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PRESENTACIÓN

Este libro posee un doble carácter, una doble personalidad. Por una par-
te, tiene vocación de manual universitario y, por ello, incluye capítulos que
sistematizan, ordenan y exponen con claridad los conocimientos sobre el
tema objeto de estudio. Por otra parte, del texto que tienen en sus manos ema-
na también un carácter ensayístico, exploratorio, indagador, por lo que, en al-
gunos apartados, se plantean interrogantes y se abordan cuestiones que no es-
tán -no pueden estarlo- cerradas. Mantener este difícil equilibrio ha sido
ardua tarea, por lo que ya de entrada solicitamos al lector su benevolencia e
indulgencia.
Nos hemos decidido a hacer frente a este reto porque, para los autores,
primaba el objetivo de acercarnos a un público amplio y variado. En efecto,
estas páginas pretenden llegar tanto al estudiante universitario de cualquier
disciplina del ámbito de las ciencias sociales y humanas (geografía, sociolo-
gía, economía, ciencias políticas, historia o antropología, entre otras), como
al ciudadano normal y corriente que se interesa por cómo se está transfor-
mando el mundo que tiene a su alrededor.
Porque, en última instancia, de eso se trata: de intentar comprender algo
mejor el mundo que nos rodea, mediante, en este caso, los instrumentos que
ofrece la geografía política contemporánea. Y ello implica hablar de globaliza-
ción, de la dialéctica local-global, de la formación de identidades colectivas, del
papel del estado-nación tradicional ante el creciente protagonismo de entida-
des supraestatales y subestatales. Implica también referirse a la nueva econo-
mía, a las nuevas tecnologías, al surgimiento de nuevos territorios y de nuevos
agentes sociales y políticos y, cómo no, al medio ambiente. Son muchos y muy
variados los temas aquí tratados, por lo que se ha hecho imprescindible un gran
esfuerzo de síntesis y de interrelación entre ellos. Somos conscientes de que
cada uno de estos aspectos merecería un libro por sí solo, lo que, obviamente,
escapa a nuestras posibilidades. Para que el lector pueda profundizar en aque-
llo que más le interese, se adjunta una bibliografía, que no pretende ser exhaus-
tiva, pero sí ilustrativa y orientativa. Se trata de una bibliografía seleccionada,
que incorpora estrictamente la manejada por los autores.
El primer capítulo es una introducción al libro. En él se exponen los con-
ceptos fundamentales de los que partimos (globalización, identidad, escala),
así como las perspectivas teóricas y metodológicas que nos inspiran: el pos-
modernismo y la geopolítica crítica. El posmodernismo es concebido aquí
como una metodología que intenta ofrecer una explicación teórica y práctica

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a la reestructuración contemporánea de la espacialidad capitalista. La pos-


modernidad expresaría este nuevo estadio social, cultural y económico propio
del denominado capitalismo tardío, en el que estamos plenamente inmersos.
La geopolítica crítica, por su parte, implica una perspectiva de análisis que
cuestiona los discursos geopolíticos institucionalizados y abre las puertas a
nuevos enfoques y representaciones de la dialéctica socioespacial.
El segundo capítulo resume la evolución de la geografía política y de la
geopolítica, en su vertiente disciplinar, a lo largo de todo el siglo XX, sin olvi-
dar algunos antecedentes previos. En él se presentan los diferentes paradig-
mas, conceptos y escuelas geopolíticas que constituyen el patrimonio de la
disciplina. Se pone un énfasis especial respecto a las escuelas alemana y an-
glosajona, sin olvidar otras aportaciones provenientes de Francia, Rusia, Ita-
lia, Latinoamérica y, por supuesto, España. En todas estas tradiciones se hace
evidente que el estado-nación ha sido, sin duda, la entidad geopolítica básica
de referencia hasta el presente. Esta constatación da pie, precisamente, al ter-
cer capítulo. En él se presentan los rasgos fundamentales del estado-nación
tradicional (sus funciones, su dimensión territorial, su centralidad a todos los
niveles), para entrar, a continuación, a exponer su propia reconstrucción en
el contexto geopolítico contemporáneo. Se procede, pues, a un análisis
crítico de dicha institución, describiendo los elementos que, efectivamente,
cuestionan su rol tradicional, pero sin olvidar aquellos que, a pesar de todo,
mantienen su vigencia. El estado experimenta, en efecto, una doble cesión de
soberanía (económica, política y cultural) hacia instancias superiores -orga-
nizaciones supraestatales y transnacionales- y hacia instancias inferiores
-ciudades y regiones-. Se argumentará que ello es debido a que el nuevo sis-
tema mundial otorga a los estados menor capacidad de intermediación que en
épocas anteriores, a pesar de que continúa siendo una institución imprescin-
dible, incluso para la materialización de la propia globalización. Finalmente,
se presentarán algunas de las formas mediante las cuales los estados intentan
retener o recuperar parte de sus viejas funciones.
El estado no desaparece, pero se transforma, y lo hace en el marco de un
contexto geopolítico cada vez más complejo (para algunos, caótico), en el que
los actores son muchos y diversos y en el que surgen nuevas regiones, nuevos
territorios, nuevas Terrae Incognitae, a imagen y semejanza de aquellos espa-
cios en blanco de los mapas medievales. La geopolítica contemporánea se
caracteriza por una compleja coexistencia de espacios absolutamente contro-
lados y de territorios planificados, al lado de nuevas tierras incógnitas que
funcionan con una lógica interna propia, al margen del sistema que los ha en-
gendrado. La guerrilla zapatista, los narcotraficantes colombianos, los seño-
res de la guerra somalíes, las tribus urbanas o las mafias rusas se nos aparecen
como nuevos agentes sociales creadores de nuevas regiones, con unos límites
imprecisos y cambiantes, difíciles de percibir y aún más de cartografiar, pero
enormemente atractivas desde un punto de vista intelectual. De todo ello ver-
sa el capítulo cuarto, en el que también, previamente a lo expuesto, se explici-
tan las teorías de sistema y de orden mundial que han intentado explicar la or-
ganización geopolítica del mundo hasta un presente en el que se cuestiona, in-
cluso, la propia idea de orden.

PRESENTACIÓN 9
Como resultado de una geopolítica caracterizada por su complejidad y
variedad de actores, de agentes y de escalas, aparece un escenario de múlti-
ples discursos geopolíticos (con sus correspondientes prácticas geopolíticas).
Algunos de estos discursos hunden sus raíces en el pasado. Otros, sin embar-
go, presentan un nuevo formato. Éste es el caso del discurso identitario, aquel
que vincula identidad, territorio y política. El retorno al lugar como reacción
a determinados procesos de globalización es, sin duda, un discurso geopolíti-
co de nuevo cuño (aunque, cuando este retorno al lugar se expresa a través de
la ideología nacionalista, entonces ya no lo es tanto). También es novedoso el
discurso geopolítico vinculado al medio ambiente, surgido a raíz de la recien-
te concienciación mundial por la problemática ambiental. En el último capí-
tulo del libro, el quinto, vamos a analizar ambos discursos, el identitario y el
ambientalista. No son los únicos, ni mucho menos, pero sí de los más signifi-
cativos. En él se dan algunas pistas de las vías por las cuales la disciplina in-
tenta reconstruir sus métodos de análisis ante una realidad geopolítica que
cuestiona anteriores perspectivas y que está en constante transformación.
El volumen termina con unas breves conclusiones, con la bibliografía utiliza-
da y con un índice analítico.
CAPÍTULO 1

I NTRODUCCIÓN: GLOBALIZACIÓN, IDENTIDAD Y ESCALA.


LA APORTACIÓN DEL POSMODERNISMO
Y DE LA GEOPOLÍTICA CRÍTICA

George Steiner, uno de los grandes de la crítica literaria contemporánea y


hombre sabio, escribió a inicios de los años setenta dos libros cuyos títulos pa-
recen pensados para describir el mundo contemporáneo: Nostalgia del absolu-
to y Después de Babel -publicados respectivamente en 1974 y 1975-. Veinti-
cinco años después, el absoluto ha desaparecido y la diversidad y la compleji-
dad se han apoderado de la realidad. El absoluto comprendía un mundo en el
que la brújula era un instrumento imprescindible y útil; los puntos cardinales
-norte, sur, este y oeste- tenían una significación suficiente -riqueza, po-
breza, comunismo, capitalismo- como para orientar en cualquier viaje geo-
político.
Hoy la brújula ha caído en desuso. La real está siendo sustituida por los
modernos GPS orientados por satélite y la metafórica ha estallado, incapaz de
referenciar un mundo cada vez más fragmentado a la vez que, paradójicamen-
te, progresivamente homogeneizado. Esta doble constatación no debe inter-
pretarse como una imposibilidad de entender el mundo contemporáneo y una
fatalidad que impide intentar mejorarlo. Al contrario, tal vez el futuro se ha
abierto y reflexionar en torno a él y participar de él, además de una obligación,
es un reto. Para ello hacen falta nuevos y renovados instrumentos, y otras mi-
radas. Ésta es la aportación que pretende ofrecer, desde la geografía, el pre-
sente texto.
Globalización, identidad y escala son conceptos fundamentales para in-
tentar comprender las dinámicas geopolíticas del mundo contemporáneo, ra-
zón por la cual los hemos escogido como ejes vertebradores de este libro. Al
hablar de globalización nos referimos específicamente a las peculiares rela-
ciones dialécticas que se establecen entre lo local y lo global, entre los espa-
cios más próximos al ciudadano (espacialmente definidos) y los más alejados
del mismo (aunque no por ello menos determinantes). Esta interesante rela-
ción entre ambos extremos y sus a menudo contradictorias relaciones no de-
ben dejar en segundo término la enorme variedad de espacios intermedios
que se hallan entre ambos polos, sino todo lo contrario. De hecho, de lo que se
trata es de analizar cómo la globalización está reestructurando estos espacios
intermedios. Sin duda, pocas veces la idea de escala, tan propia del quehacer

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geográfico desde sus más remotos orígenes, se había mostrado tan útil y tan
relevante.
El otro concepto clave es, desde nuestro punto de vista, el de identidad y,
más concretamente, como veremos dentro de unas páginas, el de identidad te-
rritorial, estrechamente relacionado, por otra parte, con la dialéctica lo-
cal-global. Hace unas cuantas décadas, geógrafos, sociólogos, economistas y
otros teóricos sociales estaban firmemente convencidos de que la integración
mundial de la economía (que, por aquellos años, empezaba ya a perfilarse con
nitidez) traería consigo, al cabo de unos años (es decir, hoy día), una progresi-
va disolución de los fenómenos nacionalista y regionalista. Creían (y se aven-
turaban a profetizarlo) que la difusión a través de los medios de comunica-
ción de masas de elementos culturales y socioestructurales de ámbito mun-
dial, la modernización general de la economía y de la sociedad y el imparable
desarrollo económico comportarían una creciente integración cultural, polí-
tica y económica, que llevaría, a su vez, a una progresiva sustitución de los
conflictos territoriales de base cultural/identitaria por conflictos de base so-
cial y económica, es decir por conflictos entre clases sociales, en la terminolo-
gía marxista del momento. Pues bien, aquellas previsiones sólo se han cumpli-
do en parte, puesto que es cierto, por poner un caso, que se ha producido a lo
largo de estos años una pérdida de la diversidad cultural. Ahora bien, para
sorpresa general de aquellos estudiosos (y de nosotros mismos), la realidad
contemporánea nos muestra una exuberante y prolífica manifestación de na-
cionalismos estatales y subestatales, de regionalismos y localismos, precisa-
mente en unos momentos de máxima integración mundial en todos los senti-
dos. Sin duda alguna, las identidades territoriales caracterizarán en buena
parte este inicio de siglo y de milenio.
Así pues, dado su papel vertebrador del conjunto del libro, a continua-
ción vamos a profundizar algo más en los conceptos de lugar y de globaliza-
ción, por una parte, y en el de identidad y escala, por otra.

1. Lugar y globalización
Nunca como ahora se había hablado tanto de globalización.' Este con-
cepto, polémico y controvertido, ha generado publicaciones, debates y discu-
siones de todo tipo y ha enfrentado apasionados defensores con virulentos de-
tractores. En efecto, si para algunos la globalización nos va a llevar al mejor
de los mundos posibles, para otros nos hallamos ante una verdadero fraude,
ante un fetichismo del propio concepto. Fredric Jameson (1998), por ejemplo,

1. La literatura anglosajona sobre el tema es realmente apabullante y en este libro no pre-


tendemos, ni mucho menos, reflejarla en su totalidad, sino sólo aquella que nos parece más rele-
vante. Por lo que hace al panorama editorial en español, hay que reconocer que, si bien hasta hace
poco era bastante pobre, últimamente ya no lo es tanto. Están apareciendo muchas traducciones
(Giddens, 2000; Gray, 2000; Fukuyama, 2000; Chomsky, 2000, siendo el caso más llamativo la trilo-
gía de Manuel Castells, 1998) y las obras sobre el tema de autores españoles son cada vez más nu-
merosas. Véanse, a título de ejemplo, los libros de Joaquín Estefanía (2000), Andrés Ortega (2000),
Guillermo de la Dehesa (2000), Mercedes Odina (2000), Javier Martínez Peinado (2000), Ángel
Martínez González-Tablas (2000), Néstor García Canclini (2000) y Pepa Roma (2001), entre otros.

INTRODUCCIÓN: GLOBALIZACIÓN, IDENTIDAD Y ESCALA. 13

considera que se ha querido dar una visión idílica y utópica de la cuestión,


vinculada a una supuesta nueva ética y conciencia mundial, cuando, según él,
las relaciones que se establecen entre lo local y lo global no sólo tienen muy
poco de idílicas, sino que están fuertemente impregnadas de tensión y antago-
nismo. Por su parte, David Harvey (1998), aun reconociendo la relevancia del
fenómeno, no acepta su supuesta novedad, sino que lo considera como un vie-
jo proceso ligado a la acumulación de capital, y no como una condición políti-
co-económica de reciente aparición. Otros, como Neil Smith (1999), van in-
cluso más allá y llegan a definirlo como la forma más pura de imperialismo
conocida hasta ahora. Nos hallaríamos ante un paso gigantesco en el desarro-
llo desigual de las economías capitalistas, fiel reflejo de una política neolibe-
ral basada en la privatización, la desregulación y la superación definitiva del
estado-nación como marco de referencia. En este sentido, las protestas de un
amplio y heterogéneo grupo de activistas ante las sedes del Fondo Monetario
Internacional y del Banco Mundial o con motivo de las reuniones periódicas
de la Organización Mundial del Comercio expresarían la oposición y el miedo
ante los grandes conglomerados económicos y tecnológicos que dominan el
mundo y las crecientes desigualdades que se generan entre los países -y den-
tro de ellos- debido a la globalización. Estas muestras de rechazo a un proce-
so de concentración del poder y de la toma de decisiones, que produce verda-
dera inquietud y desasosiego entre muchos ciudadanos, llegó a su máxima
expresión en Seattle (Estados Unidos) a finales de noviembre de 1999, con
ocasión de la reunión de la Organización Mundial del Comercio. Tanto es así
que el sociólogo francés Edgar Morin se atrevió a afirmar entonces que «el
siglo xxi empezó en Seattle», mientras Joaquín Estefanía, por su parte, con-
traponía «el hombre de Seattle» al «hombre de Davos», concepto este último
acuñado por Samuel Huntington para describir el arquetipo de hombre de ne-
gocios/ideólogo/político, partidario sin matices de la globalización con todas
sus consecuencias, que acude anualmente a esta localidad de los Alpes suizos
para discutir sobre las excelencias del nuevo capitalismo.
Protestas de este tipo se repiten cada vez más asiduamente y en especial
cuando se organiza un evento que implica un nuevo paso hacia la creación de
grandes mercados. Así sucedió en la III Cumbre de las Américas, celebrada en
Quebec los días 20 y 21 de abril de 2001. A ella asistieron la totalidad de los
mandatarios americanos, a excepción de Fidel Castro, que consiguió igual o
más protagonismo sin moverse de La Habana, al expresar sus simpatías por
los manifestantes antiglobalización. La cumbre puso fecha -el año 2005-
para la creación del Área de Libre Comercio de las Americas (ALCA), un gran
mercado común de 800 millones de personas y 11 billones de dólares de PIB,
donde circularán libremente capitales y mercancías. No se persigue ningún
tipo de integración política, social o institucional, al estilo de la Unión Euro-
pea, sino, simplemente, ampliar la experiencia del Tratado de Libre Comercio
(NAFTA, en sus siglas inglesas) entre México, EE.UU y Canadá al conjunto del
continente, desde Alaska hasta Tierra de Fuego (lo que, sin duda, tendrá
consecuencias para el MERCOSUR, el mercado común ya existente entre los
países del cono sur americano). Más de 15.000 manifestantes intentaron em-
pañar la cumbre, al denunciar que se trataba de un paso más en contra del
medio ambiente y de los derechos de trabajador y a favor de las grandes multi-

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nacionales. En esta ocasión no estuvo presente José Bové, el sindicalista liber-


tario francés que se ha hecho mundialmente famoso por su enconada lucha
contra el sector agroindustrial multinacional y que suele acudir a estas con-
centraciones de protesta. No faltaron, sin embargo, destacados líderes anti-
globalización del anarquismo norteamericano, del movimiento ecologista ca-
nadiense e incluso de la guerrilla zapatista.
En relación con estas enconadas reacciones contrarias a la globalización,
no hay que olvidar, sin embargo, que no todas ellas son de carácter progresis-
ta, sino que en la amalgama opuesta a la misma se hallan también sectores
conservadores con rasgos ultra nacionalistas e, incluso, algunos estados que
defienden, por razones electorales o por presiones corporativas, políticas eco-
nómicas de carácter proteccionista.
Sea como fuere, lo cierto es que, si hay un concepto contemporáneo que
se ha convertido en hegemónico a la hora de intentar explicar la esencia y la
razón de ser de fenómenos de ámbito mundial, éste es el de globalización. Ya
sea como causa o como consecuencia, como proceso en curso o como resulta-
do final, el hecho es que la globalización es objeto de lecturas radicalmente
contrastadas: desde una forma de ocultación y de homogeneización de las di-
ferencias, de las discontinuidades y de las divisiones de carácter económico,
cultural o político, dejando poco o ningún espacio para el desarrollo y la pre-
servación de la identidad local y llegando incluso a regular la vida cotidiana de
los individuos, hasta una fuerza que incrementa, por reacción, la diferencia-
ción entre los lugares.
Si bien es verdad que se pueden hallar sólidos argumentos teóricos detrás
de ambas interpretaciones, lo cierto es que la realidad es mucho más comple-
ja: no es ni blanca ni negra, sino que está llena de grises, de matices. Aun reco-
nociendo que la globalización es un fenómeno de excepcional relevancia e
incidencia en nuestra vida cotidiana, no implica, necesariamente, la elimina-
ción automática de las dinámicas locales: tiene, sin duda, un gran impacto so-
bre la capacidad de establecer y mantener entornos diferenciados, pero no los
elimina, no los unifica, al menos no siempre, no del todo ni en cualquier lugar.
No parece, en efecto, que nos hallemos ante un proceso de uniformiza-
ción irreversible, de dominación transnacional impecable. Por ello hay que
plantearse seriamente hasta qué punto las interconexiones entre las fuerzas
globales y las particularidades locales alteran las relaciones entre identidad,
significado y lugar; cómo los bienes y servicios producidos y comercializados
globalmente son percibidos y utilizados de manera distinta por los seres hu-
manos y en diferentes puntos del planeta a la vez. Sería conveniente interro-
garnos porqué, a pesar de la creciente homogeneidad de la producción cultu-
ral internacional, hay aún muchos y diversos espacios de resistencia que
expresan sentimientos de individualidad y de comunidad; sentimientos de
identidad, en definitiva. Quizá debamos entender la globalización, como al-
guien ha sugerido, como un doble proceso de particularización de lo universal
y de universalización de lo particular.
Deberíamos evitar, de entrada, la confusión del concepto de globaliza-
ción con otros dos conceptos previos a la aparición del mismo. Nos referimos
a los de internacionalización y transnacionalización. Por internacionaliza-
ción hay que entender la creciente interrelación de economías y políticas na-

I NTRODUCCIÓN: GLOBALIZACIÓN, IDENTIDAD Y ESCALA. 15

cionales a través del comercio internacional. Por transnacionalización, la cre-


ciente organización de la producción transfronteriza por parte de organiza-
ciones de ámbito supranacional. La globalización no es ni una cosa ni la otra,
aunque engloba a ambas. Es, por otra parte, un fenómeno reciente, mientras
que la internacionalización y la transnacionalización son mucho más anti-
guas. Existe una larga tradición histórica de comercio mundial, de flujos de
capital, de integración financiera y monetaria, de interdependencia, en defini-
tiva. Todos estos procesos tienen unos orígenes muy lejanos en el tiempo. De
hecho, la internacionalización (es decir, la mundialización de las relaciones
comerciales) es casi inherente a los orígenes del sistema capitalista y al fenó-
meno de los grandes descubrimientos geográficos en el siglo xvi, como ya
demostrara en su día Immanuel Wallerstein (1979), para quien, además, la es-
tructura mundial basada en un orden jerárquico centro-periferia y la corres-
pondiente explotación de la periferia por parte de los países centrales son in-
herentes a la reproducción del capitalismo como sistema.
Ahora bien, aquello que caracterizaría la situación actual sería la definiti-
va cobertura mundial de ambos fenómenos (internacionalización y transna-
cionalización) y, sobre todo, su inmediatez: gracias a las nuevas tecnologías
de la información y de la telecomunicación, cualquier decisión tomada en un
extremo del planeta puede tener efectos inmediatos, en tiempo real, en el
otro extremo. Lo que expresa en primera instancia el concepto de globaliza-
ción es la capacidad de los sistemas de comunicaciones y de los mercados
para abastecer al mundo en su totalidad, al momento y de forma profunda
(Hoogvelt, 1997; Castells, 1998). Esto es, fundamentalmente, lo que distingue
la globalización de la internacionalización y de la transnacionalización. Ya
hace tiempo que terminó la fase expansiva del capitalismo mundial: ya hace
tiempo que el capitalismo se ha extendido, se ha expansionado, ha llegado a
todo el mundo, básicamente a través del comercio y de la inversión productiva
y financiera (las bases actuales del sistema financiero mundial las encontra-
mos ya a principios de siglo y, de hecho, el «crack» del año 1929 es una exce-
lente muestra de ello). La globalización, en cambio, representa la fase de la in-
mediatez y de la profundización de la integración de las economías mundia-
les. En ella, todo se ha mercantilizado, «mercadificado», incluso los lugares
como tales: en el turismo posindustrial típico de la globalización, el lugar
como tal (y no sólo lo que. allí se hace o se vende) se convierte en una mercan-
cía. No es sólo un lugar para consumir, sino que él mismo se convierte en
«consumible», en objeto de consumo.
Ahora bien, la globalización va mucho más allá de una mundialización de
las relaciones económicas. Abraza, inevitablemente, todo un amplio abanico
de aspectos de nuestra realidad circundante y de nuestra vida cotidiana que,
directa o indirectamente, se ven afectados por ella: la geopolítica, la universa-
lización de determinados idiomas, la cultura en su sentido más amplio (prefe-
rencias estéticas, movimientos artísticos, indumentaria y vestuario, hábitos
de consumo) e, incluso, la homogeneización de algunos paisajes (en especial
los occidentales). Manuel Castells (1998) profundiza en esta línea al conside-
rar que la globalización y la revolución tecnológica han sido capaces de trans-
formar los tres pilares básicos en los que se basa una sociedad: la manera de
producir, la manera de vivir y las formas de gobierno.

16 GEOPOLÍTICA

Roland Robertson (1992), seguramente uno de los intelectuales que más


ha reflexionado sobre el tema, considera que la globalización a nivel cultural
se da claramente y gracias a dos fenómenos que él denomina «compresión del
mundo» y «conciencia global». La compresión del mundo, como la expresión
indica, se refiere al hecho de que determinados acontecimientos y decisiones
tomadas en un extremo del planeta pueden tener inmediatas consecuencias
en el otro extremo. Los cambios en las modas, en las costumbres, en las for-
mas de vida en Europa y Norteamérica, por ejemplo, pueden influir directa-
mente en la creación o destrucción de puestos de trabajo en el sudeste asiáti-
co; el modelo de crecimiento económico y el proceso de industrialización de
un país cualquiera puede tener graves impactos ambientales y ecológicos en
los países vecinos; la acelerada deforestación en el noreste de la India y los
grandes embalses que allí se construyen son la causa principal de las inunda-
ciones que azotan regularmente a Bangladesh. En fin, los ejemplos son múlti-
ples y diversos. Es precisamente esta compresión del mundo lo que intensifica
la conciencia global, el otro fenómeno analizado por Robertson. La concien-
cia global -el sentimiento de compartir con otras muchas personas de todos
los rincones del planeta la sensibilidad ante determinados temas- es posible
gracias a la existencia de un discurso cada vez más unificado transmitido a
través de los medios de comunicación de masas.
David Harvey (1989) incide también en el concepto de compresión del
mundo al que nos referíamos hace un momento, aunque desde un punto de
vista más espacial, más territorial. Según este geógrafo, en la transición del
fordismo al posfordismo se da una interesante paradoja espacio-temporal. En
efecto, en este proceso de transición el espacio y el tiempo se han comprimi-
do, las distancias se han relativizado y las barreras espaciales se han suaviza-
do. Sin embargo, aunque ello sea así, es realmente paradójico que el espacio
-o más específicamente el territorio- no sólo no haya perdido importancia,
sino que ha aumentado su influencia y su peso específico en los ámbitos eco-
nómico, político, social y cultural. En una línea muy parecida discurre el pen-
samiento de Anthony Giddens (1990) al desarrollar la idea de que en las
economías capitalistas el espacio se expresa en tiempo y que el progreso tec-
nológico está comprimiendo hasta límites inimaginables hace pocos años la
ecuación tiempo-espacio.
Todo ello ha suscitado en los últimos años un renovado interés por una
nueva forma de entender el territorio que sea capaz de conectar lo particular
con lo general, lo que ha revalorizado y revigorizado el concepto de lugar. En
la antropología y la sociología se está destacando cada vez más el papel del lu-
gar en la construcción de la teoría social. El primero en intuirlo fue el historia-
dor y sociólogo Henri Lefebvre. Su libro La production de l'espace (1974) cons-
tituye posiblemente la más sólida ontología del muy complejo espacio con-
temporáneo -con su mezcla de realidad y ficción-, y coloca esta categoría
en el centro de las construcciones sociales. También Anthony Giddens, entre
otros sociólogos, insiste en la urgente necesidad de reconocer que el espacio y
el tiempo son básicos en la formulación de la teoría social. Todavía dentro del
campo de la sociología, Castells (1998) afirma que es el espacio lo que organi-
za la sociedad-red caraterística de la contemporaneidad. Un espacio, hay que
reconocerlo, profundamente transformado y con nuevas dialécticas, siendo la

I NTRODUCCIÓN: GLOBALIZACIÓN, IDENTIDAD Y ESCALA. 17

principal de ellas la que se establece entre el «espacio de los flujos» y el «espa-


cio de los lugares».
Desde la historia -y no es la primera vez- se reconoce ahora con insis-
tencia la absoluta necesidad de contemplar seriamente la dimensión espacial
del hecho histórico, con arreglo a una metodología en la que son evidentes los
préstamos y las conexiones con la geografía. Se trata de hablar no tanto de
historia local como de historia territorial o de historia de los espacios. En geo-
grafía estamos asistiendo a una reconsideración del papel de la cultura, a una
revalorización del papel del «lugar» y a un creciente interés por una nueva
geografía regional que sea capaz de conectar lo particular con lo general. En
efecto, después de un periodo dedicado casi enteramente al estudio de los sis-
temas geográficos (desde el neopositivismo) y al desenmascaramiento de es-
tructuras sociales en el espacio (desde el marxismo), la geografía está empe-
zando a darse cuenta de que aquellos sistemas y estructuras están localizados;
está empezando a reexaminar la especificidad de los lugares; está redescu-
briendo la importancia del estudio de lo específico y resaltando de nuevo el
concepto de lugar, relacionando ahora lo individual y lo particular con lo ge-
neral. Está aprendiendo a pensar lo local para comprender lo global. Está re-
valorizando el papel del contexto espacial en la interpretación y explicación
de los procesos y fenómenos sociales, políticos y económicos. Se trata de mos-
trar cómo y hasta qué punto fenómenos sociales, políticos y económicos en-
gendrados a macroescala se ven mediatizados por condiciones locales.

2. Identidad e identidades
Como hemos visto, cada vez hay más interés por explorar la experiencia
de estar situado en el mundo, de estar en un lugar; cada vez hay más interés en
intentar dar respuesta al porqué los seres humanos crean lugares en el espacio
y cómo les imbuyen de significado. El lugar proporciona el medio fundamen-
tal a través del cual damos sentido al mundo y a través del cual actuamos.
Cuando creamos lugares, cuando «vivimos» los lugares, creamos identidades.
Hablar de lugar, por tanto, es hablar de identidad, el otro gran concepto que
estructura este libro y sobre el que conviene reflexionar mínimamente.
La idea de identidad de la que nos vamos a servir es de carácter más bien
colectivo. Nos interesa analizar el proceso de formación de las identidades te-
rritoriales contemporáneas, un proceso más colectivo que individual. Enten-
demos que la identidad no va sólo asociada a características tales como el
sexo o el origen étnico, sino también al espacio geográfico y cultural; todos
nacemos en un ámbito cultural determinado y en un lugar específico. A los hi-
jos de los emigrantes y de los refugiados se les recuerda su lugar de origen y
sus raíces familiares a través de la lengua, de la gastronomía, de las costum-
bres, de las fotografías de los parientes, de los relatos, cuentos y leyendas.
Para estos niños, el exilio, el hecho de estar desplazados, no significa perma-
necer inmóviles en el tiempo y en el espacio. La materialidad de sus geografías
se hace tangible a través del contexto cultural de sus hogares, a pesar del cos-
mopolitismo virtual y real de su condición, lo que no impide experimentar a
menudo una intensa sensación de desarraigo.

