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Universidad Nacional de Colombia

Facultad de Ciencias Humanas


Departamento de Literatura
Literatura medieval castellana 2021-1
Luis Fernando Sarmiento

El erotismo como generador de sentido

(o el pecado como prototipo epistemológico)

Erotismo es, según Octavio Paz, «ante todo y sobre todo sed de otredad»1. Con un
Fragmentos de un discurso amoroso a mano, podría (puedo, lo haré) arrojar un montón de
palabras, a la espera de que, como si de un cadáver exquisito se tratase, el sentido vaya
surgiendo casi automáticamente, apenas por la proximidad de los cuerpos: entusiasmo,
abismarse, proyección, exaltación, disolución, ascesis, ausencia, cuerpo, atopía, compasión,
Imaginario, corazón, etcétera, etcétera; sin embargo, explicar el sentido de una palabra –
más un concepto– con otra palabra, con una constelación de palabras aisladas, es en cierto
modo tautológico. Es, a todas luces, insuficiente.

La definición de Paz es diáfana pero, para descender sobre el Libro de buen amor, debo
preguntarme: ¿cómo se ‘encarna’ el erotismo; es pura potencia sin acto, o es proyección
hacia el acto que se detiene justo antes de hacer; está presente en ambos estados, reposo y
acción?, ¿lo propio del erotismo es que esté limitado a una acción que no tiene, en
principio, consecuencias en la superficie: imaginación? Y además, anterior a todas las otras
preguntas que me rodean en este texto es la siguiente: ¿qué es lo erótico en el Libro?
Después de encontrar una respuesta, satisfactoria o útil para la contingencia, podré seguir
este discurso que, a su vez, revisa el discurso del Arcipreste de Hita.

1
Esta y las sucesivas citas son sacadas del libro La llama doble. Por cuestiones de mi versión (virtual) no
tengo paginación para agregar.
I. Lo erótico en el Libro

El Libro de buen amor es un texto difícil de seguir; entre uno y otro apartado se
puede resultar en el naufragio de no entender cómo está estructurada la unidad global de la
obra. Los procedimientos narrativos del arcipreste distan del lenguaje culto y motivo
elevado del mester de clerecía. No obstante, a pesar de los versos en que declara su
condición juglaresca («por vos dar solaz a todos, fablé vos en juglería» [1633]), tampoco
diría que es total y absoluta la correspondencia del poema con este género. La clave está,
pienso, al final de la estrofa decimotercera, en el prólogo en verso:

Tú, Señor Dios mío, que el hombre crieste,

informa y ayuda a mí el tu arcipreste,

que pueda hacer un Libro de buen amor aqueste,

que los cuerpos alegre, y a las almas preste.

La mezcla de registros –elevado y bajo– permiten al autor hacer uso de un lenguaje con
cierta ‘naturalidad’, tomada de las manifestaciones de literatura oral, y, al mismo tiempo,
cumplir con su misión moralizante. Si creemos cuando dice: «Non tengades que es libro
neçio de devaneo,/ […] ca segund buen dinero yase en vil correo,/ ansí en feo libro está
saber non feo.»2 (16), entonces llegaremos a la conclusión de que el estilo popular está
subordinado a la intención aleccionadora del texto. Es, pues, el Libro un ejemplo de la
literatura medicinal típicamente medieval: el carácter juglaresco de la obra permite abarcar
un público mayor; son más a los que les es comunicada la invitación a curarse: ‘hay que
enfrentar y combatir los males del alma, estas son las reglas para vivir en armonía con Dios.
El último mandamiento de la doctrina, promulgado por Cristo en su venida, es el de vivir
conforme al (buen) amor’. Sin embargo, una vez abandonado el prólogo, parece que el
arcipreste, si no cae por entero en «necio devaneo», presta una atención mal proporcionada
al verso de Horacio: «Une a tu prudencia un grano de locura.»3

