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El papel de la Academia Colombiana de la Lengua en el proceso

de civilización a finales del siglo XIX

Por:

Laura Marcela Castiblanco Acosta

Requisito parcial para optar al título de Magíster en Estudios Culturales

Eduardo Restrepo
Director

Maestría en Estudios Culturales


Facultad de Ciencias Sociales
Universidad Javeriana
2014

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Contenido

Introducción 3

1. La presencia de la Academia en el espacio político, social y cultural


de Colombia a finales del siglo XIX 9

Nación o nacionalidad literaria 11


Lograr la civilización a punta de progreso 18
Sobre las letras en la civilización 24
El cuerpo de la Academia 30
La comarca de los académicos 34

2. Ideario y proyecto de la Academia: la imagen del académico como


intelectual 39

La filigrana de la creación de la Academia 40


Los académicos: el genio creador y el escritor 44
Los académicos y los juegos del poder 53
Una Academia para civilizar a través de la lengua 57
Las prácticas de los Académicos 65

3. Políticas lingüísticas de la Academia y colonización del sistema


de enseñanza 74
La razón del sistema de enseñanza 75
La lucha por la definición de la norma: el inicio del proceso
de estandarización 78
Escribir sobre la lengua para fijar la norma 84
La elaboración funcional: escenarios de gestión cultural
intervenidos por la Academia 96
La aceptación de la variedad estándar o el reconocimiento de
los principios de la Academia 116

Conclusiones 119

Referencias Citadas 127

Fuentes primarias 133

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Introducción

El 5 de agosto de 2013 fue lanzado el Breve Diccionario de Colombianismos 4° edición en


la sala de eventos de la Academia Colombiana de la Lengua. En presencia de los
académicos de número y algunos correspondientes se dio inicio a la presentación con un
discurso completamente incomprensible, al menos para los que habíamos sido invitados al
evento. No se trataba del contenido, se trataba de la lengua en que había sido enunciado:
la intervención era en latín. Por fortuna, el discurso no excedió los diez minutos
correspondientes a la particular especie de ceremonia religiosa con que comenzaba el
protocolo acostumbrado. Como protocolo, cumplía con normas casi imposibles de
quebrantar, pero sobre todo, recordaba a los asistentes la tradición adquirida un montón
de años atrás cuando las misas abrían absolutamente todos los actos oficiales y el latín aún
era parte integral de los recintos universitarios. Que en la actualidad un evento académico
relacionado con la lengua española comience aún con un acto religioso y en una lengua
ʿmuertaʾ revela mucho de la naturaleza de esta institución y del sentido que quiere
proyectar a la sociedad, esto es, la veneración del pasado.

Por ser la primera Academia americana correspondiente de la Real Academia Española de


la Lengua, desde el inicio la Academia Colombiana se declaró fiel a sus principios,
arraigados en una raíz cristiana y dedicada al cuidado de la lengua española en un territorio
recién emancipado declarado, en buena parte laico y usuario del español. A
contracorriente de las ideas liberales que lideraban el proyecto de constitución del Estado-
nación después de la primera mitad del siglo XIX, se fundó la Academia Colombiana de la
Lengua gracias a la gestión de reconocidos intelectuales convencidos de que el cultivo de la
letras en Colombia era un asunto que había que atender con urgencia porque este era la
base de ʿla civilizaciónʾ y la clave del progreso de un país empobrecido y devastado por la
violencia. A la constitución de esta Academia se le imprimió todo el espíritu conservador de
sus propios fundadores y del 80% de los miembros que la conformaron, por lo que su
carácter de correspondiente de una institución ligada al pasado colonial se integró
sólidamente con el pensamiento de un partido político también heredero de los valores
coloniales. Lengua, política y religión confluyeron en una misma corporación cuya
existencia significó para el contexto de la época una perspectiva intelectual en la que se
instaba por una ingente vuelta al pasado tanto por lo que se profesó en sus principios
como en los argumentos que se usaron para justificarlos. No obstante, sus académicos
defendieron estar trabajando por una idea reñida en apariencia con esta postura

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retrospectiva: siempre sostuvieron como objetivo de la academia la idea del progreso de la
nación.

Quienes dirigieron el plan de convertir el país en una nación moderna afirmaron que para
tener éxito era necesario instaurar un cambio en múltiples dimensiones; desde las más
generales, como la administración de la economía nacional, hasta las más particulares,
como la gobernabilidad de la vida cotidiana de los sujetos. Con respecto a esta última, por
ejemplo, se establecieron mecanismos de disciplinamiento del cuerpo a través de
“manuales, tratados y cartillas que marcaron el diseño de modelos e ideales para la
consolidación de una identidad nacional forjada sobre lo que se consideraba los
fundamentos de la vida civilizada” (Pedraza, 1999: 29). En otras palabras, el proyecto de la
nación implicó llevar a cabo un proceso de civilización para poder decir que la población no
era una turba de salvajes, sino una ciudadanía dispuesta a acogerse a la autoridad del
Estado.

Sin embargo, en este proceso civilizatorio los liberales no habían cumplido con el cometido,
ni con muchos otros que se habían planteado después de más 50 años de gobierno, según
afirmaban los conservadores. Era preciso entonces intervenir desde la oposición para ganar
un lugar hegemónico a partir del cual se implementaran mecanismos que garantizaran el
ascenso en la escala de la civilización.

Va a ser justamente en medio de estas disputas por el poder que aparece la Academia
como brazo armado del partido conservador en el sentido de ser la institución que se echa
sobre su espalda la responsabilidad de civilizar a la nación de acuerdo con lo que a su
parecer era una necesidad de la población; ¿cómo lo logró?, en realidad; ¿cuál fue el papel
de la Academia Colombiana de la Lengua en este proceso de civilización hacia finales del
siglo XIX?; ¿qué escenarios sirvieron a este propósito?; más importante aún: ¿cuáles
fueron en concreto las prácticas que sus miembros adelantaron en nombre de un proceso
anclado a las letras donde era necesario disciplinar el comportamiento lingüístico del
bárbaro para convertirlo en civilizado?. Responder a estas preguntas es el propósito
general de este trabajo interesado además, en escudriñar los detalles que hicieron de esta
Academia una de las instituciones con más peso político en el entorno nacional de la época
y también la más reconocida en América y España por su excelencia en los estudios de la
lengua española.

Llegar a responder estos cuestionamientos tiene que ver también con una autentica
curiosidad por el significado de esta Academia en la sociedad colombiana de hoy.
Curiosidad que se dirige e incluye a instituciones emparentadas con ella como experta en
los estudios del español y especialmente del español colombiano. Como egresada del
Instituto Caro y Cuervo y becaria de la Real Academia Española debo reconocer en mi

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formación académica toda una herencia que ha logrado sobrevivir a siglo y medio de
acontecimientos de todo tipo, por demás violentos, y que parece haberse mantenido casi
intacta a juzgar por la dinámica que se vive en el interior de estas instituciones. Las
edificaciones, el mobiliario, las actividades oficiales, los académicos, los maestros, las
normas de cortesía y hasta el mismo uso del lenguaje se distinguen por un anacronismo
acentuado que funciona como soporte de toda la ideología sobre la que se montan. Sin
duda alguna es el mismo anacronismo que inviste de autoridad a estas instituciones y que
les proporciona el prestigio del que gozan y que cada egresado, incluyéndome, detenta en
el ámbito académico.

En este sentido, me resulta imposible negar el sistema de prerrogativas que trae el haber
pasado por las aulas del Instituto Caro y Cuervo emparentado tan estrechamente con la
Academia y el ser Becaria de la Academia española, pues el solo hecho de decirlo supone,
en quienes conocen estas instituciones, un principio de experticia y autoridad en los
asuntos del lenguaje que se le asigna a todos sus graduados. Basados en esta especie de
membresía, muchos hemos ocupado cargos de docencia o investigación ligados al estudio
de la lengua o afines, tal como lo estipula el decreto 1442 de 1970, por el cual se aprueban
los Estatutos del Instituto Caro y Cuervo1, “un establecimiento público del orden nacional
de investigación científica y de carácter docente” cuyos objetivos son “cultivar la
investigación científica en los campos de la lingüística, la filología, la literatura, las
humanidades y la historia de la cultura colombiana, y fomentar estos estudios mediante la
difusión de los mismos y la enseñanza superior para la formación de profesores y
especialistas en las mencionadas disciplinas”. Así, y a instancias de mi posición actual
como estudiante de maestría en estudios culturales, parecieran cumplirse las
expectativas de permear el entorno académico y científico y con ello de garantizar la
reproducción de una tradición sumamente conservadora con tintes de colonialismo
español. Con seguridad, el lector encontrará al final de este estudio coincidencias entre lo
que acabo de exponer y las prácticas que la Academia realizó finalizando el sigo XIX.

De otro lado, eso que se llamaría hoy ʿrezagosʾ de una intensa acJvidad intelectual y
política de los primeros miembros de la Academia fueron toda la razón de ser en un
periodo histórico en el que las letras fueron la estrategia para gobernar y el mecanismo
para civilizar. Valga esto para decir que a sabiendas de que este tema de la Academia es un
tema ya trabajado, revisado y de sobra analizado desde diversas perspectivas, la mirada
que se propone en este estudio se dirige específicamente hacia la irrupción en el sistema

1
Aunque no es un instituto derivado de la Academia Colombiana de la Lengua guarda una estrecha relación
con la misma en términos del estudio de la lengua española y del vínculo administrativo que sostienen. El
artículo 7 del decreto arriba mencionado estipula que la junta directiva del instituto estará integrada, entre
otros, por el Director de la Academia Colombiana de la Lengua.

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de enseñanza a través de las prácticas que llevaron a cabo los académicos, las cuales
posibilitaron un ejercicio de poder a propósito del procesos de civilización ya mencionados.
Con esto, se comprenden los modos en que la Academia encontró los puntos de contacto
con la población y los dispuso de tal manera que no hubiese oportunidad a rechazar su
autoridad y, por ende verse interpelados por un discurso civilizador. Cada decisión tomada
y cada práctica implementada llegaron a una población estudiantil que, si bien resultaba
reducida en número, fue clave por su capacidad para multiplicar y reproducir dichos
discursos en regiones apartadas del centro, en otros sistemas por fuera del escolar y en
otra época de la historia.

Que una clase política haya querido gobernar con el ʿrégimen de la letraʾ como lo enuncia
Erna von der Walde en su investigación, interviniendo los espacios de la educación que de
por sí tienen la mayor aceptación por hacer uso de lo más depurado de la lengua y
replanteando buena parte de la coordenadas culturales de la época, configura toda una
trama de sentidos y prácticas que se convierten en un tema para ser abordado desde los
estudios culturales. La evidencia de que existe una conexión entre las prácticas culturales y
la construcción de una hegemonía de un grupo sobre los demás que establece una
diferencia entre civilizados y bárbaros, cultos e incultos; en últimas, un nosotros y un ellos,
habla de las articulaciones que hacen que “una práctica no sea nada por sí sola […] sino que
llega a ser lo que es dentro de una serie de relaciones” (Grossberg, 2006: 49). Este
ʿcontextualismo radicalʾ revela que la emergencia de cada una de las prácJcas de la
Academia estuvo vinculada a otros factores de tipo social, político, educativo, histórico,
científico y lingüístico que la hicieron poseedora de un poder ejercido desde su posición de
gramáticos. Si bien se puede afirmar que este poder se ha extendido hasta la actualidad, el
estudio que se aborda aquí llega hasta los últimos años del siglo XIX porque, en relación
con la Academia, significo varias cosas: primero, fue el periodo de su fundación y quizás el
de mayor actividad intelectual; segundo, fue la época decisiva en que consiguió
establecerse como autoridad de la lengua; y tercero, fue el momento en que los discursos
de creación de una nación moderna calaron con más fuerza la mente de la clase dirigente
conllevando procesos de civilización vinculados a las letras.

Ahora bien, dado el periodo histórico que aquí se aborda la obtención de los datos implicó
un trabajo de archivo realizado en dos etapas. La primera consistió en la consulta del
Anuario de la Academia Colombiana de la Lengua, documento que revela la organización y
el sistema de creencias y valores de esta institución. La publicación anual de esta revista
concentrada en dos grandes tomos permitió el análisis de los discursos de los académicos
en torno a las cuestiones de la lengua y la literatura. La revisión de este texto fue
complementada con la exploración de algunos epistolarios de Miguel Antonio Caro y Rufino
José Cuervo con académicos de la misma institución o de otras Academias de la Lengua en

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América y España. Esta exploración tuvo como propósito la búsqueda de prácticas que se
hubieran llevado a cabo por fuera del contexto de la Academia. Por último, fue necesario el
examen de algunos números de Papel Periódico Ilustrado, una colección de artículos
periodísticos publicados entre 1881 y 1888 con la participación de los intelectuales
colombianos más reconocidos de la época. A través de la revisión de estos documentos se
pretendió dar respuesta a preguntas del tipo, ¿cómo entiende la Academia Colombiana de
la lengua la cultura y la civilización?, ¿qué significa ser bárbaro y qué civilizado?, ¿con qué
rasgos se describen unos y otros?, ¿cuáles son los espacios donde se ubica el civilizado y el
salvaje?, ¿cómo construyen los académicos la imagen de sí mismos?, ¿qué lugar ocupan los
académicos dentro de la sociedad?, ¿cómo se define y se mide el progreso? Al final, estos
documentos mostraron más o menos una línea a seguir en términos de las acciones que los
académicos realizaron por fuera de la Academia orientadas hacia la permeación del
sistema de enseñanza.

Con respecto a la segunda etapa, bajo la sospecha de que las estrategias civilizadoras de la
Academia estuvieron concentradas en gran parte en la educación, fue necesario explorar
algunas de las publicaciones oficiales del Ministerio de Instrucción Pública como La Escuela
Normal, El Escolar y, sobre todo, los Anales de Instrucción Pública. Con esto, se trazó un
panorama general del sistema de enseñanza desde 1871 hasta 1892 y se demostró la
fuerte influencia de los académicos en las decisiones del Estado en materia de educación.
Todo esta revisión de archivo quedó condensada en este trabajo divido en tres capítulos.

El primer capítulo, muestra la presencia de la Academia en el panorama colombiano


después de la primera mitad del siglo XIX. Concretamente, explica los motivos por los que
las letras se convirtieron en el sustento de las ideas de una nación en proyecto y por qué la
dinámica del país dispuso de un centro geográfico y simbólico que adquirió tanto
significado para las demás regiones; significado que acogió la Academia en provecho de
sus prácticas de dominación simbólica. Así mismo, expone los modos en que la sociedad de
la época entendió la civilización para después plantear las formas en que la Academia la
concibió. Esto permite comprender la razón por la que esta institución logró implementar
mecanismos de disciplinamiento del cuerpo atendiendo a los usos correctos de la lengua
en respuesta a la erradicación de la barbarie.

El segundo capítulo, presenta a la Academia como una institución cuya estructura interna
trató de mantener la misma organización que la de la Academia española, no obstando que
las condiciones de su posibilidad eran claramente diferentes de las de esta última. También
se presentan en este capítulo los múltiples matices que configuran la imagen del
ʿacadémicoʾ como intelectual interesado no solo en las letras sino también en la políJca, la
religión y la ciencia lo que revela el convencimiento que tuvieron estos gramáticos de que

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no podía existir mejor ilustrado para liderar una nación que ellos mismos. Como políticos
eran conservadores, como creyentes eran seguidores de la fe católica y como científicos
oscilaron entre las tendencias de la gramática general y razonada y las de la filología
comparada, expresión a su vez, de la fluctuación entre los clásicos del pasado y la ciencia
del lenguaje vigente en su momento histórico. Hacia el final de este capítulo se hace
referencia a las prácticas que se realizaron para instruir un círculo muy pequeño de la clase
dominante bajo la premisa de excelencia que solo los más ilustrados estaban en capacidad
de entender.

El tercer capítulo, sitúa a la Academia en el contexto educativo por medio de la


implementación de estrategias diseñadas y puestas en marcha por los académicos
ubicados en altos cargos del Ministerio de Instrucción Pública. Con esto se demuestra un
perfecto acoplamiento entre el pensamiento de la Academia y la gestión hecha en el
sistema de enseñanza. Estas prácticas también involucraron un proceso de estandarización
(instauración de una variedad de lengua considerada la más prestigiosa) como parte de las
políticas lingüísticas que le permitieron a la Academia planear la dinámica del país en
términos de la letras.

Después de abordar este estudio tendría afirmar que, si los estudios culturales tienen una
vocación política “que hace referencia no solo a lo indisoluble de la práctica política de la
teoría, sino también a que la transformación del mundo debe ser el propósito de la
producción teórica” (Restrepo et al, 2010: 8), existe todo un trabajo político por hacer
desde el ámbito del estudio del lenguaje respecto al dominio que ejercen la Academia y el
instituto Caro y Cuervo sobre el contexto académico colombiano, si se tiene en cuenta que
hasta hace poco eran de las pocas instituciones dedicadas a esta área en los niveles de
postgrado, las únicas al margen del escenario universitario y en conexión directa con sus
orígenes en Colombia. Sumado a ello, habría que debatir la noción de una variedad de
lengua prestigiosa vinculada a la noción geopolítica de ʿcentroʾ, que trae consigo valores
positivos por encima de la misma lengua. Esto permitiría el reconocimiento de los dialectos
como hablas regionales y sociales representantes de la diversidad en igualdad de
condiciones, ¿desde dónde? desde mi lugar como docente de lingüística española de una
universidad oficial que transmite el sentido de lo público y la noción de cultura desligada de
las pautas de la ʿalta culturaʾ.

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La presencia de la Academia en el espacio político, social y cultural
de Colombia a finales del siglo XIX

¡LA LEGUA ES LA PATRIA!, decían los académicos en la primera línea de sus escritos iniciales
refiriéndose al grito de los polacos oprimidos que hace siglos se habían lanzado a defender
sus hogares, lenguas y tradiciones, y que se convertiría en parte del lema de la Academia
Colombiana de la Lengua de finales del siglo XIX. Aunque líneas más adelante aclaraban
que la lengua debe entenderse, más bien, como una segunda patria por ser una
exageración el emblema de los polacos y porque se trataba de “una madre que nunca nos
abandona, que nos acompaña en la desgracia y en el destierro, alimentándonos siempre
con sagrados recuerdos, y halagando nuestro oídos con acentos de inefable dulzura”
(Anuario, 1874: 3). Que la lengua sea la segunda patria significaba para los académicos,
más allá del puro entusiasmo digno de emular, la identificación de los que hablan la
lengua con la patria que los acoge, la agrupación de sus gentes bajo la misma lengua en
una unidad llamada nación y la fuerza de la acción determinada por acuerdos a los que se
llega por el uso común de una lengua.

Desde que la Academia Colombiana fue fundada como correspondiente de la Real


Academia Española ha operado bajo los principios de la unidad del lenguaje tratando de
evitar su fragmentación, pues “la multiplicación de los dialectos ha sido, desde la ruina de
Babel, castigo providencial, anuncio de debilidad y presagio de destrucción de naciones
enteras” (Anuario, 1874: 4). Según los académicos de la primera generación, este
fenómeno de fragmentación explicó la impotencia de las comunidades indígenas
americanas “para resistir al empuje del conquistador europeo” (Anuario, 1874: 4) y, por
supuesto, la necesaria implementación de proyectos de defensa de la unidad de la lengua
española en manos de los círculos religiosos en aquella época.

Para la Academia de Colombia la importancia de la unidad lingüística tenía que ver con la
conservación de los pueblos como naciones, pero también con sus posibilidades de
expansión o sus opciones de alianza para resistir a una conquista; ni qué decir sobre la
relevancia de esta unidad en periodos cruciales como la conformación de una nación que
aspiraba a ser considerada como moderna, ¿quién dudaría en este punto de los beneficios
del uso de una sola lengua unificada y bien reglamentada para hacerle entender a los
ciudadanos que el avance y el progreso solo se conseguían con la unidad del trabajo, la
cohesión en las creencias y el compromiso con la civilización? Si la lengua, como sistema
unificado que permite entender y participar es transversal en este sentido a los proyectos
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de la construcción de una nación, entonces esto suponía la necesidad de la creación de una
institución como la Academia Colombiana de la Lengua que asumiera la conservación de la
unidad lingüística.

Sin embargo, la naturaleza de esta Academia no se explica únicamente por su


preocupación cohesionadora de la lengua. Conservar la lengua iba más allá de mantener la
unidad, conservar, para los académicos, significaba también mantener vigentes y abiertos
los vínculos con la Corona española a través del idioma. Decir que las palabras son algo que
se hereda y a su vez se transmite a las siguientes generaciones, imposibilitaba negar una
tradición española aunque ésta haya sido impuesta por procesos de conquista y
colonización. Trascendiendo la ruptura que en asuntos políticos precisos implicó la ruptura
con España, pervivía para la Academia la conexión con la ʿmadre patriaʾ mediante la lengua
y la religión, porque era a través de estos dos sistemas socioculturales que se heredaba, se
entendía y se participaba de la cultura y la historia, de la pureza y la civilización. Depurando
este argumento hasta permitirles la articulación entre tradición y modernidad, surgió el
convencimiento de los académicos de que “solo el precioso don de la lengua cae bajo la
jurisdicción de la Academia, y solo de esto le cumple hablar” (Anuario, 1874: 6). Sin
ninguna filiación política y sin ningún interés económico, la Academia se propuso funcionar
bajo el único argumento de la lengua.

En lo que sigue, será importante despejar el panorama que permitió comprender el modo
de operar de la Academia en el proyecto de Estado- nación de Colombia, determinando las
tensiones políticas locales y las nuevas relaciones con España que propiciaban una forma
de entender la nación justamente desde esta misma institución. Así mismo, los procesos
de civilización involucrados en la modernización del Estado serán un campo de acción para
la Academia, razón por la que se debe abordar y ubicar su singular iniciativa civilizadora,
dentro del conjunto de prácticas que otros sectores adelantaron en nombre del progreso y
el avance del país. Vale aclarar que esta iniciativa estuvo respaldada por el estudio del
español fundamentado en los principios de la filología comparada, sin cuyo abordaje
resulta difícil comprender la base de sus concepciones sobre el lenguaje, el uso y la
prescripción. Por esta razón, será necesario detenernos en una discusión aparentemente
desconectada del tema central, pero que en realidad tiene todo que ver los modos en que
la Academia pretendió civilizar a toda una nación.

Paralelo a los proyectos de Estado-nación y de civilización, corrió para la Academia la


implementación de mecanismos de moldeamiento del cuerpo a los que puso especial
atención. Por ello será importante definir, por ahora, su lugar en la implementación de
dichos mecanismos; más adelante se ampliará el análisis hacia el tipo de dispositivos
usados para tal propósito.

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Para finalizar este capítulo, pretendemos plantear el enorme significado que adquiere
Bogotá como centro de operaciones que estableció la Academia y que determinará en
gran medida su naturaleza. Con esta trama de vínculos entre Bogotá como espacio de
relaciones sociales, políticas y culturales, y la Academia se cierra en panorama que intenta
bosquejar este capítulo.

Nación o nacionalidad literaria

Al iniciarse la segunda mitad del siglo XIX, los políticos colombianos más reconocidos
dirigían sus miradas hacia el mundo anglosajón o hacia el mundo francés, reconociendo y
afirmando que en sus formas políticas, en su eficiencia técnica, en el valor al trabajo y
sobre todo en la concepción cosmopolita de la cultura estaba la clave del éxito de las
naciones modernas. Desde las guerras de independencia en las primeras décadas del siglo,
Colombia había venido probando en las distintas dimensiones modelos que se acercaran al
ideal de una nación en construcción, pero en lo posible alejada de los moldes españoles. Si
se pensaba en el territorio, este debía ser libre, autónomo y soberano; si se pensaba en
política, solo debía practicarse a partir de la clausura de las colonias; si el asunto era la
economía, debía procurarse un diálogo más intenso con el exterior para ampliar la
industria y el comercio; si se trataba de la configuración del nuevo hombre americano,
entonces había que empezar por “cultivar el trabajo, entender las nociones del gasto, la
organización y el cálculo, y entrar en la moral del hombre de negocios anglosajón”
(Jaramillo, 1996: 47). Se podría decir que el entusiasmo por introducirse en la onda de la
modernidad condujo a los políticos a aferrase al paradigma europeo en el que el progreso
era la base para construir una nación, de tal manera que los esfuerzos se concentraron en
unir físicamente las regiones de Colombia, promover la actividad del campo para reforzar
el comercio interno e incrementar las exportaciones, y explicar cómo funcionaba la
naturaleza a través de procesos, en respuesta a un marcado interés del saber científico
(Jaramillo, 1996)

Pero no obstante estas intenciones de sacar a Colombia del estado de atrasado en el que
había quedado por acción de una mala administración española no podía desconocerse el
papel de las prácticas religiosas y la relevancia de la lengua. Según lo afirma Carlos
Monsiváis, el distintivo de la gran mayoría de las sociedades latinoamericanas durante el
siglo XIX fue “el mantenimiento de una larga tradición española principalmente expresada
en instituciones formativas como el idioma español y la religión católica” (2000: 115). En
Colombia, esta tradición logró sostenerse en gran parte por la acción del partido
conservador cuyos miembros abogaban por no romper los nexos con la cultura española
bajo el argumento de que al llegar España al territorio americano había traído la

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civilización. Por lo que no era posible pensar que el progreso de la nación tuviera éxito
atendiendo solo a su propio desenvolvimiento después de las guerras de independencia.
España debía seguir presente y debía hacerlo a fuerza de reconocer en ella la esencia del
hombre colombiano.

Mientras la preocupación por la conservación de los valores religiosos nunca desapareció


del entorno político, la lengua, como dispositivo de cohesión social y política, empezó a
aparecer después de las guerras de independencia. Pero no sería sino hasta la fundación de
la Academia Colombiana de la Lengua en 1871 que la definición de la nación necesitó de la
reflexión del idioma para entender que el progreso se traducía esencialmente en una
unidad lingüística y en una constatación del conocimiento de la lengua a través de la
producción literaria. Así lo deja ver la misma Academia en su introducción al Anuario de la
Academia Colombiana de la Lengua en su lección inaugural:

“Todos los pueblos que hablan un mismo idioma, forman en cierto modo una
misma nacionalidad, cualesquiera que sean por otra parte la condición social de
cada uno y sus mutuas relaciones políticas. Institutos que, como la Academia
Española, están encargados del depósito de la lengua, y que, también como ella,
tienen antigüedad y tradiciones bastantes a crear vida independiente de los
vaivenes de la política, son los llamados por su naturaleza y sus antecedentes, a
representar esta especie de nacionalidad literaria” (1874: 6).

Desde este punto de vista, la lengua era concebida por los académicos de esta época
como una especie de instrumento que al estar en boca de los hablantes encauzaba sus
pensamientos, valores, creencias, intereses y acciones hacia un mismo fin. Crear
nacionalidad literaria no era asunto de remitirse a un lugar en la escala social para operar
desde allí o quedarse solo allí, ni de evaluar tendencias políticas que estuvieran en la
misma sintonía para favorecer la implementación de sus prácticas. Forjar una
nacionalidad de orden literario consistía en construir un sentimiento de identidad y
afectos por la lengua, así como fijar unos criterios para empezar a escribir la historia de
dicha literatura, es decir, empezar a hacer la nación.

La poca estabilidad política en Colombia derivada de las luchas entre los partidos por el
ejercicio del poder implantó en los académicos la idea de que una institución dedicada al
estudio de la lengua no podía sujetarse a los modos de operar de un partido u otro, entre
otras cosas, porque así también lo había hecho la Academia Española, y parte de la razón
de ser de la primera academia correspondiente en América era seguir los preceptos de
funcionamiento de la ʿinstitución madreʾ. Estratégicamente, su pretensión de ser una
academia suprapartidista le daba la ventaja de seguir funcionando sin importar cuán de
acuerdo pudieran estar los partidos con sus principios de acción y, al mismo tiempo, le

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daba la posibilidad de ser vista con buenos ojos porque “su asociación con la Española es
completamente ajena a todo objeto político” (Anuario, 1874: 11). De esta manera,
aquellos miembros del partido liberal que en varias ocasiones acusaron a la Academia de
manifestar un conservadurismo extremo tendrían desmontados sus argumentos desde el
inicio. Sin importar las filiaciones políticas, el trabajo solo giraba en torno a la lengua y
antes que excluir o separar lo que se procuraba era incluir y sobre todo unir. Así respondió
Miguel Antonio Caro, en calidad de académico y diputado, a los señalamientos que le
hicieron a la actividad de la Academia en una sesión del congreso en 1876:

“La República, la libertad y aún la escuela liberal contemporánea no son


incompatibles con la uniformidad del lenguaje, esto es, con el castellano culto e
inteligible, puesto que toda divergencia seria no acusa sino falta de cultura, ni
tiende a otro fin que el de abrir una nueva fuente de mala inteligencia, de
contradicciones, de errores y de falacias entre los hombres” (Anuario, 1877: 232).

Había un principio organizador de esta institución que terminó en el convencimiento de


una imparcialidad en el pensamiento y en la acción. Asumirse como académico no tenía
que ver con ser liberal o conservador, tenía que ver con ser inteligente, culto y dueño de la
verdad. En otras palabras, comprender los asuntos de la lengua, pilar de la unidad de la
nación, significaba estar capacitado para ejercer un poder incuestionable y políticamente
deslocalizado.

Al declararse por fuera de la gestión estatal, debía entenderse que la Academia, como
institución, no dependía de ninguna entidad nacional, no tenía que dar cuenta de su
funcionamiento y mucho menos demostrar una eficacia operacional. Frente al aparato
gubernamental colombiano ella misma se concebía como una institución soberana y
absolutamente autónoma en su actividad, de manera que antes que someterse a una
autoridad, ella en sí era autoridad: la de la lengua.

Pero pensar en una institución reguladora del idioma español ya había sido objeto de
análisis en 1825 cuando se propuso crear una confederación literaria como un centro de
unidad de la nación. Dentro de los documentos que conforman el Anuario se incluye un
artículo con esta reflexión, queriendo mostrar a través de él la necesidad de fundar una
academia “a la que podamos atenernos los americanos que hablamos castellano y tomar
en el ejercicio de esta autoridad una parte proporcionada a los progresos que hayamos
hecho o que hagamos en letras y en cultura” (Anuario, 1874: 120). Lo que trataba de
rescatarse de esta propuesta no era en realidad el establecimiento de una institución,
porque ella se había pensado naturalmente americana y desligada de la Academia
Española, sino la instauración de una autoridad de la lengua a la que debía someterse el
conjunto de la sociedad en favor del bienestar y el progreso de la nación. Desde esta

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época se hizo evidente el lugar de la autoridad en la configuración de un Estado-nación,
asegurando que:

“Todo lo que puede proteger directa o indirectamente la prosperidad o bienestar de


todos los asociados, y cuanto pueda por sí, o por sus consecuencias dañar su
seguridad, su quietud y su comodidad está por la naturaleza del pacto social
sometido a la inspección de la autoridad pública” (Anuario, 1874: 120).

Se comprende de esto que de la autoridad nadie podía escapar y, por tanto, había que
ceder tranquilamente a su intención protectora a través del sometimiento, si es que se
pretendía ascender en la escala de la civilización, condición de las sociedades modernas.
Ahora bien, si la autoridad que aquí se defendía era la de la lengua entonces la pregunta
sería por quién conserva y perfecciona el idioma, a lo que se respondió:

“En todos los países que han dado algunos pasos en la carrera de la civilización, se
han formado academias o cuerpos de literatos con el objeto de mejorar y dirigir la
lengua nacional […] Cada ciudadano puede, es verdad, hablar y escribir según le
parezca mejor; pero la censura de los hombres de juicio y de los literatos mantiene
siempre a los oradores y los escritores públicos dentro de los límites prescritos, y
en la observancia de las reglas trazadas por la autoridad establecida” (Anuario,
1874: 121).

Es fácil deducir de allí el campo que le correspondía a una Academia Americana de la


Lengua, quiénes eran los llamados a conformarla y cuáles eran las prácticas disponibles
en función de la conservación de la unidad de la lengua. Habría que sumar a ello que la
tarea que se proponía era crucial para el destino de las naciones porque “si descuidan
los directores actuales de los nuevos Estados este punto interesante [el idioma común]
a la prosperidad general, dentro de algunos años el mal será irreparable” (Anuario,
1874: 122), esto es, la ruptura de las alianzas, la debilidad de las naciones y,
seguramente, su desaparición. A diferencia de la forma en que se concibió esta
confederación literaria a principios del siglo XIX, la Academia Colombiana de la Lengua
no pretendía ser uno de los brazos del Estado. Política y socialmente sí buscaba el
reconocimiento como autoridad gestora de la unidad nacional a través de la lengua,
pero sin ninguna filiación partidista y de hecho sin ningún vínculo con el Estado. Su
naturaleza se planteaba libre y autónoma, por lo que su autoridad provenía, por ahora,
de ella misma y no de un aparato estatal.

Sin embargo, como correspondiente de la Academia Española, no era del todo


independiente. Por ser una sucursal debía funcionar con los mismos acuerdos de la
institución española. Así quedó registrado en el documento de su fundación:

14
“Artículo 2°. Las Academias correspondientes se regirán por los Estatutos y
Reglamentos mismos de la Española, modificados, si fuere necesario, de acuerdo
con los proponentes […] Artículo 3°. Siempre que cualquiera Academia
correspondiente crea necesario modificar en algo lo Estatutos, habrá de consultarlo
con la Española, y atenerse a lo que esta resuelva” (Anuario, 1874: 13).

Sin duda alguna, los vínculos que se trazaron entre estas academias fueron sólidos, pero
claramente reflejaban una relación desequilibrada del mismo orden colonial. La idea de
mantenerse al margen del fuero político, trabajando desinteresadamente por la unidad de
la lengua, fue la maniobra que le dio la libertad a la Academia colombiana para legitimar
sus nexos con una poderosa institución española y, desde cierta perspectiva, para restituir
los lazos con la Corona, sin ser acusada de alta traición a la patria. No había nada que
lamentar en su condición de correspondiente, más bien, era motivo de celebración tener
una pequeña representación española en territorio americano. Por lo que sus principios,
sus métodos, sus objetivos, fueron prácticamente un calco tomado de la ʿAcademia
originalʾ, y el derecho a senJrse ʿcomo de la casaʾ fue para los académicos colombianos un
hecho casi evidente. Se le reconoció en repetidas ocasiones a la Real Academia actos
nobles como el de “darnos sus brazos, despreciando preocupaciones y venciendo las
distancias, para reunir a España y América en una sola nacionalidad literaria” (Anuario,
1874: 9), mediante la asociación de “esfuerzos inteligentes dirigidos a componer la
historia, formar el gusto y ejercitar la crítica investigadora e imparcial, como es necesaria
en otros departamentos de la sociedad civilizada para desarrollar la riqueza y perfeccionar
la industria” (Anuario, 1874: 11).

A partir de la convicción de que culturalmente España y América seguían siendo una por
“tener el mismo origen, religión, lengua, costumbres” (Anuario, 1874: 37) se convirtió casi
en mandato la imposibilidad de rechazar el español en territorio americano, porque a
todas luces era negar la patria. Y si España “nos incluye y nos reconoce a toda América”
(Anuario, 1874: 8) no había ninguna razón para despreciar su lengua. Al contrario, por
tratarse de una herencia española suponía un privilegio conservarla y un reto proyectarla,
para lo cual había que empezar por construir su historia en suelo colombiano. Con esto, la
tarea de la Academia Colombiana se convirtió en una empresa de no pocos alcances, pues
explícitamente se trataba de “ilustrar la historia de la literatura patria y cooperar a la
formación de la biblioteca completa de nuestros escritores ilustres” (Anuario, 1874: 10).

Ahora bien, formar la historia de la literatura era un principio que las naciones civilizadas
no podían eludir, pero en el caso de Colombia, y a juicio de los académicos, más allá de
formarla había que componerla, lo cual significaba empezar a delinear la historia de

15
Colombia y el inicio de las letras a partir de un momento muy particular: la conquista
española.

No pocos documentos de los compilados en el Anuario refieren al proceso de la conquista


como un hecho de heroicidad. Cuando se celebraba la llegada de los españoles a América
lo que se elogiaba era “la implantación en este suelo de la civilización europea,
representada por la propagación de la lengua castellana y el establecimiento del
cristianismo” (Anuario, 1874: 19). Siendo más exhaustivos y a modo de misión, los
primeros españoles en América fueron de entrada hombres de admiración porque:

“comprendían que a su frente y su espalda había un extenso país qué conquistar


para presentarlo regenerado al mundo antiguo, un pueblo numerosísimo que
civilizar, reduciéndolo a la vida cristiana por medio de la predicación del
Evangelio, siguiéndose como consecuencia necesaria de tan grande empresa la
reducción de otras parcialidades nómades, todavía más bárbaras que los
adelantos chibchas, compañeras de los tigres y los monos, las serpientes y los
cocodrilos” (Anuario, 1874: 23).

Nada valioso que recuperar para la memoria había en América, previa la llegada de los
españoles, si se asumía que el tiempo desde el que se cuenta la historia era un tiempo
civilizado que no tenía que ver con un proceso, sino con un momento de establecimiento
de la misma civilización. Así, lo que rescataron de la historia para la memoria los ʿbrillantes
escritoresʾ de la Academia fue el encuentro de España con América y el evidente triunfo de
la civilización sobre la barbarie. No en vano la decisión de los académicos colombianos fue
la de oficiar su actividad intelectual cada 6 de agosto, en conmemoración de la fundación
de Bogotá.

“Usos, costumbres, tradiciones y una peculiar fisonomía fue la herencia que nos dejaron
los españoles” (Anuario, 1874: 21) y lo que se debía conservar, afirmaba la Academia.
Junto con la lengua y la religión, éstos parecieron ser los ʻ bienes preciados ̓ sobre los que
se configuró la historia literaria. Cada ciudadano de las nacientes naciones debía saber por
vía literaria lo que significaba la conquista para su propia historia y por qué la
fragmentación del idioma español era algo que había que evitar a toda costa. Entendido el
valor de la literatura y aceptada la importancia de la unidad de la lengua como un acuerdo
común, no quedaba mucho para comprender el significativo papel de la Academia en la
historia colombiana, ni acoger su ejercicio sin cuestionamientos, ni conceder créditos a su
labor. Según los académicos, aunque algunos se resistieran y quisieran entrar en anarquía,
no convenía olvidar “que hemos llegado a tiempos en que ninguna autoridad humana se
sostiene si se pone en contradicción con opiniones fundadas y universalmente seguidas”,
razón por la cual “la Academia da tiempo para que las doctrinas expuestas por filólogos

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acreditados vengan a cobrar autoridad” (Anuario, 1874: 118). Frente a opiniones
particulares y siempre discordantes, la solución estaba en la autoridad, pero no una
cualquiera, sino la autoridad de la Academia, aquella que gozaba de la tradición peninsular
por ser desde el inicio la primera corresponsal con la misión de “cubrir las necesidades que
se experimentan en los países hispanoamericanos, señaladamente en el colombiano”
(Anuario, 1874: 117).

Bajo el imaginario de la primera Academia Americana el nexo con España no era visto
como el anhelo a regresar a una ordenación colonial, que ponía en riesgo la independencia
de las nuevas naciones, tal como lo suponía cierto sector político en Colombia, sino como
una necesidad de obtener un respaldo en la implementación de acciones concentradas en
la lengua, esencialmente para asegurar la sobrevivencia de las naciones americanas. Desde
su inicio, la Academia tenía claro su papel político en las construcción de la nación y,
aunque declaraba explícitamente no estar interesada e ello, su sola creación ya era indicio
de querer entrar en el sueño civilizatorio americano. La Academia Colombiana de la
Lengua era la primera que se instalaba en las antiguas colonias españolas y al mismo
tiempo, la única en el espacio colombiano encargada de regular un dispositivo activo en
todo el territorio americano, de manera que en vez de verse restringida la tarea a la
conservación de la unidad lingüística, como lo señalaban los académicos, ésta terminó
siendo tremendamente abarcadora en el sentido de volcar todo el ejercicio civilizador
sobre la gran mayoría de los hablantes americanos.

Aunque la noción de proceso de civilización se aplica a distintas épocas de la historia, en la


América del siglo XIX adquirió una especial connotación. Los territorios recién liberados de
España, que asumieron el reto de la conformación de Estados libres, pasaron de un
periodo colonial a un periodo civilizador lleno de transformaciones en el comportamiento
y la sensibilidad humana, así como en la red de relaciones. Estas transformaciones,
provenientes de constructos ideológicos europeos, son los que “reordenan los significados
en realidades locales y toman cuerpo en proyectos nacionales de dominación llevados a
cabo por parte de las élites” (Rojas, 2001: 288). Colombia, por supuesto, no estuvo al
margen de este proceso, por el contrario, fue uno de los países americanos en los que el
proyecto civilizador tuvo más intensidad, debido a las acciones violentas que dieron lugar a
fenómenos sociales y culturales muy particulares, según lo comenta Cristina Rojas (2001).
En tanto que ʿordenadora de la historia literaria y conservadora de la unidad lingüísticaʾ, la
Academia de la lengua en Colombia se introdujo en la corriente civilizadora con la idea de
prescribir el uso correcto de la lengua en los hablantes y así definir un ʻmodelo de
hombre ̓ en términos de su comportamiento lingüístico. Adicional a esto, el canon
cristiano operó de lleno sobre el letrado ideal, a pesar de no ser un fin explícito en las
determinaciones de esta institución. En definitiva, el modo de ser del hombre ʿcivilizadoʾ,

17
era reconocido por sus dotes en el manejo de la lengua, su consciencia literaria y su
aprecio a las buenas costumbres cristianas: la obediencia, la caridad y el respeto a la
autoridad.

