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La mirada cualitativa

Director:

José Miguel Marinas

GONZALO ABRIL
Lo visible tiene un armazón de invisible, y lo invisible es la contrapartida
secreta de lo visible.

M.Merleau-Ponty

El hombre es el único ser que se interesa por las imágenes en sí mismas.


Los animales se interesan, pero sólo cuando éstas los engañan [...]. Cuando el
animal se da cuenta de que se trata de una imagen, se desinteresa por
completo [...]. El hombre es el animal que va al cine.

Giorgio Agamben

Era el acto de mirar lo que le hacía darse cuenta [a Giacometti] de que se


encontraba constantemente suspendido entre la existencia y la verdad.

John Berger
Introducción

CAPÍTULO 1 Abriendo los ojos

1.1. Desde dónde miramos

1.1.1. Por una perspectiva crítica, sociosemiótica y cultural

1.1.2. Algunos presupuestos metodológicos

1.1.3. El signo y el interpretante

1.1.4. Iconos, índices y símbolos

1.2. Lo visual, la mirada y la imagen

1.2.1. La visualidad y sus metáforas

1.2.2. La mirada

1.2.3. La imagen

1.2.4. Conceptos de la imagen

1.2.5. Los imaginarios

1.3. Textos verbovisuales: integración sinóptica y alegoría

1.3.1. Más allá del cuadrángulo: la multidimensionalización del espacio


verbovisual

1.3.2. Interacción cognitiva: conceptos y entimemas verbovisuales

1.3.3. Integración conceptual-sinestésica


1.3.4. Alegoría: imágenes de conceptos

CAPÍTULO 2 Un mapa teórico para el texto verbovisual

2.1. Las dimensiones textuales

2.1.1. El concepto de texto

2.1.2. La dimensión pragmática

2.1.3. La dimensión semántica

2.1.4. La inmanentización textual

2.2. Exoinmanentismo

2.2.1. La indicación factorial

2.2.2. Ecologías y genealogías del texto verbovisual

2.3. Praxis y eficacia simbólica

2.3.1. La performatividad textual

2.3.2. La eficacia simbólica: polarización y condensación

2.3.3. Estos patucos no son para caminar

CAPÍTULO 3 / choose: cómo leer un texto verbovisual

3.1. Primera aproximación: la trama visual

3.2. Iconografía y secularización de la imagen

3.2.1. Pose y corte

3.2.2. El test óptico


3.3. El análisis narratológico

3.3.1. Entre el mito y la ficción

3.3.2. La relevancia narrativa

3.3.3. El punto de vista de los géneros

3.3.4. Los modos de discurso: diégesis, descripción, argumentación

3.3.5. La narratividad

3.3.6. Tiempo y espacio de la fábula

3.3.7. Cronotopos

3.3.8. Los sujetos de la fábula

3.3.9. Trama y cualificación temporal

3.4. Plano narrativo y plano conceptual: la integración semiótica

3.4.1. El plano narrativo-figurativo

3.4.2. El plano alegórico-conceptual

3.4.3. Pliegues y charnelas

3.5. Interpelación y captura de la mirada. El simulacro interlocutivo

3.5.1. Enunciación y discurso visual

3.5.2. Identificación primaria y secundaría

3.5.3. La alegoría enunciativa

3.5.4. Hacer ver y hacer no ver


CAPÍTULO 4 El texto visual como multitexto: transculturas visuales

4.1. Introducción a la interculturalidad: Borges y la traducción

4.2. Para una crítica del colonialismo visual

4.3. Multitextualidad, transculturalidad, neoculturalidad

4.4. El texto visual mestizo: dialogismo y antagonismo

4.4.1. El Mono y la Centauresa: para una crítica del multiculturalismo visual

4.4.2. Guamán Poma o la policulturalidad

4.4.3. Epílogo en el umbral

Bibliografía
No pretende ser éste un libro más de análisis de la imagen, ni menos aún de
una clase de imágenes. Hay excelentes semióticas regionales del cine, de la
publicidad, de la fotografía o del arte. Aquí intentamos una exploración
transversal, que concilie la mirada sociosemiótica con el análisis de los
procesos culturales para abordar el "texto visual" como un objeto de estudio
por derecho propio. Antecedentes de esa mirada se pueden encontrar en un
Análisis semiótico del discurso (Abril, 1994) que fue publicado por esta
misma editorial en un libro coral sobre metodología de la investigación
cualitativa. Pero entonces primaba el "paradigma lingüístico", y aun toda
referencia a textos o discursos hacía pensar casi automáticamente en textos
literarios, periodísticos, verbales. No sabemos si Mitchel, en 1994, acertó al
dictaminar la nueva vigencia de un "giro de la imagen" (pictorial turn) que
vendría a relevar al anterior "giro lingüístico" del pensamiento, porque ya
éste se había producido en el seno de una cultura verbovisual. En todo caso
hoy se extiende la creencia de que cierta forma de indagar la comunicación y
los textos visuales desempeña un papel estratégico en el proyecto del análisis
y la crítica sociocultural contemporáneos.

A partir del supuesto incuestionable de que la visualidad y las operaciones


visuales están culturalmente construidas, algunos autores como Brea ([ed.],
2005) proponen hoy un campo de "estudios cultural-visuales críticos" que
parece tratar de reinsertar la dispersión y hasta el desconcierto de los estudios
culturales (que tan exigua significación han tenido en el campo académico
español) en la experiencia estética, cultural y política de la visualidad.
Bienvenido sea, y ojalá que no se agote en la mera reterritorialización
académica de un conjunto de perspectivas largamente desarrolladas con
denominadores tan diversos como: semiótica visual, estética, iconología,
antropología de la imagen, teoría crítica de la cultura de masas, etc.

Este ensayo metodológico, si es que no hay oxímoron en semejante


denominación, se dirige también a un destinatario colectivo muy
diversificado: los textos visuales, en un ecosistema comunicativo y discursivo
como el que hoy habitamos, interesan a un gran número de estudiosos,
especialistas académicos, agentes socioculturales, a sujetos curiosos y
deseantes de toda condición. Pues, parafraseando el enunciado del severo
jorismós platónico, cualquier ámbito del saber sociocultural de nuestros días
parece conminar: nadie entre aquí sin saber leer textos visuales. Y, la verdad
sea dicha, no es tan complicado: las competencias de lectura que movilizan la
mayoría de nuestros textos visuales son ya parte de un general intellect que,
como el viejo Marx pronosticó, se abriría camino con el apogeo de las
máquinas inteligentes, hoy en gran medida dotadas de una interfaz visual.
Aun así, no estará de más darle un nuevo hervor a lo ya sabido, buscarle las
vueltas, mirar al sesgo lo presupuesto. La investigación social se suele ceñir
demasiado al análisis de textos verbales, incluidas las transcripciones de
entrevistas, grupos de discusión o relatos biográficos. Y cuando se las tiene
que ver con textos visuales (en investigaciones orientadas al marketing, a la
publicidad, a la comunicación política, por ejemplo) frecuentemente recurre a
herramientas contenidistas poco precisas y poco sensibles al contexto de
producción/consumo de tales textos. Incluso en la investigación histórica,
autores tan justamente respetados como Burke (2005), están revalorizando el
recurso a la imagen como documento. Y sobra decir que al conjunto de los
investigadores e investigadoras de la comunicación les vendrá bien
considerar la apertura a determinados problemas socioantropológicos que
esta pequeña obra quiere ofrecer.

El capítulo 1 pretende avisar al lector de las intenciones y los sesgos de la


perspectiva. Es introductorio y hasta impertinentemente ensayístico en
algunas partes, por si puede desalentar cualquier expectativa de "recetario"
metódico, incluso abriendo problemas y preguntas para las que no hay
respuesta posible en el marco de este libro.

Para compensar la dispersión y la prolijidad de los temas sugeridos en el


capítulo 1, en el 2 se propone un "mapa teórico", que por supuesto no
recupera sino una parte de los problemas previamente anunciados. Quizá la
decisión de exponer una aproximación teórica, por más que se trate
efectivamente de un modesto dibujo cartográfico para marear textos visuales
y no de un marco conceptual riguroso y exhaustivo, precise alguna
aclaración. Es obvio que ninguna realidad existe como algo indiferente a la
teoría que trata de articularla. El sujeto cognoscente tiene acceso a la realidad
sólo a través de sus preconceptos y esquemas (pre)teóricos, y a través del
lenguaje en el que unos y otros se depositan. Si esto se puede afirmar en
general, en el caso del análisis de textos visuales las observaciones del
analista están específicamente cargadas (incluso pretextualizadas) por los
presupuestos de una cultura visual, de un imaginario, de modos históricos de
mirar: tres condiciones a las que ya hemos aludido en el capítulo 1. Los
textos visuales siempre se leen activamente: ni siquiera la mirada incidental
del paseante que se encuentra con una valla publicitaria o con un periódico
arrojado a una papelera es puramente aleatoria o pasiva. Incluso cuando la
voluntad que rige esa mirada procede de ese fondo ciego, siempre mal
conocido, que escapa al control del sujeto consciente y racional. Quien lee a
través de los propios ojos es un yo, pero también la instancia impersonal o
transpersonal de un "se" (de "se lee") determinado por pautas aprióricas,
normativas, a menudo ideológicas, de atención, selección y acotación de la
realidad visible de que se trate.

Sin olvidar que las estructuras lingüísticas, y no sólo la facultad y las


predisposiciones de la percepción, median nuestra relación visual con el
mundo, al menos en la medida en que las representaciones visuales han de ser
sometidas, traducidas - inferencialmente, diría Peirce - lingüísticamente
cuando tratamos de comunicarlas: "He visto unas azaleas en la ventana", que
quiere expresar un juicio perceptivo, no es otra cosa que un enunciado
lingüístico. El recurso a la ékfrasis, la traducción verbal de una experiencia
visual, es un expediente común en la vida cotidiana de los videntes, no una
rareza retórica inventada por Homero para describir el escudo de Aquiles.

Hablar de lenguaje, respecto a la mediación de la percepción visual, como


hacerlo respecto a la exposición misma del marco teórico y de los
presupuestos metodológicos en este libro, supone reconocer el papel de las
taxonomías conceptuales, culturalmente variables, que los lenguajes
contienen y articulan. Se podría creer que la función taxonómico-categorial
del lenguaje arraiga exclusivamente en la estructura léxica de la lengua. Sin
embargo las estructuras sintácticas mismas, en la medida en que no hay en
los lenguajes naturales una sintaxis clínicamente pura, libre de implicaciones
protosemánticas, contienen ya discriminaciones categoriales fundamentales;
por ejemplo, la distinción entre "relación atributiva" y "predicativa" implica
una distinción taxonómica básica: la que se da entre "estado" y "acción",
entre "cualidad" y "agencia", etc. Damos así razon a la hipótesis de la
"narratividad" a que aludimos en el capítulo 3: a cierto nivel de análisis
cualquier texto, lingüístico o verbal, responde a una matriz narrativa, de
"actores y acción", como decía Nietzsche. En el texto visual, incluso al nivel
aparentemente más irreductible de los contrastes plásticos (de contornos,
colores, escalas) puede reconocerse un sentido protonarrativo que el lector es
capaz de parafrasear en términos como éstos: "Parece que el amarillo pugna
por imponerse al negro" o "la forma delgada parece aplastada por la
triangular que se le superpone". La pintura, figurativa o abstracta, pero
también el cine, no han dejado de aprovechar y desarrollar esos significados
tan imprecisos como eficaces para producir efectos dramáticos complejos.

Un ejemplo central, un anuncio de cigarrillos, va siendo visitado a modo


de leitmotiv en el capítulo 3, aun cuando otros muchos motivos aparezcan
incidentalmente para ejemplificar tal o cual fenómeno textual particular. En
el 2, sobre el mapa teórico, hemos afirmado la necesidad de estudiar el texto
visual en sus contextos prácticos, tanto micro como macrosociológico. De los
métodos y estrategias tendentes a esclarecer estas dimensiones no podemos
ocuparnos, como es obvio, en el capítulo 3. De algún modo venimos a sugerir
lo indispensable de la pluri y transdisciplinariedad: a la hora de analizar,
como aquí reclamaremos, un texto publicitario, o didáctico, o judicial, o
propagandístico, habrá que atender al marco institucional, económico,
político, etc. en que tal texto se produce y se interpreta. También a las
condiciones "etnometodológicas" del contexto más inmediato en que el texto
se efectúa como discurso social: cuáles son las actividades reales, situadas e
interdependientes de los sujetos que hacen e interpretan esos textos, cuáles
las racionalizaciones que dan de él en el proceso comunicativo, etc.
Reconocer la necesidad de la pluridisciplinariedad es, pues, dar por supuesto,
con merecida humildad, lo limitado de nuestra perspectiva. Hamburger
(1986: 40), ha denominado cesura a esta forma de discontinuidad, que impide
al investigador "unificar totalmente los resultados que obtiene sobre el mismo
objeto, en escalas y con métodos diferentes". Reconocemos esas cesuras, y
precisamente por ello no dejamos de invitar a cruzar los puentes de estos
archipiélagos metodológicos que son las llamadas ciencias sociales y
humanas.

El capítulo 4, por fin, se propone abrir la problemática de la


interculturalidad en el texto visual: invitando a una lectura de los discursos
visuales mestizos de la época colonial, pretende activar, una vez más, la
inteligibilidad del presente y su conmoción crítica, en una era en que la
diversidad cultural puede servir de alimento a los mejores sueños y a las
peores pesadillas.

Enseguida se verá que hemos renunciado a una exposición


indefectiblemente cientifista, y aún más a expender recetas que
desconocemos. Pero, aun cuando la exposición tenga en muchos momentos
un tono ensayístico y hasta rapsódico, hemos tratado de que a lo largo de todo
su recorrido broten los manaderos de tres corrientes subterráneas: la de los
contextos teóricos (los conceptos que nos parecen más determinantes se han
señalado en cursiva); la de la metodología, orientando hasta donde nos es
posible algunas perspectivas de investigación, la justificación de la selección
de los fenómenos y de sus correspondientes criterios; y la del aparato más
estrictamente analítico, los métodos propios de nuestra perspectiva
transdisciplinaria, que son en general oriundos de la semiótica, de la
antropología cultural y de la sociología.

A quienes nuestra empecinada autoidentificación semiológica les resulte


inconsistente con tanto culturalismo y tanto sociologismo, hemos de decirles
que no aceptamos otra lealtad semiótica que la que sobreviva a una
infidelidad tan reiterada como indispensable al inmanentismo textual: a este
respecto hablamos de "exoinmanentismo" en el capítulo 2. Si somos de
profesión peirceana o greimasiana, es más fácil de responder: como los
buenos vinos tintos y los buenos vinos blancos, cada encuadre semiótico debe
encontrar su lugar y su momento, y hemos tratado de distribuirlos
razonablemente (los enfoques, no los caldos) en este trabajo.

