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INTRODUCCIÓN
El destino domina sobre los dioses y sobre
nosotros.
Eurípides

Érase una vez un joven que vivía en Isfahan y que se dedicaba a ser-
vir a un rico mercader. Una mañana, muy temprano, el joven cabalgó
hasta el mercado, y en su galope tintineaban en el cofre las monedas
con las que debía comprar carne, frutas y vino, pero al llegar a la plaza
del mercado vio a la Muerte haciéndole una señal como si quisiera ha-
blarle. Aterrorizado dio la vuelta a su caballo y salió huyendo, tomando
el camino hacia Samara. Al anochecer, exhausto y sucio, llegó a una po-
sada y con el dinero del mercader pagó una habitación y se desplomó
sobre la cama fatigado y al mismo tiempo aliviado porque creía haber
engañado a la Muerte. A media noche golpearon la puerta de la habita-
ción y ahí estaba la Muerte, sonriendo afablemente. «¿Cómo es que es-
tás aquí?», preguntó el joven, pálido y tembloroso: «Esta mañana te he
visto en la plaza del mercado de Isfahan». Y la Muerte replicó: «Porque
he ido a buscarte, como está escrito. Al verte esta mañana en la plaza
del mercado de Isfahan he intentado decirte que tenía una cita contigo
esta noche en Samara pero no has querido hablarme y te has marchado
corriendo».
Este es un breve y bello cuento popular, y podemos ver muchos te-
mas en él. Sin embargo, a pesar de su aparente sencillez, encierra una
enseñanza sobre el destino: su irrevocabilidad y, paradójicamente, su
dependencia de la voluntad del hombre para disfrutarlo. Un cuento así,
por ser paradójico, invita a todo tipo de especulación filosófica y metafí-
sica, de tal manera que la gente sensible no se ocupe de sí misma. Por
ejemplo: Si el muchacho hubiera permanecido en Isfahan y hubiera ha-
blado con la Muerte, ¿habría muerto en Samara? ¿Qué hubiera sucedido
si tomaba otro camino? ¿Podría haber tomado otro camino? De no ser
así, ¿qué poder, interno o externo, le conducía a la cita? ¿Qué hubiera
sucedido si, como en el caso del caballero de El Séptimo Sello, de Berg-
mann, hubiera desafiado a la Muerte? En definitiva se trata del extraño
rompecabezas que Oriente ha considerado con sutileza y Occidente ha
reducido a una dicotomía, a una elección entre blanco o negro: ¿Estamos
predestinados o somos libres?
En el ilustrado siglo XX la palabra destino resulta ofensiva para mu-
chas personas. La muerte ha sido desgajada de su unidad original con el
destino y ha sido transformada en una entidad clínica más que en un fe-
nómeno metafísico. Pero esto no ha sido siempre así. Los griegos llama-
ban Moira al destino, y desde tiempos inmemoriales era un daimon de
condena y de muerte, un gran poder más viejo que el más viejo de los
dioses. La filosofía griega tiene mucho que decir sobre el destino, y en

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su momento lo veremos. Hoy en día mencionar al destino parece impli-
car una pérdida de control, una sensación de desamparo, de impotencia
y humillación. Cuando Cromwell dijo en su Parlamento que no hablaría
del destino expresaba un sentimiento que ha impregnado nuestra pers-
pectiva religiosa y social desde hace tiempo. La historia de la filosofía
está basada en el profundo tema del destino del hombre y de su liber-
tad, pero los modernos filósofos, como Bertrand Russell, ven al «fatalis-
mo» y a sus inevitables vástagos -las mancias o artes adivinatorias-
como un tipo de errores creados por Pitágoras y Platón basándose en el
pensamiento puramente racional, una mancha que desfiguró las otras
brillantes producciones de la mentalidad clásica griega. Dondequiera
que nos encontremos con el destino también está implicada la astrolo-
gía, ya que el concepto de Moira emerge de la visión de un cosmos orde-
nado e interconectado, y la astrología, en particular, está reñida con la
moderna escuela filosófica encarnada por Russell. Como dice el profesor
Gilbert Murray, «la Astrología llegó a la mentalidad helenística de la mis-
ma manera que una nueva enfermedad llega a un remoto pueblo de una
isla». En su Historia de la Filosofía Occidental Russell cita este párrafo y
lo precede diciendo:
«Gran parte de los mejores filósofos han creído en la astrología.
Esto implica la creencia en un futuro predecible, en la necesidad del
destino.»'
Con el tema del destino la teología cristiana se encuentra ante un gra-
ve problema. El negativo de Moira, Heimarmene, como ha sido llamada
en los primeros textos astrológicos, fue un tema popular cristiano duran-
te varios siglos, y no se requiere una mente muy brillante para sospe-
char que el rechazo posterior que tuvo lugar descansa sobre un sustrato
algo más sutil que el simple argumento de que el destino es pagano.
Aunque los cristianos medievales, de Boecio a Dante, conocían la tradi-
ción pagana de la diosa del destino tan bien como la omnipotencia de la
Santísima Trinidad, la Reforma introdujo la convicción de que la sola idea
de tal figura era un insulto para la soberanía de Dios. En ocasiones Dios
concede una gracia que anula la influencia de los cielos, decía Calvino,
esperanzadamente, y la experiencia de la conversión suele suponer una
renovación de la persona. Del mismo modo que la Reforma eliminó el
«culto» a María también eliminó otros numinosos poderes femeninos del
cosmos. Como presagiaba Cromwell, desde el siglo xvil no hemos vuelto
a hablar de destino.
El argumento teológico que reemplaza a la antigua diosa y que aún si-
gue usándose hoy en día es la doctrina de la Divina Providencia. Cual-
quier oscuro discípulo de Calvino respondería rápidamente si calificára-
mos con el nombre de destino a su creencia en la salvación predestinada
de los elegidos. Los más científicos se inclinan a usar el término de «ley
natural» pero lo irónico es que Moira, tal como emergió en el pensamien-
to de Anaximandro y de la más «científica» escuela jónica de filosofía