En los diversos discursos pronunciados en la Academia sobresale permanentemente la


noción de civilización asociando a ella el estado de adelantamiento de un país en las
ciencias, la literatura y las letras. Se trata de una especie de escalera en la que se podía
ubicar el grado de progreso y prosperidad de una nación, pero no por comparación con el
avance de otras naciones, sino atendiendo a las circunstancias especiales que aceleraban o
retrasaban el progreso de cada una. En todo caso, al ser la civilización una escalera, el
objetivo que se debían trazar las naciones era ascender en ella superando cada peldaño a
través de la aplicación de mecanismos civilizadores y culturales, en especial sobre aquellas
“tribus sumergidas todavía en las tinieblas de la barbarie” (Anuario, 1874: 123). Y entre
más alto se pudiera hallar el estado de civilización de un país, más mérito alcanzaban
aquellos hombres que habían cultivado la literatura, la ciencia y las letras.

Siguiendo este argumento, y según los académicos, Colombia ocupaba el puesto de los
primeros peldaños en la escala de la civilización en las últimas décadas del siglo XIX, lo que
significaba un grado notable de atraso y poco mérito para sus intelectuales. Sin embargo,
el reconocimiento de esta condición no había sido ajena a los sectores políticos que
dirigieron el país en la primera mitad del siglo XIX y que ya habían puesto en marcha
proyectos para lograr el avance y el progreso de la nación, haciendo énfasis en unas
esferas más que en otras. En opinión de la Academia, las artes y las letras debían tener
más protagonismo en este proyecto, por ser la más importante de las esferas y la más
cercana a un tipo de civilización europea con la que era posible identificarse: la española.
De allí que, corrida la segunda mitad del siglo XIX, la prosperidad de la nación colombiana
se hubiera entendido en términos del progreso en la política, la economía y las ciencias,
pero sobre todo en la literatura y las letras.

Lograr la civilización a punta de progreso

La singularidad de la época, que intentaba proyectar un Estado moderno, asumió que la


civilización no podía estar desligada de los avances en la infraestructura de las ciudades, ni
de los adelantos científicos aplicados a la industria, y mucho menos de la elevación del
espíritu, según ciertos círculos políticos, que da el interés por las letras y ʿla entrega a las
actividades cristianasʾ. La civilización, indudablemente, estuvo acompañada por un
progreso material traducido en un crecimiento económico y una expansión del capital, la
renovación y embellecimiento de los edificios, la especial arquitectura de las viviendas, el

18
enlozado de las aceras, la construcción de puentes, de vías ferroviarias, de carreteras, entre
otros; y un ̔progreso moral̕ dedicado al estudio de las ciencias dentro de las que se
destacaron las humanidades por “formar la primera disciplina del hombre intelectual y
moral” (PPI, 1881: 95). Hablar del progreso y sentir que el trabajo orientado hacia él no era
en vano porque los resultados de una u otra manera eran visibles, sirvió para marcar claras
diferencias con los pueblos ʿprimiJvosʾ.

La nueva nación debía superar en todo a un país mayoritariamente bárbaro y lo estaba


haciendo de forma natural. Es decir, al atender al discurso darwiniano de la selección
natural de la especies se pensó en que había un vínculo natural de ciertos sectores de las
sociedades con el progreso, proveniente de su capacidad para promover en distintas
dimensiones sociales un avance que redundaba en un beneficio económico. Según esto, no
todos eran aptos para la tarea; solo los más entrenados intelectual y científicamente
podían asumirla. Así lo relata Papel Periódico Ilustrado, uno de los diarios más
sobresalientes de la época, en uno de sus artículos más directos sobre la noción de la
civilización:

“El progreso de los pueblos en las artes, la industria, en los conocimientos


científicos, económicos, sociales, políticos y religiosos está íntimamente ligado
con la facilidad de sus relaciones mutuas con el comercio de sus productos, de
sus ideas y aspiraciones. Hay en estas relaciones una especie de selección
social natural, semejante a la selección de las razas humanas con relación al
tipo primitivo y semejante a la selección natural de las especies primitivas en la
escala zoológica y en el reino vegetal” (PPI, 1881: 95).

Del progreso material se encargaron los ingenieros formados en el exterior. Afanados por
convertir las pequeñas ciudades en grandes urbes funcionales a las sociedades modernas,
los ingenieros concentraron sus esfuerzos en construir, levantar, trazar y renovar
estructuras que, por un lado, reflejaron las diferencias entre el campo y la ciudad o entre
ésta y las provincias y, por el otro, posibilitaron la apertura de vías de comunicación
logrando así establecer rutas comerciales entre varias zonas del país.

Para la Academia de la Lengua el avance de las ciudades era algo inobjetable. De hecho, las
ciudades debían modernizarse porque “con el incremento de los intereses puramente
materiales, con el auge del comercio y la industria, vendría naturalmente el de los literarios
y artísticos, complemento y corona de la civilización” (Anuario, 1874: 30). Sin embargo,
había que reprocharles a los gobiernos colombianos la ruptura con España porque por
encima de las decadentes relaciones políticas, había una tradición literaria que mantener
en nombre de la civilización. La ruptura, más que una independencia, implicó para
Colombia un atraso significativo. Así se expresa en uno de los documentos del Anuario:

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“Prescindiendo de los vínculos que naturalmente deben ligarnos con nuestros
hermanos de ultramar […] reputamos esta situación excepcional y anómala como
la causa, tal vez única, del atraso relativo de nuestra literatura, que, teniendo
escasas fuentes donde beber, y eso como a hurtadillas, se ha abrevado en las
cisternas cenagosas de la moderna escuela francesa, tan frívola en lo general,
como dañina y pegadiza” (Anuario, 1874: 31).

Este rechazo evidente a la escuela francesa subrayaba el hecho intolerable de que la


lengua y la literatura españolas estaban siendo ʻcontaminadasʾ por la adopción de giros
lingüísticos provenientes del francés y del inglés. Nada que tuviera el sabor a extranjero
podía penetrar la estructura de las letras españolas. Pero mientras los académicos se
negaban a aceptar elementos extranjeros de este tipo, los dueños de la industria y los
hacendados “se asumían como individuos eurocéntricos cuyo deseo era imponer la
civilización en las oquedades andinas aspirando a un estilo de vida urbano y civilizado
europeo” (Palacio, 2009: 37). Francia e Inglaterra lograron permear, en general, el
pensamiento de la elite colombiana del siglo XIX, excepto el pequeñísimo círculo de
académicos que defendieron con todo la pureza del idioma español.

En cuanto al ʿprogreso moralʾ basta con mirar la organización social de la época para darse
cuenta de que las prácticas que ʿelevaban el espíritu, la moral y el intelectoʾ, se
concentraron en las clases más altas. La sección de anuncios de Papel Periódico Ilustrado
retrataba las costumbres de la alta sociedad como una especie de indicador de los valores
civilizados. En dicha sección y en repetidas ocasiones se leía sobre la organización de
fiestas finísimas a las que solo asistían ʿhermosas damasʾ e ʿilustres caballerosʾ, el montaje
de magistrales obras de teatro para un ʿpúblico cultoʾ, la oferta de conciertos para los
ʿamantes de la música esJlizadaʾ, convocatorias a reuniones para abrir concursos literarios
únicamente para los ʿavezados en las letrasʾ e invitaciones a bazares que procuraban
recoger fondos para los pobres lo cual implicaba la participación de la ʿgente pudienteʾ.
Este tipo de eventos y reuniones en efecto pretendía inculcar en cierto sector de la
sociedad sentimientos de nobleza, galantería, filantropía y misericordia, rasgos típicos de
las sociedades civilizadas y por supuesto diferenciadores básicos de la barbarie.

Las preocupaciones de esta parte de la sociedad, en su mayoría criollos, residieron en el


cultivo y la defensa de valores como el respeto, la autoridad, el patriotismo y la civilización
de un país cuyo proyecto político era justamente el de convertirse en una ʿnación modernaʾ
al estilo europeo o norteamericano. El deseo de poner en marcha un proyecto de
semejante magnitud supuso contar con la participación de las distintas capas sociales,
desde diversos escenarios y a través de múltiples acciones, a pesar de que dicha
participación solo estuviera en la consciencia de los gobernantes y de cierta manera en las

20
clases altas. Los ʿmesJzosʾ, los ʿindiosʾ y los ʿnegrosʾ, que conformaban la parte más baja de
la sociedad, entraron en este proyecto como aquellos en quienes recaía la civilización. Si
construir una nación significaba trabajar por el progreso y el progreso, a su vez, señalaba la
necesidad de implementar un proceso de civilización, cada quien empezó a hacer lo suyo.
Mientras los grupos que se asumieron como civilizados se dedicaban a erradicar la
barbarie, los demás, ʿsujetos pasivosʾ, daban sentido a la labor de los primeros. En otras
palabras, si ser civilizado consistía en desplegar todo un sentimiento de misericordia,
respeto, autoridad y patriotismo, era porque había ʿpobresʾ a quienes auxiliar y
ʿholgazanesʾ a quienes se les debía inculcar el valor del trabajo. Así reposa en uno de los
artículos de Papel Periódico Ilustrado:

“La virtud, la actividad y el trabajo son los únicos que pueden librarnos del
cataclismo que nos amenaza. El pueblo, la parte pasiva del cuerpo social, necesita
que se le inculque con generoso estímulo amor por el trabajo, que se le salve
enseñándole que la verdadera libertad está basada en la justicia y mostrándole
cómo la única vía segura de las nobles aspiraciones es, la del respeto por el derecho
ajeno, que es el más sólido fundamento de toda sociedad cristiana” (PPI, 1881:79).

La laboriosidad y el trabajo se asumieron entonces como virtudes que redundaban en


honra y provecho para la patria. No trabajar implicaba aumentar la lista de los que no
velaban por el progreso y automáticamente sumaban un problema al Estado, aunque éste
lo resolvía dando trabajo a las ʿseñoras de sociedadʾ porque ellas se encargaban de reunir
fondos para los niños pobres y las ʿlocas infelicesʾ mediante bazares y fiestas de caridad. Lo
cierto, fue que ver el trabajo desde esta perspectiva terminó siendo parte del rasero con el
que se midió el grado de civilización de los pueblos. Si una sociedad era civilizada era
porque la gran mayoría de sus miembros trabajaba en beneficio del progreso, aunque no
todos los ʿaportes laboralesʾ fueran significativos.

Lo que se valoró en términos del trabajo fue que su resultado tuviera incidencia en
cualquier ámbito social sumando puntos a los niveles de civilización. Por eso el trabajo de
las ʿseñorasʾ, ayudando a los desvalidos, tuvo más reconocimiento que el del ʿindio
arrieroʾo el de los ʿnegros sirvientesʾ cuya actividad, pese a ser la más dura y severa, poco
evidenciaba su contribución al progreso y en casi nada ennoblecía el espíritu. No obstante
lo anterior, era preferible persuadir a las clases más bajas de la importancia de un trabajo
aunque fuera burdo, antes que añadir una carga al Estado, porque entre otras cosas, una
sociedad cristiana que siguiera los principios de la iglesia debía “recordar a los pobres que
han nacido para trabajar̕” (Anuario, 1874: 197).

El legado religioso que España le dejó a los pueblos americanos se convirtió en uno de los
fundamentos más importantes para la construcción de la nueva nación, al menos para unos

21
cuantos gobernantes. Parte de las cualidades civilizadoras se hallaron en la fe cristiana tan
difundida en los colegios, después de 1886, y en general en toda la sociedad, porque
además de promulgar la palabra de Dios, proclamaba la importancia de los actos humanos
en los que unos dirigen, mientras los otros se someten. Así, era natural, según la iglesia,
guardar respeto a la autoridad, entender que la justicia provenía de los más poderosos
pues el lugar que ocupaban en la jerarquía social los facultaba para ejercerla y, por su
puesto, trabajar para ʿgarantizar el cieloʾ. Nada resultó más coherente (¿conveniente?)
para el proyecto civilizador que inculcar en los individuos principios básicos de
comportamiento y desarrollo personal originados en un Dios que claramente superaba la
razón humana, pero que a la vez encarnaba en instituciones encomendadas para ejercer
su poder. De manera que el moldeamiento de la mentalidad de los sujetos para trabajar en
favor de una nación civilizada, podía escapar a la autoridad del Estado, pero no a la
autoridad divina.

De otro lado, pese a que unos y otros hacían parte del mismo país, no todos habitaban el
mismo espacio. La correlación que parecía existir entre ʿrazaʾ y ʿclaseʾ circuló en el
imaginario social. Así, mientras la clase alta se ubicaba en grandes haciendas o en el centro
la ciudad, el resto de la sociedad estaba en el campo o en la calle. Mientras los primeros
ocupaban altos cargos sociales o administrativos, los segundos eran arrieros, obreros,
sirvientes, reclutas y hasta ʿvergonzantes̕ʾ2. Los relatos de la época revelan una verdadera
preocupación por ubicar los miembros de la clase alta en espacios urbanos, alejados del
monte, es decir, en la ciudad, un espacio representativo del proceso civilizador y prueba
del progreso, en cuyo centro no había lugar para las clases bajas. A estas últimas, por el
contario, se les ubicó en la periferia de las ciudades, cuando no, en el bosque o la selva
donde no había llegado la mano del hombre, lo cual suponía una intervención del Estado a
través de la empresa civilizadora. Entonces, aparte del oficio, el lugar y el modo en que se
habitaban ciertos espacios también se trazaron serias diferencias entre los sujetos.

Pero quizás, la brecha civilizatoria más grande entre unos y otros estuvo en la ʿrazaʾ, una
categoría que estableció una correlación con la noción de ʿclaseʾ , adscribiendo la ʿraza
blancaʾ a la clase alta y la ʿraza india, negra y mestizaʾ a la clase baja3. Cabe aclarar que la
ʿblancuraʾ iba más allá del simple color de piel porque a ella se asociaron unas maneras de
vestir, un comportamiento, unas creencias religiosas, un legado de sangre que en conjunto
constituyeron un imaginario de superioridad que circuló en todas las capas sociales de la
sociedad. Todo aquello que estuviera por fuera de dicho imaginario explicó las demás

2
En esta época se hacía referencia a la vergonzante como aquella mujer de avanzada edad que habitaba en la
calles y vivía de la caridad.
3
Es probable que el uso indiscriminado de estas categorías sea un asunto de las fuentes consultadas y no de
una necesaria correspondencia de la ̕raza̕ a ciertas clases sociales.

22
razas. En efecto, para algunos, la ʿrazaʾ traía consigo la naturaleza del físico y unas
disposiciones mentales e intelectuales, merecedoras de un lugar social privilegiado o
típicas de la vida salvaje y, por tanto, poco desarrolladas para acceder a los niveles de la
conducta civilizada.

En los relatos de la clase ʿcultaʾ, que hablaban sobre la vida cotidiana en Colombia, se
observa la descripción del ʿindioʾ que por su condición racial fue destinado al oficio de
recluta:

“La vida rústica y casi salvaje que lleva, le ha dotado de una constitución dura y
fuerte, que, como la de algunos países sud-americanos, resista vejaciones sin
cuento, ultrajes, mudanzas y violaciones permanentes […] Aquel ser que
vagaba libremente por ásperas soledades, é incomunicado con lo que nosotros
hemos dado en la manía de llamar mundo civilizado, adquirió en aquella vida
hábitos de independencia, dureza de carácter; por esto siempre se le observa
taciturno, retraído e indolente”(PPI, 1881: 12).

Existía pues, una necesidad imperante de parte de algunos ʿletradosʾ de enfatizar sobre lo
que a su modo de ver eran las representaciones de las limitantes raciales, asumidas como
condiciones naturales de los sujetos, tal como lo ilustra el relato del recluta, el indígena
puesto en las filas del ejército por no saber vivir y a cambio “tener la fuerza para saber
morir” (PPI, 1881: 13). Los rasgos físicos y emocionales con los que el relato definió a este
ʿindioʾ también podían caracterizar otras ʿrazasʾ, pero de ninguna manera llegaron a definir
a la ʿraza blancaʾ. Esto, por supuesto, configuró la formación de identidades considerando
también factores como el género y la clase social, ya mencionada, en respuesta a la
actualización de las diferencias jerárquicas que separaban gobernantes de gobernados y
civilizados de bárbaros. Al respecto, Cristina Rojas argumenta:

“El deseo civilizador no es independiente de la forma en que se establecen las


diferencias en la civilización y del modo en el que las diferencias confieren poder a
aquellos que poseen conocimientos; el color y el sexo son identificados como algo
apropiado para dirigir a los subordinados hacia la ruta de la civilización” (2001: 63).

Las brechas sociales se basaron así en rasgos identitarios que intentaban acercarse al
modelo de ciudadano moderno europeo. Por tanto, todo aquello que se alejaba del
modelo estuvo en desventaja. Negros, indios, analfabetas y hasta la mujer fueron
identidades sobre las que recayó el peso del proceso de civilización; mientras que los
hombres criollos y letrados se asumieron como los gestores de la historia en dicho
proceso. Todo esto definió serias diferencias que en adelante fueron muy marcadas. Sí, el
dinero fue importante, pero no tanto como pertenecer a la alta sociedad, mostrar una

23
procedencia de alta alcurnia, poseer sentimientos de nobleza y benevolencia, trabajar,
dominar algún arte y ciertamente declararse seguidor de la fe cristiana. Se lee con
frecuencia en las biografías de los hombres más reconocidos por su trayectoria en la vida
política o literaria del país, presentadas en uno de los periódicos de la época, que estos
ʿilustres señoresʾ vivieron sus últimos días a merced de la ayuda de amigos o parientes
cercanos y murieron en medio de la miseria. Sirva esto para afirmar que lo que se valoró
no fue un capital económico, sino un capital inmaterial que se puso a circular en todas las
capas de la sociedad para dar cuenta de los niveles de civilización presentes en cada una
de ellas.

Volviendo al progreso, pero ya no de tipo material, el cultivo de las artes y las ciencias, tan
importantes para el progreso moral, estuvieron en manos de los letrados de la época. El
auge del estudio de las ciencias y de las humanidades introdujo nuevas metodologías para
abordar objetos que ahora eran de sumo interés. El resultado fueron las investigaciones en
diversos campos siguiendo el método inductivo que mostraba “el camino de los principios
y del origen de los hechos, progresando de las unidades simples a las más compuestas”
(PPI, 1881: 277). La base de este método se constituyó en la razón por la cual la
antropología y la etnología4 se acogieron a él para examinar las ʿtribus salvajesʾ. Entonces
se estudiaron los indios chimila en sus distintas dimensiones (lengua, religión, relaciones
sociales, medios de sobrevivencia, etc.); se investigó sobre los chibchas, así como los
achaguas; se analizaron y describieron las lenguas quichua y arhuaca. Todo lo anterior,
atendiendo a una forma de pensar y razonar más avanzada que aquella que trataba de
deducir y trazar hipótesis.

De esta manera, los nuevos modos de hacer ciencia y entender los fenómenos, junto a la
modernización de las ciudades, el seguimiento de los principios de la religión cristina y la
insistencia por el trabajo se constituyeron en piezas claves del progreso para alcanzar la
deseada civilización en el proyecto de la nación. Las otras piezas fueron el resultado de la
labor de los intelectuales interesados en el español, esto es, de la labor de los gramáticos
en el desarrollo de las letras colombianas.

Sobre las letras en la civilización

Reconocer los adelantos materiales, científicos y espirituales de la nación era una forma de
afirmar que el avance de la nación estaba sucediendo, pero, ¿cómo entender esta idea de

4
Si bien se entiende que la antropología y la etnología no se limitan al análisis de las comunidades indígenas,
para el médico Liborio Zerda las ciencias que para la época se ocuparon del estudio de estas tribus debieron
llamarse de ese modo.

24
progreso anclada casi exclusivamente al desarrollo de las letras?, ¿en qué consiste este
sistema de ideas que establece una relación de causalidad directa entre el uso adecuado
de la lengua y el avance de una sociedad? En otras palabras, ¿cómo llega a ser
preeminente la reflexión sobre la producción literaria y preocupante el estudio del idioma
para una nación en pleno proceso de civilización “moderna”?

El proceso de constitución de la nación definió que la lengua debía ser importante en tanto
portadora del sentir americano. Desde la perspectiva política no cabía duda de las ventajas
que traía el hecho de que casi todos los países en América hablaran español, pues la
comunicación garantizaba de alguna manera la unidad en varias dimensiones.
Particularmente en Colombia la idea según la cual debía haber una lengua oficial
íntimamente unida al Estado permitió definir las condiciones y los escenarios de su uso
normativo: los actos públicos, la escuela, las instituciones políticas, la prensa, etc. Y dado
que se trata de la lengua del Estado tiene la facultad de convertirse en norma teórica a la
cual deben someterse todas las prácticas lingüísticas (Bourdieu, 2008). En este sentido,
hablar del español como la lengua del nuevo Estado era hablar de una especie de ley
lingüística que regía todos los modos de expresión de sus hablantes. Fue una forma de
entender el fenómeno lingüístico, muy conveniente, sobre todo, para una clase dirigente
en busca de un nivel de civilización más alto.

Desde el punto de vista social, el idioma se concibió como un capital simbólico que antes
que enriquecer a sus usuarios sirvió para marcar diferencias de clase, de raza y de nivel
cultural. Es sabido que para esta época el nivel de analfabetismo5 era alto y que el acceso a
las letras era una especie de privilegio del que solo podía gozar esa otra pequeña parte de
la sociedad. A pesar de que alfabetismo era de sobra una ventaja, para los letrados existía
la necesidad de maximizar el uso de la lengua a través de figuras y giros lingüísticos que
daban cuenta de una alta habilidad intelectual. Si hablar español ya tenía un valor porque
significaba la posibilidad de pertenecer a una sociedad civilizada, hablarlo ʿcorrectamenteʾ
revelaba un grado de cultura superior. A este respecto, se puede afirmar que a pesar de
que lo que circula en el común de las sociedades son unas nociones intuitivas del lenguaje,
existe una conciencia sobre las elecciones que un hablante puede hacer de todo un
abanico de posibilidades lingüísticas, y que éstas reflejan las condiciones sociales y
culturales en las que se encuentra inmerso el sujeto. En ese sentido, cuando los hablantes
usan su lengua “se establecen o se actualizan las diferencias y los hablantes se ubican en
un lugar según una jerarquía social y cuando las jerarquías se asumen fijas y estables, las
diferencias lingüísticas empiezan a naturalizarse” (Romaine, 1996: 169).

5
Para 1875 “el número de alumnos en educación primaria no alcanzaba el 2% de la población” (Ramírez,
2007: 3). Aunque esta relación de alumnos respecto de la población es un indicador bastante crudo, es
posible deducir de éste la situación de analfabetismo del país.

25
Hacia fines de la primera mitad del siglo XIX, el interés por la lengua aumentó. Las
relaciones entre los niveles de civilización y la lengua, que se habían establecido desde la
antigüedad, se fueron intensificando a medida que se adelantaban las investigaciones
sobre las lenguas indígenas en América. Pero es de inferir que si los exámenes pasaban por
un comparativo con la lengua española, para los investigadores resultaría obvia la
superioridad del español, en términos de los recursos y la complejidad gramatical con la
que ésta cuenta para expresar el pensamiento. Así se vio en una descripción de Lázaro
Girón sobre la estructura de la lengua Achagua la cual mostraba, según el autor, el
adelanto alcanzado por este pueblo dada la “existencia del verbo auxiliar ̒ser̕ del que aún
carecen muchísimas lenguas americanas […] dicho verbo, el más metafísico de todos,
simplifica las conjugaciones y da a las formas gramaticales esa sencillez a que tiende en
todo la civilización” (PPI, 1882: 76).

Desde la perspectiva de la gramática comparada, este ejemplo ilustraba una simple


diferencia en los modos de expresión lingüística que se derivan de la voluntad de los
sujetos que los usan, pero las interpretaciones de los investigadores de la época lo que
señalaron fue una inferioridad intelectual y cultural en estos hablantes, lo cual se tradujo
en un grado de civilización notablemente bajo. Sumado a ello, la escasa producción
literaria de dichas comunidades se entendió como un derivado de la carencia de fuerza de
sus lenguas y de la idea de “no estar pulidas ni haber llegado a la calidad de lengua en que
se hubiesen ejercitado los afectos” (Anuario, 1883: 245), lo que abrió espacios para lanzar
afirmaciones del tipo: “el Achagua es una lengua sin cultura, desprovista de monumentos
literarios por los cuales sea posible recorrer su historia y su desarrollo” (PPI, 1882: 75).

Como un efecto de las ʿdesventajasʾ detectadas en el desempeño de los idiomas nativos, el


panorama de las lenguas indígenas activas de la época, advirtió sobre el poder de la
expansión del español de lo que se siguió la desaparición de muchas lenguas en América.
Lo anterior, fue entendido por algunos como una medida de ̒buen éxito̕, pues “la
generalización del castellano era un elemento de civilización, que, uniformando los medios
de entenderse todos los habitantes del país, facilitaba el comercio y las demás relaciones
sociales” (PPI, 1885: 368). Frente a estas afirmaciones el español quedó en una posición
privilegiada, así como sus hablantes, pues casi que de manera automática se vieron
atributos en sus estructuras y suficiencia en sus elementos para expresar la complejidad
del pensamiento en obras literarias, tan características de una de una comunidad
civilizada.

Queda claro entonces que la civilización, tal como se concibió en el siglo XIX, involucró
aspectos relacionados con el lenguaje, capaces de impulsar el progreso en casi todas sus
dimensiones y de liderar los procesos de construcción de la nación. Si algunos vieron el

26
progreso en lo material y en la moral cristiana, otros lo ubicaron en la literatura, en las
palabras y en las formas correctas de pronunciar. Pero a pesar de que el interés por el
idioma aumentó empezando la segunda mitad del siglo XIX, vale la pena indagar más sobre
la importancia de los estudios del lenguaje y en especial de la gramática en el ámbito
político-intelectual después de las guerras de independencia. Estas pesquisas puedan
llevar a comprender las razones por las que los letrados de esta época fueron llamados, en
general, gramáticos.

Diversas versiones se han tejido alrededor de esta afición por las letras y el vínculo con la
política. Sin embargo, resultan de mucho valor las afirmaciones de Oscar Saldarriaga sobre
la gran influencia que tuvieron Bentham y Destutt de Tracy con su teoría sensualista en el
sistema educativo colombiano, la organización del Estado y la dinámica social en toda la
primera parte del siglo XIX. De acuerdo con Saldarriaga, los ideólogos colombianos,
discípulos de Destutt, trabajaron con base en “una teoría específica sobre las relaciones
entre el orden social y el orden interior de los individuos- y en especial de su modo de
conocer- cuya génesis y vigencia tienen una densidad histórica propia” (2004: 110).
Provenientes de una Gramática General y Razonada y de la Gramática de la Port Royal
estas nociones del sensualismo explican que las causas de las ideas y la asociación de las
percepciones con el pensamiento tienen una relación directa con el lenguaje articulado
por cuanto su función es la de presentar en forma de proposiciones el análisis del
pensamiento. Así, se dice que “el lenguaje a través de la estructura gramatical refleja
ciertas propiedades de la mente” (Chomsky, 1969: 124): por lo que será necesario
descubrir los principios básicos que rigen el orden de las palabras para llegar a “la lógica
del espíritu y a la primera descomposición reflexionada del pensamiento” (Foucault, 1968:
101).

Todo este trabajo de la gramática general, según Michel Foucault (1968: 104), muestra el
entrecruzamiento del lenguaje y el conocimiento. De manera que se revela a los hablantes
la necesidad no solo de desarrollar el “arte de hablar”, sino el de estudiar en detalle la
gramática de su lengua para maximizar las operaciones de nuestros saberes. Si se
comprende de esta manera el estudio del lenguaje, entonces se entiende la preocupación
de nuestros intelectuales por examinar la gramática, es decir, la articulación y el orden en
que se dispone el análisis del pensamiento, y de paso dominar la retórica6. Esto podría
explicar el motivo por el cual desde el inicio fue tan importante el estudio de la gramática
en los programas curriculares del sistema de enseñanza pues solo en las aulas de clase era
posible ese entrecruzamiento del lenguaje y el conocimiento.

6
Según lo afirma Foucault, en la época clásica las ciencias del lenguaje se dividen en gramática y retórica
siendo esta última la que trata de las figuras y de los tropos.

27
Desde esta perspectiva de la gramática general es que se plantea el seguimiento riguroso
de las normas que reglamentan el español pues “pertenece a la naturaleza misma de la
gramática el ser prescriptiva no porque quiera imponer las normas de un lenguaje bello,
fiel a las reglas del gusto, sino porque refiere la posibilidad radical de hablar al
ordenamiento de la representación” (Foucault, 1968: 104). De manera que insistir en los
usos correctos de la lengua tenía que ver más con el orden en los modos de pensamiento
que en sí con la belleza expresada en el uso.

Esta práctica del “buen hablar” desembocó así en un valor intelectual y cultural de difusión
obligatoria en centros académicos, espacios políticos y, en general, círculos sociales de alto
reconocimiento como un modo de contribuir a una de las vías más evidentes de lograr la
civilización: el cultivo de la lengua. Aquel que hablara bien el español se podría decir que
estaba favoreciendo un proceso de avance en los códigos de expresión del espíritu de una
nación por hacer.

Volviendo al interés de los letrados por la gramática, habría que añadir toda una tradición
de enseñanza de la gramática en Colombia desde 1578 cuando empezó a hacer parte de la
educación de los colonizados. Aparte de haber sido inspirados por las tendencias de la
Gramática General, los llamados gramáticos del siglo XIX fueron herederos de una
formación rica en contenidos gramaticales del latín que les permitió reforzar el
conocimiento del español dada su derivación directa del primero.

Una vez entra en funcionamiento la reforma educativa de 1826, el latín pierde el carácter
privilegiado de lengua de la cultura del que había gozado por dos siglos. El español vino a
ocupar todos los espacios del latín, no solo en la academia sino también en actos
religiosos, sermones conmemorativos, representaciones dramáticas, concursos, etc. El
estudio de las lenguas indígenas que “antes era realizado teniendo como referente al latín,
ahora tomaba como suministro los moldes gramaticales del español para la sistematización
del material lingüístico” (Rivas, 1940: 75). De la misma manera empezó a cobrar
importancia en el ámbito educativo7 llegando incluso a enseñarse el latín en castellano y
con textos escritos en castellano (Rivas, 1940). A esto se sumó la introducción de la
enseñanza del francés, del inglés, del griego y de un idioma indígena8. Esta fue una manera
de transmitir la idea de que la independencia podía ir más allá de lo político y manifestarse

7
La ley del 18 de marzo de 1826 dio lugar a que el latín definitivamente perdiera el carácter de lenguaje
universitario dado que “su empleo en cátedras y exámenes subsistió solo en algunas facultades” (Rivas,
1940: 305).
8
El artículo 142 del decreto del 3 de octubre de 1826 declaró que el idioma indígena debía ser el que
prevaleciera en cada departamento. No obstante fue una reforma que no tuvo efectos prácticos (Rivas,
1940).

28
en la adopción de lenguas que eran parte de la apertura a otros países y del
reconocimiento de lo “autóctono”.

Cuando el español entró en auge se decretó que “se enseñara el uso del diccionario latino y
castellano, sirviendo el de Valbuena y el de la Academia Española en ambas clases [...]
Continuarán los discípulos conociendo con alguna perfección la diferencia de este idioma y
del castellano por la gramática y la ortografía de la Academia Española” (Rivas, 1940: 307).
La decadencia del latín en el ámbito universitario en beneficio del liderazgo del español
trajo consigo la conciencia de la autoridad de la lengua en la implementación de los textos
que por excelencia definen la naturaleza de la Real Academia Española. El diccionario, la
gramática y la ortografía le abrieron paso oficialmente al español como lengua de la
civilización y despojaron en gran parte al latín como lengua de la cultura al ser reemplazado
en los espacios universitarios por el primero. Después de esto el español ya no era
simplemente la lengua de los colonizadores sino que empezó a adquirir el estatus de
lengua de Estado por lo que fue imperante analizarla y difundirla en su mejor variedad, es
decir, la bogotana.

Este episodio de la propagación del español en todos los ámbitos y las capas sociales
ciertamente despertó la curiosidad de los intelectuales para definir con precisión sus
mecanismos gramaticales, a la vez que suscitó el interés de la clase dirigente para
intervenir políticamente el asunto de la unidad nacional y la diferencia a partir del uso de
la lengua. El momento en que los gramáticos fueron figuras sobresalientes fue aquel en el
que confluyeron lenguaje y política, es decir, unos estudios de la lengua que se pusieron al
servicio de los modos de ejercer el poder. Todo este debate sobre la gramática y la política
desembocó en el trabajo de la Academia al reunir en un solo espacio a estudiosos de la
lengua tremendamente influyentes en la política nacional.

Resumiendo, lo que puede entenderse por civilización en este periodo radica en una
noción de progreso necesaria para la puesta en marcha del proyecto de nación. El
progreso así entendido debió estar en la consciencia de quienes creían contar los recursos
y la autoridad para establecer sus principios, dirigirlo y hacerlo realidad. Y mientras los
sectores políticos junto a la clase privilegiada dieron rienda suelta a todo tipo de iniciativas
para civilizar, las demás capas sociales se hicieron visibles solo para decir que en nombre
de la civilización algo se estaba haciendo. A los argumentos que se encontraron en la
tradición cristiana, se le sumaron los que la ciencia había establecido y los que el estudio y
el interés por la gramática pretendían propagar. Si al ʿsalvajeʾ en algún momento hubo que
ponerlo en la senda de la fe cristiana, ahora al ʿbárbaroʾ, por oposición al ʿcivilizadoʾ, era
necesario enseñarle a pensar y a vivir en sociedad moldeando su comportamiento,

29
inculcándole las virtudes del trabajo e instruyéndolo en la lengua española para educarlo
en las artes de la expresión.

El cuerpo de la Academia

El trabajo de la construcción de una nación no fue un proyecto llevado a cabo solo en


Colombia. Muchos países latinoamericanos hicieron esta misma tarea pensando en una
comunidad nacional que hubiera superado la etapa de la barbarie a través del
moldeamiento de los cuerpos, de los comportamientos e incluso de los usos de la lengua.
Así lo menciona Beatriz González:

“Entre la vasta agenda que implicaba el proyecto de construcción de las naciones,


uno de los aspectos no menos decisivos era la modelación de los hombres y
mujeres capaces de funcionar en concordancia con el nuevo estilo urbano de vida
que se estaba deseando como emblema de la soñada ʿcivilizaciónʾ” (1995: 432).

Desde distintos puntos se atacó la naturaleza de la barbarie, asumiendo que un


ciudadano de una verdadera nación debía ser coherente tanto en su actitud frente a las
corrientes civilizadoras, como en la disposición de su cuerpo. Lo que se pensaba, lo que
se hacía y lo que se decía fue la base, esencialmente, de los manuales de urbanidad,
manuales de etiqueta y gramáticas, entre otros. Sin embargo, dado que se trataba de
un trabajo mancomunado, no había duda en aprovechar cualquier texto escrito que
pudiera ser leído masivamente para transmitir implícita o explícitamente los cánones
del buen comportamiento. Así, periódicos, revistas y buena parte de la literatura
producida en la época hablaban de la conducción espontánea de los cuerpos como
parte de lo que podía identificar a un sujeto ʻculto ̓.

El trabajo que adelantaron las distintas academias de la lengua en todo el territorio


americano frente a este moldeamiento, claramente tenía que ver con los usos de la
lengua avalados por la misma autoridad de que fueron investidas. No obstante, al
menos en el caso de la Academia colombiana, los documentos su Anuario contenían
narrativas sobre lo ʿbien vistoʾ, los sentimientos que se pueden y se deben resaltar, el
buen carácter que alimenta el espíritu, las buenas maneras y, claro, el buen gusto.

En “El elogio del señor José María Vergara y Vergara” se dice de este escritor que:

“[…] no daba de sí sino lo que en sí sentía rebosar; no sabía celebrar héroes ni


batallas, ni exhalar penetrantes gritos de dolor, ni escribir chistes de los que se
aplauden a carcajadas. Si celebraba algo, era para hacerlo amar; si se quejaba de

30
dolores propios o ajenos, excitaba dulce compasión, hacía salir suspiros, no
acerbo llanto.” (Anuario, 1874: 81).

La austeridad del cuerpo, así como el control del fervor o la alteración son actitudes que
sin duda alguna merecían ser valoradas porque eran parte de un resultado que se había
conseguido con determinación y a consciencia. Si la exaltación indicaba falta de dominio
de lo que asalta al cuerpo espontáneamente, lo que en verdad se aplaudía era la
represión del cuerpo que venía de sí mismo y no por acción de un tercero. Este es un
trabajo sobre el cuerpo que difícilmente alguien reconocería por acción repetida de
castigos, regaños o reprimendas. Al contrario, es un logro que casi de forma natural se
consigue con la serenidad que otorga la oración. No hay que olvidar que el dispositivo
religioso entra de lleno en la configuración de los sujetos y sus relaciones
interpersonales trazando modelos de mujer, como María, y de hombre, como Jesús, “en
compensación del vacío que iba dejando el escepticismo que traía consigo la
modernización” (González, 1994: 437). Si se lee con detenimiento, no habría mucha
distancia entre la descripción que se acaba de hacer y aquella que correspondería al
modo de existir en la tierra del hijo de Dios.

El tiempo de la civilización es el tiempo de las buenas costumbres, la humildad en los


sentimientos y los hábitos saludables. Ya se afirmaba en esta época que la decadencia
de la sociedad colombiana se debía especialmente al descuido en la instrucción
religiosa por lo que era urgente “la conveniencia, utilidad y necesidad absoluta e
imprescindible de fortificar los vínculos morales, por medio de las esperanzas que nos
da nuestra religión (Anuario, 1874: 197). Que alguien conservara las tradiciones y se
apegara a las leyes de Dios en un momento en el que el espectro de la actividad social
se ofrecía nuevo y tentador por influencia de la corriente laica, era un comportamiento
de admirar que seguía fácilmente la ruta de la civilización. En uno de los discursos que
elogia la figura de un académico se dice él que “sus costumbres eran puras y sencillas, y
aun austeras: parco en todo, morigerado y metódico, su salud se conservó a cubierto de
las funestas consecuencias de los excesos de la juventud” (Anuario, 1874: 141). De
nuevo, aparece la austeridad pero esta vez acompañada de la rigurosidad del método.
Experimentar el orden y el cuidado en el detalle significaba reducir al máximo la
espontaneidad por cuenta de una rutina represiva de reglas, que garantizaban unas
formas saludables de vivir porque habían dominado las pasiones y acostumbrado el
cuerpo a una higiene diaria. De esta forma, circulaba la idea de que la experiencia que
daba la edad y la sabiduría que otorgaba el método se conjugaban en cuerpos capaces
de producir escritos del más alto nivel literario. Solo a los ilustrados poetas, conscientes
del método y el rigor, se les reconocía virtudes como “seriedad, sinceridad, calor,
movimiento, entusiasmo; sentimientos benévolos, generosos, candorosos,

31
vehementes; musa de efusión, no de concentración, y romántica por lo independiente,
nunca por vaga, enervante, escéptica y egoísta. (Anuario, 1874: 152).

En reconocimiento a las cualidades de los autores de las letras españolas y a las suyas
propias, estos académicos estudiosos de la lengua no podían dejar de lado la idea de
venerar “aquel esmero artístico en los detalles, aquel pensamiento siempre original y
delicado, esa observación sagaz, esa dicción docta y selectísima (Anuario, 1874: 153).
De esto se deduce que las posibilidades de hacer parte del grupo de los ʻdoctos ̓
bajaban considerablemente si se tenía en cuenta que aparte de los estilos de vida
puros, austeros y sencillos, había que ser privilegiado en el pensamiento y experto en la
lengua española.

Para los académicos, la virtud no estaba asociada a la posesión de dinero ni a la


solvencia de las deudas, como lo creía el grueso de la elite. Si se valoraba el trabajo, no
era porque en ello hubiera una ganancia material, sino porque el trabajo acababa con el
ocio y le daba dignidad al hombre; si se le daba crédito al manejo sistematizado del
tiempo, no era para hacerlo más rentable, sino para ponerlo en función de los estudios
de la lengua. Dentro de su círculo, difundieron las habilidades en el dominio de la
gramática como una cualidad civilizadora más apreciable que el dinero, posiblemente,
asegura Malcom Deas (1993), como una forma de justificar su limitado poder
económico y las condiciones de pobreza en que algunos de ellos vivieron sus últimos
días.

De otro lado, las buenas costumbres no hablaban solo de aquel que las ponía en
práctica, sino también del linaje al que pertenecía. Nadie dudaba de los excelentes
comportamientos en sociedad del que había nacido en una familia prestante, pues los
hogares estables precisaban del mandato del hombre y de las destrezas en las ʿartes de
la crianzaʾ de la mujer. Es bien sabido que sobre la mujer, en su rol de madre, recaía la
responsabilidad de formar ʿhombres de bienʾ y asegurar la herencia del estatus de la
familia ya que:

“[…] a ella corresponde la primera infancia de los hijos para cultivar su


inteligencia y formar su corazón; dar esas lecciones prácticas de urbanidad,
decencia y piedad que entran como elementos indispensables en ese conjunto
armónico que se llama civilización” (Anuario, 1874: 127).

En su doble papel social, mujer y madre, a las señoras se les reconocía por poseer
cualidades tan estimadas como la ʿfinuraʾ y la ʿcortesaníaʾ que al entrar en contraste con el
hombre daban como resultado una naturaleza “más inclinada hacia la nobleza, más
compasiva, más atenta a las fórmulas sociales y al espíritu de orden y de buen gobierno”

32
(Anuario, 1874: 127). Salirse del canon comportamental asignado para la mujer tenía el
costo del encasillamiento en la barbarie y el duro señalamiento de una sociedad que
depositaba en la mujer el deber civilizatorio en el hogar. De allí, que la mujer fuera la más
cercana a esas normas sociales que quizás los hombres, en ciertos ámbitos y bajo ciertas
circunstancias se les permitía pasar por alto.

Más allá de la familia y de las reuniones sociales, la mujer difícilmente era aceptada en
círculos académicos llenos de hombres, entre otras cosas, porque su condición de madre,
de la cual era imposible desligarse, “era una misión que le encomendaba la naturaleza de
criar física y moralmente a sus hijos en los primeros años de su vida” (Anuario, 1874: 127).
Si todos habían entrado a participar en el proyecto civilizador, desde su reducido espacio la
mujer asumió la tarea disciplinando los cuerpos a temprana edad y en el espacio privado
del hogar. Así lo entendía la Academia y así lo reprodujo en sus documentos. Más
adelante, estos cuerpos pasarían a espacios públicos donde otros dispositivos actuarían
sobre ellos.

