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Nosotros también secuestramos a Helena

-A mi ilustre padre, el marxista epicúreo y aristocrático Humberto. Te amo.

I.

(“Dormir, dormir, morir... tal vez soñar”)

Existo, luego pienso. Soy, soy, todo el tiempo decido por ser. No me maté hoy al despertar. Ni
ayer. Escribo estas palabras en lugar de matarme ahora, elijo ver el atardecer, elijo descansar
en un sillón, elijo ver a mi padre a los ojos y sonreír, elijo. Al mismo tiempo existe París, y es
una ciudad que, para sus vicios y virtudes, carga una historia que le da su posibilidad de ser, de
existir, y que no sólo le da su posibilidad de ser y existir, sino que le da su posibilidad de ser y
existir así. Si me veo desde la perspectiva del libre albedrío es absolutamente arbitrario,
contingente que yo sea así, y que París entero se levante mañana a existir; mucho más que
mantenga algo así como una inercia diaria, predecible, decible antes de que suceda y con una
garantía bastante confiable (¿confiable?). Nada es necesario, nada es de un modo que le sea
trascendentalmente existente y, por tanto, evidente; nada tiene un fondo fijo y decible que le dé
su ser de ese modo y no de otro posible. Sin embargo esto que nos es absolutamente real,
esto que nos pervive así, no siempre fue así, no siempre los seres fueron la contingencia
fatalista que hoy somos. Esto es algo que se está dando desde la época moderna y sobre todo
desde la tardomoderna. Pero esta occidentalidad, este ser así, tan sinsentido, que cargamos
(“Sísifo, ¿me recuerdas?”), tiene mucho que ver con una historia que nos produce. Este modo
de entender nuestra necesidad entre tanta fatalidad que llamamos “historia” es una forma
particular en que nosotros entendemos, construimos y creamos la realidad. Nosotros tú y yo.
Nosotros capitalistas (estemos afiliados al partido que estemos afiliados, aquí un video en el
que se profundiza en esa idea https://www.youtube.com/watch?v=eaisC-KghDQ&t=8833s),
nosotros occidentales. Un día existieron “otros”, se llamaron hindús, babilonios, aztecas, se
llamaron de muchas formas y como los homínidos antes de nosotros (supuestos sapiens), los
fuimos extinguiendo uno a uno de las más distintas formas, entre protocolos y monedas o al filo
de los campos de concentración; porque estamos hablando no de pueblos que sobrevivan con
esos nombres, no de identidades que sobrevivan con esos nombres, sino de formas de
realidad que se alejen de la construcción fenomenológica que tenemos nosotros (nuestra
manera de ver racional, individualista y política-económicamente el mundo). Sin embargo
existieron... un día existieron, por ejemplo, los griegos. Y en esos griegos previos a occidente
un día existió un hombre llamado Homero. Platón cita al poeta ciego como modelo de la verdad
en más de una ocasión; los romanos y sus Virgilios se inclinaban ante su genio; incluso Borges
lo asume como un dios entre los hombres (o un inmortal al menos). Para los antiguos, él fue un
sabio, σοφός, y no cualquiera, sino uno de los 7 grandes σοφός que se erigieron como la base
intelectual, espiritual, política y arquetípica del conjunto de pueblos que sobreviven con el
nombre de Grecia. Homero, el cantor, Homero el hombre, Homero el arquetipo del sabio-ciego:
quién es privado del color del mundo como un regalo de los dioses para trascender todos los
espejismos, las apariencias, y así poder sentir, poder ver, poder “narrarnos” lo que de verdad
es y nos sostiene: ese principio, ἀρχή, que da origen y sentido debajo de todas las apariencias.
La sabiduría de Homero sin embargo no nos llega sólo de nombre, sino también de obra; y
entre los grandes milagros de la historia, está el que tenemos entre nuestras manos, a pesar de
guerras, incendios, caprichos y un poco de todo, dos de sus grandes obras: la Ilíada, y la
Odisea.