18 GEOPOLÍTICA

El lugar de origen inculca identidad al individuo y al grupo. Ahora bien,


en el supuesto de que éste se desplace y de que, por tanto, desarrolle su vida
cotidiana en otro lugar, éste le imbuirá también de identidad, en mayor o me-
nor medida y en función de muchas y diversas circunstancias. Sin embargo,
en el mundo en que vivimos no es necesario emigrar para recibir la influencia
de otros estilos de vida y formas de pensar; los medios de comunicación de
masas o el contacto con el otro a través, por ejemplo, del turismo comportan
una notable influencia cultural. Así pues, la identidad -incluso la de las mi-
norías- no debe ser concebida hoy como algo monolítico, sino más bien
como un fenómeno múltiple, heterogéneo, multifacial -y hasta cierto punto
imprevisible- que problematiza y recompone tradiciones. La identidad es
algo que, en gran medida, se construye.
Todo ello no impide reconocer que la dimensión multiidentitaria en la
que nos movemos no está exenta de tensiones y contradicciones, no sólo de
grupo, sino también individuales. Hay quien teme que esta multiplicidad
de identidades le lleve a uno a una cierta esquizofrenia. Utilizando su propio
caso como ejemplo, Tzvetan Todorov (1994) reconoce experimentar una espe-
cie de tensión entre sus dos idiomas, el francés y el búlgaro, una tensión que
también está presente en su propia concepción del espacio: «Aunque me con-
sidero francés y búlgaro por igual, no puedo estar a la vez en París o en Sofía.
La ubicuidad no se halla aún a mi alcance. Mis pensamientos dependen dema-
siado del lugar donde son emitidos para que mi paradero sea irrelevante»
(p. 211). Mi patria es mi lengua, como diría Elías Canetti.
Así pues, según Todorov, dos elementos de la identidad, el idioma (la cul-
tura) y el lugar (la geografía), multiplican y magnifican el conflicto y llevan al
autor a reconocer que, si bien es absurdo pensar que quien pertenece a dos
culturas pierde su razón de ser, también es lícito dudar de que el simple hecho
de poseer dos voces, dos idiomas, sea un privilegio que garantice el acceso a la
modernidad. Todorov opta finalmente por un yo bilingüe equilibrado, por
una clara articulación entre sus dos identidades lingüísticas y culturales. Es
una opción parecida a la escogida por Amin Maalouf (1999), cuando afirma:
«Lo que hace que yo sea yo, y no otro, es ese estar en las lindes de dos países,
de dos o tres idiomas, de varias tradiciones culturales. Es eso justamente lo
que define mi identidad. ¿Sería acaso más sincero si amputara de mí una par-
te de lo que soy? (p. 11)... La identidad no está hecha de compartimentos, no
se divide en mitades, ni en tercios o zonas estàhcas. Y no es que tenga varias
identidades: tengo solamente una, producto de todos los elementos que la han
configurado mediante una "dosificación" singular que nunca es la misma en
dos personas» (p. 12).
Hay que reconocer, sin embargo, que no siempre es fácil encontrarse có-
modo en esta tercera vía. En muchos casos las herencias del pasado y los con-
flictos políticos del presente pesan demasiado.
El tema de las identidades culturales colectivas es fundamental en el con-
texto de la globalización. La circulación de las personas, bien de forma volunta-
ria (viajes de turismo y ocio), bien por necesidad (migraciones por motivos la-
borales o éxodos debidos a conflictos armados), confronta al autóctono, al ciu-
dadano que no se ha trasladado, con su propia identidad. Al contemplar y con-
vivir con otras identidades culturales, este ciudadano se ve inevitablemente

I NTRODUCCIÓN: GLOBALIZACIÓN, IDENTIDAD Y ESCALA. 19

abocado a plantearse su propia identidad, a compararla con la de los demás. Es


entonces cuando se produce el conflicto identitario, que puede resolverse satis-
factoriamente -o no- en función de múltiples y diversas variables.
El multiculturalismo, entendido como una filosofía político-social, in-
tenta dar respuesta a esta situación. Se trata de conseguir el tránsito de un
estado-nación monocultural, homogéneo, a un estado multicultural, fiel refle-
jo de una sociedad constituida por diversos y variados grupos culturales. Así,
el multiculturalismo como proyecto político se basaría, según Dueñas (2000),
en el respeto a la diversidad cultural, la afirmación del derecho a la diferencia
y la readaptación de la estructura básica de las instituciones públicas de ma-
nera que todos los grupos culturales dispongan de la misma igualdad de opor-
tunidades.
Surgido en los países anglosajones hace ya varias décadas, en los que el
fenómeno inmigratorio puso sobre la mesa mucho antes que en la Europa
continental el conflicto entre culturas, el multiculturalismo no ha dejado de
generar nuevas propuestas teóricas y metodológicas, siempre en el marco del
paradigma del pluralismo cultural. Una de las más recientes tiene que ver con
el denominado «diálogo intercultural», basado en el desarrollo de nuevos ins-
trumentos y recursos que favorezcan, en la práctica cotidiana, la convivencia
entre diferentes comunidades culturales.
Ahora bien, el multiculturalismo, aun habiendo impregnado profunda-
mente el programa de actuación de infinidad de organizaciones no guberna-
mentales y múltiples agendas políticas, no se ha visto libre de críticas. Desde
el liberalismo se argumenta que el reconocimiento de las particularidades y
excepcionalidades culturales puede llegar a comprometer la igualdad de los
derechos individuales sobre los que se asienta, precisamente, el principio de
ciudadanía. La política identitaria que está en la base del multiculturalismo,
afirman algunos ideólogos liberales, conlleva el riesgo de fragmentación so-
cial. La política de la diferencia puede, paradójicamente, condenara determi-
nados grupos culturales a la marginalidad y reforzar, por tanto, las situacio-
nes de dominio social y de injusticia. Lo que en el fondo se está discutiendo es,
en palabras de Joan Ramon Resina (2000), el conflicto entre universalidad y
particularismo.'
En esta misma dirección se orienta la ácida y feroz crítica hacia el multi-
culturalismo de Giovanni Sartori en su último libro La sociedad multiétnica,
publicado recientemente en español. Sartori (2001), uno de los intelectuales
europeos más brillantes de la denominada izquierda liberal, llega a afirmar
que el multiculturalismo es en sí una ideología perniciosa que dilapida el prin-
cipio de ciudadanía, puesto que fragmenta, divide y lleva directamente a la
creación de pequeñas sociedades cerradas, a guetos de base identitaria, que
impiden a sus habitantes cruzar las fronteras interculturales. En palabras del
propio Sartori, el multiculturalismo lleva a Bosnia y a la balcanización. Impli-
ca el regreso a contextos sociales premodernos en los que primaban la arbitra-
riedad, la injusticia y la intolerancia. De ahí su rotunda oposición a las políti-
cas públicas que, indirectamente, se derivan del multiculturalismo, como las

2. Para superar este dilema están apareciendo interesantes aportaciones, como la de


Ernesto Laclau (1996), en su libro Emancipation(s).

20 GEOPOLÍTICA

políticas de discriminación positiva o affirmative action, tan habituales en el


mundo anglosajón.

3. La renovada importancia del concepto de escala

La globalización, que implica necesariamente una relación dialéctica en-


tre lo local y lo global, pasando por una amplia gama de estadios intermedios,
pone de nuevo de relieve la importancia del concepto de escala. No nos referi-
mos, como es de suponer, a uno de los usos más habituales del concepto, el de
escala cartográfica, entendida como la relación numérica y de proporcionali-
dad entre realidad y representación. Nos referimos a la escala en un sentido
más amplio y global, tal como ha sido interpretada en la mayor parte de la tra-
dición geográfica, esto es una jerarquía de niveles y ámbitos en cada uno de
los cuales se observan unos fenómenos específicos y unas dinámicas territo-
riales propias, que interactúan con las que se dan en otros niveles inferiores y
superiores. Estaríamos hablando, en definitiva, de cada uno de los ámbitos di-
mensionales y conceptuales de referencia, involucrados en el análisis del te-
rritorio. Desde esta perspectiva, el uso correcto de la escala nos permite la re-
presentación adecuada de la naturaleza de dichos fenómenos y el análisis y
ordenamiento de los factores que intervienen en cada uno de los niveles. No
hay que olvidar que al cambiar la escala los fenómenos cambian no solamente
de magnitud, sino también de naturaleza. Así pues, la escala se nos aparece
como un elemento decisivo en la construcción de la representación humana
de la realidad. Como afirma Peter J. Taylor (1994), «la escala geográfica, y la
forma en que la contemplamos, es en sí misma política y los geógrafos han de
considerarla como tal» (p. XVI).
Siempre es aconsejable trabajar con más de una escala, diferenciando la
forma en que se presentan y articulan los elementos en cada una de ellas. El
territorio es un tejido de relaciones en el que cada elemento interacciona con
otros, por lo que, para ser comprendido realmente -y territorialmente- en
su inserción con los demás elementos de su entorno, ha de ser representado a
más de una escala. Para comprender las dinámicas sociales y económicas y
las relaciones de poder en toda su amplitud, hay que considerar un análisis
multiescalar que otorgue a cada escala los factores que le son propios. En pa-
labras de Olivier Dollfus (1976), «el análisis de cualquier espacio geográfico,
de cualquier elemento que interviene en su composición y de cualquier com-
binación de procesos que actúan en y sobre el espacio, no deviene intelegible
más que si tienen lugar en el interior de un sistema de escalas de magnitud»
(p. 23). Esto le lleva a plantear la escala en un doble entramado de relaciones
horizontales y verticales: la comparación es esencial para comprender la ge-
neralidad y la originalidad de un fenómeno o de una situación, pero también
lo son las transferencias de escala dentro de un mismo conjunto.
Peter J. Taylor, por su parte, también propone una relectura escalar del
sistema mundial en su libro Geografía política. Economía-mundo, Esta-
do-nación y localidad (1994). Habla en él de una «división vertical por escalas»
en la que la realidad viene regida por la economía-mundo, la ideología se ubi-
ca en el estado-nación y la experiencia se genera en la escala local.

I NTRODUCCIÓN: GLOBALIZACIÓN, IDENTIDAD Y ESCALA. 21

Neil Smith (1992), desde la geografía crítica anglosajona, incide en la mis-


ma idea, pero desde una perspectiva más social, planteando la importancia de
la escala en el análisis de las relaciones sociales, en sentido amplio, justamente
en un momento como el actual, en el que el entramado sociedad/territorio está
sometido a una dinámica de reorganización de gran alcance como es la globali-
zación. Smith entiende la globalización como una estrategia del proceso de
acumulación capitalista para poder superar las trabas impuestas por los pode-
res nacionales y, a la vez, para articular mejor el juego de la competencia y de la
colaboración entre el capital y de éste con el poder político.
El desarrollo de lo que se ha dado en llamar el espacio informacional, la
mundialización de los mercados y las grandes facilidades de movilidad espa-
cial -real y virtual-, conducen a la «volatilización» del espacio en el tiempo,
que es funcional al desarrollo de la producción y del consumo en masa y que
ha generado el mundo global en el que nos movemos. Una pieza muy impor-
tante de este proceso la constituye la dinámica compleja que conduce a un
proceso simultáneo de pérdida de la especificidad local y de su suplantación
por hechos que son sólo locales en parte, puesto que dependen por completo
de escalas superiores. De una forma general y sin que ello invalide la posibili-
dad de otras definiciones, Smith conceptualiza a los niveles como «lugares»
en los que se ejercen formas de poder especializadas. Bajo esta premisa, más o
menos explícita, Neil Smith propone un modelo de análisis de las relaciones
sociedad/territorio articulado en siete escalas: el cuerpo, el hogar, la comuni-
dad, la ciudad, la región, el estado-nación y las fronteras de lo global. Aunque
se las nombra como «lugares», las tres primeras escalas se acogen a una ca-
racterización que es más sociológica que geográfica, mientras que las cuatro
restantes sí tienen un carácter claramente dependiente del territorio.
En primera instancia, nos presenta el cuerpo como el lugar de la repro-
ducción biológica; el lugar en el que se ejerce el poder sobre la vida y la muerte
(tortura, pena de muerte, políticas demográficas) y también en el que se reci-
be, en última instancia, la presión hacia comportamientos adecuados y/o tipi-
ficados como «normales». En el siguiente nivel, el hogar aparece como el
lugar de la reproducción personal y familiar y también como el espacio funda-
mental en el proceso de socialización del individuo (aprendizaje de valores,
habilidades funcionales en la reproducción del orden social). La comunidad
está definida con criterios exclusivamente sociales, como un grupo de perso-
nas ligadas por vínculos afectivos que derivan de la tradición, de un origen
geográfico común o de una misma lengua.
La primera escala netamente territorial, en la clasificación de Smith, la
constituye el espacio urbano. Se trata del espacio de la centralización de
la producción, del consumo y de la administración; el espacio marcado por la
máxima competencia por los usos del suelo y la centralidad; el espacio de
la máxima presión ambiental, el más insostenible, en principio. La región
aparece, a la vez, como el antiguo espacio de la especialización productiva,
típica del fordismo, y el actual escenario de competitividad en la escala mun-
dial, propia del posfordismo, de la especialización según ventajas comparati-
vas. El estado-nación es el lugar del poder político ligado al capitalismo indus-
trial y por eso mismo el que está perdiendo poder efectivo de control del capi-
tal y de la ciudadanía como consecuencia de la globalización y de la crisis de

22 GEOPOLÍTICA

legitimidad del estado. Finalmente, lo que Neil Smith denomina las fronteras
globales corresponde a un lugar, a la vez deslocalizado y ubicuo, que se en-
cuentra en proceso permanente, desde finales del siglo xix, de construc-
ción/destrucción/reconstrucción, a tenor de la circulación del capital. La esca-
la es, desde este punto de vista, una dimensión crucial para la comprensión de
las prácticas sociales. Las escalas geográficas no existen separadamente de las
prácticas sociales que las crean y las modifican.
El concepto de escala nos sirve, pues, para el análisis y ordenamiento en
niveles de los factores que intervienen en la configuración del territorio, en-
tendido como una entidad multiescalar. La complejidad del mundo contem-
poráneo no se entiende sin este instrumento teórico y metodológico esencial,
sin esta especie de zoom cuantitativo y cualitativo.

4. Posmodernismo y posmodernidad
El interés antes mencionado por reexaminar la especificidad de los lugares
sin perder de vista lo global es, en buena parte, una reacción académica e inte-
lectual ante la intensa reestructuración económica, política, cultural e ideológi-
ca del mundo en este final de siglo. Su comprensión exige la elaboración de
nuevas formas de interpretación, de nuevos conceptos, de nuevas ideas. Esto es
lo que pretende la geografía posmoderna. En este contexto, entendemos el
posmoderismo como una metodología que intenta ofrecer una explicación
teórica y práctica a la reestructuración contemporánea de la espacialidad capi-
talista. La posmodernidad expresaría este nuevo estadio social, cultural y eco-
nómico propio del denominado capitalismo tardío, en el que estamos plena-
mente inmersos. Esta nueva fase de desarrollo capitalista se correspondería, en
términos de sistemas de producción, con el denominado sistema posfordista.
En el marco del capitalismo contemporáneo, el sistema fordista, caracte-
rizado por la producción y el consumo en masa, por la estandarización del
producto, por una especial forma de reproducción de la fuerza de trabajo, por
una fuerte inversión en capital fijo y por el papel protector del estado, entra en
crisis a principios de la década de 1970 por la excesiva rigidez del sistema y
por su incapacidad para adaptarse a las nuevas demandas sociales y cultura-
les. El fordismo había caracterizado el desarrollo capitalista a lo largo de bue-
na parte del siglo xx y estaba en la base del dilatado período de expansión de
las economías de los países occidentales que va desde 1945 hasta 1973. Los
sectores industriales y tecnológicos hegemónicos estaban vinculados a la pe-
troquímica, al acero, al automóvil, a la construcción y a la producción de elec-
trodomésticos y otros bienes de consumo de masas. Todos estos sectores -y
algunos más que no hemos mencionado- se convirtieron en el motor del cre-
cimiento económico mundial y se polarizaron en unas cuantas regiones que
destacaban claramente por encima de las demás: el Midwest norteamericano,
la Europa lotaringia (el triángulo París, Hamburgo, Milán), los West Mid-
lands de Inglaterra o la región de Tokio.
Todo ello entra en crisis a partir de 1973. De hecho, ya se habían detecta-
do grietas en el edificio desde hacía algún tiempo, pero la fuerte recesión de
aquel año acabó por fracturarlo. Asistimos entonces a una excepcional rees-

I NTRODUCCIÓN: GLOBALIZACIÓN, IDENTIDAD Y ESCALA. 23

tructuración del sistema capitalista a escala mundial y entramos en una nue-


va etapa, denominada posfordista, caracterizada por la acumulación flexible,
el cambio tecnológico, la automatización, la búsqueda de nuevos productos y
de nuevos mercados, la relocalización industrial, la movilidad geográfica, la
fugacidad y carácter efímero de las modas y de los gustos, la flexibilidad' labo-
ral, la menor presencia del estado, el desmantelamiento progresivo del estado
del bienestar y la acelerada internacionalización de los procesos económicos,
todo ello bajo el impacto de las nuevas tecnologías de la información, acicate
fundamental de los cambios acaecidos.
El nuevo sistema aspira, con cierto frenesí, a sustituir la rigidez fordista
por la flexibilidad, en todos los campos y en todos los ámbitos posibles: en el
mercado de trabajo, en los procesos laborales, en las formas de producción,
en las pautas de consumo. Emergen nuevos sectores de producción, nuevas fi-
guras financieras, nuevas tecnologías e incluso nuevas regiones industriales y
financieras (la Terza Italia, los diversos Silicon Valleys, los NPI o nuevos países
industrializados). Mientras, la denominada «nueva economía» se impone en
los mercados de valores de todo el mundo y proliferan las operaciones finan-
cieras especulativas y desreguladas en un solo mercado de dinero y crédito. Se
acentúan la instantaneidad, la obsolescencia, la volatilidad y la efimeralidad
de las modas, de los gustos, de los productos, de las técnicas... y quizás tam-
bién de las ideas, de las ideologías, de los valores. En términos sociales, el ca-
pitalismo tardío sigue siendo una sociedad de clases, pero ninguna de ellas es
ya exactamente la misma que antes: se están debilitando las tradicionales for-
maciones de clase, para ser progresivamente sustituidas por multiplicidad de
identidades segmentadas (Anderson, 1998).
A simple vista, a raíz de esta especie de eclecticismo general imperante
(que incluye también la coexistencia en algunas regiones del posfordismo con
las estructuras fordistas más tradicionales), parecería que lo que prima en el
nuevo sistema es la desorganización. Nada más lejos de la realidad. El capita-
lismo no se desorganiza, sino todo lo contrario: se reorganiza a través de la
movilidad y de la dispersión geográficas, a través de la flexibilidad de los mer-
cados y de los procesos laborales, a través de la innovación tecnológica y a tra-
vés de una nueva concepción del espacio y del tiempo. En efecto, como ha de-
mostrado de una manera brillante David Harvey (1989), en la transición del
fordismo al posfordismo el espacio y el tiempo se han comprimido, lo que ha
provocado un impacto inicialmente desorientador en las prácticas políticas y
económicas y en las relaciones sociales y culturales. La distancia es más rela-
tiva que nunca, lo que sitúa a los lugares, a priori, en una similar «posición de
salida». Cada vez más lugares pueden aspirar a convertirse en el destino
de una planta industrial, de un centro comercial o, simplemente, de un turis-
ta. Más y más lugares se convierten, progresivamente, en potenciales candida-
tos a desarrollar muchas y variadas actividades.
El método posmoderno, inspirado, entre muchos otros, en la obra de los
pensadores Michel Foucault (1969), Henri Lefebvre (1974), Jacques Derrida
(1972), Jean-François Lyotard (1979) y Fredric Jameson (1996) implica la re-
sistencia a la cerrazón paradigmática y a las formulaciones rígidas y categóri-
cas, la búsqueda de nuevas formas de interpretar el mundo empírico y el re-
chazo a la mistificación ideológica. Se desconfía, en efecto, de las «metana-

24 GEOPOLÍTICA

rrativas», esto es de las grandes interpretaciones teóricas y de las explicacio-


nes ideológicas hegemónicas. El posmodernismo se rebela contra el fetichis-
mo de los discursos totales, globalizadores y supuestamente universales y
propugna un nuevo discurso, un nuevo lenguaje de la representación que, en
el caso de Lyotard, afecta incluso a la ciencia, que a partir de ahora será consi-
derada un juego de lenguaje entre otros, quedando despojada por tanto de su
situación privilegiada en relación con otras formas de conocimiento. Si la mo-
dernidad se asociaba al progreso lineal, al optimismo histórico, a las verdades
absolutas, a la supuesta existencia de unas categorías sociales ideales y a la es-
tandarización y uniformización del conocimiento, la posmodernidad, contra-
riamente, pondrá el énfasis en la heterogeneidad y en la diferencia, en la frag-
mentación, en la indeterminación, en el escepticismo, en la mezcolanza, en el
entrecruzamiento, en la redefinición del discurso cultural, en el redescubri-
miento del «Otro», de lo marginal, de lo alternativo, de lo híbrido.
Así pues, parafraseando a Jameson, la posmodernidad no es sólo una ruptu-
ra estética o un cambio epistemológico, sino que expresa una nueva dimensión
cultural, la propia del estadio del modo de producción dominante. En ésta, algu-
nas disciplinas del campo de las humanidades y de las ciencias sociales, antes
bien delimitadas, empiezan ahora a perder sus nítidos límites y a cruzarse unas
con otras en unos estudios híbridos y transversales que difícilmente pueden asig-
narse a un dominio u otro, como señala oportunamente Perry Anderson (1998) y
como plasma de una manera magistral Fredric Jameson en una de sus últimas
obras (1995). Es entonces cuando aparecen los denominados estudios culturales
(producto de un «giro cultural» o cultural turn, sirviéndonos de la expresión ya
consagrada en el mundo anglosajón) y poscoloniales, que en geografía humana
han dado lugar a las nuevas geografías culturales (Albet y Nogué, 1999).
En el campo de la geografía, los dos libros que más han influido en el
debate sobre la posmodernidad, son, sin duda Postmodern Geographies:
The Reassertion of Space in Critical Social Theory, de Edward Soja (1989),
y The Condition of Postmodernity: An Enquiry into the Origins of Cultural
Change, de David Harvey (1989), este último ya citado anteriormente. Aunque
ambos libros comparten una base común estructuralista y posestructuralista,
lo cierto es que el enfoque final difiere bastante. Así, mientras Soja aspira a
una confluencia de las perspectivas marxista y posmoderna, Harvey no tras-
pasa los parámetros metodológicos marxistas ni renuncia al proyecto moder-
nista, aunque asume la necesidad de corregir sus déficit y sus excesos. En lo
que sí coinciden ambos es en la utilidad del posmodernismo para entender,
tanto en la teoría como en la práctica, la reestructuración contemporánea de
la espacialidad capitalista, lo cual implica el reestablecimiento de una pers-
pectiva crítica espacial en la teoría social contemporánea. En esta misma lí-
nea inciden nuevas e interesantes aportaciones, como The Postmodern urban
condition, de Michael J. Dear (2000).
Paradójicamente, a pesar de la apertura intelectual que, en principio,
permite la posmodernidad, el presente está marcado por otra perspectiva mu-
cho más potente y eficaz: la del denominado pensamiento único. En efecto, la
crisis de los paradigmas fuertes, además de abrir ventanas, ha dejado vía libre
a visiones de la realidad tiranizadas por el pragmatismo, la competitividad y
la homogeneización cultural.

I NTRODUCCIÓN: GLOBALIZACIÓN, IDENTIDAD Y ESCALA. 25

5. La aportación de la geopolítica crítica


Una de las vertientes más sugerentes del posmodernismo ha sido, posi-
blemente, la denominada teoría crítica. Una visión de la cultura y de la socie-
dad, en todas sus vertientes, no sometida (al menos teóricamente), a ningún
discurso oficial ni a los dogmas de los grandes paradigmas. Precisamente, su
método consiste en analizar críticamente estas estructuras aparentemente só-
lidas e indiscutibles con el fin de ofrecer perspectivas alternativas y, a menu-
do, desenmascarar los mecanismos discursivos del poder establecido.
Ha sido precisamente la relación con el poder establecido lo que ha mar-
cado desde sus orígenes a la geografía política y a la geopolítica. Y el precio
pagado por ello ha sido altísimo. Efectivamente, la geografía política moder-
na nació hace un siglo en Alemania como una disciplina que pretendía «el
análisis espacial de los fenómenos políticos (...) a diferentes escalas» (López
Trigal y Benito del Pozo, 1999) o el estudio de «las condiciones geográficas del
estado» (según Maull, citado por Vicens Vives, 1951) o, simplemente, «inter-
pretar políticamente los fenómenos geográficos» (Kristof, citado por Gallois,
1990). Si bien estas definiciones, a pesar de sus pequeñas diferencias, no im-
plican necesariamente una relación con el poder, sí es evidente que tratan del
poder en sus expresiones políticas y en su dimensión territorial. Por esta pro-
ximidad y por el contexto histórico -de crisis y construcción de los grandes
imperios de finales del siglo XIX-, la geografía política acabó siendo un ins-
trumento de poder, el encargado de ofrecer las representaciones del espacio
necesarias para argumentar las prácticas territoriales de las instituciones po-
líticas. Las geografías políticas incorrectas acabaron en el olvido después de
pasar por la marginación (Lacoste, 1977).
De ahí, de la oficialidad, surgió la geopolítica, tanto en sus vertientes aca-
démicas como aplicadas: como intención expresa de orientar al poder, como
«el arte de la guía de la práctica política», en palabras de Karl Haushofer
o como «estudio de los requerimientos territoriales del estado» en una defi-
nición de Maull que completaba la anterior de geografía política. Esta apli-
cación política en unos momentos de grandes convulsiones, especialmente
en Alemania, eclipsó indefectiblemente lo que pudiera tener de cientificidad,
y su aportación explícita o implícita al nazismo acabó con la progresión de la
disciplina hasta hacerla desaparecer o sumergirla exclusivamente en los des-
pachos de los cuarteles y las cancillerías.
Con estos antecedentes resulta evidente que la única resurrección posible
de la geografía política o de la geopolítica -aquí, las diferencias, tan busca-
das en otros momentos, ya pierden valor descriptivo- como saber útil y con
credibilidad pasaba por una disciplina que replanteara su relación con el po-
der. Era necesario que el análisis, la representación y el discurso geopolíticos
se distanciaran del poder, no de la política, con tal de ofrecer instrumentos
que sirvieran para comprender mejor la realidad y no simplemente avalar la
visión hegemónica. Una realidad, la de los años ochenta, en profunda trans-
formación y rupturista respecto a las condiciones sociales, políticas y econó-
micas vigentes desde los años cincuenta.
En un primer momento fue el estructuralismo, o la geografía radical,
quien aportó las bases a esta crítica; posteriormente, una vez que el marxismo

26 GEOPOLÍTICA

cayó en el naufragio de las metanarrativas, han sido el posmodernismo o las


visiones neoestructuralistas. El resultado ha sido la geopolítica crítica o, para
ser más precisos, las geopolíticas críticas. La geopolítica crítica como meto-
to punto heterodoxa en relación a otras perspectivas. Heterodoxa en sus con-
dología implica un análisis de los fenómenos y hechos geopolíticos hasta cier-
tenidos, puesto que amplía el interés geopolítico hacia temas tradicionalmen-
te alejados -como el medio ambiente, la cultura o el género-, y en sus for-
mas, al renunciar a las rigideces paradigmáticas. Ambos aspectos permiten
unas visiones más complejas de la realidad, y por lo tanto «más reales», y más
críticas respecto a los discursos intitucionalizados que intentan explicarlas (O
Tuathail, 1996). Este libro pretende ser un ejemplo de ello.

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CAPÍTULO 2

LA TRADICIÓN DISCIPLINAR.
UN SIGLO DE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y DE GEOPOLÍTICA

La geografía política, y también la geopolítica, suelen considerarse como


siglo xix y principios del xx. Sin embargo, los antecedentes, incluso en el uso
disciplinas, subdisciplinas o conocimientos científicos a partir de finales del

del término «geografía política», son numerosos y añejos, pues se remontan a


la Grecia clásica y se alimentan durante los siglos posteriores. De hecho, la
mayoría de teóricos de la historia de las sociedades, de los filósofos y de
la ciencia política -«historiadores, filósofos y tratadistas políticos» más que
no geógrafos, decía Vicens Vives (1951, p. 28)-, de una manera u otra, inclu-
yen elementos relacionados con la geografía como explicación o soporte de
sus ideas.
Este capítulo resigue unas cuantas de estas aportaciones predisciplina-
res. Una vez expuestas, se centra en el período fundacional de Halford Mac-
kinder y Friedrich Ratzel y sus secuelas y en la geopolítica alemana de entre-
guerras, ambos referentes fundamentales de esta tradición, hasta llegar a un
presente en el que conviven diversas perspectivas de la disciplina y de la inter-
pretación de los fenómenos políticos o de poder con dimensión territorial. El
recorrido incluye el análisis de diferentes escuelas de geografía política y de
geopolítica, desde la alemana y la anglosajona ya citadas -las más relevan-
tes- hasta la española.