El tránsito por escuela primaria se convirtió por excelencia en el lugar donde se


moldeaban los cuerpos, desde los sentimientos y el pensamiento, hasta los movimientos
más finos que exige la escritura. En el “Opúsculo sobre instrucción primaria”, la Academia
deja entrever su posición con respecto a los significados que adoptó la educación en el
proceso de civilización Colombia.

“La educación en nuestro entender, consiste en los conocimientos necesarios para


nuestra buena conducta en nuestro respectivo puesto social, y por consiguiente,
debe empezar desde las más tierna edad. Su primera lección, la más importante,
aquella sin la cual las demás son humo de paja, es la de obediencia, la de sumisión
al dominio paterno, la de honrar a padre y madre, la ley de Dios, en fin, enseñada,
no como a los loros, sino entendida y prácticamente” (Anuario, 1874: 192).

Más que el aprendizaje de un oficio o el desarrollo de habilidades cognitivas básicas, la


instrucción primaria sirvió para promover mecanismos de erradicación de la barbarie a
corta edad. Civilizar cuerpos cuya configuración se había dejado a la suerte de la
naturaleza era más difícil y poco productivo que moldear cuerpos en pleno proceso de
aprendizaje. Así que se pensó en la escuela como el lugar y la etapa en la que el
disciplinamiento podía tener efectos significativos en un futuro no muy lejano, por acción
del control y la vigilancia de los cuerpos. La lectura y la escritura, ejes fundamentales de la
instrucción primaria, fueron procesos sobre los que se montó el ideario civilizador, no solo
por el saber al que se podía tener acceso a través de su implementación, sino también
porque el aprendizaje de los mismos procesos, en particular el de la escritura, ejercitaba la
motricidad fina que tanto caracterizaba a los civilizados.

33
“La utilidad del arte de la escritura es obvia, y las cualidades que en él más se
deben apetecer son las de que la forma de la letra que se aprenda, sea hermosa,
legible y de fácil y rápida ejecución […] la letra grande y gruesa es garabatuda y
farfullada, es un vicio que perjudica infinito para adquirir la forma pequeña y
corriente, que es la que en el resto de la vida se debe ejercitar” (Anuario, 1874:
200).

La idea de civilizar en el ámbito escolar se extendió a niveles de estudio más altos donde
los mecanismos para moldear el cuerpo hicieron énfasis especialmente en el
comportamiento lingüístico, como se verá en el tercer capítulo. Al estar ya disciplinado
gran parte del cuerpo restaba educar la expresión, es decir, el uso de la lengua en función
de la consecución de un lugar en los contextos de la ʿgente cultaʾ.

Si el hombre civilizado era mesurado, metódico y sistemático, esto debía poder reflejarse
hasta en los más mínimos detalles de la vida cotidiana. La letra pequeña, que conlleva
esfuerzo y disciplina, era el resultado de ejecuciones corporales de mayor finura, control y
conciencia que por la fuerza de la repetición se iban mecanizando hasta convertirse en
movimientos naturales y característicos del sujeto. Del mismo modo en que se aprendía a
escribir con letra pequeña, podía suceder el aprendizaje de múltiples hábitos que en
conjunto llegaban a definir al civilizado y, a su vez, a trazar una diferencia con el bárbaro.

En suma, el modelo de hombre civilizado que presentó la Academia, a pesar de coincidir


con el resto de la clase dirigente en prácticas de disciplinamiento de los cuerpos,
estuvieron lejos de anhelar una forma de vida europea moderna llena de abundancia y
novedades y más bien se aferró firmemente a las tradiciones cristianas de la caridad, las
buenas costumbres y, en especial, al estudio de las letras, significado de sabiduría y
condición de posibilidad de su ejercicio de poder.

La comarca de los académicos

Entrado el siglo XIX con las ideas y las luchas de la independencia de América del imperio
español, sobrevino un asunto que empezó a tomar forma solo hasta bien entrado el siglo.
Se trataba de la verdadera constitución de los Estados- nación en América cuya principal
dificultad fue acoplar las provincias a las ciudades para que entraran a formar parte de una
unidad mayor: el Estado. En el afán de definir cuál sería la naturaleza de las ciudades y de
las provincias, una vez el territorio fue liberado, surgió la preocupación por la
fragmentación territorial e institucional y por supuesto la pérdida de una unidad que de
una u otra manera garantizaba el funcionamiento de América como verdaderos Estados
independientes.

34
De las luchas intercontinentales se pasó a una lucha nacional donde el objetivo consistió en
lograr que las provincias se adhirieran a las ciudades como una manera de imponer
instituciones supra-regionales a discursos localistas que pugnaban por el derecho a la
autonomía. La necesidad de la sujeción de las provincias no era simplemente cuestión
territorial, es decir, conseguir la mayor cantidad de espacio geofísico para contarlo dentro
una gran unidad, sino que también tuvo que ver con la expansión del dominio del gobierno
central a todas las zonas donde fuera posible.

Con el proyecto de nación lo que se buscaba era una combinación armónica de la


individualidad con la generalidad, del localismo con la nación, para lo cual la estrategia fue
disminuir el poder regional y fortalecer el gobierno central. A este respecto, la Academia
Colombiana de la Lengua concordaba con este pensamiento otorgando privilegios a Bogotá
ganados por el desenvolvimiento de la misma historia en relación con una gestión política
local de alcance nacional:

“Esta es la ciudad que fundó el abogado Quesada […] capital luego de la Presidencia
y del Virreinato, o sea del Nuevo Reino de Granada, y posteriormente de
Cundinamarca, de Colombia, y segunda vez de Colombia, ciudad que cuenta hoy
con más de sesenta mil habitantes, en su mayor parte de raza española, inteligente
y valerosa, y donde ¡cosa admirable! a pesar de su casi absoluta incomunicación
con la España, se habla el castellano con más pureza y propiedad que en muchos
otros países de la América meridional” (Anuario, 1874: 30).

Aparte de la evidente importancia política asignada a la capital, se destacaba una


supremacía ligada a unas prácticas lingüísticas que trazaban serias diferencias con el
resto de las regiones de Colombia e incluso con el resto de los países americanos de
habla castellana. Si Bogotá ya ejercía una autoridad por ser la ciudad capital, el hecho
lingüístico vendría a reforzar el imaginario de ciudad poderosa, pero ya no solo a nivel
nacional, sino también a nivel latinoamericano.

El despliegue de ciertas instituciones en todo el territorio colombiano, retó a la


administración tradicional de las regiones y la condujo a la aceptación de una ideología
política que difundía la democracia representativa. De esto, sacó provecho la Academia,
pues ya empezaba a circular la idea de que si había una autoridad en la lengua, había que
respetarla y acatarla.

Logrado el propósito de unión política y territorial de los promotores del Estado, el


siguiente paso consistió en trazar redes que permitieran la intercomunicación entre las
distintas ciudades dados los retos que mostraba el capitalismo. Y mientras los dirigentes
pensaban en la necesidad de poblar las ciudades mediante políticas de inmigración como

35
una manera de garantizar que el poder llegara a todas partes y que los procesos de
civilización estuvieran presentes en cada rincón dispuesto al progreso, la Academia
aprovechó sus propias políticas de constitución al nombrar académicos correspondientes
de distintas regiones para tener una visión general de los usos del español que en últimas
serían su blanco.

Una nueva organización política, geográfica e ideológica fue lo que exigió el territorio
colombiano al buscar el sueño de la conformación del Estado en sus distintas áreas, con lo
cual vino la ampliación de los mercados, la conexión de los centros de producción
agropecuaria y la industria del consumo local. Con esto “se consolidaron las capitales
nacionales y se convirtió el hombre público en un verdadero urbanitas” (Mejía, 2012: 95)
representante de la ciudad civilizada. Así lo dejó ver uno de los discursos pronunciado por
la Academia en el que se reconocía la superioridad de Bogotá porque la circunstancia del
terreno era una:

“circunstancia unida al clima delicioso y sano de nuestra capital, a la riqueza y


fertilidad de sus campiñas, a su variado y abundantísimo mercado de víveres de
todos los climas, al carácter benévolo y hospitalario de sus hijos, a la belleza de sus
mujeres, y a otras mil condiciones y elementos de prosperidad, ella vendría a ser
con el tiempo un emporio y un paraíso” (Anuario, 1874: 30).

Tratándose de la capital, no había duda de que su crecimiento era notable y de que esto
era una señal de progreso. Si la toma de decisiones con respecto a la implementación de
estrategias de bienestar social favorecía los procesos de civilización en Bogotá, entonces la
capital siempre estaría un paso más adelante que el resto de las regiones y al ser la ciudad
líder se plantearía como el modelo a seguir. Así mismo lo pensó la Academia al elegir y
declarar como norma del español el uso de los hablantes bogotanos ʿcultosʾ, seguidores de
los principios profesados por la misma Academia. Establecido el modelo en el centro y del
centro solo le quedaba al resto de las regiones seguirlo para hallarse incluidas en la marcha
de la civilización.

En este sentido, entender la dinámica de la capital, tenía que ver con la comprensión de
los cambios y “las transformaciones del espacio físico, con los procesos de urbanización,
con la importancia que adquiere el espacio urbano para los sistemas sociales y con las
relaciones sociales y el control que ejercen éstas sobre el espacio urbano (Mejía, 2000: 10).
A todas estas temáticas parecía subyacer un orden, un tipo de organización que regulaba la
vida en la ciudad y la jerarquizaba. Por ejemplo, en materia de distribución de los distintos
sectores de la población en ciertos espacios de la ciudad, afirmaba la Academia:

36
“Ese pueblo, situado hacia la extremidad norte de la Sabana de Bogotá y al pie de
risueñas colinas, es pintoresco y alegre, y la sociedad que en él se encuentra es
culta y distinguida, como ha sido siempre la residencia de muchas familias notables
de la capital” (Anuario, 1874: 144).

Esta categoría de orden permitía entender el surgimiento de las ciudades en la medida en


que la organización social, expresada en la regularización del cotidiano y de los ritmos de
las actividades, junto con la aparición de diversas tecnologías, propiciaba el paso de la
ʿcomarcaʾ a una estructura mucho más compleja como la ciudad. Sin orden ni regulación
los elementos de la estructura trabajarían sin coordinación alguna y los sistemas que
conformaban la ciudad decaerían. Por eso, desde la Academia se trabajó para instaurar un
orden, una autoridad expresada en una institución que dirigía desde el centro el
comportamiento lingüístico de los hablantes y así garantizar un acoplamiento a los otros
dispositivos civilizadores urbanos.

Así mismo, si existía claridad de que sin territorio la ciudad no era posible, era necesario
pensar en que la vida, el trabajo, los intercambios comerciales, la actividad intelectual eran
prácticas que se encontraban distribuidas territorialmente según un esquema
organizacional. De allí que toda la actividad intelectual estuviera ubicada en el centro de la
ciudad, muy cerca de los símbolos y los monumentos con los que se identificaba, mientras
el lado opuesto de la población ocupaba los espacios periféricos, notablemente alejados
del centro. El intelectual, el letrado, el gramático en este caso, no podía estar por fuera del
centro de la ciudad, al contrario hacía parte de él y habitaba en su espacio porque, de
hecho, era el territorio que había sido planeado por él. Tal como lo afirma Ángel Rama, la
ciudad tenía una disposición especial que la hacía ideal puesto que “la regirá una razón
ordenadora que se revela en un orden social jerárquico transpuesto a un orden distributivo
geométrico. No es la sociedad, sino su forma organizada, la que es transpuesta; y no es la
ciudad, sino su forma distributiva” (2004: 52). De allí que Bogotá, como ciudad capital, haya
sido el lugar donde la misión y el poder civilizador se localizaron y desde el cual se
irradiaban producciones culturales que ponían a las regiones en la ruta de la civilización,
establecían las diferencias jerárquicas entre los grupos sociales y concentraban el poder en
su interior. Estas disposiciones espaciales suponían una armonía si se respetaba una
jerarquía social, es decir, un orden en la forma en que los sujetos se relacionaban y
manifestaban un derecho al poder. Cosa que podía extenderse a los actores que
intervenían en los vínculos de la ciudad y sus alrededores donde el orden de las relaciones
intentaba mostrar la supremacía civilizada de la urbe frente a los pequeños y primitivos
conglomerados rurales.

37
Este tipo de ciudad y sus modos de organizar la sociedad hacia adentro y hacia afuera fue
el escenario donde se instaló la Academia y desde el cual desplegó sus políticas lingüísticas.
Fue también el lugar que, después de su fundación, se moldeó según su interés de seguir
siendo el centro geopolítico del país y, además, el centro de América en materia de
excelencia de la lengua española. No había nada más conveniente para una Academia en
búsqueda de su institucionalización que su ubicación justo en el medio de un círculo
protegido por el poder y desde el cual se ejecutan órdenes. Por eso los integrantes más
importantes, especialmente los académicos de número, residieron en Bogotá y en mucho
tuvieron que ver con altísimos cargos políticos.

Sin duda alguna, en este periodo Bogotá tuvo una función política que consistió en la
representación de un orden en el sentido de que exigió una disposición urbanística según
una planificación. La monumentalidad, la centralidad de la plaza y la rectitud del trazado
urbano estuvieron directamente asociadas con las estructuras de poder, dentro de las que
contó la Academia. Este orden en la disposición espacial defendió la noción de ciudad
como un área regida por la razón, un área que en tanto domestica la naturaleza prueba el
triunfo de la cultura y por tanto de la civilización.

38
Ideario y proyecto de la Academia:
la imagen del académico como intelectual

Desde 1538, cada seis de agosto se celebra en Bogotá la fundación de la ciudad que
posteriormente se convertiría en la capital de Colombia. El levantamiento de las doce
casas pajizas marcaron el inicio de un periodo que para algunos fue el de la “civilización”,
proveniente de Europa y representada por la propagación de la lengua castellana y el
establecimiento del cristianismo. Por su valor simbólico y significado social, más adelante,
en 1871, esta misma fecha fue elegida para conmemorar la fundación de una institución
concebida así misma como “civilizadora”: la Academia Colombiana de la Lengua.

Creada a imagen y semejanza de la Real Academia Española, esta institución entró en


funcionamiento a contracorriente del pensamiento político dominante de la época y logró
mantenerse vigente gracias a la actividad intelectual y política de sus miembros, quienes a
través de sus prácticas instauraron un imaginario social completamente dependiente de la
lengua y la literatura. Toda la representación del hombre letrado e ilustrado de la segunda
mitad del siglo XIX tuvo como base la admiración por el conocimiento del idioma español y
la capacidad de creación literaria o, al menos, de fascinación por la belleza de las
composiciones escritas. Pero mientras el ilustrado fue reconocido por sus habilidades en
las letras, el académico, miembro de la Academia, proyectó su figura como experto en la
palabra impulsado por una especie de gracia, de don que solo poseían aquellos entusiastas
de la norma social y de la ley divina.

El estudio riguroso y la aplicación de las últimas tendencias teóricas a la reflexión del


lenguaje junto a tertulias, publicaciones y concursos, entre otras, fueron las actividades
que caracterizaron los modos de operar de esta Academia de cara a un país empobrecido
por las constantes guerras civiles, atraído por las pautas modernas de las naciones
“civilizadas” y enfrascado en la lucha por el poder entre liberales y conservadores. Pese a
su firme convicción de no inmiscuirse en asuntos de la política, el carácter de
correspondiente de una entidad española, la estrecha relación de los académicos con altos
cargos del gobierno y la forma en que se entendió el dominio de las letras, hacía difícil la
defensa de una academia apolítica frente a las acusaciones de querer restablecer los lazos
con España. En realidad la tarea resultaba imposible de realizar teniendo en cuenta que lo
más significativo del pueblo español, la lengua y la religión, eran los pilares de su

39
pensamiento y a la vez los argumentos más poderosos de su posicionamiento en el
entramado social, a lo que habría que adicionar que como institución imprescindible, según
los mismos académicos, en la configuración de la nación, la Academia debía asumir su
papel en el proceso de civilización lo cual se tradujo en la implementación de mecanismos
que establecieron el referente evaluador del comportamiento y las buenas maneras de los
sujetos en cuestiones de lengua, sobre todo en escenarios tan distribuidos en el territorio
nacional como el sistema escolar, como lo veremos más adelante.

En suma, para comprender la relevancia de esta academia en el panorama colombiano y


en la actitud lingüística de los hablantes del periodo en cuestión será necesario revisar en
detalle las bases de su creación en términos de quiénes conformaban el cuerpo de
letrados, qué tipo de institución se fundó y con qué objetivos pretendió funcionar. Así
mismo, nos detendremos en la figura del académico elaborada a partir de la combinación
del escritor con la imagen de un genio creador llamado a transformar las naciones por la
vía de la reflexión política, académico que, en efecto, articuló su ejercicio con unos juegos
de poder vinculados a unas ideas cristianas y a un partido conservador. Esta figura del
académico se complementará con la del filólogo, una especie de ʿcienafico de la lenguaʾ
interesado en estudiar fenómenos lingüísticos con pautas de la gramática comparada, que
se alternarán con los principios de la gramática tradicional para mostrar la importancia de
la lengua literaria, la civilizada, sobre los dialectos y las lenguas indígenas, lo incivilizado.
Finalmente, abordaremos las prácticas que la Academia adelantó como institución experta
en los estudios de la lengua a través de la publicación de su Anuario, difusora de la norma
lingüística en juntas y tertulias y determinante en el avance de las letras a través de
concursos literarios.

La filigrana de la creación de la Academia

De las doce casas pajizas fundadas en territorio que luego fueron Bogotá, nació la idea de
nombrar doce miembros de la Academia colombiana de la lengua como parte de la
primera generación de académicos de número9 cuya misión fue la de limpiar, fijar el habla
castellana y darle esplendor en territorio colombiano en cooperación con la Academia
Española. La figura de académico de número tenía que ver con la residencia en la ciudad de

9
Gran parte de la lealtad que la academia colombiana le profesó a la academia española consistió, entre
otras cosas, en conservar las pautas para la elección de sus miembros en términos del lugar de vivienda, sus
modos de vida y su trayectoria académica “Podrán aspirar a las plazas de vacantes de académico de número
los españoles domiciliados en Madrid, de buena vida y costumbres, y distinguidos por señales y notorias
muestras de poseer profundos conocimientos en las materias propias de este instituto” (Anuario, 1874: 7).

40
Bogotá, a diferencia de los académicos correspondientes que vivían en otras partes de
Colombia, y los académicos honorarios extranjeros que se ubicaban por fuera de ella. Esto
significaba que si bien había claridad en que la institución tenía un centro de acción, el
alcance de su gestión dentro y fuera de Colombia era amplio dada la red establecida con
los otros miembros. De allí que Bogotá no fuera solo una ciudad capital, sino también el
punto desde el cual se difundieron las ideas civilizadoras en términos de la lengua.

Ahora bien, el trabajo que se propuso adelantar la academia habla de sus filiaciones con la
“Academia madre”, pero sobretodo del empeño en lograr ubicarse en un punto
incuestionable para el avance de las letras y estratégico para el ejercicio de poder.

“Propónese, por tanto, nuestra Academia, estudiar el establecimiento y las


vicisitudes del idioma en la nación colombiana, y honrar la memoria de los
varones insignes que en ella lo cultivaron con decoro en épocas pasadas […] ella
(la Academia) desea ilustrar la historia de la literatura patria, y cooperar a la
formación de la biblioteca completa de nuestros escritores ilustres. También
observará el giro y alteraciones de la lengua en el vulgo, rudo pero fiel depositario
de preciosos tesoros” (Anuario, 1874: 10).

Ya ha sido comentado que la conservación de la belleza del español fue el objetivo que
trazó una línea directa con la actividad de la Academia española y fundamentó la
naturaleza de la colombiana. Sin embargo, alcanzar este objetivo implicó, por un lado,
replantear los criterios de la producción literaria de Colombia según los principios de la
elegancia y pureza de la lengua y, por otro, atender a una organización social que
respondía a las normas de uso de la lengua, los vulgares y los cultos, y no a los de las
condiciones económicas, pobres y ricos.

Cuando la academia resolvió recuperar y determinar lo más relevante de la literatura


colombiana inició un proceso de selección de documentos marcado por un conjunto de
pautas sobre el buen uso de la palabra, la belleza del contenido y, ante todo, el linaje del
autor. El resultado del proceso serviría para “apreciar el estado de la literatura, las ciencias
y las artes en un país y, en una época dada, nos guían para apreciar justamente el mérito
relativo de cada uno de los individuos que en ellos han cultivado esos ramos” (Anuario,
1874: 124). Así, se define un modo de proceder muy particular por parte de la Academia en
el sentido de que la labor no consistía en la búsqueda de todo aquello que se hubiera
escrito hasta la fecha con tinte literario para luego someterlo a evaluación, sino de rastrear
la literatura elevada a través de la genealogía de sus autores. Al final, la biblioteca que la
Academia dejaría como un legado valiosísimo para Colombia solo contaría con lo que había
logrado pasar por el cedazo de los académicos, dejando lo demás en un segundo plano,
cuando no en el olvido, como signo de superación de la barbarie.

41
De otro lado, el estudio de la lengua se llevaría a cabo siguiendo el método de la gramática
comparada, no obstante los giros lingüísticos tenían como referente la norma fijada por las
mismas academias, con base en la gramática clásica, y no el uso generalizado de los
hablantes.

“las decisiones ortológicas que de la Academia espera el público se refieren a


dos objetos distintos: la declaración definitiva de la acentuación que se ha de
dar a ciertas voces que unos acentúan de un modo y otros de otros y la fijación
de reglas que comprendan todas las clases numerosas de palabras en que, para
los estudios ortológicos, pueden dividirse todas las de la lengua” (Anuario, 1874:
117).

En el uso hasta ahora había reinado bastante la anarquía, decían los académicos, de modo
que era necesario sujetar a reglas constantes esa libertad desmesurada causante de los
errores y los titubeos en la producción de los hablantes. En otras palabras, “si el vulgo
fluctúa, lo hace porque ve fluctuar a los doctos, y los doctos fluctúan porque, no habiendo
decisiones autorizadas, ellos se consideran en libertad para seguir su propio dictamen o el
del autor que mejor les parece” (Anuario, 1874: 117). De esto se deduce, según los
académicos, la necesidad imperante de una autoridad como la Academia que establezca
modelos de uso orientados a exaltar el uso de los cultos y rechazar el uso del vulgo.

La correlación existente entre los incultos y la clase baja, y los cultos y la clase alta fue un
presupuesto que la Academia nunca desconoció. Sin embargo, tratándose de la lengua,
resultaba más operativo pensar la sociedad en términos de los doctos y el vulgo porque la
clase alta no necesariamente era docta y los doctos no siempre se inscribían en la clase
alta, si se tiene en cuenta los recursos económicos con los que contaban. Hablar de cultos
e incultos le permitió a la Academia zanjar la situación económica de algunos académicos
frente a la sociedad y predicar los principios cristianos poniendo por encima del dinero y
los bienes materiales el valor del buen uso de la lengua.

Volviendo a la fundación de esta institución, se dice en sus documentos oficiales que ella
era “la primera de su clase que ha aparecido en América”, es decir, la primera dedicada al
estudio de las letras. Aunque a lo largo del siglo se habían presentado algunas iniciativas
por parte del Estado para fomentar el estudio de la literatura y las artes10, éstas habían
fracaso en repetidas ocasiones (Gordillo, 2004) lo cual explicaba el hecho de que aquella
fuera declarada como el inicio de la reflexión de las letras colombianas. De las propuestas

10
El intento más evidente fue la creación de la Academia Nacional en 1826 la cual tenía como propósito,
según lo refiere Javier Ocampo, “establecer, fomentar y propagar en toda Colombia el conocimiento y
perfección de todas las artes, las letras, las ciencias naturales y exactas y además, la moral y la política” (1992:
385).

42
más cercanas a los objetivos de la Academia Colombiana de la Lengua fue la publicada en
1825 en el periódico La Miscelánea, que consistía en un tipo de alianza americana o
federación literaria, cuyo objeto sería “conservar puro el idioma e impedir que en las
diversas secciones de esta región se vayan formando dialectos” (Anuario, 1874: 121)
mediante acciones como “ordenar y formar el diccionario, la gramática y la ortografía que
hubiesen de regir y ser la norma en todos los Estados” (Anuario, 1874: 121). Esta alianza
tomaría la forma de una Academia de la Lengua Americana y estaría conformada por
cuatro miembros de cada uno de los Estados. A pesar de que la propuesta se esmeró en
demostrar la necesidad de una institución que se ocupara del español en América, pronto
se olvidó. Más adelante, algunos de los que luego serían parte de la primera generación de
académicos de la Academia Colombiana recuperaron la iniciativa, pero esta vez
recordando que la autoridad en materia del español era España, que la autoridad se
expresaría a través de academias en los distintos Estados americanos, y que, por tanto,
todas serían correspondientes de la Real Academia Española.

En efecto, a partir de 1871 entró en funcionamiento la Academia Colombiana de la Lengua,


la primera en ocuparse del estudio de las letras en Colombia, la primera correspondiente
en América y una de las pocas que se mantuvo, pese a los duros ataques que recibió por
cuenta del partido liberal y a la indiferencia de una parte de la sociedad que se mantuvo al
margen de las normas de la lengua conservando sus dialectos y sus propios usos. En la
celebración del octavo año de la institución Manuel Marroquín afirmó:

“La Academia ha trabajado con aquel laudable fin y ha logrado conservarse, no solo
careciendo de apoyo, los estímulos, las remuneraciones y la cooperación con que
en otros países se ven favorecidas las instituciones de su especie, sino pugnando
contra la malquerencia de unos y contra la indiferencia de casi todos los que no son
enemigos declarados” (Anuario, 1874: 341).

El poco respaldo político que tuvo esta institución, al menos al inicio, parece no haber
afectado en mayor medida su actividad porque en cada miembro existía la certeza de la
necesidad de la Academia por su labor única en el proceso de consecución de la
civilización: “Nunca han faltado aquí aficionados al cultivo de las letras; pero, sí habían
faltado a principios y hacia el medio de la época escritores que dieran toda la debida
importancia a la corrección, pureza y elegancia del lenguaje” (Anuario, 1874: 341). En el
avance de las naciones, según la Academia, lo importante no era la preocupación por las
letras en sí, sino la instauración de un modelo que sirviera de referente para la producción
literaria y para el buen uso de la lengua, ya que sin ese modelo, la literatura sería tosca y
desaliñada, y la lengua tendería a los dialectos hasta romper definitivamente su unidad.
En este sentido, el círculo de ilustrados que conformaron la Academia no fue uno más

43
interesado en la promoción del español y su producción literaria, más bien fue la
“corporación” representante del poder de la lengua, dentro y fuera de Colombia, bajo el
eslogan de norma y autoridad.

Ser la primera academia correspondiente en América y la de mayor producción intelectual,


admirable en el campo de la filología, la lexicografía y la literatura, suscitó entre el resto de
las academias una especie de respeto que tácita y paulatinamente terminó por convertirse
en autoridad. Muestra de ello fue la recomendación que en 1889, la Academia española
hizo al ministro de ultramar sobre la adquisición para las bibliotecas de la obra Gramática
histórico-comparativa de la lengua latina de Enrique Álvarez, miembro correspondiente de
la Academia colombiana, después de haber sido evaluada y considerada de “relevante
mérito, de sumo interés y de utilidad verdadera en las doctrinas de la gramática, la
fonología y la morfología” (Anales, junio 1889: 72). De igual forma, el contenido de varias
cartas provenientes de académicos corresponsales hispanoamericanos revelaba el lugar
privilegiado en el que se encontraba la Academia colombiana en relación con las demás
Academias en América e incluso con la Real Academia Española:

“No tiene España en la actualidad autoridad justificada para imponérsenos en


materia de idioma […] Tengo para mí que en el estado actual de estas cosas, la
norma del lenguaje que ninguna capital nos puede dar, se halla en los trabajos
concienzudos de la Academia colombiana” (Epistolario Cuervo, 1992: 232).

La correspondencia entre todos los miembros de las diferentes academias aseguró una
conexión permanente con los saberes, las prácticas y la producción alrededor de la lengua,
una especie de cartografía del español que le permitió a los académicos colombianos, por
un lado, entender su papel desde su posicionamiento en el mapa y, por el otro,
mantenerse actualizados con respecto al desarrollo europeo y americano de los estudios
de la lengua en general.

Los académicos: el genio creador y el escritor

Doce fueron los miembros que iniciaron el proyecto de la Academia Colombiana de la


Lengua, nombrados el 10 de mayo por el primer director, José María Vergara, el secretario,
José Manuel Marroquín, y uno de los intelectuales más sobresalientes del siglo XIX, Miguel
Antonio Caro. Una vez aprobado el listado por la Academia española, la institución se puso
en marcha tres meses después acordando para ello conmemorar cada año su fundación y
publicar sus memorias en el Anuario, cuya redacción estaría a cargo del secretario y los
demás académicos, y solo sería de conocimiento público a partir de 1874.

44
Tratando de ser fiel a la dinámica de la Academia española, la colombiana estableció,
además del cargo de director, cargos de secretario, tesorero, censor y bibliotecario,
aunque este último no se nombró por no existir local para depositar los libros. Sumado a
ello, la vigencia de la institución se mantendría a través del encuentro de sus miembros en
juntas oficiales y tertulias. La primera generación de académicos, nombrada en 1871,
estuvo conformada por 12 intelectuales, de los más reconocidos de la época. Si doce
fueron los académicos de número, hasta doce fue el número acordado para los
correspondientes. La figura de académico honorario extranjero la ocupó cada miembro de
número del resto de las academias. El siguiente cuadro muestra la relación de los
académicos nombrados en diferentes momentos de las tres últimas décadas del siglo XIX,
el cargo que asumieron en la Academia y su vínculo con las letras y carrera pública:
Nombre del Año de Cargo(s) en la Cargo(s) políticos, diplomáticos y públicos
académico nombramiento Academia
José María Vergara y 1871 Director, académico de Poeta, crítico literario y periodista. Secretario de
Vergara número
Hacienda y luego de Gobierno en 1854 y 1855 en
Popayán. Legislador provincial y jefe político.
Catedrático en el Seminario y Vicerrector de la
Universidad.
José Manuel 1871 Secretario. Escritor y estadista. Presidente y vicepresidente de
Marroquín Posteriormente fue Colombia. Rector y profesor del Colegio Mayor de
director. Académico de Nuestra Señora del Rosario.
número
Pedro Fernández 1871 Académico de número Escritor, educador. Ministro plenipotenciario en
Madrid Londres. Secretario de relaciones exteriores. Presidente
del Congreso en 1859. En 1842 publicó Opúsculo sobre
la Instrucción Pública, que ganó una medalla de oro en
un concurso de la Sociedad Filantrópica, y cuyo
contenido fue tenido en cuenta en las reformas
inmediatas a la educación primaria.
Felipe Zapata 1871 Académico de número Escritor, crítico literario y educador. Especialista en
lenguas clásicas.
José Joaquín Ortiz 1871 Académico de número Poeta romántico, novelista, periodista y educador.
Parlamentario boyacense. En el Congreso Nacional
defendió el Concordato entre la Iglesia y el Estado, la
religión en la educación cristiana y luchó contra los
benthamistas.
José Caicedo Rojas 1871 Académico de número Literato y periodista. En 1850 y 1851 fue Representante
por la provincia de Bogotá, nombrado Presidente de la
Cámara. También fue Oficial mayor de la Secretaría de
Relaciones Exteriores.
Rufino José Cuervo 1871 Bibliotecario, Filólogo, humanista y profesor. Uno de los intelectuales
académico de número colombianos más reconocidos del siglo XIX.
Santiago Pérez 1871 Académico de número Escritor, poeta clásico y periodista. Presidente de
Colombia. También fue secretario de Estado, miembro
del parlamento, diputado y embajador ante los Estados
Unidos. Se destacó en la política por ser parte del grupo
de liberales de tendencia radical. Fue educador y rector
de la Universidad Nacional.
Manuel María 1871 Académico de número Escritor, periodista político y literario. Fue presidente de
Mallarino
Colombia, gobernador de las provincias de Popayán y
Buenaventura, miembro del Congreso Nacional y
miembro del gabinete del presidente Tomás Cipriano de
Mosquera en su primera administración. Redactó
numerosas leyes para la organización de las

45
instituciones educativas
Joaquín Pardo 1871 Académico de número Literato, educador y obispo dela iglesia católica
Vergara
Venancio González 1871 Académico de número Poeta y erudito en lenguas antiguas y modernas
Manrique
Miguel Antonio Caro 1871 Director, académico de Traductor, filósofo, humanista, estadista y periodista.
número Vicepresidente (con ejercicio de presidente) de
Colombia. Fue gestor del movimiento de la
Regeneración y redactor y defensor de la constitución
de 1886.
Sergio Arboleda 1872 Censor, académico de Literato, periodista y profesor de Derecho Romano y
número Español, Ciencia Constitucional y Administrativa,
Legislación, Geografía, Cronología e Historia. Fue
miembro del Congreso de la República, de la Asamblea
de Cundinamarca y de las Cámaras de Provincia.
Rafael Pombo 1872 Secretario, académico Poeta, traductor, literato y periodista. Fue secretario de
de número la legación colombiana en Nueva York y miembro del
parlamento colombiano.
Diego Rafael de 1879 Tesorero, académico de Novelista, crítico e historiador literario. Fue director de
Guzmán número la Biblioteca Nacional
Carlos Martínez Silva 1879 Académico de número Poeta y periodista. Fue director y secretario de
Instrucción Pública, Secretario del Tesoro. Hizo parte
del Consejo de Delegatarios que redactó la Constitución
política de 1886. También ocupó el cargo de Canciller
en la segunda administración de José Manuel
Marroquín. Dentro de su gestión fue el primer miembro
de la legación diplomática en Estados Unidos para la
construcción del Canal de Panamá.
Marco Fidel Suárez 1881 Académico Escritor y profesor de gramática y literatura de la
correspondiente Universidad Nacional. Fue presidente de Colombia,
(Bogotá). oficial mayor de la Secretaría del Ministerio de
Posteriormente fue Relaciones Exteriores, ministro de Relaciones Exteriores
académico de número y ministro de instrucción pública en 1898.
Enrique Álvarez 1872 Académico Poeta, traductor y educador. Fue secretario del
correspondiente Ministerio de Instrucción Pública en 1886 y ministro del
(Chiquinquirá). mismo en 1903. También fue encargado del despacho
Posteriormente fue de Fomento durante el gobierno de Núñez y
académico de número Gobernador de Cundinamarca.
Ezequiel Uricoechea 1872 Académico Científico, humanista y filólogo. Fue un gran conocedor
correspondiente y analista de las lenguas indígenas en Colombia.
(Bogotá)
Rafael Celedón 1872 Académico Presbítero estudioso de la lengua köggaba. Ocupó el
correspondiente cargo de Vicario Foráneo de la iglesia de Riohacha
(Riohacha)
César Guzmán 1872 Académico Escritor, traductor y especialista en la gramática de
correspondiente Andrés Bello.
(Bogotá)
Manuel Uribe Ángel 1872 Académico Escritor científico, médico y geógrafo. Presidente del
correspondiente Estado soberano de Antioquia y senador de Colombia
(Medellín) como miembro del partido liberal.
Vicente Cárdenas 1872 Académico Escritor y periodista. Fue gobernador de Pasto,
correspondiente (Pasto) gobernador de la Provincia de Popayán, diputado a
la Asamblea del Cauca, ministro del Tribunal de
honor, nombrado por el Estado de Antioquia.
También fue ministro plenipotenciario en el
Ecuador y ministro de Relaciones exteriores.
Bartolomé Calvo 1872 Académico Abogado y periodista. Fue presidente de Colombia por
correspondiente un breve periodo, diputado, gobernador y secretario
(Guayaquil) del Estado de Panamá. También fue ministro
plenipotenciario ante el Ecuador.
Jesús Casas Rojas 1872 Académico Escritor y educador. Secretario de Gobierno.
correspondiente
(Chiquinquirá)
César Conto 1881 Académico Poeta, traductor y periodista. Fue cónsul de Colombia
correspondiente en Inglaterra, jurisconsulto y parlamentario

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(Londres)
José María Samper 1881 Académico Humanista, literato y periodista. Presentó el proyecto
correspondiente de Ley 66 de 1867 que dio creación a la Universidad
(Bogotá). Nacional de los Estados Unidos de Colombia. Fue
Posteriormente fue secretario de la cámara de representantes y secretario
académico de número de la Legación colombiana en París. Representante de
Cundinamarca en el primer gobierno de la constitución
de Rionegro.
Ricardo Carrasquilla 1881 Académico Poeta y orador religioso. En 1866 creó la Sociedad de
correspondiente estudios religiosos y fue uno de los fundadores de la
(Bogotá). Sociedad de San Vicente de Paúl.
Posteriormente fue
académico de número
Telésforo Paul 1881 Académico Arzobispo de Bogotá. Su influencia fue determinante en
correspondiente la elaboración de la constitución de 1886 pues a partir
(Panamá) de ésta se ordenó la educación cristiana y se consideró
la celebración del Concordato que reguló las relaciones
entre la iglesia y el Estado. También tuvo gran
intervención en el Concordato de 1887, el cual
normalizó las relaciones entre la Santa Sede y la
República de Colombia.
Joaquín García 1881 Académico honorario Historiador, escritor, filólogo, bibliógrafo y editor
Icazbalceta extranjero (México)
José María Gutierrez 1881 Académico honorario Literato y periodista. Gestionó el impulso del libro
de Alba extranjero (España) español en el mercado latinoamericano. Agente secreto
de España
José Antonio Soffia 1881 Académico honorario Poeta. Político y diplomático del gobierno de Chile
extranjero (Chile)

Como se ve, existió una red configurada a partir de la pertenencia de estos personajes a la
Academia Colombia de la Lengua, desde cuyos puntos se promovió la ideología de esta
institución y se garantizó su vigencia por largo tiempo, influyendo así las concepciones de
lo cultural y la misma actividad cultural colombiana. Desde su lugar, cada miembro aportó
al carácter de la Academia. Basta adentrarse un poco en sus trayectorias en las distintas
esferas sociales para darse cuenta que buena parte del lugar ganado en la Academia
residía en el vínculo con las letras, la creencia en los preceptos de la iglesia católica y su
cercanía a altos mandos del gobierno. Se puede contar entre ellos a 10 poetas, 3
novelistas, 3 filólogos, 5 traductores y especialistas en lenguas antiguas, 1 obispo, 1
arzobispo, 1 presbítero, 4 presidentes, 2 vicepresidentes, diputados, ministros,
parlamentarios y presidentes del congreso. La mayoría se desempeñó como educador y
todos fueron escritores reconocidos por sus publicaciones en periódicos y revistas de la
época. A simple vista puede afirmarse que los académicos debían poseer una alta
conciencia política combinada con fuertes valores morales que pudieran expresarse en
escritos de ʿdelicadísimo gustoʾ capaces de inspirar en los lectores ʿsenJmientos de belleza
y noblezaʾ.

Si bien los ilustrados de este periodo se caracterizaron por el ejercicio de la escritura con
fines sociales como “inculcar conocimientos y dar consejos útiles a los artesanos y
campesinos, integrando una visión de progreso material con la necesidad de trabajar por

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el progreso moral de la sociedad” (Gordillo, 2004: 213) para los académicos, en cambio, los
escritores cumplían una importante labor por el amplio alcance que tenían en las distintas
capas sociales. En palabras de José Manuel Marroquín:

“los escritores son los que más influyen sobre la suerte de los hombres, haciendo
circular ideas y sentir impresiones. Se hacen leer de los ignorantes y superficiales
como de los doctos y reflexivos, de las mujeres como de los hombres, de los
adolescentes como de los hombres maduros” (Anuario, 1874: 76).

Estos intelectuales preocupados por el cultivo de la “alta cultura”, hombres de letras


diferenciados de los políticos, sumaron virtudes a su papel de escritores al declararse
comprometidos con un cambio cultural que fuera el signo civilizatorio más notorio en el
avance de la naciones, por lo que la representación que construyeron de sí mismos debió
considerar elementos religiosos e idiomáticos atravesados por el vector social.

De la clase alta, heredera del espíritu español y separada de la burguesía, se destacaron


valores reconocidos en cada uno de los miembros de la academia. Así se comenta de ellos:
“Apartando los ojos del pueblo, se les fija en la nobleza; y admiración mayor debe causar el
ver que la alta clase se distinga por accesible, por llana en su trato, por comedida y liberal
(Anuario, 1874: 277). Fuera de la ventaja social que supuso incluirse en este sector, estar
allí les permitió comenzar a configurar elaborados discursos que hicieran evidente su
necesaria presencia en el estudio y conservación de las letras y, por tanto, su
responsabilidad moral con las transformaciones hacia una sociedad culta.

“Obsérvase comúnmente que lo que la degradación moral y religiosa trae consigo


es la enervación de las letras y el decaimiento del lenguaje […] pero cuando esto
sucede, no faltan a las veces clases en la sociedad que logran preservarse del
común contagio, y vienen a la sazón a ser como el santuario en que ellas se
guardan y conservan. “ (Anuario, 1874: 256).

Al afirmar que solo en una clase social era posible encontrar la cultura, los académicos
concentraron en un reducido grupo de la población todo el conocimiento de las letras que
era capaz de convertir un país en una nación, legitimando de paso el papel en la sociedad
del novelista, el poeta y el filólogo como “posiciones de sujeto” por encima de la del
político, el médico o el geógrafo. Esto último complementó los argumentos a favor del
elogio exacerbado a la figura del “genio creador”, un artista que “recibió de lo Alto el dón
de observar, el don de crear y de reproducir en sus creaciones el mundo que le rodeaba”
(Anuario, 1874: 283).

