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Murió el payaso

[la televisión por cable lo mató y los niños se divierten]

Los telegénicos muñecos (Barney & Cía), acompañados de unas señoritas sexys, han vuelto obsoleta la oferta del
clown en las fiestas infantiles. Ya no se festejan con bromas, tropezones ni señores en pantalones holgados. Ahora
se divierten con canciones, coreografías y lecciones de chicas en minifalda.
Los payasos siempre fueron una fantasía para adultos.

Un texto de Renato Cisneros

E I payaso ha resbalado patas arriba y esta vez el porrazo no es parte de ningún numerito
en el que luego se pondrá de pie. Moribundo, aún se le puede ver en algunos lugares en
los que su presencia, más que ofrecerse se impone (la calle, el circo), pero bastaría con
asistir a una fiesta infantil para darse cuenta de que los niños, sus supuestos incondicionales,
hace tiempo que dejaron de rendirle tributo. Con la televisión por cable encendida las
veinticuatro horas, los chicos de hoy no han tenido mayor inconveniente para desterrar al
payaso de la escenografía del cumpleaños y encontrarle una decena de sustitutos. El vetusto
imperio de la risa que fundaran los hombres de la nariz pintada ha sido fulminado por un
escuadrón animado a cuyos cabecillas es fácil identificar: el andrógino dinosaurio Barney, las
chillonas Chicas Superpoderosas, los rollizos Teletubbies y el laberintoso Bob Esponja. Cuando
uno menos se lo esperaba, esas criaturas emergieron de las moteadas pantallas de DISNEY
CHANNEL, CARTOON NETWORK O DISCOVERY KIDS para aterrizar en el jardín de tu casa y
cantar Happy Birthday con tu hijo en hombros. Qué importa que
los nuevos animadores de las fiestas infantiles se aparezcan en esas
patéticas y descuajeringadas versiones de felpa gastada. El público
pueril igual los aclamará, porque con ellos también se habrá
materializado el fantástico universo del que provienen.

Si estos telegénicos muñecos de peluche han dejado en ridículo la


humilde oferta de entretenimiento del payaso, es porque traen
consigo no un simple repertorio de trucos, bromas y serpentinas,
sino de historias, canciones, coreografías, lemas y claves que los
niños adoran y conocen de memoria de tanto verlos y oírlos en la
televisión (y en muchos casos, en el cine). Todos los niños saben,
por ejemplo, que Bob Esponja vive en el mar, junto con su mascota,
el caracol Gary, su compinche Patricio Estrella, Don Cangrejo y
Arenita. O que los inseparables amigos de Barney son los no menos apachurrables BJ y Baby
Bop, infaltables a la hora de entonar la conmovedora Canción del Arco iris. O que las Chicas
Superpoderosas viven en los suburbios de Saltadilla y que su misión de todos los días es salvar
al mundo antes de acostarlo. O que Dipsy, Laa-Laa, Po y Tinky-Winky, los rechonchos
Teletubbies, jamás te darían un abrazo sino un «abacho» y que siempre te recibirán con su
gangoso saludito: «Oga, Oga». Confrontado con ellos, el payaso pierde el paso, desentona, no
da la talla.

Por un lado, el payaso adolece de un mundo propio, no tiene una pandilla famosa y jamás
podría aspirar a ser una estrella de NICKELODEON; por otro -y esto es crucial- el payaso posee
tantos nombres que ya extravió su identidad (en el supuesto de que alguna vez la haya tenido).
Nadie podría decir quién es el payaso. Son todos y ninguno. Tiene todas las nacionalidades y es
apátrida al mismo tiempo. Lo que parece una virtud es justamente su mayor desventaja. Por si
fuera poco, carece de una biografía que contar y eso a los niños les debe aburrir. Prefieren mil
veces pasar una tarde con sus amigos de la TV, porque saben cómo son, conocen sus nombres,
su lenguaje, sus tics, y verlos en vivo y en directo es sólo la segunda parte de una relación que
empieza en la pantalla. Los niños ya no están para sortear tontos juegos del siglo pasado al
lado de un payaso extraño y sin pedigrí.

Este lujo globalizado de la modernidad da luz verde a una nostálgica elucubración: si antes
contratábamos payasos era, entre otras cosas, porque las celebridades del dibujo animado
(Mickey y Minnie Mouse, el pato Donald, Pluto o Tribilín) eran absolutamente inaccesibles. Si
querías verlos tenías que peregrinar e ir a buscarlos al entonces privado Miami, y si por suerte
los divisabas en el alucinado complejo de Disney o en los sofisticados estudios de MGM y
Universal, a lo mucho podías aspirar a sacarte una fotografía con ellos o robarles un autógrafo.
Ahora, en cambio, la dictadura del delivery ha invertido los papeles: hoy son los personajes de
la TV los que se pelean y se jalan las greñas porque los lleves a tu casa, y tú -niño suertudo-
puedes cruzarte de brazos, otear el horizonte de candidatos y tomar un respiro antes de
anunciar quién es el ganador del casting.