2
Las negrillas son mías.
3
Horacio, Od., IV, 12, 27. En Ensayos de Montaigne.
Juan Ruiz, en su fingida autobiografía, recorre y conoce el mundo, lo profano,
incitado por el «loco amor», pero el transcurso de sus andadas lo encamina hacia el «buen
amor», para su encuentro y reconciliación con Dios. Entre ello, distintas mujeres –dueñas,
panaderas, moras, alcahuetas, viudas, monjas, adulteras– atraviesan la obra; la anotación
regular de las comentadoras4 del Libro es que ellas (las mujeres que aparecen en el poema)
son tentaciones, o para decirlo de otra manera: todas las mujeres en la obra, en armonía con
el imaginario cristiano, están prefiguradas en el arquetipo de Eva. Mujer, tentación, pecado;
elementos de una ecuación repetida de manera constante. En mi interpretación esto no es
necesariamente así. Citaré un fragmento, en el que según me parece, el autor se distancia de
la retórica por defecto misógina –propia de la época, en particular:

Mucho sería villano y torpe [pajes],

si de la mujer noble dijese cosa rehez;

ca en mujer lozana, hermosa y cortés

todo bien del mundo y todo placer es.

Si Dios, cuando formó al hombre, entendiera

que era mala cosa la mujer, no la diera

al hombre por compañera, ni del no la hiciera;

si para bien no fuera, tan noble no saliera. (108, 109)

Como señala Lida de Makiel en su edición crítica: «Juan Ruiz, lejos de guardar rencor a la
“dueña” esquiva, aduce contra la diatriba misógina, género predilecto de la clerecía
medieval»5. Y no digo que el Libro esté despojado a cabalidad de dicha tendencia retórica,
sin embargo, similar al antisemitismo en El Mercader de Venecia de Shakespeare, no es
una tara histórica de la que la conciencia autorial participe de manera decididamente activa.

¿Por qué hago tanto énfasis en esto? Porque mi hipótesis es que la tentación, la búsqueda
del pecado, no responde a ningún estimulo externo sino al ánimo interior del
autor/protagonista. Surge de la visión erotizada del mundo por parte de un hombre que está

4
Teresa Miaja de la Peña, Vicente Reynal, entre otras.
5
Pp. 41. Juan Ruiz: selección del "Libro de Buen Amor". Maria Rosa Lida.
a medio camino entre ser un libertino o un solitario (asceta). Respecto esta ambigüedad en
el fenómeno erótico, dice Octavio Paz en La llama doble: «erotismo: es represión y es
licencia, sublimación y perversión.»

Si en Cantico espiritual lo mundano y lo elevado, lo sensual y lo divino no ocurren como


interferencias de lo uno en lo otro, como confusiones indeseadas, sino que son dos aguas
que confluyen en el mismo lugar (haciéndose indistinguibles); en el Libro de buen amor la
forma es una pero los elementos de distinta índole no se mezclan, los muchos versos (en su
mayoría dedicados a las obras del «loco amor») son: «árboles con ajena corteza» (1291).
Un árbol necesita crear materia muerta, madera, para cumplir su cometido como ser vivo:
persistir en la vida. Mismamente, para decir del «buen amor», el camino del arcipreste no
podría haberse desarrollado lejos del pecado. Aunque sus andanzas tampoco debían
condenarlo, o entonces, el final del poema sería, en lugar del vínculo religioso, el fondo de
una trayectoria de caída. El erotismo regula entre dos extremos: la perversión y la
sublimación del alma.

II. Límites, asimetría y conocimiento

Debido a la inestabilidad de la ‘naturaleza humana’, una relación de fuerzas que se


aproxime a un justo medio es difícil de lograr. Imposible de manera constate, exenta de
cambio. Alcanzar un equilibrio, momentáneo y contingente, requiere, como en la
administración de justicia, sucesivos incrementos en el peso sobre los platos de un lado y
otro en una misma balanza. Según esta mala imagen mental, para conseguir estabilizar un
bien –justicia, conocimiento, instrucción moral– se requiere de continuos desajustes:
asimetría.