La abundancia de citas y de referencias bibliográficas nos preocupa:


hemos querido abrir muchas ventanas a lo largo del corredor, construir este
texto como un hipertexto que no se cierre demasiado internamente. Pero el
lector puede sentir estorbada la continuidad de su lectura por tantas
referencias. Ojalá que la incomodidad se vea compensada por el potencial
informativo de la bibliografía.

Muchos ejemplos reproducen imágenes multicolores. La traducción al


blanco y negro obligará a hacer ciertas inferencias cromáticas al lector. Pero
tenga presente que en general leer textos visuales, mirar lo que nos mira, no
consiste sino en hacer inferencias.
1.1. Desde dónde miramos

Nuestra perspectiva sobre el texto visual quiere ser interdisciplinaria; un


desiderátum que, casi provocador hace unos cuantos años, hoy constituye una
premisa trivial en la presentación de la mayoría de los estudios de ciencias
sociales. La colaboración entre disciplinas ha de venir guiada por algún
principio de jerarquía epistemológica y a la vez por una cierta audacia
metodológica que salga a la búsqueda de las supuestas homologías y
correspondencias interdisciplinarias. Como no es éste el lugar para un debate
epistemológico y metodológico suficientemente riguroso, proponemos sin
más que el análisis del texto visual se sustente en "una teoría de la sociedad
planteada en términos de teoría de la comunicación y nucleada en torno a la
problemática del sentido", conforme a una propuesta de Habermas (1989:
19), que aún nos parece válida para el conjunto de las llamadas - con cierta
imprudencia en el sustantivo - ciencias de la comunicación.

Es la problemática del sentido la que permite hallar los espacios de


correspondencia entre distintas disciplinas, a partir de algunos presupuestos
teóricos generales que también son invocados por Habermas (1989: 20-26):
la interpretación del comportamiento como intencional, dirigido u orientado
por normas que rigen "en virtud de un significado intersubjetivamente
reconocido" y la opción, frente al mero convencionalismo, por un
esencialismo que Habermas quiere encontrar no en las estructuras de una
"realidad objetivada", al estilo del viejo objetivismo, sino en las estructuras
del "saber implícito de sujetos que juzgan competentemente". Por eso la
mirada semiótica que propugnamos en estas páginas no apunta tanto a saber
"qué significan" los textos visuales cuanto a investigar los modos y los
medios por los que llegamos a atribuirles tales significados, o lo que es lo
mismo, los procesos de sentido en que intervienen.

Cierto es que al hablar de significado, de saber y de competencia,


Habermas presupone un paradigma lingüístico. Nosotros tratamos de remitir
a un marco semiótico más amplio, en el que:

a)Lo visual no es sólo cierta "sustancia de la expresión", sino en sí mismo


un ámbito de sentido intersubjetivamente construido y un espacio de
pensamiento.

b)La extensión de lo visual no alcanza sólo a los objetos textuales


explorados tradicionalmente por la semiótica de la imagen, sobre todo
en el contexto de la comunicación de masas, o por la iconología, en el
de la historia del arte, sino también a la experiencia visual en cualquiera
de sus formas antiguas y modernas, excepcionales o cotidianas.

c)Las categorías de texto y discurso (generalmente sinónimas, aun cuando


conviene a veces reservar la primera a una definición formal del
discurso, y la segunda al proceso de enunciación, de actualización de
las estructuras textuales) sustentan hoy la posibilidad de desarrollar
homologías y correspondencias interdisciplinarias, de levantar puentes
interteóricos en el archipiélago de los conocimientos múltiples sobre la
experiencia cultural de lo visual. Nuestra opción por el análisis del
"texto visual' (y no de "la imagen", los "signos" o las "representaciones"
visuales) parte de esta premisa.

d)Si en la perspectiva de la semiosis ilimitada peirceana, a la que


enseguida nos referiremos, la interpretación es un momento o una fase
en el desplazamiento de una red interpretativa en que el intérprete
interviene, los textos visuales han de verse también como formas
fluyentes, dinámicas, nunca plenamente determinadas, en redes
textuales movedizas en el tiempo de la historia y en los espacios de la
cultura.
1.1.1. Por una perspectiva crítica, sociosemiótica y cultural

Benveniste (1977), siempre magistral, aunque también restringido al


paradigma lingüístico, trazó en "Semiología de la lengua" una célebre
distinción teórica entre el "modo semiótico y el modo semántico de la
significancia". El primero es el dominio del signo, entendido conforme a los
supuestos funcionalistas, y por ello la semiótica se ha de limitar a identificar
unidades, marcas distintivas y criterios de distinción. El "modo semántico",
empero, concierne al proceso comunicativo, a la enunciación, al universo
discursivo. Su propósito final es justamente "superar el signo". En gran
medida la perspectiva que aquí propugnamos como "sociosemiótica" coincide
con el modo "semántico" benvenisteano.

La nuestra quiere ser también una "metodología visual crítica" en el


sentido en que la propone Rose (2001: 3), como una estrategia orientada a
analizar el texto visual en términos de su significación cultural, las prácticas
sociales y las relaciones de poder en que está involucrado. Esto supone
pensar en las formas de ver e imaginar desde el punto de vista de "las
relaciones de poder que producen, son articuladas por ellas, y también por
ellas desafiadas".

Una perspectiva sociosemiótica, cultural y crítica, en negativo, supone


reconocer las limitaciones de un análisis formal y puramente "inmanentista"
del texto visual (cuestión metodológica que abordaremos con más detalle en
el capítulo 2). Pues podemos, por ejemplo, analizar un retrato fotográfico
atendiendo a sus propiedades plásticas: su composición, luminosidad, color,
etc. (e inferir de ellas, secundariamente, y saliendo del marco metódico de la
semiótica, la tecnología fotográfica de que se sirvió el autor o la fecha
aproximada en que realizó la toma). Podemos también analizar el contenido
¡cónico de la foto: qué sujetos y objetos reconocibles se representan en ella; y
hasta algunos elementos retóricos interesantes: el plano de la toma, la
relación del personaje con el escenario, etc. Pero sin algunas preguntas y
conocimientos suplementarios en torno a las concepciones espaciales de la
época, a las disciplinas gestuales y faciales que se inculcaban a los miembros
de según qué clase social, edad o género, a los usos sociales del retrato, al
papel del decoro en la representación pública de la persona, etc. nuestra
interpretación resultará muy limitada: su contenido de conocimiento histórico
y cultural será tan bajo que probablemente tendría el mismo valor - o la
misma invalidez - aplicándose a contextos socioculturales y temporales muy
diversos.

Así pues, las características observadas en el retrato pueden y deben


cotejarse, por ejemplo (y tal como propone Bourdieu, 1991), con los modos
de inculcación de la cultura en el porte y las maneras corporales, con la
conformación moral de la representación personal propia de una época y de
una cultura de clase, con la posible reivindicación de prestigio asociada a
cierta práctica histórica de la fotografía, etc. Aún más, el texto fotográfico
puede adquirir un valor no sólo documental sino también heurístico, de
producción de conocimiento, para indagar precisamente esa clase de
significados, si se construye un contexto interpretativo adecuado. Así, en su
hermoso análisis de una foto de Sander que muestra a tres campesinos
trajeados camino del baile, Berger (1987: 35-43) acierta a reconocer la
representación de la "hegemonía de clase", del pacto o la aceptación que a
principios del siglo XX llevó a las clases trabajadoras a hacer suyos
determinados modelos y valores de la burguesía, aun resistiéndose y
negociándolos al mismo tiempo de forma sutil en el terreno mismo del gesto,
de la performance corporal y expresiva.

Ortiz García (2005: 194) observa que a mediados del siglo XX las madres
comienzan a ejercer de fotógrafas de sus hijos, como parte de una ampliación
de las tradicionales atribuciones sociales de las mujeres en relación con el
mantenimiento de las relaciones familiares. Probablemente, añadimos por
nuestra cuenta, ese ejercicio supuso también una oportunidad de
reapropiación y modificación de la cultura visual moderna para muchas de
ellas. La misma autora advierte que los álbumes familiares excluyen las
representaciones fotográficas relativas al dolor, la miseria, la disputa, la
enfermedad, la muerte o el sexo. Por eso el bebé suele ser fotografiado en el
momento del baño, no en el del cambio de pañales (Ortiz García, 2005: 198).
Ejemplos como estos dos últimos remiten a otro compromiso fundamental: el
que el análisis debe adquirir con lo que no se ve porque pertenece al "punto
ciego" de la enunciación (como el espacio y la identidad de la fotógrafa) o
porque forma parte de lo excluido, inarchivable, invisibilizable para un orden
sociocultural dado. Aun así, y del mismo modo que el silencio de lo no dicho
actúa siempre sobre el sentido de lo que se dice, lo no visto y lo invisibilizado
determinan el sentido de lo que el texto visual da a ver.

A lo largo de toda su obra Bajtin mostró que la palabra es depositaria de


voces socioculturales en las que quedan traducidas y representadas las formas
múltiples de la memoria y la experiencia social. Algo análogo puede decirse
de las actividades y creaciones de la visión, considerando al ojo humano, no
menos que al lenguaje, como un órgano social y colectivo (Caro Baroja,
1990). Franz Boas podría haber dicho que el ojo es un órgano de la tradición
(Price, 1993: 41), pero esta afirmación tendría que matizarse en dos sentidos:

a)Primero, reconociendo una pluralidad de las tradiciones que, al menos


en las sociedades contemporáneas, remite a diversas culturas visuales
y/o culturas de la mirada yuxtapuestas, superpuestas y también
alternativas. Taléns (1998), ha llamado la atención sobre la
multiplicidad de las culturas cinematográficas que nos autoriza a hablar
legítimamente de, por ejemplo, un cine norteamericano frente a uno
europeo como modos alternativos de la representación y el discurso
cinematográfico. Otro ejemplo: hoy se discute, incluso
apasionadamente, sobre culturas visuales generacionales no menos
diferenciadas y en plena disputa simbólica: la de los jóvenes
videojugadores impregnados de cultura audiovisual digital y la de los
adultos educados en la recepción cinematográfica y televisiva clásicas.

b)En segundo lugar, las tradiciones que domestican el ojo están


indisolublemente ligadas a tecnologías históricamente determinadas de
la visión, y por tanto a procedimientos ópticos y audiovisuales que
conforman modalidades también históricas del sensorio, modos de ver,
percibir y sentir. Así que Boas podría haber afirmado que el ojo es un
órgano de la tradición, pero Walter Benjamin, y tras él otros muchos
críticos posteriores, añadirían que el ojo contemporáneo ha sido
adiestrado por la tecnología, primero la de la fotografía y el cine, luego
por el vídeo, después por la imagen digital y la realidad virtual, con
efectos tales que ha devenido también en un órgano epistémico, estético
y moral de la modernidad.

Benjamin (1982-1936) advirtió lúcidamente que la modernización


tecnológica de la visión propiciada por la reproducción industrial abría
nuevas perspectivas democráticas y emancipadoras a las "masas"
contemporáneas, pero también denunció que los proyectos estético-políticos
del fascismo de aquellos años traicionaban in nuce tales posibilidades,
devolviendo el dispositivo cinematográfico al servicio de un ritual político
degradado. En un sentido análogo, el retrato fotográfico de las nuevas élites
económicas en la segunda mitad del siglo XIX había permitido su
legitimación, en una modalidad reaccionaria de preservación en la memoria
que trataba de heredar el prestigio del retrato pintado, y con él el aura de las
viejas élites aristocráticas. Como analizan Chicharro y Rueda (2005: 110),
esa forma de fotografía fijó "una representación individual capaz de ser
interpretada en términos de capital simbólico, igual que lo hiciera la imagen
pictórica naturalista antes de la revolución liberal".

Así que los efectos inducidos por la extensión tecnológica de la visión y


de las facultadas sensoriales en general, no son lineales ni unilaterales, sino
extraordinariamente complejos, y siempre mediados por los cambios
económicos, políticos e institucionales de las sociedades. Para empezar es
incluso dudoso que existan medios exclusivamente visuales. Mitchel (2005:
17) recuerda que ya Aristóteles anticipó la idea de que los medios son
siempre mixtos, siempre multimedios, al entender el drama como
combinación de lexis, melos y opsis (palabra, música y espectáculo).
Jameson (1989: 184-185) retomando la afirmación marxiana de la
historicidad de los sentidos, ha llegado a conjeturar alteraciones perceptivas y
cognitivas de nivel macroscópico en la cultura de la modernidad: los procesos
de estetización del siglo XIX fueron en alguna medida trastornos de la
economía libidinal vinculados a la mercantilización-cosificación capitalista.
Con el proceso industrial de división del trabajo las funciones racionales y
cuantificadoras de la mente se vieron extraordinariamente favorecidas, en
detrimento de ciertos "poderes mentales arcaicos". Ello supuso la represión
de la experiencia estética durante la industrialización, por ejemplo, la
coerción del sentido culinario, de la "libido gastrómica", en Gran Bretaña y
en Estados Unidos. La "desperceptualización" operada en las ciencias,
prosigue Jameson, condujo a cierta relajación de las energías perceptivas.
Pero la "inusitada capacidad excedente de percepción sensorial' se reorganizó
necesariamente en una actividad nueva y autónoma, que produjo sus propios
objetos específicos. Así emergieron géneros como el paisaje pictórico, en que
la visión de un objeto tradicionalmente insignificante sin la presencia humana
adquirió valor por sí misma. Ejemplarmente el impresionismo ofreció el
ejercicio de la percepción y de la recombinación perceptual de los datos
sensoriales como un fin en sí mismo.

1.1.2. Algunos presupuestos metodológicos

De la metodología semiótica que aquí propugnamos se puede decir lo mismo


que Velasco y Díaz de Rada proponen respecto a la lógica de la investigación
etnográfica: la operación de interpretar no es alternativa a la de explicar,
según la vieja dicotomía de Dilthey (1986) entre la erkliiren, propia de las
ciencias naturales, y la verstehen de las ciencias del espíritu, sino que se trata
de una actividad de relación, de enmarcamiento en conjuntos de reglas, de
reconstrucción, siempre parcial, de estructuras simbólicas subyacentes. La
interpretación no procede, según señalaba Geertz (1988) (haciendo
referencias indirectas al funcionalismo, a la escuela de "cultura y
personalidad" y al estructuralismo), como la taxidermia de un organismo, el
diagnóstico de un síntoma o el descifrado de un código, sino del mismo modo
en que "se penetra un texto" (Velasco y Díaz de Rada, 1997: 41-72).