Sin embargo, ¿realmente “existió” un Homero?, ¿fueron uno o varios?, ¿fue autor de la Ilíada y
la Odisea?, ¿escribió otros “libros”?, ¿qué significa ser “autor” de esos libros (o lo que sean)?

Es decir, ¿quién?, es decir ¿cómo? y las insondables resonancias que se pudieran derivar de
ahí.

Sí, es cierto, sin embargo esas preguntas son realmente imposibles de responder por completo
por limitaciones de las más diversas. La principal es que para hacerlo tendríamos que
trascender nuestra condición de occidentales y de modernos para ver el mundo con unos ojos
otros que prácticamente nada tienen que ver con los nuestros (por más que se mantengan los
cascarones de las palabras); ese mundo donde los dioses, los héroes y las ninfas no eran
figuras poéticas sino seres de la realidad como un todo en el que se participa (o en el que
“siempre se está jugando”, como diría Marzoa). Es decir existentes, reales,
fenomenológicamente una experiencia de vida particular que significaba que no eran meras
abstracciones, meras esculturas, meras palabras vacías en textos eruditos. Eran su realidad,
su contexto, su alma vibrante y viva de una cierta forma y no otra (pues también esas
traducciones que se hacen de ver directamente en Dionisio a Xochipilli, serían reducciones
burdas).

Aunque, si bien es cierto esto último, uno podría asumir esas preguntas, y por ende
responderlas, sin traicionar la condición que, por ejemplo, los griegos tendrían de alteridad en
su sentido radical (de otredad que nos es inaccesible): esto sería asumir en ellas, en esas y
otras preguntas posibles, un “juego” que jugamos tan en serio que hallamos el sentido de
nuestra vida, de nuestra biografía, de nuestra historia y sus consecuencias, jugadas ahí. Es
decir, sería asumir una lectura que trate de profundizar lo más posible en la obra sin pretender
decir la última palabra sobre ella, o generar algún conocimiento absolutamente objetivo. Sería,
sobre todo, afirmar por las distintas vías estéticas y abstractas de construcción y
deconstrucción de la realidad, una relación que nos dé sentido, que nos dote de sentido, es
decir, de una experiencia que nos sea “más” trascendental (ideal) con esa realidad como un
todo (y sus partes). Eso es a lo que nos referimos con “juego”, y jugar sería destilar el sentido
más profundo que la obra, la circunstancia o el personaje en cuestión puede darnos; jugar en
serio quiere decir que nuestro sentido, nuestra forma de ser, de vivir y de pensar se con-juga
radicalmente en ese acercamiento, en ese encuentro, en esa mirada.

Una hermenéutica así, asumiría que los griegos son un puente para un mundo otro en el que el
sentido estaba pleno, es decir, en el que cada cosa, cada circunstancia estaba plagada de un
significado que la rebasaba y la conectaba desde su esencia con un todo: “Todo de todo está
lleno de Dioses” diría Tales de Mileto. Desde esa perspectiva habría que asumir que lo que
importa no es la corrección “perfecta” en la elección y uso de las fuentes (por ejemplo), o el
lugar desde donde se haga la investigación en cualquiera de sus niveles, sino principalmente
una empatía intelectual y emocional radical que pretenda habitar el mundo desde la perspectiva
de un griego y transmitirla a otros. Ello, ver el mundo, sentir el mundo, imaginar y soñar el
mundo como lo hiciera un supuesto Homero nos es absolutamente imposible. Pero asumiendo
esa distancia uno puede buscar reducirla (como un ideal regulador) a través de dos estrategias
de estudio/lectura:

a) Buscar información correctamente depurada, organizada, sintetizada para poder


reproducir a partir de ella la materialidad intelectual y material de la vida de esa Grecia
antigua.

b) Asumir que nosotros somos griegos, utilizando esa información como un modo de
construir esa experiencia otra desde el puente de nuestra propia subjetividad, de
nuestra propia vida.

II.

