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Ensayo - Murió El Payaso
Ensayo - Murió El Payaso
Los telegénicos muñecos (Barney & Cía), acompañados de unas señoritas sexys, han vuelto obsoleta la oferta del
clown en las fiestas infantiles. Ya no se festejan con bromas, tropezones ni señores en pantalones holgados. Ahora
se divierten con canciones, coreografías y lecciones de chicas en minifalda.
Los payasos siempre fueron una fantasía para adultos.
E I payaso ha resbalado patas arriba y esta vez el porrazo no es parte de ningún numerito
en el que luego se pondrá de pie. Moribundo, aún se le puede ver en algunos lugares en
los que su presencia, más que ofrecerse se impone (la calle, el circo), pero bastaría con
asistir a una fiesta infantil para darse cuenta de que los niños, sus supuestos incondicionales,
hace tiempo que dejaron de rendirle tributo. Con la televisión por cable encendida las
veinticuatro horas, los chicos de hoy no han tenido mayor inconveniente para desterrar al
payaso de la escenografía del cumpleaños y encontrarle una decena de sustitutos. El vetusto
imperio de la risa que fundaran los hombres de la nariz pintada ha sido fulminado por un
escuadrón animado a cuyos cabecillas es fácil identificar: el andrógino dinosaurio Barney, las
chillonas Chicas Superpoderosas, los rollizos Teletubbies y el laberintoso Bob Esponja. Cuando
uno menos se lo esperaba, esas criaturas emergieron de las moteadas pantallas de DISNEY
CHANNEL, CARTOON NETWORK O DISCOVERY KIDS para aterrizar en el jardín de tu casa y
cantar Happy Birthday con tu hijo en hombros. Qué importa que
los nuevos animadores de las fiestas infantiles se aparezcan en esas
patéticas y descuajeringadas versiones de felpa gastada. El público
pueril igual los aclamará, porque con ellos también se habrá
materializado el fantástico universo del que provienen.
Por un lado, el payaso adolece de un mundo propio, no tiene una pandilla famosa y jamás
podría aspirar a ser una estrella de NICKELODEON; por otro -y esto es crucial- el payaso posee
tantos nombres que ya extravió su identidad (en el supuesto de que alguna vez la haya tenido).
Nadie podría decir quién es el payaso. Son todos y ninguno. Tiene todas las nacionalidades y es
apátrida al mismo tiempo. Lo que parece una virtud es justamente su mayor desventaja. Por si
fuera poco, carece de una biografía que contar y eso a los niños les debe aburrir. Prefieren mil
veces pasar una tarde con sus amigos de la TV, porque saben cómo son, conocen sus nombres,
su lenguaje, sus tics, y verlos en vivo y en directo es sólo la segunda parte de una relación que
empieza en la pantalla. Los niños ya no están para sortear tontos juegos del siglo pasado al
lado de un payaso extraño y sin pedigrí.
Este lujo globalizado de la modernidad da luz verde a una nostálgica elucubración: si antes
contratábamos payasos era, entre otras cosas, porque las celebridades del dibujo animado
(Mickey y Minnie Mouse, el pato Donald, Pluto o Tribilín) eran absolutamente inaccesibles. Si
querías verlos tenías que peregrinar e ir a buscarlos al entonces privado Miami, y si por suerte
los divisabas en el alucinado complejo de Disney o en los sofisticados estudios de MGM y
Universal, a lo mucho podías aspirar a sacarte una fotografía con ellos o robarles un autógrafo.
Ahora, en cambio, la dictadura del delivery ha invertido los papeles: hoy son los personajes de
la TV los que se pelean y se jalan las greñas porque los lleves a tu casa, y tú -niño suertudo-
puedes cruzarte de brazos, otear el horizonte de candidatos y tomar un respiro antes de
anunciar quién es el ganador del casting.
Pero el vía crucis del payaso no corre por exclusiva cuenta de esos bichos de la industria
estadounidense de ficción. Ellos no son los únicos que han osado pegarle un tortazo en la cara,
desplazándolo de la escena fiestera. Al irreversible nocaut también han contribuido las
compañías de animadoras, unas cuadrillas de mujeres que se han puesto muy de moda y cuya
teórica gracia radica en copiar el estilo de los recordados «El show de Xuxa» y «Nubeluz» y
presentarse en los cumpleaños infantiles con excesivo maquillaje, apretadas minifaldas e
intimidantes botas taco aguja. Tienen menos carisma que los seres animados, pero igual gozan
de la aprobación y estima de los chicos. Curiosamente, el advenimiento de estas escotadas
animadoras ha coincidido con el repentino interés que muestran panzudos padres de familia
en librar a las madres de la aburrida tarea de llevar a los niños a los cumpleaños.
