo, el Obispo deberá
estudiar su peculiar naturaleza y el contenido pastoral; tratándose de
leyes y de otras disposiciones normativas, es necesaria una especial
atenció n para asegurar la inmediata observancia desde el momento de
su entrada en vigor, eventualmente mediante oportunas normas
diocesanas de aplicació n.

Por lo tanto, el Obispo se empeñ e en mantener con el Representante


Pontificio relaciones caracterizadas por sentimientos fraternos y de
recíproca confianza, tanto a nivel personal como de Conferencia
Episcopal, y utilice sus oficios para transmitir informaciones a la Sede
Apostó lica y para solicitar las medidas canó nicas que a ésta competen.

“En cuanto coordinador y centro de la actividad misionera diocesana, el


Obispo mostrará solicitud en abrir la Iglesia particular a las necesidades
de las otras Iglesias, suscitando el Espíritu misionero en los fieles,
procurando misioneros y misioneras, fomentando un férvido espíritu
apostólico y misionero en el presbiterio, en los religiosos y miembros de
las Sociedades de vida apostólica, entre los alumnos de su seminario y en
los laicos, colaborando con la Sede Apostólica en la obra de
evangelización de los pueblos, sosteniendo a las Iglesias jóvenes con
ayudas materiales y espirituale”s.

De todos modos, má s que presentar las relaciones del obispo con el


romano pontífice bajo la ú nica perspectiva de la obediencia o
subordinació n, el directorio prefiere subrayar sobre todo la
colaboració n con la Sede apostó lica, como por ejemplo la posible
actividad de asesoramiento, aparte de otras manifestaciones de unidad
espiritual y personal con el papa. El obispo debe alimentar siempre en
su corazó n “la comunión de caridad y de obediencia con el romano
pontífice” que es una manifestació n importantísima de la communio
hierarchica. Como instrumento de unidad el obispo aplica las
disposiciones de la Sede apostó lica y procura trasmitirlas fielmente a
los sacerdotes y a los demá s fieles de la dió cesis; estudia la índole de
los diversos documentos del papa o de la curia romana para aplicarlos
de acuerdo con su naturaleza. También es importante y a veces
necesaria en este marco la relació n personal del obispo con el legado
pontificio del país, la colaboració n econó mica con la Santa sede y la
autorizació n para que algunos sacerdotes puedan dedicarse al servicio
de la Iglesia universal,

El Obispo, segú n las posibilidades de su Iglesia, contribuye a la


realizació n de los fines de las instituciones y asociaciones
internacionales promovidas y sostenidas por la Sede Apostó lica: en
favor de la paz y la justicia en el mundo, de la tutela de la familia y de la
vida humana desde la concepció n, del progreso de los pueblos y de
otras iniciativas. El Obispo no dejará de sostener tales iniciativas ante
los fieles y ante la opinió n pú blica, teniendo presente que su ministerio
pastoral puede incidir notablemente en la consolidació n de un orden
internacional justo y respetuoso de la dignidad del hombre.
Los Obispos diocesanos de la Provincia eclesiástica se reú nen en torno
al Metropolitano para coordinar mejor sus actividades pastorales y
para ejercitar las comunes competencias concedidas por el derecho.
Las reuniones son convocadas por el Arzobispo Metropolitano, con la
periodicidad que a todos convenga, y en ellas participan también los
Obispos Coadjutores y Auxiliares de la Provincia con voto deliberativo.
Si la utilidad pastoral lo aconseja, y después de obtener el permiso de la
Sede Apostó lica, a los trabajos comunes pueden asociarse los Pastores
de una dió cesis vecina, inmediatamente sujeta a la Santa Sede,
comprendidos los Vicarios y Prefectos Apostó licos, que gobiernan en
nombre del Sumo Pontífice.

El Metropolitano tiene como funció n propia la de vigilar para que en


toda la Provincia se mantengan con diligencia la fe y la disciplina
eclesiales, y para que el ministerio episcopal sea ejercitado en
conformidad con la ley canó nica. En el caso de que notase abusos o
errores, el Metropolitano, atento al bien de los fieles y a la unidad de la
Iglesia, refiera cuidadosamente al Representante Pontificio en aquel
país, para que la Sede Apostó lica pueda proveer.