No fue, nunca fue culpa de Paris, de Alejandro, ni de nadie. No existía la culpa, aquel trágico
mandato tirano que algún Dios soberbio habrá de mandar sobre los hombres (o algún hombre
enmascarado de Dios que habrá de quemar al mundo; “¿volviste?”). No existía el libre albedrío.
Todo lo que damos por dado aquí y ahora para nosotros, todos en el mundo, es que no nos
llamamos ni Paris ni Alejandro, que no somos griegos, que nadie en este mundo es griego, que
no bebimos a sorbos el mundo en los cantos de algún Homero. No. No lo somos. Nunca lo
fuimos. Nunca lo hemos sido. ¿Podríamos querer ser otra cosa? No, no, no podríamos. O sí, es
más, podemos. Aquí, en el mundo de la contingencia, en nuestro mundo, en el pinche mundo
éste nos es dado pensar en el poder o no poder de las cosas: pude haber sido un médico, pude
haber muerto, podría pagar una prostituta y darme un tiro después (depende de mi nivel de
sadismo o masoquismo). Puedo, podemos, pudiera; pero si del otro nunca tengo certeza, si del
otro no sé nada ni puedo saber nada: entonces puedo, sólo puedo, posibilidad, posibilidad
(“¿qué es eso?”). Yo no pude, yo, ¿pude haber sido yo Paris? No. Nunca.

Paris no, Paris nunca tuvo elección. No existió nunca otro Paris “posible”. A diferencia de como
podríamos pensarlo nosotros modernos, cuando un haeda “cantaba” las épicas de Ulises, de
Aquiles o de Alejandro, lo que hacía no era un “acto de videncia”. Es decir, no es que él pudiera
tener una especie de “acceso” a la información de primera mano. Sino que lo que sucedía es
que su voz provenía de las Musas (μοῦσαι), esas diosas únicas que inspiran a los dioses y a
los humanos para hacerlos cantar, bailar, decir la memoria del todo, su madre, Mnemosine
(Μνημοσύνη): una diosa fascinante, fundamental, y curiosamente muda. Pero ese ser muda no
es baladí, pues es muda como parte de su perfección; como titánide ella encarna una memoria
que es perfecta, que sabe el todo, que recuerda el todo hacia enfrente (futuro) o el todo hacia
atrás (pasado) como una misma lógica, movimiento (Φύσις) que recorre todo, a todos, vivos y
muertos, dioses y mendigos, todos sin excepción. No, no existen los dioses omnipotentes en el
panteón griego, sin embargo algunos cuantos tienen la cualidad de ser omnipresentes: Ananké,
Cronos, Afrodita, Mnemosine. Y Mnemosine es omnipresente como una memoria, como una
capacidad del todo para entenderse a sí mismo de forma muda, pero que gana su expresión,
su posibilidad de decir (que no escuchar, porque sorda será siempre) su saber a través del
darle ser a otros seres que “llenen” ese vacío: las Musas. Los dioses no nacen por voluntad,
por calentura, por hybris, sino por necesidad; y una necesidad lógica, racional, destinada,
mitológica, es decir, escrita en el lenguaje del ser, del tiempo verdadero. Si habría que buscar
un ser que rige Grecia no sería Zeus, hijo del hijo del rey de todos, sino que tendría que ser
(como bien dice Roberto Calasso) Ananke (Ἀνάγκη) -algo así como la necesidad-. Pues es la
necesidad la que rige a todas las criaturas, a todas las cosas, a todos los dioses, diosas y los
seres en sus infinitas historias e infinitas relaciones (que nunca van a terminar de contarse). Lo
que el haeda canta, inspirado por las Musas, es esta memoria del todo, que es el ser de
Ananke desarrollándose, desenvolviéndose (como una serpiente que va desenredándose en un
movimiento eterno, fractal) en su physis, en su movimiento, en su naturaleza y acciones
concretas. Lo que dice el haeda es verdad en sentido fuerte, es aletheia (αλήθεια), es un
develar del ser verdadero que rige el todo: un regir al que hasta Zeus se le postra, se le rinde,
(ni siquiera soñaría con la posibilidad de ser libre de ella).

