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Los límites de la cultura: el rol de la Universidad en la definición del artista en Chile.

José Manuel Izquierdo


Boceto de artículo, no publicado, mayo 2021.

El actual marco de Política Nacional Cultura 2017 – 2022 sostiene una máxima importante,
que es reconocida ampliamente por la comunidad de cultura y artes en Chile: existe una
“insuficiente valoración social de las artes y en particular de la producción local y nacional”,
que es un problema subyacente fundamental a potenciar este campo tan relevante para el ser
humano. Sin embargo, dicha Política Cultural, y otros documentos similares, buscan dar
solución a este problema sin entrever razones posibles, históricas o ideológicas, que sustenten
esta insuficiente valoración y vinculación social, apareciendo estas como un enigma a ser
solventado por políticas públicas más bien paliativas. En este artículo, propongo y desarrollo
lo que considero un mecanismo histórico fundamental que ha llevado a esta distancia entre
sociedad y artistas, y que creo subyace a muchos problemas que hoy enfrentamos. Este
mecanismo es el rol de la universidad como espacio normativo y diferenciador de lo qué es el
arte, y quién es artista.
¿Quién tiene la autoridad de definir quién es artista, y quién no? ¿Qué implicancias tienen los
modos en que definimos quién es o no es artista, y cuáles son los mecanismos y las razones
artísticas para hacerlo? Para Chile, en el siglo XX, es la inserción de las artes en la universidad
la que construyó un paradigma del artista como profesional, con ciertas características
específicas que “ignoraron otro tipo de sujetos y prácticas […] por considerarse obsoletas, o
pertenecientes a estilos y estéticas” que no cabían en una nueva lógica del arte como definido
por la academia, en un sentido institucional (Vera, 2015: 135). Esta matriz ha sido construida
en Chile desde la universidad, al menos desde la década de 1930, desde dónde se ha establecido
una innegable transformación de las artes nacionales, con indiscutibles aportes. Pero, al mismo
tiempo, esos aportes han generado de forma inmediata una otredad excluida: quiénes, pese a
realizar acciones o productos que podrían considerarse dentro del campo del arte, no son
considerados artistas. Evidentemente, esto ha afectado en forma más profunda a grupos
particulares dentro del país; mujeres, grupos indígenas, las clases obreras. Pero en este ensayo,
quisiera ir un poco más lejos: quisiera proponer que, en realidad, esta construcción académica
del “arte” e identificación del “artista” ha demarcado en forma absoluta, constante y transversal
la construcción de la cultura y las artes en Chile, en sus articulaciones de poder a nivel
institucional, estatal y privado, y que lo sigue haciendo, con un menoscabo importante para la
totalidad de la población nacional y, sí, en mayor medida para ciertos grupos específicos.
Para debatir esta hipótesis, este ensayo se divide en tres secciones, que progresivamente
avanzan desde un análisis histórico global, a uno local, hacia propuestas más bien prácticas
vinculadas con la situación cultural de Chile hoy. Considerando la crisis que ha explotado desde
octubre de 2019, con la explícita solicitud de mayor inclusión social y de género, y en un
sentido más amplio un deseo por mayor democratización de la cultura, y por otra parte la
profunda crisis de empleabilidad que afecta al campo de artistas profesionales debido a la
pandemia que se vive el 2020, creo que estas perspectivas históricas tienen importantes
consecuencias hoy, que no me parece que estén siendo explicitadas en documentos con
perspectivas de políticas públicas. Por consiguiente, las tres secciones son: primero, un debate
general sobre el problema del ingreso de las artes a la universidad, y sus consecuencias teóricas
y prácticas; segundo, un debate algo más específico sobre las implicancias para Chile del
ingreso de las artes a la universidad, y los discursos que habilitaron ese ingreso; tercero, las
consecuencias que se pueden observar en políticas públicas, y en la escena cultural nacional,
que parecen vincularse en forma directa a aquellos discursos y aquellos procesos históricos,
políticos y teóricos.

Profesionalismo, arte y universidad

Durante el siglo XIX, junto con la creación de escuelas y academias artísticas, se produce un
progresivo interés por insertar las artes en el campo universitario. Por cierto, dentro de la noción
de artes liberales, el quadrivium permitía la enseñanza de la música, pero siempre dentro de
una noción científica y no realmente de un quehacer musical. En realidad, la inserción de las
artes en la universidad, en el sentido del siglo XVIII de las artes como “bellas artes” (separadas
de los oficios), es un fenómeno moderno, consecuencia de los cambios culturales producidos
mediante la ilustración y activados, principalmente, desde la revolución francesa (Shiner,
2003). El siglo XIX vive una progresiva consolidación de instituciones culturales. En 1816 se
crea en París la Académie des Beaux-Arts que permitió converger las antiguas academias de
pintura y escultura, de música (que consideraba en parte también declamación y danza, en
vinculación con la ópera) y de arquitectura. De la mano con nociones de genialidad, así como
de una idea del artista-creador como individuo (esencialmente hombre y europeo), se extiende
al mismo tiempo con fuerza una exhortación -de parte de aquellos artistas- por considerar el
arte “por el arte mismo”, como señalara en 1835 el poeta francés Théphile Gautier.
La necesidad de un “arte por el arte”, de un arte fuera de los requisitos políticos, institucionales,
educativos o morales, generó, al mismo tiempo, una importante contradicción económica:
¿Cómo era posible vivir de un arte que, por definición, decidiera no sostenerse por una
necesidad otra? Esta contradicción, profunda, no encontró una respuesta inmediata. De hecho,
esto es principalmente evidente en la noción del artista bohemio, idealista, que quiebra con el
mecenazgo cortesano, pero aún no logra un nuevo modelo de sustento; que parece definirse
por esa incapacidad de encontrar sustento. Pero, progresivamente, esa respuesta fue tomando
forma: la universidad podía ser aquel espacio que permitiera generar un arte (un
“conocimiento”) sin necesidad de dar cuenta de un impacto inmediato o de una vinculación
explícita con el ámbito económico de la producción intelectual. Para Mary Ann Stankiewicz,
hacia 1900 el ingreso de las artes a la universidad comenzó a consolidarse, sustentado en los
mecanismos que esta daba “para legitimizar su trabajo [de los artistas] por medio de acceso a
conocimiento abstracto y formal” (2016: 6).
Stankiewicz plantea el problema desde las artes visuales, pero lo mismo es aplicable para otras
artes. Para Rosemary Golding, por ejemplo, las “universidades [a fines del siglo XIX en
Inglaterra] cumplieron un rol clave en dar estatus y respetabilidad, por asociación, a la
profesión [de la música], en el contexto de profundos cambios sociales” (2016: 2). Pero como
señala Stankiewicz, esta posición argumental formalista para el ingreso de las artes a la
universidad no puede leerse en neutro, puesto que el conocimiento “no existe en abstracto, sino
que sus valores reflejan posiciones de género, raza, etnicidad y clase socioeconómica”. Esto
es, el ingreso del arte como ciencia, racionalidad e invención a la universidad, se podía codificar
como una definición de dicho arte como uno que no es útil, que es masculino, que es europeo,
y que es mayormente de clase alta, o producido por una elite cultural o económica (2016: 6).