Para saber cómo reconocer a un genio, era necesario indagar sobre la sensibilidad que le
otorgaba una gracia divina, de manera que pudiera advertir en los textos “una escritura

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limpia, clara en las ideas, escrupulosa en la elección de las voces, con nervio en el estilo y
plan e hilación lógica en el discurso” (Anuario, 1874: 485). Sumado a ello, debía saber
reconocer en el presente la riqueza heredada del pasado, por lo que el gusto por los
clásicos y la apreciación por lenguas como el latín, que además debía dominar, contaron
como rasgo distintivo en su naturaleza de genio. Por ser el latín la lengua oficial y la que se
hablaba y se escribía en los sectores ilustrados de España después de la invasión árabe, se
valoró de la misma manera el dominio de esta lengua en el genio creador, aunque ya no
fuera una lengua viva en el siglo XIX ni hubiera hecho presencia en América con hablantes
reales. Lo que sostuvieron los académicos fue que en el reconocimiento del escritor como
genio “debió de contribuir eficacísimamente el conocimiento del latín, pues su estudio
formó la parte principal de la educación literaria de aquellos hombres” (Anuario, 1874:
334), razón por la cual España aventajaba América en la apreciación de las letras.

La perfección, fue otra de las características que definió al genio creador y de hecho una
de los grandes anhelos que persiguieron los académicos. En sus palabras, “la perfección
absoluta a que aspiramos, espíritu del Sumo Bien, es nuestro convencimiento de que solo
ella merece nuestra completa adhesión, que no nos contentamos jamás con bienes a
medias, con verdades relativas” (Anuario, 1874: 285). La idea de la perfección tenía todo
que ver con las virtudes que rodeaban la vida de un escritor, desde sus principios de
formación hasta la consagración por el detalle en la composición, pasando por unos modos
de vivir ligados indiscutiblemente a la moral y a la ética cristiana. Cualquiera que estuviera
alejado de Dios, estaba muy lejos de alcanzar la perfección, o sea, la superioridad en
muchas, si no en todas, las dimensiones de la experiencia humana.

Para el genio, detrás de la delicadeza y la excelencia se hallaban los fundamentos divinos


capaces de convertir estas cualidades en requisitos indispensables en el avance de los
pueblos. La religión católica y la lengua española suponían una especie de dueto
inseparable, símbolo de una tradición europea que como tal albergaba el secreto de la
civilización. Entonces, además de conservarla, la tarea de los académicos consistió en
exaltar dicha tradición, convirtiéndola en la materia prima de toda una empresa, es decir,
la Academia. De allí su afirmación de que:

“Solo en la religión hallamos uniformidad de creencias y doctrinas fundamentales y


en todos los miembros de una misma congregación, porque el sentimiento religioso
es el gran principio civilizador. Todo pueblo tiene, pues conocimiento teológicos, y
no se puede concebir que haya hombre medianamente ilustrado que desconozca la
religión de su patria” (Anuario, 1874: 293).

De acuerdo con estas palabras, un intelectual de esta época no sólo debía atender a su
condición de ʿhombre de cienciasʾ, sino que también debía estar convencido del papel

49
social que le había sido asignado por la Divina Providencia. Así lo expresó Pedro Fernández
Madrid cuya gestión política estuvo en parte orientada a consolidar las relaciones con la
Santa Sede: “Toda alma, para ser recta y verdaderamente luminosa, debe nutrirse de
religión y ciencia” (Biblioteca autores colombianos, 1953: 251). Y mientras Fernández
Madrid se ocupaba de encontrar en el exterior alianzas para afianzar la religión en
Colombia, José Joaquín Ortíz, intentaba convertirla en un pilar de la educación infantil a
través de la difusión de su propia síntesis de la biblia en un Compendio de Historia
Eclesiástica o el Resumen de Historia Sagrada.

Siguiendo esta vertiente religiosa encontramos a 3 académicos ubicados en cargos


importante de la iglesia, como ya se mencionó, y dos más pertenecientes a la Sociedad de
San Vicente de Paul, José María Vergara y Ricardo Carrasquilla, este último reconocido por
sus habilidades de orador religioso. De Rafael Pombo se afirma que “Dios, la naturaleza, la
mujer, todo ello unido en el vértice de su inspiración, fueron los temas centrales de su
lírica” (Orjuela, 1975:134) y de Miguel Antonio Caro que “incursionó en la vida política
donde sus palabras se plasmaron en toda una biblia que se llamó constitución de 1886”
(Castelblanco, 2009: 3). Incluso, se hicieron recomendaciones en defensa de la religión a
los intelectuales ʿincrédulosʾ , como aquella que José Caicedo Rojas le hizo a Ricardo de la
Parra en una carta dirigida a éste último 1872: “celebraría que V., sin dejarse llevar de la
corriente, hoy en moda entre el vulgo de los incrédulos, de hacer guerra al cristianismo
meditara esos escritos. V. no es ni puede contarse entre ese vulgo, y por tanto no le
conviene hacer cola” (De la Parra: 1908: 1). Se trataba entonces de realizar las tareas del
intelectual, del científico, sin olvidar que ellas estaban fuertemente influidas por una gracia
divina, gracias que el mismo tiempo guiaría a los pueblos hacia el progreso.

Retomando la figura del genio creador, ésta no podía confundirse con cualquiera que
tuviera la capacidad de crear porque, según los académicos, hasta el más elemental de los
hombres podía desarrollar esta capacidad en función de su supervivencia:

“El salvaje que concibe la idea de una canoa, derriba un árbol, excava su tronco y
la fabrica, es creador: ha sacado de su mente un pensamiento, y con la fuerza de
su brazo lo ha adherido a la materia. Fijar en los objetos que nos rodean,
cambiándoles la forma, una parte de nuestro propio ser, para acomodarlos a
nuestras necesidades, es el origen de la propiedad: continuación del hombre
mismo. En este sentido, hay casi tantos creadores como hombres” (Anuario,
1874: 303).

Lo que hacía especial al genio creador, era precisamente esa habilidad recibida, no
desarrollada, de abstraerse del mundo material para introducirse en escenarios idílicos

50
donde pudiera hallar la inspiración para la creación perfecta. Así se describe a Cervantes,
el genio creador por excelencia:

“Aquel que se eleva poco a poco en la región de las ideas y acercándose cuanto le
es posible a la Inteligencia Suprema, observa, compara, juzga y echa los
fundamentos de la ciencia que otros, y otros ciento, adelantan y perfeccionan
enseguida.” (Anuario, 1874: 303).

Genialidad más creación daba como resultado el escritor admirado, pero también el
aspirado, el escritor con el ya algunos de los académicos empezaban a sentirse
identificados y a partir del cual juzgaron el ejercicio intelectual de sus detractores. En estos
últimos, la gracia de la creación parecía estar ausente porque al producir algo “es de
ordinario incompleto: se nota incongruencia en las partes, falta de unidad y cierta
pequeñez que choca” (Anuario, 1874: 291).

Por otro lado, pese a que el mundo del genio creador era el mundo de las ideas, no tenía el
genio porqué obviar en sus escritos la responsabilidad en la consecución de un nivel más
alto en la escalera de la civilización. Al contrario, afirmaban los académicos que la relación
de los genios con la prosperidad de los pueblos estaba en la enseñanza de la búsqueda de
lo bello y lo verdadero, porque el resto “vendría por añadidura”:

“Hay quienes pregunten: ¿qué acción puede ejercer el poeta en los destinos de la
humanidad? Ignoran cuánto vale penetrar al hombre del sentimiento de la
belleza, hermana inseparable de la verdad. En el fondo de cada alma habitan un
Adán y una Eva: el entendimiento y la voluntad. Quien quiera dirigir a los pueblos
por el camino del bien debe educar a Eva y hacerla cooperadora, seguro de que
Adán seguirá tras ella. Cuando una vez se ha formado el sentimiento por el culto
de la belleza real, se tiene adelantada la mitad del camino hacia el bienestar
político y material de la sociedad” (Anuario, 1874: 303).

Ahora bien, aunque el genio no podía dar la espalda a su compromiso con la


transformación cultural, tampoco podía excederse, adentrándose en las problemáticas
más crudas de los pueblos. Al genio de Cervantes, los mismos académicos le critican con
severidad:

“describir con demasiada llaneza y claridad ciertas miserias de la vida humana


que vale más no tocar, y que el escritor, cuando la necesidad le fuerce a
descender hasta ellas, debe dejar percibir apenas por entra gasas de oro y cubrir
con flores que el genio sabe siempre cosechar en el jardín de las Musas” (Anuario,
1874: 292).

51
Este es quizás uno de los rasgos más significativos del grupo de los académicos, en el
sentido de que gran parte de su actividad y de su producción publicada en el Anuario
desdice de las complejas circunstancias políticas, económicas y sociales que debieron
enfrentar a lo largo del siglo. El primer periodo de funcionamiento de la Academia, desde
que fue fundada hasta entrado el siglo XX, estuvo marcado por pugnas políticas que de
cierta manera descuidaron la economía del país y lo condujeron a guerras civiles. Ni las
guerras, ni la pobreza, ni las luchas por el poder al nivel de los partidos hicieron parte del
contenido de las producciones de los académicos, al menos de una forma directa. Solo
unas cuantas menciones se hicieron presentes en sus discursos: las guerras, para culpar a
sus actores de la suspensión de las actividades de la academia entre 1876 y 1877; las
tensiones bipartidistas, para denunciar la falta de respaldo, de recursos y de espacios en
favor del mejoramiento de las condiciones de la academia; y la pobreza, para decir que, en
términos del uso de la lengua, aquella tenía una correlación con el vulgo carente de cultura
por sus giros lingüísticos y, por ende, objeto de los discursos civilizadores concebidos
desde la academia. Más bien se privilegiaron en el Anuario temas filológicos, discursos de
elogio a académicos ya fallecidos, disertaciones sobre la tradición lingüística española,
poemas y sonetos, dejando los conflictos socio-políticos para la prensa o la producción
propia.

El empeño por sacar adelante una institución cultural como una academia dedicada al
estudio de las letras en Colombia, hizo que los académicos privilegiaran la tradición
española sobre las nuevas manifestaciones culturales más cercanas temporal y
espacialmente a Colombia, como resultado de la reorganización de los países que ahora
eran independientes; que insistieran en una visión romántica y positiva de la conquista
bajo el argumento de la llegada de la civilización al territorio americano, pasando por alto
las prácticas de dominación que se ejecutaron sobre los pueblos indígenas; que se
concentraran en la normatividad de la lengua antes que en el uso real y general de los
hablantes; y por último, que intervinieran todo el sistema de enseñanza para educar
(civilizar) en las letras a los futuros profesionales, como se verá en el siguiente capítulo.

El genio, como el académico, no halló su lugar en lo concreto o lo mundano. Al contrario,


su desempeño se ubicó en las altas esferas del pensamiento, la reflexión y la
contemplación. Y su tarea, antes que desconocer la historia, la producción literaria o el
habla, consistió en considerarlos para decir que solo había una forma plausible de
entenderlos, un modo lógico de ordenarlos y una manera correcta de concebirlos.

52
Los académicos y los juegos del poder

Alejándonos de la imagen del genio creador, y atendiendo a una perspectiva puramente


política, hubo un intento expreso por parte de los académicos de separar el mundo de las
letras de los asuntos políticos, como ya se había mencionado. Sin embargo, su reiterada
aseveración de que la Academia únicamente se ocuparía de cuestiones de la lengua y la
literatura, solo sirvió para percatarse de que la lengua tenía un tinte político inherente a
ella, y de que, en el caso de la Academia colombiana, era imposible abstraerse de la
afiliación política de sus miembros dada su cercanía con los altos mandos del gobierno. En
1879, en el discurso de posesión pronunciado por Carlos Martínez Silva por primera vez se
hizo evidente, de manera oficial, la necesidad de hablar sobre política en el escenario de la
Academia:

“Tratar de política es hoy sin disputa la más constante, la más enérgica, la más
imperiosa de las necesidades, como que la política afecta de un modo directo
cuanto hay de caro y de sagrado para el hombre. Propiedad, familia, religión,
industria, comercio, artes, ciencias, literatura, todo lo que constituye la sociedad y
la vida de los pueblos, está íntimamente relacionado con el giro que siga la política”
(Anuario, 1874: 266).

De esta manera, la abstinencia política que hasta ahora habían mostrado los académicos
en las reflexiones sobre las letras empezó a perder sentido y a ganar fuerza la idea de
hacer explícita una posición política en el debate lingüístico, porque entre otras cosas era
una exigencia tener claridad al respecto si lo que se quería lograr era la unidad nacional
como principio básico para la conformación de la nación en medio de un periodo político
tan inestable.

Superada la primera mitad del siglo, impregnada de una mentalidad modernizante y


positivista pero duramente cuestionada por sus resultados económicos y su
desenvolvimiento político, inició la segunda mitad del XIX en la Nueva Granada con una
serie de reformas que buscaban una estabilidad en varias dimensiones. En general, la
opinión pública se encontraba ya organizada en partidos políticos cuyas ideologías “no
estaban claramente diferenciadas ni representaban intereses de clase homogéneos”
(Jaramillo, 1997:46), es decir que como partidos hacían parte de una sola clase dirigente
del país distribuidos entre comerciantes, terratenientes, miembros de unas cuantas
familias11 y el clero.

11
Según las afirmaciones de Francisco Leal Buitrago “el aparato de Estado en Colombia estaba
constituido por un núcleo reducido de miembros de unas pocas familias: Mosqueras, Herranes, Caicedos,

53
No obstante lo anterior, era posible encontrar ciertas distinciones entre unos y otros,
porque mientras los liberales fueron constituidos por un fuerte grupo de comerciantes,
que incluía la clase burguesa y los artesanos, los conservadores se identificaron más con la
tradicional clase terrateniente, la iglesia y las familias de costumbres aristocráticas. Sin
embargo, las diferencias en materia de religión y educación fueron quizás las más
reveladoras en la discrepancia bipartidista y las causantes de los múltiples conflictos
violentos a lo largo del siglo. Los liberales, partidarios de la práctica de las tendencias
europeas que habían empezado a entrar al país hacía un par de décadas, promovieron,
entre otras reformas, la separación de la iglesia y el Estado, la libertad religiosa, la
educación laica y la expropiación de tierras en manos de la iglesia. Por su parte, los
conservadores defendían la unión de los dos estamentos e incluso proponían a la iglesia
como rectora frente al poder civil y a la religión católica como fundamento del orden social
(Jaramillo, 1997). En todo caso, cada uno de los partidos tuvo un momento de mando en el
que llevaron a cabo acciones inclinadas hacia el progreso o, por el contrario, a favor del
statu quo. Pero fue el liberalismo el que inauguró la segunda mitad del siglo restando
dominio al partido conservador, que luego, en las últimas décadas, subiría al poder.

En medio de este escenario político es que tiene lugar el desempeño de la Academia


Colombiana de la Lengua con la participación inicial de nueve conservadores, dos liberales
y un académico que, a pesar de no declararse seguidor de ningún partido, comulgaba con
muchas de las ideas conservadoras. En adelante, los cambios sucedidos en la Academia en
términos de la elección de sus miembros claramente estuvieron ligados al partido reinante
y a las posibilidades de mantener una unidad política, básicamente conservadora, que
pudiera reflejarse en los asuntos de la unidad lingüística y su autoridad institucional.

Frente al pensamiento liberal siempre hubo fuertes pronunciamientos por parte de los
académicos a través de sus discursos aparentemente de exclusividad literaria. Ante la
concesión de libertad a las regiones para su ejercicio político se prefería la centralización,
una especie de “integración administrativa de tipo autoritario que comenzó con el
proyecto de la regeneración a través de la constitución de 1886” (Leal, 1984: 128) y que
de paso anulaba toda propuesta de gobierno democrático. Al respecto, en la Academia se
afirmaba que:

“Los pueblos regidos por instituciones democráticas están particularmente


expuestos a ver alzadas a las plazas prominentes del Estado, personas desnudas de
toda cultura intelectual: y aunque este mal sea en ocasiones poco sensible por la

Arboledas, acaparaban las más altas dignidades políticas, eclesiásticas y militares” (1997: 116), de lo que
se deduce un poder heredado, que no conseguido, de algunos académicos en ejercicio.

54
misma alternación en los destinos públicos, es lo cierto que debe estarse contra él
muy alerta” (Anuario, 1874: 269).

Además de lo inconveniente que resultaba la política democrática para el establecimiento


del orden y el acatamiento a la autoridad, al interior de la Academia se pensaba que una
transformación cultural debía estar liderada por una sola institución dueña de una norma
que no podía someterse a discusión, sino que al contrario debía imponerse. Dictar una
norma significaba llenar un vacío cultural que conllevaba el acercamiento a la civilización y,
al mismo tiempo, la anulación de la “anarquía” reinante en las sociedades democráticas.

Para los académicos, los dirigentes de una nación debían ser capaces de establecer
instituciones sobre la base de una misión formadora, política, económica y moral que
pudieran mantener el orden por medio de mecanismos de coacción, para lo cual era
necesario que estos dirigentes fueran poseedores de buenas costumbres, de hábitos
arraigados al respeto por la autoridad, de sentimientos de justicia y moral, de vastos y
variados conocimientos en letras y ciencias humanas, y sobre todo de un espíritu religioso,
base de todo el legado español imposible de desconocer. Así, se dice del gobernante
cristiano que “empieza a atarse a sí mismo con áurea cadena a la inmutable voluntad de
Dios; sabe que de Dios recibe originariamente la potestad de gobernar, y que a él debe
rendir estrecha cuenta de tan alto y delicado encargo” (Anuario, 1874: 268). Y esta era la
misma razón por la que un individuo carente de estas virtudes no podía gobernar. En otras
palabras, “el peligro que se corre siempre con que hombres mal nacidos y de mísera
condición sean alzados de repente a puestos encumbrados que les brinden con facilidades
de indemnizarse de sus anteriores humillaciones y estrecheces” (Anuario, 1874: 270) era el
fracaso de la nación, realidad que había sido el común denominador de todas las
administraciones liberales desde las guerras de independencia, según los académicos.

En “La política del Quijote”, un discurso pronunciado por Miguel Antonio Caro, se proponía
a Cervantes como un escritor político cuyas ideas eran reveladas a los lectores a través de
las conversaciones que el Quijote sostenía con Sancho; mismo procedimiento que siguió la
mayoría de los académicos a través de sus escritos. Cada discurso de posesión, cada
reflexión en torno a la lengua o a la historia literaria en Colombia evidenciaba una clara
defensa de las tradiciones, los valores familiares y religiosos, y el patriotismo, propios del
partido conservador. Se incentivaban las formas ceremoniales de la vida social que habían
sido un elemento simbólico de gran importancia en el establecimiento del orden durante
la colonia, así como las fórmulas de tratamiento que indicaban jerarquía y reverencia hacia
las instituciones y los hombres, de modo que era frecuente leer en sus documentos
oficiales expresiones del tipo: ʿilustrísimo señor secretarioʾ, ʿexcelenasimo señor directorʾ u
ʿhonorable académico corresponsalʾ.

55
Alrededor de la lengua y la literatura la Academia creó todo un discurso de ataque a la
ideología que sustentaba la actividad liberal, tanto por provenir de naciones cuya
modernidad se había conseguido a través del espíritu racional, el cálculo y el sentido
económico (Jaramillo, 1996: 45), como por adoptar el pensamiento de filósofos formados
al margen de los principios religiosos. A pesar de que las posturas en contra del
utilitarismo y del sensualismo revelaban diferencias de pensamiento entre los académicos,
los discursos pronunciados en el seno de la Academia guardaban cierta unidad. Sobre el
utilitarismo propuesto por Jeremy Benthan se sostenía que:

“El utilitarismo no es cosa nueva: es el pecado original con todos los vicios de su
prosapia, que desde los días de Adán anda por el mundo, vergonzante en las
sociedades religiosas, creyentes y moralizadoras, e hipócrita al principio y audaz y
pretensioso luego dondequiera que las costumbres se corrompen” (Anuario, 1874:
312)

La reacción de los primeros dirigentes posteriores a la independencia fue la de crear una


legislación en contra de la tradicional española, lo cual generó las condiciones para la
recepción de las ideas benthamistas que, entre otros lineamientos, proponían el principio
del mayor placer, y no la espiritualidad, como fundamento de la moral12. Al respecto, la
interpretación de los académicos fue que el utilitarismo convertía el bienestar mundano en
el fin supremo del hombre, mientras que para el cristiano ese fin era la ʿposesión de Diosʾ.

La incorporación de las ideas de Bentham se dio a la par con la introducción de las ideas
sensualistas13 de Destutt de Tracy. La oposición de la Academia a esta corriente consistió
en que:

“El encanto sensualista resiste tenaz a todo remedio divino y humano. La razón de
este fenómeno es que el utilitarismo como doctrina penetra corazón y
entendimiento, y los vicia y desorganiza a ambos de tal modo, que sus víctimas
para salir de su error exigen que se las convenza con argumentos de utilidad”
(Anuario, 1874: 313).

Tanto el utilitarismo como el sensualismo fueron corrientes contrarias a la moral religiosa


porque mientras ésta defendía ideas universales puestas por Dios en la mente del hombre,
aquellas resultaban altamente relativas en tanto todo, incluso la moral, quedaba sujeto a

12
Sobre los argumentos de Miguel Caro en contra del utilitarismo se encuentran aquellos que desdicen
de la religión: “la tradición hispano-cristiana se basa en sentimientos magnánimos y el benthamismo es
una moral que, proclámenlo abiertamente o no, por su propia esencia, por sus principios lógicos y leales
de caridad y a la costumbre del servicio gratito” (Jaramillo, 1996: 453).
13
Al respecto véase Oscar Saldarriaga (2004).

56
la percepción de los individuos. La moral debía ser universal, afirmaba Miguel Caro, de la
misma manera que lo era bien y frente a las nociones universales, las relativas no tenían
cabida.

Como estas corrientes permearon la actividad política y económica en su mayoría de los


liberales, los académicos en calidad de conservadores se pronunciaban al respecto
afirmando que “la política es la aplicación de la moral a la legislación y gobierno de las
naciones” (Anuario, 1874, 293). Moral, religión y política eran considerados vectores
indispensables en el ejercicio del poder, pero dado que la política para esta institución y
particularmente en esta época involucraba el diseño de la nación a través de una
transformación cultural atada a la herencia española, también fue considerado el
componente de la lengua. Así lo resumieron los académicos: “En las épocas de general
trastorno moral y político, aparecen los grades santos y los grandes poetas […] Es un
hecho, una verdad histórica: la vuelta a las creencias y al cultivo de las letras es el medio
lento, pero el único y seguro, de regeneración para los pueblos anarquizado” (Anuario,
1874: 322-323).

A partir del gobierno de Rafael Núñez y la instauración de la constitución de 1886, entró en


vigencia el periodo de la regeneración en el que el partido conservador gobernó
anteponiendo el letrado al político, el hombre cristiano al hombre de negocios y el legado
español a la modernidad francesa e inglesa. En suma, a través de los discursos que
circularon en este periodo de la regeneración, producidos en gran parte por loa
académicos, fue posible establecer unas políticas civilizadoras tendientes a fijar
comportamientos religiosos y lingüísticos como única forma de reconocer culturalmente a
los sujetos.

Una Academia para civilizar a través de la lengua

El reto político de tener que construir una nación con principios morales, religiosos e
intelectuales sólidos que pudieran dar cuenta de la capacidad de un país para
autodirigirse, sostenerse y educarse fue una tarea que los intelectuales más sobresalientes
junto a los políticos más influyentes tuvieron que asumir una vez declarada la
independencia. Sin embargo, luego de cuatro décadas, la situación para Colombia era
desfavorable. Si este proyecto era algo que no se había logrado en general por cuenta de
un partido liberal, aseguraban sus detractores, entregado a unas formas positivistas,
materiales y laicas; tal proyecto estaba pendiente y reclamaba la intervención de un
partido diferente, justamente el partido conservador inspirado en los criterios de
autoridad necesarios para lograrlo. Estas fueron las condiciones para el surgimiento de una
institución que a través del cultivo y defensa del capital simbólico lingüístico entraría en el

57
escenario político y se haría acreedor de un poder de gran alcance dada la función
primordial del lenguaje de servir como instrumento de comunicación y transmisor de la
naciente cultura.

La firme convicción de no perder la comunicación con España por ser fuente de civilización
de los países Americanos, empezó a tomar cuerpo después de la segunda mitad del siglo
XIX con la creación de la Academia Colombiana de la Lengua representante de una
nacionalidad que llamaron literaria. La nacionalidad resultaba “de la combinación del
elemento geográfico y etnográfico, esto es, de raza y lengua, y de otro elemento más
íntimo y recóndito, que consiste en aquellos principios capitales de la civilización española
(peninsular y americana)” (Caro, 1941: 246), según cuenta Menéndez y Pelayo en una
carta dirigida a Miguel Antonio Caro. Lo literario consideraría parte de la historia de la
literatura española que pondría de manifiesto el lugar del castellano en la historia y su
vínculo con las letras. La lengua encarnada en la literatura se asumió, entonces, como “la
representación viva y enérgica de las condiciones morales e intelectuales de un pueblo”
(Anuario, 1883: 168).

Este hecho de escoger la vía de la literatura para civilizar a un pueblo respondió a cierta
forma de concebir el nuevo panorama de la ciencia del lenguaje que emergía en Europa.
Para Foucault, el siglo XIX (episteme moderna) presenció la aparición de la literatura. Dado
que el lenguaje se había convertido en un objeto de estudio independiente del saber y de
la lógica, había adquirido un nuevo modo de ser que “se separa de todos los valores que
pudieron hacer circular en la época clásica (el gusto, el placer, lo natural, lo verdadero) y
hace nacer en su propio espacio todo aquello que puede asegurarle la denegación lúdica
(lo escandaloso, lo feo, lo imposible)” (Foucault, 2010: 315). Es el periodo en que se
cuestionan los géneros, como formas pertenecientes a un orden de representaciones
establecidas, y el lenguaje se convierte en una manifestación pura y simple alejada de los
discursos normativos de la literatura de la época clásica. Veremos que parte de estas
nuevas concepciones tuvieron una expresión directa en el trabajo de la Academia al
analizar la lengua desde los postulados de la gramática comparada, mientras que en otras
dimensiones hubo una resistencia a abandonar la tradición en materia de composición,
interpretación y apreciación de las obras. Definir la oscilante base teórica de la actividad
de la Academia será importante porque sin ella sus prácticas quedarían vacías de sentido y
se reducirían a los modos arbitrarios de una intervención política burda sobre los sujetos
hablantes.

58
Al orientar los estudios del lenguaje bajo los principios de la filología o Gramática
Comparada14, la Academia se mostró como una institución innovadora (moderna) en el
sentido de ser capaz de introducir nuevos modelos de análisis del fenómeno lingüístico,
distintos de aquellos de una gramática tradicional, aunque no alejada de ella del todo.
Dentro de los académicos que sobresalieron por su adscripción a este nuevo paradigma
que se puede denominar sin duda como ciencia del lenguaje se cuenta a Sergio Arboleda,
José Caicedo Rojas y Rufino José Cuervo, siendo este último el único que llevó a cabo
estudios concretos del español siguiendo el modelo del nuevo sistema de ideas sobre el
lenguaje. En su momento, cada uno reflejó en sus discursos la inclinación por los principios
teóricos o su afición por la aplicación del método.15

Esta filología desarrollada por los académicos16 señaló la ruta del comparativismo como un
itinerario para los estudios del español que, a pesar de todo, no dejó de lado las nociones
de superioridad frente a las lenguas indígenas, ni de desprecio por los dialectos, ni de la
necesidad de contrarrestar la introducción de elementos de otras lenguas. En los discursos
de inauguración de la Academia se dice que ésta “observará el giro y alteraciones de la
lengua en el vulgo, rudo pero fiel depositario de preciosos tesoros […] ni juzga tampoco
14
Entre la filología clásica y la filología comparada existe una diferencia que, según Müller, radica en que la
primera se ocupa de las lenguas antiguas o modernas, cultas o bárbaras, es una ciencia histórica y trata al
lenguaje como un instrumento. La segunda considera al lenguaje como el objeto mismo de la investigación
científica, así como los dialectos y las jergas. En palabras de Müller, esta filología comparada consiste en
“estudiar el lenguaje y no las lenguas: queremos saber lo que es y cómo puede servir de órgano al
pensamiento; que remos conocer su origen, su naturaleza y su leyes” (1960: 30). Con una aclaración más,
afirma que el que estudia filología comparada no siente deseos por el análisis de una lengua u otra, ni
preferencias por las delicadezas de un idioma sobre otro, en realidad lo que debe estudiar es la gramática y el
diccionario.

15
Cuando José Caicedo Rojas asegura en su primer discurso como miembro de la Academia que “en materia
de manifestaciones de la razón y de la inteligencia humanas, la segunda de aquéllas está en el pensamiento,
la primera en la forma, que es lenguaje” (Anuario, 1874: 21), se ubica del lado de la gramática comparada en
el sentido de entender que es en el mismo lenguaje, en su forma (la raíz, la flexión) donde reside la razón
(aquélla que concibe las ideas generales) y no en la capacidad que tiene el lenguaje para representar. En esta
misma ubicación de la razón en el lenguaje se halla Max Müller, representante de la gramática comparada.
Así mismo, en su artículo “Ensayo sobre la gramática castellana de don Andrés Bello”, Sergio Arboleda
introdujo notas desarrolladas por filólogos como Pott y Müller. Las ideas sobre el lenguaje, la clasificación de
las lenguas, el objeto de la gramática y las relaciones del lenguaje con el pensamiento fueron puntos clave en
la evidencia de un análisis lingüístico típico de la gramática comparada. Todas las nociones tomadas de esta
corriente lingüística fijaron nuevos modos de estudiar el lenguaje al mejor estilo de Rufino José Cuervo quien
plasmó en sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano los nuevos modos de entender las lenguas y
el papel de los dialectos en ellas.

16
Al respecto véase Carlos Arturo López (2008).

59
extraño a sus excursiones, el de las lenguas indígenas, explorado ya por las eruditas y
piadosas diligencias de los misioneros católicos” (Anuario, 1874: 10). No obstante, lo que
dejan ver sus discursos son las contradicciones en los exámenes lingüísticos por fuera del
español y la imposibilidad de conciliar unas ideas autoritarias con el reconocimiento
científico de la diversidad dialectal.

Así, por ejemplo, los principios de la ciencia de lenguaje (filología) no pretendían estudiar
una sola lengua sino muchas lenguas, a la larga todas las lenguas existentes, con el fin de
descifrar los mecanismos gramaticales que pudieran decir de ellas esencialmente el tipo de
lengua a la que pertenecían. De acuerdo con esto, ninguna lengua era más destacada que
otra, ni la lengua de Homero o de Cervantes tenía más importancia ni interés que cualquier
lengua indígena. No importaba si la lengua era agradable al oído, o si contenía palabras que
magnificaban la sutileza, importaba de ellas cómo operaban en su interior o como
construían las nociones de género o de número.

Esta negación de la Academia a aproximarse a las lenguas nativas americanas tuvo que ver
con el poco o nulo valor civilizador concedido a sus elementos constitutivos, argumento
que ganó más peso cada vez que se hablaba de los aportes al progreso de las letras
colombianas. Adoptada la etiqueta de bárbaras17 para estas lenguas, por oposición al
español considerada una lengua civilizada, se extendió el calificativo a los dialectos y a todo
lo que rodeaba a unas y a otros. Así, fueron bárbaros los sujetos18, pero también ciertas
prácticas, y al mismo tiempo las lenguas distintas al español que compartían el mismo
espacio geográfico.

Entender que es posible expresarse en otras lenguas que no sea la propia, pasa por
reconocer el valor de cualquier lengua en todos los ámbitos de la expresión y en ese
sentido, entender que no hay lenguas más perfectas o más adelantadas en el escala de la
civilización, afirma la filología comparada. Sin embargo, para Manuel Marroquín “los
idiomas pueden adelantar y adquirir perfección nueva en las épocas fecundas en ingenios
en que se verifican revoluciones favorables para las artes y para el gusto” (Anuario, 1874:
338). Esta es una de las contradicciones en las que entra la Academia con su base teórica
pues lejos de concebir la igualdad de las lenguas en estos términos, la forma en que los
académicos se entregaron al estudio de la gramática del latín y el español, tal como lo

17
Las primeras alusiones a lo “bárbaro” señalan vínculos con la capacidad de expresión o la falta de claridad
en la producción de los sonidos de las lenguas. Mientras en Grecia antigua los griegos llamaban a los
bárbaros Aglossoi, es decir, los que no tienen lengua, los polacos llamaban a sus vecinos alemanes Niemiec,
cuya raíz significaba mudo.
18
Los censos de población en Colombia en 1884 señalan que “en el Estado del Magdalena sobre los
habitantes del territorio hay 3680 civilizados y 3500 bárbaros” y se aclara que “se toma el nombre de
civilizados á falta de otros más característicos” (Anales de Instrucción Pública, mayo 1884: 295).

60
hicieron los primeros hombres de Estado de Roma con respecto al griego, reveló profundas
preferencias por el español en relación con las lenguas nativas, al tener que defender su
lengua materna con argumentos de perfección y progreso tomados del papel del español
en una de las naciones más civilizadas de Europa e incluso del mundo.

En relación con la literatura, de la mano de la fe cristiana la Academia emprendió una labor


civilizadora restableciendo los vínculos con las letras españolas para entrar a promover el
crecimiento de la literatura en Colombia. Así quedó consignado en el discurso de Diego
Rafael Guzmán “La importancia del espíritu español en las letras colombianas” en el que se
señala el valor de la tradición española en la ʿcultura intelectualʾ de América en el sentido
de que la religión y la lengua, dispositivos civilizadores, permitían el desarrollo de una
literatura propia. Se afirmó entonces que el espacio para la formación de la literatura
nacional no pudo propiciarse ʿen medio de la ignorancia indígenaʾ, sino en lugares donde
los rasgos de la civilización estaban presentes, donde se respetaban las reglas del lenguaje
y donde la autoridad de los doctos podía decidir sobre el buen gusto.

Para el momento en que surgió la Academia el siglo XIX estaba bien avanzado y no había
logrado hallar una estabilidad política, ni económica, ni social, lo cual, traducido al lenguaje
de los académicos, significaba “la degradación moral y religiosa que trae consigo la
enervación de las letras y el descaecimiento del lenguaje” (Anuario, 1874: 256). El
deterioro pudo atribuirse a causantes como la guerra constante o simplemente la carencia
de producción por falta de verdaderos genios creadores en suelo colombiano, pero en
realidad lo que más pesó para los académicos fue el distanciamiento con España y su
gestión literaria. Así lo enuncia José María Samper en su discurso de posesión en 1886:

“Si por falta de comercio general con los ingenios españoles, por una parte,
carecíamos por completo del conocimiento de los nuevos giros y vocablos con que
nuestro hermoso idioma se iba enriqueciendo en la madre España, por otra,
perdíamos el sabor y la tradición de la grande y renombrada literatura formada en
la Península en los siglos precedentes” (Anuario, 1874, II: 94).

Huérfanos de la riqueza del material literario que le correspondía por naturaleza a esta
nación por adoptar el español como lengua de Estado, hubo la necesidad de volver a
unirse con España para recuperar la tradición y también para encontrar los modos de
inspiración en la belleza, la verdad, la naturaleza y Dios, a cambio de las rudas opciones
disponibles en el escenario colombiano. A la pregunta planteada por José María Samper:

“¿Cuáles son las causas que más directamente influyen en la conservación del
lenguaje, con su riqueza, nobleza y pureza tradicionales; en los progresos de la
Literatura de tal suerte combinados que ésta tenga su carácter propio, esté

61
depurada en su gusto y sea de fecundos resultados; y en el desarrollo particular de
la poesía como expresión del ideal y de las facultades imaginativas y artísticas de
una sociedad?” (Anuario, 1874, II: 101).

El mismo Samper responde sin duda que en ello tiene que ver la herencia española
mezclada con la estructura del nuevo mundo en favor de una nacionalidad caracterizada
por “lengua, religión, tipo físico, sentido moral e instituciones sociales” (Anuario, 1874, II:
101). Rasgos estos que debían estar presentes en cada una de las expresiones literarias:
poesía, novela, drama.19 De allí que la Academia se ubicara en el inicio del desarrollo de las
letras en Colombia, signo civilizador por excelencia, y prácticamente se situara en el punto
de partida de su progreso al desconocer la relevancia de los adelantos materiales y
advertir que solo había progreso en las ciencias, en su método y en sus aplicaciones
porque en ellas participaba el lenguaje. En palabras de Cuervo:

“estudiar el lenguaje es contribuir al estudio de los otros ramos de la ciencia


natural ya que provee observaciones, clasificaciones y teorías suficientes […]
una especie de método que consiste en el descubrimiento de verdades que
habían permanecido ocultas, cada verdad que se descubre abre la puerta y
señala el camino para que se llegue al conocimiento de otra que a su vez
también será fecunda” (Anuario, 1884: 337).

En su dimensión literaria la defensa del español apeló a cuestiones políticas y sociales más
complejas porque toda la configuración nacional residió en su capacidad para reunir las
manifestaciones ʿcultasʾ que “aseguraban las fuerzas de la vida política y social”, y
también las populares contenidas en coplas y refranes tal como declaró Carlos Martínez
Silva en su discurso de posesión “Los refranes y la economía política”. Fue una de las pocas
veces en que se le concedió al pueblo aportes a la literatura a través de “adagios que
sintetizaban los principios de la economía política, verdades de observación y experiencia
formuladas a su modo en breves y concisas sentencias” (Anuario, 1874: 557).

Llegados a este punto, vale la pena decir que toda esta idea de la integridad del español se
montaba sobre el convencimiento de que era imposible la introducción de palabras,
fonemas o giros de otras lenguas si lo que se buscaba era cuidar parte de la cultura

19
El juicio de Diego Rafael de Guzmán sobre el poco desarrollo del drama en Colombia, no impidió que él
mismo reconociera en este género aportes importantes para las letras: “el drama eliminó el recuerdo de lo
que no era digno de memoria; cortó a cercén los errores que tradicionalmente, y sin fundamento filosófico,
se habían arraigado en los pueblos; ensalzó la hermosura de sus creencias; confirmó las tradiciones que
pudieran mejorarse; dio a conocer la necesidad de la cristiana igualdad entre los hombres; esforzó la idea del
principio de autoridad; mostró la eficacia de las instituciones cristianas de un Estado; hizo comprender el
valor de los afectos patrios; erigió el amor puro a Dios y el respeto a la mujer” (Anuario, 1874, II: 24).

62
nacional para ascender en la escala de la civilización, como si el tiempo y la expansión del
español en el continente americano, un espacio geográfico tan extenso, no hubieran tenido
efectos en su cambio por el contacto con múltiples lenguas nativas americanas y su
consecuente adopción de palabras referentes a realidades inexistentes en ella. Con esto,
volvemos al argumento de la autoridad que al de insistir en la posibilidad de mantener pura
una lengua, niega su desarrollo por mezcla natural con elementos lingüísticos externos a
ella como, en el caso del español, los anglicismos, los galicismo y los indigenismos.

Además de los extranjerismos, la pureza de la lengua española se vio seriamente


amenazada al concebir los usos dialectales como “desviaciones” del español, de manera
que todas las elecciones lingüísticas alternativas de los hablantes fueron objeto de
señalamiento y sanción. En consonancia con la idea de que la civilización en Colombia
residía en el centro, Bogotá, y desde allí se proyectaba al resto del país, los usos de las
zonas rurales, y en general de lo no espacialmente central, fueron considerados ̔vicios̕ del
español, provincialismos que dividían a los pueblos y ponían en riesgo la vitalidad del
idioma. Consecuencia de ello fue el abierto establecimiento de un modelo de lengua
amparado en la fidelidad que guardaba con el español proveniente de los conquistadores,
en la idoneidad para expresar el pensamiento, y en el buen gusto que daba la civilización.
Por ende, lo que vino en adelante fue la predicación de la existencia de un canon a seguir,
entre otros cosas y la Academia, para “impedir que en las diversas secciones de esta región
(Colombia) se vayan formando dialectos” (Anuario, 1881:119). Con el fin de que estas
afirmaciones no se quedaran simplemente en las ideas de la Academia en 1876 Rafael
Pombo sugirió que la obtención de títulos de maestros debía estar sujeta a una ʿbuena
pronunciaciónʾ consistente en la eliminación de rasgos como “el cambio de acento: verbi
gracia, máiz, ráiz, cáido o tomá, recibí, vení […] suprimir la d final: verbi gracia, usté,
sumercé, virtú […] En el territorio de la Costa, suprimir la s: verbi gracia, fóforo, arró o
meter la h aspirada por s como en cohta ehpejo [..]” (La Escuela Normal, 1876: 410).

Para efectos del ejercicio del poder e interesada en reproducir en el resto de la sociedad la
ideología que allí se elaboraba, la Academia se convirtió en la autoridad que decidió sobre
la legitimidad de los usos de los hablantes. Bajo el señalamiento de esta autoridad
estuvieron todos los provincialismos y todos los usos del “vulgo”, en todos los niveles de la
lengua. La pronunciación incorrecta de un fonema, el mal empleo de una palabra o una
estructura gramatical mal construida fueron considerados hechos que claramente
corrompían la lengua y que, en consecuencia, afectaban la conservación de la unidad de la
misma. Para probarlo, se hicieron descripciones de las diferencias lingüísticas entre las
Provincias y Bogotá comparando por ejemplo “el lenguaje antioqueño, fecundo en
exageraciones y símiles expresivos y graciosos” (Anuario, 1903:85) y el lenguaje bogotano

63
“propio, claro y castizo” (Anuario, 1883: 304), así como descripciones entre las distintas
clases sociales que al parecer la Academia redujo a dos: la culta y la de la gente “volante”.

En una carta a Rufino José Cuervo, Manuel Marroquín advirtió que “los modos en que la
gente habla en la calle ha multiplicado las formas de contravenir a las leyes del lenguaje” y
más adelante agregó:

“[…] la indulgencia con que justamente se han adoptado éstos (términos originales y
donosos), ha animado al vulgo para desbarrar sin consciencia, empleando locuciones
nuevas pero destituidas de gracia. ¿Qué gracia puede haber en llamar a la cabeza
humana la yegua, como la hace mucha gente zafia, no sin verse imitada por muchos
gandules que visten como si fueran personas que pretenden ganar fama como de
hombres de mundo (de hombres corridos, dicen por aquí) imitando a la hez de la
sociedad?” (Cuervo, 1972: 26).