Y es que el mito no es historia ni es profecía, no se mueve en el burdo tiempo cronológico de


pasado, presente y futuro, el mito es una cierta eternidad en espiral, permanente, que crea
ciclos que se repiten: Cronos mató a Urano, Zeus mató a Cronos, (¿Urano mató al Caos? “No,
lo mató el sexo, la penetración, la carne”). Son destinos que uno no escoge sino que “le tocan”
desde recién nacido: y ese tejido inquebrantable, perfecto, consecuente es la línea genealógica
que me da mi estirpe, pero que al mismo tiempo explica mi carácter, explica mis historias,
explica mi destino en todas sus facetas.

“Ser o no... ¡ser!


(...)
¡Sólo esto es lo que le infunde vida a la desgracia!
pues ¿quién soportaría el azote implacable del tiempo,
la injusticia del opresor,
el desdén del hombre orgulloso,
la amargura del amor desperdiciado,
el atraso de la ley,
la insolencia del poder o
los desdenes que la prudente virtud recibe del indigno,
pudiendo por sí mismo volver a la quietud
con la afilada punta de un acero?”.

(Shakespeare, soliloquio de Hamlet)

A diferencia de Hamlet, Paris (Πάρις), Alejandro (Αλέξανδρος), príncipe de Ilión (Ίλιον), no


podía elegir su destino; no existía una nada debajo, desde la cual asir el sueño en el que
estamos vivos. Hamlet es un individuo, alguien que actúa porque puede y podría no actuar así,
por ello la tragedia que sufre no es modelo de nada, no se sigue nada de ella, no hay ahí nada
que decir sino “tragedia”, es decir, “desgracia”, es decir: Hamlet es un desgraciado. Y él
responde desde su albedrío a ese dilema, y desde esa libertad que tiene, vive la extenuante
labor de vencer a la nada. Como bien nos dice Kierkegaard, Hamlet se tiene que arrojar a la
nada y es ahí donde la verdad lo cuestiona, y le dice: ¿ser o no ser?, y le dice “ser es la
cuestión”; es decir, “cómo”, el cómo que implica un qué sobre la vida, sobre la existencia, sobre
la libertad, sobre el individuo, sobre los otros, sobre el ser, es la verdadera cuestión que se
pone en cuestión.

Paris no tuvo elección, nunca la tuvo. No tenía arbítrio, no tenía desgracia, tenía Moira, destino.

Las Moiras, sean hijas de Zeus, de Temis o de Ananké en cualquier combinación, revelan
cualidades sumamente primordiales que tienen en cuanto deidades. Pues cada dios, como
decimos, se explica por la combinación de significados simbólicos que cada uno de sus
predecesores y de sus linajes representa.

En los griegos las deidades equivalen a estados muy primordiales de la existencia. Nosotros
modernos identificamos ciertos estados como fenomenológicos, climáticos, astrales,
psicológicos, morales, sociales, etc. A todas estas dimensiones juntas los griegos denominan
sintéticamente “lo divino”, y esa dimensión esencial, primordial, mitológica de la realidad (en un
tiempo sin tiempo que es todos los tiempos) es la que cada dios o diosa, de una forma singular,
única, irrepetible, representa; y que se acentúa en la descripción mitológica de cada uno: que
son todas las historias o decires de ese dios, desde sus acontecimientos hasta sus formas de
verse o actuar, pues todo está escrito en un lenguaje absolutamente simbólico, por tanto
plurisignificante e íntimamente relacionado.

Los dioses masculinos en los griegos suelen representar principios que actúan, que hacen, que
cortan, que dan, que quitan, es decir, principios de poder: para dar o quitar, para ser o provocar
el no ser. Las diosas femeninas suelen representar principios de ser: cómo se relaciona, se ve,
se entiende, se protege, se abraza, se cultiva, se educa, se moraliza (divide en míos y
enemigos).