1. Los antecedentes. Entre la física y la metafísica

En el año 1750 -cuatro años antes de que lo hiciera Immanuel Kant- el


político liberal y noble francés Anne Robert Jacques Turgot (1727-1781), es-
cribió un documento de unas veinte páginas con el título «Geografía Política»
(Turgot, 1844). En él esbozaba el esquema de lo que tendría que ser un estudio
de «la relación entre la geografía física, la distribución de pueblos con una
perspectiva histórica (...) y la formación de estados (...). De la riqueza de los
diferentes espacios y el comercio. (...) De las comunicaciones (...) y sus efectos
en las conquistas» (Turgot, 1844, pp. 611-612). Además, el texto reclamaba la
necesidad de pensar en la aplicación efectiva de estos estudios tanto en sus as-
pectos de orientación de la política exterior de los estados como de la política

30 GEOPOLÍTICA

interior: «a la localización de las capitales, a la división en provincias, a la dis-


tribución de la autoridad, a los productos y comercios que se quieran favore-
cer, al establecimiento de puertos, canales, caminos, puntos de reunión (...) a
la naturaleza del gobierno de los estados, a los proyectos sea de república ge-
neral sea de monarquía universal» (Turgot, 1844, p. 612).
Para ello, según Turgot, era necesaria una perspectiva histórica de la geo-
grafía, que él llamaba «geografía positiva», y cuestionar la relación entre los
pueblos, su cultura y los climas: «la geografía considerada en relación a los di-
ferentes gobiernos, a los caracteres de los pueblos, a su ingenio, a su valor, a
su industria; separar lo que hace referencia a las causas morales y examinar si
las causas físicas tienen algo que ver y cómo. (...) Es necesario valorar las cau-
sas morales antes de tener derecho a asegurar alguna cosa sobre la influencia
física de los climas» (Turgot, 1844, pp. 612-616).
Visto en perspectiva, Turgot apunta algunos de los temas que ciento
cincuenta años más tarde conformarán la geografía política. Pero lo que más
sorprende del texto es su singularidad respecto a un entorno intelectual que
interpretaba la relación entre la geografía, las sociedades y su gobierno de ma-
nera notablemente diversa. La principal disonancia radica en los aspectos re-
lacionados con lo que hoy llamaríamos determinismo ambiental: los efectos
del clima y el territorio en la cultura y el gobierno de los pueblos. Efectiva-
mente, la tradición de la geografía política, por mucho que se retroceda en el
tiempo, ha estado profundamente marcada por estos aspectos. Ya Aristóteles
(384-322 a. J.C.) argumentaba el carácter y gobierno de los pueblos en rela-
ción con el ambiente, de manera que, según él, los habitantes de regiones frías
y los europeos tenían coraje pero no inteligencia ni organización política, a la
inversa que los pueblos asiáticos. Lógicamente, como sucede con la mayoría
de estos discursos, para Aristóteles los helenos, por su posición geográfica
central, disfrutarían de una especie de síntesis de los valores positivos de
orientales y occidentales (Fontana, 1994).
Como el filósofo griego, la mayoría de autores -con excepciones como
Turgot- siempre encuentran en la geografía física una base que determina y
justifica el nivel de organización social y la política de la sociedad. Son los ca-
sos, por ejemplo, de Herodoto (480-420 a. J.C.), Estrabón (63 a. J.C.-19 d. J.C.)
y Ptolomeo (90-168), quienes describen las tierras y sus gentes relacionando
clima y fisiología, y aportando, además, las informaciones necesarias para el
dominio territorial, que será el aspecto fundamental de la geografía política
futura. Explicaciones, especialmente las de Herodoto y Ptolomeo, que here-
dan siglos más tarde buena parte de los teóricos de la geografía humana y po-
lítica, empezando por Ibn Jaldún (1332-1406), quien escribe que entre los pa-
ralelos 20 y 38° de latitud norte el planeta ofrece las mejores condiciones para
el desarrollo de la civilización, aunque, en contraste, unas difíciles condicio-
nes de vida derivadas de climas menos benignos ofrecen algunas ventajas:
«los pueblos del desierto (...) son más sanos de cuerpo y espíritu que los de las
montañas que viven en la abundancia. (...). Los frugales habitantes del desier-
to, y los sedentarios preparados para el hambre y la abstinencia son más reli-
giosos». De la traducción política de estas ideas de Jaldún resulta una opinión
geopolítica de que «el medio en el que viven los grupos humanos decide su
fuerza espiritual, la facultad que tienen -o no- para combatir por un impe-
LA TRADICIÓN DISCIPLINAR, UN SIGLO DE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y DE GEOPOLÍTICA 31

rio y, más aún, de conservarlo» (Gallois, 1990, p. 148). Solamente Alá estaba
por encima de esta influencia climática. En Ibn Jaldún se encuentra además
una primera aproximación a una relación vital entre la tierra y la sociedad, es
decir, una cierta concepción organicista que unas centurias después será otro
de los elementos definidores del nacimiento de la geografía política.
Otro antecedente a destacar es el del teórico francés Jean Bodin
(1530-1596), quien habla de unas «leyes naturales de las cuales la humanidad
no se puede sustraer» (citado por Gallois, 1990, p. 150), un orden natural que-
rido por el creador. Al igual que Ibn Jaldún, Bodin perfila unas áreas geográfi-
cas que por su clima generan unas sociedades fisiológica y característicamen-
te diferenciadas, entre las que las latitudes medias entre 30 y 60° tendrían una
mejor combinación de virtudes que sus vecinas. Además, como ya hiciera en-
tre otros Aristóteles, Bodin establece una relación entre la geografía física, en
un sentido orográfico, y las posibilidades de defensa y expansión de las socie-
dades.
No será Bodin el único teórico de la ciencia política que trata temas geopo-
líticos en sus escritos sobre el gobierno. Otros autores tanto o más relevantes, y
más o menos contemporáneos, también buscan estas relaciones entre el terri-
torio, las sociedades y el poder: Nicoló Machiaveli (1469-1527), Maquiavelo en
español, en sus consejos de El príncipe; Thomas Hobbes (1588-1679) en el Le-
viatán; Hug Grotius en El derecho de la guerra y la paz; o Giovanni Botero
(1533-1617) en Los libros de la razón de estado son algunos de ellos, tal vez los
más destacados e influyentes. Desde luego, esta concentración en poco más de
un siglo de textos fundamentales para la ciencia política, incluso la contempo-
ránea, no es resultado del azar, sino de una necesidad de dar bases teóricas al
estado-territorial que estaba naciendo en aquel momento.'
No muy diferente a la de Bodin es la interpretación que dará Montes-
quieu (1689-1755) de la relación entre medio, sociedad y gobierno. El barón
es reconocido como un referente ineludible en la construcción del discurso
disciplinar de la geografía política.' Según él, «si es verdad que el carácter del
alma y de las pasiones del corazón son muy diferentes según los distintos cli-
mas, las leyes deberán ser relativas a la diferencia de dichas pasiones y de di-
chos caracteres (...) hace falta despellejar un moscovita para encontrarle un
sentimiento» (Montesquieu, 1987, p. 155). Por tanto, su adscripción a las
ideas de determinismo ambiental parecen claras, avaladas por teorías cientí-
ficas como mínimo extravagantes -pero en consonancia con los conocimien-
tos de la época-, si bien en El espíritu de las leyes' (1748), publicado en 1748,
queda matizada esta identificación. En esta obra enciclopédica -pocas veces
el término puede estar mejor empleado- más bien podría hablarse de plan-
teamientos posibilistas; es decir, según Montesquieu las sociedades actuarían

1. Véase el apartado 3.1.


2. Por ejemplo en Gallois, 1990; Lizza, 1998; López Trigal y Benito del Pozo, 1999; Raffes-
tin, 1995; Vicens Vives, 1951.
3. En concreto, en El espíritu de las leyes ( Montesquieu, 1987) sus Libros XIV, XV, XVI,
XVII y XVIII llevan por título, respectivamente, «De las leyes en relación con la naturaleza del
clima», «Cómo se relacionan con la naturaleza del clima las leyes de la esclavitud civil», «Cómo
se relacionan las leyes de la esclavitud doméstica», «Cómo se relacionan las leyes de la servidum-
bre política con la naturaleza del clima» y «De las leyes en relación con la naturaleza del suelo».

32 GEOPOLÍTICA

en respuesta al medio -clima y suelo- y sus condicionantes, funcionando


como estímulo más que como limitación: en fin, «la esterilidad de las tierras
hace industriosos a los hombres» (Montesquieu, 1987).
Sea como fuere, Montesquieu, más allá de estas ideas extemporáneas, es
sin duda uno de los estandartes de un etnocentrismo europeo que también
marcó el nacimiento de la geografía política. Un etnocentrismo que el histo-
riador Josep Fontana (1994) interpreta como una de las estrategias de los es-
tados europeos para justificar tanto las políticas de expansión colonial como
un determinado sistema de producción, mercantilista de plantación, que en
parte se sustenta en la disponibilidad de mano de obra barata. Según Fonta-
na, Montesquieu colabora de manera determinante en la invención del salva-
je, un sujeto que, por contraste, justifica la superioridad y legitima un expan-
sionismo territorial de las sociedades civilizadas.
Salvaje/civilizado y, posteriormente, progreso/atraso son dicotomías y
comparaciones que, a partir del siglo xviii , marcarán la construcción de una
determinada idea, la modernidad positivista, y de un concepto asociado a ella,
el de Occidente. Ambas serán el banderín de enganche de la sociedad europea
para aventurarse en las políticas imperialistas que marcarán el siglo xix y que,
por lo tanto, también, estarán en el origen de la geografía política y de la geo-
política. En este sentido, Fontana afirma:

«Esta visión -completada por Adam Smith- permitía ubicar las diversas
sociedades conocidas en un esquema evolutivo: los salvajes cazadores y recolec-
tores del África negra o de América del Norte correspondían a la primera etapa;
los pueblos nómadas del Asia central, a la segunda (pastoreo); la mayor parte
del Oriente, a la fase agrícola y sólo la Europa occidental había alcanzado el ple-
no desarrollo del cuarto estadio, el mercantil. (...)
Permitía reducir el conjunto de la historia a un solo esquema universal-
mente válido, situaba a las sociedades mercantiles europeas -que muy pronto
se definirían como "industriales"- en el punto culminante de la civilización (...)
y daba un carácter "científico" tanto a las pretensiones de superioridad de los
europeos como a sus interferencias a la vida y a la historia de los demás: el colo-
nizador se transformaba en un misionero de los nuevos tiempos que se propo-
nía enseñar a los pueblos primitivos el "verdadero camino" hacia el progreso in-
telectual y material» (Fontana, 1994, pp. 121-122).

En buena parte, las reflexiones de Montesquieu serán retomadas por la fi-


losofía prusiana y sus más conspicuos representantes, Immanuel Kant
(1724-1804) y Friedrich Hegel (1770-1831). El primero de ellos también usa el
término «geografía política» para referirse a las relaciones entre el territorio y
sus habitantes. Su visión de esta relación se mantiene en la tradición eurocén-
trica y posibilista. Kant coloca entre las latitudes 31 y 52° «la mezcla más lo-
grada entre las influencias de los lugares fríos y cálidos, allí donde se encuen-
tra la más gran riqueza dentro del orden de las criaturas terrestres», en un
contexto en el que «las leyes universales de la naturaleza determinan todas las
acciones humanas» aunque la «voluntad intuitiva de los mismos (...) conspira
contra los designios de la naturaleza» (Gallois, 1990, p. 202).
Hegel, por su parte, podría ser también autor de la anterior sentencia de
su compatriota. Creía el filósofo prusiano que el ser humano progresaba opo-
LA TRADICIÓN DISCIPLINAR. UN SIGLO DE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y DE GEOPOLÍTICA 33

niéndose a la naturaleza. De esta dialéctica surgían, según él, tres caracteres


humanos relacionados con el territorio, de manera que los altiplanos estepa-
rios conllevarían tribus, no aún sociedades, nómadas movidas violentamente
por sus necesidades vitales; las llanuras fluviales serían habitadas por socie-
dades desarrolladas, con sentido de la propiedad y de ahí nacerían la civiliza-
ción, el estado y los imperios; por último, las zonas costeras serían tierras de
transición, que impulsarían las grandes épicas de la humanidad.
Estas ideas se encuentran en su texto Filosofía de la historia universal y,
más concretamente, en el capítulo «El fundamento geográfico de la historia
universal», donde además da una visión de los continentes y sus sociedades
ciertamente polémica: América del Norte sería una tierra inmadura, mientras
que Sudamérica se caracterizaría por un desorden sólo gestionable por un po-
der militar. Especialmente riguroso se muestra con África, «un mundo an-
tihistórico», en el que la raza negra representa «el hombre en su estado natu-
ral, inconsciente de sí mismo, bárbaro, víctima de una lucha desigual contra
la naturaleza». En cuanto a Asia, para Hegel es el continente «del inicio» -re-
ligioso, político-; pero unos inicios que se desarrollan en Europa, que ha sido
«el teatro para el espectáculo de la historia universal», con unas sociedades
más avanzadas, regidas por el derecho, capaces de extender sus ideas y razo-
nes en parte gracias a su relación con el mar. Toda una argumentación del im-
perialismo en boga.
Otro tema que con Hegel observa un notable avance es el de la teoría polí-
tica centrada en el estado (Bobbio, 1987). Merece atención esta aportación
puesto que el estado será uno de los argumentos centrales, si no el central, de
la geografia política que nacerá a finales del siglo xix. Como se verá en el apar-
tado 3.1, este siglo es el de la construcción teórica del estado como entidad po-
lítica y también el de su extensión como instrumento de la modernización de
la sociedad occidental, y Hegel estará entre sus principales ideólogos. Para
Hegel, el estado era un producto de la sociedad, no una imposición de unos
sobre otros, hasta el punto de convertirse en un cuerpo único socie-
dad-nación-estado, es decir una concepción organicista. Solamente a través
del estado el ser humano conseguiría trascender su condición contingente y
ascender a objetivos superiores: «en el estado, la libertad se hace objetiva y se
realiza positivamente».
Si la influencia en la geografía política ejercida desde la filosofía ha sido
fundamentalmente de origen germánico, lo mismo puede decirse de la tras-
cendental incidencia procedente de la estrategia militar. Por encima de todos
los teóricos destaca el general prusiano Karl von Clausewitz, en especial por
su libro De la guerra (1832). En él expone la manera cómo debe gestionarse un
ejército y resalta el valor de la dimensión territorial para la obtención de los
objetivos militares deseados. Por este texto Clausewitz se ha convertido en un
clásico de las academias militares y también de la geografia política; un refe-
rente de los muchos personajes que han compartido ambos intereses, desde
Alfred Mahan a Karl Haushofer, de los que se hablará dentro de unas pocas
páginas.
Finalmente, para concluir este breve apartado dedicado a los anteceden-
tes de la geografia política y la geopolítica, es necesario referirse a dos de los
principales nombres de la geografía y de la ciencia del siglo xix, Alexander von

34 GEOPOLÍTICA

Humboldt (1769-1859) y Karl Ritter (1779-1859). El primero amplía, sistema-


tiza y da a conocer la complejidad de las diversas ramas de las ciencias natura-
les (las orgánicas y las inorgánicas) y sus aportaciones serán fundamentales
para el conocimiento del planeta y, por ello, para el discurso y la praxis impe-
rialistas. El segundo, Ritter, influye tal vez más específicamente en la geogra-
fía política (Gallois, 1990; Vicens Vives, 1951), puesto que, de alguna manera,
deriva los conocimientos difundidos por su compatriota hacia los campos de
lo que hoy llamaríamos geografía humana. Enlazando con los postulados me-
tafísicos del poeta Johan Herder, Ritter culmina la visión organicista de la
Tierra, asimilada plenamente a un ser vivo, incluso dotada de inteligencia
propia. Una inteligencia que tendrá que ser escrutada algún día por los «hom-
bres de calidad» que, entonces, serán capaces de dirigir la humanidad y las
naciones hacia el progreso.
Llegados a este punto, parece que ya se compilan todos los elementos para
dar el salto a una geografía política explícita, la que se articula en los territorios
germánicos con Friedrich Ratzel como primer y principal aglutinador.

2. Friedrich Ratzel y la eclosión de la geografía política

Efectivamente, Ratzel (1844-1904) encarna la culminación de diversas


tradiciones, como las que se han visto hasta ahora y otras que irán aparecien-
do a continuación, y es a la vez un punto de partida de otra tradición que será
la de la geografía política y la geopolítica, como mínimo, alemana. Su biogra-
fía coincide, e incide, con sucesos científicos y políticos que marcarán no sólo
el siglo xix sino también un futuro más amplio. Doctorado en zoología, hecho
que le conecta con las teorías darwinistas, periodista accidental, profesor de
geografía cuando la Prusia bismarckiana la institucionaliza a nivel universita-
rio, su influencia en la política interior y exterior, primero de su estado natal y
después de la joven Alemania, será notable. Esta influencia la ejerce a través
de su actividad científica y de la estrictamente política, primero desde posi-
ciones liberales y más tarde conservadoras y agraristas, siempre nacionalistas
(Ó Tuathail, 1996).
La obra de Ratzel es, desde muchos puntos de vista, indisociable de su
contexto, empezando por el entorno intelectual. En él influyen Humboldt y
Ritter y sus más directos maestros, Oskar Peschel y Ernst Haeckel (Capel,
1981; Raffestin, 1995), quienes le aportan interpretaciones de la relación en-
tre el territorio y el estado y, principalmente, de las teorías de Charles Darwin
aplicadas a la sociedad, el «darwinismo social» en la línea de Lamarck y Spen-
cer. De estas influencias, que Ratzel profundiza, resultan conceptos básicos
de su geografía política, empezando por el lebensraum, el espacio vital, que
será uno de sus principales legados. 4 Estos referentes sitúan a Ratzel dentro
del positivismo; de hecho, su obra es básicamente un intento de dotar de base
científica -teoría, leyes, previsibilidad- al comportamiento espacial de las
sociedades y cuerpos políticos.

4. Lebensraum es un concepto que se difundió especialmente a partir de la obra de Ratzel,


si bien parece que Peschel ya lo había utilizado con anterioridad (Raffestin, 1995, p. 30).
LA TRADICIÓN DISCIPLINAR. UN SIGLO DE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y DE GEOPOLÍTICA 35

Por otro lado, en el pensamiento ratzeliano son evidentes las influencias


desde otros ámbitos, a destacar las que provienen de la filosofía alemana y su
dimensión política. Ratzel bebe del idealismo de Hegel, en especial en sus as-
pectos referidos a la teoría del estado -único actor territorial efectivo-, y de
Herder por su interpretación de la responsabilidad histórica del pueblo ale-
mán. Una combinación paradójica entre idealismo, a veces romanticismo, y
positivismo, que le inscribe en la principal tradición intelectual que construye
el discurso nacional-germanista.
Ratzel participa activamente de este discurso desde dos perspectivas. Por
un lado, desde la argumentación de la identidad y la cohesión de un apenas re-
cién constituido estado alemán; y, por otro, desde la necesidad de expansión
de dicho estado. En este sentido, se trata de una segunda generación del pen-
samiento germanista, cuando ya se ha superado una primera frustración -la
de von Büllow, Fichte, ... de ver un mundo germánico unido políticamente y
fuerte- y Alemania se codea con el resto de grandes estados europeos.'
Por lo tanto, un tercer contexto en el que se mueve Ratzel es el de unas
economías industriales en competencia ( Gallois, 1990). El proteccionismo
alemán, estadounidense y francés frente a un, todavía, planteamiento liberal
británico; la lucha por el blindaje del acceso a las materias primas y de los
mercados; el imperialismo;... son inputs y outputs de las reflexiones del geó-
grafo alemán, de su obra y también de sus consejos a los gobernantes de su
país.
Según Gianfranco Lizza (1996), la obra de Ratzel se puede sintetizar en el
trinomio estado-posición-dinámica. Como mínimo, el primer elemento es in-
discutible: toda la teoría ratzeliana parte y desemboca en el estado, un estado
síntesis y producto de la sociedad, como se ha dicho, de carácter hegeliano
que trasciende sus aspectos meramente legales. Pero un estado que tiene
como componente fundamental el suelo o, si se quiere, el espacio. Ello no sig-
nifica únicamente extensión espacial, sino también, y sobre todo, la relación
entre el espacio y la sociedad que alberga.
Para Ratzel, lo que define y da cohesión a un pueblo es el territorio que
comparte y su historia, es decir el tiempo y el espacio comunes (Capel, 1981;
Gallois, 1990). Pero si de la primera categoría, según Ratzel, sí que existe una
conciencia difusa de su importancia, de la segunda no; ésta era una de las ob-
sesiones de Ratzel, revelar la trascendencia del espacio para la supervivencia
del estado y, por lo tanto, de la sociedad:
« Cada ciudadano deberá tomar conciencia del carácter vital del territorio y
de sus posibilidades de expansión; el sentido del espacio (Raumsinn) garantiza
la perennidad de la nación, la fortaleza y la independencia del Estado» (Gallois,
1990, p. 212).
Además, el raumsinn se corresponde con el volkgeist, el «espíritu del pue-
blo» tan fundamental para la formación del sentimiento nacionalista alemán,
pero con la nueva dimensión espacial que resalta Joan Nogué (1998, p. 78):

5. «Frustraciones», las de estos personajes (a los que cabría añadir List) relativamente di-
versas pero que comparten la aspiración del pangermanismo (Gallois, 1990).

36 GEOPOLÍTICA

«El romanticismo alemán desarrolló una concepción orgánico-genética de la


cultura en tanto que expresión de un alma nacional alemana, o volkgeist, for-
mada históricamente en un territorio concreto. »
El espacio es, pues, un elemento vital y debe de estar en consonancia con
las necesidades del pueblo. Ésta sería una aproximación al concepto de le-
bensraum que Ratzel desarrolla a partir de su libro Antropogeographie (1881,
volumen 1, y 1892, volumen 2). Un concepto asimilado de la biología, el ecu-
mene biogeográfico, y que dará pie a las múltiples interpretaciones sobre si
Ratzel tenía posiciones organicistas o no. En La tierra y la vida (1901) es donde
estos argumentos adquieren mayores tintes socialdarwinistas, en la medida
que, paradójicamente, los estados no serán entidades estáticas sino que ten-
drán que estar en un constante movimiento y competición entre ellos, un di-
namismo que se expresará territorialmente. En definitiva, entre los estados se
establece una lucha por el espacio. Renunciar a la lucha, renunciar al espacio
vital, significará la decadencia de un pueblo. Esta lógica es la que marcará la
dinámica territorial del estado, una lógica de carácter hobbesiano en la que el
conflicto queda legitimado por un derecho natural, el de dar seguridad y satis-
facción a la necesidades de la población. Con ello, Ratzel se aleja de una posi-
ción determinista intransigente en la que a menudo se le ha ubicado. Según él,
tan sólo las sociedades frágiles o primitivas sufren el sometimiento al medio;
el resto se mueven en el marco del posibilismo, luchando por el territorio se-
gún sus necesidades y capacidades; de hecho, toda la teoría del lebensraum es
expresión de este posibilismo.
Además de estas reflexiones, digamos genéricas, Ratzel entra con más
precisión en una geografía política pragmática, intentando dar cobertura
científica al comportamiento territorial del estado. En Geografía Política
(1897) es donde más se extiende en estas explicaciones: sobre el estado y el
mar, la localización y la expansión de los estados, la frontera, la demografía y
el potencial de los estados, las migraciones -un tema que ya había estudiado

mente, en 1901, en su obra Sobre las leyes de la expansión territorial del estado,
en su estancia en los Estados Unidos y que consideraba fundamental-. Final-

Ratzel llega, finalmente, a proponer efectivamente siete leyes que rigen este
proceso:

- La extensión de los estados aumenta con el desarrollo de su cultura.


- El crecimiento espacial de los estados acompaña otras manifestacio-
nes de su desarrollo: la ideología, la producción, la actividad comercial, la po-
tencia de su capacidad de influencia y el esfuerzo de proselitismo.
- Los estados se extienden asimilando unidades políticas de menor rango.
- La frontera es un órgano situado en la periferia del estado. Por su em-
plazamiento materializa el crecimiento, la fuerza y los cambios territoriales
del estado.
- En su expansión territorial el estado se esfuerza en absorber las regio-
nes más importantes: el litoral, las cuencas fluviales, las llanuras y, en general,
los territorios más ricos.
- El primer impulso para la extensión del territorio de un estado provie-
ne del exterior, de una civilización inferior a la suya.
- Esta general tendencia a la asimilación o a la absorción de las nacio-
LA TRADICIÓN DISCIPLINAR. UN SIGLO DE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y DE GEOPOLÍTICA 37

nes más débiles invita a multiplicar las apropiaciones, en un proceso que se


autoalimenta.

En definitiva, una obra que se debe, a la vez que resulta en parte eclipsa-
da, a su implicación en los destinos de Alemania. Friedrich Ratzel interviene
en la Weltpolitik de Guillermo II -de la que será ferviente partidario- con
unas ideas opuestas a las de un Bismarck en retirada. Apuesta por la consoli-
dación de una gran flota capaz de competir con la británica, por una Alema-
nia imperial, por un fomento de las migraciones alemanas como estrategia
colonial, por una Mitteleuropa unida bajo el mando del Kaiser, ... por el sueño,
de nuevo, de von Büllow, List, Herder y Fichte.

3. ¿Evolución o perversión de la Geopolitik?

Partiendo de Ratzel se desarrolla la que se ha llamado escuela de geopolí-


tica alemana o, más escuetamente, Geopolitik, que tanta polémica ha genera-
do por sus relaciones con el nazismo. Las discusiones en torno a ella radican
en hasta qué punto éste era el único desarrollo posible o si bien se trata de una
distorsión de ideas ratzelianas. Lo que parece fuera de duda es que Ratzel es
un referente indiscutible y reconocido por parte de los geógrafos implicados.
En general, los estudiosos de la geopolítica establecen una genealogía que,
partiendo de Ratzel y algún allegado -como por ejemplo Friedrich Nau-
mann-, encuentra en el politicólogo sueco Rudolph Kjellén (1846-1922) un
eslabón que lleva hasta Karl Haushofer, figura señera de la Geopolitik. Kjellén
ahonda en la analogía organicista del estado hasta convertirla en una asimila-
ción: el estado es un ser vivo; su gobierno es el alma y el cerebro; el imperio es
el cuerpo y el pueblo son los miembros (Raffestin, 1995). Esta visión unitaria
le hace, por ejemplo, sostener ideas contrarias a las migraciones y a la ciudad,
por entender que alejan a los individuos de su espacio, de su espíritu y de su
fuerza. Su intención es dar una base científica a la política, dentro de la cual la
Geopolitik -él será el primero en utilizar este termino en 1898- es uno de los
pilares.' Vicens Vives, en 1951, definía así los objetivos y medios de Kjellén:

«(...) pretendió instituir una ciencia empírica del estado, alejada de las con-
cepciones unilaterales del Derecho, la Historia o la Filosofía. El método pro-
puesto partía, empero, del mismo error cometido casi simultáneamente por
Spengler, consistente en considerar al estado como un organismo biológico (...).
El estado nacía, crecía y moría en medio de luchas y conflictos biológicos, dona-
do por dos esencias principales (el medio y la raza) y tres secundarias (la econo-
mía, la sociedad y el gobierno)» (Vicens Vives, 1951, pp. 48-49).

El determinismo, el eugenismo -o más llanamente el racismo- y la ger-


manofilia son elementos que Kjellén lleva hasta sus máximos extremos. Por

6. Estas ideas quedan expresadas en su obra mayor, la que más incide de cara a sus segui-
dores, Der Staat als Lebensform, editada primero en Estocolmo y, en 1924, en Alemania. Según él,
la ciencia política quedaba dividida en cinco ramas: la demopolitika, la ekopolitika, la sociopoliti-
ka, la kratopolitika y la geopolitika.

38 GEOPOLÍTICA

esta combinación Alemania estaría predestinada a ser, junto a Japón e Italia,


la nación más poderosa del planeta, sustituyendo al Reino Unido en ese rol.
Este sino vendría básicamente avalado por las virtudes raciales, culturales y
militares de Alemania, una nación todavía inmadura, puesto que no habría
llegado a conseguir su espacio vital. Este lebensraum Kjellén lo concreta en un
triángulo con vértices en el Báltico, Suiza y el Bósforo, una Mitteleuropa real-
mente en sentido laxo o, si se quiere, la unión de la espina dorsal del germanis-
mo: el Danubio y el Rhin que anunciaba irónicamente Claudio Magris.' De
nuevo, los proyectos de Von Bülow, List y tantos otros son recuperados e in-
cluso ampliados, puesto que Kjellén propone que, a partir de este núcleo, la
nueva Alemania podría acometer el dominio de Oriente Medio y el norte del
continente africano (Gallois, 1990).
Finalmente, en cuanto a Kjellén, en su trabajo se hace de nuevo presente
aquella combinación tan germánica de positivismo y romanticismo. De lo se-
gundo destaca el nacionalismo y la visión metafísica del estado -«la nación y
no el individuo es el verdadero héroe de la historia»-. Idealización que tam-
bién se refleja en la relación que establece entre el estado y el suelo, muy en la
línea iniciada por Ratzel, análoga a la que se da entre un árbol y la tierra que lo
acoge y alimenta. En cuanto a la perspectiva positivista, le lleva, siguiendo a
Ratzel, a formular unas leyes para el estado:

- Ley de cobertura de sus propias necesidades, como impulso hacia el


desarrollo, hacia la expansión.
- Ley de existencia de partes vitales del imperio y de arterias de tráfico.
- Ley de individualización geográfica del imperio, que induce a definir in-
teriormente un territorio natural y a buscar, exteriormente, fronteras naturales.
- Ley de expansión hacia el mar por parte de los estados continentales.
- Ley de tendencia a la autarquía: el territorio natural ha de ser lo que
permita conseguirla.

Estas ideas de Kjellén son bien recibidas sin duda, dentro de una determi-
nada atmósfera intelectual y política alemana, la que está configurando el dis-
curso nacionalsocialista. Debe tenerse bien presente en este recorrido por la
Geopolitik el contexto histórico del momento, es decir la escalada armamentís-
tica, la lucha colonial, la Primera Guerra Mundial y su colofón, temporal, del
Tratado de Versalles y sus imposiciones a la Alemania derrotada. De hecho,
Kjellén interpreta esta guerra como una contraposición «entre las ideas de 1789
(libertad, igualdad y fraternidad, representadas por el Reino Unido y Francia) y
las de 1914 (orden, rectitud y solidaridad nacional, representadas por Alema-
nia)» (Raffestin, 1995). También es de destacar la contribución a estas ideas de
otros personajes del momento, empezando por el filósofo Oswald Spengler
(1880-1936), que apoya el organicismo y el determinismo y aporta más argu-
mentos a un supuesto destino alemán en nombre de Occidente;' o, desde el
7. Claudio Magris, en su celebrado libro El Danubio (Anagrama, 1989), encuentra la co-
nexión entre los ríos Danubio y Rhin en el tejado de una casa que reparte las aguas de lluvia de
donde nacen ambos ríos.
8. Oswald Spengler es autor del muy impactante, en su época, Declive de Occidente, publi-
cado precisamente en 1918.