Es de particular importancia para nuestra metodología el desmentir que la


interpretación semiótica tenga algo que ver con "descodificar mensajes". Para
la concepción de los procesos comunicativos a que invitaba el viejo modelo
E-*M-R (emisor->mensaje->receptor), la función receptiva consiste en un
reconocimiento por parte del receptor de los signos codificados por el emisor,
conforme a una especie de referéndum semántico. Contrariamente, aquí
entendemos que las actividades emisiva y receptiva son interdependientes, se
condicionan entre sí: el sujeto que produce un texto normalmente ha de
anticipar estratégicamente la interpretación-respuesta de su destinatario; al
interpretarlo, éste propone ciertas hipótesis sobre los propósitos del sujeto
productor, sobre la forma textual y el contexto, etc. La imagen de un juego de
estrategia proporciona una representación más adecuada de esas relaciones
que la metáfora de la transmisión telegráfica, sugerida por el modelo E-*M-
*R. Como explicamos en otro lugar (Abril, 2005: 22), el emisor y el receptor,
según la "ilusión telegráfica", son instancias vacías que realizan funciones
meramente operativas y formalmente reversibles: codificar y descodificar.
Los códigos, lógicamente anteriores a los mensajes y a la naturaleza
específica de cada escenario comunicativo, garantizan que la comunicación
se lleve a cabo como una simple transferencia de información.

Más que de emisor y receptor (dos conceptos que arrastran la connotación


mecánica del contexto original en el que fueron propuestos: una teoría de la
ingeniería de las comunicaciones), habría que hablar de los sujetos de la
comunicación como coenunciadores, que llevan a cabo una acción conjunta
de producción de sentido, de cuyo proceso y consecuencias (en términos de
relación social, de resultados cognitivos, afectivos, etc.) son indistintamente
responsables. Desde luego los sujetos comunicativos recurren a códigos,
gramáticas, reglas o convenciones muy variadas, pero los aplican con un
sentido contextual, es decir, flexiblemente orientado a las características de la
situación y de la relación comunicativa en la que intervienen. Los agentes
sociales de la comunicación no son, pues, operadores vacíos que codifican y
decodifican, sino sujetos comunicativamente competentes.

Desde el célebre trabajo de Hymes (1974) se llama competencia


comunicativa a esa capacidad de producir/interpretar expresiones lingüísticas
de forma razonable y contextualizada, que supone el conocimiento implícito
de normas psicológicas, culturales y sociales. Obviamente, el concepto puede
y debe extrapolarse a cualquier forma de comunicación y respecto a cualquier
clase de textos. Ahora bien: la interpretación siempre se hace en los términos
de o por referencia a una práctica discursiva y social determinada, como más
adelante explicaremos. No es lo mismo realizar, o analizar, una fotografía de
tamaño carné para el pasaporte que una fotografía "artística" destinada a una
correspondencia amorosa o a una exposición pública. Nuestra competencia
comunicativa se aplica, precisamente, a producir las interpretaciones
diferenciadas que dictan y a la vez definen esas prácticas.

Así pues, volvemos a hacer nuestros tres principios semiótico-discursivos


de Eco y Fabbri (1978: 570):

a)los destinatarios no reciben mensajes particulares reconocibles,


sino conjuntos textuales;

b)los destinatarios no comparan los mensajes con códigos


reconocibles como tales, sino con conjuntos de prácticas
textuales (...) (en el interior o en la base de las cuales es posible
sin duda reconocer sistemas gramaticales de reglas, pero sólo a
un ulterior nivel de abstracción metalingüística);

c)los destinatarios no reciben nunca un único mensaje: reciben


muchos, tanto en sentido sincrónico como en sentido
diacrónico.

Tomando prestadas algunas reflexiones de Langer (1998: 43) se puede


decir también que como método analítico, y ya no sólo como una
metodología que orienta estrategias de investigación, la semiótica supone que
el texto es "multiacentuado" y nunca definitivamente fijado. El sentido es
fluido, y aunque algunos discursos parecen cerrar regularmente sus
posibilidades, el texto normalmente funciona como un sistema de
significación multiestructurado, que se mueve de nivel en nivel, de forma que
sus denotaciones se hacen connotaciones en progresión infinita. Así nunca se
llega a una lectura final. La lectura de una semiótica crítica nunca llega a ser
repleta ni cumplida, ni pretende descubrir sentidos ocultos y sacarlos a la
superficie. Más bien trata de actuar con cierto grado de rigor y complejidad,
comprender la configuración y estructura de los textos y mantener la atención
respecto a las relaciones de poder involucradas en ellos, lo que podríamos
denominar, usando la expresión de Jameson (1989) su "inconsciente
político". Con frecuencia, por cierto, la propia apariencia cerrada y definitiva
del texto es un síntoma político de primer orden: de alguna operación de
poder que trata de blindarlo como doctrina, canon o texto de autoridad.

Hemos de refrendar, pues, los supuestos metodológicos que expusimos en


otro lugar (Abril, 2005): hay que tomar en consideración las condiciones
histórico-culturales de producción, distribución y consumorecepción de los
textos visuales, lo cual supone:

a)En primer lugar, leerlos contextualmente, es decir, interpretarlos en el


marco de las instituciones, prácticas, modelos textuales y entornos
técnicos en que son objetivados e intercambiados. En ese mismo
sentido propugna Thompson (2002: 203) la perspectiva del que
denomina "análisis cultural': el estudio de las formas simbólicas, que
son acciones, objetos y expresiones de muy diversos tipos, "en relación
con los contextos y procesos históri camente específicos y estructurados
socialmente en los cuales, y por medio de los cuales, se producen,
transmiten y reciben tales formas simbólicas".

b)En segundo lugar, interpretarlos reflexivamente, es decir, por referencia


a los efectos que, en tanto que prácticas textuales, producen sobre su
propio contexto. Y aún más, teniendo presente que, sea cual fuere
nuestra perspectiva, también ella tendrá un carácter contextual y
reflexivo, y por tanto histórico-culturalmente determinado.

Para una perspectiva semiótica lo más importante no es saber qué


significa determinado texto, sino a través de qué medios, procesos
interpretativos, recursos semióticos y extrasemióticos llegamos a atribuir
tal o cual sentido a ese texto; cómo forman parte de ese proceso nuestra
memoria semiótica, nuestra "enciclopedia" y nuestros presupuestos
ideológicos. Cómo esa interpretación varía según el campo de
interacción y el contexto institucional en que tiene lugar. El discurso
interpretativo adquiere sentido, como todo discurso, en un determinado
marco de relaciones interlocutivas, y éstas aparecen siempre
determinadas por un marco institucional. Es, pues, importante tratar de
justificar nuestras interpretaciones en relación a las prácticas
interpretativas en que las llevamos a cabo.

c)En tercer lugar, interpretar el texto discursivamente, como producido por


un sujeto (individual o colectivo, autorreferente o no, mejor o peor
identificado) que en él actúa y a la vez se constituye como agencia
enunciativa en unas determinadas coordenadas espaciotemporales y en
relación a reales o virtuales agencias enunciatarias (destinatarios).
Thompson (2002: 206) reconoce esta intervención subjetiva y la
estructura comunicativa en que se produce como un presupuesto de
toda forma simbólica: "La constitución de los objetos como formas
simbólicas presupone que sean producidos, construidos o empleados
por un sujeto para dirigirlos a un sujeto o sujetos".

1.1.3. El signo y el interpretante

La semiótica de Peirce, algunos de cuyos conceptos fundamentales traeremos


a la memoria en este y el siguiente apartado, se sustenta sobre una teoría de
las categorías, en la misma tradición filosófica que, desde Aristóteles a Kant,
había tratado de catalogar los modos fundamentales de presentarse algo a la
conciencia, o dicho de otro modo, los conceptos más generales desde los que
se pueden subsumir los fenómenos. Peirce propone su breve repertorio de
sólo tres "categorías faneroscópicas" (es decir, fenoménicas): primeridad,
segundidady terceridad, conforme al "arte de hacer divisiones triádicas" al
que el filósofo norteamericano llamó "tricotomía".

Pues bien, "una cosa considerada en sí misma es una unidad. Una cosa
considerada como correlato o dependiente, o como un efecto, es segunda con
respecto a algo. Una cosa que de algún modo pone en relación una cosa con
otra es un tercero o medio entre las dos" (Peirce, 1999 [1888]). Tal como se
expone en el cuadro 1.1, la categoría de la primeridad corresponde a la
cualidad y a lo posible; la segundidad, a la existencia, el mundo fáctico, lo
individual; y la terceridad es la categoría de la ley (la convención), la
mediación y la representación. Si pensamos en el color verde, o lo verde,
como una cualidad por sí misma, tomada abstractamente, no dada como una
propiedad de un objeto o en una experiencia actual, tenemos un ejemplo de
verde según la primeridad. Si atendemos ahora a este verde, el de tal chaqueta
o cual hoja de árbol (y por tanto relacionamos ya la cualidad con una segunda
cosa, sustancia, acontecimiento, etc.), tenemos un verde según la segundidad.
Si pensamos, por fin, en el verde como color de los símbolos ecologistas,
estamos ante el verde como terceridad. La terceridad es la categoría propia
del signo, lo cual significa que el signo es antes que nada convención,
mediación y representación.

Como concepto más bien cardinal que ordinal, la terceridad presupone o


incluye la segundidad, y ésta la primeridad. Pero la terceridad no puede ser
reducida a una conjunción de segundidades. Tal como explica Deledalle
(1978: 209-210) comentando un ejemplo de Peirce, "A da B a C" (acción
triádica) no es reductible a "A arroja B y C recoge B" (doble acción diádica).
El propio Peirce decía que en la terceridad se trata de una "especie de ley" y
de una "especie de don", anticipando, sorprendentemente, con su concepción
de la mediación semiótica, la teoría del intercambio simbólico que sería
expuesta por Marcel Mauss (1971) en los años veinte. La acción de detenerse
delante de un semáforo en rojo no es reductible, según esta formulación, a la
doble acción de "ver una luz roja' más "detener el paso": hay un momento de
mediación que viene dado por el reconocimiento de un mandato
convencional que cifra en la luz roja la prohibición de seguir adelante.

El signo supone por ende un momento de primeridad: una cualidad o


signo posible, al que se denomina representamen; uno de segundidad: la
asociación a otra cosa, el objeto; y la mediación que permite relacionar los
dos anteriores, el interpretante. La célebre formulación de Peirce (1974: 22)
dice:

[...] el representamen es algo que para alguien representa o se refiere


a algo en algún aspecto o carácter. Se dirige a alguien, esto es, crea en
la mente de esa persona un signo equivalente, o tal vez, un signo más
desarrollado. Este signo creado es lo que yo llamo el interpretante del
primer signo. El signo está en lugar de algo, su objeto. Está en lugar
de ese objeto no en todos los aspectos, sino sólo en referencia a una
suerte de idea, que a veces he llamado fundamento (ground) del
representamen.

Conforme a tales operaciones, se produce un proceso recurrente que acaso


constituye el aspecto más popular de la semiótica peirceana: la semiosis
ilimitada a la que el propio filósofo caracteriza así: el signo es "cualquier cosa
que determina a otra cosa (su interpretante) a referirse a un objeto al cual ella
también se refiere (su objeto) de la misma manera, deviniendo el interpretante
a su vez un signo, y así sucesivamente ad infinitum" (Peirce, 1974: 59).

El objeto es, en la acepción más amplia, cualquier cosa que puede ser
representada; pero en un sentido más restringido, el objeto inmediato, es algo
tal como es representado por el signo mismo, y así plena mente determinado
por su representación en el signo: por ejemplo, además del personaje
Rembrandt, objetivado por el conjunto de los sucesivos autorretratos del
pintor, podemos reconocer cada Rembrandt dependiente de la fisionomía,
expresión, edad, atuendo y faceta del rostro, según el ángulo, la luz, etc. con
que es captado como objeto inmediato en los sucesivos autorretratos
particulares (el de 1640, el de 1661, el de 1669, etc.).

También el interpretante puede ser analizado según sus tres modalidades:


inmediato, dinámico y final, de las cuales la primera viene a equivaler a un
significado, la segunda a un efecto y la tercera a un hábito, el que se
produciría si el interpretante pudiera ejercerse plenamente. En el nivel del
interpretante final se apunta el momento de la plena absorción institucional
de los signos, aquel en el que vienen a replegarse reflexivamente sobre el
propio proceso de significación para constituir un universo simbólico (véase
el apartado 2.1.3) o un "tercero simbolizante" capaz de determinar el
comportamiento como actividad o práctica institucionalizada.

Pero retengamos, sobre todo, la idea de que un interpretante es otro signo


que traduce al anterior engranándolo en un proceso de sentido. En el chiste de
El Roto (figura 1.1), los personajes pueden ser identificados como
"trabajadores" o "sindicalistas" en virtud de la movilización de diversos
interpretantes: los rasgos fisonómicos y vestimentarios, su actividad conjunta
de cargar, la referencia lingüística a una huelga, el escenario industrial. Pero
cada uno de estos signos puede ser nuevamente traducido por otros
interpretantes en una red semiótica más amplia: por ejemplo, la gorra con
visera remite a una iconografía que echa raíces en la épica del movimiento
obrero del siglo XIX, etc.

Este proceso de traducción o interpretación que necesariamente responde


a una lógica no deductiva, puesto que permite la creación y se abre a la
conjetura y a la extrapolación, fue profundamente trabajado por Peirce bajo la
categoría de la abducción (remitimos para una exposición con mayor
pormenor y autoridad a Castañares (1994: 152-155), que no sólo se aplica en
los procesos de la creación científica, por ejemplo, en la formulación de
hipótesis, sino también en el ejercicio común de la racionalidad cotidiana y,
por supuesto, de la creación artística. Si el razonamiento según la terceridad,
la deducción, responde a la forma modal del debe ser, la necesidad, el que
corresponde a la segundidad es la inducción, que atiende al es, la facticidad,
mientras que la abducción, primera, expresa el puede ser o posibilidad
(Génova, 1997). Se trata, según las propias palabras de Peirce (citadas por
Deledalle, 1987: 78), de un método de predicción general sin seguridad
positiva de éxito ni en un caso particular ni en general, pero que se justifica
por suministrar la única esperanza que tenemos de dirigir racionalmente
nuestra conducta.

Figura 1.1. Chiste de El Roto.

Es esta racionalidad, por cierto, la que nos permite servirnos de códigos,


pero yendo siempre más allá de una pura operación de
codificación/descodificación, es decir, llevando a cabo inferencias y
razonamientos o argumentaciones probables.