Las Moiras, femeninas, al ser hijas de tan primordiales entidades, sea el dios-Padre, sea la
Justicia primordial, o sea la Necesidad absoluta, son, por esta misma posibilidad,
simbólicamente, una presencia de un destino que se entiende desde el entramado que implica
la visión griega de una forma muy radical. El destino es algo que está marcado en nosotros
desde lo más original de nuestro origen, desde lo más radical de nuestra verdad, desde la
necesidad más grande que nos dio nuestro ser; con eso sobre todo tiene que ver la moira de
cada uno.

Y si ello es así, ¿qué elección habría?, ¿qué pudo haber hecho Paris que no hiciera a través de
sus mitológicos actos, de sus aladas palabras, de sus vencidos días? Nada.
Y esto es porque Paris fue todo lo que pudo haber sido, lo que fue y lo que iba a ser desde su
origen. Paris como ser mitológico es parte de ese nivel de las esencias, y él expresa una
esencia radical que a través de sus mitos da forma a todo un entendimiento del ser.

Paris somos todos. Paris es el más humano de los héroes, de los dioses, de los seres.

Paris nos muestra que nosotros no somos sino la consecuencia de un destino que se nos
escapa radicalmente de las manos, pero que lo experimentamos como un permanente
perseguir la belleza, el gozo, el amor, la plenitud de algo que nunca terminamos de ser, de un
estado al que nunca terminamos de llegar, pero al que siempre vamos (“maldita desgracia,
malditas peripecias”).

Paris, a través de la historia, ha sido permanentemente enjuiciado por su juicio, por su elección,
por escoger a Afrodita por encima de Hera o de Athena; por escoger la lujuria, la belleza, el
gozo, el bienestar por encima de cualquier otro valor, de la familia, de la justicia, de la
sabiduría, del poder. Paris eligió al gratuito erotismo antes que cualquier valor trascendente,
colectivo: eligió sentir antes que ser materialmente. Pero, ¿ello realmente fue una elección?”.

“Afrodita Urania bebe el estiércol de mi sangre, Afrodita Urania enséñame a decir mi nombre”.

Por una parte, Paris no eligió nacer y no eligió nacer como nació. Él cargaba desde sí, por
múltiples predicciones de su familia, el destino de traer desgracia a Troya, pero la misma Troya
nació de la desgracia cayendo del cielo. Troya, como espacio geográfico, como pueblo, como
historia, es una desgracia siempre esperando acontecer, una traición esperando acontecer. Los
antepasados de Paris engañaron a Apolo y Poseidón después de que les construyeron sus
muros y no les pagaron lo que les habían prometido. Los antepasados de Paris también
engañaron a Hércules y no le pagaron aquello que le habían prometido por su ilustre labor para
con la ciudad. Asimismo, Paris no hizo sino seguir su destino familiar, su destino troyano, al
raptar a la hija de Némesis y Zeus, al raptar a la desgracia misma en forma de mujer, que no
podía, no para un griego, sino ser la mujer más bella de todas (maldita y trágica belleza que le
da sentido a la vida). Pero eso que movía a Paris a raptar a Helena era su sangre troyana
latiendo, eso que lleva a Paris a raptar a Helena es la diosa Afrodita susurrando a su oído y
cegando su voluntad; pero no sólo eso, sino que Paris, en su misma naturaleza, carga el ser “el
hombre más bello de todos” y uno no puede sino reconocer en el otro lo que proyecta en él
desde sí mismo; así como Odiseo tiene en Penélope la contracara de su propio destino (la
prudencia, la astucia, la argucia), Paris tiene en Helena la contracara de su propio destino: la
belleza y la desgracia escondida detrás de ella, en su linaje.

Dice Calasso que la misma Afrodita (Urania) no es sino la cara placentera, la cara viva de la
necesidad misma, Ananké. Ambas se seducen la una a la otra como dos fuerzas que mueven
el mundo, siendo en el fondo una sola (¿la pulsión erótica y tanática de Freud?).