Lo que construye esta inserción de las artes en la universidad, es un problema binario que no
ha encontrado, aun hoy, una solución efectiva. Como señala Nancy Kindelan, hacia 1900, por
un lado, la argumentación que se da es que la inserción de las artes en la universidad tiene que
ver con “una educación liberal, uniforme y clásica de la persona”, pero al mismo tiempo plantea
la necesidad de entender al artista dentro de esta idea de validación enfocada en “disciplinas,
vocaciones y profesiones” (2012: 22). Como ha señalado Jessica Hoffmann Davis, esta
dicotomía sigue teniendo implicancias hoy, puesto que seguimos justificando el lugar de las
artes en la universidad dentro de aquella lógica ilustrada (que las artes son un requerimiento
para la educación de una persona completa), pero al mismo tiempo defendemos una perspectiva
de exclusión profesional (que ser profesional de las artes es algo exclusivo), en parte porque
ese modelo ilustrado ya no se sostiene con la misma fuerza que tenía a inicios o mediados del
siglo XX (2016: 6).
Este debate es central a la creación de los primeros programas en artes modernos en la
universidad en Estados Unidos, por ejemplo. El primer programa de teatro en una universidad
norteamericana aparece en 1914 en lo que hoy es Carnegie Mellon, en medio de aquel temprano
debate por un ideal humanista-liberal de la educación, y otro más bien utilitarista y profesional.
La dramaturgia, por tanto, se encumbró rápidamente como el marco de aquella educación que
podía ser, al mismo tiempo, parte de una educación liberal, como de una definición profesional
sustentada en el privilegio que tenía entonces la literatura en la academia. Los objetivos, por
décadas, de la educación académica en teatro, estarían entonces vinculados, desde la
dramaturgia, a los objetivos previamente instalados por la literatura y los estudios literarios
(Kindelan, 55-56). El caso de las artes visuales no es muy distinto: los primeros programas
nacen de una similar dicotomía entre estudios liberales y profesionales, pero en relación con la
crisis sobre el dibujo técnico y la creación contemporánea, en la década de 1920 (Hoffmann
Davis, 5).
Esta dicotomía es profunda en los orígenes de la inserción de las artes en la universidad
moderna, a comienzos de siglo XX. Para Beegan y Atkinson, en su estudio sobre la distancia
entre el diseñador profesional y el aficionado, la construcción de un estatus profesional del
diseñador dependió directamente de “una educación liberal en la universidad, y una formación
de aprendiz que requería el soporte económico de la propia familia o de un mecenas” (2008:
305). Esto, evidentemente, generó distinciones de clases en la disciplina, habiéndose
solidificado hacia la década de 1980 una distinción entre “el genio individual de diseñadores
profesionales y sus objetos […] y la diferenciación y supresión de la colaboración con artesanos
y obreros” (2008: 306). Esto es, la definición del artista (en este caso el diseñador) como un
profesional, finalmente deviene, necesariamente, en una distinción clara entre creatividad
individual y trabajo colectivo, sustentada en una diferencia de clase apoyada por el modelo
económico que permite los estudios de unos, pero no de otros.
Una de las dicotomías más profundas heredadas de este tipo de procesos, consecuencia de la
inserción de las artes en la universidad, es la profundización del espíritu modernista, de choque
entre una noción del “arte” como gesto individual, y el miedo a la colectivización de la creación
artística, o a una cultura de masas; miedos muy propios de la primera mitad del siglo XX. El
auge de un modernismo desvinculado de la recepción fuera del campo disciplinar, es un
fenómeno evidente en Occidente durante el siglo XX, llegando a su clímax durante la Guerra
Fría no solo en Estados Unidos, sino que también en partes de América Latina y Europa. Y esa
profundización tiene una consecuencia explícita en el ejercicio institucional del arte: la
separación profunda entre el profesional y el “amateur”. Obviamente esto no ha ocurrido en la
segunda mitad del siglo XX sólo en las artes, el deporte es otro campo donde esa diferencia se
volvió enormemente importante, pero lo cierto es que en las artes su impacto es innegable, y
ha sido ampliamente reconocido en los últimos años. Volveré a este problema, y sus
consecuencias para el debate chileno, hacia el final del ensayo.
La universidad, así, fue permitiendo las bases para establecer un modelo de las artes, y una
noción de artista que, al menos en Occidente (al cuál Chile y América Latina pertenecen, en
forma problemática), permitió sostener algunos paradigmas estéticos especialmente relevantes
para la segunda mitad del siglo XX: un arte discursivo, conceptual, experimental son prácticas
que, en buena parte, se generaron al alero de la universidad, o al menos dentro de una noción
del arte como práctica “académica”. Las consecuencias de esto fueron importantes, y
reconocidas en su momento. Para Anna Furse, la inserción de las artes en la universidad,
durante la segunda mitad del siglo XX, conllevó un distanciamiento social, la búsqueda de un
arte no comprendido a la “vanguardia” de la performatividad, y la “consagración [enshrine] de
experimentos efímeros en discursos elevados [lofty]” (2002: 70).
Para la década de 1960, la convergencia entre arte y universidad había construido un perfil de
artista, en Estados Unidos y parte de Europa occidental, que se asumía como investigador y
científico en primer lugar, proyectando aún más una distancia con el público, mediante una
obra cuyo sustento eran fondos públicos. La universidad se había transformado en un nuevo
mecenas que permitía estos mecanismos (Broyle, 2004: 168). Un ejemplo explícito de esto es
el célebre ensayo de Milton Babbitt, compositor norteamericano: “Who cares if you listen?”,
de 1958. La influencia de este artículo, por décadas, ha sido ampliamente reconocida; las
implicancias de su sustrato sólo en los últimos años criticada. La noción básica de Babbitt es
que, para generar un arte totalmente independiente, que no se sostenga en la apreciación que
de él se hace, la universidad es el espacio ideal de mecenazgo, una solución al problema de
tener que crear interés y atención de un público. Para Babbitt, el camino entonces era una
creación artística más cercana a las ciencias básicas (aquella sin fines prácticos inmediatos), en
una era, tras Hiroshima, en que la imagen norteamericana de Einstein como modelo esencial
de intelectual contemporáneo era transversal (Broyle, 2004: 169).
No era sólo un asunto exclusivo de la música. Un año antes, en 1957, George Wald publicaba
“The Artist in the University”, con similares conclusiones: “Lo que divide al hombre de la
bestia es conocer y crear […] es el hombre en este aspecto del conocimiento el que encontramos
consagrado en la universidad” (1957: 280). Esto implica una escala de valores donde la
universidad, más bien, debe acoger al genio: “El artista necesita tiempo y tranquilidad […] y
hoy la universidad es, probablemente, el mejor lugar para el artista” (1957: 283). De este modo,
Wald llega a la misma conclusión que Babbitt: “La situación del artista en la universidad es
muy similar a la del científico […] y [la experimentación del] científico en su laboratorio
presenta a la universidad problemas similares al artista en su estudio” (1957: 284). En 1963,
inspirada en tales debates y también la herencia colectiva de la Bauhaus y las perspectivas
sobre la creación de la Alemania de entreguerras, Harvard comenzó el desarrollo de un
programa de estudios universitarios en artes visuales bajo el mismo paradigma científico,
donde la creación, vinculada a un discurso y un aparato teórico autónoma para la obra, se
consideraban elementos centrales del fenómeno artístico (Hoffmann: 4).