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griega, por quienes Russell siente predilección antes que por los crédu-
los y místicos platonistas, no es ni más ni menos que la ley natural ele-
vada al status de deidad.
«Moira, en realidad, era un poder moral, pero nadie puede preten-
der que era exclusivamente benevolente o que tenía el menor res-
peto por los intereses estrechos o por los deseos de la humanidad.
Además, y este es el punto más importante, no tiene nada que ver
con previsiones, objetivos o proyectos. Todo eso pertenece al hom-
bre y a los asuntos humanos. Moira es una fuerza ciega y automáti-
ca que deja a sus subordinados jugar libremente siempre que éstos
no se muevan de su esfera de competencia pero que reacciona con
furia en el momento en que se cruzan sus fronteras... Es una repre-
sentación que afirma una verdad sobre el ordenamiento de la Natu-
raleza, y esta afirmación no añade nada nuevo más que incidir en
que ese ordenamiento es necesario y justo.»

Anaximandro y sus seguidores se imaginaban al universo dividido de


acuerdo a un esquema general de provincias o de esferas de poder. La
misma palabra Moira significa «parte» o «porción». El universo era origi-
nalmente una masa primaria e indiferenciada y, cuando los cuatro ele-
mentos entraron en juego, no recibieron su parte de dioses personifica-
dos sino del movimiento eterno del cosmos, no menos divino. Sin embar-
go, hoy en día no interpretamos una ley natural como numen, y cuando
consideramos otros aspectos de las leyes naturales, como la herencia o
la filogénesis de la enfermedad, por ejemplo, estamos poco dispuestos a
aceptar que estos procesos tengan algo que ver con el destino.
En algunos círculos empieza a ser aceptable hablar de karma, al tiem-
po que se evita la palabra destino. Karma parece ser un término más
aceptable, implica un encadenamiento de causas y efectos que concede
cierta importancia a las decisiones individuales realizadas en una deter-
minada encarnación. Por su parte, la concepción popular del término
destino parece estar vinculada con el azar y para ella el individuo no po-
see ninguna libertad de acción. Sin embargo esta no fue siempre la con-
cepción filosófica del destino, ni siquiera a los ojos de los estoicos que,
como su nombre indica, eran sumamente estoicos con respecto a la falta
de libertad del cosmos. El estoicismo, la más fatalista de las filosofías,
reconocía al destino como una causa y un efecto capital, afirmaba que
los humanos somos generalmente demasiado ciegos y estúpidos como
para ver los resultados implícitos de nuestras acciones. De acuerdo con
la fórmula india el hombre siembra su semilla, pero luego no presta
atención al crecimiento de la planta; cuando ésta germine y madure,
cada individuo deberá comer los frutos de su propio campo. Esta es la
ley del karma, no muy diferente de Heimarmene, elocuentemente des-
crita por el profesor Murray:

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«Según el adecuado símil de Zeno (fundador del estoicismo), Hei-
marmene es como un fino hilo que discurre a través de la totalidad
de la existencia -debemos recordar que el mundo era, para los es-
toicos, algo vivo- como el hilo de vida invisible que, a través de la
herencia, pasa de una generación de especies vivas a otra y que
mantiene vivo al individuo, generando siempre el movimiento tanto
de lo infinitesimal como de lo infinito... Algo muy difícil de distinguir
de la Pronoia o Providencia, la labor divina y, en realidad, la verda-
dera esencia de Dios.»