Pero el vía crucis del payaso no corre por exclusiva cuenta de esos bichos de la industria
estadounidense de ficción. Ellos no son los únicos que han osado pegarle un tortazo en la cara,
desplazándolo de la escena fiestera. Al irreversible nocaut también han contribuido las
compañías de animadoras, unas cuadrillas de mujeres que se han puesto muy de moda y cuya
teórica gracia radica en copiar el estilo de los recordados «El show de Xuxa» y «Nubeluz» y
presentarse en los cumpleaños infantiles con excesivo maquillaje, apretadas minifaldas e
intimidantes botas taco aguja. Tienen menos carisma que los seres animados, pero igual gozan
de la aprobación y estima de los chicos. Curiosamente, el advenimiento de estas escotadas
animadoras ha coincidido con el repentino interés que muestran panzudos padres de familia
en librar a las madres de la aburrida tarea de llevar a los niños a los cumpleaños.

De los payasos sobrevivientes, sólo hay dos cuya ascendencia no es


puesta en tela de juicio por los niños. Uno es Ronald McDonald, el
enguantado clown pelirrojo de la multimillonaria franquicia
norteamericana, que deambula por el mundo con su holgado
enterizo amarillo y esa adefesiera sonrisa de quien sabe que las
hamburguesas que promociona no son de cuadril de lomo,
precisamente. El otro es Krusty, el genial payaso de «Los Simpson»,
alcohólico, decadente, judío y de pelo verde, que -haciendo gala de
un entrenado olfato para la estafa- les vende toda clase de
productos de dudosa calidad a los incautos niños de Springfield.

Es irónico pero en ambos casos lo relevante no son los payasos, sino


lo que representan. Ronald McDonald sería un don nadie, un vulgar
payaso de semáforo si no fuera por los combos familiares y las
malteadas que publicita, y que hacen que sus empleadores facturen
más de veinte mil millones de dólares anuales. El discurso de Krusty
es totalmente distinto. Él no necesita una empresa rentable que lo subvencione ni le obligue a
ser Miss Simpatía. Al contrario: Krusty seduce porque es un antihéroe, avaro, mujeriego,
depresivo, fumador, con más talento para eructar que para contar un chiste. A su lado,
cualquier clown corre el serio riesgo de parecer un retrasado mental. Los dos también se
mantienen activos en el imaginario público porque, a su manera, simbolizan las caras opuestas
del sistema liberal. Ronald McDonald es el empresario próspero que, aunque la pase fatal, es
capaz de falsear una sonrisa con tal de exhibir su estatus exitoso en las narices de la
competencia. Krusty, por oposición, encarna al estadounidense común que, harto de su
medianía y su parasitaria existencia, se abraza al infierno temperado de los vicios en busca de
cierta dosis de adrenalina.

Esta desfavorable estadística revelaría que el payaso clásico (el de la cara pintarrajeada y
pantalones chorreados) ha perdido todos sus bonos invertidos en la bolsa de valores infantil.
Su antigua magia ha sido usurpada por rivales que, por experiencia en el arte del
entretenimiento, no le deberían llegar ni a la punta de su enorme zapato. Los payasos llevan
más de cuatro mil años en el negocio, tratando de ganarse honradamente los frijoles, mientras
que a los distinguidos bichos de Disney les ha bastado un cuarto de hora para multiplicar sus
réditos entre los niños. Pintado así el panorama, más de uno se sentiría tentado de apoyar la
causa del payaso oprimido y hasta de recolectar firmas para que le sea repuesto el liderazgo
infantil que ya no tiene. Pero mal harían los abogados del payaso en invocar el peso histórico
de su defendido, pues es justamente la historia la que demuestra que los payasos nunca
tuvieron nada que ver con el universo de los niños.

En la antigüedad, en China, Malasia, Egipto y Grecia, los primeros payasos fueron los bufones
de las cortes, individuos que se permitían burlarse del rey o el emperador de turno, pero que
también les asesoraban sobre diferentes materias de gobierno. No eran llevados allí para
divertir a los hijos de la nobleza (tarea que tal vez cumplían en paralelo, haciendo horas
extras), sino para abocarse a funciones oficiales. En América, incluso, durante el imperio
azteca, la corte del emperador Moctezuma disfrutó de unos bufones jorobados que tenían la
facultad de curar ciertas enfermedades. Si eventualmente interactuaban con niños, no era
para entretenerlos tanto como para curarlos.