1.1.4. Iconos, índices y símbolos

Aunque la tipología de los signos de Peirce es más rica y compleja, aquí sólo
tendremos en cuenta los tres tipos de los que suelen ocuparse los teóricos de
la imagen, y cuya definición se establece, aplicando las tres categorías
peirceanas, según la relación que el representamen entabla con el objeto
(cuadro 1.1).

a)Un icono es un signo que mantiene con su objeto una relación de


semejanza, entendiendo ésta en el sentido más laxo. Y sin olvidar que,
puesto que la terceridad media necesariamente toda operación sígnica,
no hay relación de semejanza que no presente algún grado de
convencionalidad. De tal modo que habitualmente las representaciones
por semejanza son más bien hipoiconos, según la terminología de
Peirce. Quien también diferenció, como subclases de los iconos, las
imágenes en sentido estricto, los diagramas, que representan relaciones,
y las metáforas.

b)A diferencia de los iconos, que no tienen por qué darse en próximidad a
sus objetos, ni en un sentido espacial ni temporal ni en ningún otro, los
índices mantienen con sus objetos una conexión real. Un índice, como
el humo respecto al fuego, la huella en la arena respecto al pie que la
imprimió o la foto respecto a la luz del momento en que se captó, dirige
la atención hacia un objeto particular sin describirlo, dice Peirce. La
particularidad y lanecesaria relación a un contexto espaciotemporal
determinado son propiedades definidoras del índice.

Cuadro 1.1. Categorías faneroscópicas y tres tipos de signos, según Ch.


S.Peirce
c)Los símbolos, por fin, no mantienen con su objeto otra relación que la
establecida por una convención.

Es importante observar que a), b) y c) no son categorías excluyentes.


Puesto que los signos no son cosas, sino relaciones o funciones, y puesto que
todo signo contiene elementos de primeridad, segundidad y terceridad, cada
signo es en alguna medida ¡cónico, indicial y simbólico. Sólo en un contexto
determinado y por relación a la práctica semiótica de que se trate, se podrá
establecer el predominio de una de esas funciones.

Así, el cuadro Los fusilamientos de la Moncloa de Goya es un icono si,


por ejemplo, nos interesa la mímesis respecto a un escenario y un
acontecimiento determinado: los ejecutados del 3 de mayo debieron de alzar
los brazos de esa forma y luego quedar tendidos sobre un charco de sangre,
más o menos como muestra la pintura. El estudioso de los uniformes
militares que estime la verosimilitud de la vestimenta de los soldados
franceses representados por Goya, estará considerando el cuadro como icono.
Pero cualquier historiadora que lo tome, por ello mismo, como un
documento, es decir, como un texto cuyo valor procede de haber sido
producido en relación directa con un contexto circunstancial determinado, lo
leerá sobre todo como un índice. Y, en fin, el diseñador gráfico que lo
reproduzca como ilustración de portada de un libro pacifista, lo adoptará
prioritariamente como símbolo.

El subrayado debajo de esta palabra es un símbolo, una convención


gráfica, pero en la medida en que sirve para señalar ese término particular,
para atraer la atención sobre él, es un índice. Y es un icono al menos en el
sentido de que se asemeja al trazo y al gesto que lo precedieron en la escritura
quirográfica. Y también lo es en tanto que lo tomamos como ejemplo,
considerando que por su modo de señalar una palabra (como índice) resulta
análogo (como icono) al dedo que señala un objeto.

Los discursos informativos suelen primar la función indicial, puesto que,


como es obvio, tratan de remitir a alguna realidad pública, aun para
constituirla. Esto es patente en el caso de la fototografía periodística, sobre la
que volveremos ulteriormente, pero también en el de un género "menor",
aunque muy revelador de los mecanismos del discurso informativo, como es
el chiste de humor político. Como explica Peñamarín (1998) en esta clase de
textos resplandece la relación crítica con la realidad pública, y hablar de
relación con la realidad es, en términos peirceanos, hablar de función indicial;
por eso en este género de texto visual tienen tanta importancia distintos tipos
de índices: los nombres propios, o las caricaturas de personajes, las flechas,
rótulos y otras diversas inscripciones. Peñamarín acierta a señalar que esa
relación no es inmediata: la enciclopedia de conocimientos prácticos que se
requieren para asignar una referencia a un índice viene dada también, e
incluso fundamentalmente en la cultura mediática contemporánea, por esa
experiencia ampliada que es la de los medios audiovisuales, la del ecosistema
mediático del entretenimiento, la ficción y el juego.

El repertorio de referencias identificativas y de tipificaciones posibles


viene suministrado muy prolijamente por un imaginario mediático en el que,
por ejemplo, los indumentos a lo Rambo bastan para definir un machismo
agresivo y estúpido, o donde la referencia al director cinematográfico Ken
Loach (figura 1.1) por oposición a un emblemático televisor, indica la actitud
crítica y favorable a la causa obrera.

1.2. Lo visual, la mirada y la imagen

El texto visual puede entenderse como ocasión o posibilidad de una


determinada experiencia para un sujeto productor y/o intérprete. Y,
extrapolando el análisis de la "experiencia fotográfica" que propone
R.Durand (1998: 115), al ámbito de cualesquiera discursos visuales,
pensamos la experiencia visual como una síntesis de tres dimensiones: la
propiamente visual, la de la mirada y la de la imagen.

El nivel visual corresponde obviamente al acto perceptivo y, por ende, al


encuentro constructivo con un objeto. Pero también a la estética, entendida
como esfera de la experiencia sensible y de las operaciones de la sensibilidad
(aisthesis), según propugna Buck-Morss (1993) siguiendo una importante
tradición filosófica.

Si la visión es ya intencional, pues ver significa necesariamente "ver algo"


y no sólo una función o facultad abstracta, el nivel de la mirada
sobredetermina esa intencionalidad cargándola de modalizaciones subjetivas:
las del deseo y el afecto (por eso se habla de una pasión escópica
característica de la mirada compulsiva o anhelante), pero también las del
hábito o el comportamiento institucionalizado. La imagen, en fin, remite a la
representación, a la cargazón epistémica, estética y simbólica de la
experiencia visual, al orden del imaginario.

Los tres niveles conciernen a la producción del poder, los tres son ámbitos
de ejercicio, reproducción y confrontación de poderes:

a)El de lo visual cuando menos porque la determinación de lo


visible/invisible concierne a la integración/exclusión en el espacio
público: las luchas por la visibilización tanto como los intentos de
invisibilizar (al adversario, al subalterno, al disidente) constituyen una
parte fundamental del conflicto político en las sociedades mediáticas
modernas.

b)El de la mirada, por cuanto concierne a la subjetivación, a los regímenes


de derechos y deberes, a modos de apropiación simbólica y a
modalidades de ejercicio que van del imperialismo panóptico (el de
poder mirarlo todo sin ser mirado, por ejemplo, en los espectáculos
porno del peep show o del reality show televisivo) a la mirada sometida
al recato por efecto de algún monopolio político del mirar. No hay
detentación de la mirada que no imponga reglas de miramiento. Los
procedimientos panópticos de vigilancia, según el célebre proyecto de
Bentham analizado por Foucault (2000) no sólo hacen posible un
exhaustivo control visual desde un lugar central, sino también que
quienes están sometidos a vigilancia y a un "campo de visibilidad"
asuman su propia autovigilancia. En la tradición de cierta crítica
feminista, Berger (1975) observa cómo en el arte occidental el desnudo
femenino se conforma a las querencias de la mirada masculina, y cómo
este género pictórico propone a la vez una representación de la
feminidad como espectáculo y de la masculinidad como poder
escrutador y sancionador. Así, en el grabado de Durero Artista
dibujando un desnudo, de 1525, el dibujante aparece exactamente
tratando de convertir en "objeto" el cuerpo femenino, de objetivarlo con
la ayuda de herramientas como la ventana perspectiva y un pequeño
obelisco fálico, aun cuando la mujer parece resistirse cubriendo su sexo
(Batchen, 2004: 108-113).

c)Por último, en la dimensión de la imagen se dirime gran parte de la


representación y la autorrepresentación colectiva, y por tanto los
conflictos por la conquista o la transformación de los imaginarios.

1.2.1. La visualidad y sus metáforas

Si es dudoso que existan medios exclusivamente visuales, no es menos


incierta la unicidad de la percepción visual en cuanto se trasciende el ámbito
puramente fisiológico. Como dicen Walker y Chaplin (2002: 37) una vez que
las señales traspasan la retina deja de tener sentido hablar de "lo visual'
aisladamente, pues no existen ojos en la mente que vean imágenes visuales
sin relación con la información dimanada de los otros sentidos, ni con el
conjunto de los conocimientos y la memoria del sujeto. El campo perceptivo
de la visión se organiza sinópticamente, como se dirá en el apartado 1.3, pero
también la experiencia visual se integra sinestésicamente con otras
experiencias sensoriales. El cine es una expresión cultural basada en la
integración sinestésica de percepciones visuales y auditivas, incluso antes del
sonoro, cuando, siguiendo distintas tradiciones del espectáculo, la proyección
se acompañaba de música en directo y explicaciones orales.

La experiencia visual está sometida por lo demás a condiciones


espaciotemporales muy variables: el hecho de que un objeto visual pueda ser
experimentado de una vez como un espacio delimitado y en una percepción
simultánea, tal como ocurre cuando se examina un cartel o una página web, o
que, por el contrario, el objeto visual requiera de un desplazamiento
espaciotemporal, como sucede en los entornos arquitectónicos o en las
instalaciones artísticas, da lugar a efectos de sentido diferenciados: por
ejemplo, de control y apropiación en el primer caso, de inmersión en el objeto
e inacabamiento en el segundo.

En el cine, el plano actual remite siempre a un exterior "imaginario", no


estrictamente visual: el de las imágenes precedentes y ulteriores, a las que el
plano remite endofóricamente (por anáfora o catáfora, como se dice en teoría
del texto) para poder adquirir sentido. Ésta no es una propiedad exclusiva del
cine, sino de todo sistema semiótico que, como el mismo lenguaje verbal, se
desarrolla de forma diacrónica, a través de una sucesión de acontecimientos
semióticos en el tiempo (en el caso del lenguaje, la "cadena hablada" de
Saussure, 1985/1911). Pero además, en la dimensión espacial, el plano
cinematográfico remite también a una imagen no vista, el fuera de plano o
fuera de campo. En el cine, la dimensión visual permanece así en una
interacción permanente, constitutiva, con la dimensión de la imagen y, por
ende, con la actividad de la imaginación.

Los entornos visuales digitales han acentuado el carácter háptico o táctil


de visión. Es claro que la tecnología de la realidad virtual propone una
exploración multisensorial: la vista, el oído, el tacto y el sentido
propioceptivo se ven implicados en una experiencia que ya no es
estrictamente visual, y que se deja describir más bien con metáforas como
"inmersión" o "navegación". Así que la representación ¡cónica, que supone
una imitación exterior, desde fuera del objeto, es sustituida por una
representación exploratoria del objeto desde su interior virtual. Entonces, la
dimensión visual y la dimensión de la imagen, entendiendo esta última como
icono y mímesis, aparecen claramente separadas. Garassini y Gasparini (en
Bettetini y Colombo, 1995: 89) afirman que la lógica de la representación
queda así definitivamente superada, y el objeto ya no es "representado", sino
más bien "recreado", después de que han sido desveladas sus características
íntimas y sus reglas de comportamiento (Abril, 2005: 126-127):

[...] un programa de diseño asistido por ordenador [...] permite


visualizar las estructuras desde los puntos de vista virtuales de un
sujeto que se desplaza entre ellas. La dimensión accional y posicional
queda valorizada por los nuevos dispositivos de representación. O lo
que es lo mismo, pasa a ser central el análisis de la experiencia y del
comportamiento del sujeto: la nueva forma de mímesis tiene el
carácter de una "simulación comportamental" y no ya de una
simulación representativa [...]. Así, la experiencia perceptiva se carga
con el peso de lo accional, de lo performativo.

El visionado es una forma de experiencia visual específica de los


contextos de la imagen electrónica, un modo de inspección visual plenamente
despojado del carácter aurático de la contemplación (en el sentido
benjaminiano de una visión aún cualificada por la distancia sacral), que más
bien cualifica el ejercicio de la visión como información. Frente a la
contemplación clásica de la obra de arte o la visión cinematográfica, el
visionado que se ejerce emblemáticamente ante la pantalla de vídeo o la
consola de edición supone una visualidad rápida y analítica que por lo
general trata de restituir selectivamente sólo algún nivel del sentido: el
cromatismo de una secuencia, la aparición de tal o cual tema o personaje, el
esquema general de la trama, etc.

Peirce (1974: 24) desde un planteamiento que trasciende la problemática


de la percepción visual, afirma que, por disparatado que pueda parecer, todo
signo debe relacionarse con un objeto ya conocido. Para que se produzca
sentido, incluso al nivel más simple de la percepción, es indispensable que el
signo remita a algo que en alguna medida haya sido experimentado,
aprendido, asimilado previamente. Para Peirce el acto perceptivo es un
proceso semejante a la inferencia abductiva, y por ello mismo falible: hay un
elemento de carácter singular al que es necesario aplicar un concepto previo,
pero éste no ha podido obtenerse sino a partir de experiencias anteriores, pues
para Peirce no hay categorías o conceptos puros del entendimiento como los
kantianos (Abril y Castañares, 2006: 197). Separar un fenómeno visual
"puramente" perceptivo, incontaminado de semiosis y de cultura, es iluso,
porque el campo de la experiencia visual posible está determinado por un
campo mucho más extenso de experiencia previa, individual y colectiva.

Por eso puede adoptarse el concepto de visualidad para referirse a la


visión en tanto que socializada: la relación visual entre sujeto y mundo
aparece mediada por un conjunto de discursos, de redes significantes, de
intereses y deseos y relaciones sociales del observador (Walker y Chaplin,
2002: 41-42), sin omitir las que se dan en las situaciones contingentes de la
vida diaria. Recordemos un aforismo de Kafka (2005 [1918]: 28) que no
puede dejar de evocar el pensamiento de Wittgenstein (1988 [1953]), en sus
Investigaciones filosóficas, cuando establece una relación esencial del sentido
con los contextos del mundo práctico:

La diversidad de perspectivas que se pueden tener por ejemplo, de


una manzana: la perspectiva del niño pequeño, que tiene que estirar el
cuello para alcanzar a verla apenas sobre la mesa y la perspectiva del
dueño de la casa, que toma la manzana y se la ofrece libremente al
comensal.