Desde el destierro de Adán y Eva, su descendencia ha alternado entre el gozo y el


sufrimiento, potencia y contención, ignorancia y conocimiento. La tradición judeocristiana
está elaborada en base a la relación entre supuestos contrarios. El bien no podría haber sido
conocido nunca si no fuese por el pecado original, raíz de todo mal. Entonces, así como en
la Ilíada la venganza es prototipo de justicia, en el Libro –y tal vez en extenso a toda obra
creada en los límites del pensamiento cristiano– el pecado es, pues, prototipo de todo
método epistemológico. La transgresión de la ley crea un símbolo antes inexistente; es el
camino al hallazgo, posibilita el develamiento de una verdad.

El Libro de buen amor posee diferentes sentidos porque su interpretación depende


de cómo se balancean –en qué orden, con qué tempo y magnitud–, para el lector, los
diferentes elementos, las distintas fuerzas que se mueven en el cuerpo del texto. Mas que en
estrofas al inicio y cierre de la obra, el autor no hace comentarios graves, que pongan
mayor peso en esta o aquella manera de leer y entender el texto. Incluso en la estrofa 70
compara al Libro con música, favoreciendo la ambigüedad:

De todos instrumentos yo, libro, so pariente;

bien o mal cuan puntares, tal te dirá çiertamente:

cual tú dezir quisieres, y faz punto y tente;

si me puntar sopieres, siempre me avrás en miente.

La manera de modular un texto, que involucra respiración y latidos, en tanto


manifestaciones del ritmo primero en un cuerpo, es dejada al arbitrio del lector. El sentido
de un poema se desprende del lenguaje –que es sonido y a la vez articulación de ideas– con
el que está construido. Pero pensemos en términos de música: cuando la ignoramos, nos
molesta. Cuando la escuchamos, la encontramos fascinante y nos arroja un montón de
sentido.6 Con el propósito moralizante que se supone tiene el Libro: ¿cómo permitir que un
lector, con sus intermitencias de atención, haga frente al retrato de las acciones viciosas del
arcipreste, y aún salga instruido moralmente de manera correcta?

La moral no es prescriptiva sino explicativa (¿o especulativa?): la imaginación moral es una


indagación respecto a la estrecha relación entre acto y pensamiento. Por esto es que, por
encima del discurso situado del tratado o el ensayo filosófico, la cualidad dramática de la
ficción se ha prestado para gestar los grandes hitos del pensamiento moral. (Tomar Medea
y Macbeth, como ejemplo, juzgo que es suficiente para eludir cualquier argumentación al
6
Esto es una paráfrasis realizada por Carlos Mario Aguirre a John Cage en Silence.
respecto.) Para defender la dignidad de aleccionador moral del arcipreste se me ocurre citar
a Montaigne:

«resulta difícil imaginar que se conozca el vicio sin odiarlo. La malicia absorbe lo más
de su propio veneno y se emponzoña con él. El vicio deja –como una ulcera una cicatriz
en la carne– un arrepentimiento en el alma, la cual siempre anda revolviéndoselo y
ensangrentándose. La razón borra las demás tristezas y dolores, pero engendra el
arrepentimiento, que es tanto más grave cuanto que nace en nuestro interior, de igual
modo que el frío y calor de las fiebres son más punzantes que los que proceden de afuera.» 7

Sin embargo, cuando Montaigne imagina difícil que a pesar de conocer el vicio se pueda no
odiarlo, y más (aunque no lo diga) practicarlo con gusto, parece que está siendo demasiado
ingenuo. Incluso para el mismo arcipreste. Así recuerdo un pasaje en el que el protagonista
cuenta a doña Venus ha sido herido: está enamorado de doña Endrina. A propósito de la
relación vicio-cicatriz en Montaigne, antes de revelar el nombre de la amada el arcipreste
dice: «El fuego más fuerte queja ascondido, encubierto,/ que no cuando se derrama
esparcido y descubierto;/ pues éste es camino más seguro y más cierto,/ en vuestras manos
pongo el mi corazón abierto.» (595) El autor muestra algo así como placer en llevar su
herida y exhibirla, pero no solo con esta ocurre, pues también con otras más, ocasionadas
por vicios relacionados a su naturaleza lujuriosa. Pero esto lo trataré brevemente en el
siguiente acápite.