Si eso fuera así, ¿quién no elegiría a Afrodita viéndola desnuda a la hora de la verdad? La
belleza, sin duda es lo más bello. No hay mentira, hay una pura y consecuente necesidad.
Lo que Paris eligió en ese juicio fue a Ananké misma: su sangre desgraciada troyana, su
belleza proyectada en la belleza, su propia historia trazando el camino que lo retornaría a casa
y lo haría pasar de ser un pastor a ser un príncipe, héroe y villano para todos los tiempos (el
desgraciado Paris, que secuestro a la “perra” Helena).

Pero mucho más radical que ello es el hecho de que Afrodita es la encarnación de Ananké en
su sentido más vivo. Nacida de los testículos de Urano disueltos en el mar de los orígenes,
Afrodita es la fuerza, el impulso a existir que nos atraviesa todo el tiempo. Afrodita es lo que
nos hace despertar, soñar, dormir, matar, morir, ir, venir, volver o nunca dejar de venirse.
Afrodita es el deseo detrás de todos los deseos, es la belleza, el brillo que se esconde detrás
de las cosas y al que vamos como polillas buscando el sol en una lámpara de aceite.

Cuando las diosas se desnudaron no había elección posible: todos en verdad hubiéramos
elegido a Afrodita. Pero la hubiéramos elegido como la elegimos todo el tiempo. ¿Quién
preferiría ser el rey más poderoso que ha existido si al mismo tiempo se le garantizara que la
vida será un aburrimiento absoluto y prolongado (a la Calígula de Camus)? ¿Quién preferiría
ser el hombre más habilidoso que ha existido si eso implica también darse asco a sí mismo
frente al espejo (como Garrick el payaso)? ¿Quién no elegiría vivir la plenitud del instante hasta
el fondo, si este fuera verdadero, incluso si nos trae garantizada la desgracia detrás?
(Kierkegaard sonríe).

Paris no eligió, nunca eligió, no pudo elegir. Paris no eligió los premios de las diosas, pues los
premios no eran promesas para con-vencer sino la explicitación misma de su naturaleza. Ser el
protegido de Athena te da su fuerza y su sabiduría (como a Odiseo), ser el protegido de Hera te
garantiza el gobierno del mundo conocido y por conocer. Mientras que ser el protegido de
Afrodita lo que te garantiza es vivir rodeado de la belleza más profunda y más trascendental
que jamás ha existido.

No, no nos engañemos, todos, absolutamente todos somos Paris. No buscamos el poder, no
buscamos el reino, no buscamos la gracia, buscamos la felicidad, la emoción, el sentido.

Y es esa radical necesidad que se esconde detrás de los ojos del ser amado, es esa necesidad
que nos lleva constantemente a la desgracia al dejar la zona de confort, que nos lleva a la
desgracia de salir de nuestros pueblos, de dedicarnos a lo que no es seguro con tal de sentir
algo de emoción, algo de sentido, lo que nos muestra (como Freud entendió) es que todos,
absolutamente todos somos Paris.

¿Y Troya? Troya también somos todos. Y Aquiles… y Agamenón… y Héctor.

Los héroes no son sino los distintos rostros que muestran la radical posibilidad de existir hasta
el extremo. Pero si bien somos Odiseo, y Hércules y Orestes. Pero si bien cargamos a Zeus, a
Athena, a Apolo en todas nuestras decisiones, sobre todo, todos somos Paris y todos,
absolutamente todos, buscamos a Afrodita entre los brillos del mundo:
“HELENA:
Jamás estuve en Troya, sólo un fantasma estuvo.

MENSAJERO:
¿Cómo?
¿Batallamos allí por sólo un suspiro?”

(Eurípides, Ελένη, Helena)

La Necesidad nos envuelve en su lecho de rosas y nosotros a eso le llamamos “razón”. La


única hipocresía es no aceptar que nosotros también secuestramos a Helena, y en ello no hay
justicia alguna, sino necesidad pura (y tal vez alguno que otro espíritu, alguno que otro suspiro).

(“No puedo respirar, me ahogo”.


“Abre los ojos”.
“No quiero”.
“Abre los ojos”.

“Me vi otra vez, naciendo”)

(“Dormir, dormir, morir... tal vez soñar”).

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