Igual ocurrió en la Edad Media, en Alemania, Escandinavia, Francia o Inglaterra, donde la


popularidad de los bufones no obedecía a su carisma con los chicos. Lejos de ser esos tontos
arlequines y saltimbanquis que siempre hemos imaginado dando volantines en las puertas de
un castillo, los bufones medievales eran influyentes asesores de los reyes, quienes luego de
aplaudir sus ocurrencias y socarronerías reclamaban sus sabias sugerencias. Además de
atender a la realeza, el bufón cantaba e improvisaba acrobacias y malabares en las plazas de
los pueblos. Su perfil en todo caso, era el de un showman que distraía a hombres y mujeres de
todas las edades, pero en ningún caso se le identificaba como un animador de chiquillos.

De las anécdotas que se pueden encontrar sobre el


origen de los payasos hay una que prueba que el
payaso no nació con la pretensión de ganarse el
aplauso chillón de los niños. Un antiguo payaso italiano
iba a participar en una de las célebres Comedias del
Arte del siglo XVII, interpretando a un acelerado
borrachín, así que antes de salir a escena se pintó de
rojo las mejillas y la nariz buscando simular el típico
semblante achicharrado de los ebrios, la «erisipela de
cantina» que le llaman. Y fue de ahí, de esa ingeniosa
improvisación de último minuto, que nace la postiza
nariz colorada, la bola roja, el consagrado símbolo del
payaso moderno. Si los grandes inspiradores del maquillaje del payaso no han sido los niños
sino los borrachos, es lícito sospechar, entonces, que quizá algunas de esas espectaculares
patinadas, esas aparatosas caídas, esos bruscos manotazos al aire o esos tropezones que los
payasos han patentado como gags son, en el fondo, un velado homenaje a las más
memorables borracheras.
Inclusive entre los payasos notables de siglos recientes hay un matiz adulto que los desluce
ante el exigente auditorio infantil. Por ejemplo, Pierrot, el enamoradizo payaso francés que
arrastraba la cara triste y meditaba mirando a la Luna en bucólicos arrebatos de melancolía.
¿Cómo podría el pobre Pierrot ser un héroe infantil, si los niños nunca se enamoran, ni están
tristes, ni se ponen bucólicos ni melancólicos? Lo mismo pasa con el inglés Giuseppe Grimaldi,
considerado el pionero de los mimos y los clowns, pero que sólo llegó a ser ídolo de los niños
luego de que su biografía fuera convertida en cuento por Charles Dickens.

Fue recién en los maravillosos años setenta que


aparecen payasos dedicados exclusivamente al show
business para niños. Ahí está Bozo, el payaso amistoso,
por ejemplo, que hizo un despliegue de márketing sin
antecedentes y se convirtió en el más reconocido de
Estados Unidos. Por no hablar del mexicano Ricardo
González, Cepillín, que conquistó a niños de varios
países con su canción «En un bosque de la China, una
china se perdió». González era un joven dentista que
se disfrazaba de payaso para que los niños no sintieran
miedo a la hora de atenderse. No sabemos si le fue mal
con la odontología, pero por alguna razón la abandonó.
Tomó el odontológico apelativo de Cepillín y se dedicó
a su nueva faceta de clown. Años después un
periodista le preguntaría por qué se cambió a un oficio
tan distinto. «Pero si ser payaso es igual que ser
dentista: a los dos les obsesiona la sonrisa de la gente»,
dijo Cepillín. La frase no ha servido de mucho. Esa
doble obsesión vocacional ha sido mal pagada: si hoy
se elaborara un ránking de oficios impopulares entre
los niños, payasos y dentistas se disputarían el
indeseable primer lugar.

Más de un payaso ha contribuido a propagar el mítico miedo que su figura despierta entre los
niños, que lo ven como un ser que lo mismo puede hacerte reír de alegría que patalear de
susto. La mayoría de esos payasos descarriados está en el cine. El niño que haya visto la
película IT [Eso] jamás olvidará el macabro rostro de Pennywise, el sangriento payaso de uñas
largas y colmillos. Lo mismo ocurre con el aterrador payaso de POLTERGEIST; con los
sanguinolentos clowns de las diferentes versiones de HALLOWEEN, o con los marcianos de
PAYASOS ASESINOS DEL ESPACIO EXTERIOR, una cinta en la que unos extraterrestres con
apariencia de payasos aterrizan en la Tierra para secuestrar y asesinar humanos. El payaso ha
muerto en el imaginario infantil y hay indicios para pensar que se trata de un suicidio.

