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Fue hasta la puerta y de pronto lanzó un grito.

Tommy se sobresaltó. Había visto el cuadro que él descolgara la noche


anterior y, por un momento, sus ojos lo miraron aterrorizados. Luego,
cuando
hubo recobrado su expresión habitual se marchó sin que Tommy pudiera
impedírselo. ¿Es que acaso imaginó que había intentado atacarla? No.
Volvió a
colgar el cuadro muy pensativo.
Transcurrieron tres días más en aquella terrible inactividad. Tommy
sentía
que aquella tensión iba haciendo mella en sus nervios. No veía más que a
Conrad y Annette. Pero la muchacha había enmudecido. Solo le hablaba
en
monosílabos y sus ojos lo miraban con recelo. El muchacho era
consciente de
que, si continuaba mucho tiempo en aquel encierro, terminaría por
volverse
loco. Supo por Conrad que esperaban órdenes del señor Brown. Tommy
pensó
que tal vez estuviera en el extranjero o se hubiese ausentado de Londres
y se
vieran obligados a esperar su regreso.
Pero en la noche del tercer día tuvo un rudo despertar.
Eran apenas las siete cuando oyó ruido de pasos en el pasillo. Al minuto
siguiente se abrió la puerta y entró Conrad acompañado del Número
Catorce.
A Tommy se le paró el corazón al verlos.
—Buenas noches —dijo aquel hombre—. ¿Tiene la cuerda, camarada?
El silencioso Conrad sacó una cuerda larga y muy delgada, y el Número
Catorce empezó a atarle de pies y manos.
— ¿Qué diablos…? —empezó a decir Tommy.
La lenta y macabra sonrisa de Conrad le heló las palabras en los labios.
El Número Catorce concluyó su tarea y Tommy quedó hecho un paquete
y
sin poder moverse. Al fin, Conrad habló.
—Creíste habernos engañado, ¿verdad? Con lo que sabías y lo que no
sabías. ¡Haciendo tratos! ¡Y todo eran baladronadas! Sabes menos que
un
gatito. Pero ahora te hemos descubierto, cerdo.
Tommy guardó silencio. ¿Qué podía decir? Había fracasado. De una
manera u otra el omnipotente señor Brown había adivinado sus
falsedades. De
pronto tuvo una idea.
—Un bonito discurso, Conrad —dijo en tono de aprobación—. Pero
¿para
qué tantos rodeos? ¿Por qué no deja que este caballero me corte el cuello
sin
más tardanza?
—Se lo diré —dijo el Número Catorce inopinadamente—. ¿Cree que
somos tan estúpidos como para deshacernos de usted aquí y que la
policía
venga a meter las narices? Hemos pedido el carruaje de su señoría para
mañana por la mañana, pero entretanto no queremos correr riesgos,
¿comprende?
—Está clarísimo. Y tiene tan mal aspecto como su rostro.
—No se mueva —le ordenó el Número Catorce.
—Con mucho gusto. Pero sepa que está cometiendo un grave error. En
definitiva, será usted quien perderá.
—No volverá a engañarnos —dijo el Número Catorce—. Habla como si
todavía estuviera en el Ritz.
Tommy no contestó, preocupado en imaginar cómo el señor Brown
había
descubierto su identidad. Al fin decidió que Tuppence, presa de la
ansiedad,
habría acudido a la policía, haciéndose pública su desaparición, y la
banda
había atado cabos enseguida.
Los dos hombres habían cerrado la puerta. Tommy quedó a solas con sus
pensamientos, muy poco agradables, por cierto. Sus miembros se iban
entumeciendo y no veía la menor esperanza por ningún lado.
Había transcurrido cosa de una hora cuando oyó girar la llave lentamente
y
la puerta se abrió. Era Annette.
A Tommy el corazón empezó a latirle más deprisa. Se había olvidado de
la
muchacha. ¿Era posible que acudiera en su ayuda?
De pronto se oyó la voz de Conrad.
—Sal de ahí, Annette. Hoy no quiere cenar.
—Oui, oui, je sais bien. Pero tengo que recoger la otra bandeja.
Necesitamos los platos.
—Bien, date prisa —gruñó Conrad.
Sin mirar a Tommy, la muchacha se inclinó sobre la mesa para recoger
la
bandeja y luego apagó la luz.
— ¡Maldita seas! —Conrad se llegó hasta la puerta—. ¿Por qué la
apagas?
—Siempre la apago. Debiera habérmelo dicho. ¿Vuelvo a encenderla,
monsieur Conrad?
—No, sal de ahí ya.
—Le beau petit monsieur —exclamó Annette, deteniéndose junto a la
cama en la oscuridad—. ¿Le han atado bien, hein? ¡Está como un pollo
relleno!
El franco regocijo de su rostro sorprendió al muchacho, que en aquel
preciso momento notó que una mano palpaba su brazo hasta depositar un
objeto pequeño y frío en la palma de su mano.
—Vamos, Annette.
—Mais me voila.
Se cerró la puerta y Tommy oyó a Conrad que decía:
—Cierra y dame la llave.
Los pasos se fueron alejando. Tommy permaneció como petrificado por
el
asombro. El objeto que Annette deslizara en su mano era un pequeño
cortaplumas con la hoja abierta. Por el modo en que evitó mirarlo y el
hecho
de haber apagado la luz, llegó a la conclusión de que la habitación estaba
vigilada. Debía de haber alguna mirilla en las paredes. Al recordar su
comportamiento, comprendió que probablemente estuvieron
observándolo
todo el tiempo.
¿Habría dicho algo que lo delatara? Reveló su deseo de escapar y de
encontrar a Jane Finn, pero nada que les pudiera dar una pista sobre su
identidad. Cierto que su pregunta a Annette probaba que no conocía en
persona a Jane Finn, pero él nunca pretendió lo contrario. Ahora la
cuestión
era, ¿sabría Annette más de lo que quiso confesar? ¿Acaso sus negativas
fueron intencionadas para despistar a los que escuchaban? Al llegar a
este
punto no supo qué conclusión sacar.
Pero había una cuestión vital que borraba todas las demás. ¿Conseguiría,
atado como estaba, cortar las ligaduras? Con muchas precauciones
intentó
frotar la hoja de la navaja contra la cuerda que rodeaba sus muñecas.
Era bastante difícil y lanzó una queja de dolor cuando la hoja cortó su
carne. Pero, poco a poco, a costa de diversas lesiones, consiguió cortar la
cuerda. Con las manos libres, el resto fue fácil.
Cinco minutos más tarde se puso en pie con alguna dificultad debido al
entumecimiento de sus miembros. Lo primero que hizo fue vendar sus
muñecas y luego se sentó a la mesa para pensar. Conrad se había llevado
la
llave, de modo que no podía esperar más ayuda de Annette. La única
salida de
aquella habitación era la puerta; en consecuencia, solo le cabía esperar
que los
dos hombres volvieran a buscarle, pero cuando lo hicieran… ¡Tommy
sonrió!
Moviéndose con infinitas precauciones en la oscuridad, encontró y
descolgó el
cuadro famoso. Sintió un inmenso placer de no haberlo desperdiciado
con el
primer plan. No le quedaba más que esperar y eso hizo.
La noche fue transcurriendo lentamente. Tommy vivió unas horas que le
parecieron eternas, pero al fin oyó ruido de pasos. Alzó los brazos,
contuvo el
aliento y sujetó el cuadro con fuerza.

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