Ejemplos como este, de uso espontáneo de la lengua, eran justamente parte de la materia
prima con la que trabaja la Academia. Cada ʿmala expresión ̓ conllevaba una sanción y cada
sanción implicaba un lugar en escala social, pero no con respecto a una cima de la clase
alta, sino con respecto al centro de la Academia. El asunto fue claro desde el inicio. Toda
producción lingüística que estuviera por fuera de este centro se alejaba de la pulcritud
idiomática, en cambio la elegancia y delicadeza en el uso ya empezaba a contar como
aproximación al prestigio concedido por la Academia. La consecuencia inmediata de pasar
por alto los ʿusos de la Academia ̓ sería el principio del resquebrajamiento de la unidad de
la lengua y de los fundamentos de las leyes de Dios a propósito de las lenguas: “Que si la
unidad del lenguaje ha sido siempre una bendición de Dios, un principio de fuerzas
incontrastable, la multiplicación de dialectos ha sido a su vez, desde la ruina de Babel,
castigo providencial, anuncio de debilidad y presagio de destrucción de naciones enteras”
(Anuario, 1874: 7).

A raíz del señalamiento de los usos descentralizados, creció el desprecio por los dialectos y
por los usos propios de lo que la Academia llamó “vulgo”, al tiempo que se incrementó la
admiración por el uso de los “señores cultos” declarándose a sí mismos hablantes modelo
por ser fieles seguidores de una lengua que, al entender de esta institución, se asumía
como civilizada.

En el amplio panorama de las lenguas en el mundo y en la historia, “las lenguas de las


naciones muy civilizadas tienden a fijarse cada vez más, y casi parecen perder á veces la
facultad de modificarse: allí donde hay una literatura clásica cuya lengua se difunde por

64
todas las ciudades y todas las aldeas, los cambios parecen imposibles” (Müller, 1960: 43).
De nuevo, estamos frente a la lengua literaria caracterizada por sus formas artificiales que
impiden el desarrollo natural por el desconocimiento de la riqueza de sus dialectos. La
tiranía de los idiomas literarios, o clásicos, tienden a sacrificar el número de dialectos y su
centralización debilita la gran diversidad que proporcionan a la lengua al verse alejados del
centro que los protege.

Las prácticas de los Académicos

Una primera impresión que genera las formas de actuar de los académicos es que la
reflexión en torno a las letras, por ser parte de un proceso de civilización, implica una serie
de prácticas vinculadas directamente, al menos con un grupo poblacional sobre el que
recaen tales mecanismos civilizatorios. Sin embargo, todo el funcionamiento de la
academia consistió en dar respuesta a lo que se esperaba de una institución concebida a
semejanza de la Real Academia Española, es decir, ligada a un entorno aristocrático muy
distante del resto de la población. Los principios de fundación, el perfil de los académicos,
el tipo de publicaciones y, en general, los modos de operar trataron de ser una realmente
una correspondiente española en Colombia adaptada, por supuesto, al contexto del país.

Desde el momento de su creación quedaron estipuladas dos prácticas esenciales para la


vida ritual de la academia colombiana, en el sentido de que permitían, primero, recordar su
fundación para no perder de vista su razón de ser y, segundo, actualizar formas de
proceder según las condiciones de la situación política del país. A ellas se sumó una tercera
práctica que le dio a la academia mayor visibilidad en el entorno social al ponerse en
contacto con un grupo muy reducido de la clase alta bogotana. Estas tres prácticas fueron:
la celebración de las juntas anuales de conmemoración a la fundación de la academia, la
publicación del Anuario que daba cuenta de su actividad y la apertura de concursos
literarios dirigidos a un público muy limitado.

Juntas anuales de conmemoración

Desde 1871, año en que fue aprobada la fundación de la academia, se convocó cada año a
una junta en la que se celebraba la existencia de una institución cristiana encargada de
continuar el proceso de civilización iniciado en la conquista e interrumpido en el periodo de
la independencia. Así inicia el discurso de apertura de la junta del 6 de agosto de 1877:

“Señores y estimados colegas:

65
Vosotros sabéis ya cuál es el objeto con que nos reunimos en este día: conmemorar
por una parte la augusta fecha de la fundación de esta ciudad, y de la predicación
por primera vez en las comarcas chibchas del Evangelio de Jesucristo, Conquistador
pacífico y civilizador único de las naciones; y celebrar por otra el 6° aniversario de la
instalación de esta Academia, según lo dispuesto por ella misma” (Anuario, 1874:
225).

Evocar sistemáticamente los motivos de su fundación, tenía el sentido de crear entre los
asistentes una consciencia histórica que debía funcionar como punto de partida de la
comprensión de las circunstancias actuales en términos de los niveles de civilización
alcanzados en el país. Lo que se repetía año tras año, era que sin la conquista española la
“barbarie” nunca se habría moldeado y, en ese sentido, jamás se habría alcanzado el grado
civilización al que se había llegado, porque solo a través de la religión católica y la lengua
española era posible transmitir la cultura. A los ojos de la academia, lo que se no se podía
olvidar era, por un lado, la deuda que América tenía con España por haber recibido de ella
la civilización y, por el otro, la incapacidad de continuar dicho proceso en Colombia por
cuenta de una clase dirigente laica y desprovista de virtudes promotoras de la “alta
cultura”. De allí, que la academia y solo la academia respaldada por una cuota política
conservadora asumiera la tarea de superar el atraso cultural de la nación otorgándose el
derecho de gobernar lingüísticamente al país.

Sumado a lo anterior, las juntas buscaban recordar la vigencia de su actividad pese al paso
de los años. Los múltiples intentos de cultivar la cultura en la primera mitad del siglo XIX a
través de instituciones y academias que fracasaron o simplemente desaparecieron, fue un
referente que le sirvió a la academia para presumir que el hecho de que las sesiones se
llevaran a cabo era signo de perseverancia y resistencia frente a las difíciles circunstancias
económicas y políticas del país. Ni las guerras civiles, ni los señalamientos de políticos, ni la
carencia de recursos y ni siquiera la falta de un lugar destinado para sus prácticas lograban
acabar con la idea de dar continuidad a un proceso de civilización que únicamente admitía
como válidos los elementos de la tradición española.

Parte de esta práctica también pretendía dar cuenta del estado de la academia mediante
la lectura de una reseña que recogía datos como textos elaborados por los académicos,
tareas realizadas por la academia como apoyo a las actividades de la academia española,
publicaciones realizadas en el último año, comunicación e intercambios bibliotecarios con
otras academias americanas, fallecimientos, renuncias y nombramientos de académicos o
cambios en los cargos de director o secretario. Lo interesante de esta información era que
se constituía en un modo de evaluar la actividad intelectual de la academia y al mismo

66
tiempo el aporte cultural al proceso de civilización. De cierta manera, se trataba de datos
cuantitativos que reportaban la contribución a la construcción de la nación.

Resalta de estas sesiones los discursos que iniciaban el año de trabajo intelectual porque
se convertían en un incentivo para el resto de la comunidad de académicos. Había que
reconocer los logros alcanzados e insistir en que las reflexiones sobre la lengua eran el
mecanismo más efectivo en la erradicación de la barbarie. De allí que estos discursos
también fueran una forma de reclamar un nuevo lugar para los expertos de la lengua.
Como académicos, y políticos reconocidos, merecían ocupar un lugar privilegiado en la
escala social, superior incluso al que ocupaba la clase alta. Así, se generaron los
imaginarios que empezaron a circular difundiendo la idea de que no había mayor ilustrado
que aquel que sabía de letras.

El contenido de los discursos siempre abordaba un tema gramatical o aludía a una


disertación literaria, elaborada por un académico ya nombrado o un académico recién
nombrado. En el segundo caso, el discurso de recepción daba cuenta de las habilidades
lingüísticas del “elegido”, así como de sus cualidades en el análisis de las letras. En última
instancia, la lectura de su discurso terminaba siendo la prueba que corroboraba la
idoneidad de su presencia en el grupo de académicos. Seguido de este discurso, se
procedía a la “contestación” del discurso de recepción a modo de aprobación de sus
destrezas y de aceptación en la institución. De ahí en adelante su papel en la academia era
proteger el legado español y su compromiso con la sociedad era civilizarla, para lo cual
cada junta anual se encargaría de recordarlo.

Por otro lado, a diferencia de las sesiones conmemorativas de la academia española, las
juntas que celebraba la Academia colombiana tenían un componente que completaba el
escenario cultural con actos puramente bogotanos y, de hecho, muy pertinentes para el
debate sobre las letras. Se trataba de la tertulia literaria, una especie de hábito social que,
según José María Samper, caracterizó a la población bogotana durante el siglo XIX por su
especial “mezcla de ingeniosa chispa y buen sentido” (1888: 234), a lo que habría que
agregar el dominio de la lengua. Estos dos elementos unidos “era un buen bagaje de
conocimientos, un as que guardaban los bogotanos debajo de la manga, en comparación
con otros ciudadanos latinoamericanos” (Burbano, 2011: 49).

La continuidad de la junta académica y la tertulia evidencian los modos en que la academia


pensaba los asuntos de la lengua a partir de los usos reales hallados en las tertulias. No es
que este fuera el único escenario de donde se tomaba la materia prima para el estudio de

67
las palabras, más bien era la oportunidad para capturar los giros lingüísticos y decidir si
sobre ellos debía caer o no el peso de la norma.

Si bien cierto que las juntas de conmemoración no se celebraban con la misma frecuencia
que las tertulias20, cuando se realizaba la primera inevitablemente se convocaba la
segunda. La carencia inicial de un espacio dedicado a la labor intelectual de los
académicos, conllevó a que las juntas se realizaran en casas de familia, generalmente de
los mismos académicos, tal como sucedía con las tertulias, de manera que la junta lograba
impregnar de formalidad la dinámica festiva de la tertulia:

“Levantada la sesión académica, y después del refresco, en que hizo los honores de
la fiesta la señora esposa del Director, se siguió una amena tertulia literaria. Eran
los concurrentes como treinta individuos, escritores los más, amigos todos de las
letras y de la Academia. El señor D. Rafael Pombo leyó una magnífica oda suya,
inédita, al Niágara. El señor Fallón presentó la segunda parte, inédita, de las Rocas
de Suesca, y leyóla el señor D. Rafael M. Carrasquilla […] El señor Caro dio a conocer
a un insigne poeta uruguayo contemporáneo, leyendo la silva de D. Aurelio Berro,
recientemente premiada en Montevideo. Finalmente el señor Gutiérrez amenizó la
velada con un jocoso juguete literario” (Anuario, 1874: 331).

En este tipo de reuniones, los límites que separaban la junta de la tertulia resultaban muy
borrosos por girar, ambas, en torno al mismo fenómeno: las letras del español.

La práctica de las juntas de conmemoración de la Academia se fundían entonces con las


tertulias literarias donde se encontraban escritores, poetas, políticos y, en general, un
grupo bastante reducido de la clase alta21 para actualizarse en temas literarios, recordar
tradiciones, relatar chistes, inculcar valores patrióticos y escuchar música. Se destaca de
estas reuniones los repertorios musicales que acompañaban las reuniones y que eran
objeto de reconocimiento en las actas de las juntas. Aunque en las tertulias del cotidiano
primaban melodías como el bambuco o el pasillo, las tertulias coincidentes con las juntas
de la academia privilegiaban melodías románticas de música clásica europea: “Al finalizar
la junta, amenizaron la fiesta piezas escogidas del repertorio italiano, a cuya ejecución, de
20
Dado que la tertulia fue parte de la vida cotidiana de los bogotanos, éstas se llevaban a cabo con una alta
frecuencia. Los escritores de la época que participaban en ellas hablan de la realización de tertulias una o dos
veces a la semana.
21
El número de invitados a estas sesiones puede entenderse como un indicador de aceptación social
progresiva, pues cada año la cantidad de participantes era mayor. De 30 participantes que se reunían en las
primeras juntas se pasó a celebrar estas juntas con más de 80 invitados, entre los que se contaban personajes
de la alta esfera política, según se registra en la reseña de 1886 de la Academia.

68
mano de la señora Narváez de Caro, acompañaba la vibrante y flexible voz de nuestro
amigo artista don Eusebio L. Caro” (Anuario, 1874: 354).

En consonancia con los sentimientos de belleza y las expresiones de delicadeza que


despertaba el genio creador y que debían inspirar los escritores a través del dominio de la
lengua, resultaba fundamental la música pues “los más elegantes y pedagógicos pensaban
que era valioso medio para adquirir cultura, despertar benévolos sentimientos en el
corazón humano, llenar los ocios y consolar las desgracias” (Cané, 1988: 66). Así, se
generaba en las tertulias, por cuenta de las señoras, un ambiente musical con marcadas
preferencias por los ritmos suaves apaciguadores de las pasiones o de estados alterados
de la mente y el cuerpo.

Pero si se les reconoce a las mujeres esta forma de participación tan particular en las
tertulias, no había nada más que pudiera exaltarse, pese a que buena parte del éxito de
estas reuniones parecía estar en la gracia de las mujeres bogotanas al hablar. Escritores
extranjeros de la época las describen como “pequeñas mujeres con encanto irresistible en
la manera de hablar, tienen una música cadenciosa en la voz, menos pronunciada que la
que se observa en nuestras provincias del Norte (Argentina)” (Cané, 1882 citado por
Romero, 1990: 196). A través de estas descripciones se hace evidente la valoración positiva
del ʿlenguaje bogotanoʾ en otros lugares de América, lo cual le concede a estos hablantes
el derecho de ser transmisores de la cultura y medio de difusión de la norma lingüística.

La publicación del Anuario

No obstante la fundación de la academia sucede en 1871, la publicación seriada de toda su


actividad intelectual inicia en 1874 con el nombre de Anuario de la Academia Colombiana
de la Lengua. Esta compilación de documentos, no descuidó ningún detalle de lo que
pudiera significar un aporte a la cultura, en el sentido de mostrar al público una abundante
producción de los académicos en respuesta a la tarea civilizatoria en el país.

Bajo la dirección de importantes figuras políticas, el Anuario proyectó de manera decidida,


la rigurosidad que caracterizaba los estudios filológicos, el método en el análisis de las
disertaciones literarias y el cuidado en el uso del lenguaje, lo cual delineó una de las
particularidades más importantes de esta publicación: limpiar la lengua, fijar la norma y
darle esplendor al español. Muestra de ello es el tipo de documentos que conformaron los
diferentes números de esta publicación.

69
Desde 1874 hasta 1905 se pueden contar: 12 reseñas de conmemoración a la fundación de
la academia, 7 poemas, 1 soneto, 2 traducciones de poemas, 9 ensayos filológicos, 4
biografías a modo de elogio al aporte cultural al español, 3 discursos de recepción, 3
discursos de contestación y 7 discursos sobre historia, política, educación y sus relaciones
con el lenguaje. Todos los textos tenían por autor a académicos nombrados y a nadie que
estuviera por fuera del círculo intelectual de la Academia le era permitido publicar o
figurar como autor en el Anuario. Con esto, lo que se venía a demostrar era la
consolidación de un pensamiento representante de una tradición cultural que no había
encontrado mejor lugar que la academia para proyectarse.

Ante el auge de las ciencias y el entusiasmo por las letras, en este periodo abundó la
actividad escrita puesta a disposición del público principalmente a través de la prensa o de
revistas. Para algunos, el número de periódicos y la variedad de revistas fue interpretado
como signo de progreso, mientras que para los académicos fue simplemente el resultado
de la introducción de corrientes que daban legitimidad a cualquier reflexión sobre
cualquier fenómeno de la naturaleza, sin percatarse de los cuidados de la lengua. Por eso,
desde el Anuario se atacó duramente el trabajo de escritores que prefirieron el contenido
a la forma, difundiendo giros lingüísticos alejados de la norma. Así lo sostiene uno de los
académicos en uno de sus discursos:

“Ministros de este contagio literario fueron, a no dudarlo, los periodistas que con
tal de fatigar las prensas a destajo, no curaban del esmero en el empleo de la frase
o la dicción, ni de atestar las columnas de sus papeles de todo género de
extravagancias como sirviesen a satisfacer el deseo de sus iletrado sostenedores”
(Anuario, 1874: 254).

Pero atender a la forma no significaba olvidarse del contenido. De hecho lo que trataba de
transmitir la academia mediante sus discursos era la armonía que debían guardar los
textos entre la belleza del lenguaje y los contenidos puramente literarios o lingüísticos.

Entre los principios que regían el funcionamiento de la academia se hallaba el de


consagrarse al estudio de las letras por lo que desde el inicio se configuró un tipo de lector
instruido al que a la vez había que formar; un lector educado en valores espirituales, es
decir, que no fueran materiales, porque esto le permitía captar las sutilezas del lenguaje;
un lector partidario del español y no de las lenguas extranjeras porque entonces entraría
en disputa con las ideas de rechazo a todo lo que no fuera español. En otras palabras, el
Anuario se dirigía a una minoría culta sin más propósitos que el de instruirla, por lo que se
convirtió en una especie de manual de civilización.

70
En síntesis, las muestras de elocuencia y elegancia que reclamaban los académicos de
escritores y hablantes en general, se concentraron en el Anuario como soporte de las
manifestaciones literarias eminentemente cultas, alejadas de lo popular y de toda la
ʿpolitiqueríaʾ que aparecía en las otras publicaciones. De allí que los lectores no fueran
aquellos interesados en el correr de la política ni en la adquisición de conocimiento
científico, sino la clase ilustrada seducida por los grandes temas literarios de los clásicos y
atraída por la perfección de la lengua.

Los concursos literarios

En una sociedad relativamente reducida como lo era Bogotá en este periodo, un grupo de
intelectuales estudiosos de la lengua y dueños de una parte importante de los discursos
escritos que circulaban en un medio donde aún era poco practicada la escritura,
indudablemente introdujo cambios en los modos culturales de los habitantes porque “no
habiendo nadie en situación de discutir el valor de sus innovaciones, éstas empiezan por
estar de moda y acaban por ser consagradas por el uso” (Müller, 1960: 59). El vocabulario
que impusieron fue el que se difundió y la norma que crearon fue la que se acogió. Por
esto, la lengua que sobresalió en la segunda mitad del siglo XIX y sirvió como evaluación del
habla fue la lengua de una clase limitada, de un partido político en su mayoría conservador
y de una escuela literaria con un capital simbólico que solo la Academia Colombiana de la
Lengua pudo reunir. Sus preferencias, en términos de las letras, se inclinaron hacia las
propiedades que caracterizaban la excelencia literaria: la distinción y la corrección. Y, no
obstante, el trabajo que se llevó a cabo en el campo literario tomando elementos de aquí
(Colombia) y de allá (España) dio la apariencia de una lengua original a través de un
conjunto de piezas lingüísticas que derivaron en un estilo de tan alto nivel que de forma
casi inadvertida se impuso a los demás usos circulantes en los intercambios
conversacionales.

Como muestra de esta excelencia literaria la Academia intervino los espacios sociales
considerados de la ʿalta culturaʾ promoviendo concursos literarios desJnados a ʿdar lustre a
las letras castellanasʾ. El primero de ellos fue realizado en 1880 con moJvo de la
celebración del centenario de Andrés Bello, por lo que se convocó a escritores y poetas
para elogiar la obra de Bello. Siendo jurados José Manuel Marroquín, José Joaquín Ortíz y
Rafael Pombo, todos académicos, declararon ganadores a Ruperto Gómez y a Marco Fidel
Suarez22. Un segundo concurso se llevó a cabo en 1905 para celebrar el tercer centenario

22
El premio otorgado a Marco Fidel Suarez fue su nombramiento como académico correspondiente de la
academia colombiana de la lengua.

71
del Quijote. En esta ocasión los jurados fueron Soledad Acosta de Samper23, Diego Rafael
de Guzmán y Antonio Gómez, declarando ganadores a Rafael Pombo y a Alfredo Gómez
Jaime.

Aunque los concursos significaban una forma de abrir espacios para escritores, poetas y
literatos en general, queriendo mostrar un deseo de interacción con círculos por fuera del
académico, los criterios de elección y la mecánica de estos concursos en particular
mostraban prácticas ensimismadas y autorreferenciadas. Nombrar como ganadores de los
concursos a sus mismos académicos con un jurado proveniente de la misma institución era
una forma de reproducir las ideas con las que ésta funcionaba y de garantizar el cuidado y
la difusión de una lengua representante de una nación que apenas estaba en proyecto.
Dicho de otro modo, para los académicos, la conformación de la nación tenía que definir
con especial cuidado la lengua literaria necesaria para producir discursos escritos dignos
de ser publicados y constituidos como modelo para la generación de figuras retóricas,
formas y estilos llamados a convertirse en la autoridad del buen uso. Por eso invocaron un
uso razonado, esto era, un sentido de la lengua con conocimientos de razón y gusto
constitutivos de la misma gramática.

Los concursos promovidos por fuera de la Academia también involucraron a este grupo de
académicos. En 1881, la Dirección de Instrucción Pública abrió un concurso sobre temas
científicos, artísticos y literarios, cuyos jurados en la rama literaria fueron 2 académicos,
Santiago Pérez y José Caicedo Rojas, de un total de 6 intelectuales reconocidos. Los
ganadores fueron José María Samper24 y Rafael Pombo, también académicos. La idea de
que estos contextos tan formales funcionaran con la lengua literaria empezaba a inculcarse
en escenarios escolares con la celebración de eventos en las llamadas “sociedades
literarias” que, desde 1868, debían realizarse en las instituciones escolares para fomentar
la lectura en todas las clases, según el artículo 5 de la ley 218. A este respecto, vale decir
que la existencia de un cuerpo de expertos encargado de ejercer la autoridad del uso
legítimo de la lengua legítima “cumple por añadidura una función social de distinción en las
relaciones entre clases y en las luchas que les oponen en el campo de la lengua” (Bourdieu,
1985: 41). De modo que cada movimiento necesariamente implica una imposición de
arriba a abajo. Para efectos de este ejercicio la Academia asumió desde el inicio la tarea de
conformar dicha lengua literaria, basada en un estilo cuidado, rebuscado, refinado, culto,

23
Aunque esta importante escritora fue considerada una figura destacada en las letras colombianas no hizo
parte del cuerpo de académicos. Al parecer existía una especie de política patriarcal que impedía el
nombramiento de mujeres en esta institución. Solo hasta 1978 se nombró a Dora Castellanos la primera
mujer académica corresponsal de la Academia.
24
Aunque el nombramiento oficial de José María Samper como académico se hizo en 1885, la aceptación
como miembro correspondiente de la academia sucedió en 1875.

72
conciso, correcto, para distinguirla sobradamente de aquella cuyo estilo era común, vulgar,
ordinario, popular, familiar y grosero.

Ahora bien, los contextos que sirven para elegir el tipo de lengua más prestigiosa de una
nación son los mismos que ayudan a perpetuarla, reforzarla y difundirla. De allí que los
concursos sean eventos que se repiten cada tanto y que las sociedades literarias se
conformen con lo más selecto de los círculos intelectuales. Luego de la creación de la
Academia Colombiana de la Lengua, se fundó “el Ateneo de Bogotá” en 1884 a cargo de
José Antonio Soffia y 6 miembros más de la Academia. Se trataba de la conformación de
una sociedad en favor del estudio de las letras y todas las ciencias de la cual se afirmaba
que era “un campo abierto que admite todas las inteligencias, para todos los estudios, para
todos los sentimientos y aún para todas las pasiones nobles” (PPI, N° 69 1884: 332) según
las palabras de José Quijano quien inauguró la sociedad.

Los discursos y la práctica en sí del concurso y las sociedades literarias transmisoras del
modelo de la lengua convirtieron a unos pocos en una comunidad muy limitada pero con el
suficiente poder para representar el papel de agente principal en la producción y
promoción de la lengua valorada positivamente y, en ese sentido, para desafiar el
desarrollo natural que tienen las lenguas, porque cuando una lengua es adoptada por la
legislación, la religión, la literatura y la civilización en general, tiende a inmovilizarse
perdiendo la capacidad de desenvolverse en absolutamente todos los ámbitos. En palabras
Max Müller “los dialectos literarios, ó lo que se llama generalmente las lenguas clásicas,
compran su imperio temporal al precio de una ruina inevitable” (1960: 66), quedando
como alternativa la regeneración de la lengua a través de los dialectos.

Por esta razón, la lengua literaria resulta ser una lengua artificial que se sostiene gracias al
trabajo de gramáticos y académicos que la fijan y la codifican, y de los hablantes que la
legitiman. No obstante, en los ámbitos populares los esfuerzos de los puristas por
perfeccionar el lenguaje son enteramente vanos, pues generalmente “la consciencia sobre
el valor de la lengua opera con mucha fuerza en las clases altas, mientras que se obvia en
las clases bajas” (Moreno, 1998:182). Esto significa que si bien la Academia pretendió llegar
a las bajas esferas de la sociedad para civilizarla, el impulso de estas prácticas no fue
suficiente porque en todo caso, la voluntad apenas traspasó su propio círculo de
académicos. Cada discurso publicado, cada concurso convocado y cada junta-tertulia
realizada alcanzaba solo el ámbito intelectual más cultivado, mientras el resto tenía que
vérselas con el diccionario, los manuales o la lengua de los ʿcultosʾ a oídas. En definitiva,
para civilizar había que salir del círculo de la Academia con el diseño de unas políticas
lingüísticas listas para ser implementadas en un sistema de alcance nacional y en conexión
con todas las capas sociales como el sistema de enseñanza.

73
Políticas lingüísticas de la Academia y colonización del sistema de enseñanza

“La integración en una misma comunidad lingüística, que es un


producto de la dominación política reproducido sin cesar por
instituciones capaces de imponer el reconocimiento universal de la
lengua dominante, es la condición de la instauración de relaciones
de dominación lingüística”

Pierre Bourdieu

Hay algo sorprendente en la manera en que se concibe a sí misma la Academia


Colombiana de la Lengua. Desde su creación esta institución ha funcionado bajo la idea de
que su presencia es indispensable en la configuración del pensamiento y del
comportamiento de los sujetos, no obstante la sociedad ha atravesado por notables
cambios que la Academia obstinadamente parece haber pasado por alto. La premisa que
se lee en las primeras páginas de su fundación “el agua para la vida, la mano para la
civilización y el idioma para la cultura son los tres pilares que nos constituyen ente social
espiritualizado” (Anuario, 1874: 8), deja ver un sistema de creencias dispuesto a sostener
cualquier emprendimiento en nombre del progreso de la nación, sobre todo si se trata de
una nación por construir y, por tanto, de unos sujetos que moldear en la lengua al arreglo
de las exigencias de una identidad con la patria.

Tras el convencimiento de los académicos de convertirse en cuerpo rector de la manera en


que hablaban los sujetos, por cuenta de su autoridad estudiosa del lenguaje, experta en
gramática y amante del español, vino el despliegue de los dispositivos de control
sustentado en unas ideas civilizadoras que tomarían forma en uno de los escenarios de
mayor alcance poblacional: el sistema de enseñanza. Hacer que los hablantes tomaran
consciencia de que uno de los caminos que llevaba al progreso de la nación era el estudio y
la práctica de los usos más estilizados de la lengua patria significó sacar de la Academia las
elucubraciones concebidas en su interior y ponerlas en un terreno directamente ligado a la
creación y difusión de las políticas culturales derivadas de la actividad gubernamental. De
nada servía insistir en la importancia de cultivar las letras en Colombia para conseguir un
ascenso en la escala de la civilización si se quedaba en unas prácticas ensimismadas,
autorreferenciadas y repetitivas que los académicos realizaban a modo de juntas y tertulias
llenas de asistentes ʿelegidosʾ y de una publicación dirigida a lectores ʿselectosʾ. La

74
inclusión de la población fue, entonces, decisiva para los propósitos de la Academia, no
para hacerla partícipe de la elección de los usos lingüísticos más prestigiosos, sino para
ejercer sobre ella el poder de la norma de la lengua portadora, según se decía, de los
valores religiosos y patrióticos de la nación.

En función de dichos propósitos diremos aquí que gran parte de la labor de la Academia
consistió en intervenir el sistema de enseñanza de la época mediante la transformación de
los programas curriculares de primaria y secundaria respaldada por la gestión de los
académicos en calidad de administrativos del Ministerio de Instrucción Pública y por la
adopción de textos, de estos mismos académicos, determinantes en el contenido de tales
programas. Cada uno de los principios fundadores de la Academia que giraban en torno a
los asuntos del lenguaje halló su correlato en distintos puntos del sistema que de forma
articulada lograron guiar todo su modo de operación hacia la aceptación de una autoridad
encarnada en la Academia.

En términos de lo que implica la reflexión sobre las prácticas de esta institución realizadas
en el sistema de enseñanza de la época veremos la importancia de la educación en la
implementación de las políticas lingüísticas de la Academia con miras a la consecución de
sus propósitos civilizadores. Así mismo, advertiremos sobre la manera en que se llevó a
cabo la difusión de la lengua literaria, que toma forma en la variedad estándar, en el
escenario educativo, y los modos en que se crearon las condiciones para llegar a aceptar
esta variedad de lengua como norma, no sin antes aludir al proceso de elección y
codificación de la norma lingüística que implicó serias disputas con el partido liberal y la
producción de un número considerable de obras que definieron los usos correctos del
español. En suma, veremos el logro de los objetivos de la Academia a través de un proceso
de estandarización que incluye etapas como la elección, codificación, elaboración y
aceptación de la variedad que fungió como norma lingüística en Colombia a finales del siglo
XIX. A este respecto hay que aclarar que no se trata de forzar unos hechos a una instancia
teórica, sino de analizar unas prácticas a la luz de unas etapas que configuran la
normalización de una lengua.

La razón del sistema de enseñanza

No cabe duda de que implicarse en el contexto de las aulas de clase, comprometido con la
formación intelectual y moral de los sujetos, garantiza la aceptación y la reproducción de
las ideas de quienes dominan el contexto. En palabras de Louis Althusser “la escuela (y
también otras instituciones del Estado, como la iglesia, y otros aparatos como el ejército)
enseña las ʿhabilidadesʾ bajo formas que aseguran el someJmiento a la ideología

75
dominante o el dominio de su práctica” (1988: 6). En este sentido, que los académicos
hubieran ocupado importantes cargos en el Estado, especialmente en el Ministerio de
Instrucción Pública como se verá más adelante, los hacía pertenecientes a una clase
política y acreedores de un poder hegemónico dispuesto a moldear las creencias y valores
sobre los que se monta la enseñanza, de acuerdo con su propia concepción de educación. Y
dado que se trataba de enseñar para civilizar, también se trataba de reproducir en cada
región y en cada generación las ideas de que el habla correcta era constitutiva del hombre
moderno civilizado.

Aparte de leer, escribir, contar y otras habilidades propias de una mente instruida, lo que
se aprende en la escuela, siguiendo de nuevo a Althusser, son “las reglas del ʿbuen usoʾ, es
decir de las conveniencias que debe observar todo agente, según el puesto que está
destinado a ocupar: reglas de moral y de consciencia cívica y profesional, en definitiva,
reglas del orden establecido por la dominación de clase” (1988: 6). De allí que para los
académicos resultara tan conveniente intervenir este sistema pues el punto de partida del
ʿbuen usoʾ en general encerraba también el ʿhablar bienʾ y el ʿredactar bienʾ del idioma lo
que de hecho significaba, para los futuros profesores y profesionales, instaurar en
cualquier intercambio comunicativo una variedad de lengua definida por la misma
Academia.

Así pues cuando se trata de difundir unos usos vinculados a una lengua que lleva consigo
las ideas del progreso y la civilización se piensa en un sistema escolar que cumple una
función decisiva en el proceso de elaboración, legitimación e imposición de dicha lengua,
en el sentido de que ese sistema “cuya acción gana en extensión y en intensidad a lo largo
del siglo XIX, contribuye sin duda a la devaluación de los modos de expresión populares,
reducidos a la condición de ʿjergasʾ, y a la imposición del reconocimiento de la lengua
legítima”(Bourdieu, 2008: 27).

En este contexto resulta de gran relevancia el maestro porque no es simplemente una


figura que transmite saberes u orienta unos métodos para alcanzar el conocimiento, sino
que es un modelo de habla y, por tanto, de pensamiento. En palabras de Georges Davy

“El maestro, por la función que desempeña, actúa diariamente sobre la facultad de
expresión de las ideas y de las emociones: el lenguaje. Al enseñar a los niños, que
solo lo conocen confusamente o que incluso hablan dialectos diferentes, en una
misma lengua, palpable y definida, les inclina, de forma natural, a ver y sentir las
cosas del mismo modo; trabaja para edificar la consciencia común de la nación”
(citado en Bourdieu, 2008: 27).

76
Según estas afirmaciones es posible decir que el interés de la Academia de entrar a
modificar los planes curriculares tenía que ver, por un lado, con la formación de maestros
disciplinados en el modelo de habla empleado en el medio académico y, por el otro, con la
multiplicación de este modelo según el ejercicio docente realizado en distintas regiones
de Colombia e incluso por fuera del contexto escolar, como se verá más adelante.

La idea de introducir los exhaustivos estudios de la lengua en la enseñanza derivó del


interés por difundir una unidad idiomática identificada con la patria. De la misma manera
que lo había hecho la Academia Española en 1844 cuando “por orden de la reina Isabel II
se decretó la enseñanza obligatoria de la ortografía académica en todas las escuelas
españolas, para lo que se estableció el uso del Prontuario de ortografía de la lengua
castellana (Martínez, 2010: 72) lo haría la Academia colombiana, pero esta vez incluyendo
textos de gramática, de retórica y pronunciación, además de los de ortografía. De esta
manera se pensó oficializar en las distintas regiones de Colombia una norma que todos
debían acatar en función del uso estandarizado del español.

Ahora bien, para entender cómo se llevó a cabo la intervención en todo el sistema escolar
por parte de los académicos pasemos a precisar el panorama educativo de esta época.
Enmarcada en un conflicto bélico y en el enfrentamiento de partidos políticos que se
disputaban la dirección de la nación, la educación tuvo una orientación “que representaba
los intereses políticos e ideológicos de los partidos, y que debía ser difundida a los
ciudadanos cuando se trataba de organizar la nación” (Martínez, 2008: 4). Muestra de ello
fue el número de reformas, leyes y decretos que se realizaron durante este periodo entre
las que se cuenta el Decreto Orgánico de Instrucción Primaria emitido el 1 de noviembre de
1871 por el que se organizó la instrucción pública y gratuita bajo los preceptos de:

“organizar y unificar la educación liberal en la primaria a través de la implementación


de las ideas de Pestalozzi; fomentar las escuelas normales para que produjeran
instructores idóneos en los principios pestalozzianos como método de enseñanza; y,
finalmente, otorgar un nuevo estatus a la profesión docente” (Martínez, 2008: 6).

Con respecto a la educación superior el Decreto Orgánico de la Universidad Nacional del 13


de enero de 1868 estableció facultades y escuelas tales como Literatura y Filosofía,
Ingeniería y Ciencias Naturales, Artes y Oficios, Medicina y Jurisprudencia. Aquí debe
subrayarse la relevancia de la escuela de Literatura y Filosofía por ser requisito
indispensable para el ingreso a las demás escuelas, excepto a la de Artes y Oficios. Esta
escuela significaba para la universidad la preparación de los estudiantes en diversas áreas

77
del conocimiento25 fundamentales para la formación especializada; no obstante, sus cursos
podían tomarse por fuera de la misma universidad en colegios incorporados a esta
institución.

En general, el sistema educativo creado por los liberales se componía de dos grandes
niveles, según se ve en los artículos 3 y 4 de la ley 106 de 1880: un nivel de primaria,
constituido por las escuelas primarias y normales, y un nivel de universitario o profesional;
“entre el primer y segundo nivel se reguló la educación normalista, el resto de lo que hoy
llamamos educación secundaria” (Martínez, 2008: 7).

Teniendo como base este esquema organizacional veremos que la influencia de la


Academia sucedió en distintos puntos de cada uno de estos niveles a través de mecanismos
muy particulares puestos en marcha esencialmente en 1881, algunos, y 1886, otros,
aunque ciertas legislaciones sobre la enseñanza concordantes con las ideas de la Academia
se dieron en momentos diferentes. En realidad se trató de un proceso de intervención
paulatino paralelo a la actividad de los académicos al interior de esta institución, pero
siempre teniendo como horizonte la instauración de una variedad de lengua símbolo de la
unidad de la nación.

En lo que sigue presentaremos la forma en que se realizó este proceso de intervención


atendiendo a aspectos ideológicos, posturas intelectuales y políticas, coyunturas históricas
y hasta acontecimientos administrativos constituyentes de una red de relaciones que
desembocaron en el campo específico de las prácticas concretas llevadas a cabo por la
Academia colombiana de la lengua.

La lucha por la definición de la norma: el inicio del proceso de estandarización

Como cada lengua instituye una comunidad en la que todos cooperamos espontáneamente
en su conservación para efectos indispensables de comunicación, ésta se asume como un
valor, un bien del que nadie puede prescindir y en ese sentido del que nadie debiera
disponer para gobernar sobre otros. Más aún, la búsqueda de la unidad en la conformación
de una nación convierte a la lengua en un medio de inclusión en el sistema de bienes que
ofrece dicha nación y al uso de dicha lengua en objeto de moldeamientos que garanticen la
homogeneidad de los hablantes con miras a la difusión de las pautas estatales en el
sistema de distribución de derechos y deberes (Unamuno, 2004). Para el caso colombiano,

25
En el artículo 8 de la ley 106 de 1880 puede evidenciarse la composición del programa de esta escuela con
17 cursos: “castellano inferior, castellano superior, francés inferior, francés superior, inglés inferior, inglés
superior, alemán, aritmética, geografía, álgebra, geometría, física, cosmografía, historia universal, filosofía,
biología y ortología, ortografía y métrica” (Anales, abril 1880: 104).

78
el escenario político después de la segunda mitad del siglo XIX, puso sobre la mesa, a través
de la Academia, la importancia del español como lengua del Estado y en consecuencia el
trabajo que debía adelantarse en términos de la uniformidad de su uso. Todos los estudios
filológicos realizados por los académicos responden a la etapa del conocimiento científico
del español que junto a la rehabilitación de los clásicos y el latín se constituyeron en los
fundamentos sobre los que se estructuró el uso estandarizado o variedad estándar, esto es,
“la modalidad de utilización de la lengua que por razones políticas o sociales ha sido
escogida como la de mayor prestigio dentro de una comunidad” (Areiza, 2004: 66).

En este sentido según Hudson (1981), en toda lengua es posible la distinción o predilección
de una variedad que se establece a través de un proceso de estandarización, resultado de
una intervención directa y deliberada de la sociedad. Dicho proceso debe pasar por fases
como la selección, la codificación, la elaboración funcional y la aceptación. Hablar de
estandarización en Colombia en el periodo que nos compete nos lleva a observar
directamente el papel que tuvo la Academia en la toma de decisiones políticas como la de
intervenir la sociedad en contextos tan particulares como el educativo, a través del
instrumento de la lengua; específicamente actuando no sobre la lengua que se entiende
como sistema abstracto, sino en relación con aquella que está impregnada de valoraciones
y frente a la cual los hablantes tienen una actitud.

La etapa de selección tiene lugar cuando se elige una variedad de lengua que se considera
como la más prestigiosa dentro de una comunidad. Con esta selección se busca que todo el
conglomerado la acepte aun cuando solo sea un pequeño grupo el que la elige.
Generalmente se trata de un proceso liderado por una élite cultural y política que goza de
algún tipo de prestigio, de manera que como resultado, la variedad seleccionada se
convierte en un modelo a seguir y, a su vez, en un factor identitario de la comunidad que la
acoge. Por considerarse heredera legítima de la Real Academia y por reunir a figuras
sobresalientes en la política del país, la Academia asumió esta labor bajo la premisa según
la cual el círculo de intelectuales de tendencia liberal que hasta ahora había liderado
tácitamente la conformación de la variedad estándar lo había hecho sin ningún parámetro
uniforme, de modo que antes que fungir como una autoridad reguladora, se venía
imponiendo a este respecto una tendencia anárquica donde cada quien se expresaba
atendiendo a criterios “espurios”, o sea, no exclusivamente lingüísticos. Es en este marco
de ideas en el que la unidad de la lengua se constituyó en un objetivo de la Academia y la
Academia misma se concibe como restauradora de un orden perdido o por lo menos
inexistente. Diego Rafael de Guzmán lo expresó así:

“Si quedan obstáculos para la realización de nuestras esperanzas de restauración


literaria, es porque se trata nada menos que de erradicar ideas que los adversos a

79
toda autoridad y a toda sanción han querido enlazar con otras que nada tienen que
ver con las relativas a la letras, lo cual procede de la misma anarquía de ideas y de
lenguaje que ha reinado en el campo en que ellas militan” (Anuario, 1874: 261).

A pesar de que la elección de una variedad estándar puede hacerse seleccionando un


dialecto particular dentro del gran abanico de dialectos disponibles en un país, es posible
también que el criterio de elección se establezca por un criterio de exclusión de la
posibilidad de elección y se opte no por una variedad existente sino por una especie de
abstracción, de ideal lingüístico que como tal carece de hablantes nativos. Esta última fue
la opción que tomó la Academia. Todo el esfuerzo por crear una variedad de lengua,
modelo de uso para los hablantes, parece una motivación claramente afín con intereses de
tipo más bien doctrinal o religioso. Esto es, con la preocupación por el aspecto de la fiel
conservación y adecuada transmisión del “espíritu creador”. Así, siendo el español una
lengua portadora de la religión cristina era necesario privilegiar en la variedad estándar de
la nueva nación el carácter de transmisora fiel del espíritu creador, y en este caso de
transmisora fiel del genio creador de los pueblos sin lugar para las tergiversaciones ni la
corruptibilidad. De allí que el acto de la escritura como forma de expresión de la nación
naciente atendiera a las formas correctas, sublimes y duraderas que solo los clásicos
podían proporcionar. La elección no recayó entonces en ninguno de los dialectos vigentes
en aquella época. Ni el costeño, ni el antioqueño, ni el payanés, ni siquiera el bogotano
fueron opciones para una variedad que en lo posible se esperaba incorruptible ya que
debía sobreponerse al tiempo y al espacio, es decir, conservarse con el paso de las
generaciones y debía ser valorada y entendida en cualquier punto geográfico de Colombia.