La visualidad siempre aparece modulada por factores como la atención, la


estructura de la situación, el carácter compartido o no de la práctica visual,
etc. Cuando se habla, por ejemplo, de una "visión del turista" supuestamente
masificada, filtrada por la cámara fotográfica o de vídeo, sometida a rutas y
observatorios museizados y estereotipados, y en general a unas prácticas
visuales gestionadas por el mercado, se parte de una hipótesis fuerte sobre la
construcción social de la visión y la visualidad, que llega a identificarla con
una pura domesticación.

Las funciones de la visión se ordenan cultural y políticamente, para dar


fundamento a sentidos como lo legítimo/ilegítimo (coextensivo a
visible/invisible), pero también lo profano/sagrado o incluso lo visual/
visionario, en que el segundo término alude a un exceso de la función y el
campo de visión identificables con el desbordamiento de los límites
epistémicos y morales del orden social. Nancy (2000: 66) teoriza sobre el
modo en que la visión concierne a la economía simbólica de lo religioso, más
precisamente en la distinción fundamental entre religión monoteísta y
politeísta: el monoteísmo se caracteriza menos por la unicidad del dios que
por la propiedad esencial que la funda, a saber, la invisibilidad. Así, mientras
el arte del politeísmo hace visibles a los dioses, el del monoteísmo "llama a la
invisibilidad del dios retirado en su unicidad".

En la intersección entre la problemática religiosa y la política, Barthes


(1971) imputaba a Ignacio de Loyola una "vista estrictamente visual' opuesta
a la "imprecisa y errática" de los místicos: en los Ejercicios espirituales del
santo vasco se propone una visión interior de tipo escenográfico
("composición viendo el lugar"), obsesivamente gramatica-lizadora e
instrumental, orientada a dirigir la imaginación del sujeto y someterla a un
adoctrinamiento que, como hemos mostrado en Abril (2003a) anticipa las
estrategias psicotécnicas de la publicidad y la propaganda modernas. La
visualidad no es un espacio de control y de contienda simbólica que nazca
con la modernidad tecnológica del siglo xx, por supuesto; uno de sus
precedentes más destacables fueron las estrategias de "edificación espiritual'
y de conquista del imaginario que desarrolló la evangelización
contrarreformista.

Sí es, empero, propia de la modernidad mediática la identificación entre el


espacio público y la visibilidad y sobre todo determinada manera de gestionar
esa identificación, construyendo simultáneamente la política como visibilidad
y la visibilidad como política. La visibilidad es una expresión metafórica para
la presencia en la arena pública, pero al mismo tiempo designa muy
directamente una forma de praxis política que pasa por la representación
efectiva en imágenes visuales. Los partidos, los líderes, las instituciones, los
movimientos sociales buscan en los medios, sobre todo en la televisión, su
espacio preferente de difusión, reconocimiento e influencia y juegan en el
terreno de la espectacularización y de la ritualización propia de sus formatos.
La exclusión de los grandes medios audiovisuales, la "invisibilización", suele
ser interpretada como equivalente al ostracismo político.

Thompson (1998: 197) habla del "escrutinio global" como un régimen de


visibilidad creado con el sistema de la globalización, en el que la televisión
desempeña un papel central. Permite a los receptores una visión ubicua,
panóptica y virtualmente simultánea de cuanto acaece en el mundo, aun
cuando no poseen un verdadero control de ese campo de visión global,
ejercido más bien por las grandes corporaciones mediáticas. Con los procesos
de concentración mediática de los años noventa y la política de guerra global
iniciada tras el 11 de septiembre de 2001, ese régimen de escrutinio no ha
dejado de subordinarse a políticas de invisibilización (de acontecimientos,
problemas y hasta regiones enteras del mundo), bajo el dictado de los poderes
políticos y económicos centrales.

A medio camino entre las formas de la visualidad, la visión como función


social y las de la visibilidad, de presencia en el espacio público, vale la pena
observar los dos modos básicos de acceso visual que ha consagrado, por el
momento, la televisión:

a)El modo televisivo o televisual, el propio de la experiencia visual


vernacular de la televisión que, sobre todo a partir de la emergencia de
la llamada neotelevisión, desde finales de los ochenta, con los nuevos
géneros del reality-, el talk- y el psycho-show, redefine su función
como simulacro y penetración de la intimidad, como activación también
del vínculo en relación al medio y a las constantes representaciones de
comunidad que propone, desde los géneros hiperrealistas a la sitcom.
Abolir la distancia entre los dos lados de la pantalla, en una especie de
efecto de inmersión en una gran familia de voyeurs, es quizá el efecto y
el propósito discursivo dominante. A este modo visual se refiere
Ranciére (2005: 60) - aun con una denominación que nosotros
reservamos, precisamente, para el modo segundo: el télé-visé: una
"literalización del `cara a cara' que introduce al periodista en todos los
hogares" y que es "una figura retórica que invierte el sentido mismo de
la palabra `televisión'. Lo televisado ya no es, en efecto, lo que vemos
en el televisor, sino lo que el televisor ve".

b)El modo televisado, relativo a lo que se "televisa", se "retransmite"


desde un supuesto exterior: el debate parlamentario, el evento
deportivo, el mensaje del Rey, la misa del domingo. En octubre de
2004, con ocasión de la entrega de los premios Príncipes de Asturias,
distintos telediarios recuerdan que el año anterior doña Letizia Ortiz,
que ahora forma parte del evento en calidad de princesa, estuvo
transmitiéndolo como periodista. Ninguna de las cadenas ofreció
imágenes de archivo de la Letizia periodista, pese a un "interés
humano" habitualmente codiciado por la televisión. De un año a otro el
personaje había cambiado de escena, atravesando una invisible e
irreversible barrera simbólica: la periodista de hace un año se
encontraba en el espacio de lo "televisivo"; ahora, en la entrega de los
galardones, la Princesa se hallaba en el "televisado". Una diferencia que
parece preservarse como todo un esquema estratégico. La custodia de
esa cesura es, por ende, el efecto y el propósito discursivo dominante
del televisado.

Para el televisado parece haber un exterior, por precario que sea,


ausente en lo televisual. Mejor dicho: quizá la función del televisar sea
apuntalar ese efecto de exterioridad, de inmunidad de ciertos espacios y
prácticas a la regurgitación comunitarista e intimista de lo televisivo. La
misma expresión "visar" alude a ello: a un cambio de jurisdicción, que
encuentra su expresión común en el visado para el paso de fronteras.

1.2.2. La mirada

La mirada, que es visión modalizada (por un querer ver, o un querer


saber/poder a través de la visión) es también un hecho cultural. Aún con
mayor evidencia que en el caso del ver, el ejercicio del mirar se ejerce desde
conocimientos, presupuestos, esquemas previos: no sólo involucra
condiciones perceptivas y sensomotrices (frecuentemente la mirada exige
movimiento corporal: alzar o bajas los ojos, girarse, etc.), también
condiciones técnicas y estructuras simbólicas determinadas. Articulada con
ciertas posiciones y desplazamientos del cuerpo en el espacio, la mirada
proporciona algunas de las más fundamentales configuraciones metafóricas
(en el sentido de Lakoff y Johnson, 1986) que conforman nuestras categorías
epistémicas, morales y afectivas: "mirar de frente" alude a una disposición
decidida frente a la verdad o frente a la amenaza (contraria a "mirar hacia
otro lado"), "mirar por encima del hombro", a una actitud de desprecio hacia
los otros, "clavar la mirada" a un límite amenazante de la atención o la
vigilancia, "sospechar" procede de suspectare, "mirar hacia abajo", como
actitud cognitiva y afectiva relacionada con la desconfianza o el miedo, etc.

En cada contexto sociocultural la mirada recibe determinaciones


particulares. En uno de sus penetrantes asertos sobre las condiciones de la
experiencia moderna dadas en la vida urbana, Walter Benjamin (2001: 166)
escribió: "Los ojos del hombre de la gran ciudad están sobrecargados con
funciones de seguridad". La mirada vigilante, o cautelosa, o cortésmente
desatenta, y sobre todo el juego de interacción entre esas y otras formas de
mirar en los contextos cotidianos, son una parte fundamental de la cultura
contemporánea, porque a través de ellas pasan las estructuras de la
reciprocidad, del reconocimiento mutuo, de la jerarquía y de la lucha por el
espacio y el dominio. Experiencias que hoy se combinan con la de ser
mirados por los sistemas panópticos expertos de la videovigilancia estatal y
privada.

En la llamada sociedad posmoderna se acentúa una profunda


pretextualización de la mirada: miramos objetos que han sido ya largamente
acondicionados por códigos y gramáticas, y que han sido técnicamente
elaborados para atraer, dirigir o conservar la mirada sobre sí. A la vez,
nuestra mirada sale al encuentro de sus objetos igualmente sobredeterminada
de esquemas, expectativas y modos de ver, provista de una larga experiencia
visual mediatizada. Es tan cierto que el texto visual contiene la mirada de su
espectador (lo hacía ya ejemplarmente la pintura perspectiva del clasicismo
europeo) como que la mirada del espectador anticipa, pre-vé el texto visual.

Si esto es fácil de explicar en un contexto de intenso consumo doméstico


de textos visuales, en la era de los espectadores supuestamente entrenados e
hipercompetentes que se benefician del sistema DVD, de la televisión por
cable y del intercambio de archivos de vídeo digital, no lo es menos en
relación con los textos visuales que constituyen el entorno urbano y "natural":
la experiencia de la mirada turística vuelve a ser ejemplar respecto a la que
podríamos llamar una inflación del interpretante. El urbanismo posmoderno
sobreactúa los signos de identidad, incluso hasta el casticismo hiperrealista,
para compensar la funcionalización homogeneizadora de los "no lugares": la
franquicia de estilo taberna tradicional en la última planta del centro
comercial es un ejemplo. La pequeña población rural disneyzada como
parque temático medieval, también. No menos que los espacios naturales
(como se ve, radicalmente culturales) perfectamente urbanizados y ofrecidos
a la legibilidad a través de los audiovisuales dispensados en un centro de
interpretación. Panópticos nostálgicos, los observatorios de pájaros en
espacios protegidos responden a estándares estéticos y técnicos que
comúnmente citan la arquitectura rústica tradicional o la cabaña. Sus paneles
informativos proponen las categorías de observación posible (especies de
aves, de mamíferos, de plantas...) ofreciendo a la mirada del espectador un
pretexto, el texto que servirá de interpretante a su propia mirada, y a la vez un
metadiscurso que le permitirá transformarla en relato. Exactamente igual que
las cartelas y paneles explicativos en los museos y galerías de arte.

El problema de la mirada concierne, pues, a lo que se hace al/para


representar, produciendo o leyendo imágenes, o mejor, textos visuales.
Hablar de mirada supone, en el ámbito de una semiótica del texto visual,
hablar de discurso y proceso de enunciación (que nos ocupará
monográficamente en el apartado 3.1).

Hay que afirmar al mismo tiempo la inextricable interdependencia entre el


dominio de la mirada, el de la imagen y el de la visión; del mirar, el imaginar
y el ver (y no ver). La actividad de enunciación no se entiende como un
proceso exterior al texto visual, sino inferible a partir de marcas textuales, de
huellas de la enunciación en los enunciados: la sub jetividad de la mirada, a
saber, la presencia de un sujeto intencional, pero también la del lugar o
lugares asignados al espectador como contraparte, están en el texto mismo
representados y prescritos (es decir, escritos anteriormente y a la vez
exigidos). Siempre miramos una manera de mirar, que además nos mira.
Estas observaciones son aplicables a textos visuales tan diversos como el
interior del edificio Guggenheim, de Frank O.Gehry, en Bilbao, o a una
película de intriga.

De Psicosis, de Alfred Hitchcock (1960), seleccionamos una breve


secuencia ejemplar: Norman, que ha asesinado a Marion y ha introducido su
cadáver en el maletero, escruta con aparente indiferencia, sin dejar de
masticar, el lento y borboteante hundimiento del coche en la ciénaga, donde
quiere hacerlo desaparecer. De todo esto narran las imágenes. La mirada
sobre la escena es doble: por una parte está la nuestra sobre el rostro de
Norman; por otra parte, como en contraplano, la de Norman sobre la ciénaga,
pero ya desde la inquietante identificación que nos sitúa en el lugar de su
mirada, según el efecto de "cámara subjetiva" (sobre esto volveremos en el
apartado 3.5.3, al hilo de los comentarios de Zizek, 1994). Una y otra mirada
conforman el espacio visual (el rostro, el coche hundiéndose en la ciénaga, la
penumbra de la noche alrededor), que a su vez remite a un fuera de campo,
un espacio imaginario presupuesto que determina el de lo visible y además
conmueve nuestra mirada: cuando el coche se detiene unos momentos,
Norman mira hacia los lados y nos hace imaginar, no ver, otras posibles
presencias. La extraña coherencia de este texto visual parece tramarse, antes
que nada, por una exacta congruencia entre las incertidumbres que propone:
la incertidumbre cognitiva de los límites de la visión (¿dónde termina lo que
vemos?) se acompaña de la incertidumbre afectiva de la imagen (¿lo que
imaginamos nos amenaza?, ¿por qué a nosotros?) y de la incertidumbre moral
de la mirada (¿por qué y adónde miramos con los ojos de un asesino
psicópata?).

Este mismo ejemplo ilustra también que el problema de la mirada no sólo


remite a una subjetividad definida desde los presupuestos de la
intencionalidad y de la unicidad de la conciencia consigo misma (el sujeto
racionalista de una antropología liberal, que diría Burgelin, 1974) sino
también a una subjetividad, la de los espectadores tanto como la del
personaje, atravesada por la pulsión (según el lenguaje psicoanalítico) y por
la pasión (según la tradición filosófica), más precisamente la pasión escópica,
el deseo de mirar.

En la tradición del pensamiento feminista, las funciones de la mirada y el


deseo escópico se han relacionado con la diferencia sexual, con el género. Ya
hemos mencionado la crítica de Berger (1975) a la representación de la mujer
en beneficio de la mirada y del placer masculino. En un trabajo ya clásico de
inspiración psicoanalítica y orientado a estudiar el disciplinamiento de la
subjetividad hacia formas particulares de la diferencia sexual, Mulvey (1989)
contrapone a un sujeto masculino mirón, "mantenedor de la mirada", y a la
mujer como imagen y objeto de la expectación masculina. Las formas de
mirada y visualidad construidas en torno a la diferencia de género son
interdependientes, pero según un patrón falocéntrico subyacente, la
representación de la mujer se acomoda a la figura negativa de un "no varón
castrado'. En los ejemplos que Mulvey analiza (tomados del cine de
Hitchcock), la imagen de la mujer se estructura según dos modelos: el
voyeurista, tanto en la relación de los personajes masculinos cuanto del
conjunto de la audiencia con los personajes femeninos; y el propio de una
escopofilia fetichista, que a través de los procedimientos de tratamiento de la
imagen (iluminación con efecto de halo o de soft focus, ciertos encuadres y
movimiento de cámara, etc.) representa a la mujer como un objeto
espectacularizado, que se ofrece en una especie de plano superficial único.
Contrariamente, la figura masculina interviene en un espacio "tridimensional'
de acción, en que el sujeto a la vez actúa y mira.

