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Universidad Nacional de Colombia

Facultad de Ciencias Humanas


Departamento de Literatura
Literatura medieval castellana 2021-1
Luis Fernando Sarmiento
III 
En los dos textos trabajados en clase, el de Francisco Rico y el de Alberto Montaner, estos
dos autores señalan que el Cantar de Mio Cid representa lo que ellos llaman un «espíritu
de frontera» o, aún mejor, una «épica de frontera». Exponga —con diversos ejemplos— en
qué sentido este espíritu de frontera puede explicar —conformando una totalidad— los dos
casos de honor que debe solucionar o resolver el Campeador —y que terminan siendo las
dos líneas argumentales esenciales del Cantar—. Tengan en cuenta para ello, conceptos
como la «épica del exterior», la del «interior» y la «épica de cruzada».
El Cantar abre con el destierro del Cid de las tierras de Castilla, dominio de Alfonso VI; a
partir de allí, inicia la ruta del campeador, que lo tendrá en constante contacto, si no
inmerso, con el mundo árabe de la Península Ibérica. Sin embargo, como apunta Montaner
en la página 105 de «El poema épico», es compleja la relación del poema con los conceptos
«épica del interior» y «del exterior». Aun más complejo que explicar las dinámicas entre
cristianos y musulmanes a través del llamado «espíritu de frontera» (¿el involucramiento
íntimo es signo de la complejidad?): el intercambio no es siempre hostil, pasa incluso por la
simpatía –no sólo superficial–, debido al mutuo reconocimiento y respeto de las costumbres
del otro.

La relación sincrética entre las culturas, europea y árabe, a raíz de la presencia prolongada
de estos últimos en el territorio de los primeros, especialmente en lo que después sería
España, es bastante problemática. Antes de la influencia de la escatología islámica en la
Comedia de Dante o la simbología musulmana en San Juan de la Cruz, y más aún, de los
jugueteos barrocos de Cervantes en su Don Quijote1; encontramos trazas del solapamiento
de los dos mundos en el Cantar de Mio Cid. Es que, aunque sea una obviedad, el héroe de
este cantar de gesta, a pesar de ser cristiano, tiene una dignidad o epíteto proveniente de
oriente medio: Cid. Y no es la única característica, cargada de sentido, que podemos
destacar en la obra (otro ejemplo es: el uso de la barba; el significado con que Díaz de
Vivar la conserva y deja crecer en medio de los enfrentamientos del «Cantar segundo» [vv.
1240-1242]).

Antes de cualquier intento por criticar la conceptualización de Rico y Montaner, por demás
útil para entender un texto de difícil acceso como lo es el Cantar (aunque sea por la
distancia lingüística), es mejor, y propio de este parcial, adentrarse en el poema con ayuda
de ambos teóricos. Dicho lo anterior, continuo. Los versos que mayor curiosidad me causan
del «Cantar primero» están relacionados con religión. Según Montaner, en la épica de
frontera puede advertirse «una visión del enemigo que no es extremada ni radicalmente
excluyente», sin embargo, está oposición débil resulta excesiva al considerar fragmentos
como los siguientes:

1
en Belleem apareçist como fue tu voluntad,
pastores te glotificaron, ovieron [t]e a laudare,
tres reyes de Arabia te vinieron adorar (vv. 334-336)
………………………..
Los moros llaman Mafomat e los cristianos Sancti Yagu[e]. (vv. 730)
Ambas citas proponen que tanto musulmanes como cristianos comparten, ya no sólo
geografía (como puro fenómeno físico), sino que las narraciones míticas de ambas
religiones están en igual condición respecto a la verdad. Al menos es considerado tan
verdadero el nombre que se da a Dios en uno y otro rito; es uno el nombrado, no dos
diferentes. Además, en los versos 334-336, se establece un vínculo –grato a la voluntad
divina– entre el nacimiento de Cristo, el origen del cristianismo, y la visita de tres reyes
árabes. Alguien podría decir que los versos nada más reproducen parte del relato canónico
sobre el nacimiento de Jesús, no obstante, atribuir gratuidad a partes de un texto es
despreciar la potencia de cualquier lectura. La contraposición entre la visita de los reyes de
Arabia y la invasión árabe insinúa cierta benevolencia, o en el peor de los casos,
resignación, puesto que, si los tres reyes habían llegado al pesebre como parte del plan
divino, la conquista de los musulmanes no era más que otra manifestación de la voluntad de
Dios.

Podría parecer, en este punto, que he escrito demasiado sin recordar la pregunta a contestar.
Sin embargo, los dos arcos argumentales, que van del deshonor a la honra recuperada, están
dentro de la lógica que quise hacer explícita en la exposición anterior.

El primero empieza con el destierro, consecuencia de la ira regia, y termina con el perdón al
Cid. La sentencia de destierro es impersonal, corresponde al orden jurídico: el sujeto que la
dicta, el rey, no aparece. Por el contrario, Alfonso VI dicta de su propia voz la sentencia
que pone fin a las medidas legales contra el campeador: «Aquí vos perdono e dovos mi
amor» (vv. 2034), dice. Va de la injerencia de lo público –medida legal de Alfonso VI– 2 a
la afectación privada –lágrimas del Cid–; y desenlaza en el contacto personal entre el rey y
el campeador, con el que el dignatario le restituye bienes y derechos.

2
El segundo arco tiene una suerte de efecto espejo respecto al primero: a través del rey, los
infantes de Carrión piden la mano de las hijas de Doña Ximena y el Cid (vv. 2075-2076).
Concluye con la anulación de este primer matrimonio, que el campeador aceptó sin estar de
acuerdo, y un nuevo matrimonio para ellas, con nobles de más alto grado, de Navarra y
Aragón (vv. 3722-3725). En este caso el movimiento es de lo personal –la petición del rey–
a lo impersonal y público –pues el Cid no se hace responsable de entregar a sus hijas, y el
matrimonio supone una relación económica y legal–; se resuelve en sentido opuesto:
disolución de vínculo matrimonial y establecimiento de uno nuevo, y la mención de la
muerte del campeador en el día de cuaresma

No basta el «espíritu de frontera» para explicar la lógica con que se desenvuelve la


narración. Cuando la doctrina religiosa es otra, y el desarrollo de la acción es adverso a los
intereses de Díaz de Vivar, él acepta resignado, pues todo ello es parte del plan divino. A
los enemigos, moros o cristianos, los considera con piedad; hasta el ímpetu de venganza,
contra los infantes de Carrión, persevera apenas lo justo. La pretensión universalista del
cristianismo es consciente que la alteridad es una contingencia necesaria para que lo que
debe ser sea.

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