No sólo es difícil distinguir destino de Providencia sino que también es


igualmente difícil diferenciarlo de karma y de ley natural. Esta situación
es muy parecida a aquella otra en la que se utilizan los términos «copu-
lación», «fornicación» y «coito» para evitar decir lo-que-ya-sabemos.
La psicología ha descubierto otros términos más atractivos para ha-
bérselas con los resultados del destino y habla de predisposición heredi-
taria, de patrones de condicionamiento, de complejos y de arquetipos.
Se trata de conceptos útiles que voy a utilizar en este libro, y no cabe la
menor duda de que son más apropiados para el siglo XX. Es muy proba-
ble que a lo largo de tres o cuatro milenios, nuestro punto de vista sobre
el destino haya evolucionado partiendo de una diosa personificada hasta
llegar a ser una propiedad de psiquismo inconsciente. Sin embargo no
deja de sorprenderme una y otra vez la repugnancia que parecen sentir
los profesionales de la ayuda cuando se menciona el término destino sin
ningún tipo de aderezo, en particular los psiquiatras, quienes creo que
deberían ser capaces de relacionarlo con su pronóstico de esquizofrenia
incurable apoyado en el argumento de que es hereditario. No es sorpren-
dente pues que el moderno astrólogo, que debe habérselas con el desti-
no cada vez que estudia un horóscopo, se encuentre incómodo e intente
formularlo de otro modo, y que hable con elegante ambigüedad de po-
tenciales, proyectos y matrices o que busque refugio en el viejo argu-
mento neoplatónico de que si bien el destino puede estar representado
por los planetas y los signos, el espíritu del hombre es libre y puede ele-
gir libremente. Margaret Hone es un ejemplo típico de esta actitud:
«La sincronización con un patrón planetario parece negar completa-
mente la libre voluntad... En la medida en que un hombre se identi-
fique a sí mismo con su yo físico y con el mundo físico que le rodea
forma parte indisoluble de él y está sujeto a sus patrones de cam-
bio determinados por los planetas en sus órbitas. Sólo a través del
reconocimiento de algo que siente como superior a él puede sinto-
nizar con lo que está más allá del patrón terrestre. De este modo,
aunque el hombre no pueda escapar de los acontecimientos terres-
tres, asumiendo la doctrina de la "aceptación" libre y voluntaria, el
hombre puede "querer" que su yo real esté libre de reacción.»

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Por otra parte, Jeff Mayo pertenece a la escuela que adopta el punto de
vista de la «matriz».

«Usted puede pensar que si el futuro puede ser predicho no


existe el libre albedrío y estamos inmersos en un destino irre-
vocable del que no podemos escapar. El astrólogo no puede pre-
decir todo acontecimiento... Un aspecto astrológico del futuro
puede tener que ver con una amplia variedad de posibilidades,
la mayor parte de las cuales dependen de la "libertad de elec-
ción" del individuo en concreto, aunque el aspecto prediga la
tendencia actual de las circunstancias o la naturaleza de la reac-
ción individual a la situación.»5
Estas dos voces son características de las reacciones actuales de la
astrología ante el problema del destino: o bien el destino es simplemen-
te una tendencia, un conjunto de posibilidades más que algo definido, o
es algo definido pero sólo se aplica a la naturaleza corporal o «inferior»
del hombre, y no contamina a su espíritu. La primera es una aproxima-
ción pragmática, la otra es una aproximación mística cuyo rastro nos lle-
varía hasta Platón. Ambos puntos de vista, sin embargo, pueden ser dis-
cutidos. Según mi experiencia parece que algunos acontecimientos muy
específicos de la vida son fatalmente inevitables y difícilmente pueden
ser calificados de tendencia y ser atribuidos a una elección activa del in-
dividuo; algunos de los casos presentados en este libro son dolorosa-
mente ilustrativos al respecto. Por otra parte, parece que la vida interna
del hombre -el espíritu del que habla Margaret Hone- está tan teñida por
el destino como su vida externa, bajo la forma de complejos inconscien-
tes que determinan incluso la naturaleza del Dios al que adoran y que
deciden sus elecciones más poderosamente que cualquier acto de voli-
ción consciente. De hecho, la confluencia de complejos internos y de cir-
cunstancias externas nos sugiere que la división entre «lo físico» y «lo
espiritual» que realiza Hone es arbitraria. No pretendo tener la respuesta
a este dilema ni tampoco sugiero que estos dos distinguidos y experi-
mentados autores estén «equivocados»; sin embargo, tengo la sensa-
ción de que en ambos casos algo se está evitando.
Destino significa: está escrito. Pensar en algo inmodificable escrito por
una mano invisible es un pensamiento aterrorizador. No sólo implica im-
potencia sino también la oscura maquinaria de una gran Rueda imperso-
nal o de un Dios ambiguo que tiene menos en cuenta de lo que quisiéra-
mos nuestras esperanzas, sueños, amores, méritos o incluso nuestros
pecados. ¿Qué valor pueden tener los esfuerzos individuales, los comba-
tes morales, los humildes actos de amor y de valentía, las luchas por el
perfeccionamiento de uno mismo, de la familia o del mundo si todo va a
terminar con el cumplimiento de lo que ya ha sido escrito? Durante los
dos últimos siglos nos hemos estado alimentando de un pábulo muy
cuestionable de autodeterminación racional, y una visión del destino
como la que acabamos de ofrecer amenaza con abocar a una desespera-