III. Accidente y domesticación

El cristianismo es una religión marcadamente ascética (¿debería ser así?), sin


embargo, figura y de manera preeminente la unión entre sexualidad y lo sagrado. Cristo,
figura central de la religión, es el hombre más apasionado que existió, al menos en su
mitología. Las interpretaciones dominantes dentro de la ortodoxia, tanto en la Edad Media
como hoy, han negado ese aspecto suyo. Por esa razón, el arcipreste debe recurrir a la
mitología pagana en busca de un símbolo para representar las llamas concéntricas, a saber,
sexo, erotismo y amor.8Este símbolo es Venus.

7
Pp. 685. «Del arrepentimiento». En Ensayos de Montaigne.
8
Todo el párrafo está influido por Octavio Paz. No en un fragmento específico. (Aclaro para evitar un plagio
involuntario).
Juan Ruiz dice que cree haber nacido bajo el signo de Venus, que obliga a su ánimo a
tender al amor y la lujuria (152-153). Antes ha comparado a Dios con un rey; creador de
«natura y accidente» (140).

Cierto es que el rey en su reino ha poder

de dar fueros y leyes, y derechos hacer;

desto manda hacer libros, y cuadernos componer,

para quien hace el yerro qué pena debe haber. (142)

………………………..

Y así como por fuero había de morir,

el hacedor del fuero no lo quiere consentir,

dispensa contra el fuero y déjalo vivir:

quien puede hacer leyes, puede contra ellas ir. (145)9

El autor con estos versos plantea una confusión entre el Destino de los paganos, la
Providencia de cristianos y el Accidente de la modernidad (aunque inicia con los
renacentistas, véase Shakespeare). Si no los confunde, los pone a coexistir en el Libro. (En
algún momento, en el planteamiento de este escrito, pensé abrir un diálogo con el
pensamiento geometrizante de Tomás de Aquino [capítulo XXV de la Summa];
afortunadamente comprendí que no puedo decir nada respecto al problema del libre
albedrío).

Según Paz, en una más de sus múltiples definiciones fragmentarias de lo erótico, el


erotismo es «domesticación humana del sexo animal». El ser humano en su historia ha
domesticado diferentes especies, de animales y plantas a especímenes de los otros reinos de
la biología, por no decir (sin exactitud) todo lo ‘natural’ con lo que ha entrado en contacto.
No obstante, la domesticación más importante del animal humano ha sido la suya propia.
Dios, lenguaje, justicia, ley, etc. han sido instrumentos para su domesticación: hacerse a sí

9
Las negrillas son mías.
mismo apto para habitar la casa y lo relativo a ella: la vida común (su hábitat de artificio; el
artificio es, para sonar efectista, la naturaleza del humano).

La tendencia al pecado –al cuerpo, lo mundano, la sensualidad– es domesticada, pero esta


domesticación inicia en la mirada erotizada del autor/narrador. La agudeza de los sentidos
propicia su capacidad para percibir, primero los estímulos del plano terrenal, subido en la
ola del «loco amor». Todo aquello ha sido solo apariencia. Al concluir las aventuras del
arcipreste, el narrador se sale de personaje (del intradiegético) y, del mismo modo en que
rindió tributos a Venus y don Amor, escribe loores y canticos a la Virgen («comienzo y fin
del bien» [1626]). Aunque no es clara la progresividad, pues no hay un cambio en el
personaje del arcipreste, solo un abandono, en virtud del «buen amor».

Bibliografía

Lida de Malkiel, M. and Ruiz, J., 1973. Juan Ruiz: selección del "Libro de Buen Amor".
Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires.

Paz, O., 1993. La llama doble. Seix Barral. «Los reinos de Pan.»

Montaigne, M. Ensayos. Del arrepentimiento.

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