Como ha señalado Jessica Hoffmann Davis, esto generó un nuevo modo de ser artista, que, si
bien se enraíza con los idealismos del siglo XIX, los traduce mediante un lente pragmático
propio del siglo XX, generando una híper-modernidad de las artes en la academia, con su
evidente grado de elitismo. Si en el siglo XIX las ideas claves que sostenían el arte eran “la
idea del genio y el aprendizaje en la búsqueda de un alma artística” para fines del siglo XX las
artes “se legitiman a través de pregrados y postgrados” (Hoffmann: 1). Esto genera un marco
difícil de manejar para las mismas autoridades universitarias, pues que los artistas, dentro de la
universidad, finalmente observan su quehacer como un campo de batalla, un lugar a la
defensiva de ciertos privilegios (no vistos como tales), que se sustentan antes en expresar lo
que necesitan para seguir como están, que en presumir lo que aportan y pueden lograr
(Hoffmann: 7).
Una de las consecuencias de este proceso, cientificista y pragmático, es que aquel giro en la
validación del conocimiento artístico produce una crisis fundamental entre quienes hacen arte
y quienes teorizan sobre las artes. Para Anna Furse, al mismo tiempo celebrar la
performatividad (su temporalidad, su presencialidad), y validarla y preservarla mediante un
lenguaje teórico, pareciera una contradicción evidente: “el teatro en la academia ahora intenta
ser archivado y analizado, elevando lo efímero que lo define mediante una investigación que
es fundamentalmente escrita [generando] menos y menos teatro, y más y más escritura y lectura
sobre el mismo” (2002: 70).
El campo más activo en que ha permeado este debate, por cierto, es en el de investigación
artística (o práctica como investigación, para el mundo anglófono), que ha intentado en las
últimas décadas lograr una cierta unificación de esta dicotomía fundamental. En palabras de
Jonathan Impett, no podemos negar que lo que sustenta finalmente este tipo de proyectos, en
las últimas dos décadas, tiene que ver con encontrar equivalencias reales entre el quehacer
científico contemporáneo, y el artístico: “la necesidad cuestionable a cuantificar, el valorizar
producciones de conocimiento en campos diversos, un giro comprensible a crear paridad entre
disciplinas académicas, y una urgencia visionaria por expandir la noción común sobre la
naturaleza del conocimiento [académico]” (2017: 9).
Desde allí, se vuelve necesario preguntarnos: ¿Son giros como este, finalmente, la búsqueda
de nuevas soluciones para un problema de larga data, o más bien acentuaciones y
prolongaciones de aquellas mismas dicotomías y modelos? ¿Acentúan estas prácticas e ideales
un modo de insertar las artes en la universidad, basado en un elitismo del conocimiento, o más
bien dan un espacio para repensar el vínculo entre quehacer artístico, reflexión sobre las artes,
y la universidad como espacio de generación de conocimiento? Esta reflexión, sin duda, es
especialmente atingente hoy. En la introducción a un reciente dossier sobre globalización y su
implicancia para la educación en artes, Laura Fattal señala que el giro a establecer estudiantes
“más conscientes culturalmente” de las diferencias “multiculturales” es una necesidad
creciente y reconocida a nivel global, pero que tiene aún una importante discrepancia con los
modos en que se enseñan y reconocen las artes (2020: 93).
Considerando el teatro, la música, danza y artes visuales, la invitación de Fattal es a una
“política de la invención”; esto es, una construcción de las artes donde se reconozca la
capacidad multicultural, social y comunitaria de las artes, en un campo mayor de las narrativas
culturales como parte de la economía local y global (2020: 96). Y esto ubica en una relación
binaria el lugar de las artes hoy en la universidad, con ideas sobre el rol de la cultura en una
sociedad democrática, en un sentido más amplio. Así, se vuelve una pregunta clave para el
siglo XXI si las universidades están preparadas para dar cuenta de los problemas que la
distancia entre un quehacer artístico académico y el espacio cultural más amplio, pueden tener.
En un reciente reporte colectivo realizado el 2016 por The College Music Society (que reúne a
los college norteamericanos con pregrados en música), preguntándose por el rol de los
pregrados en música en las próximas décadas, las conclusiones son claras: “es necesario un
cambio esencial que permita terminar con la división que se produce entre el estudio de la
música como práctica ‘académica’ y el mundo musical en que viven hoy estudiantes y al que
se graduarán nuestros estudiantes” (2016: 1). A forma de sumario, se reseña la necesidad de
“estrategias que vengan desde abajo [bottom-up], que produzcan un cambio desde estudiantes,
expandiendo las opciones [en la academia] para navegar sus caminos en las artes. Estas
estrategias desde abajo, también tendrán implicancias para las Facultades en determinar las
necesidades curriculares con mayor amplitud de miras [greater latitude]” (2016: 22).
En el caso de la música, disciplina que conozco mejor, esto ha tenido tremendas implicancias
en los últimos años en Estados Unidos, al igual que en otros países. En 2017 Harvard generó
un nuevo currículum de música, que ha sido profundamente controversial, con amplios debates
en redes sociales y académicas, sobre la naturaleza del cambio: en esencia, se eliminó el antiguo
modelo por el cual historia y teoría de la música europea eran las secuencias troncales de
cursos, fundamentos mínimos sin los cuáles no se puede dar un título profesional de músico.
Como contraparte, se formuló un currículum radical, flexible, donde cada quién podía
desarrollar libremente intereses personales en ámbitos diversos de lo que es la música y lo que
es ser músico (Robin, 2017).1
El mismo año, en un libro editado por Robin Moore titulado College Music Curricula for a
New Century, se señala con claridad que pese a profundos cambios en los modos de hacer
música, el modelo fundamental de educación se sostiene, por el cuál la universidad define qué
es buena o mala música (manteniendo jerarquías con implicancias culturales, sociales y de
género importantes), pese a que el universo de quienes hacen música, o saben de música, es
cada vez más amplio y diverso (2017: 2). Finalmente, esto genera, prolonga y sostiene una
distancia modernista entre la instrucción académica, el mundo profesional real, y finalmente el
interés de las audiencias (2017: 3). Como señala con claridad Moore, y otros autores y autoras
en el libro, hay una consecuencia directa entre esta distancia cultural entre el conocimiento
“académico” de la música (y, extendería yo, las artes en general) y el declive en el interés de
las audiencias por conectar con ese conocimiento “esotérico” (2017: 4). Una solución real
implicaría, por tanto, un reenfoque de lo que es la educación musical (o artística) en la
universidad, con cinco ejes prioritarios: un compromiso con la comunidad no-académica, un
compromiso con los problemas prácticos de ser artista fuera de la academia, un compromiso
con una mayor conciencia multicultural, un compromiso con la justicia social, y un
compromiso con proyectos liderados por la creatividad, proyectos y práctica de estudiantes y
no solamente entregados en una estrategia “desde arriba”, jerárquica (2017: 60).