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ción real o a una aberración caótica al desplomarse la columna vertebral
de la moral y la ética del hombre. Igualmente difícil es asumir una apro-
ximación más mística al destino, ya que al escindir la unidad de cuerpo y
espíritu para buscar refugio ante la severidad del destino, el individuo
crea una disociación artificial en su propia ley natural y puede invocar en
el mundo exterior lo que evita en el interior.
Para la mentalidad griega, y también para la renacentista, el destino
no suponía la destrucción de la moralidad y del espíritu humano. Si aca-
so era al revés. El primer poeta religioso griego, Hesíodo, decía simple-
mente que el curso de la Naturaleza se ocupa de lo correcto y de lo erró-
neo, y ello implica que existe una conexión definida y simpática entre la
conducta humana y las leyes ordenadas de la Naturaleza. Cuando se ha
cometido un pecado, como por ejemplo el incesto inconsciente de Edipo,
toda la Naturaleza está envenenada por la ofensa a Moira y ésta se des-
quita con una catástrofe inmediata que cae sobre la cabeza del ofensor.
Para Hesíodo el destino es el guardián de la justicia y de la ley más que
una fuerza predeterminada azarosa que dicta cualquier acción del hom-
bre. Este guardián ha fijado los límites del orden elemental original en el
que cada hombre, por ser una parte de la Naturaleza, debe vivir e impo-
ne el castigo a cualquier transgresión. La muerte, al ser la afirmación fi-
nal de Moira, la «porción» o límite circunscrito más allá del cual los mor-
tales no pueden ir no es una indignidad, sino una necesidad de origen di-
vino.
Parece que desde la Reforma hemos perdido este contacto con la Na-
turaleza y con la ley natural, hemos olvidado lo que sabíamos sobre el
significado del destino, de modo que las vicisitudes de la vida, incluida la
muerte, son para nosotros, los occidentales, una ofensa y una humilla-
ción. Cuando un anciano muere ya no hablamos de «causas naturales»
ni de muerte debida a la edad sino que expendemos un certificado de
defunción en el que escribimos: «fallo cardiorrespiratorio», como si cre-
yéramos que en el caso de que ese problema no hubiera tenido lugar no
moriríamos nunca. Sin embargo, aunque nos burlemos de él, no hemos
perdido el miedo al destino; si así fuera, nuestro ilustrado contemporá-
neo estaría más allá de este concepto «pagano» y no leería subrepticia-
mente la columna astrológica de los periódicos ni experimentaría ridículo
cada vez que escuchara a los portavoces el destino ni estaría tan fasci-
nado por las profecías. Continuamente están saliendo nuevas ediciones
de las Centurias de Nostradamus, aquellas extrañas visiones sobre el fu-
turo del mundo, y de cada nueva traducción se edita un número astronó-
mico de ejemplares. Cuando el miedo o el ridículo no se asumen, se disi-
mulan con un desprecio agresivo y con el severo intento de denigrar o
desaprobar lo que uno teme. Todo quiromántico, astrólogo, lector de car-
tas y clarividente se ha encontrado con este peculiar, pero inconfundi-
ble, ataque furioso del «escéptico». Y lo mismo ocurre, lamentablemen-
te, dentro del campo de la astrología. Los contornos de este aspecto
pueden vislumbrarse en aquellos astrólogos más decididamente «cientí-

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ficos» que intentan validar sus estudios con la sola ayuda de un aluvión
de estadísticas, ignorando o negándose a reconocer aquellos misterios
que eluden sus computaciones, suplicando sin la mejor vergüenza el re-
conocimiento de su ciencia (en el caso de que lo sea) a la obstinada co-
munidad científica, haciendo apología de que solamente ellos pueden
ser llamados astrólogos y reemplazando el término astrología por traba-
lenguas como «cosmobiología», en la expectativa de que eso les dará
mayor respetabilidad. Con esta observación no estoy menospreciando la
investigación que puede aportarnos mayor claridad y verdad sino que
estoy llamando la atención sobre una actitud que me parece una sobre-
compensación fanática. La comunidad de los modernos practicantes de
la astrología parece tan avergonzada de lo que hace que comercia con el
destino.
La astrología, junto al Tarot, la quiromancia y quizás también el I
Ching, que recientemente se ha introducido con fuerza en Occidente,
son los modernos portadores del antiguo y honorable papel que ocupa-
ban los profetas. Desde tiempo inmemorial ha sido el, arte de interpretar
las intenciones ambiguas y nebulosas de los dioses, hoy diríamos las in-
tenciones ambiguas y nebulosas del inconsciente, y está dirigida hacia el
objetivo de aprehender kairos, el «momento correcto». A propósito de
este punto Jung utilizaba el término sincronicidad en un intento de echar
luz sobre el misterio de las coincidencias significativas, tanto si se trata
de la coincidencia de un acontecimiento externo aparentemente alejado
de un sueño o de un estado interno como si se trata de la coincidencia
entre un evento y el patrón que ofrecen las cartas, los planetas o las mo-
nedas. Sea cual fuere el lenguaje que utilicemos, psicológico o mítico,
religioso o «científico», el núcleo esencial de la adivinación radica en el
esfuerzo por leer lo que está siendo, o ha sido, escrito, tanto si expresa-
mos este misterio utilizando el concepto psicológico de sineronicidad
como si lo hacemos usando la creencia, mucho más antigua, en el desti-
no. Para el lego sin iniciar que no tiene experiencia en estos temas, de
gran sutileza a muchos niveles, el conocimiento de Moira está limitado a
las predicciones de los periódicos sobre los signos solares y a las visitas
ocasionales a una divertida anciana que vive en Neasden con setenta
gatos y que habla realmente de un modo exacto sobre la operación de
su madre. De este modo nuestras expresiones occidentales típicamente
concretas sobre el destino se manifiestan en todo su esplendor esquizoi-
de. O bien creemos sinceramente que la próxima semana vamos a tener
una suerte inesperada, vamos a encontrar un nuevo amante, el correo
nos traerá malas noticias o, y en ocasiones ambas cosas suceden al mis-
mo tiempo, nos burlamos cruelmente de un amigo que es tan estúpido,
ignorante y crédulo como para pensar que este tipo de monsergas ridí-
culas puede ayudarle. Desde un punto de vista concreto, la afirmación
de Novalis de que destino y alma son dos nombres para el mismo princi-
pio es, por supuesto, incomprensible. También el astrólogo, aunque él
debería saberlo mejor que nadie, puede realizar este tipo de pronósticos