Sin embargo, el despliegue de las formas escritas en la prensa y la literatura, y los modos
correctos de los que hablaban las gramáticas y las ortografías distaba por mucho de ser
esta especie de variable ideal y en muchos aspectos se identificaba con rasgos
marcadamente pertenecientes al dialecto bogotano.

El ordenamiento que se propuso en el nuevo Estado libre en la primera mitad del siglo XIX,
ubicó a Bogotá como un fuerte escenario de poder, entre otras razones, porque “las
relaciones políticas y socioeconómicas, así como las formas ideológicas que hicieron
posible al Estado-Nación tuvieron como uno de sus centros generadores principales a
Bogotá, además de convertir a la ciudad en foco de atracción para las diversas élites
provinciales” (Mejía, 2000: 14-15).

Estas élites provinciales junto con las élites tradicionalmente residentes en Bogotá fueron
las encargadas de liderar el proceso de constitución de un Estado moderno, por lo que en
adelante se hicieron acreedoras de las claves que llevarían al país a tal condición
respaldadas por la idea de que “todo Estado se ha constituido sobre la base de una

80
concentración de poder que se materializa territorialmente en redes urbanas que tienen
como eje a la capital” (Mejía, 2000: 20). En este sentido, si Bogotá era la capital, debía ser
el centro del pensamiento moderno y foco de la actividad civilizadora, y desde allí debía
proyectarlos al resto del país. Una de las manifestaciones más claras de esta concentración
de poder en la capital fue la política de centralización de gran parte del sistema educativo.
Mientras la enseñanza primaria tuvo una distribución en todo del país, la enseñanza
secundaria, que comprendía los estudios de literatura y filosofía y los de ciencias aplicadas,
solo se impartía en la ciudad de Bogotá. Así lo enuncia el artículo 7 de la ley 106 de la
instrucción pública que para 1880 aún decretaba dicha centralización: “la educación
secundaria y la educación profesional continuarán centralizadas en la capital de la
república” (Anales, enero 1881: 40). Esta estrategia de concentrar los niveles más altos de
la enseñanza en Bogotá tuvo como consecuencia la formación de intelectuales
reproductores de la ideología capitalina civilizadora y, al mismo tiempo, el refuerzo de una
clase dirigente que proyectaba al país desde Bogotá hacia la periferia.

Sumado a lo anterior, que la formación de bachilleres y de profesionales solo sucediera en


Bogotá tenía como resultado la absorción de los dispositivos civilizadores por una doble
vía, la del ámbito académico y la de la dinámica de la ciudad capital, dispositivos que por
efecto de la diáspora profesional llegarían a distintos puntos del país. Pero más allá de
esto, y para el caso que nos compete, significaba todo un moldeamiento del
comportamiento lingüístico pues dentro de las claves civilizatorias se debía contar con la
enseñanza del uso correcto de la lengua, rasgo portador de prestigio y transmitido a través
del sistema educativo. Todo esto permite afirmar que dada la confluencia de factores
considerados civilizadores en Bogotá, el requerimiento en los intercambios lingüísticos era
el de una variedad clara en su pronunciación, neutra en su acento, compleja en su
estructura gramatical, correcta en ortografía y elevada en el uso del léxico. En otras
palabras, para una ciudad que pretendía ser el centro del proyecto civilizador debían
existir usos del español civilizado y si Bogotá se había definido como aquel lugar, entonces
existía un consenso tácito en torno a que la variedad con mayor prestigio era o tendría que
ser la bogotana.

Esto que era tácito entre los hablantes se hizo explícito al fundarse la Academia. Decir que
era importante seguir las reglas de la gramática del español para conseguir el progreso de
la nación a partir del progreso individual de los hablantes, pasando de bárbaros a
civilizados, fue el principio de una disputa política abierta con el partido liberal, dueños del
poder en ese momento. La disputa entre liberales y conservadores, este último partido al
que pertenecía la mayoría de los académicos, aparte de manifestarse en esferas
económicas, educativas, sociales, tuvo una expresión clara en la escritura,
particularmente, a través de la ortografía. Mientras los liberales seguían las pautas

81
ortográficas consignadas en la gramática de Andrés Bello, instauradas como norma desde
1861, los conservadores abogaban por el uso ortográfico que dictaba la Academia
española. Los dos siguientes fragmentos son tomados de La unión liberal periódico de
tendencia liberal de 1879 y de Debates del senado de plenipotenciarios documento oficial
emitido por el mismo senado durante el mandato liberal, respectivamente:

“Jamas en los últimos años había estado el partido liberal del pais con una situacion
mas difícil i azarosa que la presente. En el trascurso de 1860 para acá ha habido
divisiones, estraños pronunciamientos locales i revoluciones jenerales […]. (Neiva 17
de junio, N°1: p. 1).

“Nótese bien, que mis contendores dicen que es prohibido enajenar territorio a un
Gobierno estranjero; de manera que, según ellos, no hai prohibición para hacer la
enajenación a un particular o compañía; i si al cederse o enajenarse los baldío, se
desprendiese el gobierno de su soberanía inmanente, de su dominio, resultaría que
un particular o compañía dueños de tierra, podían establecer autoridades i lejislar en
ellas i sus habitantes” (Bogotá 14 de septiembre de 1870, N 17: p 129).

Como se ve, hay un empleo exclusivo de j para representar el fonema /j/ (jenerales,
lejislar) y de i para representar el fonema /i/, tanto en final de palabra (hai) como en la
conjunción copulativa (difícil i azarosa). Adicionalmente, se observa en lugar de x la
escritura de s ante consonante26 (estraños, estranjeros). “Estos tres rasgos conforman lo
que se dio en llamar ʿortograea chilenaʾ, que durante mucho Jempo tuvo gran
seguimiento, e incluso respaldo oficial, no solamente en ese país, sino en otras partes de
América” (Ortografía RAE, 2010: 33). En consonancia con la ideología de estos liberales
colombianos, sus representantes se acogieron a una ortografía dirigida a “los habitantes
de Hispano- América”, como lo enuncia Andrés Bello en su gramática. El hecho de ser un
país libre no solo tenía que ver con la expulsión de los españoles del territorio americano,
sino que también significaba la libertad para decidir sobre bienes simbólicos como la
lengua e introducir cambios sustentados en las palabras de Bello: “El adelantamiento
prodijioso de todas las ciencias i las artes, la difusión de la cultura intelectual, i las
revoluciones políticas, piden cada día nuevos signos para expresar las ideas” (1875: 13).

En contraposición a estas formas de escritura la Academia colombiana planteaba una


ortografía ligada a los preceptos ortográficos de la Academia española queriendo mostrar
con ello conservación de la tradición y lealtad a la institución. El uso de y a final de palabra
y como conjunción copulativa, de g delante de i y e representado el fonema /j/ y de x
delante de consonante fueron el signo de la beligerancia lingüística más explícito contra
26
Esta propuesta ortográfica de 1835 tuvo como autor a Francisco Puente con su obra De la proposizion, sus
complementos i ortografia, primera obra publicada en Valparaíso sobre reforma ortográfica (Martínez, 2010).

82
los liberales. Así lo demuestra la prensa conservadora con El Repertorio colombiano,
revista que se empieza a publicar desde 1878 y por supuesto la revista de la Academia, que
desde su inicio publicó con esta norma ortográfica.

“Hoy más que nunca, tras las desgracias de que la Patria ha sido una víctima, se
siente la necesidad de pensar con detenimiento y de encaminar los espíritus,
especialmente de los jóvenes, á estudios serios que vayan curándonos de la
superficialidad y la ligereza que pudiera decirse nos han sido geniales y que han
contribuido no poco a lamentables extravíos” (Repertorio Colombiano, julio 1878:
1).

“¡Feliz la Academia Colombiana si con esta publicación corresponde a la confianza


de la Española y abre la carrera a las otras Academias hermanas en el generoso
empeño de levantar el magnífico monumento que aspira a consagrar a las letras
castellanas! ¡Dichosa si despierta de su letárgico abandono, o aleja de las luchas
fratricidas, ingenios adormecidos o extraviados, inteligencias y corazones dignos de
servir a la verdad, a la libertad y a la patria cultivando con noble emulación las
letras y las artes!” (Anuario, 1874: 19).

Tanta fue la irregularidad ortográfica en este periodo que algunos escritores atendieron a
reglas correspondientes solo a la primera etapa de la simplificación ortográfica27 propuesta
en Chile, resultando de ello una escritura del tipo rrazón por razón y, en tiempos
compuestos, a decaído por ha decaído. Toda esta fluctuación ortográfica alcanzó fuertes
debates en sesiones del Congreso en 1876 cuando Miguel Antonio Caro, al solicitar un
local para las reuniones de la Academia, fue calificado de ser soldado póstumo de Felipe II,
de usar la y griega, característica de aquel monarca y de dedicarse a rezar el rosario junto
a los otros académicos en sus juntas, según lo mencionan los mismos académicos en su
Anuario.

El ejercicio político de representantes del gobierno colombiano en el exterior,


especialmente del general Sergio Camargo, miembro del partido liberal, también se vio
interpelado. En 1879, siendo diplomático de Colombia en Francia e Inglaterra, el general
Camargo envió un comunicado al gobierno colombiano diciendo “que el uso de la
ortografía llamada americana en notas oficiales procedentes de nuestras oficinas, era
mirado en Europa como prueba de ignorancia” (Anuario, 1874: 53 II), por lo que en 1882,

27
Bajo el principio de equivalencia letra- sonido la propuesta de Bello aspiraba a implantar en dos etapas
innovaciones ortográficas sintetizadas así: primera etapa, 1. La j representa mejor que la g los sonidos en ja,
jo, ju, je, ji (general), 2. La z representa mejor que s y c en za, zo, zu, ze, zi (la c para ca, co, cu), 3. suprimir
la h muda (ombre) y la u muda de qu, 4. Usar i en vez de y siempre que represente vocal (rei) y conjunción,
y 5. Escribir rr siempre que se pronuncie la vibrante múltiple (rrazón, alrrededor); segunda etapa: usar q en
vez de c: (qasa) y suprimir u muda de gue, gui. (Rosenblat, 1982).

83
por resolución expresa del Cuerpo Legislativo, se decretó el uso de la ortografía pura e
íntegra de la Academia española. Con esta resolución, se zanjó la disputa entre liberales y
conservadores, en términos ortográficos, saliendo victorioso el Partido Conservador con la
aplicación de una norma ortográfica que, en adelante, no solo regiría para los documentos
oficiales, sino para toda la escritura en Colombia en general.

Aparte de ser una anécdota aislada dentro de la disputa ortográfica, fue esta resolución,
este gesto político y administrativo lo que acabó de definir la variedad estándar de que se
ha venido hablando: variedad avalada entonces por un documento oficial que conllevaba
todo el prestigio de un uso normativo insistentemente impulsado por la academia
colombiana y promovido en el sistema educativo donde hubo una importante intervención
de este organismo como se verá más adelante.

Fijado el seguimiento a la ortografía de la RAE, cada reforma impulsada por esta institución
era acatada por la Academia colombiana y difundida en los diferentes medios, como se vio
en 1882, cuando se cambió en la prensa la forma de acentuar, ya no por el acogimiento a
una norma estatal, sino por intervención directa de los académicos. Así se comenta en su
Anuario: “una explicación hecha a los cajistas ha bastado para introducir de un día para
otro en la prensa de esta capital, con notable exactitud, la reforma de acentuación recién
estatuída por la Academia madre” (Anuario, 1874: 550).

Escribir sobre la lengua para fijar la norma

Una vez elegida la variedad estándar, el grupo de políticos, intelectuales o académicos se


constituye en una entidad que vela por el buen uso y define pautas para decidir qué es
correcto y qué no lo es. En otras palabras, se trata de codificar la variedad que se
promueve como la representante de la unidad nacional y, por ende, la más clara para la
comunicación. El proceso de codificación supone que aquella entidad compuesta de
agentes reconocidos en la sociedad toma forma en una organización encargada de “fijar y
darle esplendor” a esa variedad a través de la elaboración y publicación de diccionarios,
gramáticas y ortografías que contienen la norma rectora del habla de todos los miembros
de la comunidad.

Antes de examinar la producción de la academia y de sus académicos, resulta interesante


repasar el significado que para la Academia adquirió el diccionario: “es el libro más
importante de cuantos a este estudio (relacionados con el hombre) se refieren; porque en
él, además de la ciencia gramatical, se contienen en compendio la historia, la civilización y
las costumbres de un pueblo en particular” (Anuario, 1874: 211). En este sentido, lo
concerniente al ʿhombreʾ emerge en el diccionario pero de una forma codificada al arbitrio

84
de quien lo produce.28 En cuanto a sus acepciones, “debe consignar y distinguir las
acepciones clásicas y populares y las científicas” (Anuario, 1874: 212), haciendo claridad en
que la exactitud y la minuciosidad se define “gracias a lo clásico”. Si bien la literatura que
veneran los académicos muestra de forma evidente la valoración de la antigüedad, el
diccionario no queda a un lado sobre todo cuando se echa un vistazo al Diccionario de
Autoridades de 1726, primer diccionario de la Real Academia de la Lengua y fundamento
de los siguientes, “en el que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y
calidad” según se lee en su portada. El hecho de ser de autoridades proviene de lo
consignado en su prólogo:

“Como basa y fundamento de este Diccionario, se han puesto los Autóres que ha
parecido à la Académia han tratado la Lengua Españóla con la mayor propriedád y
elegáncia: conociéndose por ellos su buen juicio, claridád y proporción, con cuyas
autoridades están afianzadas las voces, y aun algunas, que por no practicadas se
ignóra la noticia de ellas, y las que no están en uso, pues aunque son própias de la
Lengua Españóla, el olvido y mudanza de términos y voces, con la variedád de los
tiempos, las ha hecho yá incultas y despreciables” (1726).

Para 1875 este diccionario aún gozaba de gran prestigio en Colombia, tanto que la misma
Academia colombiana solicitaba una reimpresión, entre otras cosas, para distinguirlo del
Diccionario vulgar el cual consignaba “el caudal común de la lengua”. Esta solicitud tuvo
respuesta en 1876, cuando por petición de la Academia española se invitaba a los
académicos colombianos a “coadyuvar a la corrección y perfeccionamiento del nuevo
Diccionario de Autoridades con que la Real Academia ha resuelto reemplazar su más
afamada obra, publicada en seis tomos de 1726 a 1739” (Anuario, 1874: 234). Meses más
tarde, la academia colombiana ya tenía acopiadas algunas anotaciones y sugerencias para
aumentar los volúmenes con nuevas lecturas, por ejemplo, considerando un capítulo de
provincialismos cuyo experto en Colombia era Rufino Cuervo, o uno de refranes y dichos a
quien José Caicedo Rojas había dedicado buena parte de producción, o uno de poesía
popular el cual tendría como referente la obra de Rafael Pombo quien había “dado atento
oído a ella desde su niñez” (Anuario, 1874: 235). Figurar en un diccionario de autoridades
significaba para los escritores de ese entonces hacerse acreedores de un reconocimiento
tal que nadie podía cuestionar la perfección de su composición, es decir, eran verdaderas
autoridades en pleno ejercicio de constitución de la norma lingüística. De allí, el afán
explícito de estos autores colombianos de hacer parte de dicha obra.

28
Una aproximación al trabajo lexicográfico desde la ideología muestra que las acepciones “reflejan valores y
normas de comportamiento que las circunstancias culturales, sociopolíticas y religiosas de una determinada
nación, comunidad o sociedad, vehiculan a través de elecciones discursivas y léxicas” (San Vicente, 2011: 28).

85
En 1874, la Academia colombiana participó en la elaboración de la duodécima edición del
Diccionario de la Academia Española, con una revisión de más de 200 palabras y una serie
de observaciones a cargo de Rufino Cuervo. En estas observaciones Cuervo sugiere que en
la definición de los verbos se abra un “paréntesis cuadrado que abrazase el régimen que el
verbo no contiene en sí, porque pondría en claro el modo en que ha de usarse: MESAR.
Arrancar [los cabellos o barbas] con las manos” (Anuario, 1874: 213). Esta manera de
precisar la definición fue la ruta que tomó la Academia para evidenciar formas de uso
correctas e incorrectas. Más que señalar explícitamente “es correcto decir…” o “no se debe
decir…”, el diccionario, como lo sugirió Cuervo, prescribía a través del régimen queriendo
decir con ello que si éste se obviaba se incurría en un error. Sumado a ello, las marcas de
uso29 como antiguo, voz poética y retórico indicaban al hablante el uso adecuado de las
palabras según su contexto, de modo que las elecciones del vocabulario también estaban
sujetas a una norma lexicográfica. Así mismo, la inclusión de sinónimos en ciertas palabras,
según Cuervo, ayudaba a “percibir con alguna, si no con toda claridad, las delicadas
diferencias que constituyen la sinonimia (Anuario, 1874: 213 I), dando a entender al lector,
como en una especie de escala, el prestigio que conllevan las palabras. Estas observaciones
junto a otras 10 correspondientes a modificaciones en la estructura de las definiciones,
inclusión de nuevos vocablos y sugerencias para la organización alfabética, se tradujeron
en el aporte de estos académicos colombianos a la instauración de la norma de la lengua
española, venida directamente de España y aplicada en todo el territorio americano. Si bien
este diccionario no es un producto que se pueda contar dentro de las tantas publicaciones
de los académicos de Colombia, sí debe considerarse como ejercicio reflexivo y normativo
de la lengua por parte de la academia colombiana ya que, en últimas, la norma en el uso
del léxico de los hablantes del español tenía como referente el diccionario de la RAE que
para la duodécima edición ya contaba en muchos artículos con las anotaciones
gramaticales de Rufino José Cuervo.

Con el propósito de eliminar “la incertidumbre y perjudicial confusión que ocasionan unas
mismas voces americanas, que suelen designar objetos diferentes, diferentes voces un
sonido idéntico y objetos parecidos pero no idénticos a los europeos” (Anuario, 1874: 548),
la Academia colombiana acordó la elaboración de un Diccionario de provincialismos de
Colombia. El acuerdo, realizado el 15 de abril de 1882, constó de 8 artículos en los que

29
El Diccionario de uso, en general, contiene marcas y abreviaturas que aportan a las acepciones el contexto
de una palabra y restringen o condicionan su uso. Estas marcas se dividen en distintas categorías según el
tipo de información que proporcionen: categoría gramatical (clase, género), nivel de la lengua (culto, vulgar),
registro del habla (coloquial), contexto técnico (astronomía, matemáticas, lingüística), contexto
geográfico (América, Jaén, Cuba, Antillas), cronología (poco usado, en desuso, anticuado), intención del
hablante (despectivo, irónico) y valoración con respecto al mensaje (malsonante, eufemismo).

86
determinaba, aparte de la metodología y la distribución del trabajo, los siguientes
objetivos:

“definir los provincialismos de Colombia y facilitar su inteligencia a los extranjeros;


consignar los términos que, siendo significativos de cosas peculiares de nuestra
naturaleza y costumbres, no tienen equivalencia castellana, y recomendarlos para
que puedan ser incorporados, en calidad de tales, en el diccionario general de la
lengua; y tildar las voces y locuciones corrompidas o arbitrarias, señalando la forma
o correspondencia castiza y propia que ha de usarse” (Anuario, 1874: 548).

Ya en las Apuntaciones de Cuervo había un adelantado trabajo de este tipo con respecto al
habla de Bogotá, por lo que la propuesta de este diccionario era ampliarlo a todas las
regiones de Colombia. A pesar de que fue una labor que nunca se terminó30, se trataba de
toda una labor de intervención de los dialectos por fuera del bogotano, aplicando la norma
homogeneizadora al señalar formas correctas y prestigiosas a usos tan populares y
diversos en cada región. A este respecto, afirmaron los académicos que era de gran interés
“ver cómo lucharían esos nombres, cada cual por ser el preferido, en el campo de nuestra
selección natural, en el juego de los gustos e instintos de la masa popular” (Anuario, 1874:
549).

Con el propósito de “fijar la forma castellana, vaga e indecisa, de tantos nombres propios
de frecuente uso en las Letras” (Anuario, 1874: 50 II) se empezó la elaboración de un
Diccionario clásico español, o sea de geografía, historia, biografía y mitología de los griegos
y romanos con aportes de los mismos académicos quienes llevaban a sus juntas ordinarias
papeletas de nombres con los respectivos ejemplos de autoridades que se iban
acumulando en orden con las correspondientes observaciones, según lo relata Rafael
Pombo en la reseña anual de la Academia de 1884. En este mismo año se anunció el
trabajo que adelantaba Cesar Conto y Emiliano Isaza sobre el Diccionario ortográfico de
apellidos y de nombres propios de personas, con un apéndice de nombres geográficos de
Colombia, finalmente publicado en 1885 a la que le siguieron 9 ediciones, la última en
1924. Además de incluir anotaciones sobre el origen de un buen número de apellidos, este
diccionario reglamentaba la ortografía de los apellidos y sus variaciones.

30
En la junta de la Academia de 1914 Diego Rafael de Guzmán anunció que “por no haber tomado aún
posesión de sus plazas los miembros electos, no ha sido posible emprender formalmente el trabajo de lo que
se ha llamado Diccionario de provincialismos. No ha de ser este a mi entender un inventario escueto de voces
usuales de Colombia, sino un registro en que se comprendan con observación técnica y clara locuciones,
frases, giros, resabios del lenguaje oral y de estilo que ocurren no solamente en el habla vulgar sino en
escritos” (Anales, 1914:62). Con este anuncio se frustró, en parte, uno de los mecanismos de los académicos
para eliminar las incorrecciones del habla la contaminación literaria.

87
Sin duda, el diccionario más sobresaliente fue el Diccionario de construcción y régimen de
la lengua castellana de Rufino José obra reconocida como “el mayor monumento de la
filología hispánica” (Cruz, 1994: 564) dedicada al ordenamiento y disposición de las
palabras en relación con la concordancia y su régimen31. A pesar de ser una obra
comenzada por Cuervo con la redacción y publicación de los dos primeros tomos (letras A-
D) fue una obra culminada hasta 1994 con la participación del Instituto Caro y Cuervo. Por
su complejidad, desde el inicio fue pensado para “investigadores de la lengua castellana,
profesores de lingüística, de historia de la lengua, de gramática, semántica y todos los que
quieran escribir con pulcritud” (Cruz, 1994: 568), por lo que claramente se trataba de la
perfección en el uso de la lengua difundida en un círculo bastante reducido encargado, a su
vez, de propagar esta norma a través de su propia actividad.

Estos cinco diccionarios que se ponen en marcha como parte de la actividad de algunos
miembros de la Academia muestran el afán por codificar la lengua y definir para ella los
usos correctos en distintos niveles sociales, según el tipo de lector determinado en cada
obra. Y aunque algunos de ellos nunca llegaron a terminarse, la intención del
emprendimiento contó para afirmar que desde la Academia se estaban haciendo obras
para trazar el camino de la civilización.

En cuanto a las ortografías, la labor de la Academia se expresó a través del trabajo de José
Manuel Marroquín recogido en el Tratado de ortología y ortografía de la lengua castellana.
Como experto en el tema, y en representación de la misma Academia, se acogió y
prescribió en sus textos la norma que dictó el Prontuario de Ortografía de la Real
Academia, aunque en su opinión el dictamen de autoridad debía ser más severo en el
imperativo pues no podía dejarse a criterio de los hablantes la elección de la acentuación
diciendo que simplemente era ʿconvenienteʾ, más bien tenía que ser explícito diciendo que
era un ʿdeberʾ: “Dice, por ejemplo, el prontuario (13° edición) que conviene acentuar a
saúco, aúlla, Cándia, aláfia y paraíso. Dado caso que la cosa sea útil, sería preferible que se
hubiera dicho que se debía hacer” (Anuario, 1874: 118). Vale decir que el ajuste a la
ortografía de la RAE sucedió solo hasta la 5° edición de su Tratado (1858). En el prólogo se
puede leer: “Al hacer las cuatro primeras ediciones de esta obra no nos atrevimos a

31
Se trata de un diccionario que se interesa por el orden de las palabras en la oración, por las concordancias
gramaticales que deben existir entre los diferentes elementos de la oración, por la dependencia de una
palabras con respecto a otras, por las preposiciones que exigen ciertos verbos para formar sus complementos
y por plasmar un modelo de uso de lengua a través de los autores de quienes toma los ejemplos que reposan
en cada definición. Por ejemplo, la palabra EDUCAR aparece con 6 acepciones diferentes entre las que se
encuentra “[…] b) Aplícase en especial al desarrollo intelectual (trans.). α)˂˂Educarle [al hombre] no es otra
cosa que ilustrar su razón con los conocimientos que pueden perfeccionar su ser.˃˃ Jovell. Trat. de enseñ. 2°
cuestión (R. 46.232). Con en. ˂˂Los preceptores de gramáJca que estén en ejercicio de enseñarla, no podrán
tener niños en sus casas o fuera de ellas para imponerles y educarles en este noble arte de leer, escribir y
contar.˃˃ Nov. Recop. 8.1.4 (3. 470)” (Cuervo, 1994: 30).

88
declararnos contra los abusos que en punto a ortografía se habían introducido en Colombia
y en otros países hispanoamericanos” (Marroquín: 1858: 2). Por ser texto escolar, base del
aprendizaje de la ortografía en las escuelas, esta obra prescribió hasta su anterior edición la
propuesta de Bello ya que luego la cambiaría por la de la Academia española.

Por parte de Manuel Marroquín también se debe contar su artículo “De la neografía en
América y particularmente en Colombia” publicado en el Repertorio Colombiano en el cual
analiza parte de las reformas ortográficas y sus causas sucedidas después de la
independencia, así como las diferencias trazadas entre los partidos liberal y conservador
con respecto a la ortografía y sus implicaciones en la pronunciación. Hacia el final,
Marroquín recomienda a los lectores “el restablecimiento de la antigua ortografía
castellana [la de la Academia Española] porque es uno de los resultados del movimiento
sensible y universal hácia la perfección y hácia la uniformidad en el uso del idioma”
(Marroquín, 1879: 425).

Aunque la formación de Carlos Martínez Silva no se inscribía en los asuntos del lenguaje, su
obra Compendio de historia antigua “tiene un valor literario porque se investiga la legitima
escritura y acentuación castellana de los nombres históricos, que suele andar errada y muy
varia en los libros” (Anuario, 1874: 553). No obstante Andrés Bello y Rufino Cuervo, en sus
Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, además del mismo Marroquín, se
ocuparon de la norma ortográfica, la autoridad ante todo la tuvo siempre la Academia
española cuya justificación se hallaba en la tradición. A la fecha sigue dictando la norma,
solo que ha incluido un argumento social. La Ortografía de la lengua española de 2010
presenta en su introducción aseveraciones del tipo: “[la ortografía] no es un simple adorno,
sino condición necesaria para el completo desarrollo de la persona, como individuo y como
ser anclado a la sociedad, en la medida en que la escritura es hoy fundamental como
soporte del conocimiento y como instrumento de comunicación” (Ortografía, 2010: 23).

Según la Academia, en términos de lo que definía y se define aún, la ʻbuena ̓ ortografía era
la imagen social o el prestigio obtenido. Sin duda alguna, pertenecer a un círculo de alto
reconocimiento social tenía que ver con pronunciaciones correctas (neutras) en el nivel
oral y usos acertados (tildes, puntuación) en lo escrito. En últimas, la máxima expresión de
la lengua española se alcanzaba a través de la ortografía pues ella era “símbolo de unidad
que se extiende por encima de todas las variaciones geográficas y sociales” (Anuario, 1874:
116).

Si la ortografía daba esplendor a la escritura, la buena pronunciación daba brillo al habla,


de manera que en 1887 se hizo obligatorio en la formación universitaria el estudio de Arte
de hablar en prosa y en verso de José Hermosilla, una obra compendiada por Enrique
Álvarez, miembro correspondiente de la Academia. La conversión en texto universitario

89
tenía como precedente el hecho de haberse impuesto en las aulas españolas “por Real
Orden hasta 1835, pero su autoridad, casi indiscutida, cubrió todo el siglo XIX y los
comienzos del XX” (Dorra, 2011: 2). De allí que se haya adoptado en Colombia como
referente de la clase de retórica. Lo mismo sucedió con Lecturas selectas en prosa y verso
para los alumnos de las escuelas de Colombia (1880) de José Joaquín Ortíz, texto adoptado
por la Dirección de Instrucción Pública para los niveles de primaria.

En relación con las gramáticas, habría que empezar por decir que aunque la Gramática de
la lengua castellana destinada al uso de los americanos de Andrés Bello, fue una de las
obras más elogiadas por la Academia, el uso de la lengua de los colombianos en el siglo XIX
fue regido por la Gramática de la lengua castellana de 1771 de la Real Academia de la
Lengua, excepto en el periodo de la hegemonía liberal como ya se mencionó. De nuevo, la
lealtad de la Academia colombiana hacia la española sugería progresos en el
estrechamiento de los lazos y en el avance de la formación de un solo bloque autoritario
listo para actuar en caso de alguna incorrección. Hay que aclarar que los modos de declarar
la autoridad pasaron por un par de modificaciones provenientes de la transformación de la
noción misma de gramática. Mientras en la gramática de la Academia española se lee que
gramática “es el arte de hablar correctamente”, en la de Bello se amplía a: “la gramática de
una lengua es el arte de hablarla correctamente, esto es, conforme al buen uso, que es el
de la gente bien educada” (Bello, 1921: 6). Salta a la vista el espíritu normativo en la labor
del gramático que debe legitimar, no un uso cualquiera, sino el de los ʻdoctos ̓ y así mismo
procurar la unidad de la lengua al dar ventajas al entendimiento de los hablantes de
distinta procedencia. De allí, que la gramática fuera ʿvehículo de civilizaciónʾ.

En 1881, Marco Fidel Suarez tomó posesión de su lugar como miembro de la Academia y en
su discurso correspondiente develó nociones de la lengua en la gramática de Andrés Bello,
sujetas a serios debates si se evaluaba desde la nueva ciencia del lenguaje. Afirmando que
el propósito de la gramática era “el de sujetar a análisis científico el más admirable de los
fenómenos después del pensamiento, el de estudiar ese ʻsagrado suelo ̓ con la misma
atención, con el propio cuidado con estudian el naturalista la tierra que nos sustenta”
(Anuario, 1874: 382), desechó la tarea de distinguir las buenas locuciones de las malas.

Desde este punto del panorama que hasta aquí se ha trazado, puede comenzar a
observarse el conjunto de saltos y retrocesos hacia la visión moderna del lenguaje donde la
gramática se desplaza de un entorno meramente prescriptivo a uno eminentemente
teórico. Ya no contaba la descripción para decir si esto o aquello era correcto o no, contaba
la explicación para afirmar cómo funcionaba la estructura interna de la lengua. No
obstante, y como se verá además en otros casos más adelante, el compromiso político con
una población ʿmal habladaʾ puesta en la ruta civilizadora bajo la constante actualización de

90
la antigüedad, considerada la perfección de la edad clásica, puso a Marco Fidel Suárez en
posición de afirmar que “en tiempos de decadencia la tarea del gramático es más
conservadora que progresiva” (Anuario, 1874: 386). Es decir que de alguna manera vuelve
a la noción de perfección de la lengua conseguida a partir de la aplicación de reglas
gramaticales del ʿbuen decir ̓.

Existe pues, en medio de los ingentes esfuerzos por imponer la variable de la Academia, un
movimiento oscilatorio de la propia perspectiva epistemológica desde la cual se intenta
pensar y proyectar esta variable: el movimiento pendular que está entre la época moderna
y la clásica, la nueva ciencia del lenguaje y la adopción de los clásicos. Este parece ser uno,
sino el más importante de los signos de identidad que configuran la actividad de la
Academia.

En la misma oscilación se halla Miguel Antonio Caro al asegurar que la labor de los
gramáticos era científica y crítica al elevar a principios las prácticas de los escritores
clásicos y señalar, a la vez, peculiaridades del lenguaje y del estilo de los escritores
preeminentes y, en ese sentido, que “jamás puede el vulgo disputar la excelencia
preeminencia a las personas cultas” (1976: 43). De lo cual se deriva que con el estudio
científico del lenguaje no desaparece la tendencia a prescribir, al contrario, hay un
argumento más para reglamentar los usos de la comunidad.

Así, el asunto de la codificación de la lengua tiene que ver con el papel de los intelectuales
prestigiosos y su manejo del idioma, pero en el caso de Colombia, habría que añadir, con
su intención de constituirse en un cuerpo que estudie y regule el uso de la lengua que por
oposición al dialecto cuenta con el privilegio de las instituciones necesarias para su
codificación e imposición generalizada. Caro resume de esta manera la importancia de
dicho cuerpo convertido en Academia:

“Por fortuna la experiencia enseña que el uso es susceptible de educación y


perfeccionamiento; que los escritores clásicos ennoblecieron y ornamentaron la
lengua; que la gramática, la lógica, la erudición y la crítica la depuran, la regularizan
y acicalan; y que las academias, conciliando lo razonable y lo conveniente, el interés
de la ciencia con los de la nación, ejercen una autoridad benéfica” (1976: 102).

Definidas las prácticas de los académicos en torno a la elaboración de diccionarios y


ortografías, pasamos a la producción de los académicos sobre gramática dentro de la cual
debe contarse aquellas que estudian la lengua española y aquellas que analizan otras
lenguas ya sea para la enseñanza y el aprendizaje de las mismas por parte de hablantes del
español o simplemente para su conocimiento. Con respecto a la gramática del español
resalta la obra de Rufino Cuervo Apuntaciones críticas a lenguaje bogotano que por su

91
amplio espectro en el tratamiento del español también puede considerarse una obra de
corte gramatical. La transformación que tuvo esta obra a lo largo de sus ediciones consistió
en darle una orientación más científica que prescriptiva, pues si bien al inicio la
preocupación de Cuervo era la de señalar y corregir las impropiedades del español de
Bogotá, luego se convirtió en la oportunidad para someter el material de las
impropiedades a “criterios científicos, válidos objetivamente, pero diferentes de las
normas estrictamente gramaticales” (Del Pino, 1980: 141). Con estas nociones, se señalaba
que las incorrecciones son parte de la evolución de la lengua y que por lo tanto la idea de
corregirla quedaba sin base. No obstante, dentro del panorama de la filología colombiana,
esta obra sigue siendo considerada uno de los puntos de referencia más importante el uso
correcto del dialecto capitalino y, en ese sentido, norma para los bogotanos y el resto de
los hablantes en Colombia.

Gramática de la lengua latina fue una obra "destinada privativamente al uso de los que
hablan castellano" (Caro y Cuervo, 1876: 5), según se menciona en el prólogo. La
especificación alude a que el texto servía de instrumento en la interpretación y
conocimiento de la lengua española dado el fondo lingüístico que tiene en común estas
dos lenguas, latín y español. Así que entender el funcionamiento del latín, significaba
entender los giros lingüísticos del español en su forma más pura, para que al ponerla al
alcance de “la inteligencias todavía incultas” tuviera el efecto transformador en la
producción de un habla culta y civilizada. Se suma a esta gramática la Gramática castellana
de Enrique Álvarez, puesta en circulación para las clases de ʿcastellano inferiorʾ después de
la reforma educativa de 1886.

Cuentan también en la producción de los académicos el Curso completo de Lengua


italiana, según el método de Robertson, para el estudio de los que hablan castellano de
César Conto32 y otras gramáticas de lenguas indígenas como Gramática, vocabulario,
catecismo y confesionario de la lengua chibcha de Ezequiel Uricoechea; Gramática,
catecismo y vocabulario de la lengua goajira de Rafael Celedón; Descripciones de la lengua
ika publicada en 1884 y 1892 por Jorge Isaacs y Rafael Celedón; y Geografía general y
compendio histórico del Estado de Antioquia en Colombia Manuel Uribe Angel. Esta obra
contiene extensos vocabularios, frases y notas de estructura y pronunciación de varias
lenguas de indígenas de Antioquia y Chocó, de acuerdo con lo que aparece reseñado en la
junta de 1886 en el Anuario. Si bien es claro que no se trataba de textos de español que
pudieran contribuir directamente al proceso de codificación de la lengua estas gramáticas
sí determinaron e intensificaron cuestiones del uso, visiones de mundo y papel de la lengua
española en las relaciones sociales dado el contraste que se establecía con estas otras

32
Gracias a la publicación de esta obra César Conto fue nombrado académico correspondiente en 1875,
según se menciona en la reseña de 1876 del Anuario de la Academia.

92
lenguas al seguir los estudios de la filología moderna. Lo que se encontraba en estas
gramáticas claramente no eran los usos correctos del español, sino una preferencia tácita
hacia los elementos constitutivos de un sistema lingüístico más ʿsofisJcadoʾ, en el caso de
las lenguas indígenas, y más ʿbelloʾ, en el caso del italiano.

Por fuera del periodo en que la academia empezó a introducirse en los modos del habla
civilizada deben tenerse en cuenta cuatro documentos especialmente destinados a la
enseñanza en las escuelas primarias. Se trata del Compendio de gramática castellana33
(1853) de Santiago Pérez, Nuevo compendio de la gramática castellana de don Andrés
Bello (1875, 3° edición) por Cesar Guzmán, Libro del estudiante: colección de tratados
elementales, obra destinada a la instrucción primaria de la juventud que se educa en las
escuelas i colejios de la Nueva Granada34 (1860) de José Joaquín Ortíz, y Compendio de la
gramática castellana de don Andrés Bello (1882) de Venancio González Manrique. Salta a
la vista la filiación a la gramática de Bello por lo que fueron obras usadas en las aulas
aproximadamente hasta 1881, según se registra en los informes de inspección escolar
publicados en los Anales de instrucción pública.

Los diccionarios, las ortografías y las gramáticas fueron complementados con artículos
sobre filología y uso, cursos de lectura, vocabularios, obras literarias y compendios de
poemas. En general, se trató de cubrir todos los frentes relacionados con las letras de la
lengua española en aras de instaurar modelos de uso, de composición, del gusto literario
de acuerdo con los parámetros de los académicos colombianos. Las siguientes obras
también hacen parte de las producciones de los miembros de la Academia colombiana

Título de la obra Autor

Notas a la gramática de la lengua castellana de Rufino José Cuervo


Don Andrés Bello e índice alfabético de la misma
obra

Muestra de un diccionario de lengua castellana Rufino José Cuervo y Venancio González

“Estudios de filología” Rufino José Cuervo

“Del uso en sus relaciones con el lenguaje” Miguel Antonio Caro

“Artículos y discursos. 1° serie” Miguel Antonio Caro

33
Esta obra procuró exponer metódica y claramente las doctrinas de Salvá, Sicilia, Bello y Martínez López
(Melo, 2006).
34
Este texto incluye Doctrina Cristiana; Historia Santa; Gramática Castellana; Aritmética; Cálculo de Memoria;
Jeografía Jeneral; Urbanidad (Melo, 2006).

93
Traducciones poéticas Miguel Antonio Caro

Diccionario ortográfico: ó catálogo de las voces Manuel Marroquín


castellanas cuya ortografía puede ofrecer dificultad

Tratado de métrica Manuel Marroquín

Lecciones elementales de retórica y poética Manuel Marroquín

Apéndice a la gramática, catecismo y vocabulario Ezequiel Uricoechea


de la lengua goajira

Vocabulario páez-castellano Ezequiel Uricoechea

El alfabeto fonético de la lengua castellana Ezequiel Uricoechea

Nuevo método para enseñar a leer César Conto y Emiliano Isaza

Gramática histórico-comparativa de la lengua Enrique Álvarez


latina

Lecciones prácticas de francés / extractadas del Venancio Manrique


curso completo de lengua francesa de T. Robertson

Curso de inglés según el sistema de Rovertson Venancio Manrique

Compendio de gramática castellana, según Salvá y Vicente González Cárdenas


otros autores

La contribución al progreso de la nación con el fomento del buen hablar a través de una
prolífica producción de textos orientados explícitamente a ello fue algo en lo que repararon
los académicos asumiendo su papel de expertos en la lengua, sobre todo en un momento
en el que el buen uso y la comprensión del español se hallaban por fuera de los dispositivos
por los que se alcanzaba la civilización. En una circular emitida en septiembre de 1881 por
el director de instrucción pública se recomendaba “fomentar e impulsar ciertas
enseñanzas” dentro de las que se encontraba la urbanidad, el aseo, los buenos modales y
la música, pero no el buen uso de la lengua. A pesar de que la enseñanza del español hacía
parte del currículo de las escuelas, éste no parecía tener la misma relevancia que los
académicos tenían mente. De allí que haya existido una intervención directa en el sistema
educativo por parte de los miembros de la academia a través de la circulación de sus
propios productos sobre la lengua española, circulación que fue complementada con la
inclusión de una gran cantidad de textos de autores que, ajenos a dicha institución,
tuvieron el mismo interés de entrar en una especie de atmósfera del ʿbuen decirʾ necesaria

94
para la constitución de la nación civilizada. El siguiente cuadro muestra las obras sobre
lengua inscritas desde 1887 hasta 1892 ante el Ministerio de Instrucción Pública:

Título de la obra Autor

Curso elemental de gramática castellana Jorge Roa

Gramática práctica de la lengua castellana Emiliano Isaza


Compendio de gramática castellana Francisco Marulanda Mejía
Tratado de sintaxis española dedicado a la enseñanza Dionisio Araujo
Tratado de ortografía española destinado a la enseñanza Dionisio Araujo

Tratado de prosodia español Dionisio Araujo

Ejercicios de ortografía española. Eduardo Gutiérrez de Piñeros


Tratado razonado de puntuación o empleo racional de los Antonio Morales
signos que sirven para dar claridad
Nueva ortografía de la lengua Castellana Virginia de Blume y María
Martínez
Vocabulario gramatical Diego Mendoza
Palabras homófonas tratadas en verso Demetrio Santander
Diccionario abreviado de galicismos y correcciones del Rafael Uribe Uribe

lenguaje.
Diccionario etimológico de palabras referentes a ciencia, Alejandro Agudelo

artes y otras materias

Libro para enseñar a leer y a escribir. Primer curso César Baquero

Libro para enseñar a leer y a escribir. Segundo curso. Guía César Baquero

para la enseñanza de la escritura combinada con la lectura


Manual del soldado para aprender a leer y escribir castellano José Bayona

Muestras de escrituras con ejercicios e indicaciones para Francisco García Rico

escribir con rapidez


Curso de Lectura. Libro Primero: lectura elemental Nepomuceno Serrano y
combinada con la escritura Belisario Canal

95
Novedades del método para la enseñanza primaria de José R. Bayona
lectura y escritura del idioma castellano

Libro de lecturas escogidas en prosa y verso, para niños y Rodolfo Bernal

niñas
Libro de lecturas escogidas en prosa y verso para niños y Rodolfo Bernal

niñas
Curso de lectura Nepomuceno Serrano

La elaboración y publicación de estos textos se constituyó así en una de las prácticas que
fijó la norma del español en Colombia, determinante en el establecimiento de los signos de
autoridad en los intercambios lingüísticos. Cada duda, evaluación o análisis sobre la lengua
remitía a la norma consignada con suficiencia en estos textos, así como el valor, el prestigio
y la riqueza en los usos del español. Esta es la forma en que la producción de los textos
gramaticales35 se articula con todo el proceso de civilización orientado a moldear los
sujetos en términos del uso de la lengua. Se trata de instalar un referente sólido como el
documento escrito, calificado como las obras de los académicos expertos, claro como el
texto escolar, suficiente como el libro producido en masa y asequible como los manuales y
cartillas puestos en las aulas de clase de todas las capas sociales. En últimas, es una norma
que, fijada en la escritura y aplicada en la oralidad, pretende alcanzar la unificación
lingüística para el progreso de la nación.