1
https://www.nationalsawdust.org/thelog/2017/04/25/what-controversial-changes-at-harvard-means-for-
music-in-the-university/
Si el siglo XX determinó la idea del artista-como-académico, y finalmente consagró un
mecanismo por el cual los artistas como interlocutores válidos y validados institucionalmente
son profesionales con grados universitarios, la pregunta clave para el siglo XXI es cómo
responder a un ámbito cada vez más complejo del espacio cultural, donde la noción de
“autoridad” en las artes no necesariamente sigue hoy vinculada a la academia, y menos aún a
ciertos conocimientos específicos que la academia valida como los “propiamente artísticos”
(ciertas maneras de hacer, teatro, música, artes visuales, etc.). Quizás implicará,
inescapablemente, un repensar la relación entre arte y academia, donde la academia, antes que
definir normativamente lo que es ser artista (y quién es artista), sirva para entregar herramientas
flexibles e inclusivas para que cada quien pueda establecer esa definición por sus propios
medios y mecanismos. Desde allí cabe preguntarse: ¿Es posible también pensar que la
universidad, como institución, se abra a una definición más amplia de lo que son las artes, sin
imponer ya una regulación específica sobre quién puede o no definirse como artista, y definir
su trabajo como arte? En otras palabras: ¿Se puede proteger un espacio de las artes en la
academia, sin imponer fuera de ella también lo que son las artes?

Artes en la universidad chilena

La inserción de las artes en la universidad en Chile se dio prácticamente en paralelo con los
mismos procesos en Estados Unidos, y en buena parte de Europa, hacia la década de 1920 y
1930. Fue un proceso progresivo, que tuvo su origen en las reformas educativas de 1928, dentro
del contexto de transformaciones sociales y culturales posteriores a la promulgación de la
constitución de 1925. La Facultad de Artes de la Universidad de Chile comienza a tomar forma
en 1929, unificando progresivamente la Escuela de Bellas Artes, el Conservatorio Nacional de
Música y Declamación, otras unidades de extensión menores, y en 1941 la Escuela de Danza
y el Teatro Experimental, generándose la Escuela de Teatro de la Universidad. Si bien a nivel
estructural sufre cambios en 1948, 1954 y 1981, lo cierto es que en esencia el modelo se ha
mantenido desde entonces, y han sido egresados de esta Facultad mucho de quienes han
generado, progresivamente, otros modelos e instancias en otros espacios universitarios.
La figura clave en este proceso, es Domingo Santa Cruz, quien fuera decano por varias décadas
de la institución, y fuera el generador tanto de la reforma educacional que permitió este giro,
como también, posteriormente, de la definición de la universidad como un espacio generador
y controlador de la cultura mediante un modelo de “extensión” sustentado por la ley 6.696,
promulgada en octubre de 1940. Como ha señalado Eileen Karmy, el centro del debate que se
instaló en aquellas décadas, fue la distancia entre un músico y artista sindicalizado, y un nuevo
modelo de artista, un “genio” talentoso que puede crear arte en forma aislada y sin la necesidad
de considerar el interés del público o perspectivas económicas sobre su trabajo (2019: 243).
Esto es, Santa Cruz -con un grupo importante de colegas de diversas disciplinas- instala un
proyecto moderno como había ocurrido ya en Estados Unidos y parte de Europa, por el cual la
universidad sirve como mecenas de un artista liberado, pero al mismo tiempo determina quién
puede ser definido como artista mediante la otorgación de títulos profesionales.
El centro de este debate estuvo, en primer lugar, en la reforma del Conservatorio Nacional de
Música, institución promulgada en 1850 en el marco de la creación de una Escuela de Artes y
Oficios en la década inmediatamente anterior. La propuesta de dicho conservatorio establecía
una clara distinción, heredada de similares instituciones como el Conservatorio Real de
Madrid, entre dos tipos de asistentes. Por un lado, entregaba clases gratuitas a estudiantes
talentosos, principalmente hombres, para generar un oficio y dar posibilidades de trabajo. Por
otra parte, permitía tomar clases pagadas para personas de clase alta, principalmente mujeres,
no para generar un oficio, sino que para disfrute y cultura general. Esto no significa, sin
embargo, que un número importante de mujeres egresadas del conservatorio antes de su
reforma, hicieran luego carrera como músicas, ganando un sueldo por su trabajo, como María
Luisa Sepúlveda, Carmela Mackenna o Rosita Renard. Fuera del evidente conflicto social de
clase que produjeron las artes en la universidad, el grupo más afectado por este giro fueron las
mujeres creadoras (Kalawski, 2015: 303; Sentis, 2020).
Pero, fuera del problema de género, es el conflicto de clase el que quisiera reseñar ahora. Como
ha señalado Eileen Karmy, este proceso cultural implicó un giro social importante sobre la
definición de quién puede ser considerado artista: si a fines del siglo XIX quienes eran
considerados artistas eran profesionales de clase media, o clases artesanas, el nuevo proyecto
de las artes dentro de la universidad instaló en las esferas de poder a hombres aficionados, cuya
dedicación económica venía de otro ámbito (abogados, médicos, etc.), para transformarlos en
“académicos”, cuyo objetivo es la elucubración en las artes sin las constricciones económicas
de depender de la calidad de su trabajo, como los músicos profesionales de clase media. En
parte por esto, la lucha más profunda en la inserción de las artes en la Universidad en Chile se
dio entre grupos sindicales y los creadores instalados como figuras centrales de la articulación
académica de las artes (Karmy, 2017: 255). Para Enrique Soro, compositor que dirigía el
Conservatorio Nacional hasta la reforma de 1928, la misión de una institución debía ser generar
“oficio”, dar un trabajo, crear “obreros del arte” (Doniez, 2011: 197), mientras que para
Alfonso Leng, dentista y figura clave del apoyo a Domingo Santa Cruz, ser artista debía ser
algo “puro”, y el artista alguien que viva de otro trabajo o mecenazgo, para no tener que
“subordinar o prostituir el arte” al vivir de él (Karmy, 2017: 187). Como en otras artes también,
esta distinción finalmente implicaba no sólo aspectos de clase, sino también de valores
estéticos, en particular entre una idea de lo “docto” y otra de lo popular o masivo.
El caso de Violeta Parra es especialmente ejemplificador en aristas de género y clase. En un
reciente artículo sobre la exposición que realizó Violeta Parra en 1964 en el Museo de Artes
Decorativas del Palacio del Louvre, Daniela Fugellie desarrolla un agudo debate, que pone en
tensión el modo en que se ha narrado este momento clave de la carrera de la artista chilena.
Fugellie confronta una imagen (construida por familiares y biógrafos), de una artista rural, naif
y campesina, con la de una mujer “cosmopolita que vivía de su trabajo en Europa, hablaba el
francés con bastante fluidez y se movía en un ambiente artístico entre París y Ginebra” (2019:
9). Esta contraposición, señala Fugellie, tendría que ver con el rol canonizador que tendría el
Louvre para la prensa y la elite chilenas en su visión de Violeta Parra, un limbo en el cual la
artista pasa de ser una aficionada popular, a una artista consagrada en el lugar “donde los
grandes del arte terminan” (2019: 17).
Y, aun así, señala la investigadora, finalmente la estrategia de Violeta, de posicionarse frente a
la escena artística nacional de su país de manera confrontacional “como artista”, no logró el
efecto deseado: su obra transgresora sigue siendo principalmente leída como un arte
“auténtico” o folklórico, sin esa individualidad que, es espera, defina al artista como productor
de sentido y alguien que innova (2019: 17). Las artes plásticas, usando un concepto clave en
aquel periodo, no serían el único campo en que Violeta Parra se vería sometida a esta dicotomía,
entre la de ser considerada una artista “vernacular” (una artesana) y una artista. Similar
situación vivió en la música (Aravena, 2001), donde igualmente la noción de “compositora”
nunca le fue aprobada por la intelectualidad y la institucionalidad nacionales, y tuvo que
adjudicársela ella misma con su disco final: Últimas Composiciones. Como señaló en una
entrevista vinculada al estreno de este disco: “Perdónenme que diga considerarme, en estos
momentos, como compositora. En 1967”.