Esta desfavorable estadística revelaría que el payaso clásico (el de la cara pintarrajeada y
pantalones chorreados) ha perdido todos sus bonos invertidos en la bolsa de valores infantil.
Su antigua magia ha sido usurpada por rivales que, por experiencia en el arte del
entretenimiento, no le deberían llegar ni a la punta de su enorme zapato. Los payasos llevan
más de cuatro mil años en el negocio, tratando de ganarse honradamente los frijoles, mientras
que a los distinguidos bichos de Disney les ha bastado un cuarto de hora para multiplicar sus
réditos entre los niños. Pintado así el panorama, más de uno se sentiría tentado de apoyar la
causa del payaso oprimido y hasta de recolectar firmas para que le sea repuesto el liderazgo
infantil que ya no tiene. Pero mal harían los abogados del payaso en invocar el peso histórico
de su defendido, pues es justamente la historia la que demuestra que los payasos nunca
tuvieron nada que ver con el universo de los niños.
En la antigüedad, en China, Malasia, Egipto y Grecia, los primeros payasos fueron los bufones
de las cortes, individuos que se permitían burlarse del rey o el emperador de turno, pero que
también les asesoraban sobre diferentes materias de gobierno. No eran llevados allí para
divertir a los hijos de la nobleza (tarea que tal vez cumplían en paralelo, haciendo horas
extras), sino para abocarse a funciones oficiales. En América, incluso, durante el imperio
azteca, la corte del emperador Moctezuma disfrutó de unos bufones jorobados que tenían la
facultad de curar ciertas enfermedades. Si eventualmente interactuaban con niños, no era
para entretenerlos tanto como para curarlos.
Más de un payaso ha contribuido a propagar el mítico miedo que su figura despierta entre los
niños, que lo ven como un ser que lo mismo puede hacerte reír de alegría que patalear de
susto. La mayoría de esos payasos descarriados está en el cine. El niño que haya visto la
película IT [Eso] jamás olvidará el macabro rostro de Pennywise, el sangriento payaso de uñas
largas y colmillos. Lo mismo ocurre con el aterrador payaso de POLTERGEIST; con los
sanguinolentos clowns de las diferentes versiones de HALLOWEEN, o con los marcianos de
PAYASOS ASESINOS DEL ESPACIO EXTERIOR, una cinta en la que unos extraterrestres con
apariencia de payasos aterrizan en la Tierra para secuestrar y asesinar humanos. El payaso ha
muerto en el imaginario infantil y hay indicios para pensar que se trata de un suicidio.
Sin embargo, los mayores responsables de que la relación niño-payaso se haya deteriorado
hasta hacerse irreconciliable son los canallas como John Wayne Gacy, un ciudadano de Chicago
que aparentaba ser un ejemplo en su vecindario porque, disfrazado de Pogo, el payaso,
realizaba desprendidas obras de caridad. Nadie habría sospechado jamás que Pogo era uno de
los más retorcidos asesinos en serie de los últimos tiempos. Mató a un total de treinta y tres
personas y a muchas de ellas las enterró en su jardín. De hecho, lo que lo delató fue la
hediondez que emanaba de la parte trasera de su casa. Cuando cayó preso en febrero de 1980,
la prensa comenzó a llamarlo The Killer Clown [el payaso asesino], y cada vez que le tocaba
enfrentar un tribunal Gacy alegaba que padecía de doble personalidad. Eso, por supuesto, no
alcanzó para perdonar el horror de sus crímenes. Fue condenado a más de veinte cadenas
perpetuas y a doce penas de muerte. Años después, Pogo, el payaso, fue ejecutado por
inyección letal.
Hay quienes piensan que la coulrophobia (el miedo irracional a los payasos) se ha convertido
en una moda muy cool. Eso explicaría por qué la página de Internet de Rodney Blackwell
(www.ihateclowns.com) es visitada diariamente por más de quinientos clownfóbicos, que
ingresan para compartir experiencias y adquirir insignias antipayasos, juegos de computadora
como «golpea al payaso» y camisetas con frases del tipo «no puedo dormir, los payasos me
comerán» (fina cortesía de Bart Simpson). Según el diario EL PAÍS de España, el clownfóbico
más famoso es el actor Johnny Depp, la estrella hollywoodense adulta con más niños en la
membresía de su club de fans. Es fácil suponer que cualquier niño de diez años fanático de
Depp haría el siguiente razonamiento: si el entrañable Joven Manos de Tijera, el generoso
Willy Wonka de LA FABRICA DE CHOCOLATES, y el valiente capitán Jack Sparrow odian a los
payasos, ¿cómo no voy a odiarlos yo también?
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