Pero la funció n del Metropolitano no debe limitarse a los aspectos


disciplinares, sino extenderse, como consecuencia natural del mandato
de la caridad, a la atenció n, discreta y fraterna, a las necesidades de
orden humano y espiritual de los Pastores sufragá neos, de los que
puede considerarse en una cierta medida hermano mayor, primus inter
pares. Un papel efectivo del Metropolitano, como está previsto en el
Có digo de Derecho Canó nico, favorece una mayor coordinació n
pastoral y una más incisiva colegialidad a nivel local entre los Obispos
sufragá neos.

La Conferencia Episcopal es importante para reforzar la comunió n


entre los Obispos y promover la acció n comú n en un determinado
territorio que se extiende en principio a los confines de un país. Le son
confiadas algunas funciones pastorales propias, que ejercita mediante
actos colegiales de gobierno, y es la sede adecuada para la promoció n
de mú ltiples iniciativas pastorales comunes para el bien de los fieles.

La Conferencia Episcopal, cuyo papel ha adquirido gran importancia en


estos añ os, contribuye, de manera mú ltiple y fecunda, a la actuació n y
al desarrollo del afecto colegial entre los miembros del mismo
episcopado. Forman parte de la Conferencia Episcopal todos los
Obispos diocesanos del territorio y cuantos se equiparan a ellos, así
como también los Obispos Coadjutores, los Auxiliares y los otros
Obispos titulares que ejercitan un especial encargo pastoral en
beneficio de los fieles.

Los Obispos eméritos no son miembros de derecho de la Conferencia,


pero es deseable que sean invitados a la Asamblea Plenaria, en la que
participarán con voto consultivo. El Representante Pontificio aun no
siendo miembro de la Conferencia Episcopal y no teniendo derecho de
voto, debe ser invitado a la sesió n de apertura de la Conferencia
Episcopal, segú n los Estatutos de cada Asamblea episcopal.

En los casos en que en conciencia considera que no puede adherir a una


declaració n o resolució n de la Conferencia, deberá sopesar
atentamente delante de Dios todas las circunstancias, considerando
también la repercusió n pú blica de sus decisiones; si se tratase de un
decreto general hecho obligatorio por la recognitio de la Santa Sede, el
Obispo deberá pedir a ésta la dispensa para no atenerse a lo que
dispone el decreto. Segú n las indicaciones del Concilio Vaticano II, a las
Conferencias Episcopales, instrumentos de mutua ayuda entre los
Obispos en su tarea pastoral, la Sede Apostó lica concede la potestad de
dar normas vinculantes en determinadas materias y de adoptar otras
decisiones particulares, que el Obispo acoge fielmente y ejecuta en la
dió cesis.

“Los Obispos tendrán bien presente que la doctrina es un bien de todo el


Pueblo de Dios y vínculo de su comunión, y por tanto seguirán el
Magisterio universal de la Iglesia y se empeñarán en hacerlo conocer a
sus fieles. Las Declaraciones doctrinales de la Conferencia Episcopal,
para poder constituir Magisterio auténtico y ser publicadas en nombre
de la misma Conferencia, deben ser aprobadas por unanimidad por los
Obispos miembros, o con la mayoría de al menos dos tercios de los
Obispos que tienen voto deliberativo. Fuera de estos casos, los Obispos
diocesanos son libres de adoptar o no en la propia diócesis y de dar
carácter de obligación, en nombre y con autoridad propia, a una
orientación compartida por los otros Pastores del territorio”.

Todas estas instituciones jurídicas comportan una cierta objetivació n


funcional má s allá de las personas que en cada caso actú en o las
representen, y así se garantiza la necesaria continuidad de las funciones
pú blicas. Pero el origen sacramental y la significació n ministerial de la
potestad eclesiástica exigen la presencia y actividad de las personas
que son titulares de ella en nombre de Jesucristo. Esto vale
singularmente para los oficios capitales, aquellos que presiden
comunidades de clero y fieles establemente constituidas, y sobre todo
para el romano pontífice y los obispos diocesanos, que de otro modo no
podrían representar visiblemente al Señ or ni ejercer esa paternidad
espiritual y ese servicio de buen pastor que es sustancialmente el
gobierno eclesiá stico.