La elaboración funcional: escenarios de gestión cultural intervenidos por la Academia

Pero si bien la autoridad se concibe en manos de un grupo de académicos, esta no podría


actualizarse si no encontrara escenarios para actuar. Llegamos entonces a la fase de
elaboración funcional donde la variedad estándar “debe desempeñar algunas funciones

35
No obstante se alude a la producción de textos sobre el español, parece relevante señalar aquellos textos
elaborados para el aprendizaje de otras lenguas como prueba de la existencia de un entorno en el que la
gramática era importante, independientemente de la lengua que se tratara. Se mencionan así, los textos
registrados ante el Ministerio de Instrucción Pública entre 1887 y 1892: Método de escritura en inglés de
Froilán Gómez, El inglés al alcance de los niños de José Rivas Groot, Curso práctico de inglés de Raúl Pérez,
Curso inferior de inglés de Manuel Antonio Rueda, Tratado de verbos irregulares franceses de José Ignacio
Aranza, Prontuario de la gramática latina (Introducción al estudio de la gramática latina para el uso de los
que hablan castellano por Caro y Cuervo) de José D. Monsalve, La clave del francés. Diccionario de verbos del
castellano al francés, reglas de construcción, modelos de conjugación de Miguel Díaz Calderón.

96
sociales, sobre todo las formales, relacionadas con las prácticas discursivas requeridas en
algunas actividades como las del Estado, la academia y la iglesia” (Areiza, 2004: 69). De la
misma manera, las prácticas escriturales corporeizadas en documentos públicos,
científicos, literarios e incluso prensa difunden y fijan la norma a razón de que los
escritores adoptan la elegancia de la lengua y la formalidad que ella exige.

Sin duda alguna, el capital cultural acumulado en la Academia se propagó en los distintos
escenarios en virtud del rol social de cada uno de los académicos. Políticos, profesores,
literatos, todos en calidad de gramáticos, hicieron lo suyo en el moldeamiento del uso
lingüístico de los hablantes a tal punto de llegar a incidir en las decisiones del Estado en la
rama de la enseñanza. El posicionamiento de académicos en importantes cargos de la
instrucción pública fue haciendo efectivo el propósito de hacer llegar la norma a todos los
lugares del territorio nacional. Dentro de estos cargos cuenta, en primer lugar, el de
Miguel Antonio Caro y Diego Rafael de Guzmán como directores de la Biblioteca Nacional36
; y los de José Caicedo Rojas como director del Museo de Monumentos Históricos, director
del Museo Nacional y miembro del Consejo de la Academia de Música. Cabe decir que
debido a que estas instituciones estaban adscritas a la Universidad Nacional los puestos
que ocuparon los mencionados académicos fueron estratégicos en la constitución de los
códigos culturales sobre los que se montó el proceso de civilización.

De otro lado, en el cuerpo administrativo de la Universidad Nacional, entidad más


importante en la estructura de la enseñanza secundaria (universitaria), se ubicaron
Santiago Pérez, José Manuel Marroquín y Rufino José Cuervo como miembros principales
del consejo académico. En calidad de miembro suplente se nombró a José María Samper
quien, además, en 1883 fue designado como evaluador y consejero de textos para la
universidad. En la rectoría del Colegio Mayor Nuestra Señora del Rosario, donde se
llevaban a cabo las clases de la escuela de Literatura y Filosofía, se hallaba José Manuel
Marroquín apoyado por Carlos Martínez Silva en la dirección de la Facultad de Derecho.

En el grupo de docentes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional se


contaba a Venancio Manrique, César Guzmán, Marco Fidel Suárez, Carlos Martínez Silva y
José Manuel Marroquín en la instrucción de espacios académicos como castellano,
retórica, filosofía, inglés y francés. A este papel de docente se sumaba el de examinador de

36
Las funciones asignadas a este cargo hablan de la responsabilidad en la elección, el intercambio y la
difusión de obras transmisoras de la norma colombiana. Así se lee en el artículo 37 del reglamento de la
biblioteca nacional, correspondiente a algunas tareas del director: “formar el catálogo bibliográfico general
de la biblioteca, y en especial de las obras americanas; suministrar para su publicación en el periódico oficial
de instrucción pública los documentos que por su interés científico, histórico o literario, deban a su juicio ser
colocados en la mencionada publicación; entablar directamente la correspondencia para mantener con
regularidad los canjes de publicaciones entre esta nación y los otros países de América” (Anales de
instrucción pública, noviembre 1882: 557).

97
las pruebas anuales presentadas por estudiantes candidatos a bachiller, profesional o
doctor.

Sin embargo, el cargo oficial con más poder de ejecución en el sistema de enseñanza
ciertamente fue el de Director o Ministro de Instrucción Pública ocupado por dos
miembros de la Academia durante las grandes reformas educativas. Se trata de Carlos
Martínez Silva, quien asumió el cargo desde abril de 1879, y Jesús Casas Rojas nombrado
desde marzo de 1888. Esta dirección estuvo respaldada por la Secretaría de Instrucción
Pública cuyo cargo ocuparon académicos como Enrique Álvarez, Diego Rafael de Guzmán
y Venancio Manrique durante las tres últimas décadas del siglo XIX.

Salta a la vista que desde estos cargos fue posible la toma decisiones inclinadas a
favorecer los intereses de la Academia Colombiana de la Lengua en el sentido de darle más
importancia al estudio de la lengua española, de adoptar como textos escolares las obras
producidas por los académicos aduciendo su idoneidad para estudiar el español y de poner
a circular dichos textos en los distintos niveles del aparato educativo, como se verá más
adelante. Pero sobre todo, fue desde allí que se ejerció el poder de instaurar políticas
transmisoras de un pensamiento que unía la lengua, la religión y la patria con los
mecanismos básicos de la deseada civilización.

Para evidenciar el modo en que los académicos intervinieron los programas curriculares de
las escuelas y los colegios es preciso empezar por la publicación sistemática de gramáticas
y de obras relativas a la lengua española en los distintos diarios oficiales de la instrucción
pública, porque a través de ellas se llamaba la atención sobre la necesidad de introducir
reformas en los contenidos de los programas. Hay que recordar que gran parte de la
responsabilidad de la elección de estos textos la tenía el director de la Biblioteca Nacional,
cargo que ocupaba Miguel Antonio Caro en esta época, según se estipulaba en sus
funciones ya mencionadas. En El escolar, periódico oficial del departamento del Cauca,
apareció en varios números la Gramática elemental de la lengua Inglesa de Thomas
Morrison, la cual fue reemplazada en enero de 1875 por la Gramática infantil para los
niños americanos de Luís Felipe Mantilla. Y aunque en ella se señalaba la relación
gramática – prestigio dado lo afirmado en el prefacio, “para hablar y escribir como la gente
ilustrada, se necesita estudiar gramática […] ella nos enseña el uso de las expresiones de
que se vale la gente ilustrada para hablar y escribir con propiedad” (El Escolar, 1875: 133),
lo que se develaba en realidad era la necesidad de trabajar con textos destinados a un
público infantil y a lectores del territorio Americano. Los cambios generados sobre esta
necesidad se realizaron más adelante con la introducción de textos, ya referenciados,
diseñados y elaborados por colombianos para los niños de las escuelas primarias.

98
En 1881 apareció en Anales de instrucción pública un pequeño artículo que anunciaba la
publicación de El arte de la lectura. Manual de elocución o principios del arte de leer y
recitar de Mr. Legouvé destinado a los maestros, los comediantes, los abogados, los
predicadores, los oradores políticos y todos los que leían o hablaban en público. La
recomendación explícita de esta obra obedecía, según lo comentaba el autor que la
referenciaba, a que “la lectura en alta voz, que figura en otros países como uno de los
elementos de la instrucción pública, es considerada entre nosotros como una curiosidad,
como un lujo, y a veces hasta como mera ostentación” (Anales, febrero 1881: 365), por lo
que sugería más adelante: “si nuestra elocución es confusa, aprendamos a puntuar,
pronunciemos sin dejar que las sílabas finales decaigan. Aprendiendo a leer bien,
despertamos, avivamos el sentido crítico, el gusto y la inteligencia de lo bello” (Anales,
febrero 1881: 365).

A partir del contenido de este texto y su publicación en el diario de la instrucción pública


empezó a evidenciarse una serie de cambios impulsada, además, por una sugerencia que
había hecho la Academia Colombiana de la Lengua desde mucho antes. En 1876 Rafael
Pombo, en su papel de secretario de la Academia, propuso a la Dirección General de
Instrucción Pública primaria “fijar una perfecta pronunciación de lengua nacional como
requisito adicional para la expedición de un diploma de maestro de escuela elemental o
superior; y exigir su práctica constante como deber del maestro en el desempeño de su
cargo sobre la conveniencia, transcendencia y facilidad de lograr dicha práctica” (La
Escuela Normal, 1 abril 1876, N° 260: 409).

La idea de reclamar la perfecta pronunciación en los maestros como una forma de cultivar
una dicción correcta en los estudiantes radicaba en el uso claro que exigía “la gran lengua
inventada para hablar con Dios” y la necesidad de estandarizar la oralidad, incluso a
través de la formación de profesionales por fuera de la actividad docente. Los efectos
comenzaron a manifestarse en la estructura curricular de programas como el de la ʿEscuela
de comercioʾ de Barraquilla en el que, por el araculo 7 del decreto 376 de 1881, se exigía
en el primer año el estudio de “6 horas de gramática castellana y especialmente de
redacción en el estilo preciso y claro del comercio […] y cursos electivos de escritura y
lectura en voz alta” (Anales, mayo 1881: 319). Así mismo, se fijaron cursos de elocución y
retórica previos al estudio de la ortografía, ortología y métrica del español y el curso
superior de lengua francesa o inglesa en la Escuela de Literatura y Filosofía, según lo
estipuló el artículo 136 del reglamento de la universidad nacional en 1881.

La importancia que había cobrado la perfecta pronunciación también alcanzó la forma de


evaluar la destreza de los estudiantes en el dominio de la lengua. En 1882, a través del
artículo 1 del decreto 595, se declaró la supresión de la parte escrita en los exámenes

99
anuales conservándose solamente la evaluación oral. La razón de la reforma aseguraba
que la práctica de la composición escrita tenía un alto grado de dificultad y era poco
significativa para los aportes a las ciencias o las letras. En la sección de anuncios de los
Anales de instrucción pública se publicó por primera vez en 1883 El arte de hablar en prosa
y en verso de José Gómez Hermosilla, una obra compilada por Enrique Álvarez y cuyo
prólogo había escrito Miguel Antonio Caro. Además de su título y autor, se incluía en el
anuncio el dato de que su venta tenía lugar en la secretaría de instrucción pública y de
que era un texto de estudio adoptado por la universidad Nacional. Por el contenido de
esta obra, la corriente de las formas refinadas al hablar se intensificó con el fin de alcanzar
los niveles literarios que la Academia profesaba en sus propios discursos. Sin embargo,
llamar la atención sobre la dimensión oral no anulaba la relevancia de la escritura. Al
contrario, se trataba de una producción en conjunto donde el habla, casi desprovista de la
espontaneidad, reproducía las formas reposadas y reflexivas de la composición escrita.

Aunque el lenguaje era un componente clave de los programas curriculares tanto en las
escuelas primarias como en la secundaria, éste terminó siendo el fundamento de toda la
enseñanza a cualquier nivel, una idea que coincidía con el pensamiento de la Academia
desde el momento en que fue creada. En la primaria, lo que en 1874 figuraba en las clases
de español se hizo más complejo y detallado con la reforma educativa de 1886. De
acuerdo con el régimen orgánico de las escuelas públicas primarias, las clases de lectura,
escritura y elementos de lengua castellana cuyo contenido versaba sobre gramática
(partes del discurso, corrección y propiedades en el habla y la escritura), caligrafía
(elementos de las letras hasta escritura corriente) y ejercicios de recitación que servían
para “educar el gusto literario de los niños y hacerlos adquirir una elocución fácil y
correcta” (El Escolar, octubre 1874: 34) se transformaron en 1886 en un programa de
español estándar tanto en contenido como en intensidad horaria37, según lo evidencia el
reglamento de escuelas primarias en el artículo 2. El siguiente cuadro muestra el resultado
de la reforma aplicada al programa de español:

37
La estandarización que se menciona introdujo cambios que, además del contenido, regularon el nombre
asignado al área de español y la intensidad destinada a cada materia. Sobre el nombre, lo que antes oscilaba
entre español, castellano, gramática, gramática castellana y lengua patria, según lo muestran los reportes de
inspección en 1874, cambió a gramática y ortografía con lo que, por un lado, se estabilizó el nombre y, por el
otro, se señaló la importancia del componente ortográfico. En relación con el tiempo, la distribución del
mismo cambió a razón de la fusión de las áreas de lectura y escritura. Lo que antes sumaban 10 horas (6
horas destinadas para Lectura y 4 horas para Escritura) se redujo a 5 horas semanales con la fusión.

100
Escuela elemental

Año primero Año segundo Año tercero Año cuarto

Lectura: Lectura: seguida, Lectura: de corrido, Lectura: lectura


desde el silabeando, a compás, individualmente y en corriente, dando el
conocimiento individualmente o en coro, con tono correspondiente
y coro, lectura sin silabeo. explicaciones sobre al trozo leído,
pronunciación lo que se lee. repitiendo el sentido
de las letras Escritura: sílabas, Escritura: en papel. de lo que se lee, y
manuscritas e palabras cortas y frases Sílabas, palabras y haciendo las pausas e
impresas, en la pizarra. frases cortas, del inflexiones indicadas
hasta leer tamaño de un por los signos de
Gramática y ortografía:
palabras. centímetro puntuación.
Debe Conocimiento de las empleando solo
combinarse la minúsculas. Escritura: corriente
partes de la oración.
lectura con la en papel
Nociones sobre el
escritura. Gramática y
género y el número de Gramática y
ortografía: la
los nombres. Corrección ortografía: estudio
Escritura: lexigrafía.
de las palabras y frases de toda la ortografía.
ejercicios en Duplicación de las
mal usadas por el vulgo. Toda la lexigrafía.
pizarra vocales. Uso de la B y
Lecciones en lo escrito,
V. La C y la Z.
en la clase de escritura,
sobre las letras con que
deben escribirse las
palabras en tales
ejercicios.

Escuela superior

Año primero Año segundo

Lectura: Ideológica. Consiste en repetir lo Lectura: en prosa y en verso, tanto en impreso


que se ha leído, haciendo el alumno como en manuscrito. Análisis gramatical.
explicación sobre ella.
Escritura: cursiva con análisis sobre reglas
Escritura: cursiva, con explicaciones sobre ortográficas.
reglas ortográficas.
Gramática y ortografía: repaso de toda la
Gramática y ortografía: Proposiciones. ortografía. Sintaxis. Repaso de todo lo anterior
Estudio práctico de toda la ortografía.

101
La reforma educativa también implicó cambios en los programas de las escuelas
normales. El siguiente cuadro muestra el programa de español de las escuelas normales
de varones (enseñanza técnica), después de la reforma:

Primer curso Segundo curso Tercer curso

Escritura: consiste no solamente en Escritura: igual que Escritura: lo mismo que el


aprender una forma de letra clara, el primer curso anterior
elegante y cursiva, sino en adquirir
prácticamente los conocimientos Lectura estética: Lectura: analítica e ideológica.
relativos a las letras con que se consiste en darle a Consiste en determinar las
deben escribir las palabras, a los cada pasaje de la partes de la oración, sus
signos de puntuación, de suerte que composición el tono accidentes, etc, y en examinar
en la clase de escritura se dará la correspondiente, a las proposiciones de que
enseñanza de la ortografía fin de interpretar consta el trozo leído, y en
castellana por medio de las repetir éste con disertaciones.
palabras el Repetición de ejercicios de
Lectura mecánica: consiste en leer sentimiento del lectura mecánica y estética.
de corrido y silabeando, ya autor.
individualmente, ya en coros, Castellano: repetición de lo
pronunciando distintamente las Castellano: anterior. Reglas generales de la
palabras, sin incurrir en composición, esto es, estudio
Repetición de lo sobre los pensamientos, las
equivocaciones y haciendo las
anterior. Lexigrafía y expresiones, las figuras de la
pausas necesarias. En esta clase se
sintaxis. composición literaria.
educan la pronunciación y la voz.

Castellano: práctica del idioma.


Correcciones del lenguaje. El
catedrático, tomando por modelo
“Apuntaciones críticas” hará que los
alumnos trabajen el catálogo de las
palabras que frecuentemente se
usan mal entre nosotros, y de las
construcciones viciosas, a fin de que
ellos se acostumbren a hablar
correctamente el idioma y a hacer
observaciones prácticas sobre él.

Cuarto curso Curso quinto Curso sexto

Castellano: repetición de lo Francés (o inglés) Francés (o inglés) versión del


anterior. Composición práctica y estudios castellano a este idioma.
recitación, que consiste en que los elementales del Escritura, práctica de la

102
alumnos desempeñen temas idioma. Lectura y traducción.
literarios. Estudio de las principales traducción corriente.
reglas de las composiciones
literarias.

Dado el exceso de la carga académica del programa se planteó una reforma en 1888 que
buscaba, de un lado, simplificar el programa y, de otro, hacerlo más coherente según las
capacidades de los estudiantes.38 Las disposiciones que se produjeron desde el Ministerio
de Instrucción Pública a todo el país por medio de la regulación y estandarización de los
contenidos curriculares se tradujeron en la actitud de proyectar un modelo de lengua que
por norma llegaba hasta donde alcanzaba el poder del gobierno. Esa proyección se
extendió durante mucho tiempo, tanto como duró el deseo de civilizar y la estrategia de
multiplicación del pensamiento de la Academia que para 1886, en el gobierno de Rafael
Núñez, alcanzó su máximo apogeo con la política de la Regeneración.

Respecto a la relevancia que adquirió el español en los niveles de secundaria habría que
mencionar el importante papel de la Escuela de Literatura y Filosofía de la Universidad
Nacional en el sentido de ofrecer una educación integral fundamento de la formación de
profesionales en general. Entre las materias que se estudiaban estaban castellano inferior;
castellano superior, ortografía, ortología y métrica. Para 1881, por disposición del decreto
167, la escuela amplió su oferta introduciendo áreas como elocución y retórica, latín,
griego y niveles medios en francés y en inglés, además de un par de electivas dedicadas a
la taquigrafía y a la ciencia y práctica de la lectura. El estudio del alemán, que se constituía
en una de las materias obligatorias, pasó a ser parte de las electivas. En 1886, por una
reestructuración de todos los programas adscritos a la Universidad Nacional, la Escuela de
Literatura y Filosofía cambió a Facultad de Filosofía y Letras, incorporando dos cursos de
filosofía y sustituyendo, a su vez, el área de elocución y retórica por el de retórica y
literatura colombiana y el de lengua castellana por el de lengua castellana y ortografía. Este
programa se amplió en 1889 por el decreto 62 con cursos de religión, cosmografía y

38
Por decreto nacional del 17 de junio de 1888 se introdujeron cambios en la enseñanza de las distintas
materias impulsados por la comisión de instrucción pública. Para el caso del español, las modificaciones
consistieron en la reducción de contenidos, en el primer año, y en el complemento de temáticas, en el
segundo año: “Primer año. Castellano: Lexigrafía, Ortología, Correcciones de lenguaje tomados de las
apuntaciones de Cuervo. El estudio del idioma patrio es importante pero de difícil comprensión. Suprimimos
la enseñanza de Ortografía en el primer año y la colocamos en el segundo. Segundo año. Lectura: Al curso de
lectura debe agregarse el estudio de los pensamientos, las figuras, los tropos y las cláusulas de las
composiciones literarias, es decir, le agregamos la segunda parte del programa de Castellano, porque es la
clase de lectura en donde se puede hacer este estudio con más provecho. Castellano: Repaso de Lexigrafía y
sintaxis. Ortografía castellana” (Anales, marzo 1889: 291).

103
pedagogía, pero, esencialmente, con un tercer curso de filosofía, un curso de literatura
antigua, dos cursos de lengua griega, dos cursos de lengua inglesa, dos cursos de lengua
alemana y un curso superior de lengua patria “destinado a que los alumnos que hubieran
ganado los dos cursos primeros de castellano y de retórica, estudien la historia de la
literatura castellana y se ejerciten en la redacción de tesis calificables, sobre el ramo”
(Anales, marzo 1889: 230). Después de estas modificaciones, la Universidad Nacional
ofreció el “diploma de Doctor en Filosofía y Letras para ejercer en rectoría, demás empleos
de la misma facultad y de colegios públicos departamentales. Las reformas introducidas
aquí fueron en efecto la expresión de un creciente interés por institucionalizar, de un lado,
un modelo de habla, de escritura y de comprensión, extendidos a casi todas las carreras
ofrecidas por la universidad y, de otro lado, el acceso a grupos de prestigio responsables de
la proyección de la lengua estándar, la norma de la lengua al resto de la sociedad.

El sistema de prerrequisitos que operaba sobre las admisiones y la consecución de títulos


convirtieron el dominio del español en uno de los valores más preciados dentro del ámbito
académico. Así por ejemplo, desde 1871 se afirmaba que “los que reciben diplomas de la
escuela de Literatura y Filosofía deben aprobar lectura en prosa y verso, gramática
castellana superior y traducción francesa” (El Escolar, 1874: 64). En esta misma dirección, el
ingreso a otras carreras implicaba el paso obligado por esta escuela, según lo dictó la ley
106 de 1880, pues “esta enseñanza tiene por objeto preparar a los educandos con estudios
completos, para carreras profesionales” (Anales, enero 1881: 40) de lo cual se derivó que
en 1881 el reglamento de la Universidad Nacional hubiera ordenado que “para optar al
grado de doctor en jurisprudencia se exigirán todos los cursos ordinarios que comprende la
enseñanza de la Escuela de Literatura y Filosofía con excepción de griego y latín. Igual
sucede con el título de doctor en Medicina y Cirugía” (Anales, diciembre 1881: 393). Así
mismo, en 1884 la Escuela de Artes y Oficios planteó, por la ley 23, como uno de los
requisitos de admisión el conocimiento de elementos de la lengua castellana. En este
mismo año se decretó que para ser cadete era necesario presentar un examen que
comprobara conocimientos en francés, inglés y castellano con base en los contenidos de la
Escuela de Literatura y Filosofía. Estos cursos previos también aplicaron para la Escuela de
Agricultura y la Escuela de Medicina y Ciencias Naturales, según los artículos 194 y 197,
respectivamente, del reglamento de la Universidad Nacional. En 1886 el decreto 596
estipuló en el artículo 16 que para entrar a la Facultad de Derecho debía haberse
aprobado el curso de lengua castellana y ortografía, lengua latina, lengua francesa y
Retórica y Literatura castellana, mientras que para ingresar a la Facultad de Ciencias
naturales y la Facultad de Ciencias matemáticas solo se exigían las tres primeras. En este
mismo decreto se dispuso que para entrar a la Facultad de Filosofía y Letras del Colegio
Mayor de Nuestra Señora del Rosario se debía haber aprobado los cursos de lengua
castellana (inferior) y ortografía, lengua latina (inferior) y lengua francesa (inferior). Los

104
estudios de ingeniería civil también exigían haber cursado castellano, inglés y francés,
conforme a lo ordenado en la resolución del 14 de marzo de 1887, así como el ingreso a la
Escuela de Veterinaria pedía el prerrequisito de lengua castellana, según el artículo 6,
decreto 234 de 1891. Finalmente, al interior de la Facultad de Filosofía y Letras también se
estableció una serie de prerrequisitos, estipulados en el reglamento de la Universidad
Nacional de 1880, que daban preferencia al español mediante el estudio de castellano
inferior, sobre los cursos de francés, inglés, latín, griego y alemán.

Con la oferta del programa de Filología y Letras del Colegio San Bartolomé se puso a
disposición de los aspirantes desde 1888 “cursos preparatorios de lectura y escritura
perfecta, elementos de gramática latina y gramática castellana con ejercicios de análisis y
comprensión” (Anales, mayo 1888: 343). Lo mismo sucedió en 1889 con el Colegio Menor
de Nuestra Señora del Rosario el cual estableció un plan de cursos previos para ingresar a
la Facultad de Filosofía y Letras, plan que contemplaba 16 cursos, 4 de ellos relacionados
con el castellano, ortografía del castellano, caligrafía y lectura ideológica correcta en prosa
y en verso.

El requerimiento de cursos previos se convirtió así en un modo de ordenar el desarrollo del


pensamiento de la época en el sentido de considerar ciertos conocimientos, como el de la
lengua materna, fundamento de otros saberes componentes del sistema de enseñanza. Sin
el estudio de los primeros se creía imposible avanzar hacia el terreno de los segundos, es
decir, sin la corrección, elegancia y pureza en el uso del español era improbable el acceso a
los espacios más elevados de la academia y, por supuesto, la entrada a la ruta del
progreso. Se trataba entonces de que todo el aparato educativo y académico constitutivo
de la nación descansaba sobre la base de unos pocos cimientos formados del dominio y la
reflexión de la ʿlengua patriaʾ.

Paralelo al sistema de prerrequisitos y los cursos preparatorios corrió la introducción de


espacios académicos relativos al estudio del español, obligatorios en programas como el
de la Escuela de Comercio, ya mencionado, con cursos de gramática, retórica y
composición; la Escuela de Estudios Domésticos donde se enseñaba lectura y escritura con
un alto contenido de gramática, de acuerdo con el decreto 173 de 1883; y el Instituto de
Artesanos que, por decreto 972 de 1888, contemplaba materias de:

“gramática inferior: estudio teórico y práctico de la analogía; gramática superior:


de la sintaxis desde las proposiciones en general hasta las posesiones
demostrativas y generales; ortografía: se enseñan las principales reglas para
escribir correctamente; escritura: desde el trazado de las letras hasta la escritura
de frases extensas y correctas; lectura: lecciones teóricas y prácticas sobre signos

105
ortográficos, énfasis, defectos graves de la lectura y explicación de lo leído”
(Anales, diciembre 1888: 485).

El Instituto Nacional de Obreros, instalado en varios departamentos del país por el decreto
399 de 1890, también comprendía en su programa de enseñanza profesional las áreas de
lectura, escritura y nociones suficientes de castellano.

Este principio de ordenamiento de los niveles de secundaria en el que se planteaba una


permanente remisión a los contenidos de la Escuela de Filosofía y Letras, especialmente al
estudio de la lengua castellana, supuso la toma de conciencia de la superioridad del
español frente a otras áreas, como piedra angular de la educación en el proceso de
civilización, asunto que incluso ya se había pensado desde los niveles de primaria. Así, en
relación con el inglés y el francés, que tanto se debatían al interior de la Academia, se le dio
prioridad al español. En 1871 se registró en el artículo 134 de la ley 320 que la enseñanza
del inglés y del francés en la instrucción primaria sería obligatoria. Para 1874 esta ley
seguía vigente, de acuerdo con lo que se constata en los informes de algunos inspectores
de escuelas primarias en el Cauca. En ellos se registraba la enseñanza de materias como
lectura, escritura, gramática castellana, historia patria, geografía, composiciones e inglés,
en el segundo grado, mientras el francés era parte de las materias de sexto grado. Con la
reforma a la educación de 1886 estas lenguas extranjeras salieron del currículo de la
primaria concentrando todo el estudio de lengua en el español. Las 8 horas semanales
dedicadas al estudio de la lengua materna, daban cuenta de la intensidad con la que se
asumió la tarea, pues de las 12 materias componentes de la escuela elemental, 10 materias
oscilaban entre 2 y 3 horas a la semana, mientras que lectura y escritura tenía una
asignación de 5 horas, y gramática y ortografía 3 horas a la semana. El número de horas
destinadas al estudio y práctica del español aumentaba a 10 en las escuelas superiores
donde la lectura y escritura tenían 4 horas y la gramática y ortografía aumentaban a 6
horas semanales.

Como el inglés y el francés ya no se estudiaban en primaria pasaron a ser parte de la


secundaria y de la formación profesional, no obstante allí también competían con los
contenidos del español, el latín, el griego y, en algunos casos, con el alemán. Así, en el
programa de Literatura y Filosofía de 1880 figuraban el castellano (inferior y superior), el
francés (inferior y superior), el inglés (inferior y superior) y el alemán. Al año siguiente se
introdujeron los niveles medios de inglés y francés con lo que se intensificó el estudio de
estas lenguas extranjeras, sin significar esto un detrimento para el español, pues, para
seguir inclinando la balanza hacia la lengua nacional, se incorporaron 3 materias sobre
producción oral (elocución y retórica), producción escrita (taquigrafía) y procesos de
comprensión del español (Ciencia y práctica de la lectura). En 1883, la Facultad de Filosofía

106
y Letras ya no contemplaba el inglés como materia de estudio y el francés había vuelto a
reducirse a dos niveles: el inferior y el superior. Entre tanto, el español había cobrado más
fuerza incluyendo el curso de ortografía en el área de lengua castellana, el de literatura
castellana en el de retórica y un curso de filosofía que contemplaba estudios de semiótica
(símbolo, signo, lenguaje visual y lenguaje auditivo, entre otros). En 1889, tras la
ampliación del programa de la facultad de Filosofía y Letras, se volvió a incorporar el inglés
con dos cursos, mientras que el Colegio Menor de Nuestra Señora del Rosario en sus cursos
preparatorios introdujo, en el mismo año, los cursos básicos de inglés y de francés. De
nuevo, la preferencia hacia la lengua española se mantuvo dada la inclusión de 3 materias
referentes a filosofía, lengua patria y literatura antigua en la Facultad de Filosofía y Letras y
del primer nivel de castellano junto con la ortografía castellana en los cursos previos del
Colegio Menor del Rosario.

Con respecto a la participación del inglés y el francés en el escenario nacional es necesario


recordar que para los miembros de la Academia colombiana de la lengua cualquier intento
de incorporación de elementos de otras lenguas al español, se entendió como una falta a
su transparencia, tal como lo enuncia Marco Fidel Suárez: “A nuestra lengua, la más
elegante y sonora, la más armoniosa de las modernas, le ha tocado su época de infortunio
bajo la influencia de la irrupción neológica; y es el galicismo la plaga que, desfigurando el
moderno castellano, ha marcado la peor de sus decadencias” (Anuario, 1874: 387).

Este evidente rechazo hacia los neologismos que operaba a favor de las letras colombianas
entrañaba una dura crítica a las influencias espirituales que venían de Francia e Inglaterra
muy aceptadas en ciertos círculos sociales “por sus formas políticas, su eficiencia técnica,
su actitud en el trabajo, su espíritu cosmopolita en cultura y tolerante en materias
políticas” (Jaramillo, 1996: 55). El estilo de vida afrancesado o anglicado hacia el que
tendían algunos sectores de la sociedad seguramente tuvo que compaginarse con el uso de
una lengua celosa de elementos extraños a ella, ya preparada para afrontar de sobra la
resistencia a la permeación. Si la Academia, por su propia naturaleza, despreciaba todo
elemento por fuera del ámbito español y no podía reprobarlo en su totalidad, entonces
reprobaba con dureza al menos lo que le correspondía: la contaminación de la lengua
española. De allí, que su intervención en los espacios educativos siempre mostrara un
favoritismo hacia el español con una notable reducción del inglés y el francés en el
contenido de los programas puestos a disposición de la población estudiantil.

La lucha de la Academia en contra del uso de galicismos y anglicismos se extendió a la


tendencia de los dialectos a introducir léxico o modos pronunciar propios de las lenguas
indígenas con las que tenían contacto, pues, según Marco Fidel Suárez “el americanismo
indígena está representado por voces erráticas que transmigran largo” (Anuario, 1884: 86).

107
Estas pequeñas mezclas lingüísticas en Colombia que resultaban en impurezas y, por tanto,
en la fragmentación del español incentivó a los académicos a pensar en estrategias para
deslegitimar y sancionar el uso de todos los indigenismos, así como de elementos del
francés y el inglés, innecesarios en el español. Aunque no hubo un pronunciamiento oficial
en contra de la presencia de indigenismos en el uso del español en las aulas de clase, sí
hubo un despliegue de dispositivos en zonas de alta presencia indígena que en vez de
evitar la influencia de las lenguas indígenas en el español, trataba de llevar la lengua
española, mecanismo civilizador, a sus propios espacios. Así se evidenció en 1888 cuando
se incorporó el Colegio del Vicariato de Casanare a la Universidad Nacional “a fin de que
sirva de base al Seminario de Casanare para establecer el propósito de facilitar la
civilización de las tribus salvajes de aquel territorio […] visto que la civilización de las tribus
salvajes es asunto de vital importancia y que llama especialmente la atención del gobierno”
(Anales, junio 1888: 429).

Aunque solo hasta 1892, se estipuló en el artículo 75 del decreto 1238 que “todos los
establecimientos de instrucción primaria y secundaria hacen parte de la Universidad
Nacional en los relativo a la Facultad de Filosofía y Letras” (Anales, dic, 1891) era una
política que se había adoptado desde mucho antes, en términos de contenidos de
programas y uso de textos escolares, de lo que se deduce la llegada de la norma
lingüística hasta estos lugares.

Ahora bien, aparte de profesar la pureza de la lengua cuidándola de elementos


provenientes de otras lenguas la idea que los académicos tenían en mente acerca de la
distinción y la potencia de las letras españolas en beneficio de la suficiencia expresiva
radicaban en la conservación del espíritu clásico, una especie de vuelta al pasado donde se
hallaba el progreso del presente. De esta forma lo enunció Rufino José Cuervo:

“La veneración al pasado de nuestra lengua corresponde gloriosamente en


Hispanoamérica a los esfuerzos que en el presente siglo han hecho los pueblos para
avivar el sentimiento nacional con el estudio de la propia literatura y la
vulgarización de sus grandes escritores, y contrarrestar así preponderancias
extranjeras servilmente acogidas por la moda” (Anuario, 1874: 188).

En efecto, para la Academia hablar de progreso no consistió en tomar lo nuevo y desechar


lo viejo como lo pensaba la sociedad en general, sino que al contrario consistió en ʿhacer
antigüedadʾ, es decir, en recurrir a postulados, autores y métodos antiguos para ubicar
puntos de partida de los nuevos planteamientos. En la literatura, por ejemplo, era
imperativo retomar a autores clásicos como Virgilio, Horacio o Quintiliano para encontrar
en ellos formas de expresión y contenidos que, al haber superado el paso del tiempo,

108
guardaban el secreto de la composición perfecta. Ella, inevitablemente sería la fuente de
inspiración de las obras propias caracterizadas por plasmar el pensamiento del momento.
Ya lo decía Manuel Marroquín en uno de sus discursos de conmemoración de la Academia:
“A los clásicos antiguos se les debe imitar en todo: hasta en el cuidado de elegir asuntos
acomodados al gusto, a los conocimientos y a las costumbres de la época para la cual
escribían” (Anuario, 1874, II: 113).

Una muestra más del valor de ʿhacer antigüedadʾ residió en las formas en que las letras
españolas habían operado hasta el momento. Si España había alcanzado la civilización en
parte era gracias al hábito de consulta de las fuentes clásicas que habían impulsado el
desarrollo en las letras. De manera que el caso para Colombia no tendría por qué ser
diferente. De hecho, se aseguró que en ellos se encontraba el secreto de las buenas
composiciones pues “el manejo frecuente de los clásicos y de todos los escritores correctos
españoles enseña a aprovechar los multiplicados recursos con que brinda la lengua para
dar al discurso, ya fuerza y vehemencia, ya elevada entonación, ya concisión y energía, ya
gracia y donosura” (Anuario, 1874: 336). La materialización de ese pensamiento fue, en
efecto, las tres modificaciones hechas al programa de Literatura y Filosofía, seguramente
promovidas por los académicos que, a modo de puente, conectaban la labor de la
academia con la instauración de las políticas educativas en el país. Así, en 1881 se introdujo
el curso de elocución y retórica dando relevancia a los recursos que dotan de elegancia y
corrección la producción oral y escrita, en concordancia con aquellos recursos tomados de
los clásicos que mencionaban los académicos. Posteriormente en 1886, el curso de retórica
cambió a retórica y literatura castellana con la cual se dio paso al estudio de las obras
antiguas y modernas en términos de su género, su composición y sus claves
argumentativas. Por último, en 1889 se adicionó al programa un curso de literatura
antigua “destinada a hacer conocer los clásicos antiguos, latinos y griegos” (Anales, marzo
1889: 230). Si el universo de los clásicos, cargado de tradición y cultura, enriquecía la
literatura y proveía de elementos refinados a los discursos, como lo afirmaban los
académicos, entonces debía ser materia de estudio en las aulas de clase, entre otras cosas,
porque era una forma de contribuir a la comprensión de la importancia de la lengua
nacional y a la difusión de la misma a través de la variedad estándar.

Con los clásicos, vinieron los intentos de recuperar el lugar que el latín había perdido como
lengua de la academia. La idea de que una institución como la Academia encargada del
estudio del español no considerara su lengua madre (el latín) como pauta esencial para su
análisis, significaba, por un lado desconocer el pasado lingüístico no muy lejano del
español39 y, por otro, negar los aportes que a nivel social40 el latín le había de dejado a

39
Durante el siglo XVIII y entrado el XIX, al interior de las universidades el latín era una lengua prácticamente
viva. Se dictaban clases, se conversaba y hasta se buscaba que los niños jugaran en latín. Incluso, “regía el

109
Colombia. Así que si gran parte de la actividad de los académicos se remitía a los clásicos
no había razón para desatender el latín. Al contrario, había que considerarlo si es que se
quería comprender el pasado y recobrar algo de su fuerza para el presente. Como en la
antigüedad había hecho parte de los programas de las artes y la teología, la escolástica y la
moral y había tenido presencia en las universidades, los seminarios y los colegios donde
contaba como una lengua del saber, resultaba indiscutible recuperar el latín justamente en
los espacios académicos donde su reflexión aportaría al enaltecimiento del español y
donde su articulación con el griego constituirían la fórmula para complementar el valor de
lo clásico. En este sentido fue que en 1881 el latín y el griego empezaron a ser parte del
programa de Literatura y Filosofía como cursos obligatorios con un solo nivel. En 1885, se
amplió la oferta con el establecimiento de los distintos niveles de estudio resultando de
ello clases de lengua latina (inferior, medio, superior) y de lengua griega (inferior, medio,
superior), aunque ahora constituían el grupo de cursos facultativos. Con la reforma de
1886, el latín volvió a ser un curso obligatorio, pero solo con dos niveles (inferior y
superior), mientras que el griego desapareció del programa. Esta lengua recuperaría su
lugar más adelante, en 1889, con la ampliación de la Facultad de Filosofía y Letras en la que
se incorporaron dos cursos de lengua griega en apoyo al curso de literatura antigua,
anteriormente comentado. Así mismo, en el programa de 1889 de Filosofía y Letras del
Colegio San Bartolomé se encontraban dos cursos de gramática latina, paralelos a los de
gramática castellana en el primer y segundo año, y un curso de lengua griega en sexto año.

La enseñanza del latín también fue contemplada en grados inferiores tales como los cursos
preparatorios que ofrecía el Colegio Menor de Nuestra del Rosario y el Colegio San
Bartolomé. En ellos, se educaba a estudiantes menores de 15 años en latín 1° curso y
elementos de gramática latina, respectivamente.

A pesar de que la propuesta de recuperar la lengua latina y ponerla a funcionar en el


contexto educativo tenía detractores que veían al latín como “la mengua del cultivo y
posesión de nuestro propio idioma y una de las causas principales de nuestro atraso en
literatura y ciencias” (Anales, enero 1882: 453) para los académicos era claro el beneficio
que tenía su dominio, sobre todo cuando compartía el entorno literario de los clásicos. Al
respecto Manuel Marroquín afirmaba:

principio de que la enseñanza había de empezar por el latín, con prioridad sobre el propio castellano” (Rivas,
1940: 58). La lengua materna (español) no era objeto de estudio directo, sino que se aprendía junto con la
latina y en función de ésta.
40
El latín fue siempre un dispositivo de la cultura y de propagación de las letras humanas que invistió de una
categoría privilegiada a aquellos que lo dominaban (Rivas, 1940). Saber la lengua latina dio lugar a ejercer
desde los comienzos una fuerte influencia en todo lo relacionado con el conocimiento, sobre todo en
espacios educativos. De allí, el gran aprecio de los intelectuales por esta lengua y la ventaja que vieron los
miembros de la Academia en el dominio de un idioma que para finales del siglo XIX pocos tenían.