LA TRADICIÓN DISCIPLINAR. UN SIGLO DE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y DE GEOPOLÍTICA 39

campo de la geografía, Karl Haushofer, tal vez el más conocido protagonista de


la Geopolitik, a quien vamos a dedicar, precisamente por ello, las restantes pági-
nas de este subapartado. -
Nacido en una familia bávara de tradición militar, Karl Haushofer
(1869-1946) llegó a ostentar el rango de general del ejército alemán. Su figura
ha trascendido su perfil estrictamente profesional para convertirse literal-
mente en un personaje, envuelto en suposiciones, leyendas, proyección públi-
ca, ... que, en último término, posiblemente le costó la vida.
Su obra, y actividad, coinciden en gran medida con las ideas de Kjellén
respecto al presente y futuro alemán, que profundiza, por ejemplo, durante su
estancia oficial en Japón entre 1908-1910, país que le provoca admiración e
inspira ejemplaridad. 9 Pero también es fundamental el espejo del geógrafo
británico Halford Mackinder, en la medida que proyecta la imagen del cientí-
fico capaz de implicarse e influir en la política de su país e incidir en ella y de
despertar el interés de la población por los temas geopolíticos (Gallois, 1990).
Este afán de presencia y de proyección se traduce en diversas actividades e
iniciativas, empezando por su magisterio en la Academia Militar y siguiendo
por la creación del Instituto de Geopolítica de la Universidad de Múnich y,
conjuntamente con Ernst Obts, de la Zeitschrift für Geopolitik, la revista de
geopolítica que aglutinará un buen grupo de estudiosos alrededor del tema.
Su esfuerzo principal consistió en institucionalizar la geopolítica hasta
convertirla en un instrumento científico para el poder, para el estado: su idea
era que «la geografía política ha de sustituir la pasión política». Lógicamente,
la estela de Ratzel era patente en la aceptación del lebensraum como concepto
fundamental para la vida del estado. También el organicismo estaba presente
en su idea casi mística de «tierra y sangre» -de relación indisociable entre te-
rritorio y raza- que le relaciona en bastantes aspectos con Rudolph Kjellén.
Era debido a esta idea que considerase las migraciones y la urbanización
como perniciosas para el país y las personas, puesto que «es posible que ha-
gan la vida más fácil pero no mejor».
Como el estudioso sueco, Haushofer y sus discípulos entendían la geopo-
lítica no tanto como una rama de la geografía, sino como una teoría política.
La implicación directa con la política le llegará, pues, por convicción y por in-
ducción de su entorno, en el que se encontraba Rudolph Hess. Fue este desta-
cadísimo miembro del Partido Nacional-Socialista, quien, en 1921, puso en
contacto a Haushofer con Adolf Hitler, quien en un principio fue visto como
un hombre providencial para las teorías de la Geopolitik.
Sus obras, como El desarrollo geopolítico del imperio japonés (1921) o la
Geopolítica de las panregiones (1931), están muy marcadas, evidentemente,
por los avatares de Alemania, especialmente a partir de la finalización de la
Gran Guerra (1918). El Tratado de Versalles es para el Instituto de Geopolíti-
ca el principal objeto de controversia y el modelo territorial que establece y
la institución que lo avala, la Sociedad de las Naciones, serán sus primeros
adversarios. La misma existencia de la Sociedad supone una afrenta a su

9. Admiración y ejemplaridad que después de los trabajos de Haushofer, se invierte, con-


virtiéndose la Geopolitik en un modelo para el imperialismo nipón, aliado, además, como se
sabe, del alemán (Lizza, 1996).

40 GEOPOLÍTICA

concepción del estado, en la medida que significa la consolidación de un sta-


tus quo del sistema internacional contrario a la idea de unas naciones que
para vivir necesitan mantener siempre el dinamismo territorial, una ambi-
ción de crecimiento; renunciar a crecer, para Haushofer, es un síntoma de
decadencia y de destino hacia la subsidiariedad. En definitiva, Haushofer re-
fuerza el discurso de unificación de pueblo, lengua y cultura, y lo entiende
como una obligación de cualquier estado o, con más precisión, del estado
alemán.
Haushofer y su Instituto generan una representación del planeta, una
perspectiva geopolítica global en la que cuatro potencias han de asumir unas
«responsabilidades» internas: satisfacer la necesidades de sus habitantes, y
externas, organizar el mundo (Gallois, 1990; Ó Tuathail, 1996). Esta organiza-
ción consistiría en cuatro grandes áreas denominadas «pan-regiones»: Améri-
cana, responsabilidad de los Estados Unidos; Euro-asiática, liderada por Ru-
sia -cuando hubiera renunciado al bolchevismo-; Este-asiática, regida por
Japón; y, por supuesto, Euro-Africana como territorio de la nueva Gran Ale-
mania.
Pero la dimensión de Haushofer no puede llegar a comprenderse si no
se tiene en cuenta la función divulgativa tanto de la Revista como del Institu-
to de Geopolítica que fundó. El concepto ratzeliano del raumsinn reaparece
aquí como objetivo principal. Mediante el raumsinn, Haushofer y sus cole-
gas intentaban hacer penetrar el discurso del lebensraum en la población ale-
mana y la revista era un instrumento fundamental, sobre todo por su con-
cepción de contenidos populares y por el uso de la cartografía como método
gráfico de fácil comprensión (Lizza, 1996; Raffestin, 1995; Vives, 1951). Y, a
tenor de las reacciones de sus adversarios, parece que en buena medida lo
consiguieron.
Karl Haushofer se convirtió en un personaje casi popular, pero no sólo en
Alemania sino también en los Estados Unidos, donde encarnó la imagen de la
voracidad territorial nacionalsocialista. Como analiza exhaustivamente Gea-
róid ó Tuathail (1996), el general alemán fue protagonista de artículos en re-
vistas como Life, e incluso el Reader's Digest. Hollywood llegó a dedicarle su
atención en cortometrajes como Plan for destruction, donde se dramatizaba la
vida de Haushofer y se le presentaba como el cerebro territorial del nazismo, o
el primero de los «mil científicos» que se encontraban detrás de Hitler. Tam-
bién, desde Francia, se veía a Haushofer y a la Geopolitik como una aberra-
ción, absolutamente vinculada al nazismo. En este caso, además, se añadía la
distancia epistemológica de la escuela posibilista francesa respecto a la deter-
minista dentro de la cual se colocaba a Ratzel y sus seguidores.
Con el final de la Segunda Guerra Mundial, Haushofer quedó a merced
de estas opiniones y, por lo tanto, fue juzgado por los Aliados como uno de los
ideólogos del nazismo hasta acabar suicidándose junto a su esposa en 1946. 1 0
Con el paso de los años se ha ido matizando esta visión hasta, en ciertos mo-

10. Los años finales de Haushofer fueron realmente duros. Primero fue detenido por la
Gestapo como sospechoso de participación en un intento de asesinato de Hitler, hecho por el que
fue fusilado su hijo Albrecht. Más tarde, como se ha dicho, fueron los Aliados los que lo incrimi-
naron y fue juzgado en Nuremberg.

42 GEOPOLÍTICA

mentos y aspectos, oponerlo a la acción de Hitler. De hecho, el mismo Haus-


hofer, en 1945, escribió un texto en su descargo (Haushofer, 1998) donde ex-
plicaba sus opiniones y, por extensión, resituaba la Geopolitik. Respecto a las
primeras cuestiones, es evidente que, con la invasión de Polonia y el ataque a
la URSS de 1939 y 1940, el nazismo se distanciaba de Haushofer, ferviente de-
fensor de un entendimiento con Rusia -que el pacto Ribbentrop-Molotov pa-
recía avalar-. También contribuye a la revisión de Haushofer la aventura
nunca aclarada de la huida de Rudolph Hess en 1941, su mentor político e
«hijo» intelectual, cuando saltó en paracaídas sobre la Gran Bretaña, tal vez
con intención de negociar una paz sin derrota.
En cuanto a la Geopolitik, Haushofer intentó en este último texto ele-
varla a la esfera de la pura teoría, patriótica, pero teoría al fin y al cabo (Ko-
rinmann, 1991; Raffestin, 1995; Ó Tuathail, 1996). Con este argumento tra-
taba ni más ni menos de igualar la Geopolitik con cualquier otra geopolítica
y, en particular, la norteamericana. Tal vez sirva como síntesis del persona-
je la definición que dio de él Jaume Vicens Vives: «En definitiva: un ideal
conservador, posiblemente reaccionario y aristocrático, pero no dispuesto
a preparar el camino a la agresión hitleriana en Europa» (Vicens Vives,
1951, p. 50).
La figura de Haushofer ha eclipsado sin duda a otros protagonistas, o an-
tagonistas, de la Geopolitik. Tal vez el mejor perfilado, y que sobrevivió al ge-
neral bávaro, fuera Otto Maull (1887-1957), quien, en 1925, escribió otro texto
con el título de Geografía Política con un contenido menos determinista que
sus colegas y contemporáneos.
En definitiva, con la derrota del nazismo se acaba no tan sólo la Geopoli-
tik, sino también, en buena medida, la geopolítica y la geografía política aca-
démicas. La identificación de los tres términos fue total y arrastró detrás de
ella incluso al padre espiritual de toda la geografía alemana, Ratzel. Respecto
a si fue ésta una relación lógica y única del pensamiento geográfico alemán,
existen posturas en un sentido y otro (Raffestin, 1995). Fuera de dudas queda
que algunos elementos en común entre la Politische Geographie y la Geopolitik
eran evidentes, empezando por el nacionalismo y el imperialismo. Tal vez la
separación estuviera en el contexto histórico de ambas y en el valor dado por
una y otra a la violencia -incluso terminológica-. Quizás, repasando los
postulados de otras escuelas, pueda verse hasta qué punto Alemania fue ex-
cepción o norma.

4. ¿Hacia una geopolítica para «Occidente»?


La escuela angloamericana
Prácticamente en paralelo a los trabajos de Ratzel, en Estados Unidos y
en el Reino Unido, desde el entorno de la geografía, aparecen personajes cu-
yos intereses coinciden con los del ideólogo del lebensraum. Uno de ellos es el
almirante norteamericano Alfred T. Mahan (1840-1914), autor de La influen-
cia del poder marítimo en la historia. 1660-1783 (1890), un libro que consiguió
una difusión espectacular incluso a nivel internacional, hasta el punto de con-
vertirse en una de las referencias del propio Ratzel en su apoyo al poder naval
LA TRADICIÓN DISCIPLINAR. UN SIGLO DE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y DE GEOPOLÍTICA 43

alemán. Este libro intenta demostrar, recurriendo a la historia, el papel deter-


minante que para el dominio del mundo ha jugado el poder naval. Para
Ó Tuathail (1996), buena parte del suceso ha de buscarse en la capacidad de
encontrar un lenguaje y un tono, «de revelación», capaz de encandilar una so-
ciedad predispuesta a apoyar un rol de protagonismo de Estados Unidos en el
concierto internacional.
Su teoría -además de las estrictas reflexiones sobre la relación entre los
mares, los continentes y la potencia política- recoge lo que son constantes de
un determinado pensamiento histórico y social que también comparte Ratzel.
Para ó Tuathail (1996, p. 38), Mahan es el prototipo de un intelectual «próxi-
mo al poder, imperialista, egoísta, historicista, socialdarwinista...» y para
Raffestin (1995), se basa en postulados indemostrables, como el racismo y el
etnocentrismo occidental.
Pero más allá de estas visiones, o como resultado de ellas, la relevancia de
Mahan debe buscarse en su impulso para el cambio de timón en uno de los as-
pectos básicos de la idiosincrasia política norteamericana: el aislacionismo.
Efectivamente, Mahan abogaba por una redefinición de la política exterior de
su país que acabaría con la «doctrina Monroe» del ya lejano 1823, por la cual
Estados Unidos limitaba sus intereses internacionales al continente america-
no. Según él, debía acabarse con este aislacionismo por diversos motivos, el
primero de ellos por la inseguridad de su país ante la posibilidad de nuevos
adversarios, pero también por una cierta obligación como sociedad civilizada
frente a las sociedades bárbaras:

«Las propuestas de Mahan legitiman el colonialismo de finales del si-


glo XIX, relegando a un segundo plano las motivaciones económicas fundamen-
tales de la empresa colonial: Occidente debe asumir la misión de convertir los
pueblos de la tierra a su grandeza moral. Todo pasa a través de un remake formal
del espíritu de las Cruzadas. (...) Es por esto que Mahan desarrolla su discurso
de la superioridad racial, como fundamento de la superioridad de una civiliza-
ción y de su moral y que implica un derecho de injerencia y de expropiación en
favor de los pueblos más organizados» (Raffestin, pp. 104-105).

Como puede observarse, una interpretación que no alejan demasiado las


aportaciones, seguramente no del todo originales," de Mahan de las de Ratzel
ni, dicho sea de paso, de la mayoría de las opiniones del stablishment intelec-
tual de la época en los países industrializados. Alfred Mahan, de este modo, se
presenta como un antecedente para geógrafos políticos y geopolíticos en un
doble sentido, discursivo y aplicado. En cuanto a este segundo aspecto, su
propuesta de nueva política exterior norteamericana tendrá su incidencia du-
rante la presidencia de Theodore Roosevelt y, en consecuencia, en la guerra
contra España de 1898. En cuanto al discurso, Mahan es reconocible, además
de en Ratzel y sus derivados, en otro de los personajes clave en esta historia,
Halford Mackinder.

11. Respecto a Mahan, existen versiones de su personalidad y su obra que lo consideran


prácticamente un plagiario y, hasta cierto punto, un embaucador -llegó a ser llamado «nuevo
Copérnico»-, además de deplorar sus ideas racistas. Por ejemplo, véase las páginas que le dedi-
ca ó Tuathail (1996, pp. 38-43).

44 GEOPOLÍTICA

4.1. HALFORD MACKINDER O LA VISIÓN ANGLOSAJONA


Y OCCIDENTAL DEL PLANETA

Halford John Mackinder (1861-1947) representa un paralelo con Frie-


drich Ratzel por su influencia en la institucionalización de la geografía, en
este caso, en el Reino Unido, a través de la Royal Geographical Society, de los
estudios de geografía en la Universidad de Oxford y de la London School of
Economics (Capel, 1981; Ó Tuathail, 1996). A partir de aquí, su papel en la tra-
dición disciplinar es, sin duda, comparable al de Ratzel en su capacidad de
crear una línea de pensamiento original, si bien en gran medida opuesta a la
del geógrafo alemán.

aristócrata, explorador, político—. Sirva como ejemplo de ello el hecho de ser,


Su primer perfil como geógrafo británico es absolutamente canónico:

que se sepa, el primer hombre blanco en ascender, en 1899, al monte Kenya,


expedición en la que bautizó un valle con el nombre de «Mackinder Valley».
Pero, centrándose en su obra, la relevancia de Mackinder radica en su versión
de la relación espacio-tiempo, que le lleva a una interpretación de la histo-
ria universal con dimensión geográfica, sistémica, y a una escenificación de
todo ello.
Esta interpretación se estructura alrededor de tres fases, en cada una de
las cuales la hegemonía mundial se sustenta sobre una lógica territorial. La
primera de estas fases sería la precolombina, durante la cual las potencias
continentales de Asia eran las dominadoras. La fase colombina, en cambio,
estaría controlada por las potencias del mar: España, Portugal, Países Bajos y
el Reino Unido. Finalmente, Mackinder habla de una incipiente tercera fase
poscolombina, que se caracterizaría por una lucha entre las potencias conti-
nentales y las marítimas.
Estas ideas las expuso en su más que famosa conferencia de 1904 en la
Royal Geographical Society de Londres bajo el título de «The geographical pi-
vot of History», a la vez una reflexión teórica y una apelación a la sociedad bri-
tánica respecto al futuro de su imperio. Mackinder interpretaba que se asistía
a un cambio de época, la llegada de la fase poscolombina, que se caracteriza-
ba por una clausura de la geografía -que Joseph Conrad plasmó literaria-
mente- 12 derivada del total descubrimiento y toma de posesión del planeta.
Ante esta constatación, la nueva fase pasaba ineludiblemente por el enfrenta-
miento entre la grandes potencias imperiales. Debido a la perspectiva de con-
flicto, Mackinder identificaba un segundo aspecto de trascendencia epocal: la
mejora de las comunicaciones terrestres, básicamente gracias al ferrocarril,
que cuestionaban la hegemonía de las vías marítimas y, por lo tanto, de la
base del poder del imperio británico.
El geógrafo inglés ponía en relación estos cambios con una constante
geográfica de la historia universal, la existencia de un espacio que era deter-
minante para el control del planeta, lo que él llamaba el «pivote geográfico».

12. El fenomenal novelista británico de origen polaco plasmó en muchas de sus obras la Eu-
ropa de la segunda mitad del siglo xix y sus anhelos imperiales. Ello le llevó a sentenciar que la Geo-
grafia era «todavía militante pero ya consciente de su inminente fin con la muerte del último gran
explorador», en su texto de 1926 «Geografía y algunos exploradores» (citado por ó Tuathail, 1996).
Este pivote estaría situado en el centro del continente eurasiático, o «Isla
Mundial», de manera que quien lo controlase dominaría el mundo. Además
de la trascendentalidad del pivote, para Mackinder la geografía del poder se-
ría resultado de un balance entre otros tres espacios que definían la represen-
tación histórica y geográfica del planeta: lo que el llamaba Inner or marginal
crescent -Arco o creciente interior o marginal»- y las Lands of the outer or
insular crescent -Tierras o islas del arco o creciente exterior.
En 1904 el control del pivote estaría todavía en manos de las potencias
marítimas, en gran medida por su capacidad de controlar indirectamente este
eje geopolítico -basta recordar el mapa de enclaves del imperio británico- y
también porque no existiría ninguna potencia terrestre capaz de dominarlo.
Rusia, según Mackinder, era quien tenía una gran posibilidad futura de orga-
nizar la Isla Mundial («de hecho la coincidencia territorial entre ambos espa-
cios era casi perfecta»), pero era una potencia dormida sin capacidad de ren-
tabilizar su posición, a menos que los avances tecnológicos y sus esfuerzos en
consolidar grandes líneas ferroviarias lo facilitasen. Por eso, el escenario que
más temía el geógrafo británico era que pacífica o violentamente alguna otra
potencia lograse apoderarse del pivote.
Esta visión llevaba a Mackinder a reclamar para su país una reestructura-
ción del imperio que pasaba por una nueva política interior y por una nueva
política de alianzas internacionales. La dimensión interna implicaba un re-
planteamiento absoluto de uno de los fundamentos de la economía y, en bue-
na medida, de la sociedad británica: el sistema de libre mercado. En un nuevo
concierto internacional de competencia con imperialismos proteccionistas
-Alemania, Francia y, en ciernes, Estados Unidos-, el Reino Unido no podía
permitirse mantener abiertos sus mercados, cuando ya había empezado a
perder su hegemonía económica, como diría Kondratiev (Taylor, 1994). Con
13

13. Véase el apartado 4.1.


46 GEOPOLÍTICA

estas ideas, Mackinder se sumaba a otros ilustres políticos de su país -igual-


mente conservadores, como Cecil Rhodes, Joseph Chamberlain o Robert Ba-
den Powell- que abogaban por una idéntica solución, sin duda asimilable a
una concepción nacionalista o de, en palabras propias, national efficiency y
contra las opiniones de quienes defendían posiciones más progresistas y libe-
rales, como Hobson o Schumpeter (Taylor, 1994).
En lo referente a la política exterior, la lógica de Mackinder conducía al
establecimiento de una alianza entre las potencias del Mar -Reino Unido,
Canadá, Estados Unidos, Sudáfrica, Australia y Japón- y a conseguir la com-
plicidad del Arco interior -es decir, las penínsulas del continente Euroasiáti-
co-. Estas ideas las perfiló mejor en 1919, con la publicación del libro Demo-
cratic ideals and reality, cuando el área pivote pasó a denominarse Heartland, y
el sistema internacional ya había sufrido las convulsiones de la Primera Gue-
rra Mundial y de la Revolución rusa. Estos hechos, según él, reforzaban sus
teorías y hacían patente la importancia de Europa oriental como centro para
el dominio del Heartland. En definitiva, Mackinder intuyó buena parte del
mundo que se estaba dibujando no tan sólo a partir de la Gran Guerra, sino
también de la Segunda Guerra Mundial. Así lo sintetiza Pierre Gallois en esta
larga, pero precisa, cita:

«(...) lo que ha sido el centro de su pensamiento tal vez sea la revelación de


que las fronteras del "bloque soviético" han sido prácticamente las mismas que
las del Heartland.
Tanto un largo período histórico como los sucesos de los que es testimonio
directo trazan una línea de división entre el este y el oeste de Europa. Trazando
una recta desde el Adriático -dejando Venecia al Oeste- al Mar del Norte, al
este de los Países Bajos, Mackinder separa Europa en dos bloques irreductibles
(...). Ahí está la división entre el Heartland y el Coastland, entre aquellos del mar
y aquellos de la tierra. (...) quien domina Europa del este domina el Heartland,
quien domina el Heartland domina la más grande isla del mundo, y quien domi-
na ésta controla el mundo.
Es en el continente, a partir de la cabeza de puente del istmo europeo, don-
de las "Potencias del mar" deben organizar la defensa (...) contra el empuje de
las potencias de la tierra. La Alemania del mañana podrá participar en ella a me-
nos que no desemboque en una organización estática sin piedad (...). Entre el
Báltico y el mar Negro viven siete pueblos no germánicos, se deben erigir en es-
tados sostenidos por las potencias victoriosas, por la Sociedad de las Naciones,
de manera que garanticen la separación entre germánicos y eslavos.
Hace falta crear nuevos estados, y el geógrafo los dibuja en un mapa: Esto-
nia, Lituania, la Gran Bohemia, la Gran Serbia, los cuales, con Polonia, Hun-
gría, la Gran Rumania y Bulgaria separarán físicamente las potencias del litoral
de aquella que domina el continente» ( Gallois, 1990, pp. 253-254).

No hace falta añadir demasiadas palabras respecto a su intuición. Mac-


kinder dibujó, o preveyó, la Guerra Fría, un Occidente asociado a la democra-
cia, una Europa dividida, una Alianza Atlántica, ... Tal vez, por determinismo
y patriotismo, únicamente sobredimensionó la capacidad británica de liderar
este proceso.
LA TRADICIÓN DISCIPLINAR. UN SIGLO DE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y DE GEOPOLÍTICA 47

4.2. LAS BASES GEOPOLÍTICAS DE LA «PAX AMERICANA»

Efectivamente, a inicios de siglo xx el liderazgo mundial empezaba a des-


plazarse por primera vez hacia una potencia territorialmente extraeuropea,
los Estados Unidos. En los años transcurridos desde Mahan, este país se había
ido involucrando progresivamente en la geopolítica mundial hasta llegar al
punto sin retorno de la Gran Guerra, en la que tomó partido de manera deter-
minante. Esta implicación la realizó como potencia de primer orden, sin gre-
garismo, de manera que recogió el testigo del Reino Unido como articuladora
del mundo occidental.
Este nuevo rol conllevó la profundización de un discurso geopolítico nor-
teamericano, que partía de las bases del almirante Mahan, pero se desarrolla-
ba con claras influencias de las escuelas de la geografía política alemana y bri-
tánica en sus versiones de Ratzel y Mackinder. De estos dos maestros hereda-
ría tanto los elementos que comparten -organicismo, cierto determinismo fí-
sico, incluso socialdarwinismo- como alguno de los que les separan: la vi-
sión eurocéntrica de Mackinder, la metafísica y el imperialismo (o un cierto
imperialismo) del alemán.
Pero, tal vez, el catalizador que generó en un principio más discurso geo-
político en los Estados Unidos fue precisamente el auge de la Geopolitik, como
ya se ha apuntado en los párrafos dedicados a Haushofer. Es la agresividad
del nazismo lo que indujo en parte a los norteamericanos a crear sus propias
instituciones dedicadas a la geopolítica y a elaborar discursos de análisis y ac-
tuación en el concierto internacional. Cierto que es posible hablar de algunos
antecedentes dentro del campo de la geografía que aportan a la escuela nor-
teamericana elementos que, curiosamente, la vinculan con Ratzel y con el de-
14
terminismo (autores como Ellen Ch. Semple o Ellsworth Huntington). Aho-
ra bien, desde la geografía política, el primer nombre propio al que debe ha-
cerse referencia es Isaiah Bowman, representante del gobierno en las negocia-
ciones de Versalles, cofundador de la revista Foreign Affairs (1922) y autor del
libro de referencia The new world: problems on political geography (1921), aco-
gido en Alemania como una respuesta a la Geopolitik. 15 De hecho, Bowman
fue visto a menudo más como un geopolítico, en el sentido pragmático del tér-
mino, que no como un científico. Ante esta perspectiva él mismo elaboró su
respuesta en el artículo titulado Geography versus geopolitics (1942), en el que
denunciaba este segundo término por considerarlo pseudocientífico, expan-
sionista e inherente al nazismo.
La crítica a la Geopolitik fue el argumento primero de otros geógrafos,
como Robert Strausz-Hupé, para quien la escuela alemana era como un «án-
gel caído»; como Derwent Wittlesey, que la veía como consecuencia lógica de
una tradición intelectual secular; o como Hans Weigert que, contrariamente,
intentó «salvar» a Haushofer separándolo de la práctica nazi. Igualmente, Ni-
cholas Spykman, el personaje más destacado de la geopolítica norteamerica-

14. Especial relieve tienen las obras de Huntington Civilization and climate (1915) y The
mainspring of civilization, de 1945, donde el determinismo ambiental se convierte en ley para la
localización y el desarrollo de las civilizaciones.
15. Texto que, a su vez, fue replicado por Otto Maull en 1925.

48 GEOPOLÍTICA

na, criticó la metafísica de sus colegas germánicos, la sacralización de la fron-


tera y la instrumentalización de la violencia. Otra visión, con repercusiones a
medio plazo, fue la que introdujo Richard Hartshorne, quien, ya en 1935 -en
un artículo titulado Recent Developments in Political Geography- defendía
una separación entre la geografía y la política y abogaba por una ciencia geo-
gráfica neutral y pragmática, sin contaminaciones políticas.
Pero, evidentemente, el discurso geopolítico, o de geografía política, esta-
dounidense va más allá y se centra en la elaboración de una teoría para las re-
laciones exteriores del país, cierto que en primer lugar frente el nazismo pero
también, y con una continuidad, frente al comunismo a partir de 1945.
Spykman y Strausz-Hupé son los principales teóricos de este período y sus
planteamientos, similares, serán ciertamente influyentes en la posguerra y
posterior Guerra Fría. Spykman (1893-1943), de origen holandés, acepta en
buena medida la lógica de Mackinder y la dinámica del Heartland, pero su
punto de vista desde el otro lado del océano le inspira otras propuestas, enca-
minadas primeramente a incitar políticas intervencionistas de su país, en es-
pecial respecto a Europa.
Sus trabajos arrancan en los años treinta y, ya en 1935, fue el primer di-
rector del Yale Institute of International Studies, siempre con un ojo puesto en
el Instituto de Múnich de Haushofer. Sus planteamientos son hobbesianos en
cuanto a la naturaleza de las relaciones internacionales, por una visión del
conflicto como permanente -vivo o latente- e inevitable que marcará la
Guerra Fría. Su obra más conocida Geography of the peace (1944), es paradig-
mática en este sentido, puesto que su visión de la paz está claramente condi-
cionada por la necesidad de una tensión política que garantice un «equilibrio»
y una «estabilidad» en el escenario internacional (Raffestin, 1995). El equili-
brio pasaba por una estabilidad en el espacio que él denominó Rimland, la pe-
riferia del Heartland ya definido por Mackinder como inner crescent; sería ahí
donde se habrían librado las principales batallas para el dominio del mundo.
Por ello, para él, «dominar el rimland significa controlar el mundo», contradi-
ciendo a su referente británico. En definitiva, y en un sentido pragmático, el
interés de los Estados Unidos pasaría por evitar cualquier tipo de unificación,
pacífica o violenta, de Europa, mediante un mapa que garantizase el equili-
brio y la seguridad. En resumen:
«El principal objetivo de los Estados Unidos, tanto en tiempos de paz como
en tiempos de guerra, debe ser prevenir la unificación de centros de poder del Vie-
jo Mundo en una coalición hostil a sus propios intereses» (Spykman, 1944, p. 45).

Respecto a Strausz-Hupé, sus propuestas no difieren en exceso de las de


Spykman, sintetizadas en la idea de «balance de poder» expuesto en su obra
The balance of tomorrow (1945). Esta imagen de balance pone de manifiesto
una interpretación de la política internacional como equilibrio precario y di-
námico y, coincidiendo con Ratzel, que requiere de una constante acción.
Pero en Strausz-Hupé se profundiza otro aspecto fundamental y novedoso
que es la visión pragmática sin principios científicos, no metafísica, de la geo-
política: «un arte destinado a intervenir en la maquinaria de la dinámica de
las relaciones de poder» (Raffestin, 1995, p. 283).
LA TRADICIÓN DISCIPLINAR. UN SIGLO DE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y DE GEOPOLÍTICA 49

Llegados a este punto teórico y temporal, el peso de la Geopolitik se abate


sobre la geopolítica, de manera que ambas prácticamente desaparecen desde
un punto de vista académico y se sumergen en los despachos políticos y mili-
tares, allí donde se gestiona la Guerra Fría. Ni el estancamiento tenso de la po-
lítica internacional, ni la política interior -con la represión maccarthista vi-
gilante-, ni los nuevos paradigmas disciplinares, invitaban a especulaciones
académicas más allá de la «contención y la disuasión» ya diseñadas por
Spykman. Respecto a la geografía política, con esta denominación, la situa-
ción es más o menos la misma, debido igualmente a la asimilación con la Geo-
politik, si bien continuaron apareciendo algunos pocos trabajos con este título
o contenido, muchos de ellos bajo la estela de los análisis funcionalistas
-electorales, competenciales- del estado impulsados por Richard Hartshor-
ne. Se trataba, en definitiva, de una «geografía política sin políticos» (O Tuat-
hail, 1996).
Hasta finales de los años sesenta son muy pocos los trabajos en los Esta-
dos Unidos, y también en otros países, que explícitamente se refieran a estos
términos y sus temáticas. Únicamente, y como aportaciones relativamente in-
novadoras, destacan los trabajos del geógrafo francoamericano Jean Gott-
mann 16 y del geógrafo norteamericano Saul Cohen.
La aportaciones de Cohen (1964; 1973; 1982) tienden a diseñar un pano-
rama de la geopolítica más complejo que las visiones de «panregiones» o «dia-
léctica continente-mar» que sintetizan las escuelas alemana y anglosajona de
la primera mitad de siglo (Parker, 1985). Él habla de diversos escenarios rela-
cionados, pero jerarquizados, de manera que unos serían «geoestratégicos»,
de escala global, y otros «geopolíticos», de escala regional. Los primeros se-
rían, lógicamente, los definidos por la Guerra Fría, de influencia norteameri-
cana y soviética; y los segundos, unas áreas de cierta homogeneidad económi-
ca y cultural. En medio de estas regiones geopolíticas, Cohen identifica otras
tres -en su texto de 1982 eran Oriente Medio, Sudeste asiático y África sub-
sahariana- que denomina «cinturones de quiebra», esto es áreas de inestabi-
lidad debido a su división política entre bloques. Además, progresivamente,
Cohen reconoce la emergencia de estados o áreas que se aproximan en su ca-
pacidad de incidencia geopolítica a las dos superpotencias." La relevancia de
Cohen radica en una visión del mundo sin duda en clave norteamericana,
pero que cuestiona la política exterior llevada a cabo por su país e intenta, de
nuevo, influir en ella.

5. Las geopolíticas francesa, italiana y rusosoviética

Sin duda, las escuelas alemana y anglosajona de geografía política y de


geopolítica han sido las que más profundamente han marcado el perfil de es-
tas disciplinas. Es por ello que sus influencias han trascendido sus estrictos

16. En el apartado siguiente, dedicado a la geografía política francesa, se amplía somera-


mente la información sobre este autor.
17. Las investigaciones de Cohen han continuado en los años noventa, a partir de la caída
del Muro de Berlín. Estas nuevas perspectivas son comentadas en el capítulo 4.