Varias son las consecuencias de este principio de responsabilidad


personal. Una de ellas es que el obispo debe participar activamente en
las diversas organizaciones colegiales, sea a nivel universal sea en el
ámbito interdiocesano (concilios particulares, conferencia episcopal);
pero esa participació n colegial, no puede comportar la pasividad ni el
anonimato, y especialmente en el caso de los colegios interdiocesanos
tiene que darse un “delicado y atento respeto de la responsabilidad
personal de cada obispo en relación con la Iglesia universal y con la
Iglesia particular que le ha sido confiada”.

Los miembros de las diversas comisiones deben ser conscientes de que


su tarea no es la de guiar o coordinar el trabajo de la Iglesia en la
nació n en un particular sector pastoral, sino otro mucho más modesto,
aunque igualmente eficaz: ayudar a la Asamblea Plenaria a alcanzar sus
objetivos y procurar a los Pastores subsidios adecuados para su
ministerio en la Iglesia particular.

Con la consagració n episcopal el Obispo recibe una especial efusió n del


Espíritu Santo que lo configura de manera especial a Cristo, Cabeza y
Pastor. El mismo Señ or, “maestro bueno”, “sumo sacerdote”, “buen
Pastor que ofrece la vida por las ovejas” ha impreso su rostro humano y
divino, su semejanza, su poder y su virtud en el Obispo.

La configuració n a Cristo permitirá al Obispo corresponder con todo su


ser al Espíritu Santo, para armonizar en sí los aspectos de miembro de
la Iglesia y, a la vez, de Cabeza y Pastor del pueblo cristiano, de
hermano y de padre, de discípulo de Cristo y de maestro de la fe, de hijo
de la Iglesia y, en cierto sentido, de padre de la misma, siendo ministro
de la regeneració n sobrenatural de los cristianos.

“La caridad pastoral une al Obispo con Jesucristo, con la Iglesia, con el
mundo que hay que evangelizar, y lo hace idóneo para desempeñarse
como embajador de Cristo con decoro y competencia, para gastarse cada
día en favor del clero y del pueblo que se le ha confiado, y a ofrecerse
como víctima sacrificial en favor de los hermanos. El Obispo sabe, en
efecto, que es enviado por Dios, Señor de la historia para edificar la
Iglesia en el lugar y en el “tiempo y momento que ha fijado el Padre con
su autoridad”.

Es por eso necesario que el Obispo modele su modo de gobernar tanto


segú n la sabiduría divina, que le enseñ a a considerar los aspectos
eternos de las cosas, como segú n la prudencia evangélica, que le hace
tener siempre presentes, con habilidad de arquitecto las cambiantes
exigencias del Cuerpo de Cristo y se comporte como padre con todos,
pero especialmente con las personas de humilde condició n: sabe que,
como Jesú s ha sido ungido con el Espíritu Santo y enviado
principalmente para anunciar el Evangelio a los pobres.

La relació n entre el Obispo y el presbiterio debe estar inspirada y


alimentada por la caridad y por una visió n de fe, de modo que los
mismos vínculos jurídicos, derivados de la constitució n divina de la
Iglesia, aparezcan como la natural consecuencia de la comunió n
espiritual de cada uno con Dios. Por eso, es oportuno que el Obispo
favorezca, en cuanto sea posible, la vida en comú n de los presbíteros,
que responde a la forma colegial del ministerio sacramental y retoma la
tradició n de la vida apostó lica para una mayor fecundidad del
ministerio; los ministros se sentirá n así apoyados en su compromiso
sacerdotal y en el generoso ejercicio del ministerio: este aspecto tiene
una especial aplicació n en el caso de aquellos que se empeñ an en la
misma actividad pastoral.

“El Obispo promueva asimismo las relaciones entre todos los presbíteros,
tanto seculares como religiosos o pertenecientes a las Sociedades de vida
apostólica, también con aquéllos incardinados en otras diócesis, pues
todos pertenecen al único orden sacerdotal y ejercitan el propio
ministerio para el bien de la Iglesia particular. En los programas e
iniciativas para la formación de los sacerdotes, el Obispo no olvide
servirse del Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, que
compendia la doctrina y la disciplina eclesial sobre la identidad
sacerdotal y la función del sacerdote en la Iglesia, así como el modo de
relacionarse con las otras categorías de fieles cristianos”.