Es posible que en algunos aspectos las tesis de Mulvey merezcan una


revisión, de ser cierto que, aun contra el telón de fondo del falocentrismo, se
han producido y se producen otros regímenes de la mirada cinematográfica,
con formas de representación de la actividad femenina y su mirar imposibles
de encontrar en cinematografías como la de Hitchcock. Es también probable
que el voyeurismo y la escopofilia no se ejerzan hoy sólo sobre los personajes
femeninos, o sobre la feminidad subrepticia de algún (no)varón castrado.
G.Turner (1993: 81) afirma que en la película Thelma y Louise de Ridley
Scott (1991) el cuerpo de Brad Pitt parece explícitamente tratado como objeto
de deseo, conforme a un paradigma de la mirada semejante al que Mulvey
describe como dispuesto a la representación de la mujer.

Con razones no menores que en el caso de la imagen y la visión, la mirada


ha de verse como algo culturalmente instituido; Lacan (1977) la representa
bajo la figura de una "pantalla de signos", en principio opaca y visualmente
inaccesible al sujeto, al que de todos modos constituye) que, aunque de
manera diferenciada, impone sus determinaciones a los efectivos modos de
mirar masculino y femenino, y sin que necesariamente el primero revista los
atributos de la omnipotencia ni el segundo los de una subordinación
impotente. Frente a las estructuras y los procesos de la dominación que
atraviesan el ejercicio diferenciado de la mirada en cualquier ámbito de la
vida social, no sólo en el de las representaciones artísticas, Silverman (1992)
propone una "ética del campo de visión" que someta a crítica las formas
culturales de la mirada y la visualidad a través de las cuales se efectúan las
jerarquías discriminadoras de las identidades. Hoy como ayer, es posible
responder a esas jerarquías a través de estrategias de transgresión de la
mirada y la visibilización de la identidad, de los roles sexuales, de la
subordinación de clase o de raza. Colón (2003: 175-182) evoca a este
respecto estrategias de teatralización como la del Chevalier D'Eón, en el siglo
XVIII francés, o las de las fotografías sadomasoquistas de Arthur Munby y
Hannah Cullwick en plena era victoriana, que subvierten los sistemas
normativos y clasificatorios de los géneros y las sexualidades, y que
desafiando a la razón occidental ofrecen a la mirada y a la reflexión política
la irracionalidad, el éxtasis o la alienación del cuerpo.

1.2.3. La imagen

La noción de imagen es demasiado general e imprecisa. Próxima a "esquema"


y a "símbolo" en algunas acepciones de los respectivos términos, y desde
luego en las que le dio Kant, ha tenido un uso más bien vago y puramente
denotativo, sin la densidad conceptual que adquirió "esquema" en la teoría
del arte a partir de la obra de Warburg, para referirse a fórmulas culturales y
perceptivas, como los gestos que expresan emociones, o en estudios literarios
como los de Curtius cuando se refiere a la "perdurable relevancia de los topo¡
o lugares comunes retóricos, tales como el paisaje idílico, el mundo al revés o
la metáfora del `libro de la naturaleza - (Burke, 2006: 25). Y sobre todo en
Gombrich (1982) al tratar del esquema como procedimiento de producción
artística (Abril y Castañares, 2006: 189 y ss.).

En el uso más habitual referido a representaciones visuales, la imagen es


una clase de icono, de signo relacionado con su objeto por semejanza, según
la perspectiva de Peirce, quien subrayó la importancia de estos signos en la
creación y en la comunicación. Ya hemos advertido que la relación ¡cónica
nunca es inmediata, en tanto que la semejanza se atribuye siempre desde
alguna convención, desde los criterios y patrones de similitud propios de una
cultura. Además, la historia y la memoria semiótica sobredeterminan el
sentido de las imágenes con significados derivados de narrativas y repertorios
simbólicos a veces muy amplios y perdurables, los llamados significados
iconográficos: la imagen de un hombre disparando una flecha, en el contexto
de la cultura religiosa hindú, no representa sin más a un arquero, sino
privilegiadamente a Rama, el avatar de Vishnú que protagoniza el Ramayana.
La botella de CocaCola puede hoy ser iconográficamente interpretada, en
cualquier lugar del mundo, como símbolo del imperialismo norteamericano.

La distinción entre imagen fija e imagen en movimiento tiene importantes


consecuencias semióticas: aquí nos limitaremos a observar que la primera,
ofreciéndose sincrónicamente a la mirada del espectador, ha de recurrir a
procedimientos de traducción espacial del tiempo cuando trata de representar
secuencias o acontecimientos narrativos, mientras la segunda ha de vérselas
con el desafío de temporalizar el espacio, produciendo en su caso los efectos
de continuidad de escenario y de sujetos que puede requerir un relato. Desde
sus orígenes el cine ha tratado de mostrar espacios verosímiles y consistentes
a pesar de, y gracias a, las alteraciones de plano, ángulo y posición espacial
determina das por la cámara. Y la imagen fija ha experimentado un deseo
"nostálgico de volver a encontrar algo de un devenir, de una verdadera
existencia en el tiempo". R.Durand (1998: 64-65) halla expresión de esa
nostalgia en el efecto del "movido" fotográfico, que introduce un tercer
término entre la fotografía como un "arte de la presencia" y un arte de la
fijación de la ausencia, y que propone a la vez un peculiar sentido de drama.

Y es que en el núcleo mismo del problema de la imagen (es decir, de la


imagen como objeto de pensamiento pero a la vez como operación del
pensamiento) se inscribe el de la ausencia, por así decir significativa, incluso
locuaz, de aquello que la imagen representa: es por eso que la imagen, como
producto del trabajo de la imaginación, responde a un vacío y nombra una
falta. Siempre testifica, en suma, las maquinaciones más o menos explícitas
del deseo. El tema aparece ya hermosamente tematizado por Plinio, 1998,
cuando en el libro trigésimoquinto de su Historia natural narra el supuesto
origen del modelado en barro: una muchacha de Corinto traza en la pared la
silueta del joven amado que va a partir a tierras lejanas, y su padre, el primer
alfarero, se encargará de construir una figura que se le asemeje, para que
pueda sobrellevar su ausencia.

Al hablar de representación tanto en el nivel semiótico cuanto en el


político (la "representación del pueblo", la "democracia representativa", etc.),
pensamos en una función sustitutoria: lo "representante" está en lugar de lo
"representado", siendo el primero un término presente y el segundo, ausente.
No menos que en el dominio semiótico, en el político la representación habla
también de la carencia de lo representado. Quizá se trata siempre de esa
"ficción simbólica" fundamental a la que sirven las imágenes: la de sostener
la trama misma de la relación social, de la "realidad" como un espacio de
referencias y acciones colectivamente compartibles y de
manifestación/negación del deseo. En el caso de la muchacha de Corinto,
como en el de las imágenes institucionales de la política "representativa", la
apariencia es esencial: las costumbres, las subrogaciones, las atribuciones de
valor pueden ser "meras apariencias", pero si las perturbamos se desintegra la
realidad social (Zizek, 2001: 214). En términos peirceanos ya no estamos
hablando, obviamente, de la imagen como icono, primeridad, forma sensible,
sino como símbolo, terceridad y mediación.

Porque la imagen es, volvemos a repetirlo, una noción vaga y por ello
mismo, multívoca.

1.2.4. Conceptos de la imagen

Entre los teóricos hay una gran disparidad respecto a qué se ha de entender
por imagen y cuáles sean, por ende, sus funciones presentes, históricas o
posibles. Revisaremos sumariamente algunas de esas perspectivas.

Aumont (1992: 84-85) habla de tres funciones según el tipo de relación


que las imágenes han mantenido con el mundo:

a)Simbólica: las imágenes han servido como símbolos religiosos, pero esa
función ha sobrevivido en alguna medida a la laicización moderna de
las sociedades, transformándose o adaptándose como una simbolización
civil: en las imágenes simbólicas de la democracia, el progreso, la
nación, etc. pueden hallarse huellas de esa genealogía.

b)Epistémica: la imagen aporta información sobre el mundo. Esta función


se ha ido ampliando desde los orígenes de la era moderna con la
aparición de los géneros documentales como el paisaje o el retrato.
Aunque el retrato desempeña también, e incluso principalmente,
funciones simbólicas.

c)Estética: la imagen ha sido y es destinada a proporcionar sensaciones


específicas, generalmente placenteras.

Es también Aumont (1992: 209-219) quien en relación con el análisis de


la función ¡cónica (en sus términos, la analogía) de la imagen, cita de
Gombrich la distinción de dos aspectos, que vale la pena comentar
brevemente:

a)El "aspecto espejo": la analogía duplica en la imagen algunas


propiedades de la experiencia visual natural, de tal modo que en alguna
medida la imagen figurativa tiene que ver con las imágenes especulares.

b)El "aspecto mapa": la imitación propia de las representaciones visuales


es mediada por esquemas de distintos tipos: unos, cognitivos o
mentales, otros artísticos (culturales, históricos, etc.).

Aumont propone la ecuación siguiente: la propiedad de analogía se


relaciona con el aspecto espejo del mismo modo que la propiedad del
realismo con el aspecto mapa: la analogía se refiere a "lo visual, las
apariencias, la realidad visible", en tanto que el realismo se refiere a la
intelección, a la información pertinente transmitida por la imagen. Según este
planteamiento, ciertas formas de representación visual escasamente análogas,
como las perspectivas invertidas medievales, en que los objetos más
próximos aparecen en tamaño menor que los más lejanos, pueden ser
consideradas realistas, entendiendo que el efecto de realismo está mediado
por unas convenciones y por un sistema de representaciones subyacente. Así
que, como es evidente para los historiadores del arte, no existe sino un
realismo en plural, formas de realismo diversas histórica y sincrónicamente.

Podemos también considerar los esquemas del aspecto mapa como


"funciones escópicas", es decir, propias de la mirada ejercida por un sujeto
perceptivo intencional pero a la vez, indisociablemente, función cultural, que
actualiza disposiciones colectivas de naturaleza epistémica (modos de
percibir, entender y razonar), estética (formas de sensibilidad) y moral
(formas de enjuiciar y valorar los objetos sometidos a imagen).

Analicemos brevemente el cuadro La condición humana de Magritte


(figura 1.2). Desde el punto de vista del aspecto espejo podríamos calificar
esta pintura de "figurativa": nos ofrece la representación de una parte de una
habitación, una ventana con cortinas, al otro lado un paisaje y en primer
plano un cuadro sobre un caballete, con suficiente grado de exactitud como
para permitirnos afirmar que un espejo ubicado ante el escenario virtual de
esa estancia lo representaría de un modo muy semejante (aun con la salvedad
no desdeñable de la inversión lateral, naturalmente).
Figura 1.2. La condición humana, de R.Magritte.

Según citábamos en Abril (1988) Magritte decía de esta obra lo siguiente:


el cuadro representado en el interior de una habitación representa a su vez la
parte del paisaje mismo que oculta, que "enmascara"; así, el paisaje está a la
vez en el interior de la habitación, representado en el cuadro, y en el exterior,
en el paisaje real. Es así como vemos el mundo, en el exterior de nosotros
mismos, y sin embargo no tenemos de él sino una representación interior.
Podemos ir más allá de las observaciones de Magritte: pues el paisaje "real"
del que habla el pintor, no es tal, sino una representación "en el interior" del
cuadro de Magritte, y la relación entre el cuadro representado sobre la
ventana y el paisaje representado tras la ventana puede interpretarse como
una metáfora respecto a la relación que el cuadro La condición humana, y por
extensión cualquier cuadro figurativo, tiene con el mundo "exterior", una
relación que es mimética, pero a la vez "enmascaradora", ilusoria.

Magritte intentaba que su pintura supusiera ya por sí misma un trabajo de


pensamiento, la producción de "imágenes que piensan" y que indagan la
experiencia radical de lo misterioso, pero además las reflexiones filosóficas
del pintor belga sobre su propia obra proporcionan valiosas aportaciones a la
heurística y a la epistemología de la imagen: por ejemplo, respecto a la
experiencia del déjá-vu o "falso reconocimiento", que acaece cuando un
momento idéntico existe a la vez en el pasado y en el presente, y que algunos
cuadros como La condición humana traducen espacialmente en tanto que
presencia simultánea de una representación en dos planos diferentes, aunque
no del todo discontinuos (Abril y Castañares, 2006: 206).

Todas estas interpretaciones, y otras muchas posibles, se refieren al


contenido epistémico de la obra de Magritte, pero el aspecto mapa no se
agota en él. Se relaciona también con un valor estético, con la producción de
una imagen grata, que "se ame mirar", que manifieste una "belleza que no
tiene para defenderse ni imponerse nada más que su fuerza y su encanto", de
nuevo según las palabras del propio pintor (Abril, 1988). Y con un valor
moral: no sólo el que va implícito en esa alusión al enmascaramiento, al
engaño como un ingrediente constitutivo de la representación. También en
los propios procedimientos de representación y de "enunciación pictórica' a
que recurre el pintor, como el punto de vista asignado al espectador, que le
permite llegar a conclusiones como las que aquí se exponen, y sobre todo esa
imagen del borde blanco del lienzo (una "charnela", como la llamaremos en
el apartado 3.4.3, entre dos dimensiones de la representación), que delata la
orientación ética hacia un deslindamiento honesto, y por ello mismo
paradójico, entre el orden de los signos, o de los significantes, y el orden de
las cosas: una actitud moral que resplandece en muchas obras de Magritte
pero paradigmáticamente en Esto no es una pipa, donde ese rótulo aparece
bajo la imagen pictórica de una pipa (y por tanto no bajo una verdadera pipa),
y que mereció la atención de un ensayo de Foucault (1981).

Numerosos teóricos de la imagen se han planteado su conceptualización


desde otro punto de vista: el de la historicidad de la imagen misma. Un
pensador de la talla de Heidegger situó el problema en el centro mismo de la
modernidad, al afirmar que la tendencia del mundo a ser captado como
imagen culmina en la completa conversión moderna del mundo en imagen
(Müller-Brockmann, 1998), tesis fuerte que conoce versiones menos rotundas
según las cuales lo propio de la modernidad es que toda representación
resulte mediada de una u otra forma por imágenes.