50 GEOPOLÍTICA

ámbitos estatales y culturales para ser asumidos y adaptados en otros contex-


tos. Sin embargo, en otros países es posible encontrar pistas diversas de pen-
samiento y análisis igualmente interesantes, aunque con menor repercusión.
A continuación se analizarán muy someramente algunas de estas influencias
y perspectivas.

5.1. LA GEOGRAFÍA POLÍTICA FRANCESA,


ENTRE LA ESCUELA REGIONAL Y SUS CRÍTICOS

Primeramente, es de destacar que una escuela geográfica de la importan-


cia de la francesa quedase relativamente al margen de la geografía política y
de la geopolítica. Como es bien conocido, fue uno de los temas que marcaron
el debate disciplinar en este país durante los años setenta y primeros años
ochenta del siglo xx, cuando desde la geografía de base marxista se acusaba a
la escuela posibilista de Paul Vidal de la Blache (1845-1918), la hegemónica
en Francia, de naif y sometida al poder, pero sin reconocer vínculos ni inten-
ciones políticas (Lacoste, 1977).
Sin duda, estas críticas tenían su fundamento tanto a nivel teórico como
práctico, como demuestran los estudios de la polémica entre la geografía
francesa y la geografía alemana, con el determinismo ambiental y la metafísi-
ca como elementos de desacuerdo. En la medida en que la geografía política, y
posteriormente la geopolítica, germánica tenía sus raíces en el determinismo,
se generó, desde Francia, una respuesta académica de oposición frontal por
vía del posibilismo, en especial a partir de la Gran Guerra y del enfrentamien-
to entre ambos países. Son diversos los autores franceses que, en el primer ter-
cio de siglo, resaltan y denuncian a la Geopolitik porque «ha renunciado a su
espíritu científico y se ha colocado a la vanguardia de la propaganda naciona-
lista alemana (...). Es un instrumento de guerra» (Gallois, 1990, p. 30 citando
a Albert Demangeon). Desde Demangeon, pasando por el historiador Marc
Bloch hasta Jacques Ancel, 18 ésta fue la interpretación mayoritaria hecha des-
de Francia de la experiencia alemana.
Otros geógrafos posibilistas franceses pueden ser mencionados como au-
tores de trabajos geopolíticos, los más destacados André Sigfried y Camille
Vallaux, en este caso tanto por sus trabajos individuales, como Geografía
social, el suelo y el estado (1911) -con claros conceptos deterministas-,
como el que escribiera con Jean Brunhes en 1919 bajo el título Géographie de
En definitiva, tanto la geopolítica como la geografía política fueron re-
l'histoire.

chazadas en Francia, por su identificación con el determinismo y con la políti-


ca exterior alemana, como mínimo desde instancias académicas.
Sin embargo, es bien conocida la evolución de la polémica, lógicamente
virtual, entre los geógrafos radicales franceses de los años setenta y la escuela

18. Quien en 1936 publicó una Géopolitique, de base posibilista, que compartía con sus
colegas alemanes una visión conflictiva de la relaciones internacionales (Vicens Vives, 1951; Ga-
llois, 1990). Fueron precisamente las fuerzas de ocupación alemanas las que lo asesinaron du-
rante la Segunda Guerra Mundial.
LA TRADICIÓN DISCIPLINAR. UN SIGLO DE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y DE GEOPOLÍTICA 51

regional de inicios de siglo: desde la crítica sin fisuras hasta llegar a un cierto re-
conocimiento, sobre todo de su gran maestro Vidal de la Blache. El redescubri-
miento por parte de Yves Lacoste del texto La France de l'Est (1916), de Vidal de
la Blache, fue el hecho fundamental para el cambio de valoración (Pujol y Ribas,
1989); de hecho, Lacoste acusa a la geografía académica de su país de haber es-
condido todo lo que insinuara una relación entre la ciencia y la política:

«Las reflexiones geopolíticas las hacen periodistas, diplomáticos, milita-


res, pero a veces también geógrafos universitarios, estos últimos operando con
una separación casi total entre sus trabajos geopolíticos y aquellos que juzgan
de "científicos". Esta dicotomía es particularmente neta en Mackinder o sobre
todo en De Martonne quien fue negociador (...) en el Tratado de Versalles (...).
De Martonne no hizo jamás mención de sus trabajos geopolíticos dentro de la
lista de sus trabajos científicos. Esta exclusión sistemática de la política del
campo de la geografía explica que los geógrafos franceses hayan olvidado total-
mente no sólo la gran obra de Elisée Reclus, sino también que su corporación
haya escamoteado el último libro del padre de la escuela geográfica francesa, Vi-
dal de la Blache (...) (que es también su gran libro)« (Lacoste, 1979, p. 288).

Como se puede leer, Lacoste cita a Reclus, al que reivindica también


como antecedente de otra geografía política, en el sentido adquirido por la
geografía radical de los años setenta, de compromiso, denuncia del poder, ...
Una línea disciplinar que se ha considerado como la derrotada frente a la «ofi-
cial» de Vidal de la Blache (Lacoste, 1977; 1978; Ó Tuathail, 1996). Otro de los
personajes que Hérodote rescata del olvido académico es el geógrafo comunis-
ta Jean Dresch, al que la revista dedica el número 11 (1978), sobre la geografía
y el anticolonialismo.
Después de la Segunda Guerra Mundial, son muy pocos los nombres que
desde Francia hacen referencia explícita a la geografía política. El politólogo
Raymond Aron es uno de ellos, en el contexto de sus estudios sobre los siste-
mas políticos, las relaciones internacionales y la naturaleza del estado (Ga-
llois, 1990). Otro caso singular es sin duda el polifacético geógrafo Jean Gott-
mann, antes mencionado, quien, en precisas palabras de López Trigal y Beni-
to del Pozo (1999, p. 46), «elabora el concepto de iconographie-circulation me-
diante el cual estudia la dinámica del sistema político espacial, analizando, al
igual que Hartshorne, las fuerzas de cohesión y de división en el interior del
estado (...)». Ambos, Hartshorne y Gottmann, marcaron en gran medida la
geografía política que se desarrolló entre los años cuarenta y sesenta. Tam-
bién se debe mencionar a Pierre George, que actúa como eslabón intermedio
entre la geografía regional y las ideas marxistas de las que beben autores
como Lacoste o Claval.
Este panorama cambia radicalmente a partir de los años setenta con la
aparición de Paul Claval y la «Geografía del Poder» y de Lacoste (durante los
sesenta) y todo el grupo de geógrafos marxistas que se agrupan en torno a la
revista Hérodote, fundada en 1976. Puede afirmarse que, desde esta tribuna,
impulsan una nueva y compleja escuela que reclama una politización de la
geografía sin ambages, sin acotarla a ningún género de subdisciplina, llámese
geografía política o geopolítica (Lacoste, 1986) -con incidencia en países ve-
cinos como Italia o, en menor medida, España- y con grandes polémicas in-

52 GEOPOLÍTICA

ternas y externas. En este sentido, el geógrafo suizo Claude Raffestin (1995),


desde el desacuerdo con la línea de Hérodote, ataca duramente la nueva géopo-
litique francesa por considerarla contradictoria, corporativista e, incluso,
«una ciencia nacionalista francesa» (Raffestin, 1995, p. 294). Como contrape-
so, Lacoste y sus colegas reciben adhesiones, como por ejemplo la de la nueva
geopolítica norteamericana, que ve en Lacoste a un regenerador de la discipli-
na que abre las puertas a lecturas críticas de la tradición disciplinar, conju-
gando la paradoja de perspectivas marxistas de la realidad con instrumentos
deconstruccionistas propios de Foucault. 19

5.2. LA GEOPOLITICA ITALIANA

Si, a pesar de lo dicho, no se habla de una escuela de geopolítica francesa


-sería tal vez una escuela implícita-, más difícil será todavía hacerlo al refe-
rirse a otros países. Más bien, lo que se encuentra es una asimilación y adapta-
ción de conceptos anglosajones o germánicos a realidades como la italiana, la
rusa/soviética, o la española. Esto significa que las ideas del espacio vital, el or-
ganicismo, el nacionalismo, las justificaciones del colonialismo, del equilibrio
en tensión de las relaciones internacionales, el determinismo, ... son comunes a
la mayoría de discursos geopolíticos académicos u oficiales. En concreto, en el
caso italiano, la influencia, primero ratzeliana y más tarde de la Geopolitik, pa-
rece bastante evidente (Raffestin, 1995) y sus protagonistas, en general, inten-
tan marcar distancias, no tanto en el contenido, sino más bien en las formas.
Según Claude Raffestin, para la interpretación de la geopolítica italiana se
necesita una contextualización que pasa por diversas debilidades derivadas del
proceso de unificación del país y por una serie de nostalgias y resentimientos in-
ternacionales. La asimetría del país entre el norte y el sur, la disparidad de las
burguesías, su fracaso en la consecución de colonias -con el desastre de Adua,
Etiopía, de 1896, como punto de referencia-, su hasta cierto punto frustrante
participación en la Gran Guerra -con ambigüidades iniciales en sus alianzas e
insatisfacción por el resultado de Versalles, que lleva a Gabrielle d'Annunzio a
ocupar simbólicamente Rijeka/Fiume, en la actual Croacia-, la crisis de la pos-
guerra, ... Todo ello fomenta, a principios de los años veinte, un discurso de exal-
tación del pasado imperial romano y del nacionalismo -que se contrapone al
avance en el país de las tesis internacionalistas de socialistas y comunistas (el
Partido Comunista Italiano se fundó en 1922)-, alimentado además por el para-
dójico influjo del Futurismo, 20 con su exaltación de la violencia y su mística este-
ticista.
19. Sin duda, es antológica la entrevista que la redacción de Hérodote realizó en 1976 a
Michel Foucault, donde se ponía en relación la visión radical de los vínculos entre la geografía y
el poder con un tema tan próximo al filósofo como es el conocimiento. De hecho, la lectura de la
geografía regional francesa que realiza Lacoste en La Geografía, un arma para la guerra (Lacoste,
1977) tiene ciertas vinculaciones con la teoría crítica foucaultiana.
20. Como se sabe, el Futurismo es un movimiento artístico/ideológico nacido en Italia y
fundamentalmente italiano de exaltación mística del progreso. Un progreso industrial, mecani-
cista, socialmente aclasista y totalitario, revolucionario respecto a la sociedad burguesa y con-
trario a la dialéctica marxista, a la que se opone violentamente. Su principal teórico fue Tom-
masso Filippo Marinetti, autor del Manifiesto Futurista en 1909.
LA TRADICIÓN DISCIPLINAR. UN SIGLO DE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y DE GEOPOLÍTICA 53

El resultado es la llegada del fascismo al poder, armado con un discurso


geopolítico que recoge todas estas frustraciones y las vehicula en una doble
dirección, bastante similar a la de la Geopolitik alemana -no en vano el dicta-
dor Benito Mussolini definía el fascismo como «una voluntad de poder y de
i mperio» (Raffestin, 1995, p. 174)-. Por un lado, esta geopolítica es interpre-
tada y utilizada como instrumento de propaganda y de cohesión en torno al
régimen, contando con que uno de sus primeros y más importantes teóricos
fue Giuseppe Bottai, ministro de Educación de Mussolini y fundador en 1939
de la revista Geopolitica, juntamente con el conde Ciano -ministro y cuñado
del Duce-. Por otro lado, la geopolítica italiana tiene como objetivo la reivin-
dicación colonial, imperial, centrada en un espacio vital mediterráneo que
permitiría una soñada autarquía, con las ya clásicas reclamaciones sobre
Istria y la costa dálmata, además de Albania y Grecia e importantes áreas del
norte de África.
El alineamiento con la Geopolitik se acentuó a partir de 1936 con los
acuerdos del Eje Roma-Berlín -año en el que Mussolini proclama el impe-
rio-, a pesar de que, tanto desde los protagonistas académicos, entre los que
destaca Umberto Toschi, como políticos, se insiste en intentar marcar dife-
rencias con la escuela alemana y, en concreto, con Haushofer, más por moti-
vos nacionalistas que no por contenidos reales. Pero, incluso en sus términos
más extremos, como el racismo, 21 este alineamiento se produce sin explicita-
ción pero sin reparos, siendo Toschi, uno de los personajes clave de la geogra-
fía italiana de este siglo, quien más literatura aporta al respecto.`
Con la rápida y progresiva ruina del régimen, favorecida por el desastre
i mperial -pérdida de Abisinia, derrotas del Eje en Libia, desastres en Grecia
y Albania- el discurso, propio o no, de la geopolítica italiana también desa-
parece y, como la Geopolitik, acaba siendo identificada con un régimen deter-
minado.

5.3. LA LÓGICA TERRITORIAL RUSOSOVIÉTICA

Otro contexto académico y político a reseñar, todavía más brevemente, es


el de la tradición rusosoviética, como mínimo por su relevancia en el orden in-
ternacional de buena parte del siglo xx. Como en la mayoría de los casos, esta
tradición no dispone de fuentes demasiado distintas de las que alimentaron
otros discursos. Por ello, como se decía para Italia, conceptos como los de «es-
pacio vital», «organicismo», «nacionalismo», «determinismo», ... serán tam-
bién comunes, si bien la incursión del internacionalismo comunista a partir
de la Revolución de 1917conllevará ciertas singularidades.
Si durante el siglo xVIII Rusia hizo una apuesta por la occidentalización
al aproximar al mar su nueva capital -Petrogrado- y huir de su continentali-
dad, a lo largo del siglo XIX el discurso geográfico y político ruso, y el intelec-
21. No debe olvidarse que, en 1938, se publica el Manifesto di difesa della razza, de exalta-
ción de la raza «aria italiana», y se empiezan a promulgar leyes al respecto.
22. Umberto Toschi es uno de los geógrafos que superó el «fin» del fascismo, al que se ha-
bía adscrito más o menos entusiásticamente, y consiguió mantenerse en una cierta vanguardia
disciplinar, publicando hasta los años sesenta textos de geografía política (Lizza, 1998).

54 GEOPOLÍTICA

tuai en general, se mueven en una doble vía que acabará en gran medida coin-
cidiendo (Heffernan, 1998). Por un lado, el paneslavismo, como aspiración
cultural y política -romántica y nacionalista- que implicaba una oposición
a los cánones culturales occidentales, considerados decadentes por abrazar
ideales exclusivamente materialistas e individualistas (Heffernan, 1998,
p. 80). Por otro lado, sobre todo durante la segunda mitad del siglo, se desa-
rrolla otro discurso de «misión nacional», pero en este caso hacia el este, ha-
cia el Pacífico, un territorio visto como una especie de terra incognita abierta y
sin frontera ni física ni política, al estilo del Go west americano. Esto propició
una política oficial de expediciones científicas de exploración hacia Siberia y
Asia central, realizadas principalmente desde la Academia de las Ciencias
pero también, posteriormente, desde los ministerios de carácter militar y la
Sociedad Geográfica Imperial fundada el 1845 (Capel, 1981). Este proceso de
construcción estatal está en el origen de la pregunta que reiteradamente se ha
planteado respecto a Rusia sobre si se trata de un estado o de un imperio (Bas-
sin, 1988; 1991).
Las dos líneas sumadas acaban configurando un planteamiento territo-
rial similar al ratzeliano, de consolidación de un espacio nacional de base cul-
tural -eslava y ortodoxa- para, a continuación, ir en busca de un lebens-
raum natural. El resultado sería una Rusia dominadora de todo el espacio
central del continente euroasiático; es decir, más o menos el Heartland pro-
puesto por Mackinder.
Estas mismas encrucijadas de la geopolítica rusa permanecerán prácti-
camente constantes durante todo el siglo xx, naturalmente con el salto cuan-
titativo y cualitativo de su transformación en una primera potencia mundial
como Unión Soviética. Este rol inédito para el país y desde esta perspectiva
ideológica conlleva nuevos planteamientos o nuevas perspectivas sobre los
preexistentes, empezando por la crítica leninista al imperialismo. Esta críti-
ca, plasmada en El imperialismo, fase superior del capitalismo (Lenin, 1974,
edición original de 1916), se fundamenta en el análisis del capitalismo reali-
zado por Lenin, el de la fase de «monopolismo financiero». Según él, el im-
perialismo no resultaría de una perversión del capitalismo -interpretación
de los críticos liberales como el británico Hobson o Schumpeter, ya mencio-
nados-, sino que sería una consecuencia del mismo; o, mejor dicho, el re-
sultado final.
Por su base marxista, el análisis de la situación internacional de inicios
del siglo xx que hace Lenin estará marcado por la lucha de clases, de manera
que el imperialismo es interpretado como un instrumento de las oligarquías
financieras para conseguir una cohesión interna de la sociedad nacional y una
ampliación mercantilista de los mercados a escala internacional. En definiti-
va, Lenin ve como única salida a este nuevo mecanismo de explotación y do-
minación social la revolución socialista e internacionalista, de solidaridad en-
tre clases oprimidas. Desde esta perspectiva: «¿cómo los ideólogos soviéticos
podían admitir que el espacio geográfico es un elemento fundamental del po-
der de los estados cuando, para ellos, el único motor para la evolución de las
sociedades es de orden socioeconómico?» (Romer, 1987, p. 107).
Esta misma base marxista, pero debidamente manipulada por las ansias
de consolidar un poder autoritario, es la que pone en movimiento la geopolíti-
LA TRADICIÓN DISCIPLINAR. UN SIGLO DE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y DE GEOPOLÍTICA 55

ca soviética estalinista de «reordenación» del espacio interno, a pesar de los


discursos del propio Stalin sobre el nacionalismo y el derecho a la autodeter-
minación de los pueblos (Nogué, 1998). Unas políticas que desplazaron a mi-
llones de personas con el afán de desdibujar territorialmente a los grupos étni-
cos y culturales del mosaico soviético.
Pero, a pesar de las coincidencias conceptuales y de objetivos, la geogra-
fía política y la geopolítica son vistas desde la Unión Soviética como instru-
mentos germánicos y anglosajones destinados precisamente a la opresión del
pueblo ruso y de sus intereses estratégicos, hasta cierto punto una interpreta-
ción difícilmente rebatible. Piénsese si no, por parte alemana, en las ideas de
Ratzel y de la Geopolitik del espacio vital, en relación con la integración de los
pueblos eslavos; y, por parte anglosajona, en las ideas tanto de Mackinder
como, por ejemplo, las de Spykman que diseñan el escenario de la Guerra Fría
y la confrontación con la URSS.
Sin embargo, no por ello la Unión Soviética renuncia a un ejercicio teó-
rico y práctico análogo al de la geopolítica, sin utilizar este término, incluso
enlazando con algunas de las constantes del período zarista antes menciona-
do: desde la consolidación de un glacis en torno al estado -¿o imperio?-
ruso hasta la necesidad de garantizar el acceso a mares cálidos. En síntesis,
según Manuel Castells (1998, vol. III) el modelo geopolítico soviético es el de
los cinco círculos concéntricos de zonas de seguridad propuesto por A. M.
Salmin -padre de la geografía académica rusa (Capel, 1981)-: el núcleo es
Rusia y a partir de ella se estructuran las repúblicas autónomas, las demo-
cracias populares vecinas, los estados satélites y el movimiento comunista
internacional.
Pero la nueva condición, a partir de la Segunda Guerra Mundial, de po-
tencia mundial obligará a la URSS a plantearse nuevas situaciones y cosmovi-
siones que se harán desde lo que llamaban la «Geografía Política y Militar»
( Romer, 1987). Y estos planteamientos, en sus aspectos finales, no diferirán
en exceso de los que se pudieran hacer desde los Estados Unidos hasta el final
de la Guerra Fría. Desde entonces, y en este cambio de milenio, la geopolítica
soviética tal vez está viviendo un proceso de regresión discursiva, de retorno
-posiblemente como reacción a políticas occidentales que considera humi-
llantes- a las tentaciones aislacionista y paneslavista.
Hasta aquí, antes de llegar al caso español, el repaso de unas pocas de las
tradiciones geopolíticas de diferentes países. En este recorrido han quedado
al margen algunas escuelas importantes. Tan sólo para dejar constancia de
ello, queremos mencionar dos de ellas: la primera es la reflexión, y práctica,
japonesas, muy importantes como mínimo hasta la Segunda Guerra Mundial
y que se ha citado como referente de la Geopolitik. La segunda no es exacta-
mente una escuela, sino un ámbito territorial, el latinoamericano.
Efectivamente, América Latina ha sido un ámbito donde la geopolítica ha
tenido una importante presencia, tanto por prácticas autóctonas como por
ser objeto de prácticas ajenas, especialmente dentro del contexto de la doctri-
na Monroe y de la Guerra Fría (López, 1986). Las autóctonas, siempre desde
la generalización, como mínimo desde los años cincuenta han tenido una sin-
gular inspiración en, por un lado, la geopolítica norteamericana y, por otro
lado, en la escuela de la Geopolitik, ambas siempre muy marcadas por el pen-

56 GEOPOLÍTICA

samiento militar.` De la primera asume el anticomunismo y la Pax Americana


y de la segunda aspectos como el nacionalismo, el organicismo y el espacio vi-
tal. Así, el subcontinente ha sido desde los años cincuenta hasta los noventa
tanto escenario de conflictos parciales de la Guerra Fría -y aquí entra la lógi-
24
ca norteamericana difundida desde la Escuela de las Américas de control del
avance del comunismo- como conflictos interestatales que tienen mucho
que ver con el espacio vital: desde el conflicto entre Chile y Argentina en la Tie-
rra de Fuego, hasta el conflicto entre Perú y Ecuador, pasando por la guerra
entre El Salvador y Honduras, las disputas entre Colombia y Nicaragua o Ve-
nezuela y Colombia.
Pero tampoco deja de ser paradójico que en este contexto tan marcado
por las estrategias y tácticas norteamericanas y sus pleitesías, el nacionalismo
institucional -entre políticos y militares- y social, haya habido también su
vertiente antiyanqui, para decirlo en términos propios. Es perceptible en
Argentina (tal vez como herencia del general Perón), en Perú y en Panamá.
(Díaz Loza, 1983).

6. La geografía política y la geopolítica en España.


La aportación de Jaume Vicens Vives

La geografía política y la geopolítica españolas comparten muchas de las


características que han marcado la aparición y desarrollo de las tradiciones
que se han comentado hasta este momento. Es por ello que las escuelas ale-
mana, anglosajona y británica serán reconocibles en los trabajos de los prota-
gonistas españoles. Sin embargo, una situación del país sin parangón en el en-
torno europeo de principios del siglo xx marcará el «tono» de estos trabajos.
En concreto, la pérdida de las colonias y la crisis de la política de la Restaura-
ción (Bosque Maurel y otros, 1984; Reguera, 1990; Raffestin, 1995). Ello signi-
fica que los primeros pasos de la geografía política en España han de avanzar
inmersos en un contexto de replanteamiento de la identidad del país y de sus
objetivos colectivos.
Estos replanteamientos pasan por diversas vías, la más importante de las
cuales, a efectos de la disciplina geográfica, será la del regeneracionismo. Des-
de este impulso político e intelectual la geografía se cuestiona el carácter y las
potencialidades del país y, también, sobre cómo reorientar su rol internacio-
nal, imperial, ante las potencias europeas.
Para ello, la geografía española se alimenta fundamentalmente de las dos
escuelas más importantes, la alemana y la francesa, cada una con sus represen-
tantes, hasta que la aparición de la Geopolitik generará algunas adhesiones y re-
chazos bastante radicales. Así, es posible identificar claramente a principios de
siglo xx unas aportaciones de influencia ratzeliana, en especial en los trabajos
de Gonzalo de Reparaz -fundador, con Joaquín Costa, de la muy regeneracio-
23. En este sentido, es muy ilustrativo el texto de Thomas Varlin (1977) Pinochet geógrafo,
publicado en Hérodote.
24. La Escuela de la Américas fue hasta los inicios de los años noventa el principal centro
de formación de militares latinoamericanos. De allí salieron una buena parte de los dictadores
militares que dominaron el panorama político del área durante casi cuarenta años.
LA TRADICIÓN DISCIPLINAR. UN SIGLO DE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y DE GEOPOLÍTICA 57
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nista Sociedad de Geografía Colonial y Comercial-, Emili Huguet del Villar y
Leonardo Martín Echevarría, y otras aportaciones más vinculadas a la geogra-
fía regional francesa con geógrafos como Eloy Bullón y Amando Melón (Regue-
ra, ra, 1990; Raffestin, 1995). Esta dualidad de escuelas, según Amando Melón,
queda reflejada en el título de la primera cátedra de geografía en España, deno-
minada de «Geografía Política y Descriptiva», ocupada por Eloy Bullón.
De la primera línea, la germánica , el discurso preeminente tiene unos ar-
gumentos fundamentales que Claude Raffestin (1995) sintetiza en la necesi-
dad de expansión territorial por dos vías: algún tipo de iberismo de manera
que se resuelva la «anormalidad» de la frontera portuguesa (según Huguet del
Villar la mejor salida al mar posible para España); y la expansión colonial ha-
cia África. En definitiva, tanto Reparaz como Huguet del Villar creen que el
problema fundamental de España radica en una cuestión de espacio vital, de
limitaciones geográficas para el desarrollo del potencial social y económico
del país.
Reparaz, además, iba más lejos que Huguet -quien hacía una lectura
más estrictamente determinista- al plantear una crítica de la política colo-
nial histórica de España, del error de encararla hacia el continente americano
en lugar de una expansión africana menos arriesgada y más rentable. Según
él, la aventura americana era «calaveradas ultramarinas, fecundas en gloria y
estériles en provecho».
Por contra, África sería el continente idóneo, en concreto la zona del Ma-
greb, para una nueva dimensión territorial de España, puesto que, tanto para
Reparaz como para Huguet, sería su extensión «natural»:

«Cualquier habitante de la Península podría establecerse sin problemas de


aclimatación en la zona del Rif, y especialmente los levantinos, andaluces y ca-
narios estaban en condiciones de habitar más hacia el sur y en todo el Sahara
sin la menor dificultad» (Reguera, 1990, p. 93 citando a Reparaz).
«Es un hecho científicamente demostrado que entre la población de Espa-
ña y la de Marruecos hay una marcada fraternidad antropológica; en uno y otro
país la raza iberoafricana, más o menos mezclada con semitas, constituye el
fondo» (Huguet del Villar, 1969, 25 p.87).

En la cita anterior puede encontrarse otro de los elementos característi-


cos de la geografía alemana asimilados en España, el de la raza como factor
biológico fundamental para encarrilar lo que ya podría llamarse nueva geopo-
lítica. Este discurso racial además, y también con parangón internacional, ali-
menta las interpretaciones organicistas -en especial de Leonardo Martín
Echevarría, traductor de Kjellén-,26muy importantes como respuesta a un es-
tado con problemas de identidad.
Pero no todo este discurso será realizado por geógrafos, sino que también
intervienen otros colectivos, como los diplomáticos y, sobre todo, los milita-
res, que en la teoría y en la práctica asumen estos postulados. El fracaso del

25. La primera edición es de 1914.


26. Recuérdese, además, que con el fin y el inicio de siglo se fundan los primeros partidos
regionalistas en Cataluña (la Lliga) y en Euskadi (el Partido Nacionalista Vasco), los dos expre-
sión de un descontento de las burguesías más dinámicas del estado.

58 GEOPOLÍTICA

regeneracionismo y del resto de intentos de modernización del país, así como


de la nueva política colonial, encontrará precisamente en los militares africa-
nistas, entre ellos el general Francisco Franco, un caldo de cultivo para la
reacción y la revuelta contra el gobierno republicano en 1936.
A partir del final de la Guerra Civil la geografía política y, especialmente,
la geopolítica vivirán unos breves años de esplendor, fruto de un nuevo estado
muy marcado por sus vínculos con el Tercer Reich nazi y con el fascismo ita-
liano. A pesar de ello, lo destacable será tanto la asimilación de la Geopolitik,
en especial desde las instancias oficiales y la llamada Geografía Militar, 27
como su rechazo, expresado con decisión desde la geografía académi-
ca. Como caso excepcional cabe resaltar el del historiador Jaume Vicens Vives
quien, partiendo de devaneos con la escuela alemana, acaba en una visión
más o menos singular y positivista de la geopolítica.
Para todos ellos es importante la creación, en 1939, del Instituto Juan Se-
bastián Elcano, como sección del Consejo Superior de Investigaciones Científi-
cas, y su revista Estudios Geográficos. En ella se expresan en especial los investi-
gadores opuestos a la Geopolitik, con Amando Melón como más elocuente de-
tractor. Esta oposición se argumenta en parte por la «no cientificidad» de la es-
cuela alemana, por ser una desviación de la recta geografía; Melón, incluso, la
llega a adjetivar como «formación cancerosa o tumor maligno de la Geografía
teutona». No deja de ser interesante el hecho de que en los primerísimos años
cuarenta, desde una situación política de plena sintonía entre el franquismo y
el nazismo, y aun cuando la Guerra Mundial todavía era incierta en su resulta-
do, la geografía oficial española mantenga esta postura de distancia.
Esta paradoja se disipa en parte, si se considera que el distanciamiento de
la Geopolitik también se basa en una crítica al determinismo y el materialismo
que conlleva, opuesto a la providencia y a la voluntad humana: «el considerar
a la geopolítica como ley suprema de los pueblos o humanidad lleva, como
por la mano, a un agrio materialismo». Sin embargo, tanto Melón como el res-
to de geógrafos de la época aceptan algunos aspectos de la escuela más direc-
tamente ratzeliana, en especial el lebensraum, que permitía, en consonancia
con la tradición española, justificar la necesidad de consolidar las colonias
norteafricanas:
«La palabra imperio tiene a mi juicio tres acepciones: primeramente, signi-
fica soberanía plena, absoluta, que no admite meditaciones, ni políticas ni cul-
turales, y con la aspiración de un contenido ecuménico de orden espiritual o
económico: éste es el sentido que tiene el imperio de España en boca de su es-
tructurador: también a este concepto responde el imperio ítalo-etiópico (...)»
(Melón, 1941, p. 16).