El Obispo vigile también a fin de que se dé a las mujeres consagradas


adecuados espacios de participació n en las diversas instancias
diocesanas, como los Consejos pastorales diocesano y parroquial, allí
donde existan; las diversas comisiones y delegaciones diocesanas; la
direcció n de iniciativas apostó licas y educativas de la dió cesis, y estén
también presentes en los procesos de elaboració n de las decisiones,
sobre todo en lo que se refiere a ellas, de modo que se pueda poner al
servicio del Pueblo de Dios su particular sensibilidad y su fervor
misionero, su experiencia y competencia.

En el ámbito de las relaciones con las instituciones propias de la vida


consagrada el directorio resume los criterios contenidos en la tradició n
de la Iglesia y otros más recientes que, por una parte, reconocen la
sujeció n de los consagrados a la autoridad del obispo y, por otra,
defienden también la justa autonomía y en su caso la exenció n de los
institutos de vida consagrada y de las sociedades de vida apostó lica. La
vida consagrada forma parte a pleno título de la familia diocesana y los
sacerdotes de esos institutos y sociedades son parte del presbiterio de
la dió cesis. Todo el derecho asociativo ha de ser apoyado en la prá ctica
por el obispo, para que sea una genuina manifestació n de libertad
cristiana. Esto vale para las asociaciones de presbíteros que sostengan
la santidad del clero y refuercen los vínculos de unidad con el pastor
diocesano, y para los movimientos eclesiales y las asociaciones de fieles
en general.

“La edificación del Cuerpo de Cristo es tarea del entero Pueblo de Dios;
por eso, el cristiano tiene el derecho y el deber de colaborar bajo la guía
de los Pastores a la misión de la Iglesia, cada uno según la propia
vocación y los dones recibidos del Espíritu Santo. Todos estos aspectos,
que requieren diversos ministerios, encuentran su radical unidad y
armonía en la figura del Obispo: puesto en el centro de la Iglesia
particular, circundado por su presbiterio, coadyuvado por religiosos y
laicos, el Obispo, en nombre y con la autoridad de Cristo, enseña,
santifica y gobierna al pueblo al que está estrechamente unido como el
pastor a su rebaño”.

El Obispo, en el ejercicio de su ministerio de padre y pastor en medio


de sus fieles, debe comportarse como aquel que sirve, teniendo siempre
bajo su mirada el ejemplo del Buen Pastor, que ha venido no para ser
servido, sino para servir y dar su vida por las ovejas. Corresponde al
Obispo, enviado en nombre de Cristo como pastor para el cuidado de la
porció n del pueblo de Dios que se le ha confiado, la tarea de apacentar
la grey del Señ or, educar a los fieles como hijos amadísimos en Cristo y
gobernar la Iglesia de Dios para hacerla crecer en la comunió n del
Espíritu Santo por medio del Evangelio y de la Eucaristía. En virtud de
esto, los Obispos “rigen como vicarios y legados de Cristo las iglesias
particulares que se les han encomendado, con sus consejos, con sus
exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y con
su potestad sagrada que ejercitan ú nicamente para edificar su grey en
la verdad y la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de
hacerse como el menor y el que ocupa el primer puesto, como el
servidor. En efecto, en virtud de la sagrada potestad, de la cual está
investido con el oficio de Pastor de la Iglesia que se le ha confiado, y
que ejercita personalmente en nombre de Cristo, tiene el deber sagrado
de dar leyes a sus sú bditos, de juzgar y de regular todo lo que pertenece
al culto y al apostolado.

En virtud de su mandato apostó lico, al Obispo corresponde suscitar,


guiar y coordinar la obra evangelizadora de la comunidad diocesana, a
fin de que la fe del Evangelio se difunda y crezca, las ovejas perdidas
sean conducidas al redil de Cristo y el Reino de Dios se difunda entre
todos los hombres.