Sin embargo, los mayores responsables de que la relación niño-payaso se haya deteriorado
hasta hacerse irreconciliable son los canallas como John Wayne Gacy, un ciudadano de Chicago
que aparentaba ser un ejemplo en su vecindario porque, disfrazado de Pogo, el payaso,
realizaba desprendidas obras de caridad. Nadie habría sospechado jamás que Pogo era uno de
los más retorcidos asesinos en serie de los últimos tiempos. Mató a un total de treinta y tres
personas y a muchas de ellas las enterró en su jardín. De hecho, lo que lo delató fue la
hediondez que emanaba de la parte trasera de su casa. Cuando cayó preso en febrero de 1980,
la prensa comenzó a llamarlo The Killer Clown [el payaso asesino], y cada vez que le tocaba
enfrentar un tribunal Gacy alegaba que padecía de doble personalidad. Eso, por supuesto, no
alcanzó para perdonar el horror de sus crímenes. Fue condenado a más de veinte cadenas
perpetuas y a doce penas de muerte. Años después, Pogo, el payaso, fue ejecutado por
inyección letal.

Hay quienes piensan que la coulrophobia (el miedo irracional a los payasos) se ha convertido
en una moda muy cool. Eso explicaría por qué la página de Internet de Rodney Blackwell
(www.ihateclowns.com) es visitada diariamente por más de quinientos clownfóbicos, que
ingresan para compartir experiencias y adquirir insignias antipayasos, juegos de computadora
como «golpea al payaso» y camisetas con frases del tipo «no puedo dormir, los payasos me
comerán» (fina cortesía de Bart Simpson). Según el diario EL PAÍS de España, el clownfóbico
más famoso es el actor Johnny Depp, la estrella hollywoodense adulta con más niños en la
membresía de su club de fans. Es fácil suponer que cualquier niño de diez años fanático de
Depp haría el siguiente razonamiento: si el entrañable Joven Manos de Tijera, el generoso
Willy Wonka de LA FABRICA DE CHOCOLATES, y el valiente capitán Jack Sparrow odian a los
payasos, ¿cómo no voy a odiarlos yo también?

El asunto no entraña, pues, dobles lecturas, el payaso es un hijo de la antigüedad, un boyante


personaje del pasado cuyo abanico de recursos nunca estuvo diseñado para atrapar la
exclusiva atención de los niños. Sus remotas virtudes (la gracia accidental, bobalicona) hacen
bostezar a la sociedad infantil del siglo XXI que no sabe de medias tintas: o bien busca
demasiada dulzura (y por eso aplaude a Barney) o bien exige auténtico desenfado (y por eso
sintoniza a Krusty). Y como el payaso clásico es consciente de lo difícil que le resulta
reinventarse, ha migrado hacia la medicina, el teatro, y el Circo New Age. Mantiene la nariz
colorada, pero ya se despercudió del inservible ropaje extra large.

Hace unos días llamé por teléfono a Tontolín, el


único payaso que después de tres décadas de
actividad, sobrevive en las páginas amarillas de la
guía de teléfonos del Perú. Su nombre aparece en
el rubro de Fiestas infantiles, junto con otros
ciento treinta y cinco avisos repartidos entre
animadoras, muñecos de Disney y algunos magos.
Cuando le pregunté cómo ha hecho para
mantenerse con vida en una selva en la que los
niños ignoran a los payasos, Tontolín aseguró que continúa ofreciendo su espectáculo a los
niños, pero que ha descubierto una nueva veta: el muy rentable mercado de las despedidas de
soltero y las fiestas para adultos. «La verdad es que me va muy bien. Nadie se había dado
cuenta de ese rubro, pero no vayas a poner eso porque me malogras la plaza», me pidió mitad
en serio, mitad en broma. Suena conmovedor: el payaso se sabe derrotado, pero antes de
desaparecer prefiere tragarse la dignidad y complacer a un público mayor. Un poético
manotazo de ahogado que aleja al payaso del archipiélago de los niños y lo devuelve al
territorio al que siempre perteneció: el aburrido islote de los adultos.

¿Cómo citar este texto?


Cisneros, R. (2006). Murió el payaso. Etiqueta Negra, 5(43), 34-40.

Apellido, (Inicial del nombre). (Año de publicación). Título del artículo. Nombre de la revista,
Volumen(Número), número de página de inicio – número de página fin.

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