110
“Los enemigos y despreciadores del latín no pueden imaginarse cuál es la diferencia
entre leer, verbigracia, a Virgilio o a Cicerón en los originales y leerlos en
traducciones. Pero sí pueden notar que solo entre los individuos que poseen la
lengua latina se hallan adoradores apasionados de esa literatura, lo que prueba que
sólo ellos han podido gustar realmente de sus bellezas” (Anuario, 1874: 335).

A la superioridad que mostraron los académicos en el uso elegante del español se sumó el
beneficio de saber la lengua de los clásicos y de la iglesia41, “la única apta para la cultura y
el arte”, según lo afirmaba Manuel Marroquín. El movimiento oscilatorio entre el
pensamiento clásico y el ʿmodernoʾ llevó a la Academia a gesJonar el progreso solo en lo
que ofrecía la antigüedad, la estabilidad y la certeza, al tiempo que esquivaba las
novedades de las naciones europeas, Francia e Inglaterra, por ser un riesgo para la
nacionalidad literaria en tanto ponían en peligro la pureza del español. No se trataba
entonces de tomar lo nuevo para avanzar en la civilización, sino de tomar la civilización del
pasado para avanzar en el presente. En suma, las ventajas atribuidas al conocimiento del
latín y de la literatura clásica se tradujeron así en propiedades que caracterizaron la
excelencia lingüística del español. La distinción y la corrección fueron el sello que definió
una variedad estándar puesta a circular por todo el sistema de enseñanza y los espacios
asociados a él.

Para complementar la gestión del Ministerio de Instrucción Pública en términos de la


formación de profesionales en las distintas áreas del conocimiento y con el propósito de
imprimir a dicha formación un carácter religioso se creó en 1883 la Universidad Católica de
Colombia “en que la juventud puede recibir instrucción compatible con las creencias de la
generalidad de los colombianos” (Anales, enero 1884: 1). A pesar de que fue una
institución que solo hasta 1887, por el artículo 1 del decreto 211, recibió el pleno
reconocimiento de la Universidad Nacional para impartir clases y, además, certificar los
conocimientos alcanzados por sus estudiantes, fue una universidad que desde su creación
claramente propició la difusión de la norma lingüística completamente fiel a los principios
de la Academia. Basta revisar las facultades y el grupo de intelectuales que la conformaban.

En la carta que el secretario de dicha institución envió al Ministro de Instrucción Pública,


se menciona que las facultades serán: Teología, Jurisprudencia y Ciencias Políticas,
Medicina y Ciencias Naturales, Matemáticas, y Filosofía y Letras; y que el cuerpo
administrativo estará integrado, entre otros, por académicos en ejercicio de la Academia
Colombiana de la Lengua como José Manuel Marroquín, en calidad de rector; Marco Fidel
Suárez, secretario; Carlos Martínez Silva, rector del cuerpo de Jurisprudencia, Ciencias

41
La enseñanza del latín en Colombia hasta principios del siglo XIX siempre estuvo a cargo de profesores
curas quienes a su vez impartían las ceremonias religiosas en latín.

111
Políticas, Matemáticas y Filosofía y Letras; José Joaquín Ortíz, Ricardo Carrasquilla y Miguel
Antonio Caro, consejeros de la Facultad de Filosofía y Letras; y Joaquín Pardo Vergara,
consejero de la facultad de Teología y Cánones. Casi se puede afirmar que todo el
pensamiento de los académicos expertos en la lengua tomó cuerpo en la Facultad de
Filosofía y Letras y que el deseo civilizador se hizo realidad a través de una institución
representante del espíritu religioso, de una autoridad académica y, por tanto, de un poder
ejercido sobre una población clave para los propósitos del progreso de la nación.

Pero si la intervención de la Academia en el sistema de enseñanza hasta ahora se ha


mostrado, por un lado, en el desempeño de sus miembros que desde cargos importantes
en el Ministerio de Instrucción Pública lideraron las reformas educativas orientadas a fijar
un modo de pensamiento en torno a la lengua española y, por el otro, en la creación de
una universidad prácticamente propia, hace falta explorar los instrumentos que sirvieron
a los propósitos de la difusión de la norma lingüística en todas las regiones y en todas las
capas sociales. En otras palabras, falta definir el papel de la Academia en la adopción de
textos escolares.

Cuando se afirmó en el artículo 5 del decreto 595 de 1886 que el Ministro de Instrucción
Pública debe:

“4° Adoptar textos que han de servir para la enseñanza en las diferentes escuelas;
5° Formar y circular programas minuciosos que comprendan todos los puntos a que
ha de sujetarse la enseñanza de cada materia en las diferentes escuelas; 6° Adquirir
los textos exitosos en los países más adelantados y adoptar los mejores para la
enseñanza del país […] 10° Dictar, en fin, las medidas que tiendan a vulgarizar en la
nación toda clase de conocimientos literarios, científicos e industriales” (Anales,
nov 1886: 613).

Lo que ello significaba era que tenía el poder de definir el tipo de educación a impartir en
el sentido de tener bajo su dominio la elección de textos que a su parecer resultaban
idóneos para abordar el contenido de unos programas definidos por él mismo y,
posteriormente, distribuirlos en los distintos niveles de enseñanza y en la cantidad
también determinados por su criterio. No obstante la adopción de textos era una práctica
realizada desde años atrás, solo a partir de 1887 se convirtió en una cuestión legal a través
de la celebración de contratos del tipo:

“José Domingo Ospina, Ministro de Instrucción Pública, adopta para texto


universitario del curso inferior de Castellano el tratado de “Gramática Castellana”
escrito por Enrique Álvarez; y para textos universitario en la clase de Retórica, el
compendio del “Arte de hablar en prosa y verso” por Don José Hermosilla, escrito

112
por Enrique Álvarez. El Gobierno se compromete a comprar todos los ejemplares que
tenga en su poder. No se puede, por disposición legal, cambiar el texto. El convenio
tendrá una vigencia de 7 años, prorrogables a voluntad de ambas partes” (Anales,
marzo, 1887: 189-190).

A partir de 1889 la adopción de textos se hizo mediante la emisión de decretos por


parte del mismo ministerio, como el decreto 706 por el que se “adopta como texto para
la asignatura respectiva de la universidad Nacional, el ʿCompendio de Historia AnJguaʾ
escrita por el Doctor Don Carlos Martínez Silva” (Anales, sep. 1889: 197). Sin embargo,
cabe mencionar que a través del mecanismo de contratos, entre 1887 y 1890 se
celebraron alrededor de 10 convenios de adopción de textos cuyos autores fueron los
académicos con obras, en su mayoría, destinadas al estudio de la lengua en niveles
escolares y universitarios:

Autor Título de la obra Destinado a:


José Joaquín Ortíz Historia sagrada del antiguo y Curso de Historia sagrada
nuevo testamento
José Joaquín Ortíz El lector colombiano Curso de Lectura

Enrique Álvarez Gramática castellana Curso inferior de castellano

Enrique Álvarez Arte de hablar en prosa y Curso de Retórica


verso
Rufino José Cuervo y Miguel Gramática de la lengua latina Curso inferior de lengua
Antonio Caro latina
Rufino José Cuervo y Miguel Gramática de la lengua latina Curso superior de lengua
Antonio Caro latina
Rufino José Cuervo Apuntaciones críticas sobre el Curso de castellano
lenguaje bogotano
Carlos Martínez Silva Compendio de geografía Curso de geografía
universal
Carlos Martínez Silva Compendio de historia Curso de historia antigua
antigua
José Manuel Marroquín Tratado de ortografía y Curso de ortografía
ortología Castellana

Previo a estas disposiciones de adopción de textos, algunas de estas obras se habían


destinado al estudio de la lengua española en las aulas de clase, aunque en realidad fueron
espacios intervenidos más por autores ajenos a la Academia. Así lo evidencian los informes
de inspección publicados en el periódico oficial de la instrucción pública del Cauca en
noviembre y diciembre de 1884. En ellos se halla registrado el uso de textos como el
Tratado de ortografía y ortología de Manuel Marroquín, las Apuntaciones críticas al
113
lenguaje bogotano Rufino Cuervo, el Libro de lectura (método alemán) de Hotschik, el
Primer libro de lectura de Eustacio Santamaría, Gramática de la lengua Castellana de
Andrés Bello, Gramática Infantil para los niños americanos de Luís Felipe Mantilla. Así
mismo, en los reportes de visitas a las escuelas superiores de varones en el Cauca
publicados en los Anales de instrucción pública en octubre de 1881 figuraba el Compendio
de gramática castellana de Vicente González, el Compendio de gramática castellana de
César Guzmán, el Tratado de ortografía y ortología de Manuel Marroquín, la Gramática
castellana de Palacios, el Libro de lectura y la Gramática infantil de Mantilla, el Libro de
lectura de Eustacio Santamaría y el Libro de lectura de Hotschik y Lléras.

Aparte de ser adoptados por la Dirección de Instrucción Pública, estos textos también eran
adquiridos y distribuidos en las escuelas de los diferentes Departamentos del país,
garantizando de esta manera su presencia en las aulas. Y al marcar la pauta en
metodologías y contenidos de los programas curriculares se convirtieron en la base de los
exámenes que graduaban o promovían a los estudiantes a niveles superiores. Así, por
ejemplo, en el informe de 1887 del Colegio Ruperto Gómez se afirmaba que “el examen de
Latín tendrá como base el texto de los señores Caro y Cuervo; el de Castellano, la obra del
señor Andrés Bello; el de Castellano nivel medio, el texto del señor Isaza; y el de Gramática
Castellana, el texto de Enrique Álvarez” (Anales, nov 1887: 564). Entre tanto, el Colegio
Mayor de Nuestra Señora del Rosario en su acta de exámenes de 1888 mencionaba que la
prueba de ortografía se hacía con base en el libro de Manuel Marroquín, el examen de
Historia Antigua usaría el texto de Carlos Martínez Silva y el examen de Latín tendría como
base la obra de Caro y Cuervo.

Con esta adopción de textos se introdujo en el mercado editorial una serie de libros
destinados a cubrir las necesidades de un sistema educativo transformado para adquirirlas
según los deseos de una Academia interesada en promover la producción escrita de sus
miembros. Cabe agregar que la difusión de dicha producción no solo se llevó a cabo por el
mecanismo de la adopción oficial por parte del Ministerio de Instrucción Pública, sino
también por la pauta publicitaria que por varios meses apareció en el diario del mismo
Ministerio recomendando la adquisición de estos textos. En octubre de 1883 se publicó en
los Anales un par de anuncios dirigidos al público en general con la siguiente información:

“El Arte a de hablar en prosa y verso por Don José Gómez Hermosilla, obra
compendiada por Enrique Álvarez. Prólogo de Miguel Antonio Caro. De venta en la
secretaría de Instrucción Pública. Este compendio ha sido adoptado para texto de
estudio en la universidad Nacional. La edición consta de pocos ejemplares” (Anales,
octubre 1883: 32).

114
El otro anuncio promovía la obra de Miguel Antonio Caro Principios de la ortología y
métrica de la lengua castellana por Don Andrés Bello. Edición ilustrada con notas y
nuevos apéndices. En enero de 1884 se anunció de nuevo la obra Miguel A. Caro y
adicionalmente, la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los
americanos por Andrés Bello, obra de Rufino José Cuervo y Gramática de la lengua
latina para el uso de los que hablan castellano por Miguel A. Caro y Rufino J. Cuervo. En
febrero de 1887, la sección de anuncios estuvo destinada a la publicidad del
compendio de Enrique Álvarez El Arte de hablar en prosa y verso y a la Gramática
castellana del mismo autor. Estas obras fueron publicitadas de manera exclusiva y
consecutiva en cada número de los Anales hasta septiembre de 1889, es decir, durante
casi dos años. Es preciso decir que durante este periodo la Secretaría de Instrucción
Pública estuvo a cargo de Enrique Álvarez, mientras la dirección la ocupaba Carlos
Martínez Silva, ambos miembros de la Academia en cuestión.

La publicidad sistemática de estas obras en los anuncios supuso una manera de insistir
en el valor de los estudios de la lengua española al modo de un grupo de gramáticos
que por considerarse a sí mismos dueños de la norma lingüística en Colombia pusieron
a su servicio todo el aparato educativo para difundir los principios de la primera
Academia de la lengua correspondiente de la española. Ocupar cargos administrativos
de alto rango en el Ministerio de Instrucción Pública, transformar a favor del estudio del
español los planes curriculares en los distintos grados de enseñanza, celebrar contratos
o convenios con dicho ministerio para la adopción de sus propios textos y fundar una
universidad con base en la ideología de la Academia constituyeron el conjunto de
prácticas que adelantaron los académicos en la intervención estratégica de uno de los
escenarios más favorables para difundir una variedad de lengua cargada del prestigio de
los usuarios que la eligieron y la normatizaron. En términos del proceso de
estandarización en Colombia, que es lo que compete a este capítulo, se dirá que la
elaboración funcional o difusión de una norma lingüística sucedió principalmente en los
contextos escolares y universitarios donde los intercambios lingüísticos, el contenido de
los programas, los textos de estudio y parte del ascenso en cada uno de los niveles de
enseñanza estaban sujetos al uso de la variedad estándar definida por la Academia
colombiana de la lengua como el uso que lleva en sí los elementos capaces de darle
unidad y distinción a la lengua. Lo que sigue a la difusión será la aceptación de dicha
variedad por parte de los hablantes que la usan.

115
La aceptación de la variedad estándar o el reconocimiento de los principios de la
Academia

Ahora bien, toda la constitución de la variedad estándar se establece sobre el


reconocimiento de ella por parte de los hablantes. La aceptación, última fase del proceso
de estandarización, implica acciones de concesión de prestigio a la variedad de los
miembros de la aristocracia, la burguesía del comercio y los negocios y sobre todo de la
pequeña burguesía letrada (Areiza, 2004). Nadie ignora la ley lingüística de un cuerpo de
gramáticos con sus agentes de imposición y control, o la de un grupo de políticos
dispuestos a sostener duros debates en las asambleas del gobierno en defensa de la
pureza de la lengua para lograr la unidad nacional, como se mencionó anteriormente, y
mucho menos la de maestros con el poder de sancionar el nivel lingüístico de sus
estudiantes. Se trata entonces de ver cómo los usos lingüísticos, ubicados en una especie
de escala cargada de valores sociales, tienden a privilegiar los usos convencionalmente
definidos por la variedad estándar dado el beneficio de distinción que éstos otorgan.

La aceptación de una variedad de lengua supone al mismo tiempo un ejercicio de


dominación lingüística que conlleva unos modos de intimidación provenientes de los
mismos hablantes y no tanto de unos mecanismos explícitos que los amenazan. Cada vez
que se incurre en un error se actualizan sanciones que ponen en riesgo la imagen del
hablante que lo ha cometido, pues al alejarse de la norma se aleja del entorno prestigioso
que lo reconoce como un sujeto capaz de entender la dinámica social sobre la que se
monta la misma norma. Por supuesto, el hecho de que un hablante se sienta intimidado
tiene que ver con que esté predispuesto a sentir la intimidación, cosa que se consigue solo
a través de un disciplinamiento que a fuerza de repetición hace que se reconozca el valor
de la norma. A este respecto Bourdieu afirma:

“Cualquier dominación simbólica implica, por parte de los que la sufren, una especie
de complicidad que no es sumisión pasiva a una norma externa ni adhesión libre a
valores. El reconocimiento de la legitimidad de la lengua oficial no tiene nada que ver
con una creencia profesada expresamente, deliberada y revocable, ni con un acto de
intenciones de aceptación de una norma; se inscribe en la práctica, en las
disposiciones que se inculcan poco a poco, a través de un proceso de adquisición
largo y lento” (Bourdieu, 2008: 30).

Esta práctica lenta y constante podría explicar parte del sentido de la elección del sistema
de enseñanza por parte de la Academia para difundir una norma diseñada por sus propios
académicos. Si la insistencia en los salones de clase por la aplicación de la norma se
convertía en una práctica diaria, entonces se garantizaba la aceptación de la variedad
estándar. Al aceptar la variedad estándar se reconocía a los académicos como autoridad y

116
al reconocer la autoridad se abría paso a la dominación. Ahora bien, es posible que la
dominación lingüística que ejerció la Academia sobre los hablantes inscritos en el sistema
de enseñanza haya implicado esa complicidad de la población estudiantil, pero como se
trataba de un momento en el que era imperante hacer de los hablantes unos sujetos
civilizados la Academia debió, por un lado, ayudarse de los mecanismos ya dispuestos en
el aparato educativo para recordar la aplicación de la norma lingüística y, por el otro,
modificar algunas disposiciones del mismo aparato para garantizar la asignación de valores
positivos a la variedad estándar promovida por los académicos.

Con respecto a lo primero, habría que mencionar que gran parte de la reglamentación del
sistema escolar estaba diseñada para penalizar los malos comportamientos, incluidos los
lingüísticos, a través de la presencia de agentes escolares dentro y fuera de las
instituciones. Así lo demuestra el artículo 18 del decreto 595 de 1886 en el que se afirma
que:

“Los instructores públicos tienen plena autoridad sobre los niños en todo lo que se
refiere a su educación, y deben vigilar incesantemente su conducta, no solo dentro
de la escuela, sino fuera de ella, excepto dentro de los límites de la casa paterna.
Cuidarán, por tanto, de que los niños adquieran en sus maneras palabras y acciones,
hábitos de urbanidad y los ejercitarán en la práctica de los deberes que el hombre
bien educado tiene para con la sociedad en que vive” (Anales, nov 1886: 616).

Sumado a la labor de los inspectores, estaba la labor de los maestros, los vigilantes, los
párrocos y en especial del director de escuela de quien se dice en el artículo 32, “hablará
frecuentemente con los padres de familia sobre la conducta de sus hijos, y les hará acerca
de ellos las indicaciones convenientes” (Anales, nov 1886: 619). Cada una de estas figuras
representaba una autoridad lingüística avalada por la existencia de una norma también
acatada por ellos. De modo que el asunto consistía en valerse de unos mecanismos de
intimidación para lograr la aceptación de la norma, al tiempo que se reforzaba la idea de
que el uso de la variedad estándar traía el beneficio de la distinción. En general, todo el
escenario estaba dispuesto para imposibilitar la negación al prestigio por parte de unos
hablantes ubicados en un sistema repleto de discursos civilizadores que insistentemente
mostraban los modelos de lengua y de comportamiento. Por lo que resistirse a aceptar
dichos modelos era rechazar de tajo los discursos de la civilización y quedar, en términos
lingüísticos, expuesto al señalamiento o confinado al silencio.

Siguiendo esta misma línea, aceptar una norma implica que el cotidiano de los hablantes
esté impregnado de usos estandarizados que con el tiempo aprenden a reconocerse y a
diferenciarse de los otros usos hasta llegar a asignarles un valor positivo con los que los
mismos hablantes terminan identificándose. En este proceso “los valores culturales

117
desempeñan un papel importante en la conservación de las diferencias lingüísticas”
(Lastra, 2003: 421), pues el uso de una variedad de poco prestigio podría mantenerse si sus
hablantes la asocian con valores positivos con los que desean identificarse. No obstante,
“la mayoría guarda una lealtad hacia la variedad dominante dadas las ventajas de
movilidad social que ésta proporciona” (Lastra, 2003: 420).

El caso de la variedad estándar promovida por la Academia habla de las ventajas de la


distinción y el prestigio que conllevaba su uso. Sin embargo, los valores positivos asignados
a dicha variedad estuvieron fuertemente asociados al ascenso en los niveles educativos y a
la obtención de títulos. Si el sistema de evaluaciones en el aparato educativo constituía
una especie de filtro que solo permitía el paso a aquellos con el suficiente potencial para
aprobar un curso y ascender en los grados de enseñanza, entonces, en el caso de los
exámenes de lengua, la aprobación y asenso dependió de las autoridades en el uso del
español que conformaron dicho filtro a partir de su propia producción textual y de su
papel como examinadores, docentes y administrativos. En otras palabras, cualquier
aspirante a presentar una prueba de conocimientos del español debía remitirse al criterio
de los gramáticos, en su mayoría miembros de la Academia, porque sobre sus textos
escolares estaba montado todo el diseño de los exámenes, tal como se mencionó, y
porque su presencia en la evaluación era decisiva en la aprobación. Así se puede
evidenciar en el Acuerdo 14 de la Universidad Nacional Artículo 4, en el cual se lee que
“en la calificación de los candidatos el jurado dará la aprobación al buen método y a la
claridad de exposición y de raciocinio sobre la abundancia de frases y de detalles y la
erudición de que den muestras los candidatos” (Anales, agosto 1887: 338). Vale aclarar
que el jurado de los exámenes de la Facultad de Filosofía y Letras generalmente estaba
compuesto por académicos como Manuel Marroquín, Venancio Ortíz, Marco Fidel Suarez,
Diego Rafael de Guzmán dispuestos a hacer cumplir la norma que ellos mismos habían
codificado.

En suma, las valoraciones del buen desempeño académico de los diferentes estamentos en
términos de la lengua tuvieron que ver con la permeación de los principios de pulcritud del
español de la Academia en la enseñanza en general, constitutivos de la variedad estándar
que en sí llevaba el prestigio de las clases dominantes. En este sentido, cualquier
aspiración en el ascenso académico suponía la aceptación de una norma lingüística que
dictaba el uso de una variedad estándar constituyente de unas pautas civilizadoras
características del mismo sistema de enseñanza.

118
Conclusiones

Cualquier esfuerzo deliberado por cambiar una lengua, una variedad de lengua o alguna o
varias de sus funciones requiere de una planificación que “se lleva a cabo por agencias
gubernamentales que son las que deciden cuál va a ser la lengua oficial, qué lengua deberá
usarse para legislar, en los juzgados, para la educación, etc” (Lastra, 2003: 433). Se trata en
general de decisiones políticas que responden a la forma en que se piensa lingüísticamente
un país en articulación con su estructura social y con los valores culturales que se
encuentran vigentes. Analizar la situación de Colombia a finales del siglo XIX desde la
perspectiva de la planificación lingüística nos condujo hacia el conjunto de políticas
implementadas por el grupo de gramáticos que conformó la Academia Colombiana de la
Lengua sobre la sociedad colombiana de ese momento. Una sociedad en su mayoría
ʿiletradaʾ, y en consecuencia objeto de proyectos de transformación encaminados hacia los
modos civilizados de la cultura y la sociedad. De todos los sistemas que pudo haber
intervenido la Academia en la implementación de su proyecto civilizador nos concentramos
en el sistema de enseñanza que, en palabras de Durkheim, es aquel que funciona como
“instrumento de integración intelectual y moral” y, en consecuencia, como elemento
constructor de los cimientos de la nación. Se comprende que un sistema que facilita la
transmisión de los principios que fundamentan la ideología con la que se dirige un país, es
un sistema que sirve a los propósitos de la clase política en el poder, por lo que, a todas
luces, debe ser intervenido si es que se busca el apoyo, la validación de la población en la
dirección del proyecto de nación

La manera en que operó la Academia con respecto a la educación permite establecer un


panorama bastante completo de los modos en que el grupo de académicos (casi todos
políticos activos en el poder a finales del siglo XIX) entendió el progreso y pretendió guiar a
la nación hacia la deseada civilización. No hubo duda alguna con respecto a que el
conocimiento de la lengua y la literatura españolas; en general de las ʿletrasʾ, junto con la
difusión de unos usos correctos del español, serían la tabla de salvación de una nación que
pretendía llamarse moderna. Al conseguir que los habitantes de cada región se
comunicaran con base en el uso de una sola variedad de lengua con la que todos debían
identificarse se lograría la unidad nacional, y de allí en adelante cualquier propósito trazado
por cuenta de los acuerdos a los que fácilmente se llegarían.

Así, la variedad de lengua que se difundió en los distintos escenarios, especialmente en el


sistema escolar, fue una variedad que se convirtió en lo más cercano a lo que los mismos

119
académicos llamaban ʿlengua perfectaʾ o ʿlengua literariaʾ, que terminó finalmente
fungiendo como norma del español. Fundamental aquí es que además, se trató de una
variedad muy emparentada con los usos de lo más selecto de las clases altas bogotanas
preocupadas por conservar la pureza y no agotar la riqueza del idioma. En este sentido, fue
un tipo de lengua identificada con las altas esferas de la sociedad ubicadas en el centro del
país desde donde se ejecutaron varios de los mecanismos civilizadores dirigidos hacia las
distintas regiones de Colombia.

Lo que se debe resaltar de esta variedad es que fue específicamente elegida, codificada y
difundida por los gramáticos de la Academia en cuestión, lo que representó a su vez varios
aspectos a observar: En primer lugar se trató una tarea que les significó serias disputas con
sus detractores, particularmente sobre cuestiones ortográficas; segundo, se estableció el
reconocimiento definitivo como autoridades de la lengua dada la gran producción de obras
y textos que contenían y explicaban la norma del español; y tercero, se plantea el diseño e
implementación de estrategias de intervención en el sistema de enseñanza para que la
variedad fuera propagada y aceptada por la comunidad estudiantil. En otras palabras, se
trató de una variedad que, después de haber sido luchada, explicada y ʿvulgarizadaʾ, tuvo
éxito en la población, al menos en ciertos sectores de la sociedad, al ser reconocida como
la más prestigiosa y, en ese sentido fundamentalmente, aceptada como indicador de
civilización. De ello finalmente se derivó la concesión de autoridad que la misma población
les otorgó a los académicos, con lo cual se legitimó el ejercicio de dominación lingüística
por parte de la Academia.

Dado que hemos concentrado este estudio en el sector educativo donde se ejerció con
gran fuerza esa dominación es preciso decir que los logros de la Academia no fueron
producto de la implementación de pocas acciones, ni de acciones a corto plazo. Al
contrario, el logro obtenido por la intervención de esta institución en el aparato educativo
conllevó varias prácticas que solo con el tiempo fueron mostrando su resultado. Los
primeros años de funcionamiento de la Academia, 1872- 1880, mostraron un bajo nivel de
intervención en la enseñanza, a pesar de que en varios cargos del Ministerio de Instrucción
Pública se encontraban algunos de los miembros más importantes de la Academia. Luego,
con la posesión presidencial de Rafael Núñez en 1880 las actividades de los académicos en
la educación se intensificaron dada la participación del partido conservador en las políticas
gubernamentales. Después de 1888, con Carlos Holguín en la presidencia, la intervención
decreció y, de hecho, algunos cambios introducidos por los académicos se replantearon. En
medio de logros importantes como la modificación de los programas escolares y
universitarios, la reforma al sistema de prerrequisitos, la adopción de textos obligatorios y
hasta la creación de la universidad representante del pensamiento conservador; la
Academia obtiene como logró mayor, el convertir la lengua española en el fundamento de

120
toda la enseñanza en Colombia. Que el titulo obtenido fuera este o aquel, en este grado o
en el otro, no importaba tanto al sistema proyectado por la academia como el hecho de
hacerlo a través de una formación estructurada para formar estudiantes con suficientes
nociones de gramática castellana. Todos debían saber leer y escribir, todos debían dominar
las reglas ortográficas, todos debían hablar la variedad estándar prestigiosa que claramente
se distinguía de los dialectos ʿvulgaresʾ. Parte de la dominación lingüísJca llegó por esta vía
en la que el ʿbuen hablarʾ no solo era requisito para contar como sujetos civilizados, sino
que también comprometía la imagen de los estudiantes como buenos profesionales con
capacidad para ejercer cargos laborales. De allí que se pueda afirmar que todas estas
políticas lingüísticas adelantadas por la Academia tuvieron una incidencia considerable en
la vida de los sujetos porque más allá de decidir sobre sus modos de usar la lengua, lo que
se decidía era su idoneidad para desenvolverse en contextos tanto académicos como
extraacadémicos. Antes que preparar a los estudiantes para dominar una lengua (sistema)
que funciona como medio de comunicación, se buscó educar para hablar una lengua
legítima.

Ahora bien, el aprendizaje de esta variedad de lengua implicó acciones repetitivas,


prácticas de disciplinamiento constantes y en general un tiempo de exposición prolongado
a los usos que permiten interiorizarla. Solo a través del moldeamiento del cuerpo en la
pronunciación ʿcorrectaʾ de los fonemas, de la discriminación laboriosa de los sonidos e
incluso de la correcta producción escrita de cada letra fue que se consiguió adoptar un
estilo de lengua que llegaba por imposición y no de forma natural como sucedía en el
contexto familiar de aprendizaje de las lenguas idioma. Esta imposición se estableció a
partir de una serie de documentos que apoyaron tal disciplinamiento. Junto a los
manuales de urbanidad, de cortesía, de convivencia, etc., se buscó para el país de la época
establecer prescripciones lingüísticas que se constituyeron en una guía del uso del
lenguaje, pudiendo decir con esto que la Academia entró a normatizar el comportamiento
de los hablantes, y en especial el de la población estudiantil, mediante diccionarios,
gramáticas y manuales de ortografía y ortología que en conjunto codificaron el uso del
español. De este modo, la domesticación del cuerpo, propia de instituciones educativas
que buscaban transformar individuos en sujetos civilizados, fue una parte de las estrategias
de dominación que ejerció la Academia sobre la población y específicamente en dos vías: la
de un contacto obligado y permanente con la variedad estándar, presente en el discurso de
los maestros y, en general, de todo el personal de las instituciones; y en una segunda vía en
la que se inculcan reglas explícitas consignadas en las obras de los expertos en la lengua y
los textos escolares que el mismo Ministerio de Instrucción Pública hacía llegar a las
escuelas. De allí que en los niveles básicos se hubiera aumentado el tiempo de la jornada
escolar en una hora y se hubiera intensificado el estudio del español eliminando el inglés y
el francés, y que en las universidades se hubiera incrementado la dificultad en el acceso a

121
ciertos programas y en la obtención de títulos por cuenta exámenes y prerrequisitos más
rigurosos en el manejo de la lengua tal y como se registró en el tercer capítulo. En palabras
de Bourdieu “los menos dispuestos y menos aptos para aceptar y adoptar el lenguaje
escolar son también los que menos tiempo pasan expuestos a ese lenguaje y a los
controles, correcciones y sanciones escolares” (2008: 45).

El hecho de que la norma lingüística se aprendiera en las aulas de clase y se practicara en


los intercambios comunicativos que sucedían dentro y fuera del contexto escolar, hizo que
la Academia se erigiera en autoridad también en escenarios familiares, laborales,
comerciales. Así se explica el alcance poblacional que tuvo esta institución sobre buena
parte del territorio colombiano y la forma en que un grupo de conservadores, creyentes y
expertos en la lengua española pusiera en marcha un proceso no solo para civilizar a través
de las letras, sino también para modificar el capital cultural. Sin embargo, el que la
distribución del conocimiento del español y de su variedad más estilizada se llevara a cabo
de forma explícita e intensiva dentro del sistema de enseñanza, mientras la distribución del
reconocimiento se efectuaba solo implícitamente dentro y fuera del sistema hizo que se
crearan desigualdades en la población. Mientras unos (los de adentro) podían detentar el
uso con base en el conocimiento de las normas que rigen el español, a los otros (los de
afuera) solo les quedaba reproducirlo aceptando tácitamente que este uso era un signo de
prestigio y, por tanto, de civilización.

De otro lado, si bien resulta particular la manera en que la Academia, una institución no
oficial, terminara decidiendo los lineamientos generales de todo un sistema educativo es
aún más singular la forma en que logra su permanencia dado el ambiente hostil en el que
fue fundada. Como se argumentó en el segundo capítulo, a pesar de ser un organismo
creado a semejanza de la Academia española, esta Academia colombiana tuvo una
configuración muy especial que la hizo diferenciarse de la española e, incluso, de todas las
academias americanas. En este sentido y siguiendo aquí la idea de Stuart Hall sobre
contextualismo radical en el que la serie de relaciones que hace que una práctica sea
concebida como tal y tenga un sentido depende del contexto en el que se inscriben tales
relaciones, habría que decir que las duras condiciones políticas, económicas, sociales y
culturales del país en este periodo y el afán de trazar una directriz para encaminar la nación
hacia el progreso propiciaron la emergencia de una Academia heredera de la tradición
cultural española cuyas prácticas reclamaron la urgencia de cultivar las letras tanto para
civilizar, como para confrontar la oposición liberal y para tener el derecho a ejercer el
poder. De manera que su sostenimiento evidenció, desde arriba, una intensa y permanente
defensa política de los valores conservadores y, desde abajo, el convencimiento de ciertos
sectores de la sociedad de que el uso correcto del español era signo de progreso con lo cual

122
se invistió de autoridad. Así, finalmente conseguido el respaldo político y el aval de la
sociedad lo que quedó fue la gobernabilidad a través de la lengua.

A lo anterior, habría que añadir que la concepción tan característica de la figura del
ʿacadémicoʾ hizo que la Academia interviniera los valores culturales bajo la convicción de
que no había ʿhombresʾ mejor capacitados para llevar la nación hacia el progreso que
aquellos que conformaban esta corporación. El académico no fue simplemente un
intelectual interesado en la lengua. Además de ser un gramático, se concibió así mismo
como un escritor, un genio dotado por Dios para crear, un político con las cualidades del
conservadurismo y un científico de la lengua. Tantas habilidades juntas solo podían caber
en el perfil de unos poquísimos dispuestos a transformar la cultura mediante prácticas bien
específicas. En primer lugar, la selección de lo mejor de las letras colombianas, a través de
los concursos literarios; luego, el ejercicio del refuerzo de la identidad, a través de las
juntas-tertulias que se celebraban anualmente; y finalmente de intervención en los medios
de comunicación mediante una revista especializada en letras, como la publicación del
Anuario, según se discutió en el capítulo dos.

Lo interesante de estas prácticas, lo que les confiere real trascendencia consiste en que si
bien se lograron evidentes progresos en el ámbito de la producción cultural, estos logros
no vinieron por cuenta de un poder ejercido a título individual, sino por efecto de una
producción que impuso una nueva definición de la literatura y de una lengua legítima
distinta y distintiva. En otras palabras, que se hubiera replanteado el panorama de las
letras en Colombia no tuvo que ver tanto con los aportes a la literatura o a la gramática
mediante la composición explícita de obras sobre la lengua española u obras literarias
escritas por cada uno estos académicos, sino con la producción de textos que
argumentaron la necesidad del cambio en las nociones de literatura y de gramática. Esto
explica que se hubiera elaborado un buen número de documentos, la mayoría publicada en
el Anuario, encargados de debatir los criterios de análisis de la literatura de la época y de
argumentar los nuevos valores de elegancia y pureza asignados a la lengua española. Por
supuesto, esto no significo dejar a un lado la producción de obras consideradas como
modelos de composición, porque en todo caso era importante mantener la diferencia
entre la excelencia y lo aceptable o entre lo culto y lo vulgar.

En tanto redefinió los conceptos de la literatura y la lengua y su papel en la cultura


colombiana, la Academia gozó de la facultad de prescribir, de sancionar y de corregir,
facultad también apoyada en la idea de que era la única institución rigurosa en el estudio
de la lengua. Por eso, parte de su actividad fue la de estudiar científicamente el lenguaje
como una forma de racionalizarlo y de entender su relación con el pensamiento, con las
prácticas discursivas de los hablantes y la de éstas con los procesos de génesis de la

123
civilización. A pesar de que casi todas sus posturas tuvieron como base la gramática
general y razonada el verdadero estudio científico de la lengua llegó por la vía de la
filología comparada, una corriente novedosa que en el fondo era una crítica a la forma en
la que hasta ese momento se había abordado el lenguaje.

Esta oscilación entre los estudios clásicos y modernos permite repensar la naturaleza
epistemológica de la Academia en la medida en que el sentido clásico conservador,
arraigado al pasado adquirió en ella un aire moderno, novedoso que le sirvió de pretexto
para argumentar que se trabajaba en el progreso. Esta sería entonces una imagen que
concuerda perfectamente con la idea de avanzar en el presente retomando los valores del
pasado, tanto de los clásicos griegos y latinos como de la metrópoli española de la cual era
directa heredera.

Lejos de aceptar que “hay un cambio continuo en el lenguaje que no está en poder del
hombre ni producirlo ni impedirlo” (Müller, 1960: 44), como lo enunciaba la filología
comparada, estos académicos se dedicaron a incorporar la norma en los contextos de uso
oficial de la lengua, como la escuela, y a difundirla en el resto de los escenarios mediante
sus propias obras gramaticales, queriendo con ello intervenir la lengua pero no en su
proceso de cambio, sino, al contrario, en el estatismo(permanencia) de su pureza, la
elegancia y la fijación del uso ʿcorrectoʾ. Su objeJvo de instaurar una lengua civilizada
suspendida en el tiempo, dejando a un lado la multiplicidad de dialectos y de lenguas
indígenas para los propósitos del proyecto de nación se logró mediante la implementación
de estrategias de planificación lingüística provenientes directamente de políticas que
pusieron en la conciencia de buena parte de los hablantes el alto valor de la lengua bien
construida y bien pronunciada mientras se devaluaba el resto de opciones lingüísticas.
Entonces, la lucha de los académicos fue la de estereotipar la lengua literaria en
detrimento de la considerable diversidad de los dialectos. A la multiplicidad de matices de
la vida cotidiana de la gente común se impuso el término general de la lengua que
habiendo pasado por la depuración se quedó con lo más artificial del lenguaje y en vez de
hallar el progreso en el nacimiento y desarrollo de las nuevas ideas de los dialectos, como
lo propuso en algún momento el mismo Rufino Cuervo, optaron por el pasado de los
clásicos impulsando una lengua culta exenta de expresiones cotidianas que llegaban a ser
fatigosas y superfluas.

Desde otra perspectiva, habría que decir que todo el trabajo que adelantó la Academia en
este periodo consistió en la modificación del habitus lingüístico a partir de su intervención
en la educación para introducir en la conciencia de los hablantes la necesidad de la unidad
nacional a través del uso de una variedad estándar que garantizaba entre todos los
miembros de la comunidad un mínimo de comunicación que es la condición del dominio

124
simbólico. Esto explica por qué para Miguel Antonio Caro el uso, “sinónimo de modas y
costumbres que cambian y se diversifican en los lugares y con los tiempos (Anuario, 1874:
493), no podía dejarse a la consideración de los mismos hablantes, sino que era necesario
anteponer una autoridad estable y duradera como “única norma del bien decir” en un
sistema que llegaba a todo el territorio nacional y a todas las capas sociales como el de la
enseñanza. Por eso en el proceso de estandarización los académicos eligieron a la
educación como el escenario en el que fácil y rápidamente se desconocían los usos por
fuera de la norma en función de la difusión y aceptación de la misma. En otras palabras,
para que la lengua nacional (variedad estándar), se impusiera hacía falta que los usos
normalizados dentro y fuera del contexto escolar estuvieran regidos por el uso legítimo, un
poder que recaía sobre los propios hablantes ya instruidos y los inhabilitaba para recurrir
a sus propias formas de expresión.

Vale aclarar que el uso no se entendió aquí como una simple expresión de la lengua, más
bien se constituyó en un campo de lucha en el que diversos actores pugnaban por su
dominio y aceptación (legitimación) por parte de la población. Si de un lado estaban los
liberales, del otro estaban los conservadores, si abajo estaba el ʻvulgo ̓ arriba estaban los
ʻcultos ̓, si adentro estaban los estudiantes instruidos afuera estaba la gente común
ʿignoranteʾ, si en todo el territorio estaban los dialectos carentes de presJgio, en el centro
estaba la variedad legítima. La batalla por el uso fue la batalla por la apropiación de los
instrumentos de expresión y, en ese sentido, por la imposición de formas de pensar. La
aparente culminación de las pugnas sucedió con el triunfo de los académicos
conservadores, no obstante los liberales continuaron siendo la oposición, los dialectos
siguieron latentes y el vulgo conservó formas de resistencia inconsciente a la autoridad
lingüística.

La imposición de la lengua legítima en contra de los dialectos y demás lenguas hizo parte
de las estrategias políticas destinadas a garantizar la consolidación de los principios
conservadores a través de la formación, producción y reproducción de un ʿhombre nuevoʾ,
civilizado, culto, inteligente, creyente, conservador y, sobre todo, con una excelente
capacidad de expresión purificada de todo barbarismo: era un hombre completamente
transformado en sus modos de pensar también depurados y purificados. Después de todo,
el esfuerzo por lograr la civilización no tenía que ver con haber conseguido que los
hablantes acataran una norma lingüística, sino con haber cambiado todas las dimensiones
del incivilizado partiendo del buen uso de la lengua. Esto permite comprender que el
conflicto entre la variedad estándar y las demás variedades en realidad fue un conflicto por
el poder simbólico que tuvo como objetivo la formación y la transformación de las
estructuras mentales del sector de la población con más posibilidades de acceso a la futura
clase dirigente, el estudiantado, con lo cual se estaba garantizando la prolongación de la

125
hegemonía conservadora, más allá de las opciones físicas que tenían estos académicos de
seguir en la dirección del país.

Finalmente, la convicción de los académicos de que su imagen y sus prácticas, así como la
lengua que hablaban, no tenían mancha alguna, los llevó a reconocerse como una
institución cuya autoridad no estaba sujeta a cuestionamientos, mucho menos en un
ámbito transformado para aceptar el poder de la Academia. Ante la necesidad de poner
por encima de todo a la lengua, la Academia elaboró una serie de argumentos que iban
desde lo más obvio, según sus miembros, hasta lo más discutible. Hablar el idioma español
y hacerlo atendiendo a una variedad ya normalizada se convirtió en un requisito para
interpelar a los sujetos que, como integrantes de la sociedad, debían laborar por la
construcción de una nación soberana y vigorosa, sin importar el lugar de residencia, la edad
o la raza. ¿Cómo resistirse a hablar español, lengua de la civilización, si gracias él era
posible trabajar conjuntamente en la empresa del progreso?, ¿cómo oponerse a reconocer
la lengua nacional a través de los usos normalizados si por ser ésta un capital simbólico
posibilitaba la consecución de prestigio? Que la población aceptara estas condiciones le
otorgó a la Academia el derecho a gobernar y a decidir sobre el habitus lingüístico de los
hablantes porque ya no se trataba de lo que tienen que hacer las palabras, como las
órdenes, sino de lo que es.

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