Formar a los colaboradores y valorar el trabajo de los operadores del


Derecho al servicio de la dió cesis. Este criterio no está así formulado en
el directorio, pero de alguna manera se deduce del contenido de
algunas de sus determinaciones. Los titulares de oficios eclesiá sticos
encargados de aplicar el Derecho realizan frecuentemente una labor
callada y oscura, humanamente poco brillante, pero que redunda en
beneficio de los destinatarios del gobierno. Por eso merecen ser
apoyados por el obispo; por ejemplo, facilitando su formació n o los
medios materiales para desempeñ ar dignamente su trabajo. En este
directorio se subraya concretamente la importancia de la actividad del
canciller y de otros notarios de la dió cesis. Pero cabe destacar
asimismo la especial valoració n de la funció n judicial diocesana: “La
administración de la justicia canónica es una tarea de grave
responsabilidad que exige, ante todo, un profundo sentido de justicia,
pero también una adecuada pericia canónica y la experiencia
correspondiente (...). Consciente de que la administración de la justicia es
un aspecto de la sagrada potestad, cuyo justo y oportuno ejercicio es muy
importante para el bien de las almas, el obispo considerará el ámbito
judicial como objeto de su personal preocupación pastoral”. Una de las
consecuencias de este planteamiento es la adecuada selecció n de los
titulares de los cargos que participan en la administració n de justicia
diocesana.

El Vicario General y, en el á mbito de sus atribuciones, los episcopales,


en virtud de su oficio, tienen potestad ejecutiva ordinaria; por tanto,
pueden realizar todos los actos administrativos de competencia del
Obispo diocesano, a excepció n de aquellos que él mismo haya
reservado para sí y los que el Có digo de Derecho Canó nico confía
expresamente al Obispo diocesano: para ejercitar tales actos, el Vicario
necesita de un mandato especial del mismo Obispo.

Si bien estrictamente no representa a los fieles, el Consejo debe ser una


imagen de la porció n del Pueblo de Dios que conforma la Iglesia
particular, y sus miembros deben ser escogidos “teniendo en cuenta
sus distintas regiones, condiciones sociales y profesiones, así como
también la parte que tienen en el apostolado, tanto personalmente
como asociados con otros”.

En razó n de la presidencia que le corresponde en la Iglesia particular,


corresponde al Obispo la organizació n de todo lo relacionado con la
administració n de los bienes eclesiásticos, mediante oportunas normas
e indicaciones, de acuerdo con las directivas de la Sede Apostó lica y
sirviéndose de las eventuales orientaciones y subsidios de la
Conferencia Episcopal.

De esta manera, el Obispo, consciente de su funció n de presidente y


ministro de la caridad en la Iglesia, mientras cumple personalmente
este deber en todas las formas que la condició n de la població n exija y
con todos los medios a su disposició n, trate de sembrar en todos los
fieles – clérigos, religiosos y laicos – reales sentimientos de caridad y de
misericordia para con quienes por cualquier razó n estén “fatigados y
oprimidos” de manera que en toda la dió cesis reine la caridad como
acogida y testimonio del mandamiento de Jesucristo.

Por lo tanto, el Obispo, segú n el ejemplo del buen samaritano, provea a


fin de que los fieles sean instruidos, exhortados y oportunamente
ayudados a practicar todas las obras de misericordia, tanto
personalmente en las circunstancias concretas de su vida, como
participando en las distintas formas organizadas para el servicio de la
caridad. Para la realizació n de las obras de promoció n humana y de
asistencia a las poblaciones golpeadas por calamidades, el Obispo,
cuando lo considere oportuno y siguiendo las normas y orientaciones
de la Sede Apostó lica, cuide de favorecer las relaciones de los
organismos caritativos diocesanos con aquellos similares de los
hermanos separados, de tal manera que a través de la ayuda mutua se
testimonie la unidad en la caridad de Cristo y se facilite el conocimiento
recíproco, que un día podría tomar cuerpo, con la ayuda divina, en la
deseada unió n de quienes confiesan el nombre de Cristo.

Siguiendo el ejemplo de los Apó stoles los cuales, ademá s de vigilar


sobre la justa distribució n de los bienes en cada una de las Iglesias,
organizaban también colectas en favor de las comunidades má s pobres,
el Obispo destine a otras dió cesis má s necesitadas, como también a las
obras cató licas nacionales o internacionales de piedad y de asistencia,
toda la ayuda que su dió cesis pueda permitirse.

“Al dirigir y coordinar el funcionamiento de todos los órganos


diocesanos, el obispo tendrá presente, como principio general, que las
estructuras diocesanas deben estar siempre al servicio del bien de las
almas y que las exigencias organizativas no deben anteponerse al
cuidado de las personas. Por tanto, es necesario actuar de modo que la
organización sea ágil y eficiente, extraña a toda inútil complejidad y
burocratismo, con la atención siempre dirigida al fin sobrenatural del
trabajo”.

También podría gustarte