En definitiva, un equilibrio singular, muy adaptado a las circunstancias


del país y a su evolución. Tal vez el ejemplo más claro de esta situación sea Vi-
cens Vives. De él surge seguramente la aportación más original, o la única con
originalidad, hecha desde España a la epistemología de la geopolítica.
El historiador Jaume Vicens Vives (1910-1960) empezó a interesarse por
27. Con José Díaz de Villegas como estandarte con su Geografía militar de España. Países
y mares limítrofes, del 1936, prologado por Franco.
LA TRADICIÓN DISCIPLINAR. UN SIGLO DE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y DE GEOPOLÍTICA 59

la geopolítica desde los primeros años treinta y, en concreto, por la emergente


escuela alemana, como «medio para aproximar la Geografía y la Historia»;
puesto que «en definitiva la geopolítica debe ser una síntesis de las causas geo-
gráficas e histórico-políticas de la dinámica espacial de las sociedades» (Vi-
cens Vives, 1940). Además, Vicens Vives demostró un particular interés por
los instrumentos de representación de la Geopolitik, de manera que sus dos li-
bros dedicados a la geopolítica, y antes aún en sus artículos en la revista Desti-
no, cuentan con capítulos centrados en la cartografía.
En el primero de estos trabajos España. Geopolítica del Estado y del Impe-
rio (1940), los instrumentos de la Geopolitik -él mismo fue colaborador espo-
rádico de la Zeitschrift für Geopolitik, y también de la Geopolitica italiana-
son reconocidos y utilizados sin demasiadas distancias para analizar la cons-
trucción histórica del espacio español hasta llegar a una argumentación, por
vía del espacio vital, del destino imperial del país:
«Espacio vital y tendencia Geopolítica... Expresiones de un nuevo sentir de
Europa, a través del cual el hombre europeo espera afianzar su personalidad
humana y su carácter nacional antes de lanzarse, por vez tercera, por los am-
plios caminos del Ecumene, a la colonización y conquista de nuevos paisajes
para su vida, su genio y su cultura» (Vicens Vives, 1939).
«España no puede limitarse a ser la cabeza de puente de América en Euro-
pa. Ha de recabar para sí sola, exclusivamente, el honor y la gloria de estructu-
rar la Hispanidad en el Universo» (Vicens Vives, 1940, p. 211).
El segundo libro de contenido geopolítico será Tratado General de Geopo-
lítica (1951), y ya en el prólogo afirmaba:
«El vértigo de la altura mareó a los geopolíticos alemanes, quienes se so-
metieron, algunos de grado, otros por fuerza, a las tronitronantes directivas que
les llegaban del Ministerio de Propaganda (...). Fue un craso e imperdonable
error, una traición a sí mismos y a la joven ciencia que cultivaban. Después so-
brevino la catástrofe (...). .
Los sucesos posteriores han puesto de manifiesto la perduración de los
motivos geopolíticos (...) por una ciencia que no había sido acunada por los ale-
manes, sino precisamente por aquellos que siempre han demostrado un interés
más vivo por los problemas de las relaciones internacionales: ingleses y nortea-
mericanos» (Vicens Vives, 1951, pp. 6-7).
Entre un texto y otro, Vicens Vives -que, por otro lado, había sufrido re-
presalias por el franquismo-, además de profundizar en el conocimiento de
la geografía política y de la geopolítica, de las que hace una excelente y amplia
interpretación en el libro de 1951, se aproxima a las escuelas historiográficas
de los Annales y de Arnold Toynbee (Bosque Maurel y otros, 1984; Fabre y Vi-
llanova, 1997). De la primera de ellas, y más concretamente de Fernand Brau-
del, adopta el nombre de geohistoria, «la ciencia geográfica de las sociedades
históricas organizadas sobre el espacio natural», distanciándose de un térmi-
no, geopolítica, que reconoce estigmatizado. Además, a pesar del valor que re-
conoce al concepto de espacio vital, las nuevas influencias y análisis lo alejan
definitivamente de cualquier visión determinista y organicista del estado,
aproximándose a visiones más sociales y posibilistas:

60 GEOPOLÍTICA

«El método geohistórico debe basarse en esta Ley de Oro. Alejado de cual-
quier determinismo racial o geográfico, el hombre no ha de considerar sus rela-
ciones con la tierra como una mística del espacio vital, sino como una experien-
cia empírica, en la que no es dable desconocer ni las influencias del suelo ni las
acciones de la sangre. Son ambos estímulos -dosificados de acuerdo con un or-
den de creciente adversidad- los que producen en el cuerpo social las energías
culturales creadoras, las cuales no han de confundirse con equivocadas mani-
festaciones de expansión técnica y política, sino con el profundo arraigo, en
cada hombre, de las ideas de autodeterminación individual y autoarticulación
social» (Vicens Vives, 1951, pp. 75-76).

Pero ni Vicens Vives, ni la geografía académica, ni la incursión de Manuel


de Terán en estos temas (1942) crearon escuela, y la geografía política españo-
la, como la de la mayoría de países, languideció manteniéndose tan sólo en
círculos militares (Bosque Maurel y otros, 1984 y Reguera, 1990). Ni tan si-
quiera hubo prácticamente estudios de geografía electoral -por razones ob-
vias- o de análisis de la relaciones internacionales del país. Hasta los inicios
de los años ochenta, ya desaparecido el régimen franquista, la geografía polí-
tica y la geopolítica no volverán a ser objeto de estudio . 28 Sin duda, en ello in-
fluye de nuevo la llegada, con cierto retraso, de las corrientes disciplinares
que recuperan estos campos y métodos de estudio, especialmente desde la
geografía radical anglosajona y francesa. También se normaliza la situación
de España en cuanto a la extensión del interés en la geopolítica desde los me-
dios de comunicación y del periodismo con aportaciones interesantes en for-
ma de opinión o incluso estrictamente de información.
Desde otros campos, también a partir de los años ochenta, se empiezan a
normalizar los estudios de ámbito eminentemente académico sobre temas sus-
ceptibles de ser considerados de geografía política o geopolíticos, como, por
ejemplo, las relaciones internacionales del país o la misma estructura adminis-
trativa del estado español y sus muy diversas derivaciones u orígenes: desde la
fiscalidad hasta la cultura, pasando por las implicaciones nacionalistas.`

7. El resurgir y la diversificación de la geografía política y la geopolítica

En el apartado dedicado al seguimiento de la escuela francesa de la geo-


grafía política y la geopolítica ya se hacía referencia a los años setenta como
un momento de rehabilitación de la disciplina dentro del campo de la geogra-
fía de base marxista. Una geografía con compromiso político es lo que recla-

28. Son varios los libros que aparecen, entre ellos: Méndez y Molinero (1984a; 1984b, ac-
tualizado en 1998); Sánchez (1992); López Trigal y Benito (1999); o los trabajos de Bosque Mau-
rel y Bosque Sendra con García Ballesteros (1982; 1984; 1989; 1992); Nogué (1991 y 1998). Tam-
bién alguna revista como, por ejemplo, Geocrítica y traducciones como las de Sanguin (1981),
Gallois (1992); Lacoste (1977) o Taylor (1994).
29. Un elenco exhaustivo es imposible. Sin embargo, se pueden destacar algunas obras
por su ejemplaridad en sus respectivos campos -la economía, el derecho y la ciencia política-:
l a de Antoni Castells y Núria Bosch Desequilibrios territoriales en España y Europa (1999), la de
Jordi Solé Tura Autonomía, federalismo y autodeterminación (1987) y la de Montserrat Guiber-
nau Nacionalismes: Estat-nació i el nacionalisme al segle xx (1997).
LA TRADICIÓN DISCIPLINAR. UN SIGLO DE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y DE GEOPOLÍTICA 61

maba entonces Yves Lacoste y ello empujó a la recuperación de la tradición de


la geografía política y de la geopolítica y de sus temas. Empezando por las pa-
labras, Lacoste reivindicaba la geopolítica, tanto la palabra como los conteni-
dos -«yo soy un geógrafo que me ocupo de problemas geopolíticos», dirá el
fundador de Hérodote:
«En relación estrecha con los historiadores, los geógrafos deben participar
activamente en el estudio de los conflictos actuales y reivindicar su lugar entre
aquellos que se ocupan de los problemas geopolíticos (...) Haciéndolo, contri-
buirán a que el conjunto de la opinión tenga otra idea de la geografía y la consi-
dere de nuevo como un saber fundamental» (Lacoste, 1986, p. 294).
Lacoste atribuye a la geopolítica una capacidad de movilización de la que
adolece la geografía política de los años setenta, imbuida en un academicismo
alejado de la realidad y de cualquier atisbo de implicación crítica en ella. Por
ello, Hérodote, la revista que marcó la reaparición de la subdisciplina no tan
sólo en Francia y que ha dado nombre a todo un colectivo, llevará a partir de
1982 el subtítulo «Revista de Geografía y de Geopolítica».
Sin embargo, el grupo de Hérodote -que incluso llegó a tener una revista
homónima en Italia- ha ido sufriendo a lo largo de los años notables deser-
ciones que han dado lugar a otras perspectivas de la geopolítica, ante acusa-
ciones de ortodoxia -ortodoxia y heterodoxia marxista, ortodoxia estatalis-
ta-. 30 Anteriormente se ha citado a Claude Raffestin como uno de los más du-
ros críticos, pero hay más perspectivas y voces diversas e incluso opuestas a
Hérodote, como las de Jacques Lévy, Pierre Gallois o incluso Paul Clavai, ...
Pero todas ellas, unidas a las que siguen en torno a Lacoste, mantienen la
perspectiva geopolítica francesa como una de las más relevantes del panora-
ma académico mundial
La apelación de Lacoste a la geopolítica no es ajena a una reaparición
mediática de la palabra en Estados Unidos por vía, ni más ni menos, que de
Henry Kissinger -Secretario de Estado del presidente Richard Nixon- y
de la prensa de este país a la hora de referirse a las relaciones internacionales
o global politics (Taylor, 1994; Ó Tuathail, 1996). Y será en Estados Unidos
donde la geografía se politiza de nuevo al abrigo de la geografía radical. En
este país, durante esta década de los setenta, ejercen gran influencia tanto la
coyuntura geopolítica de la Guerra Fría, como el conflicto de Vietnam, como
las aportaciones desde otros campos científicos con nuevas visiones de las
relaciones Norte-Sur, con autores tan relevantes como André Gunder Frank,31
Manuel Castells, Samir Amin, Fernando Cardoso o Immanuel Wallerstein.
La singularidad de este momento, en los Estados Unidos, está en que la poli-
tización no alimenta fundamentalmente la geografía política -en los seten-
ta no son muchos los libros que aparecen con este sujeto-, sino a otras sub-
disciplinas como la geografía urbana. No es de extrañar que, en 1980, Ro-

30. Lacoste relata en el número especial por los veinte años de Hérodote cómo el órgano
del Partido Comunista frances, L'Humanité, fue demoledor con las «veleidades» tercermundis-
tas de la revista. En cuanto al nacionalismo, ha sido Lacoste quien ha publicado un libro titulado
Vive la nation (1997).
31. Véase el apartado 4.1.

62 GEOPOLÍTICA

nald J. Johnston escribiera un articulo con el título de «geografía política sin


política».
Los años ochenta se inician, pues, marcados por la geografía radical en lo
académico y por la radicalización de la Guerra Fría y del liberalismo en lo so-
cial. A pesar de esta contradicción, o por ella, la geografía política y la geopolí-
tica refuerzan su resurgir, que se plasma en el número de investigadores y de
textos que se publican en forma de libros o de artículos en revistas como Anti-
pode o, desde 1982, Political Geography Quaterly -a partir de 1992, simple-
mente, Political Geography-, que ha ejercido un papel fundamental en la di-
fusión de temas e ideas.
A partir de la segunda mitad de los años ochenta se produce otra renova-
ción de la disciplina -tanto de la geografía política como de la geopolítica-,
en este caso impulsada por la crisis de lo que Lyotard denominó las «metana-
rrativas». A través de esta crisis de los grandes discursos y métodos de análi-
sis, especialmente del marxismo, y de la quiebra de la Guerra Fría -el molde
geopolítico vigente durante cincuenta años- se produjo una eclosión de las
visiones, llamémoslas, posmodernas que incidieron de nuevo en los temas
que eran objeto de análisis geográfico y en los métodos.
Una implosión de campos de estudio que van desde la renovación de la
geografía electoral, un clásico del período de la Guerra Fría, hasta los análisis
de infinidad de fenómenos culturales, económicos, sociales o ambientales,
desde múltiples escalas:
«Todo ello está originando una geografía política mucho más abierta y su-
gerente que conduce además a una reconsideración de la geografía regional, na-
turalmente desde una perspectiva muy alejada de la que le es propia a la geogra-
fía regional tradicional» (Nogué, 1998, p. 35).
Ello implica una reconceptualización de la noción de espacio político,
entendido, a partir de ahora, como una acción colectiva localizada en un lugar
concreto; como un conjunto de relaciones entre individuos, grupos e institu-
ciones que constituyen una verdadera interacción política; un espacio político
concebido como un sistema dinámico de relaciones fundadas en lejanas afini-
dades y traducidas en interacciones a corto plazo (Kirby, 1989).
Por otro lado, la geopolítica anglosajona no abandona, ni mucho menos,
los análisis de diferentes aspectos de las relaciones internacionales contempo-
ráneas, en especial de los conflictos. Aunque, como se ha dicho, se supera la
limitación de la centralidad del estado -Peter Taylor (1994), quien explícita-
mente titula uno de sus principales libros Geografía política. Economía-
mundo, estado-nación y localidad- y de los fenómenos estrictamente políti-
cos, hasta llegar a una definición de la disciplina como «la división del espacio
global por las instituciones» (Agnew y Corbridge, 1995, p. 4). Entre estos aná-
lisis, en la última década ha aparecido con fuerza la denominada «geopolítica
crítica», dentro de la amplia corriente de los critical studies, a la que ya nos he-
mos referido en el capítulo anterior y que, en buena parte, ha inspirado este li-
bro. Una nueva geopolítica que intenta deconstruir los discursos de poder,
institucionalizados y, por lo tanto, construir nuevas visiones políticas de las
LA TRADICIÓN DISCIPLINAR. UN SIGLO DE GEOGRAFÍA POLÍTICA Y DE GEOPOLÍTICA 63

«(...) una de las diversas culturas de resistencia a la geografía como verdad


i mperial, conocimiento capitalizado por los estados y arma militar. Es una pe-
queña parte de la lucha para descolonizar nuestra imaginación geográfica, para
demostrar que otras geografías y otros mundos son posibles» ( O Tuathail, 1996,
p. 256).

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CAPÍTULO 3

LA CRISIS Y REESTRUCTURACIÓN DEL ESTADO-NACIÓN

En el capítulo anterior se ha visto cómo el estado ha sido un punto de re-


ferencia fundamental para la geografía política. Ha sido esta fórmula de orga-
nización de la sociedad el sujeto protagonista de la historia política de los últi-
mos, como mínimo, doscientos años: la sociedad, primero la europea y más
tarde la de todo el planeta, se ha estructurado -o ha sido estructurada- en
estados; también la economía, a pesar de su dimensión mundial; la política ha
sido estatal en sus aspectos más relevantes y el territorio, todos los territorios,
han sido estatalizados. Es por todo ello que en este capítulo se analiza un as-
pecto fundamental del sistema mundial actual: el origen, la evolución y las
transformaciones -hay quien habla de crisis- del estado contemporáneo en
todas sus posibles dimensiones.
Dedicaremos un primer apartado al análisis del denominado estado mo-
derno, el nacido en el siglo xvli, en todas sus vertientes, de manera que se pue-
da comprender el por qué de su solidez. A continuación, en el segundo aparta-
do, se propone una deconstrucción de la institución estatal, lo que debería
permitirnos entenderlas transformaciones que experimenta actualmente esta
institución en el marco de un doble proceso de globalización y de relocaliza-
ción de los fenómenos políticos, económicos y culturales.

1. El estado moderno como estado tradicional


Como punto de partida es necesario realizar un breve recorrido por el es-
tado «moderno», el nacido con la Revolución Francesa, que ha caracterizado
el siglo xx y ha sido la principal ocupación de una parte sustancial de la refle-
xión y aplicación geográfica. Este recorrido intenta buscar las raíces de este
estado, así como sintetizar algunas de las muchas teorías que han interpreta-
do su naturaleza y sus funciones, haciendo especial incidencia en la dimen-
sión territorial de todas ellas.

1.1. EL PROCESO DE CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO MODERNO

La genealogía del estado puede remontarse, como prácticamente todos


los principios culturales e institucionales de la sociedad occidental, a épocas

66 GEOPOLÍTICA

clásicas. Los tratados de gobierno y de legislación helenos y romanos son to-


davía referencias ineludibles, y no sólo terminológicamente (democracia, re-
pública o tiranía son palabras que provienen del griego y del latín). Pero hay
que retroceder a los siglos xiii y xiv para encontrar las bases del estado moder-
no con continuidad histórica hasta el presente. En el proceso de transición de
la sociedad feudal hacia la absolutista es donde los analistas hallan estas raí-
ces (Muir, 1997), en una necesidad, por un lado, de las clases mercantiles
emergentes de eliminar barreras comerciales y, por otro lado, de la aristocra-
cia que busca romper tanto con la fragmentación política y territorial medie-
val como con la autoridad papal. Una alianza paradójica entre dos grupos so-
ciales, mercaderes y aristócratas, a priori con intereses contradictorios es,
pues, lo que empuja a una nueva institución.
Además, estos dos factores económicos y políticos hacían necesaria la or-
ganización de nuevos y potentes ejércitos que asegurasen las conquistas y la
integridad territoriales, con lo cual los «guerreros» se convirtieron en otro de
los motores de la creación del nuevo estado posfeudal -«el estado ha sido
creado por y para los guerreros», se ha dicho-, básicamente porque impo-
nían unas necesidades fiscales que sólo unas estructuras burocráticas gran-
des y centralizadas podían garantizar. En resumen, Jean Gottmann (1973,
p. 35) identifica la aparición del estado -a pesar de que hay autores (Bobbio,
1984) que también hablan de estado feudal- con el momento en que «la pa-
tria deja de ser el cielo y la fidelidad al señor».
Así, son muchos los investigadores que interpretan la creación del estado
moderno como un contrato entre ciudadanos que se institucionaliza -crea
una institución- renunciando los contratantes a porciones de su libertad y
recursos a cambio, básicamente, de seguridad (Muir, 1997). Sobre la natura-
leza de este acuerdo, la identidad y el papel de las partes, existen discrepan-
cias entre teóricos: desde Hobbes que en su libro Leviatán (1651) apelaba a la
necesidad del estado -absolutista- como único medio de imponer la convi-
vencia entre individuos en general poco sociales, hasta Rousseau que, precisa-
mente, en el Contrato social (1762) aspiraba a un estado constituido por la
suma de buenas voluntades de los ciudadanos, «encargado -el gobierno- de
la ejecución y el mantenimiento de la libertad civil y política» (Rousseau,
1968, p. 106). Evidentemente, hay quien no reconoce la imagen del contrato
como adecuada para definir el estado, dado que presupone un acuerdo, cuan-
do más bien se trata, según algunos autores -sobre todo marxistas-, de una
imposición de los grupos más poderosos sobre los más débiles.
Según Peter Taylor (1994), con la aparición, en el siglo xvi, de la econo-
mía-mundo' capitalista-mercantilista, la estructuración de los estados gana un
nuevo impulso ante la necesidad reforzada de ampliar y asegurar mercados:

«El mercantilismo fue simplemente la transferencia de las políticas mer-


cantiles de la ciudad comercial al estado territorial; en otras palabras, se aumen-
tó la escala de las restricciones territoriales sobre el comercio hasta tal punto
que se convirtió en un arma fundamental para crear estados. (...) El estado terri-

1. Véase el capítulo 4.1 para una explicación de las características de la econo-


mía-mundo.

LA CRISIS Y REESTRUCTURACIÓN DEL ESTADO-NACIÓN 67

torial era la premisa sobre la que se basaban la seguridad y el orden, la oportuni-


dad y el mercantilismo» (Taylor, 1994, p. 147).

Este impulso llevó a organizar los estados a partir de dos modelos bási-
cos: el absolutista -presente en Francia, Suecia, España o Prusia- y el de
monarquías constitucionales -caso de Inglaterra y Holanda- ( Held y otros,
1999). Ambos, a pesar de sus notables diferencias, compartían elementos de
centralización del poder, rompiendo las estructuras feudales y, sobre todo,
asumiendo la responsabilidad, no gratuita, de defender los intereses económi-
cos del estado.
Con la Revolución Francesa (1789) se abrió una nueva etapa, que supuso,
entre muchas otras cosas, no tan sólo una confirm ación del estado como enti-
dad política, sino una profunda transformación del mismo. La literal decapita-
ción de la monarquía absolutista, del soberano, implicaba una nueva noción de
soberanía, así como un nuevo contrato entre ciudadanos e instituciones. Esto
es evidente si se piensa en la frase de Luis XIV «el estado soy yo». De hecho, se
habla del estado surgido de la Revolución como estado burgués, puesto que
será este grupo social el que consiga ocupar el poder político y, por lo tanto, lo
reestructure de manera que responda a sus necesidades e intereses.
Una situación parecida se vivió en las colonias británicas de Norteaméri-
ca, cuando los «americanos» reclamaron un nuevo sistema político a la mo-
narquía metropolitana bajo el lema «no taxation without representation»,
nada de impuestos sin participación (política), lo que llevó, finalmente, a la
independencia en 1776.
Pero al estado surgido de la Revolución Francesa -sin olvidar las aporta-
ciones del sistema político británico, holandés y, como se acaba de decir, de la
Revolución Americana- también se le ha denominado de otras maneras se-
gún cómo, quién y para qué lo interpretara: estado gubernamental, estado re-
presentativo, estado capitalista, estado liberal o estado moderno. Esta última
denominación ha sido, tal vez, la más difundida y la más ecuménicamente
aceptada. Un adjetivo, «moderno», que proviene de la identificación de la ins-
titución con la construcción, a partir del siglo xvii , de la sociedad occidental
en todas sus facetas. Es decir, se interpreta el estado como resultado e instru-
mento de la modernidad; de una nueva estructura social no aristocrática pero
clasista, de una cultura laica, de una nueva fe basada en la ciencia, en la razón
y en el progreso y de una economía preparada para dar paso a la industrializa-
ción y al capitalismo de mercado ( Harvey, 1989; Wallerstein, 1991). Como
dice Josep Fontana:

«Uno de los mecanismos fundamentales de la reestructuración de Europa


tras la crisis social de los siglos xv y xvi fue la construcción del estado moderno,
al que los estamentos privilegiados traspasaron parte de sus funciones políticas
y militares a cambio de asegurarse la conservación de sus privilegios sociales y
económicos» (Fontana, 1994, p. 135).

Este estado moderno se va consolidando y extendiendo a lo largo del si-


glo xix. Por un lado, son cada vez más las funciones que asume, tanto cultura-
les, como económicas o políticas. Las estructuras institucionales y personales
de las que se dota van tejiendo una tupida red, que implica reorganización te-

68 GEOPOLÍTICA

rritorial -como, por ejemplo, la departamentalización de Francia o la crea-


ción de las provincias en España en 1833-, capaz de llegar a cualquier parte
del territorio como único poder político legítimo, casi natural. Una legitimi-
dad que ya no puede proceder de Dios ni de la dinastía y que, por lo tanto, se
debe basar en nuevos mimbres:

«Erosionada la cohesión ideológica de las viejas monarquías de sanción di-


vina, se intentó reemplazarla por otra de carácter laico, que se expresaba en una
religión civil -el culto a la patria y a unos símbolos inventados, como las bande-
ras-, pero cuyas fuerzas aglutinadoras mayores eran un mercado nacional y la
escuela pública (...).
Escuela, cárcel y servicio militar hicieron mucho por unificar la cultura,
pero la autonomía no desapareció hasta que se destruyeron las formas de trabajo
y de vida en torno a las cuales se articulaba la conciencia de comunidad. En la vi-
sión histórica legitimadora de la modernización estos cambios se explican por las
necesidades objetivas del crecimiento económico» (Fontana, 1994, pp. 139-140).

Por otro lado, durante este mismo siglo xix y por el avance del imperialis-
mo, el estado se extiende hacia territorios muy alejados, física y culturalmen-
te, del occidente europeo y americano. Un modelo que, una vez que la presen-
cia de las metrópolis irá desapareciendo y se iniciarán los procesos de desco-
lonización, se generalizará como única forma de soberanía política reconoci-
da por el sistema internacional.
En resumen, el estado moderno es, o ha sido, una institución ineludible
de la organización política, económica y social de los últimos dos siglos: el es-
tado es el «contenedor de la modernidad» (Painter, 1995, p. 30).

1.2. LAS INTERPRETACIONES DEL ESTADO

Estado es, sin duda, una palabra polisémica y, por ello, un concepto que
presenta diversidad de interpretaciones. Del uso de sus múltiples significados
hay ejemplos cotidianos: para unos, tiene un significado estrictamente admi-
nistrativo; para otros, es sinónimo de patria o de territorio. Desde otro punto
de vista, hay quien ve el estado como un aparato estrictamente de represión y
hay quien lo aprecia, por el contrario, como un garante de la libertad (Lacos-
te, 1997).
El geógrafo Joan Eugeni Sánchez (1992) intenta sistematizar estos signi-
ficados -que él cualifica de ambiguos- y propone cuatro acepciones bási-
cas: estado-nación, estado-poder, estado-territorio y estado-administración.
En cuanto a la primera, a la que se dedicará más espacio en el apartado 5.1, es
una acepción compleja, debido a que son innumerables los autores que discu-
ten la identificación entre estado y nación (Nogué, 1998). Si un estado es una
institución política de soberanía reconocida por derecho y una nación es
una comunidad formada por personas que comparten elementos históricos y
culturales, hay estados que contienen más de una nación -España, por ejem-
plo-; hay naciones que no son un estado -Cataluña, por ejemplo-; hay na-
ciones repartidas entre varios estados -Albania, Kurdistán-; e, incluso, hay
naciones teóricamente compuestas de estados, como los Estados Unidos de

LA CRISIS Y REESTRUCTURACIÓN DEL ESTADO-NACIÓN 69

América. También hay que tener presente que los estados, como mínimo des-
de el siglo xix, han sido mecanismos para la consolidación o aniquilación de
naciones, para la creación de sociedades nacionalmente homogéneas y para
la unificación de economías (Sànchez, 1992). En definitiva, la equiparación,
muy extendida, entre estado y nación requeriría muchos más matices de los
que normalmente presenta.
Otro de los posibles significados del estado es el que lo identifica como
una institución capaz de organizar la coacción -según Antonio Gramsci, de
manera exclusiva-, la producción y la reproducción en función de unos de-
terminados modelos e intereses: el estado, en definitiva, como instrumento de
poder. Un instrumento que, como se verá a continuación, para unos es nece-
sario y para otros no, para unos es benéfico y para otros perjudicial. En todo
caso, como se ha dicho, igual que la acepción de estado-nación, el estado
como poder -a veces el poder- es un elemento fundamental de la construc-
ción de Occidente y de la occidentalización del mundo.
Estado-territorio parte de la constatación de que todo estado posee un te-
rritorio sobre el que ejerce la soberanía -o que todo estado es un territorio-.
Este territorio, delimitado por una frontera, contiene a la ciudadanía someti-
da a dicha soberanía. Por lo tanto, sin territorio no habría estado, si bien hay
quien matiza esta afirmación pensando en las naciones institucionalizadas de
al una manera pero en diáspora, como por ejemplo el Kurdistán. Pero con es-
tas matizaciones, estado implica territorio y, por eso, se habla de esta-
do-territorial.
Por último, la acepción estado-administración se refiere al estado como
mecanismo burocrático, organizador y gestor de competencias. La organiza-
ción de las competencias y el grado de reparto del poder dan lugar a otra de las
vías de interpretación:
«La combinación de problemáticas históricas y territoriales ha dado lugar
a (...): modelos autoritarios (...), modelos basados en el centralismo, modelos
democráticos, modelos descentralizados, regionalistas o autonomistas, mode-
los federales o confederales (...)» (Sànchez, 1992, p. 110).

Es decir, esta visión da lugar a lo que se denomina a menudo modelo de


estado y a las estructuras centralistas, federales, ... que son, sin duda, motivo
de grandes disquisiciones y polémicas en muchos estados, empezando por el
caso español. El modelo implica muchas cosas: desde la distribución de re-
cursos económicos entre los diferentes niveles de administración hasta el
reconocimiento o no de entidades sociales subestatales, como por ejemplo na-
ciones.
Todas estas acepciones dan lugar a lo que se ha denominado estado conte-
nedor, un concepto propuesto por el geógrafo norteamericano Richard Hart-
shorne en los años cuarenta y que recogen posteriormente, aunque de manera
crítica, otros autores como Taylor (1994). Contenedor de un poder político, de
una sociedad y de una economía que funciona como una unidad dentro del
sistema internacional (Muir, 1997).
Pero, por otro lado, por el texto de Josep Fontana citado anteriormente ya
se puede atisbar otro de los aspectos que más se han debatido en torno al esta-

70 GEOPOLÍTICA

do: lo que se podría llamar su naturaleza. Si se recupera la idea del estado


como contrato, el debate se centraría en la identidad de las partes y la relación
entre ellas. La lectura más simple del estado es la que Norberto Bobbio (1984)
propone entre una concepción positiva y otra negativa. Los partidarios de la
primera creen que «el estado es, si no el bien mayor, una institución favorable
para el desarrollo de las facultades humanas y el progreso civil» (Bobbio,
1984, p. 143). Esto implica entender el estado como el único instrumento po-
sible para evitar la barbarie (Hobbes) o como un producto superior de la so-
ciedad (argumentos de Rousseau o Hegel). z
Por lo que se refiere a la perspectiva negativa, Bobbio la divide en lo que
denomina «el estado como mal necesario o como mal no necesario». El mal
necesario radicaría en la existencia de alguna mínima institución reguladora
y garante de determinados derechos -estado mínimo-. Ésta sería la posición
clásica del liberalismo respecto al estado. A pesar de las lecturas simplistas del
liberalismo, que sostienen que reclama únicamente la preeminencia de los de-
rechos individuales y del mercado sin intervención del estado, en realidad
defiende su utilidad para la protección, precisamente, de la propiedad y de la
libre competencia. En definitiva, el estado -cuanto menos mejor- se recla-
ma como árbitro de la sociedad liberal.
También el estado como mal necesario es la visión que, según Bobbio, se
desprende del pensamiento pluralista, según el cual la finalidad de la institu-
ción es la de garante no tan sólo de los derechos individuales y de mercado,
sino también la de coordinación de la sociedad e intermediación entre intere-
ses contrapuestos. Son las posiciones socialdemócratas tradicionales (Taylor,
1994) las que mejor reflejan esta visión, posiblemente más próximas a la lec-
tura positiva que no a la negativa del estado.
La visión del estado como mal innecesario resulta de las interpretacio-
nes, fundamentalmente de raíz marxista, que lo identifican como un instru-
mento partidista de represión. Es decir, el estado sería un aparato organizado
por los grupos dominantes para oprimir a los dominados y perpetuarse así en
el poder:
«Este estado violento comporta también una "racionalidad": leyes, cultura,
educación, ... que unifica las prácticas sociales según los intereses de los grupos
dominantes dentro de un determinado espacio» (Lefebvre, 1991, p. 281).
Coherentemente, el objetivo último de estas interpretaciones será la de-
saparición del estado como síntoma de que la división de la sociedad entre
oprimidos y opresores estará superada.'
En resumen, en torno al estado las posiciones son múltiples. Peter Taylor
(1994) cita la existencia de hasta dieciocho teorías sobre el estado que se aca-
ban resumiendo en dos grandes grupos: las del estado en el capitalismo y las
del estado capitalista. Obviamente, el primer grupo se refiere a interpretacio-
2. Véanse las referencias a Hegel y el estado en el capítulo 2.
3. Evidentemente, harían falta muchas páginas para explicar la posición de los marxis-
mos respecto al estado. Sin embargo, es necesario recordar que en la perspectiva leninista hay
una fase, la de la dictadura del proletariado, durante la cual el estado es el instrumento de la cla-
se obrera para acabar con la burguesía y la opresión y, así, llegar al comunismo.