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concretos, y no sólo con respecto a un nuevo amante o a las malas noti-
cias que nos trae el correo, pareciera que para muchos astrólogos los
signos zodiacales y los aspectos planetarios se refirieron exclusivamente
a la conducta literalmente entendida, sin alcanzar a comprender al «es-
píritu interno» del que hablaba Novalis.
No pretendo convencer al lego de la verdad que encierran las artes
mánticas o el destino. Mi trabajo va dirigido al practicante de astrología.
No estoy de acuerdo con la visión del horóscopo como
«tendencias» ni con la aproximación neoplatónica de que «el destino
afecta al cuerpo pero no al alma», el primer punto de vista evita el tema
de los misteriosos eventos significativos que provoca el desarrollo indivi-
dual y el segundo elimina la responsabilidad individual. Por lo que he ob-
servado en mis analizados y en mis clientes astrológicos existe algo -le
llamemos destino, Providencia, ley natural, karma o inconsciente- que
toma represalias cuando se transgreden sus límites o cuando no es res-
petado del modo adecuado, algo que parece poseer una suerte de «co-
nocimiento absoluto» no sólo de lo que el individuo necesita sino tam-
bién de lo que necesitará en su desarrollo vital. Este algo parece dispo-
ner las cosas del modo más particular y asombroso, reuniendo a una
persona con otra, o con una situación externa precisamente en el mo-
mento adecuado, y parece actuar tanto en el interior como en el exterior
del hombre. Es algo que parece ser psíquico y físico, personal y colecti-
vo, «lo más alto» y «lo más bajo», y tanto puede presentarse bajo la
máscara de Mefistófeles como hacerlo disfrazado de Dios. No pretendo
saber de qué se trata pero sin el menor asomo de vergüenza le voy a lla-
mar destino. Si comprendemos mejor este punto podremos asistir mejor
a nuestros clientes y a nosotros mismos.
El propósito de este libro, como las Parcas griegas, es triple. En primer
lugar afrontar y cuestionar, con cierto detalle, el tema del destino. En
esta investigación no he logrado hallar una respuesta a la pregunta fun-
damental de si estamos predestinados o somos libres. Cuando me en-
frento a tal pregunta me inclino a responder en voz baja que ambas co-
sas son ciertas. No sé lo que es el destino ni metafísica ni teológicamen-
te, la filosofía y la teología se ocupan de este problema de un modo más
erudito del que yo soy capaz. Tampoco estoy en condiciones de recusar
la opinión de Apuleyo de Madaura cuando afirma la existencia de un
destino dual, como energía y como sustancia, o a Crisipo cuando dice
que todos nuestros pensamientos están determinados. A lo largo de los
siglos ha habido muchos intentos de definir al destino y a las conclusio-
nes a las que se ha llegado difieren entre sí. No sé si es posible modificar
al destino o si el destino se modifica a sí mismo, ni tampoco sé lo que
significa «modificar», y tengo serias dudas sobre lo que se «transforma»
durante procesos como la psicoterapia, por ejemplo.
No sé si hay personas a quienes el destino afecta más que a otras, aun-
que externamente pareciera ser así. En todo caso mi intención, más que
buscar una respuesta ambigua, es formular una pregunta que abre nue-