El planteamiento más común consiste en reconocer que a lo largo de la


historia, o bien a lo ancho de las culturas, se han constituido distintos
regímenes de la imagen o de la comunicación visual. Por ejemplo (Mirzoeff,
2003: 26) distingue tres fases históricas:

a)En el Antiguo Régimen, del siglo XVI al XIX, rigió una "lógica formal"
de la imagen cuya expresión más importante es la perspectiva, basada
en el recurso a reglas de representación independientes del mundo
exterior. Su modo visual básico es la pintura.

b)En la Época Moderna, desde principios del XIX a finales del XX,
prevaleció una "lógica dialéctica", basada en una aceptación de la
"realidad" de lo que se ve y en el establecimiento de una relación activa
entre el observador y el momento espaciotemporal, pasado y presente,
representado. Con la fotografía, su modo visual emblemático, se ofreció
también un mapa visual del mundo más democrático que los anteriores.

c)En los últimos años (los correspondientes a la era cultural que otros
autores denominan "posmodernidad") rige una lógica "paradójica o
virtual", en la que la realidad queda excluida de la imagen, que puede
ser manipulada en cuanto a sus efectos representativos. El modo visual
dominante es la realidad virtual.

Santaella y Nsth (2001: 157-186) han recurrido a los tipos peirceanos del
icono, el índice y el símbolo, para caracterizar también tres paradigmas
históricos de la imagen, a los que denominan, respectivamente,
prefotográfico, fotográfico y posfotográfico, y cuyos modos visuales
dominantes (pintura, fotografía e imagen digital) coinciden básicamente con
los de Mirzoeff (cuadro 1.2).

Cuadro 1.2. Tres paradigmas de la imagen según Santaella y N6th


A partir de una síntesis probablemente aventurada de las observaciones de
varios autores (Castells, 1997-1998; Debray, 1991 y 1994; Poster, 1990;
Williams, ed., 1992, y Abril, 2005) proponemos, por fin, un cuadro (1.3) que
agrupa, bajo los epígrafes de tres "semiosferas" o regímenes semióticos
fundamentales, tres modos dominantes de la imagen: ídolo, icono y
simulacro, según las denominaciones de Debray, y otro conjunto de
condiciones culturales (formas históricas de semiosis, de conocimiento, de
constitución de la subjetividad y de institucionesprácticas políticas) que
pueden merecer, leídas en columnas, el título de "paradigmas históricos".
Pero a condición de no entenderlos desde una linealidad mecánica: hay, como
siempre, superposiciones, contaminaciones y contemporaneidades no
contemporáneas entre ellos, y no se pretende, por tanto, bosquejar una
especie de teoría de los tres estadios en versión comunicológica.

Se trata, sobre todo, de un cuadro heurístico que trata de invitar al lector a


la ampliación, la rectificación o simplemente a la reflexión.

1.2.5. Los imaginarios

En la tradición psicoanalítica lo imaginario representa uno de los modos de


funcionamiento del aparato psíquico, el "proceso primario" cuya expresión
fundamental es el sueño. Mientras el proceso primario caracteriza al sistema
inconsciente, el proceso secundario abarca la actividad preconsciente-
consciente y, por tanto, el pensamiento vigil, la atención, el juicio, el
razonamiento, la acción controlada. La lógica de lo imaginario, que se
superpone a la del pensamiento analógico, la identificación especular, el
juego y las representaciones ¡cónicas, se contrapondrá en el pensamiento de
Lacan a la de lo simbólico, caracterizada por la afirmación/negación (el
principio de contradicción), la discontinuidad, el análisis, la
conceptualización. La actividad imaginaria permite obtener satisfacciones
vicarias, sustitutorias, a deseos negados o reprimidos. Por ejemplo, gracias a
la actuación del imaginario el niño podrá representar en un juego la renuncia
a la madre, soportar su desaparición (Selva y Solá, 2004: 133), como
analizaba Freud, 1974, en relación con las famosas exclamaciones (¡fort!
¡da!) reiteradas durante el juego por un niño de dieciocho meses. También
desde una lectura sociologizante de la perspectiva psicoanalítica es fácil
relacionar lo imaginario con lo ideológico, en tanto que representación
sustitutoria, incluso fraudulenta, en la que "lo antagónico" y/o "lo reprimido"
se encubren y a la vez se expresan sintomáticamente.
El imaginario - se lee en Selva y Solá (2004: 131) - "es el mundo de la
imaginación, constituido por objetos creados por `la conciencia imaginante"',
que es capaz de representar como presente lo ausente, pero también de
producir mundos irreales, pues según enseñó Bachelard, la imaginación, más
que de formar imágenes, es la facultad de deformarlas y cambiarlas, incluso
de tornarlas aberrantes. A esta perspectiva que asocia el imaginario con la
creación y el ejercicio de la libertad, incluso con las prácticas emancipatorias,
se aproximan también algunos textos de la Escuela de Fráncfort, de
Castoriadis o de Appadurai.

Castoriadis (1975 y 2001) ha defendido vigorosamente que toda sociedad


es una constitución de su propio mundo y de su propia identidad, y en esa
construcción tiene un papel fundamental el imaginario social: los imaginarios
son, pues, expresiones de la creatividad y del sentido innovador de las
sociedades, sobre todo en lo referido a la génesis de nuevas instituciones.
Para Appadurai (2003) la imaginación, por oposición a la fantasía, que es
individualista y está separada de la acción, posee un sentido proyectivo,
utópico. Este autor se pregunta cómo pueden producirse nexos entre lo global
y la modernidad en el contexto de los movimientos migratorios
contemporáneos y del ecosistema de imágenes promovidas por las nuevas
tecnologías comunicativas, y percibe un giro reciente de la imaginación tal
que ésta "ha pasado a ser un hecho social y colectivo". En todas las
sociedades humanas la imaginación ha desempeñado un papel y se han dado
complejos diálogos entre la imaginación y el ritual. Lo nuevo, en el mundo
"pos-electrónico", es que la imaginación se ha desprendido de los espacios
expresivos tradicionales, como el arte, el mito o los rituales, para formar parte
"del trabajo mental cotidiano de la gente común y corriente". Appadurai
valora sobre todo las imaginaciones migratorias, la creatividad imaginaria de
las nuevas poblaciones transfronterizas, en el terreno estético y en el de los
proyectos sociales e institucionales (los "imaginarios fundacionales"). Claro
está que el imaginario que crea estos proyectos tiene en gran medida un
sustento mediático: las camisetas estampadas, los carteles publicitarios y los
graffiti, el rap, el baile callejero o las viviendas autoconstruidas en los barrios
pobres, enumera Appadurai, muestran que los imaginarios massmediáticos
son "reinstalables en los repertorios locales de la ironía, el enojo, el humor o
la resistencia". Y hasta el mismo consumo contemporáneo, como parte de las
prácticas del capitalismo, es trabajo y obligación, pero también espacio de
placer, y en cuanto tal, de agencia. Es fácil leer en esta perspectiva la apuesta
por una democratización de los ideales de la vanguardia, de una imaginación
emancipatoria que permanecía restringida a una élite y, quizá también, como
decía Benjamín (1982 [1936]) respecto a las prácticas del shock dadaísta,
constreñida por un engorroso embalaje moral.

Así pues, a la hora de enjuiciar el papel de los lenguajes y discursos


audiovisuales contemporáneos será necesario atender a estas posibilidades
creativas, al menos al hecho de que suministran cuando menos la mayor parte
de las materias (las imágenes mismas) sobre las que los imaginarios producen
sus formas inventivas y transformadoras.

Pero el imaginario remite también a la comunicación mediatizada por la


que Lourau llama una "hipercomunicación entre el ser humano y el `mundo',
el `inconsciente', `los dioses"'. No los dioses de las arcaicas religiones
animistas, sino más bien los fantasmas colectivos que también nosotros
creamos y entre nosotros habitan y actúan. Hay que recordar que en su
trabajo decisivo sobre las estructuras antropológicas de lo imaginario,
G.Durand (1981) analizó el proceder y los variadísimos productos de una
facultad de simbolización común al conjunto de la raza humana. Para Lourau,
como para tantos otros autores contemporáneos, el imaginario supone la
pervivencia perfectamente activa en las sociedades modernas de formas
simbólicas que el etnocentrismo de la metrópoli europea había adjudicado en
exclusiva a las sociedades "primitivas" colonizadas. Así que "estos dioses
existen muy requetebién fuera de las mitologías animistas. Para `nosotros',
revisten la forma de la memoria histórica fuertemente legendaria y trucada",
un modelo de drama (roman) familiar "que baña en el fantasma nuestra
identidad individual", las imágenes de la muerte y del gozo, de la
temporalidad, de los lugares que habitamos, los que hemos abandonado o con
los que soñamos, enumera Lourau (1993). Aquí, como también puede
percibirse, el imaginario está más cerca de una función reproductiva de la
conciencia imaginante, de las tendencias inerciales y conservadoras de la
representación colectiva, de lo "ideológico" en un amplio sentido, que de la
invención y la crítica.

Entendiendo "imagen" en todo su espesor cognitivo, experiencial y


práctico, un imaginario es, en fin, un abigarrado repertorio de imágenes
compartido por una sociedad o por un grupo social, el espacio de las
objetivaciones de la imaginación colectiva. El imaginario comprende
representaciones, evidencias y presupuestos normativos implícitos que
configuran un modo de "imaginarse" el mundo, las relaciones sociales, el
propio grupo, las identidades sociales, los fines y aspiraciones colectivas, etc.
Es el ámbito de la imaginación reproductiva y creativa de una comunidad o
de un grupo social.

De todo lo anterior puede inferirse que el imaginario es contradictorio:


remite por una parte a la innovación, la potencia autoinstitutiva y la
capacidad crítica de las sociedades, y por otra a la parcialidad, incluso el
sectarismo, la autorreferencia reproductiva y la "distorsión sistemática" del
estereotipo. Puede concluirse también que los medios y los discursos
mediáticos, agentes fundamentales de la producción y la difusión simbólica
en la sociedad capitalista contemporánea, son hoy el espacio privilegiado de
mediación y gestión de los imaginarios.

En el contexto de un estudio sobre los melodramas televisivos, y por ello


en la perspectiva de la massmediación de los procesos simbólicos, Martín-
Barbero (Martín-Barbero y Muñoz, 1992: 35) presenta los siguientes posibles
ingredientes de la "estructura del imaginario":

a)Los espacios y objetos que "puestos en imágenes" producen atmósferas


y climas dramáticos identificadores o proyectores,

b)Los tiempos referidos o eludidos en la producción de diferentes


verosímiles: el del pasado "remoto", el "sin tiempo", el "actual'.

c)Las oposiciones simbolizadoras entre lo noble y lo vulgar, lo moderno y


lo tradicional, lo rural y lo urbano, lo masculino y lo femenino, etc.

A este catálogo de espacios-escenarios, tiempos y cualidades agregábamos


(Abril, 2005: 157) otro componente:
d)Las fábulas y tramas narrativas de los relatos mediáticos (épicos,
familiares, deportivos, fantásticos, etc.) y los dramatis personae que
forman parte de ellos: héroes solitarios, superhéroes, mujeres fatales,
padres y madres ejemplares, "famosos", muertos vivientes, psicópatas,
etc. Personajes predispuestos para la identificación del espectador y que
podrían ser acaso reducidos a un catálogo de arquetipos o roles míticos
de nuestra cultura (el justiciero solitario, el extraño, la víctima, el
redentor, el triunfador y el perdedor, el superviviente, etc.). Repertorios
todos que han de ser permanentemente revisados y actualizados, y para
cuya consideración metodológica remitimos al apartado 3.3.

1.3. Textos verbovisuales: integración sinóptica y alegoría

En 1897 se publicó Un golpe de dados jamás abolirá el azar de Mallarmé.


Este poema, con su innovadora sucesión de versos irregulares, desigualmente
repartidos en el espacio de la página, sugería ¡cónicamente, al modo de un
caligrama, el acontecimiento al que alude su título, la caída y el rebote
azaroso de unos dados. Como acierta a analizar Ong (1987) al hilo de los
propios comentarios de Mallarmé, el poeta trataba de sustituir el verso como
unidad poemática por el espacio bidimensional de la página, espacializando
la lectura y dejando atrás, de paso, el viejo débito de la forma versal con la
narración: según las tesis de Milman Parry, 1971, que comparó las formas
poemáticas de Homero con cantos populares épicos de Yugoslavia en los
años veinte, el verso homérico, ocho siglos antes de Cristo, respondía todavía
a las necesidades mnemotécnicas e improvisatorias de la narración oral. Sólo
a partir del desarrollo de una genuina literatura escrita y/o de una cultura
literaria, el verso y sus cualidades sonoras (metro, rima, acento...) adquirirán
un carácter propiamente artístico.

Intentando pues dejar atrás una matriz oral a la que de tan antiguo se debía
la forma versal clásica, el poema mallarmeano se promovió, hace ya más de
un siglo, como texto visual. Gran parte de la creación poética moderna, no
sólo el género de la poesía distintivamente calificada de visual o concreta, ha
impulsado la interacción entre la palabra escrita y el espacio tipográfico. Al
tornarse visual, el espacio lingüístico de la poesía permite y fomenta que
otros elementos no lingüísticos vengan a complementarlo,
interdeterminándose, para producir textos propiamente verbovisuales.

Hemos llamado espacio sinóptico (Abril, 2003a) a la forma cultural,


textual y cognitiva del espacio tipográfico. Con el adjetivo "sinóptico" -
derivado de synopsis: examen de conjunto, ver a la vez de una ojeada-
tratamos de aludir con mayor precisión a una forma de experiencia visual, la
visión simultánea e integradora del conjunto de esos componentes
heterogéneos (iconos, índices y símbolos; signos escriturales, fotográficos,
pictóricos y gráficos, etc.) que se relacionan funcionalmente, y que
necesariamente han de ponerse en interacción para dar sentido al texto
verbovisual.

1.3.1. Más allá del cuadrángulo: la multidimensionalización del espacio


verbovisual

Se puede conjeturar a qué condiciones históricas respondía la propuesta de


Mallarmé, y en qué sentido su poesía resultaba coherentemente "moderna": al
adscribir visualmente el poema a la página, Mallarmé había buscado un
escenario más adecuado para las necesidades contemporáneas de manejar
dinámicamente el tiempo y el espacio, car gando la experiencia y la
representación espaciotemporal de movimientos, velocidades, intensidades,
ritmos y rupturas. Un espacio-tiempo que aparecerá mucho más desarrollado,
pocos años después, en los trabajos tipográficos de los futuristas italianos,
como Marinetti (figura 1.3).
Figura 1.3. Un texto visual de Marinetti.