Lo que produce Últimas Composiciones, quizás el disco más celebrado del siglo XX chileno,
es entonces un explicitar los términos de un conflicto social amplio, sustentado en la
universidad como espacio normativo de clase, género y estética. Además, Violeta Parra
muestra, como caso, que esta lucha social, por cierto, no ocurrió sólo en la música, y es
importante aquí hacer un alcance historiográfico. El enorme impacto de la inserción de las artes
en la universidad no puede ser negado: desde los teatros universitarios, la danza moderna, la
Orquesta Sinfónica de Chile, el Museo de Arte Contemporáneo, son incontables los proyectos
que se beneficiaron por este modelo. Aunque algo tautológicamente, esto también se ve
reflejado en que buena parte de los y las ganadores de los Premios Nacionales en artes fueron
por décadas académicos de la Universidad de Chile (con algunas excepciones, en particular
dentro del campo más independiente de la literatura). Esto implica una historia de las artes en
Chile que, obviando el pasado, considera con fuerza que este modelo, sustentando en una idea
de extensión cultural, centralidad del “creador” y libertad creativa sustentada en un mecenazgo
académico, es el modelo ideal, una “época de oro” a la que se debería retornar. Inevitablemente,
las historias de las artes en Chile han reflejado esto como un progreso sobre lo anterior, sin
hacer una reflexión sobre los grupos sociales, modelos culturales y prácticas que quedaron
fuera de una construcción de las artes como una elite universitaria, cuya contraparte única sería
un “arte de masas” o “vernacular” o, aún menor, un público pasivo cuyo único rol es apreciar,
en la medida de lo posible (y sin mayores herramientas) lo generado por la universidad.
Solo en la última década, se ha podido observar progresivamente un debate sobre las
implicancias de este giro, y la invisibilización que se produjo de otras prácticas artísticas,
especialmente aficionadas de clase media y alta, pero también de naturaleza obrera. Por
ejemplo, en el campo de la danza se ha prolongado una historia por la cual todo lo anterior a la
creación de una Escuela de Danza en 1941 por parte de la Universidad de Chile, es visto como
un mero antecedente, criticado como aficionado (Cifuentes, 2007). Justamente, aquellos
proyectos que diferían con una lógica de las artes como “academia” fueron los que quedaron
desplazados: la danza de Jan Kaweski en la década de 1930, o también el ballet vinculado a un
realismo socialista por parte del matrimonio Sulima en los 1950 (Izquierdo: 2018).
Esto genera una lectura historiográfica por la cual sólo puede entenderse la inserción de las
artes en la universidad en una lógica hegeliana de progreso inevitable. Pero como yo mismo he
publicado con respecto a la música (Izquierdo, 2011) y Andrés Kalawski ha señalado
recientemente en su tesis doctoral, para el caso del teatro, que esto no es necesariamente así:
citando a Kalawski, “la noción de una historia que progresa, que elimina lo malo y rescata lo
valioso por sí sola es peligrosamente tranquilizadora. Es falsa, además. Este teatro [no
universitario] desapareció, pero podría haber continuado” (2015: 303). Así, señala Kalawski,
debe reconocerse que el proyecto de los teatros universitarios fue una confrontación algo
colonialista, de una clase alta o media-alta (letrada en cualquier caso), que prefería ser
cosmopolita e ilustrada; y que, “con independencia de las ventajas que haya traído el ingreso
del teatro a la universidad, es necesario reconocer la profunda desconexión que la instalación
de los teatros experimentales inauguró respecto del teatro popular, aficionado y obrero”
(Kalawski, 2015: 298 y 293).
En artes visuales, la diferencia (aunque aún no explorada por la historiografía nacional), es
también explícita. El mismo año 1928 se produce un quiebre en el Salón de 1928, una
exposición que dispuso explícitamente la diferencia entre quienes consideraban que el arte
debía ser una disciplina “académica” (entiéndase no universitaria, sino técnica basada en un
marco de la academia de la pintura), o que debía ser más bien libre, moderna, en un quiebre
con el arte formal previo (Zamorano, 2007: 190). Si bien la historiografía sobre las artes
visuales en Chile lee este conflicto simplemente como uno “estético” entre vanguardias y
tradición (ver, por ejemplos, Galaz e Ivelic, 1981: 222 o Zamorano, 2007: 193), se ve un
proceso similar al de otras artes: quienes tomaron puestos de influencia tras el año 1928,
generaron un quiebre profundo con la anterior noción del arte como un medio transversal para
un oficio, instalando una construcción del artista como genio individual que debe ser apoyado,
sin censura ni control, por un mecenazgo universitario.
Esto se condice, en forma directa, con la posibilidad de conseguir el grado académico de
Licenciado en Música, Bellas Artes, etc., proyectando el mismo deseo de validación académica
y de circunscripción universitaria del conocimiento académico que, como reseñé
anteriormente, se dio en paralelo hacia el 1900 también en parte de Europa, Estados Unidos,
así como también en otras partes de América Latina. Esto es, la universidad a un mismo tiempo
certifica y, mediante esa certificación, construye un marco de poder por el cual la universidad
misma es quien define quién es o no es artista. De algún modo, podríamos definir el proceso
entre 1925 y 1945 como un giro esencial en quién define qué es ser y quién es artista en Chile:
desde los gremios, mutuales y sindicatos, a la universidad, en particular la Universidad de
Chile, mediante diversos mecanismos.
Quizás el reflejo más notorio de este proceso sea la Ley 6,696 que creó el Instituto de Extensión
Musical de la Universidad de Chile, permitiendo una extensión de la labor artística universitaria
financiada por el Estado, con un mecanismo claro de financiamiento que permitía sustentar las
artes sin necesidad de depender del gusto del público: el 2 y 1/2% de las entradas a
“espectáculos, reuniones y entretenimientos pagados, y los discos, cilindros y demás piezas
musicales adaptables” (ley 5,172 de 1933). Esto es, las artes y medios masivos eran los
destinados a costear un arte que, por tanto, se define por oposición absoluta. Esto permite una
separación estricta entre artista y otro, que trabaja en el área creativa, pero que no es artista, en
campos como los mencionados en la misma ley: espectáculos, entretenimiento, discos, etc.
Una respuesta importante a esto es produjo, por cierto, desde ámbitos de izquierda a lo largo
de América Latina, con importantes consecuencias y una tradición propia y relevante que
difiere del marco de la universidad como agente de validación. En 1922, el Sindicato de
Obreros, Técnicos, Pintores y Escultores, del que devino parte importante del movimiento
muralista y carreras como las de Frida Kahlo y Diego Rivera, planteaba un modelo distinto,
que fuera un antecedente importante para muchas validaciones del arte fuera de la academia en
América Latina. En la misma década y la siguiente, en Chile, los proyectos sindicales frente a
las artes fueron de gran importancia, y Pablo Garrido, en particular, buscó consolidar un
proyecto que permitiera una validación y sostén de las artes desde los gremios, y no la
universidad, generando un conflicto directo con Domingo Santa Cruz. Proyectos de escuelas
populares, y un discurso consolidado del artista como trabajador, tuvieron especial importancia
durante la Unidad Popular, aunque muchas veces mantuvieron un contacto firma con ciertas
universidades, desde las cuáles se generaron, en conflicto, muchos de estos movimientos.