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vas perspectivas. Preguntarnos seriamente por las consecuencias pro-
fundas de la libertad o de la falta de libertad del hombre tiende a produ-
cir una incómoda ambivalencia. Parece más prudente no hacerse tal tipo
de preguntas sino ignorarlas o burlarse de ellas, ya que en el mismo
acto de formular la pregunta es como si uno eliminara la película que
nos protege de un dilema humano profundo y misterioso y de una fuente
de sufrimiento. Una vez hecho consciente el dilema, si la pregunta no es
contestada inmediatamente uno permanece suspendido entre los opues-
tos, como si estuviera colgado de una cruz. Trasladado a términos huma-
nos este problema se convierte en una pregunta engañosa: ¿Uno debe
intentar reprimir o controlar los impulsos y deseos que emerjan con fuer-
za de su psiquismo, o acaso debe llevarlos a cabo por el hecho de que
están predestinados? ¿Existe una tercera posibilidad que suponga simul-
táneamente la inevitabilidad de la experiencia y al mismo tiempo una
prueba de las elecciones morales realizadas por el hombre? Como sabe
cualquier psicoterapeuta, esta no es una pregunta fácil, ya que en oca-
siones un individuo no puede ayudarse a sí mismo y en otras sí, y en
ocasiones un individuo no debe ayudarse a si mismo y en otras sí. Este
dilema real impregna la historia de la traición y crucifixión de Jesucristo.
Tal incertidumbre puede profundizar y enriquecer pero también puede
ser paralizadora. Además la profundización y la ampliación no son para
todo el mundo; de ser así, como colectivo, no hubiéramos evitado de un
modo tan obvio la pregunta. Tanto si sostenemos un punto de vista mo-
ral como amoral sobre el destino y la libertad, la incertidumbre nos ena-
jena. ¿Cuántos de nosotros estaríamos dispuestos, como Sócrates, a re-
conocer la raíz de toda sabiduría en el conocimiento de que no
sabemos?
El segundo objetivo del libro es intentar comprender el malestar y el
enfado que el tema del destino suele despertar entre mis compañeros,
los estudiantes y practicantes de astrología y entre mis colegas analis-
tas. Sólo hay una profesión moderna que ponga más a la defensiva ante
el tema del destino que la práctica astrológica, es la psicoterapia. La dis-
cusión entre los partidarios del punto de vista de la «matriz», y los parti-
darios del punto de vista de las «tendencias» es válida para aquellas
personas cuyas vidas no se han visto violentamente afectadas por el
destino: personas física y psíquicamente sanas que están en una «en-
crucijada» y que buscan una orientación vocacional, o simplemente que
están «buscando» o que quieren «aprender más sobre sí mismas». Sin
embargo estas no son las únicas personas que acuden a un consultorio
astrológico, y ante ellas nuestras conclusiones deben ser siempre agra-
dables y no suponer un desafío. Hay personas atormentadas por algún
daimon o compulsión interna que están sosteniendo continuamente una
lucha inútil contra lo que experimentan como su propio diablo, gente
que ha sido doblegada por experiencias infantiles que no eligió, que ha
sido quebrantada por alguna experiencia numinosa o transpersonal que
exigía el sacrificio de algo querido, que ha sido mutilada físicamente por

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un accidente, una enfermedad o un defecto congénito, que ha sufrido in-
justas pérdidas, inmerecidas separaciones o ha padecido horrores colec-
tivos, como la Alemania en guerra o la posguerra de Checoslovaquia o
del norte de Irlanda, que ha sido violada, robada, saqueada y utilizada,
que ha sufrido, sufre o sufrirá la locura de sus familiares que le han ele-
gido como paciente identificado o como chivo expiatorio, etc. Tampoco
el individuo dotado es libre de sufrimiento ya que la posesión de un de-
terminado talento o don, aunque lo llamemos «suerte» es también un
tipo de deformación que separa al individuo de la comunidad y lo man-
tiene en un aislamiento espiritual que también exige una respuesta de
algún tipo. No es fácil engañarse cuando tenemos en cuenta esta lista
de vicisitudes humanas aparentemente inmerecidas. En una ocasión es-
cuché, en un grupo de trabajo, a una mujer pagada de sí misma que de-
cía que la gente nunca da más de lo que puede cargar. Una breve visita
a un hospital o a un establecimiento psiquiátrico nos puede inducir a ha-
cer este tipo de afirmaciones disparatadas. No puedo hablar sin más so-
bre el karma, como hacen muchos astrólogos, y suponer que tiene que
ver con las encarnaciones pretéritas, cerrando los ojos y pensando en In-
glaterra, ni tampoco suponer que al individuo le ha sucedido lo que le ha
sucedido porque es más estúpido o culpable que la mayoría. Ho-
nestamente debo admitir lo que desconozco, y esta ignorancia es lo que
me compromete en el intento de comprender más profundamente la na-
turaleza del problema. Como a mucha gente, la presencia de un intenso
sufrimiento hace que me pregunte sobre el significado del mismo ya que
no creo que los caminos de la perversidad y de la catástrofe conduzcan
a los confortables y paternales brazos de un bondadoso Dios judeocris-
tiano que nos aceptará sin más ni tampoco creo que debamos acusar a
la sociedad como la causante de todo tipo de desdichas. Creo, más bien,
que todo apunta hacia el destino.
Creo que toda vocación o «llamada» genunina, tiene en sus proximi-
dades, de un modo oscuro y a menudo invisible, a un arquetipo o figura
mítica impulsora, a pesar de su inconsciencia, que es de algún modo el
símbolo del significado interno o «corrección» de esa vocación. Dicho de
otro modo, la imaginación humana formula espontáneamente estas figu-
ras como un modo de articular un misterio sagrado o numinoso sobre
una función vital particular que el intelecto no puede aprehender total-
mente. Jung pensaba que estas figuras eran imágenes arquetípicas, per-
cepciones de patrones humanos innatos o de procesos ordenados cuyo
origen sigue siendo un misterio y cuya experiencia va acompañada de
una sensación divina. Pensemos, por ejemplo, en el médico. Sabemos
perfectamente que no es infalible, que tiene la costumbre de no respon-
der a las llamadas telefónicas los fines de semana, que (en el caso de
que se dedique a la práctica privada) está sobrecargado de trabajo, que
también cae enfermo y que no puede curar lo incurable, y sin embargo,
cuando una enfermedad nos estremece, resuenan en nosotros los acor-
des no de ese doctor en particular, sino del Chamán, del sacerdote-cu-

