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Reviviendo el pasado para enfrentar el futuro que falta

Atisbo hacia el fondo de mi corazón y sólo inicio el camino del recuerdo que me permite
escudriñar mi propia historia; primeramente me ubico en una vereda, allí donde creció la familia,
las imágenes de mis padres y hermanos mayores son las figuras que me asaltan a la memoria, en
especial una mi madres quien de la mano me enseñó el camino al abrevadero, donde la fuente de
vida la esperaba todos los días como el manjar para llevar al hogar y calmar la sed en esos días
aturdidos por el calor inclemente. Ponga cuidado mija espere aquí no se mueva, yo recojo la
múcura y nos vamos, tiene que estar pilas porque se puede ir de cabeza y nadie se da cuenta,
tiene que aprender y mirar pa todo lado, espiar que no haya ningún rollo por ahí escondido y la
pique; eso me mantenía alerta en los próximos regresos que por cierto fueron muchos, ya no
recuerdo cuántos ni por cuanto tiempo. Así muy rápido las órdenes aparecieron en un abrir y
cerrar de ojos, los mandados no se hicieron esperar, ni mucho menos el alcanzar la leña pa atizar
el fuego donde en una olla curtida por el calor y los años de uso, salpicaban las gotas con la
mazamorra, la maza de la arepa, de los envueltos, esos derivados de la planta que heredamos de
los mayas, el maíz. Ese observar diario me permitió sentir entre mis manos el alimento que
felizmente se cosía y como en estado de letargo esperábamos al rededor del fogón que dejaba ver
las siluetas de dos chiquillos y un adulto recibir de las manos amorosas y colocar en la rodilla la
comida servida en el tazón esmaltado. Eso me permitió el gusto que aún experimento por la
cocina.

Ahora cuando develo el pasado, comprendo que sólo se aprende del ejemplo, el modelo a seguir,
el amor al campo, el tener el ternero bien cortico mientras ordenaba mi padre la vaca, el soltar y
tenerlo para que diera la “POYA”, esa última leche bien espesa que lograba sacar tal vez de las
entrañas de la ubre y que luego me la ofrecía, toda espumosa, calientita como premio al hacer
tener al hijo junto a la madre pa que no patiara y como una ceremonia se dejaba exprimir bien
cada teta. Todo lo que aprendí no lo hice en la escuela, no, lo hice al lado de mis hermanos,
corretiando la gallina, echándole el maíz, guardando los pollos para que no se mojaran, viendo
cómo colocaban la enjalma y montaban en el burro la angarilla, esa silla que muchas veces fue
compañera, era el mejor paseo ir a recoger el trigo, esas espigas doradas por el sol que apilábamos
en grandes montañas para luego trillar y llevar al mercado porque era la esperanza de recuperar la
inversión. Pero no todo era trabajo, mientras viajaban por largas horas mis padres, dejaban
encargado a mi hermano mayor de las labores y de cuidarnos; allí experimentábamos los juegos al
aro, esa rueda tieza que teníamos de una carretilla dañada, que empujábamos con la orqueta y la
lanzábamos por la cuesta abajo hasta que paraba en el cimiento, ese límite entre lo desconocido y
lo conocido, que muchas veces nos sorprendió a los tres, acurrucados, abrazados, en la oscuridad
muchas veces llorando y escrutando en la noche oscura, _esa a la que tanto le temo_ a ver por
qué lado aparecían las siluetas de mis viejos, cansadas y con el costal al hombro pa ayudarles a
cargar o solamente con la dicha de verlos regresar.

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