Si bien hay menos estudios sobre estos procesos en las décadas siguientes, podemos ver
repercusiones importantes de los debates que se produjeron en Estados Unidos y Europa
durante la Guerra Fría. Por un lado, durante la década de 1960 y los años de la Unidad Popular
se generó un quiebre importante de lo que se llamó entonces la “torre de marfil”, con la
consiguiente preocupación activa por generar un arte más cercano al público, en distintos
espectros sociales. Por otra parte, los años de la dictadura, más profundamente vinculados a
modelos norteamericanos, sustentaron una noción del arte en el marco previamente referido
del arte como ciencia, y el artista como científico, con un enorme impulso a la experimentación
individualista (propia del capitalismo tardío) que se vio reflejada en festivales de música y arte
contemporáneo, así como un teatro más experimental y vinculado a las performatividades
propias de Europa occidental y la costa Este de los Estados Unidos.
De algún modo u otro, me atrevería a afirmar, al menos a nivel de las Facultades de Arte de la
Universidad de Chile y la Universidad Católica, este paradigma sigue vivo, al igual que -en
mayor o menor medida- en la mayoría de los espacios artísticos en la universidad chilena. Así
lo han planteado, por ejemplo, Grass, Kalawski, Opazo y Vergara en un reciente artículo sobre
la consolidación de un programa de doctorado en artes dentro de la Universidad Católica: por
un lado, observan los teatros universitarios como un ideal, el cual “delineaba la geografía
cultural de la nueva nación”; por otro, consideran que, para las universidades actuales, fuera
del ámbito de flujos de capital contemporáneo, las compañías teatrales se han vuelto
organizaciones caras y obsoletas. La crisis, por tanto, es observada como un momento
fundacional, en el cuál es posible por un lado volver a preguntar al Estado sobre el rol de las
artes (en la educación, pero también en las industrias creativas) y, por otro, establecer la
investigación como un camino propio para la innovación artística dentro del campo
universitario actual (Grass, Kalawski, Opazo y Vergara, 2019).
Opazo, en particular, ha desarrollado más las implicancias de este problema en otro de sus
trabajos, el 2016, en que acusa a los historiadores y críticos del teatro chileno (esto es, los y las
académicos que escriben sobre teatro en Chile), de una potente agorafobia, un miedo a los
espacios ajenos. Si bien su acusación tiene principalmente connotaciones historiográficas, las
consecuencias de la misma escapan con mucho a la historiografía: habla de un miedo de clase
al contagio con otros grupos, a un terror por encontrar un diálogo o una relevancia en campos
no universitarios de las artes. Las implicancias de esto, por cierto, señala Opazo, son
pedagógicas, pero también archivísticas (qué memoria guardamos), y finalmente también
asentadas, nuevamente, en el problema sobre quién tiene la autoridad para definir lo que es, y
lo que no es, arte, o al menos digno de ser estudiado, creado y recordado (Opazo, 2016).
Pero, considero, en ambos caminos, se sigue sosteniendo un mismo principio, consecuencia de
problemas ya observados previamente para el contexto global: esto es, se reafirma la noción de
que las universidades son las que generan artistas validados, y por lo mismo estos artistas son,
en mayor parte, considerados los interlocutores válidos para definir, en un círculo si se quiere
virtuoso, qué entendemos como arte y qué serían las prácticas artísticas relevantes. Una
consecuencia directa, por ejemplo, es que se considere que la validación de otras prácticas
(populares o vernaculares), deba pasar también por la universidad y la profesionalización
anclada en el grado universitario. Reconozco, por cierto, que este proceso no es ni puede ser
lineal, que ha fluctuado con los años, y que en muchos casos se ha visto afectado por
contradicciones inevitables: esto es especialmente interesante en las artes visuales, que
sostienen una dicotomía importante entre el artista con carrera internacional, de mercado, que
no enseña, y aquel otro artista que sería “sólo” un artista-académico (una herencia, en parte,
del debate en esta disciplina en la década de 1920). Esta escala de valores sigue pensando
profundamente en aquel campo.
Pero, aun así, y reconociendo estas diferencias disciplinares, cambios y márgenes, me parece
que hay una tendencia global a establecer un quiebre profundo entre un conocimiento de lo
“artístico” y un público que, pasivo, que sólo hace parte de esta noción de las artes desde un
lugar “aficionado”, limitado a un conocimiento no exhaustivo. De hecho, si bien en las artes
visuales hay artistas consagrados fuera del ámbito académico, es indiscutible que los discursos
académicos han sido claves en su validación y consagración. Esto es, de igual manera la
universidad se transformó en buena parte en un ente regulador, incluso de aquel arte que, por
ejemplo, puede circular en un mercado privado. Es desde ese lugar, por tanto, que el chileno o
chilena promedio, que no estudió artes, no se consideraría a sí mismo o misma como sujeto
válido como “artista”. Esto es, necesitaría un impulso de voluntad y arrojo político-intelectual
importante para lograr definirse, como lo hizo Violeta Parra, a sí mismo o misma como artista.
En los últimos años, las consecuencias de esto han sido dramáticas. La discusión sobre el rol y
lugar de los Premios Nacionales ha sido particularmente intensa y pública, en términos de
género, de inclusividad, del mundo indígena, de salir de un marco, como señaló Lorena Amaro,
de la “histórica mediocridad” de muchos ganadores, especialmente en el periodo de dictadura
(Amaro, 2020). Esto es evidente, si consideramos justamente la sobrerrepresentación del
mundo académico en la conformación de jurados, lo que conlleva a premiar antes la figuración
académica que la relevancia social o estética. La posibilidad de un premio otorgado fuera de
un ámbito académico-oficial, por ejemplo, tuvo un ámbito complejo de discusión con las
postulaciones, en los últimos años, de Mono González en arte, Coco Legrand en teatro, o
Vicente Bianchi en música (este último, ganador el 2017 en medio de un profundo debate y
crisis). Y hoy, en que el espacio público además se transformó en un espacio de enorme
validación artística, los límites de lo que es o no es arte se vuelven complejos en el volumen de
piezas anónimas o de ilustradores lejanos al ámbito académico (como Fab Ciraolo) que
convergen en esa construcción democrática de lo que sería el arte.
¿Cuáles son hoy, entonces, las implicancias de estos procesos históricos, estos modelos, y estos
debates que nos llevan a reconocer sus límites?

Algunas consecuencias actuales en el campo de la cultura

A estas alturas, es difícil no reconocer en Chile la falta de democratización, acceso, pervivencia


e incluso profesionalización de la cultura. Es evidente que existe una precarización de la cultura
en Chile, así como también del campo profesional de artistas en el país, como han señalado
diversos documentos en las últimas décadas. Pese a múltiples esfuerzos, incluyendo la creación
primero de un Consejo de la Cultura, y luego de un Ministerio de las Culturas, las Artes y el
Patrimonio, esto parece seguir siendo una realidad. No existe, por cierto, una solución única al
problema, pero espero que las perspectivas señaladas aquí conlleven a una reflexión sobre los
modos en que se ha buscado solución. Cuando la actual política pública señala que existe “una
insuficiente valoración social de las artes y en particular de la producción local y nacional”,
pero busca una solución basada solamente en una división tajante entre un arte validado por la
academia y las instituciones, generado por gente validada como “artista” por mecanismos
profesionalizantes, y privilegia una distinción entre este grupo y otro u otros que son entendidos
como sujetos pasivos, que deben “apreciar” o “valorar” lo que hacen los primeros, sin poder
ser parte de ello, es imposible cambiar el estado de las cosas.
