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—Creo que no —dijo con firmeza—. Voy a darles muchas dificultades.

Al ver el rostro del alemán, comprendió que los había intrigado.


— ¿Es capaz de darme una sola razón por la que no podamos matarlo?

le preguntó.
—Varias —replicó Tommy—. Escuche, ha estado haciéndome una serie
de
preguntas. Ahora voy a hacerle una yo. ¿Por qué no me han matado
antes de
que recobrase el conocimiento?
El alemán vaciló y Beresford se aprovechó de aquella circunstancia.
—Porque ignoraban lo que yo sabía y dónde había obtenido esas
informaciones. Y si me matan ahora, no lo sabrán jamás.
Pero al llegar a este punto, Boris se adelantó con las manos en alto.
— ¡Condenado espía! Hay que quitarlo de en medio enseguida.
¡Matadlo!
¡Matadlo!
Hubo un coro de aplausos.
— ¿Ha oído? —dijo el alemán mirando a Tommy—. ¿Qué tiene que
decir
a esto?
— ¿Decir? —Tommy se encogió de hombros—. Hatajo de imbéciles.
Dejen que les haga unas cuantas preguntas. ¿Cómo entré en este lugar?
Recuerdan las palabras del amigo Conrad: «Me dio la contraseña».
¿Recuerdan? ¿Cómo me enteré? No supondrán que vine al azar y dije la
primera palabra que se me ocurrió.
Tommy quedó satisfecho de su discurso. Lo único que lamentaba era que
Tuppence no estuviese allí para apreciarlo en todo su valor.
—Es cierto —exclamó de pronto el obrero—. ¡Camaradas, hemos sido
traicionados!
Se levantó un murmullo y Tommy les sonrió envalentonado.
—Eso está mejor. ¿Cómo piensan triunfar en alguna empresa, si no
utilizan
el cerebro?
—Usted va a decirnos quién nos ha traicionado —señaló el alemán—.
Aunque eso no lo salvará. ¡Oh, no! Nos dirá todo lo que sepa. Boris
conoce
muchos medios para que la gente hable.
— ¡Bah! —dijo Tommy, luchando contra la sensación desagradable que
sentía en la boca del estómago—. No van a torturarme, ni me matarán.
— ¿Por qué no? —preguntó Boris.
—Porque de ese modo se quedarían sin la gallina de los huevos de oro

replicó Tommy sin inmutarse.
Hubo una pausa momentánea. Parecía como si la persistente certidumbre
del muchacho los hubiera convencido al fin. Ya no estaban tan seguros
de sí
mismos. El hombre del traje raído lo miró detenidamente.
—Se está burlando de ti, Boris —opinó con calma.
En aquel momento Tommy lo odió. ¿Es que aquel hombre había
conseguido leer sus pensamientos? El alemán se volvió hacia Tommy
con
esfuerzo.
— ¿Qué quiere decir?
— ¿Qué cree que quiero decir?
De pronto Boris se adelantó para descargar un puñetazo en el rostro del
muchacho.
— ¡Habla, cerdo inglés, habla!
—No se excite tanto, querido amigo —dijo Tommy con calma—. Eso es
lo
malo de ustedes, los extranjeros. No saben conservar la calma. Ahora,
dígame,
¿piensan remotamente que podrán matarme?
Miró confiado a su alrededor, alegrándose de que no oyeran el fuerte
latir
de su corazón, que desmentiría su actitud.
—No —admitió Boris al fin—. No da esa impresión.
Gracias a Dios que no puede leer el pensamiento, se dijo Tommy y en
voz
alta agregó:
— ¿Por qué estoy tan confiado? Porque sé algo que me coloca en
posición
de proponerles un trato.
— ¿Un trato? —El de la barba lo miró extrañado.
—Sí, un trato. Mi vida y mi libertad a cambio de…
Hizo una pausa, durante la que se hubiera podido oír el vuelo de una
mosca.
Tommy habló despacio.
—Los papeles que Danvers trajo de Estados Unidos en el Lusitania.
El efecto que produjeron sus palabras fue semejante al de una descarga
eléctrica. Todos se levantaron, pero el alemán los contuvo con un gesto
al
mismo tiempo que se inclinaba sobre Tomm

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