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Oficina 310

Por Isabel Díaz Sabán

“El país se encuentra en uno de los picos más altos de la pandemia, el ministerio de salud reporta
más de 5 mil fallecidos”. Apago el radio, un zumbido queda en mis oídos. Pienso que tal vez sería
mejor quedarme en el auto.

El cielo está gris y llovizna. Todo parece inmóvil pero no hay silencio. El rumor de las hojas inunda
las plazas que antes pululaban de estudiantes. Algunos vehículos De pronto caigo en cuenta de
que las vías de acceso están parcialmente obstaculizadas y que nunca había visto cerradas las
inmensas puertas de la biblioteca.

En los tres kilómetros de pasillos del antiguo complejo universitario solo fluye la luz y rebota el
eco. Los edificios se elevan pulsantes como cubos grisáceos contra el cielo. Al entrar, me
sorprende la alarma del detector automático de temperatura. No hay nadie en la recepción.

Busco la oficina 310, subo las estrechas escaleras franqueadas por una rejilla de madera de roble
ennegrecida por el tiempo. En el tercer nivel hay varias puertas abiertas, pero no se ve a nadie
dentro. Fuerza teléfonos

No me había sentido tan incómodo en la universidad. Se supone que sigue funcionando por medio
de esos espantosos campus virtuales, que todos odian, pero aquí no parece haber una sola alma.

Me detengo y veo por la ventana hacia el edificio de mi facultad. En el salón de estudios aún está
mi lugar favorito, es cómodo porque recibe la sombra de una gran ceiba. Allí sentado, en mi mente
conquisté el mundo tantas veces. Pasé años felices en ese metro cuadrado.

Después de décadas de ejercer el periodismo, me convencí de que ver la gloria y la miseria


humana no te vuelve incrédulo, sino te hace creer que cualquier cosa es posible. Logré todo lo que
imaginé y un poco más, pero decidí retirarme por temor al virus. Morir mientras persigues una
noticia parece honroso solo cuando es un ideal.

Casi cumplo tres meses de retiro, al fin puedo dedicarme a escribir sobre arte. El manierismo, esa
sofisticación de la desproporción como concepto de belleza. Siempre me sedujo la idea de dirigir la
revista universitaria. Dejar a un lado la sucia política y la corrupción. Me ilusiona solo pensarlo,
pero si quiero cobrar por los artículos publicados, debo encontrar la oficina 310.

Reviso en mi teléfono el correo electrónico del editor, efectivamente busco la oficina 310. Al fondo
veo una moña negra sobre una puerta y varias hojas cubriendo las ventanas. Busco el rótulo
rápidamente y me alegra no ver el 310. Me ubico en la oficina más cercana, y sigo con la vista los
números, algunos ya no están, pero el conteo me dirige a la oficina del fondo.

Me acerco lentamente, percibo el sonido de las agujas de un reloj de pared. A poca distancia
puedo leer lo que está escrito en los papeles que cubren las ventanas. Frases como “Adiós amigo”,
“Pronto te veremos”, “Dios, recibe su alma” y al centro, una foto mía.

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