En octubre de 1997, luego de varios meses de trabajo, la Comisión Asesora Presidencial en
Materias Artístico Culturales entregó su ya célebre informe titulado Chile está en deuda con la
cultura. El documento, que devino en importantes ajustes al FONDART y en la creación de un
Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, es explícito en sus posturas: “evitar que nuestro
país se convierta en un gran supermercado”; “la cultura y el arte surgen como anticuerpos de
un país frente a la globalización” (1997: 8). La postura sostenida es una basada en las
“frustraciones” de los actores de la cultura, y las “expectativas” frente al retorno a la
democracia, solicitando que, al mismo tiempo, establezca un Estado que apoye financieramente
a las artes, pero al mismo tiempo prescinda de “todo dirigismo, paternalismo o manipulación”
(1997: 11). Al revisar el documento en detalle, se vuelve evidente que esta preocupación por
la cultura es principalmente gremial y profesional, desde una idea de “creador” y creación” que
deben ser apoyadas en forma “preferente” (por ejemplo, 1997: 45). Se establece una clara
distinción entre el privilegio a la creación y, en segunda instancia, mecanismos de educación o
apreciación que proyecten y fortalezcan, que sirvan a, una valoración de la creación.
Lo que empezamos a entrever ahí, entonces, son las consecuencias de un modelo por el cual
quién es artista, y qué es arte, ha sido institucionalmente definido desde la universidad. Pero la
universidad no sólo como espacio físico e institucional, sino que como espacio normativo. Las
consecuencias de esto, siguen presentes hoy. Si bien el lenguaje ha cambiado con el tiempo, la
actual Política Nacional Cultura 2017 – 2022 sostiene un marco que es, en muchos sentidos,
similar. El documento reconoce la “insuficiente valoración social de las artes y en particular de
la producción local y nacional”, pero lo hace principalmente desde una división a ratos tajante
entre artistas profesionales (individuales), vernaculares (colectivos) y un público pasivo
(masivo). El documento reconoce a la “comunidad artística” como interlocutor central del
Estado, entendiéndola como “artistas, creadores(as) y gestores(as), [quienes] han sido actores
centrales para la institucionalidad cultural desde sus inicios” (2016: 37). Coincidentemente, los
principales lineamientos de políticas derivadas son: “Valorización y visibilización social de la
disciplina, el artista y su obra” o “creación, producción y productividad” y “fortalecer
formación para la profesionalización de las disciplinas” (2016: 39). Reconoce que el análisis
de acceso a la cultura, fuera de la creación, está sustentado en “consumo y el volumen de
audiencias” (67).
Quizás lo más preocupante del documento es cómo la diferenciación implícita entre algunos
que serían artistas y creadores, y quienes no lo serían, genera un campo profundo de “otredad”.
La articulación de política pública, fuera del ámbito de creadores, principalmente se sostiene
en pilares de una evidente diferenciación basada en marginalización: por un lado, migrantes y
comunidades indígenas, quienes siguen siendo evaluados en una lógica de cultores,
comunidades y arte vernacular (esto es, no como iguales a artistas profesionales), proyectando
una división clara de valores, así como también de centro y periferia. Otros grupos no son
menos “otredades” pero relegadas principalmente a un campo de la apreciación: especialmente
explícito esto es en la identificación de “infancia, juventud y adultos mayores” como públicos
objetivos” (56-57). Esto es, entendiéndoles implícitamente como grupos claves para la
apreciación de las artes y no como grupos creadores o artistas, identificados explícitamente ya
sea para generar un público potencial a futuro, o siendo ya un público asegurado por su tiempo
libre.
Existe, entonces, una evidente dificultad de situar a quienes no se definen como artistas
profesionales, entendidas como conjunto de personas no articuladas gremialmente, en un
diálogo con la institución y el Estado sobre sus necesidades. Esto genera un problema
argumental: se habla de necesidades culturales (por ejemplo, en educación cultural), pero las
proposiciones que se hacen para cubrir esas necesidades, son principalmente soluciones
gremiales (mejores sueldos, mayor apreciación, validación profesional). Todo aquello es
indudablemente vital, pero el problema es que se homologan necesidades gremiales y
necesidades “culturales” (en un sentido amplio), asumiendo entonces que unas devienen
directamente en las otras. Se habla de “defender la cultura”, cuando lo que se está pidiendo
defender, con toda validez, son los artistas profesionales. Esto, de nuevo, nos instala en un
modelo en el cual sólo el artista profesional, con raigambre universitaria, puede tener agencia
sobre estas decisiones y, con ellas, los presupuestos y mecanismos de lo que es cultura.
Una de las consecuencias más explícitas de la separación explícita entre profesionales que se
definen “basados en conocimiento esotérico mediante un largo entrenamiento” y un campo
aficionado no formalizado ni institucionalizado (Wilson y Piekut 2019: 5) es la prolongación
de una noción que “fuerza estratificaciones de alta/baja cultura, o de centro/periferia” (2019:
9) y, en consecuencia, también prolonga y formaliza diferencias de poder entre un grupo que
“es motor del hacer cultural ‘desde abajo’ y otro grupo que haría ‘arte’ [fine art] ligado a
instituciones que producen criterios de experticia, educación y entrenamiento” (Wilson y
Piekut 2019: 14). Esto, por ejemplo, se ve proyectado también por encuestas de participación
cultural en las cuáles sólo ciertas actividades son reconocidas como cultura (aquellas asociadas
a “alta cultura” o artes como campo profesional), y otras no. La consecuencia de estas
divisiones arbitrarias, impulsadas por organizaciones culturales, académicas y gobiernos,
finalmente conllevan necesariamente a mayores niveles de desigualdad (Brook, O’Brien y
Taylor, 2020). Lo que se determina como “cultura”, en palabras de dichos autores, refleja
inevitablemente luchas históricas sobre legitimidad […], así como desigualdades de clase, raza
y género”, proyecciones que también vemos en Chile (Brook, et al, 2020: 16).
Las consecuencias de esto son mucho más profundas que una lucha de poderes; lo que generan
es una diferencia ontológica entre quienes son artistas y sus otros/as/es. Hay diversos estudios
que tales quiebres están en la raíz, justamente, de una falta de valoración de la cultura por el
grueso de la población, que sólo puede ver dicha “cultura” como algo realizado por
profesionales externos a ella, una “elite”. En palabras de Bryan-Wilson y Piekut, si existe un
interés por “democratizar” la participación en arte, en términos de “equidad social”, se requiere
algún tipo de convergencia entre “profesionales” y “aficionados”: de un espacio por el cual el
ciudadano puede ser reconocido ampliamente como sujeto creativo, aunque no necesariamente
profesional (2019). Para Beegan y Atkison, un giro hacia el diálogo entre ambos campos es
necesario para la “democratización” de las prácticas y conocimientos, así como también para
una preocupación centrada en “las necesidades de las personas”, antes que en preocupaciones
disciplinares cerradas (2008: 306, 308).