LA CRISIS Y REESTRUCTURACIÓN DEL ESTADO-NACIÓN 71

nes institucionalistas del estado, siempre como elemento integrador, media-


dor y facilitador de las iniciativas de la sociedad. El segundo grupo se aproxi-
maría más a las visiones marxistas del estado como instrumento de clase.

1.3. LAS FUNCIONES DEL ESTADO

Por lo que se refiere a las funciones del estado, éstas, lógicamente, tam-
bién estarán sometidas a interpretaciones según cuál sea la teoría, de las antes
citadas, de la que se parta. Desde una visión tradicional, las funciones -com-
petencias, si se prefiere- básicas que ejerce el estado están en relación con la
soberanía. Así, el estado será responsable del mantenimiento del orden en el
interior de su territorio y de su integridad -la gobernación-; de la relaciones
4
con otros estados -política exterior-; y de la ordenación interior de la eco-
nomía, materializada en la creación y control de la moneda, y de la competiti-
vidad exterior de la misma. Todas estas competencias, el estado las tiene teó-
ricamente que ejercer con exclusividad dentro de su territorio, y cualquier
cuestionamiento de dicha exclusividad pone en entredicho la soberanía. El
papel vital de estas funciones queda reflejado en la expresión políticas de esta-
do, dentro de las cuales se incluyen las relaciones exteriores y la seguridad,
que, en general, presentan una estabilidad y continuidad -como mínimo en
los estados occidentales- que va más allá de los cambios coyunturales de po-
der, en aras de un hipotético interés nacional, otra expresión de uso corriente.
Ejemplos de este tipo de políticas son innumerables, desde la continuidad de
la política exterior norteamericana respecto a Irak a pesar de los cambios de
gobierno, hasta el consenso generalizado conseguido en la política alemana o
francesa para controlar y aislarlos brotes de xenofobia y extremismo de la de-
recha.
Si se acepta que el estado es un instrumento de poder, es a partir de éste
que se puede definir otra perspectiva de sus funciones. Así, según la división
clásica del poder en económico, ideológico y político (Bobbio, 1984), el estado
ejercería funciones en cada una de dichas dimensiones. El economista James
O'Connor (1981) ha intentado sistematizar estas funciones. Así, respecto al
poder económico, el estado tendría como obligación garantizar la acumula-
ción mediante la creación de las condiciones para la producción de riqueza:
construcción de vías de comunicación, de redes energéticas, servicios para la
economía como la financiación de la investigación aplicada, ... A esta función
O'Connor la denomina inversión social.
Respecto al poder ideológico, O'Connor habla de consumo social, consis-
tente en «los proyectos y servicios que disminuyen el coste de reproducción»
(p. 26) -por reproducción se entiende tanto la continuidad del sistema social
vigente como de la fuerza de trabajo-. Serán ejemplos de consumo social fi-
nanciado por el estado la sanidad y la educación públicas, que garantizarán la
salud física y espiritual del conjunto de la población.
Y, finalmente, la aportación del estado al poder político será su rol como

4. Para una explicación más detallada de la naturaleza de las relaciones exteriores, véase
el capítulo 4.

72 GEOPOLÍTICA

garante del orden o la armonía social de manera que no se cuestione la legiti-


midad del sistema. Esto incluye mecanismos -legislativos, policiales, ...- de
coacción y actuaciones destinadas a evitar fracturas sociales. A esta función
Desde otra perspectiva, la de la geografía, ha sido Ronald J. Johnston
O'Connor la denomina gasto social.
(1982) el autor más difundido en su intento de sintetizar las funciones del es-
tado -tal vez haría falta añadir occidental-democrático-, con unos resulta-
dos que, si bien no contradicen lo que se ha dicho hasta ahora, sí que tal vez
llegan a una mayor precisión. La primera función sería la de protector, tanto
de los ciudadanos sometidos a su soberanía, como frente a agresiones exterio-
res. Orden y defensa -seguridad- serían las competencias aquí integradas.
La segunda función es la de arbitraje, para la cual se dota de un cuerpo le-
gislativo y un sistema para ejecutarlo, con la finalidad de resolver los conflic-
tos entre ciudadanos e intereses. En tercer lugar, el estado funciona como
fuerza de cohesión, entendida como unidad social y territorial. Los instrumen-
tos de esta cohesión se encuentran en su legitimidad para la coacción y para la
difusión de ideología, así como en los elementos simbólicos de la identidad
unitaria. En este sentido, vale la pena recordar la importancia que dan mu-
chos autores, como por ejemplo Yves Lacoste (1977), a la geografía institucio-
nalizada a la hora de difundir una metáfora del territorio nacional.
Siguiendo aún a Johnston, el estado actúa, en cuarto lugar, como facilita-
dor, creando las condiciones para una mejor productividad de la economía,
regulando, por ejemplo, el mercado laboral. El estado como inversor es la
quinta función identificada, mediante la cual asume el estímulo de la econo-
mía por otras vías como los subsidios, la financiación de la investigación o la
educación.
La última de las funciones que propone Johnston es la de burocracia, el
aparato necesario para ejercer todo el resto de funciones. Una maquinaria
que, en la mayoría de estados, tiene una dimensión tal que acaba jugando un
Como se puede observar, nadie diría que el estado es un elemento secunda-
importante rol económico y político per se.
rio de la ordenación política, social y económica del sistema mundial. Sin em-
bargo, desde hace casi dos décadas se habla de crisis del estado y de pérdida de
su poder, ... y no tan sólo de los estados pobres y débiles en el contexto interna-
cional, sino también de los estados ricos y poderosos y, más en general, de la
propia institución. A continuación se verán los argumentos que sustentan esta
teoría de la crisis y los que la niegan o, de alguna manera, la matizan.

2. La deconstrucción del estado


En el apartado anterior se ha analizado el origen, el desarrollo y las fun-
ciones del estado moderno, así como su dimensión territorial. Este análisis
permite comprender mucho mejor el porqué de su centralidad en la construc-
ción de las sociedades contemporáneas, tanto en los ámbitos político, econó-
mico e ideológico, como en el propiamente geopolítico. Sin embargo, y es
pilar fundamental de este libro, dicho status de centralidad, se cuestiona, ac-
tualmente, desde muchos puntos de vista. A continuación se intentará de-

LA CRISIS Y REESTRUCTURACIÓN DEL ESTADO-NACIÓN 73

construir el estado; es decir, se analizará críticamente esta institución expo-


niendo cuáles son, en realidad, los elementos que efectivamente cuestionan
su rol tradicional, en qué se mantiene vigente y en qué se transforma . Para
ello, como ejes de lectura se utilizarán los conceptos de globalización y locali-
zación y la interacción escalar entre ambos, guías principales -recordémos-
lo- en el recorrido que propone este ensayo.
Así pues, se verá cómo el estado experimenta una doble cesión de sobera-
nía económica, política y cultural hacia instancias superiores -organizacio-
nes supraestatales, transnacionales, agentes de la globalización en general- y
hacia instancias inferiores -ciudades y regiones, básicamente-. Se argu-
mentará que ello es debido a que el nuevo sistema mundial otorga a los esta-
dos menor capacidad de intermediación que en épocas anteriores, a pesar de
que continúa siendo una institución imprescindible en muchos sentidos, in-
cluso para la propia globalización. Finalmente, se presentarán algunas de las
formas mediante las cuales los estados intentan retener o recuperar parte de
sus atribuciones.

2.1. EL ESTADO, ENTRE LA GLOBALIZACIÓN Y LA LOCALIZACIÓN

En la última década han sido muchos y variados los discursos que han ar-
gumentado que el estado moderno es una institución en proceso de disolu-
ción ante, por un lado, los impulsos homogenizadores de la globalización y,
s
por otro lado, la fragmentación de las identidades. Sin embargo, no se trata
de una dinámica tan evidente como algunos defienden, sino que, más bien, el
análisis del panorama estatal nos llevaría a conclusiones bastante más com-
plejas e, incluso, contradictorias.
En el apartado precedente se ha construido una lógica que, partiendo del
concepto de poder político ha llegado al estado como detentor del mismo y a
la soberanía como instrumento fundamental para su ejercicio. Sin duda, el
poder continúa existiendo en abstracto y como acción efectiva; y también los
estados perviven, e incluso aumenta su número con cierta asiduidad. Sin em-
bargo, nadie parece discutir que los estados han perdido poder, ¿dónde radi-
ca, pues, su debilidad? La respuesta a esta pregunta pasa por el tercer concep-
to mencionado: la soberanía.
Que el estado fuera depositario de la soberanía implicaba que esta insti-
tución gestionara de manera exclusiva -monopolística, según Gramsci-
una buena proporción de las dimensiones políticas, económicas e ideológicas
de una sociedad. La supuesta crisis del estado tendría como origen la denomi-
nada globalización' -para muchos autores la auténtica deus et machina de to-
das las reestructuraciones contemporáneas (Sassen, 1996; Hoogvelt, 1997;
Castells, 1998; Nogué, 1998; Held y otros, 1999)- que, como se ha dicho, por
un lado acabaría con la exclusividad antes referida y fragmentaría la sobera-
nía entre varios agentes; y, por otro lado, eliminaría parcialmente el sentido
del propio concepto y lo disolvería en la atmósfera de lo global.

5. Véase el apartado 5.1.


6. Véase el apartado 5.1.

74 GEOPOLÍTICA

Saskia Sassen es una de las investigadoras que sostiene que la transfor-


mación de la soberanía y de su territorialidad está en la base de la reestructu-
ración contemporánea del estado. En su libro Losing control. Sovereignty in
the age of globalization escribe:

«Soberanía y territorio continúan siendo piezas clave del sistema interna-


cional. Pero se han reconstituido y parcialmente desplazado hacia otras arenas
institucionales fuera del estado y fuera de los territorios nacionalizados. Creo
que la soberanía se ha descentralizado y el territorio parcialmente se ha desna-
cionalizado. Desde una perspectiva histórica, esto significaría una transforma-
ción en la articulación entre la soberanía y el territorio tal y como se estableció
en la formación del estado moderno y el sistema interestatal.
La soberanía se mantiene como una estructura del sistema, pero ahora está
localizada en múltiples arenas institucionales: los nuevos regímenes legales pri-
vados transnacionales, nuevas organizaciones supranacionales y varios códigos
internacionales de derechos humanos» (Sassen, 1996, pp. 29-30).

Así pues, veamos cuáles son los nuevos escenarios de la soberanía y hasta
qué punto los estados mantienen parcelas de este poder exclusivo al que se ha-
cía referencia o hasta dónde las han cedido a otras instancias de dimensión
superior -hacia la globalización o las macroregiones, como las denomina
Anderson (1995)- o inferior -microrregiones-.

2.2. LA GLOBALIZACIÓN, LA SOBERANÍA Y LA CRISIS DEL ESTADO

¿Cuál es la novedad histórica y geográfica de este fenómeno que, desde


hace poco menos de dos décadas, se ha denominado globalización? Ante esta
pregunta hay diferentes posicionamientos, como ya se apuntaba en la intro-
ducción del libro, en buena parte debido a que ya hace siglos que existe un sis-
tema mundial que convive paradójicamente con la fragmentación política es-
tatal (Wallerstein, 1991; Taylor, 1994; Hoogvelt, 1997; Harvey, 1998). Es por
este motivo que hay quien incluso cuestiona que la globalización represente
verdaderamente algo nuevo.'
El urbanista italiano Francesco Indovina (1990) cree que la globalización
consiste, en realidad, en una etapa más del proceso de expansión del capitalis-
mo; es decir, nada nuevo. Argumentos que avalen esta perspectiva se pueden
encontrar con cierta facilidad. Por ejemplo, la globalización de las finanzas,
un indicador que parecería característico de este inicio de milenio, en reali-
dad es un fenómeno un poco más viejo: si Sassen calcula que un 65 % del capi-
tal financiero mundial está en manos de siete países (Sassen, 1996), Lenin, en
1916, hablaba de un 80 % en manos únicamente de cuatro países (Lenin,
1974). 0, incluso, podría remontarse la concentración del mercado financiero
al papel de los banqueros genoveses y flamencos en la colonización española
de América.
Sin embargo, esta explicación no resulta suficiente. La mayoría de inves-

7. Véase el apartado 4.1 donde se presentan diversas teorías de sistemas mundiales que,
en general, parten del siglo xvi.

LA CRISIS Y REESTRUCTURACIÓN DEL ESTADO-NACIÓN 75

tigadores identifican lógicas e instrumentos que justifican, a pesar de los ante-


cedentes, el carácter novedoso y estructural de la globalización. Sin duda, Ma-
nuel Castells (1998) es uno de ellos y llega incluso a hablar de una nueva era, la
de la información, que estaría precisamente caracterizada entre otras cosas
por la globalización. Esta perspectiva coincide en parte con la de David Har-
vey (1989), quien define la globalización como una compresión de las relacio-
nes espacio-tiempo que minimiza las distancias y acelera los procesos de inter-
cambio económico y cultural. La compresión es lo que permitirá que «la eco-
nomía informacional sea global, no tan sólo mundial, puesto que actúa como
una unidad en tiempo real y a escala planetaria» (Castells, 1998, Vol. I, p. 119).
Ankie Hoogvelt, por su parte, en Globalization and the postcolonial world
centra su análisis aún más explícitamente en aspectos económicos y conside-
ra que:
«(...) la fase expansiva del capitalismo mundial se ha acabado. Dicha fase
se caracterizaba por la extensión de los fundamentos de la economía, fuera co-
mercio o inversión productiva, siempre más y más allá; esta fase ahora ha sido
superada por otra de profundización, pero no de ampliación de la integración
económica. Prefiero reservar el concepto de globalización para este fenómeno
de profundización» (Hoogvelt, 1997, pp. 115-116).
Por lo tanto, hay un cierto acuerdo en considerar que la globalización sig-
nifica un cambio cualitativo en el proceso de desarrollo del capitalismo y, por
ello, las estructuras que le eran útiles hasta ahora tal vez deberán transfor-
marse. Y es aquí donde aparece la soberanía como concepto clave para inter-
pretar los efectos de la globalización en los estados, y viceversa. Efectivamen-
te, la soberanía estatal ha sufrido un desgaste por la profundización a la que
aludía Hoogvelt. Un desgaste, como se verá, en parte no deseado y en parte es-
timulado por los mismos estados, como intento de adaptarse a las demandas
de eficiencia del nuevo sistema mundial y también, paradójicamente, como
estrategia de supervivencia.
2.2.1. La liberalización económica

Las teorías clásicas, sean de corte liberal o marxista, siempre han recono-
cido un papel central de los estados en la estructuración de la economía mun-
dial. Como se ha reseñado en el apartado anterior, incluso la teoría liberal del
comercio internacional -el libre comercio- argumenta un intercambio en-
tre economías estatales, con instituciones que regulen y garanticen la compe-
tencia (Bobbio, 1984; Todaro, 1985; Méndez, 1997). Los instrumentos de los
estados para ejercer su rol de fomento y defensa de la economía han sido tra-
dicionalmente -entendiendo por tradición al menos los dos últimos siglos-
la gestión de las fronteras, como mecanismos de filtro comercial, y la política
monetaria. Así se explica la paradoja antes mencionada entre un sistema
mundial único y unas estructuras económicas y políticas fragmentadas. Es
decir, el sistema mundial ha comportado un determinado equilibrio de com-
plementariedad entre soberanía e interdependencia.
En este equilibrio, la importancia de los aranceles y del cambio moneta-
rio -de la soberanía económica- ha variado a lo largo del tiempo y en fun-

76 GEOPOLÍTICA

ción del poder de cada estado dentro del sistema. Pero, en general, puede afir-
marse que desde la Segunda Guerra Mundial se ha ido hacia una progresiva
liberalización y, por lo tanto, a limitar la capacidad de usar dichas políti-
cas. Precisamente para ello se crearon, en 1944, las instituciones de Bretton
Woods -como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o los Acuerdos Gene-
rales sobre Aranceles y Comercio (GATT, desde 1995 Organización Mundial
del Comercio)- que tenían como objetivo ampliar, regular y asegurar el in-
tercambio entre economías de ámbito estatal, pero manteniendo ciertas par-
celas de soberanía; entre otras cosas porque la Guerra Fría imponía la necesi-
dad de un orden político estricto que sólo los estados podían garantizar.
Sin embargo, la Guerra Fría ha terminado y ambos instrumentos -aran-
celes y política monetaria- se han convertido más en frenos para la economía
que no en sus reguladores y garantes, debido a lo que Hoogvelt denominaba
profundización. Una profundización que, de nuevo, ha sido favorecida por las
instituciones económicas internacionales y que ha exigido casi una total aper-
tura de los mercados financieros -no los laborales, como puede observarse a
diario con las políticas migratorias-. Esta apertura implica realmente un
nuevo sistema y se explica por la necesidad de las empresas de superar el prin-
cipio que parecía inamovible de economías estatales para poder mantener su
competitividad, ampliar mercados y minimizar costes; es lo que se ha deno-
minado posfordismo o capitalismo tardío (Harvey, 1989; Jameson, 1991).
Para ello, las empresas necesitan localizarse -o lo que, con imprecisión, se
denomina deslocalizarse- donde más les convenga y hacer fluir el capital sin
peajes políticos, sin fronteras.
Ejemplos los hay a raudales. La empresa de electrónica holandesa Phi-
llips dispone actualmente de más trabajadores en China que en los Países
Bajos. No hay más que fijarse en los made in de un ordenador personal IBM
para constatar su variado origen: en él se encontrarán componentes nortea-
mericanos, taiwaneses, chinos e irlandeses... a pesar de lo cual la empresa en
su conjunto sigue siendo uno de los símbolos de los Estados Unidos. O pién-
sese en la complejidad de las compañías automovilísticas, que han pasado
de una producción empresarial y territorialmente integrada a un sistema re-
ticular y, en gran medida, externalizado. Hasta hace poco menos de veinte
años, Seat era una marca automovilística estatal con una gran factoría en la
Zona Franca de Barcelona donde se fabricaban los coches prácticamente en
su totalidad. Era el paradigma del fordismo. Actualmente Seat es propiedad
de una gran transnacional, Volkswagen, y su planta central de producción
en Martorell (Barcelona) es más bien una gran cadena de montaje. Los com-
ponentes pueden provenir del denominado parque de proveedores, nacido al-
rededor de la planta y constituido por empresas que nada tienen que ver con
la propiedad de SEAT, o bien de otras instalaciones de Volkswagen en Nava-
rra, Alemania, Bélgica, la República Checa, Portugal o, incluso, México, bajo
el nombre de la casa madre o de filiales como Seat, Audi o Skoda que, ade-
más, compiten entre ellas.
Este modelo empresarial es el que permite comprender por qué a media-
dos de los años noventa el 40 % del comercio mundial fuera, de hecho, inter-
cambio interno entre las mismas compañías (Sassen, 1996); o que los produc-
tos de alta tecnología de Malasia y Filipinas signifiquen, respectivamente, el

LA CRISIS Y REESTRUCTURACIÓN DEL ESTADO-NACIÓN 77

62 y el 56 % del total de sus exportaciones de manufacturas, cuando en Espa-


ña tan sólo llega al 17 % o en Alemania al 26 % (Banco Mundial, 2000).
Con estos pocos y breves ejemplos, que se pueden extender a muchos
otros sectores, se comprende fácilmente que la liberalización ha sido condi-
ción para la globalización de la producción siguiendo las pautas del posfordis-
mo: acumulación flexible, fragmentación de la producción, descentralización
selectiva de los procesos producción just-in-time... Y se puede comprender
también que esta liberalización ha sido posible por la pérdida, por parte de los
estados, de capacidad de control de los movimientos de capital y mercancías.
Es decir, una pérdida de soberanía.
Pero sería erróneo interpretar esta pérdida de control como resultado
de una cesión involuntaria de soberanía y los estados ante el empuje de la
competitividad a escala mundial. Más bien al contrario, los estados han par-
ticipado activamente en la apertura de mercados comerciales y financieros y
en la descentralización de la producción, puesto que era fundamental para
no quedar al margen de unos procesos de reforma económica global que
provocan exclusiones políticas, sociales y económicas radicales. Desde los
años ochenta, prácticamente todos los estados del mundo, sin tan siquiera la
excepción de países excomunistas o aún comunistas -piénsese en China o
en Cuba-, han puesto en marcha políticas para la atracción de inversiones
que implicaban facilidades para la entrada y salida de capitales, renuncia a
otros tipos de políticas de control del mercado laboral y abandono de parce-
las de gestión directa de sectores económicos estratégicos mediante privati-
zaciones que, en general, han alimentado a empresas transnacionales. Es
por eso que en todo el mundo, entre 1990 y 1997, la inversión extranjera pasó
de 192.000 millones de dólares a más de 400.000 millones, según datos del
Banco Mundial (2000):
«Entre 1990 y 1997, a escala mundial, los estados se desembarazaron, en
favor de empresas privadas, de una parte de su patrimonio que se puede estimar
en 513.000 millones de dólares (215.000 millones sólo en lo que se refiere en la
Unión Europea). Cada una de las cien empresas globales más importantes ven-
de más que cualquiera de los 120 países más pobres. Y las 23 empresas más po-
tentes venden más que ciertos gigantes del Sur, como india, Brasil, Indonesia o
México. Estas empresas controlan el 70 % del comercio mundial...» (Albiñana,
ed., 1999, p. 29).
Menos voluntariedad es la que se encuentra en los estados que aplicaron
desde inicios de los años ochenta las políticas de liberalización impuestas por
el FMI y el Banco Mundial (BM) como parte de la renegociación de la deuda
externa que acuciaba a los países en vías de desarrollo. Son los casos de la ma-
yoría de los estados latinoamericanos, del sudeste asiático y de algunos de los
más importantes países africanos. Para todos ellos, el esfuerzo de saneamien-
to de sus economías fue ingente y como condición para poder acceder de nue-
vo a créditos de la banca internacional después de la denominada crisis de la
deuda. El BM (2000) ofrece algunos datos reveladores de este esfuerzo: entre
1982 y 1985 Chile dedicó el 40 % de su producto interior bruto a la reestructu-
ración (la misma cifra que Indonesia desde 1997) y México el 15 % desde
1995. En todos estos casos la apertura de los mercados financieros al capital

78 GEOPOLÍTICA

exterior, la atracción de inversiones mediante los procesos de privatización y


la emisión de deuda pública han servido para transformar absolutamente las
bases y las tradiciones económicas de muchos países. Seguramente, la princi-
pal transformación ha consistido en la reducción drástica de la presencia es-
tatal en las respectivas economías, de unos países que durante años tuvieron
en el sector público el más importante, aunque precario, motor económico.'
Uno de los ejemplos más meridianos de este proceso es el argentino, país que
fue el paradigma del proteccionismo a mediados de siglo xx y que ahora tiene
un 10 % de su PIB en manos de empresas españolas (capital que, a su vez, sig-
nifica el 5 % del PIB español).
Como se sabe, los resultados de estas operaciones han generado grandes
debates a todos los niveles (Hoogvelt, 1997; Castells, 1998; BM, 2000; PNUD,
2000). Debates contradictorios, pues si, por un lado, han surtido efecto en
cuanto a la atracción de capital y a la mejora de la macroeconomía, por otro,
la dualización de la sociedad se ha acrecentado. Además, en algunos casos, la
crisis de la economía se ha agudizado después de breves períodos de euforia
especulativa, como la que convirtió a la bolsa de Buenos Aires en la más renta-
ble del mundo a principios de los años noventa. Efectivamente, una demostra-
ción de, como mínimo, la ineficiencia de dichas políticas de ajuste es la recaí-
da de muchas de las economías que las aplicaron -Ecuador, Brasil, México,
Argentina, Indonesia, Turquía-, que precisan de nuevo ayuda internacional
y que se ven obligadas a reiniciar políticas de austeridad que empeoran toda-
vía más las condiciones de vida de la mayoría de la población.
2.2.2. Las finanzas globales

Pero, sin duda, lo que más análisis ha generado en torno a la globaliza-


ción ha sido la emergencia de los mercados financieros globales, valga la re-
dundancia. Tal vez sea así porque el mercado único de finanzas es el más ge-
nuino producto y el motor del nuevo sistema económico, el que mejor aprove-
cha el hecho de que la sociedad informacional actúe como «una unidad en
tiempo real y a escala planetaria» (Castells, 1998, vol. I, p. 119). Es en esta uni-
dad donde las finanzas encuentran la posibilidad de generar unos beneficios
ingentes -siempre reconociendo un margen de riesgo, como corresponde a
la especulación- e inmediatos; es ahí donde se halla la posibilidad de mover
dinero virtual mediante las tecnologías de la información sin ningún tipo de
control ni de oportunidad, por parte de los estados, de participar de las plus-
valías. Como es de sobras conocido, actualmente estos mercados representan
la actividad económica que más recursos mueve diariamente a escala mun-
dial. Los datos en este sentido son abrumadores: cada día se negocian en los
mercados financieros mundiales 1,2 billones de dólares, lo que significa casi
400 billones al año; casi el doble que en 1987, que a su vez eran diez veces más
que en 1980, y su valor al cabo del año dobla el de la producción industrial
mundial (Sassen, 1996; Muir, 1997; Castells, 1998).
Por eso, su capacidad de distorsionar economías estatales se ha demos-

8. Véase el apartado 4.1 donde se explican las políticas de sustitución de importaciones,


que marcaron una época en América Latina.

LA CRISIS Y REESTRUCTURACIÓN DEL ESTADO-NACIÓN 79

trado tan elevada. La reciente crisis de Indonesia tuvo su origen en la caída de


su bolsa y la consiguiente devaluación de su moneda; y, con pocas diferencias,
el mismo escenario se repitió en México y en Brasil. Aún más, la especulación
financiera fue suficiente para forzar la salida de la lira italiana y de la libra es-
terlina del Sistema Monetario Europeo a principios de los noventa. Esta ope-
ración de presión sobre la libra dio beneficios de mil millones de dólares en un9
solo día a un operador bursátil, Quantum Fund, propiedad de George Soros,
a quien también se acusa de la desestabilización de Indonesia. Pero su poten-
cial tiene un reverso que es su vulnerabilidad, y desde el crash bursátil del 29
de octubre de 1987 -o el terremoto de Kobe enero de 1997 o la caída de la bol-
sa de Indonesia en 1999- ha quedado claro que una fisura en el sistema fi-
nanciero tiene efectos a escala global, con independencia de que la economía
productiva viva una fase de crecimiento o de crisis.
Precisamente, la escasa relación entre los mercados financieros y la eco-
nomía productiva define otra de las características del sistema contemporá-
neo. La evolución de los índices bursátiles tiene poco que ver, a menudo, con
las empresas que cotizan en ellas e incluso su comportamiento puede ser
divergente. En estos últimos años se ha asistido a fenómenos como la revalori-
zación de empresas con enorm es pérdidas presentes y futuras -caso de
muchas de las vinculadas a la denominada nueva economía- o como la caída
de la bolsa de Nueva York ante los datos de disminución del paro en Estados
Unidos.
Pero, para no alejarse del eje del discuro de este apartado -la transfor-
mación de la soberanía-, para que estas finanzas sean realmente globales ha
sido necesario que los estados abrieran sus economías, que las sanearan para
que fueran atractivas al capital, que privatizaran empresas y que dieran a sus
bolsas nacionales dimensión mundial. En efecto, el mercado global de las fi-
nanzas, el casino global como lo denomina Castells, ha sido resultado y, simul-
táneamente, ha requerido y ha provocado que los estados perdieran sobera-
nía. Por otra parte, este mercado financiero global no tiene un cerebro estatal,
sino que, como paradigma de la nueva sociedad, la red en su conjunto es el ce-
rebro. Es por este motivo que los actores de las finanzas globales son impreci-
sos: desde conglomerados empresariales, grandes y modestas consultoras,
bancos y empresas de seguros hasta millones de pequeños ahorradores que
ven la posibilidad de sacar un rendimiento alto y rápido a su dinero, siempre y
cuando no se arruinen en el empeño. Es decir, el mercado financiero se mues-
tra como una combinación entre agentes globales y agentes locales entre los
cuales el estado ha perdido buena parte de su capacidad de intermediación y
de decisión y, sin embargo, depende en gran medida de él.

2.2.3. Las instituciones del sistema mundial global y los estados


Otra de las vías de reestructuración de la soberanía ha sido la creación y
el reforzamiento de instituciones supraestatales de carácter económico y polí-

9. George Soros -ciudadano británico de origen húngaro- se ha convertido en uno de los


personajes de la globalización, no tan sólo por su papel en determinadas crisis bursátiles, sino tam-
bién porque en los últimos años se ha convertido en una especie de gurú crítico de la globalización.