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randero, del lisiado Esculapio, que recibió su sabiduría de los dioses, que
también es un dios y que está dispuesto a responder de un modo sagra-
do a los gritos desesperados del alma y del cuerpo. Jung y otros han su-
gerido que el Curandero es una figura interna que podemos encontrar en
los sueños y que encarna el profundo misterio del psiquismo y del cuer-
po de curarse a sí mismo. Sin embargo, cuando estamos enfermos no
pensamos en términos de figuras arquetípicas internas, sino que nos di-
rigimos hacia el teléfono y llamamos al doctor. En la consulta del médico
no solemos ver a un insensible playboy recién salido de la facultad de
Medicina, con un matrimonio desastroso que descuida a sus hijos y que
tiene innumerables problemas sexuales, financieros y emocionales, sino
a alguien brillante, poderoso, capaz de infundir esperanza aun en medio
de la desesperación y que nos invita a aceptar calmadamente incluso la
muerte inminente.
Los médicos más perceptivos saben de este Médico, y son conscientes
de que, en muchos casos, la curación depende de la imagen interna que
se constele ya que, de no ser así, a pesar de la destreza técnica y de los
conocimientos que posee el médico, el paciente no mejora. El Doctor In-
terno y el doctor externo trabajan mano a mano aunque frecuentemente
ni el doctor ni el paciente sean conscientes de ello. Si los pacientes no
tuvieran esta confianza divina o arquetípica en los médicos, es dudoso
que fueran a visitarles, excepto en el caso de alguna fractura de huesos
o en las contusiones menores de la vida contidiana. ¿Y qué sucede con
el médico? Por supuesto que si trabaja en América o abre consulta en
Marley Street para atender a clientes del Middle Eastern puede conse-
guir una excelente remuneración económica, alcanzar el status propio
de su profesión médica, una plaza en la comunidad y la sensación de es-
tar seguramente arropado por la «red» de sus colegas. Sin embargo, los
standards morales y técnicos de la profesión médica son elevados y no
es agradable tratar a diario con el tejido necrosado y con la muerte. Re-
cordemos la alocución que el príncipe de Gales dirigió a la British Medi-
cal Association, refiriéndose «al espíritu gastado de quien va... con su
alma enferma disfrazada con las dolencias del cuerpo». ¿Qué justifica-
ción puede ofrecer el médico a su propia alma, cuando finalmente debe
enfrentarse a ella, si en su genuina, pero siempre insuficiente dedicación
y deseo de ayudar no se ha deslizado con frecuencia Otro al que llama
compasión, integridad, servicio o necesidad de vivir una vida significati-
va?
La psicología analítica habla acertadamente del peligro que supone la
identificación con un arquetipo. A menos que se quiera correr el riesgo
de inflación o peor aún, de una psicosis potencial, hay que recordar que
el doctor no es el Doctor, ya que en otro caso la imagen divina confunde
la sensación consciente del ego de falibilidad y de limitación humana.
Cuando estas figuras arquetípicas se afrontan con conciencia y humildad
exigen una ofrenda por sus dones. Comer la carne de los dioses supone
dar algo a cambio y eso sólo pueden ofrecerlo quienes desempeñan vo-

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cacionalmente su profesión, no quienes están «trabajando». Creo que la
lógica interna del juramento médico hipocrático está basada en este
punto. Este acto de devolución a Dios, el reconocimiento de recibir algo
sagrado, diferencia a la vocación del trabajo, modifica el sentimiento
que el individuo tiene sobre su trabajo. La inquietud sentida en círculos
esotéricos por dar dinero a cambio de horóscopos o de «enseñanza espi-
ritual» es una intuición válida, si bien en ocasiones desproporcionada, de
que en algún lugar se le debe algo a Alguien. ¿Y cuál es la figura que
está tras el astrólogo sino el destino?