El caso de Estados Unidos es importante a tener en cuenta aquí, por el rol que ocupa en dicho
país tanto el mercado como el Estado en la construcción de políticas económicas y sociales de
cultura, similares a las nuestras desde la década de 1980. Justamente, ya en los noventas Judith
Blau escribió sobre cómo la invisibilización de la creatividad de quienes no son profesionales
tendría consecuencias negativas en dicho modelo cultural, puesto que “aficionados y amateur
deben considerarse el sostén popular que permite afirmar las artes a nivel de base [grassroots]
[…] Hay claros indicios de que el efecto de este apoyo popular amateur permite una economía
cambiante que involucre en primer lugar artistas, no administradores” (1992: 110). Esto, señala
Blau, es válido incluso cuando se trata de “conjuntos grandes y establecidos en las artes”. La
generación y reconocimiento de un campo aficionado de las artes es, por tanto, un beneficio
también para la consolidación de proyectos de artistas profesionales.
En la práctica, esto se proyecta en diversos niveles. Por ejemplo, aunque sólo puedo tocar este
punto pasajeramente, es evidente que esto tiene también implicancias, en Chile, a nivel de
educación cultural donde, con salvadas excepciones y muy recientes (como el programa
CECREA) se replica una tendencia por la cual el artista es definido como un profesional con
un conocimiento académico (complejo e inalcanzable materialmente en el corto plazo, el de un
“maestro”), que se contrapone a un colectivo cuyo objetivo es apreciar o valorar lo que este
artista hace, desde un rol pasivo. La mediación cultural de múltiples fundaciones e instituciones
en Chile, igualmente, tiende a privilegiar la noción de “apreciación”, donde estudiantes son
sujetos pasivos de un evento cultural que, por definición, no está a su alcance como sujetos
activos, como iguales, como creadores. Su única función es apreciar lo que otros crean,
asumido como superior, y entonces apoyar el ejercicio de quienes sí son profesionales de las
artes. En el modo más pragmático, algún día ser un público con una masa crítica que pague una
entrada para sostener el trabajo de las artes. Y esto tiene sentido: si no tenemos políticas
públicas para un desarrollo creativo de sujetos entre la edad escolar y su jubilación (entre los
20 y los 65 años), tal como señala la actual Política Nacional Cultural, entonces lo único que
podemos esperar del grueso de la vida de una persona es que sea un receptor pasivo,
mayormente apático, de la cultura que le rodea.
Justamente, la consecuencia de un modelo cultural sostenido de esta forma será necesariamente
una “una insuficiente valoración social de las artes y en particular de la producción local y
nacional”, porque la distancia entre artistas y el resto es, por definición, sostenida como un
abismo insalvable. La institucionalidad chilena ha generado que los únicos interlocutores
válidos de “las artes” sean artistas definidos como profesionales por los marcos universitarios.
Esto, porque las mismas universidades, en buena medida, siguen sosteniendo carreras de arte
que privilegian la noción del “artista” como un sujeto que debe ser apreciado por otro, y
validado por la misma articulación. De este modo, recaería en ese público pasivo la culpa de
no “apreciar” un arte que les sería superior, por definición propia. Eso inevitablemente sostiene
y prolonga una distancia profunda entre quienes hacen arte profesionalmente, quienes hacen o
quisieran hacer arte no profesionalmente (un grupo, de cualquier rango etario teóricamente,
absolutamente no considerado en el ámbito chileno de políticas públicas), y quienes no solo
aprecian el arte, sino que también lo sostienen económicamente mediante diversos mecanismos
de apoyo. En un marco en que el Estado no es capaz de sustentar el acontecer artístico chileno
en forma absoluta, como se pretendió a mediados del siglo XX, es necesario romper con tales
distinciones para poder generar una economía que, finalmente, no es sustentable, porque parece
definirse por un quiebre radical con quienes debieran sustentarla.
¿Implicaría esto, entonces, que debiera desarticularse el arte de la universidad, o terminar con
la construcción de un artista profesional? Es evidente que los profundos cambios sociales y
culturales que estamos viviendo terminarán generando una transformación, tarde o temprano
(o ya lo están haciendo). Resistencia a este cambio, especialmente de generaciones anteriores
que recuerdan con nostalgia -real o ficticia- el modelo de arte universitaria sostenida por el
Estado descrito previamente, es palpable. Sin embargo, lo que busco aquí, es generar
conciencia sobre los orígenes no explicitados de un modelo, y entender las consecuencias de
este. En la década de 1980, Domingo Santa Cruz, poco antes de morir, reclamaba que el giro
hacia una sociedad de mercado terminaría produciendo un modelo por el cual empresas y
fundaciones privadas suplantarían el rol de autoridad a la universidad (SIMUC, 2017). Esto,
sin duda, ha ocurrido ya con el auge de las Corporaciones Culturales Municipales y fundaciones
como Fundación Beethoven desde la década de 1980, pero ha tomado más fuerza en este siglo
con el auge de, por ejemplo, Corpartes o Fundación Ibáñez-Atkinson.
Este arte, consolidado en un mercado de capitales con sus propias ideologías, ha implicado
también cambios importantes. Por ejemplo, se produce una tendencia a apoyar menos el riesgo
creativo de artistas individuales no consagrados, y validar y financiar más aquello ya
consolidado, o directamente el patrimonio de las artes antes que un arte nuevo. Los artistas
profesionales, sin duda, deberían tener algo que decir al respecto, y lo mismo la universidad.
Es importante entender que el arte, en cuanto campo profesional, debe cumplir un rol relevante:
el problema es asumir que aquel campo profesional define la cultura por completo, o que una
preocupación sobre campos culturales debe necesariamente asumirse como equivalente de una
preocupación por el ámbito profesional y académico de las artes.
Aun así, sin embargo, se sigue recurriendo muchas veces a la universidad como validador o
censor, a través de sus espacios o sus voces. ¿Es posible una conciliación? Creo que sí, pero
esto debe partir de diversos reconocimientos: la necesidad de una educación superior en artes
más enfocada en las comunidades a las que sirve, y menos en la imposición unilateral de lo que
debe definirse como el campo de las artes. Junto con ello, desligar las preocupaciones gremiales
por la validación de ese “artista profesional”, del interés real por la creatividad en un espectro
más amplio de la población. Esto es, dejar de considerar que sólo el profesional validado por
la universidad puede adjudicarse el derecho a ser sustantivamente creativo. Más espacios
culturales públicos que establezcan una paridad en acceso, visibilidad y financiamiento, pero
no necesariamente validados por la academia o profesionales, sino por las propias comunidades
y en diálogo con la academia, podría ser un aporte importante: lugares para las bandas de rock,
para un teatro aficionado o social, para una danza comunitaria, para muestras de artes visuales
populares, etc. Negar la validación de estas posibilidades, es mantener una distinción
hegemónica de alta/baja cultura, que no puede solventarse sólo por el camino de una
apreciación artística. Debemos intentar cambiar los mecanismos, marcos teóricos y modelos
que nos llevan a sostener un modelo tan fragmentado, radicalizado, y finalmente contradictorio
de lo que son las artes y la cultura en Chile.

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