80 GEOPOLÍTICA

tico. Efectivamente, desde inicios de los años noventa el número y peso de ins-
tituciones que agrupan estados con el objetivo de integrar mercados y políti-
cas se ha ido incrementando. Tanto es así que entre 1990 y 1998 se han creado
más instituciones de este tipo que en los cuarenta años anteriores. Estas insti-
tuciones han ido asumiendo competencias que, o bien hasta este momento
habían gestionado los estados, o bien son nuevas necesidades generadas por
la globalización. Así, las Naciones Unidas, la Unión Europea (UE), el Tratado
de Libre Comercio (TLC) norteamericano, la Asociación de Naciones del Sud-
este Asiático (ASEAN), el Mercosur (que agrupa a Argentina, Brasil, Paraguay
y Uruguay), el G-8 (reunión de los siete países más ricos del mundo y Rusia),
la Comunidad de Estados Independientes (CEI, la institución para la coordi-
nación de algunos de los estados exsoviéticos), la Organización del Tratado
del Atlántico Norte (OTAN, el sistema común de defensa de los países del anti-
guo bloque de aliados occidentales), la Liga Árabe, o el G-77 (grupo de los paí-
ses más pobres del planeta) se han convertido, bien es cierto que unos más
que otros, en agentes geopolíticos del nuevo sistema global.
Aunque no todas ellas son organizaciones nacidas como resultado de la
globalización, su papel sí ha sido notablemente reforzado y transformado a
partir de ella. Así, el embrión de la UE, la Comunidad Europea del Carbón y
el Acero, se creó en 1951 en un contexto de reconstrucción y de división por
la Guerra Fría; la ASEAN fue fundada en 1967; pero, en cambio, el TLC se
puso en marcha el 1 de enero de 1994 y el Mercosur en 1991. El caso de la
OTAN presenta unas características singulares, puesto que se trata de una
institución que se transforma para mantener su protagonismo en la escena
mundial: de alianza militar anticomunista a vigía de los intereses occidenta-
les." Sea como fuere, su delimitación define unas áreas que no son ni mucho
menos resultado del azar, sino que surgen de espacios políticos y económi-
cos que, de una manera u otra, presentan elementos comunes en cuanto a su
papel en el sistema mundial. Entre ellos, en sus instrumentos y objetivos,
presentan notables diferencias, desde unos casos en que se ha ido poco más
allá del levantamiento de aranceles, como sucede en el Mercosur o el TLC,
hasta otros que suponen verdaderamente un proceso de unificación econó-
mica y política.
Por esta misma lógica, instituciones supraestatales que respondían a si-
tuaciones del sistema mundial ya superadas -como la Guerra Fría- han de-
saparecido o han quedado eclipsadas ante la inutilidad de sus objetivos o la
obsolescencia de sus agrupaciones. Son las situaciones que han vivido el Pac-
to de Varsovia y el COMECOM -ambas instituciones de soporte económico y
militar del bloque soviético- o el Movimiento de Países No Alineados
-igualmente comprensible en la división de Bloques- o la Agencia para el
Libre Comercio en Europa (EFTA), constituida por estados europeos encabe-
zados por el Reino Unido reticentes al antiguo Mercado Común. Incluso la
CEI, a pesar de su origen reciente, parece haber caído en una especie de letar-
go que prácticamente la anula desde un punto de vista geopolítico.
Una situación paradójica es la que vive las Naciones Unidas, puesto que,
cuando más sentido tendría que ejerciera su papel de gobierno mundial, más
10. Véase el apartado 5.2.

LA CRISIS Y REESTRUCTURACIÓN DEL ESTADO-NACIÓN 81

difícil le es intervenir en la realidad geopolítica. Es decir, continúa en su papel


subsidiario ante los intereses de las grandes potencias políticas.
2.2.4. La Unión Europea

Tal vez, la institución que más lejos ha llegado en el proceso de consolida-


ción y en la asunción de soberanía procedente de los estados ha sido la Unión
Europea. El análisis de la construcción de dicha institución y sus transforma-
ciones en cincuenta años de existencia puede ser el mejor ejemplo para enten-
der el alcance de este otro tipo de replanteamiento de los estados. Como se ha
dicho, el origen de la Unión Europea se encuentra en la creación, en 1951, de
la CECA, un intento de resolver algunos de los problemas que estaban en el
origen de la histórica inestabilidad geopolítica europea, principalmente los
conflictos territoriales entre Francia y Alemania (Duverger, 1992)." En esta
historia de cincuenta años de transición desde estos orígenes hasta la actual
Unión Europea (UE) del Tratado de Amsterdam de 1997 no puede decirse que
el proceso haya sido lineal y continuo, sino más bien al contrario. Ha sido un
camino de avances y retrocesos, de aceleraciones y frenazos e incluso de cam-
bio de ruta en más de una ocasión. El porqué de este camino errático cabe
buscarlo en, al menos, dos aspectos que tienen que ver con la soberanía: el pri-
mero de ellos, la diversa y cambiante disponibilidad de los estados a transferir
competencias a las instituciones comunes; el segundo, el contexto geopolítico
mundial, que ha permitido un mayor o menor nivel de autonomía del proyec-
to europeo respecto a los grandes bloques geopolíticos. Veamos con un poco

La cuestión de hasta qué punto los estados estaban dispuestos a ceder so-
más de detalle ambos aspectos.

beranía a Bruselas ha sido omnipresente desde finales de los años cuarenta,


cuando los políticos franceses y británicos ya discrepaban de cúal tenía que
ser el carácter de las instituciones comunes: unitarias, federales o confedera-
les, consultivas o decisorias, ... De ahí surgió, por ejemplo, la indefinición del
Consejo de Europa creado en 1948, el fracaso de la Comunidad Europea de
Defensa, el retraso del Reino Unido en participar en la CEE, en la que no entró
hasta 1973, y su reticencia a cualquier intento de profundización de la unifica-
ción que pudiera significar una cesión determinante de soberanía. Pero sería
inexacto atribuir únicamente al Reino Unido la priorización absoluta de la so-
beranía estatal -por otro lado explicable por su pasado reciente de primera
potencia mundial y por su especial vínculo con los Estados Unidos-. Prácti-
camente en todos los estados europeos, en un momento u otro, ha habido reti-
cencias: desde Dinamarca, con su negativa a participar de la moneda única,
hasta las posturas radicalmente nacionalistas del Frente Nacional francés o
de sectores del neogaullismo o el Partido Liberal austríaco o las moderada-
mente antieuropeas del liberalismo de Forza Italia o del Partido Popular espa-
ñol, en especial antes de su llegada al poder en 1996.
En cuanto al contexto geopolítico mundial como condicionante del proceso

11. Posteriormente, en 1957, se crearon la Comunidad Económica Europea (CEE) y la


Euratom, la primera con el objetivo de integrar la totalidad de las economías de los países parti-
cipantes y la segunda para coordinar las políticas nucleares.

82 GEOPOLÍTICA

de unificación, es evidente que la disposición y las posibilidades de una Europa


institucionalmente organizada han sido muy diferentes en un contexto de Gue-
rra Fría en los años cincuenta (y también en los ochenta), de distensión en los
años setenta o de globalización en los años noventa. En los años cincuenta, la
presión de la geopolítica imponía una Europa occidental débil y fiel a los intere-
ses norteamericanos. En cambio, en los años ochenta, la revitalización del con-
flicto Este-Oeste y el salto tecnológico estadounidense fueron los inductores de
una aceleración del proceso de unificación europeo -materializado en el Acta
única de 1987 y el proceso hacia el Tratado de Maastricht de 1991- ante el ries-
go de quedar definitivamente como un área secundaria dentro del sistema mun-
dial global. Ahora bien, es cuando desaparece el corsé de la Guerra Fría que el
proyecto europeo impulsado a mediados de los ochenta por François Miterrand,
Helmut Kohl y Jacques Delors toma una nueva dimensión, no ya como alternati-
va a dos bloques contrapuestos, sino como mecanismo para superar las limita-
ciones económicas de la fragmentación estatal (Vicente, 1993).
En efecto, la Europa que se construye con tratados como el de Maas-
tricht, en vigor desde 1993, está reorientada hacia la construcción de un espa-
cio económico y político dispuesto a competir en un sistema mundial multila-
teral, una tarea muy difícil desde la fragmentación estatal. Piénsese, por ejem-
plo, que la población de la UE en 1998 era de unos 370 millones de habitantes,
frente a los poco más de 250 millones de los Estados Unidos, los 125 millones
de Japón o los 106 millones de Rusia, lo que convierte el ámbito europeo en el
primer mercado mundial, también por su nivel adquisitivo. O téngase en
cuenta que en 1995 la UE suponía el 20 % del comercio mundial frente al 18
de los Estados Unidos y el 10 % de Japón; que el euro, la moneda común de la
UE, supone el 20,4 % del producto interior bruto mundial, frente al 20,7 % del
dólar y el 8 % del yen; y el 14,7 % de las exportaciones mundiales frente al
15,2 % de la moneda norteamericana (López Palomeque, 2000). Es obvio que
estas magnitudes quedarían absolutamente alteradas si, en lugar de la UE en
su conjunto, se tuvieran en cuenta los estados por separado, aunque fueran
economías tan potentes como la alemana que, por ejemplo, cuenta con una
población de 82 millones de habitantes.
Otro dato muy interesante desde el punto de vista geopolítico es el peso
que la UE adquiere en instituciones internacionales, y las oportunidades que
ello le ofrece para influir en decisiones fundamentales para el sistema mun-
dial. El dato más relevante en este sentido puede ser que la UE dispone del
28,9 % de los votos en el Fondo Monetario Internacional y del 29,7 % en el
Banco Mundial, frente al 19,6 % y el 15,1 %, respectivamente, de los Estados
Unidos (Agnew y Corbridge, 1995).
Todo ello ha sido posible gracias a un doble proceso de, por un lado, ar-
monización del espacio interior europeo y, por otro lado, de construcción de
un único discurso hacia el exterior. En ambos sentidos los resultados han sido
desiguales. En especial débiles en los aspectos exteriores -diplomáticos y mi-
litares-, como ha puesto de manifiesto reiteradamente el conflicto de los Bal-
canes, donde la UE ha sido incapaz de actuar con una única voz y un único in-
terés. Unanimidad que sí se ha conseguido en otros casos, como por ejemplo
las negociaciones en el marco de la OMC o en defensa de la Conferencia de
Kioto de 1997 sobre el cambio climático.
En cuanto a los aspectos de unificación del espacio interior, los pro-
gresos sí han sido más que notables y es innegable que el nivel de decisión
asumido por la actual UE es importantísimo y posiblemente inimaginable
hace poco más de diez años. No hace falta entrar con detalle en las compe-
tencias de carácter estatal que se gestionan desde la UE para reconocer
que, especialmente en el apartado macroeconómico, la situación es de uni-
ficación prácticamente total desde la desaparición de fronteras interiores y
la aceptación de la convergencia diseñada en Maastricht. Este tratado im-
plicaba que, mediante la reducción del déficit público, el control de la infla-
ción y el crecimiento económico se llegaba a la creación de una única mo-
neda, el euro.
De la misma manera, es constatable una creciente consolidación de una
ciudadanía europea construida con la progresiva abolición de las fronteras in-
teriores y, por contra, con el reforzamiento de las exteriores. ¿Qué mayor ce-
sión de soberanía que renunciar a la frontera y a la moneda propia?
Pero, al contrario de lo que la teoría política tradicional pensaría, esta
pérdida de soberanía no ha destruido el estado -en este caso habría sido un
suicidio-, sino que lo ha transformado de arriba hacia abajo, a partir de las
cúpulas dirigentes con los ciudadanos como espectadores, a veces, perplejos.
Como sugiere Manuel Castells:
MAPA 3. Las nuevas representaciones del espacio europeo (1989).

«La formación de la Unión Europea no es el proceso de construcción del


estado federal europeo del futuro, sino la construcción de un cártel político, en
el que los estados-nación europeos puedan seguir haciéndose, de forma colecti-
va, con cierto grado de soberanía en el marco del desorden global» (Castells,
1998, vol. II, pp. 295-296).
«Cuando reflexionamos sobre las visiones e intereses contradictorios que
rodean la unificación de Europa y consideramos la falta de entusiasmo entre los
ciudadanos de la mayoría de los países, parece milagroso que el proceso de inte-
gración esté tan avanzado (...). En parte, este éxito imprevisto obedece a que la
integración europea no sustituye al estado nación existente, sino que, al contra-
rio, es un instrumento fundamental de su supervivencia a condición de conce-
der cuotas de soberanía a cambio de obtener más voz en los asuntos mundiales y
nacionales en la era de la globalización» (Castells, 1998, vol. III, p. 381).

En definitiva, el proceso de integración europea, a pesar de contratiem-


pos y altibajos, parece un camino irreversible hacia la consolidación de un es-
pacio económicamente unido y políticamente coordinado, que daría lugar a
una estructura política innovadora -el estado-red de Castells- y compleja de
carácter prácticamente confederal, dispuesta a encabezar el nuevo sistema
global.

2.3. LA GLOBALIZACIÓN Y LA EMERGENCIA DE LO LOCAL

Si hasta este momento se ha visto cómo los estados perdían parte de su rol
tradicional en favor de procesos ascendentes, de transferencia de competencias

LA CRISIS Y REESTRUCTURACIÓN DEL ESTADO-NACIÓN 85

hacia instancias de escala superior -global o supraestatal, macroregional-, a


continuación se comprobará cómo también se producen flujos de soberanía es-
tatal hacia escalas inferiores, más estrictamente locales. Además, como ya su-
cedía en el primer sentido, esta otra perspectiva de la «crisis» de los estados tie-
ne diversos orígenes, mecanismos y resultados, que se intentará ilustrar.
Como se ha venido repitiendo desde la introducción a este texto, la globa-
lización y la localización son dos procesos sociales, económicos y políticos de-
terminantes en el mundo contemporáneo, que se retroalimentan puesto que
12
son las dos caras de una misma moneda. Son mayoría los autores que argu-
mentan que la globalización, contrariamente a lo que podría suponerse, esti-
mula la consolidación de lo local, de lugares, a la vez que genera mecanismos
de homogenización. Para la globalización, los lugares son los puntos de terri-
torialización, de materialización; como dice Castells, «no vivimos en la aldea
global sino en chalets individuales, producidos a escala global y distribuidos
localmente» (Castells, 1998, vol. I, p. 374).
De la afirmación de Castells se desprende que estos chalets son única-
mente expresión de los intereses de la globalización, una visión que otros in-
vestigadores no compartirían (Dematteis, 1995), puesto que implica una espe-
cie de determinismo que no es, ni mucho menos, aceptado sin matices, y éstos
abren la puerta a teorías posibilistas -para decirlo todo con conceptos de la
tradición geográfica- de relación entre local y global. Más allá de este debate,
muy importante sin duda, lo que parece evidente es que el estado no es, en
muchos casos, la expresión de lo local que demandan ni la ciudadanía ni la
globalización. Lo local pasa por otros tipos de espacios y de agregaciones so-
ciales, como los que a continuación se comentan brevemente.

2.3.1. Las ciudades globales

Uno de estos espacios locales, tal vez el más característico, es el que Sas-
kia Sassen (1991; 1994) denomina ciudad global:
«En la fase actual de la economía mundial, es precisamente la combina-
ción de la dispersión global de las actividades económicas y una integración glo-
bal lo que ha contribuido a la adjudicación de un rol estratégico a ciertas gran-
des ciudades que yo denomino ciudades globales. (...) hoy las ciudades globales
son centros de mando de la organización de la economía mundial; lugares clave
y mercados para las actuales industrias líderes, las financieras y de servicios a
las empresas, incluyendo la producción de innovaciones» (Sassen, 1994, p. 4).

Se trataría de espacios urbanos, grandes áreas como Nueva York, Londres,


Los Ángeles, Tokio, Hong Kong-Guandong o París, que concentran la dirección
de los flujos globales y tienden una red entre ellas. Unas ciudades que, en mu-
chos casos -y esto es lo relevante para este capítulo-, se sobreponen y supe-
ran al espacio político al que pertenecen, esto es los estados. Es decir, sus lógi-
cas económicas, sus pautas culturales y algunos de sus mecanismos de poder
político están más en relación con los flujos globales que con los imperativos
12. Anderson y otros (1995); Castells (1999); Harvey (1989); Dematteis (1995); Nogué
(1998); Soja (2000); ... entre muchos otros.

86 GEOPOLÍTICA

del espacio político estatal. Frente a ellas, los estados se convierten a menudo
en agentes secundarios o en pie de igualdad con otros agentes económicos y po-
líticos, con los que las decisiones son disputadas o compartidas.
El rol global implica transformaciones del espacio urbano y de sus usos,
muy importantes, en algunos casos traumática, tanto para adaptarse a las
nuevas funciones como por el hecho de que son espacios muy rentables desde
el punto de vista inmobiliario. Los ejemplos en este sentido son múltiples.
Piénsese en la muy analizada transformación de los docks londinenses (los an-
tiguos muelles imperiales, de extensión superior a las 2.000 ha.) a principios
de los años ochenta, auténtica apuesta del gobierno conservador para reintro-
ducir la capital británica entre las ciudades de poder mundial (Hall, 1998;
Harvey, 1998).
Esta transformación, desde una perspectiva de geografía política, tuvo
muchos efectos, siendo uno de ellos la alienación del espacio de los poderes
políticos locales y estatales, para dejarlo en manos del mercado mundial, tan-
to en sus aspectos inmobiliarios como funcionales. Otro de los efectos, como
condición para que el proyecto de los Docklands arrancara, fue la sustitución
del tejido social y urbanístico a cargo del erario público, desplazando pobla-
ción y actividades obsoletas, lo que dio como resultado la gentrification del
área. El geógrafo Neil Smith (1996) ha estudiado el fenómeno de la gentrifica-
tion del espacio urbano y ha demostrado, en especial para el caso de Nueva
York, que la transformación de espacios no ya locales sino a una escala mu-
cho menor -calles, barrios- responde a las necesidades de la globalización.
Este proceso supone uno de los aspectos más críticos de la globalización de
las ciudades, su efecto desarticulador de la sociedad, puesto que provoca una1 3
dualización entre los grupos sociales integrados y los que quedan al margen
(Soja, 1996; 2000; Harvey, 1998; Sassen, 1998; Veltz, 1999; Albet, 2001).
Otros autores (Castells y Borja, 1997) interpretan la ciudad global más
como un concepto abstracto que no como una realidad física; la ciudad global
no es un lugar, es un proceso desde donde se gestionan, innovan y coordinan
los flujos de información, escribirá Castells (1998, vol. I). Desde esta perspec-
tiva, la ciudad global sería más bien una red de nudos globales, representando
cada uno de ellos un enclave de dicha ciudad, de manera que «las relaciones
cambiantes respecto a esa red determinan, en buena medida, la suerte de ciu-
dades y de ciudadanos» (Castells y Borja, 1997, p. 43). Sea cual sea la interpre-
tación de la ciudad global, su alto valor geopolítico no cambia, y su desenrai-
zamiento relativo del entorno político estatal tampoco.
2.3.2. Las nuevas regiones

Las ciudades globales no significan más que una parte de la alteración de


la soberanía estatal a partir de escalas menores. Desde los años ochenta otros
tipos de espacios subestatales o transestatales han ganado protagonismo, en
especial los que se ha denominado, con cierta ambigüidad inevitable, regio-
nes. Estas regiones, que remiten lógicamente a la muy influyente escuela de
geografía francesa, son otra expresión de lo local entendido como espacios te-
13. Véase el apartado 4.2, donde se habla del denominado Cuarto Mundo.

LA CRISIS Y REESTRUCTURACIÓN DEL ESTADO-NACIÓN 87

rritorialmente definidos y que contienen sistemas sociales y económicos has-


ta cierto punto cohesionados y diferenciados (Vicente, 1998). Esta integra-
ción es la que permite que las regiones se singularicen -tengan una identi-
dad- respecto a la globalización, sean reconocibles y puedan competir
dentro de ella. En esta lógica regional caben teorías tan exitosas y que tanta li-
teratura han generado como la de los distritos industriales, la del desarrollo
endógeno (Benko y Lipietz, 1994), o la de los sistemas territoriales locales
( Dematteis, 1995; Camagni, 1998), además de todas las interpretaciones de
carácter menos económico y más político y cultural o de carácter identitario y
nacionalista (de naciones sin estado). 1 4
Afirmar, como se hace, que esta integración, identidad y diferenciación
no pasa por estructuras estatales significa una vía de agua importante para los
discursos estatalistas, que, como mínimo desde el siglo xix, habían identifica-
do estado con nación. A partir de esta identificación se argumentaba y se ejer-
cía la función reguladora del estado en la economía y en la construcción del
consenso social. Cuando la identificación falla, la institución se debilita, pues-
to que, de nuevo., su soberanía queda mermada, y también su legitimidad.
Así, las nuevas regiones -institucionalizadas o no- pueden responder a
muchas tipologías de entidades territoriales y de identidades: son, por ejem-
plo, naciones europeas que hace un siglo fracasaron en sus aspiraciones a
convertirse en estado y que ahora reemergen; o son regiones económicas muy
consolidadas y diferenciadas; o son áreas o redes urbanas. En definitiva, espa-
cios que asumen parte de la función de lugar en un mundo tendente a la globa-
lización, compitiendo con los estados para consolidarse como agentes del sis-
tema económico, cultural y político.
Desde los años ochenta cada vez son más las ciudades y regiones que han
puesto en marcha políticas de atracción de inversiones, de cohesión social o de
promoción cultural en la medida que se han mostrado notablemente eficientes.
Esto ha sido reconocido por los estados, por los organismos internacionales y
por las empresas. Institucionalmente, este reconocimiento se ha materializado
en la progresiva, aunque lenta, aplicación del principio de subsidiariedad -que
sea en cada caso la institución más próxima a la ciudadanía la que tome las de-
cisiones- que han aplicado muchos estados, no tan sólo los más desarrollados,
como demuestra el último informe del Banco Mundial (2000).
En este sentido, de nuevo la UE es un caso a destacar como laboratorio de
este tipo de procesos, puesto que es ahí donde la existencia de espacios subes-
tatales -naciones, regiones, comarcas- se da con una mayor evidencia debi-
do al peso singular de la historia, que configura estructuras sociales muy con-
solidadas por debajo o a través de los estados existentes y redes de ciudades
muy sólidas y perfiladas. Este peso del espacio y del tiempo históricos -e his-
tóricos no significa aquí pretérito, sino enraizado- ha comportado que la
reestructuración de lo local generada por la globalización se encontrara con
unos territorios ya dispuestos a acoger y alimentar los flujos del sistema mun-
dial. Así se entiende que la gran mayoría de las teorías antes citadas tengan su
origen en Europa, aunque en otros territorios -como Estados Unidos o
Asia- también se puedan reconocer (Castello, 1998).
14. Véase el apartado 5.1.

88 GEOPOLÍTICA

Así pues, desde hace veinte años estas estructuras a menudo históricas
empezaron a cobrar una relevancia que se materializó en políticas locales
para el desarrollo -piénsese que todavía se estaba bajo los efectos de la crisis
de los setenta-, que hasta entonces parecían patrimonio exclusivo de los es-
tados centrales. En algunos casos, estas políticas no tan sólo respondían a la
necesidad de reorganizar el espacio ante nuevas demandas tanto de la ciuda-
danía como de la globalización, sino también a objetivos más o menos explíci-
tos de cuestionamiento de los estados por parte de otras realidades políticas.
A ello contribuyeron dos procesos simultáneos: el de unificación europea y el
de desintegración del bloque soviético. Ambos abrían la posibilidad de supe-
rar las rigideces estatales y reconocer lógicas funcionales o culturales no con-
dicionadas por estructuras políticas, sin que ello tuviera que desembocar en
un conflicto como los que cíclicamente habían sacudido Europa. De estos
años son las representaciones del espacio europeo sugeridas por el grupo Re-
clus de Montpellier (1989), en las que las tramas designaban arcos mediterrá-
neos, cornisas atlánticas o arcos lotaringios y en las que los rankings clasifica-
ban las ciudades; o las redes de ciudades que intentan complementar sus ofer-
tas para atraer inversiones; o los planes estratégicos que proponen ofertas te-
rritoriales dispuestas a competir en el mercado global. Nuevas cartografías
que responden, como siempre, a nuevos mensajes geopolíticos.
Desde un punto de vista institucional, en algunos casos estos espacios re-
gionales respondían a instituciones subestatales -por ejemplo algunas de las
provincias o regiones autónomas italianas o españolas, o algunos land alema-
nes-, pero en otros casos no era así y, por este motivo, se generaron agrupa-
ciones de ciudades y regiones con el fin de obtener algún tipo de reconoci-
miento y generar sinergías. Tal vez, la más significativa de estas agrupaciones
fue la asociación de las Eurociudades, encabezada por Barcelona, que reunía
grandes ciudades sin capitalidad política estatal como Milán, Lión, Hambur-
go, Oporto, Edimburgo, ... pero son muchísimas más las que existen, a menu-
do en forma de redes de cooperación estimuladas por los programas de la UE,
y muy diversos los argumentos que las relacionan.
Todo este movimiento ha tenido su reflejo en los mecanismos técnicos,
de intervención y, también, institucionales de la UE. Concretamente, la Unión
reconoce doscientas veintidós regiones dentro del territorio de los quince es-
tados miembros y, de manera diferente en cada estado, participan de algunas
de las políticas comunitarias (en algún caso también las ciudades). Además, la
propia Unión articula algunas de sus acciones a partir de la base regional, si-
guiendo un cierto criterio de subsidiariedad, en especial una buena parte de
los recursos de inversión para el desarrollo, mediante el Fondo Europeo para
el Desarrollo Regional (FEDER, creado en 1975), y la cohesión con el Fondo
Social Europeo. También son destacables, por su significación geopolítica,
los programas para el desarrollo interfronterizo, como el Interreg, que, ade-
más de consolidar la UE, refuerza espacios regionales tan importantes como
el de Lión-Turín o el de Lille-Bruselas o, todavía más significativo, el de Pa-
rís-Londres. Además, la UE, desde la entrada en vigor del Tratado de Maas-
tricht, cuenta con un organismo consultivo denominado Comité Regiones de
Europa, aunque hasta el momento no ha definido con demasiada precisión
sus funciones.
En resumen, y más allá del caso de la UE, los estados han dejado de ejercer
en toda su integridad el rol que en otros momentos, en otras lógicas económicas,
habían desempeñado como intermediario y motor de la sociedad, y estas funcio-
nes han recaído en otros tipos de espacios de escala más próxima a realidades
funcionales o de identidad cultural: ciudades, regiones y naciones. Esto significa
que la incuestionabilidad del estado(-nación) como única instancia que legítima-
mente podía representar políticamente a su ciudadanía ha dejado de ser una vi-
sión suficiente para interpretar el sistema mundial. Es decir, si la globalización
realimenta la identidad, ésta ya no pasa necesariamente por el estado.

2.4. LA RENACIONALIZACIÓN DEL ESTADO

Ante esta perspectiva de debilitamiento, los estados no se han mostrado


impasibles. Ya se ha dicho que, en gran medida, la creación y el reforzamiento
de instituciones supraestatales responde a un mecanismo puesto en marcha

90 GEOPOLÍTICA

por los estados para adaptarse a la globalización. Además, los estados han de-
mostrado su utilidad, o su carácter aún imprescindible, para la difusión de las
nuevas tecnologías y la adaptación de la sociedad a las mismas -lo que se ha
denominado estado desarrollista-. Pero hay otros tipos de discursos y políticas
que tienen como objetivo la retención de poder. Podría decirse que en muchos
casos se asiste a una renacionalización de los estados. Las formas que toman es-
tos procesos pueden ser muchas y más o menos explícitas, dependiendo de las
circunstancias de cada estado y de cuál sea el adversario al que se quiere dar res-
puesta: la globalización o la, presunta o efectiva, fragmentación interna.
Hay ejemplos poco sutiles, como el del discurso del Partido Liberal aus-
tríaco -en el gobierno-, que utiliza como baza electoral la defensa de unos
supuestos valores tradicionales del país y la alarma contra la injerencia euro-
pea y la invasión de la inmigración, lo que le reporta un buen número de vo-
tos. Tampoco es muy sutil el intento del gobierno chino o de Irak de limitar el
acceso de los ciudadanos a internet y a las emisiones de televisión por satélite.
O es bien explícito el discurso del presidente Bush cuando reclama, de acuer-
do con el nacionalismo ultraconservador norteamericano, la puesta en mar-
cha de un sistema de defensa exclusivo para su país.
Si todos estos ejemplos son de reacción frente a procesos generados por
la globalización y la relativización de las fronteras, hay también claros expo-
nentes de situaciones en las que la renacionalización responde a temores de
fragmentación interna. Desde esta perspectiva se pueden interpretar los es-
fuerzos del gobierno estadounidense -y de estados como California- por
mantener la primacía del inglés -a pesar de los discursos institucionales de
multiculturalidad-; o las acciones y ofensiva ideológica del gobierno español
para deslegitimar el nacionalismo como opción política democrática, ampa-
rándose en la criminalidad del terrorismo vasco.
Sin embargo, en otros casos, la cuestión es más compleja. Véase el caso
francés, especialmente interesante como paradigma de estado unitario, 15
donde concurren varios temas que responden, todos ellos, a cuestiones de
soberanía: la defensa de la lengua francesa ante los neologismos de origen an-
glosajón; la propuesta de mantener una excepción cultural a los acuerdos de li-
bre comercio; o el patriotismo alimentario encarnado por José Bové. 16 He ahí
el cuestionamiento de la globalización por parte de un gran estado y una gran
cultura que se consideran amenazados por unos procesos supraestatales que
perciben no tan sólo como tales, sino también como acciones geopolíticas de
la cultura anglosajona.
Pero, por otro lado, el mismo país nos sirve para ilustrar otra perspectiva
de la renacionalización: las reticencias del presidente Chirac a dar su visto bue-
no a un cierto grado de autonomía a Córcega acordado por el gobierno o a con-
vertir en Departamento los territorios vasco-franceses; o su resistencia a contri-
buir a la enseñanza de lenguas minoritarias como el catalán o el bretón.
A pesar de lo dicho, sería injusto e incorrecto equiparar el discurso y las

15. Véase el apartado 3.1, donde se habla del origen del estado en general, del estado mo-
derno en particular y del papel de Francia en ambos contextos.
16. José Bové es un líder sindical agrario que se convirtió en un símbolo antiglobaliza-
ción al destruir en 1999 un establecimiento de comida rápida norteamericano.

LA CRISIS Y REESTRUCTURACIÓN DEL ESTADO-NACIÓN 91

prácticas renacionalizadoras francesas simplemente con el discurso xenófo-


bo del Frente Nacional." La renacionalización pasa por otros parámetros,
como demuestra el ensalzamiento de la selección francesa de fútbol -que
ganó el mundial de 1998 con un equipo formado por miembros de origen ma-
grebí, austral, caribeño, subsahariano español, italiano, francés, ...- como
símbolo de la nueva nación. Es decir, la nueva Francia pasaría otra vez por la
identificación de nación con estado y éste con ciudadanía. Es, planteado con
la máxima simplicidad, lo que propone polémicamente Yves Lacoste en: Vive
la nation! (1997): es el estado el que garantiza la igualdad de derechos y de
deberes de los ciudadanos y cualquier cuestionamiento de la institución con-
lleva, según este razonamiento, un principio de privilegio y de desigualdad.
Es, de alguna manera, un recordatorio de la legitimidad del estado como con-
tenedor de una sociedad nacional, lo que no deja de ser una actitud de raíz
claramente nacionalista, pero en este caso propia de los nacionalismos de
estado.
Sea como fuere, el estado ha cambiado, está cambiando, y, con él, las re-
laciones internacionales y el sistema mundial. A continuación se verá de qué
manera.

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