«La forma definida de nuestro destino, la línea que lo circunda,


la labor que nos han asignado los dioses y la parte de gloria
que nos conceden, los límites que no podemos rebasar. Moira
es todo eso.»6

Todo el conocimiento científico del mundo no puede modificar lo que


ha sido desde el comienzo, desde antes del más antiguo de los dioses.
También la ciencia es portadora de un sustrato mítico que ejerce un po-
der numinoso, de otro modo los astrólogos no estaríamos intimidados
ante ello ni la comunidad científica estaría tan dispuesta a expresarse
como si manifestara una verdad religiosa ante la cual cualquier duda
constituyera una herejía. Paradójicamente, el sustrato mítico de la as-
trología y de la ciencia están unidos en la misma figura.

«El sentimiento religioso genuino que encontramos en Homero tiene


menos que ver con los dioses del Olimpo que con aquellos seres
más difusos, como el Destino, o Necesidad, o Sino, de quienes de-
pende el mismo Zeus. El Destino ejerció una poderosa influencia so-
bre todo el pensamiento griego y es posible que fuera una de las
fuentes de la que la ciencia extrajera su creencia en la ley natural.»'

En realidad se trata del mismo sustrato mítico aunque oculto tras dife-
rentes ropajes. En ocasiones, los astrólogos que sólo pueden confiar en
estadísticas, además de ofrecer válidas contribuciones a la comprensión
racional de su estudio están cambiando los ropajes de la Vieja Prostituta
para mitigar su propia inseguridad. Afrontar el estudio de estas viejas
formas y al mismo tiempo mantener el conocimiento sobre el universo fí-
sico propio del siglo xx y sobre las enormes posibilidades que ha ofrecido
al ser humano es profundamente perturbador y constituye el verdadero
conflicto al que se enfrenta el moderno astrólogo cuando considera el
tema del destino, el ambivalente conflicto ante el que estamos todavía
con la pregunta de Parsifal en los labios. ¿A quién servimos en realidad,
al destino o a la libertad? Tanto el pasivo astrólogo fatalista como su
opuesto, el autosatisfecho racionalista, que no ve otra cosa que causas y
efectos y que intenta «dominar» la carta astral quizá estén olvidando el

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punto principal y, más tarde o más pronto, traicionarán a los dioses, al
cliente o a sí mismos.
El segundo objetivo de esta investigación es alcanzar una perspectiva
más clara de la figura con la que debemos tratar, la generadora de tal
ambivalencia, la forma antigua del destino de la que estamos enajena-
dos. Para conseguir este propósito resulta útil indagar el origen de las
imágenes e historias que el hombre ha pergeñado sobre el destino. Al
moderno astrólogo este punto le puede parecer irrelevante, pero los mi-
tos, como Jung puntualizó, son los patrones eternos del alma humana,
permanecen vivos en nuestros sueños, en nuestras fantasías, en nues-
tros amores y en nuestros odios, en la misma trama de nuestras vidas y
también en la consulta de los astrólogos más receptivos en las que el
practicante perceptivo al psiquismo invisible e inefable puede sentir las
formas vestidas blancas túnicas, de Cleto, la Hilandera, de Láquesis, la
que mide, y de Atropos, la que corta, flotando vagamente sobre la rueda
zodiacal.
El tercer propósito de este libro es, en cierto sentido, conjurar, invo-
car. Cualquier símbolo, astrológico o no, no puede ser aprehendido total-
mente por el intelecto. Hay otros caminos más sutiles por los que pode-
mos acercarnos al «mapa celeste», y mi intención es la de considerar al-
guno de los símbolos astrológicos no sólo de un modo conceptual sino
también, y eso quizás sea más importante, en el lenguaje en el que han
solido presentarse. Por consiguiente, aun a riesgo de frustrar al lector
más pragmático, vamos a mezclar las interpretaciones astrológicas con
cuentos de hadas, mitos, sueños y otras rarezas además de respetables
referencias a la filosofía y a la psicología. Es difícil resumir un signo o un
planeta con una palabra clave, y aún más difícil es considerarlo estadís-
ticamente. ¿Cómo pueden medirse las cosas cuando el destino entra en
la vida? Hemos incluido todo el material necesario como para ayudar a
fundamentar el vuelo de la fantasía y llegar a demostrar la acción del
destino en la vida del hombre moderno.
La palabra destino es tan líquida y evasiva como el amor. Para Platón
se trataba de la misma cosa y el término utilizado en noruego antiguo
para referirse al destino era el mismo término con el que nombraban a
los órganos sexuales. Novalis escribió que destino y alma son dos nom-
bres para el mismo principio. La vieja imagen del destino es la imagen
de una mujer. Comencemos por este punto.

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