Al igual que el conjunto de los artistas de vanguardia desde finales del


siglo XIX hasta los años treinta del siglo XX, Mallarmé y Marinetti daban
una réplica artística a la experiencia estética común que había derivado del
desarrollo del capitalismo industrial, que tan radicalmente modificó los
espacios de producción y de consumo, las nuevas configuraciones urbanas y
las maneras de experimentarlas (que tan lúcidamente exploró Benjamin
(2005), los medios de transporte y de comunicación, el uso y el control del
tiempo cotidiano; en suma, el conjunto de las condiciones que conforman la
atención, la experiencia, el sentido del mundo social, los sentimientos y las
afinidades, los modos de agruparse.

Todo ello reclamaba ser representado de alguna manera en el espacio


cuadrangular propio de la cultura tipográfica, que venía dictado por el
formato de la página, y que era también el espacio bidimensional del sistema
cartesiano de coordenadas, el cuadrado delimitador del proscenio del teatro
italiano, y luego el cuadrángulo de la pantalla de cine, de la televisión y de la
consola y el escritorio informáticos. Y también, como recinto privilegiado de
la representación visual occidental, el rectángulo pictórico, el lienzo de la
pintura clásica, desde el Renacimiento hasta Picasso o Bacon.

Del todo ajeno a la visión natural, aunque tan naturalizado por la historia
cultural, este rectángulo se desarrolló en Occidente a partir del siglo XIV.
Gauthier (1982: 15) observa que debe su forma al cercado, en tanto que
operación de cierre, y a la ventana como procedimiento de organización del
campo visual. No hay que olvidar que la ventana es una metáfora básica del
sistema de la perspectiva; y que, como sugiere Berger (1975) el enmarcado
pictórico puede verse como un trasunto simbólico de la delimitación y la
apropiación territorial que fue exacerbada por el desarrollo del capitalismo.

Ahora bien, el formato cuadrangular, como ámbito privilegiado de las


inscripciones culturales del humanismo y de la era Gutenberg, también fue
resultando demasiado constrictivo para las demandas expresivas de la
modernidad. Los alardes tipográficos de los futuristas demuestran en cierto
modo que las costuras virtuales que cerraban el cuadrángulo y la
bidimensionalidad cartesiana habían reventado ya con el cambio de siglo.

La nueva experiencia posaurática del arte, refractaria a la contemplación y


al estatismo, emparentaba la fruición de las imágenes, y sobre todo las
cinematográficas, con la experiencia del espacio arquitectónico, señaló
Benjamin (1982 [1936]) en los decenios sucesivos del siglo XX, junto al
espacio cuadrangular, a veces en contra de él, se desarrollaron diversos
espacios poliédricos de representación. En los albores del siglo XXI, en la era
del grafismo digital, la realidad virtual, las performances y las instalaciones
artísticas, el espacio sinóptico recibió tres dimensiones espaciales, y además
las dimensiones estéticas adicionales del tiempo, el movimiento y el sonido,
en suma, la multidimensionalidad del multimedia.

Frente a la pintura el espectador ocupaba una posición preferente y


estática, predeterminada por el simulacro de la perspectiva. El nuevo
espectador, el de nuestros días, es llamado a la movilidad: a la de las
retransmisiones deportivas, de la realidad virtual o de las instalaciones,
aunque sean movilidades distintas; y lo que es más importante, no se trata ya
muchas veces de un espectador en el sentido habitual de la noción. Aun en el
caso de que la "sociedad del espectáculo" de Debord (1976) hubiera
coincidido con el apogeo de la modernidad o de la posmodernidad, cosa nada
segura, ese modelo hoy ya no está vigente. Más que de un espectador
seducido pasiva o pasionalmente por un espectáculo, se trata de un agente, o
de un objeto para otros actores, o de una entidad híbrida entre sujeto y objeto,
en todo caso un punto afectivo, perceptivo e intelectual móvil, descentrado,
múltiple, no cuadrangulado.

Por ejemplo, en las instalaciones de Jenny Holzer, aún deudoras de la


cultura tipográfica, enunciados poéticos próximos al eslogan publicitario,
pero rebosantes de sentido dramático y metafísico, se mueven, caen, rebotan,
parpadean como los anuncios luminosos de la ciudad nocturna, son
vehículos, cascadas, flujos que envuelven al, así llamado aún, espectador que
las recorre en un recinto múltiple y cargado a veces de voces y emociones
silenciosas.

1.3.2. Interacción cognitiva: conceptos y entimemas verbovisuales

La imprenta hizo posible la utilización de imágenes para demostrar


visualmente las afirmaciones expresadas en el discurso escrito. Incluso "fue
una contribución revolucionaria del siglo XVI el tratar de compensar las
inadecuaciones de la descripción verbal mediante el uso de dibujos
descriptivos", afirma Eisenstein (1994: 184-185). Y en efecto, a diferencia de
la función ilustradora que habían desempeñado las representaciones ¡cónicas
en el libro medieval, dando un correlato estética y simbólicamente relevante
pero de escaso valor informativo, la participación de lo visual en el texto
sinóptico no aporta simplemente un suplemento de significados figurativos a
los asertos verbales, sino que progresivamente las imágenes se dedican a la
expresión conceptual y propositiva en interacción con ellos.

El discurso científico que floreció entre el Renacimiento y la era barroca,


y que se prolongó en el enciclopedismo, harán que la repre sentación gráfica
y visual de los conceptos no sea ya algo independiente o extrínseco al
proceso del saber. La expresión, la representación y la comunicación de los
conceptos estarán determinadas por las posibilidades mismas de su
visualización.

Con la cultura tipográfica la logosfera deviene "grafosfera" y el logos,


razón lingüística, se ve infiltrado por la que R. de la Flor (2002) ha
denominado "razón gráfica". El libro mismo no es, como suele pretender el
canon logocéntrico, un artefacto lingüístico, sino una compleja máquina
visual. Y del mismo modo que el sentido de la palabra oral viene
determinado por una situación existencial total que involucra la copresencia y
la interacción corporal de los interlocutores, en el contexto de la
comunicación impresa el significado lingüístico está atravesado por las
condiciones de la experiencia visual y de la interacción entre sus diversos
registros semióticos.

Con frecuencia lo visual participa por derecho propio, junto a lo verbal, de


los procesos del pensamiento y ello porque el espacio, "antes incluso de toda
verbalización, podría ser la forma misma del pensamiento, es decir, serviría
de lugar al concepto" y al razonamiento, toda una forma a priori de la razón y
no sólo, como propuso Kant, de la sensibilidad (Wunenburger, 2005: 19).
Este autor ilustra eficazmente tal hipótesis con la imagen del círculo, que en
tanto símbolo visual alberga el problema filosófico de lo uno frente a lo
múltiple: el punto central contiene virtualmente la infinitud de puntos de una
circunferencia de radio infinito, y por ende los puntos de las circunferencias
resultantes de la prolongación o disminución de la longitud del radio. En
realidad esta visión del espacio visual como espacio de pensamiento, y de
profunda relación entre formas eidéticas y formas visuales, está arraigada en
tradiciones filosóficas tan prominentes como la que procede de Platón y los
neoplatónicos y atraviesa el pensamiento racionalista protomoderno.

En el espacio sinóptico, los elementos visuales no verbales pueden


funcionar argumentativamente, como premisas o conclusiones de un
entimema. El lenguaje verbovisual moderno, desde los libros didácticos o los
manuales de instrucciones a los anuncios publicitarios, pone de manifiesto
que, a diferencia de los estudiados por la retórica clásica, los argumentos
contemporáneos no tienen por qué ser puramente lingüísticos, sino que
combinan enunciados ¡cónicos, gráficos y escriturales (véase la figura 3.8, y
el comentario correspondiente).

1.3.3. Integración conceptual-sinestésica

Pero la interacción e integración verbovisual no concierne sólo a la


dimensión conceptual y argumentativa, sino también a la expresión
sinestésica y sinquinésica. Como hemos defendido en otro lugar, el desarrollo
histórico del espacio sinóptico abrió paso a espacios sinestésicos y allanó el
camino de las correspondientes competencias lectoras, relativas a
interacciones entre imágenes sensoriales diversas. El cine y los lenguajes
audiovisuales modernos suministran espacios discursivos de esa clase. Las
experiencias sinestésicas se integran a su vez en nuevas prácticas lecto-
escritoras (como el videojuego) dentro de una actividad sinquinésica, que es
al mismo tiempo interpretación y acción, lectura-producción de un texto
audiovisual y actividad psicomotriz (Abril, 2003a: 123). Los estudiosos del
videojuego señalan que la efectuación de las acciones narrativas de correr,
saltar, detenerse, etc. presenta cierta analogía con destrezas instrumentales
como las que comporta conducir un coche, y acaso una gratificación
semejante derivada del sentimiento de control de la acción. Darley (2002:
247-248), considera que en los videojuegos, tan importante como la "ilusión
de presenció' o inmersión en la acción narrativa, es para el jugador la
experiencia de una "sinestesia vicaria" en virtud de la cual tiene la impresión
viva de controlar los acontecimientos en tiempo real.
Pero podemos retroceder nuevamente a los formatos de la representación
sinóptica bidimensional, porque ya en ellos se anticipaban estas formas de
experiencia que habrían de ser desarrolladas por las tecnoestéticas digitales.
Así, en el poema visual Like attracts like de Emmett Williams (figura 1.4), el
contenido conceptual es indicado visualmente por una sucesiva aproximación
de las letras, diríamos "autorreferencial", que sugiere un efecto de
movimiento y a la vez visualiza la atracción a la que se refiere el enunciado
verbal.

Figura 1.4. "Lo semejante atrae a lo semejante", de E.Williams.

Thinking ofyou, de Barbara Kruger (figura 1.5), propone directamente un


efecto sinestésico: el "pensamiento" de la frase verbal viene al tacto, a los
dedos, que son el instrumento de la caricia, pero para expresar la ausencia
como una punzada; por la acción de una pequeña herramienta de costura que
connota la feminidad y, en su estado punzante, abierto, la separación de las
piezas a cuya unión sirve el imperdible en su estado de cierre.

Un anuncio televisivo de los primeros años noventa (figura 1.6) mostraba


en su secuencia final la imagen de la puerta trasera de un vehículo cerrándose
bruscamente, con un estruendoso sonido de fondo. Como si se tratara del
efecto de esa acción, las palabras que componen un texto escrito, a saber, la
"vieja" definición del diccionario de la palabra "coche", parecen
violentamente sacudidas, se desprenden y caen sobre el trasfondo claro de la
escena. Un trasfondo extraordinariamente equívoco desde el punto de vista
semiótico y perceptivo: a la vez figura de una "página en blanco" del
diccionario, fondo perceptivo para la figura de las letras, y dimensión
nofondo/no-figura para una acción "física" de desprendimiento y de caída en
un espacio imaginario, no equivalente, claro está, al tipográfico, aunque éste
aparece citado e incluido en él.
Figura 1.5. "Pensando en ti", de B.Kruger.

En la teoría del arte, Krauss (1998) ha dado una gran importancia a esa
dimensión nofondo/no-figura, previa a la objetivación perceptiva
propiamente dicha, como ámbito de la creación artística contemporánea: en la
puesta en abismo de Matisse, los collages de Picasso o los cuadrángulos
múltiples de Frank Stella, con sus característicos efectos de "cuadro dentro
del cuadro", la figura ingresa en el campo pictórico a condición de negarlo
simultáneamente. En el anuncio de Renault ocurre algo semejante: el fondo
gris forma parte de la representación de un espacio tridimensional en el que
se mueven un automóvil y unas letras "cosificadas", y a la vez de un plano
tipográfico; se trata de una paradoja genuinamente ilusionística, si se entiende
que aquí "ilusión" no sólo designa un fenómeno óptico, sino también un
trampantojo conceptual.
Figura 1.6. Fotogramas de un anuncio televisivo.

Y sin embargo, pese a lo retorcido de la propuesta, seguramente los


espectadores interpretamos con una gran naturalidad las relaciones entre los
componentes del texto. Éstas no son estrictamente "figurativas", sino que se
estructuran conforme a un esquema sinestésico-inferencial como éste (choque
entre cuerpos [ruido e imagen visual de la puerta cerrándose bruscamente] -
inferencia de una imaginaria "onda expansiva' - desprendimiento físico de
objetos [imagen visual de las letras]). Los acontecimientos se dan en espacios
representativos inconmensurables: el físico y el tipográfico, y combinan dos
tipos de asociaciones: las sinestésicas, que conforman una imagen
multisensorial y dinámica, y las conceptuales, que sustentándose en aquéllas,
elaboran un argumento favorable al objeto publicitado (vehículo innovador,
sólido, etc.).

1.3.4. Alegoría: imágenes de conceptos

Aun asumiendo tradiciones medievales de la praxis de la imagen, durante el


Renacimiento y con particular intensidad en el siglo XVII, en la era barroca,
se desarrollaron las condiciones (y entre ellas, destacadamente, la tecnología
de la imprenta) de una cultura visual propicia al tratamiento analítico y
paratáctico del texto, es decir, a producir el texto como un conjunto de piezas
o fragmentos funcionales que, dándose a un mismo nivel de significatividad,
se relacionan a través de un experiencia visual sinóptica.

Para restablecer una genealogía del texto verbovisual moderno hay que
prestar atención a los jeroglíficos, emblemas, loci mnemotécnicos, empresas,
lemas, caligramas y otros muchos textos alegóricos que conformaron la
cultura verbovisual del Barroco. También los jeroglíficos, que propiciaron
una profunda interpenetración y mutua traducción de los códigos visuales y
los códigos lingüísticos. No es sorprendente que el discurso de la publicidad,
que tanto ha heredado de esta cultura verbovisual, recurra a los mismos
procedimientos semióticos (figura 1.7).

El conjunto de las formas textuales alegóricas del Barroco favorecieron la


contaminación entre los elementos ¡cónicos y los del discurso escrito. Las
imágenes visuales funcionaban como "ideogramas" o como elementos de una
escritura jeroglífica, en tanto que los textos escritos podían servir a una
función ¡cónica, como las frases que en la imagen de la figura 1.8 dibujan las
líneas de la mano.
Figura 1.7. Jeroglíficos de ayer y de hoy.
Figura 1.8. Diagrama para los pasos de la meditación (finales del siglo xvi).

La escritura se iconizó, desarrollando cualidades figurativas que


encontrarán continuidad en el grafismo moderno del cómic, de los títulos de
crédito cinematográficos, de los graffiti, de la animación infográfica, del arte
visual experimental y, nuevamente, de la publicidad (figura 1.9).
Figura 1.9. Iconización de la escritura en "Poema" de Joan Brossa en un
anuncio publicitario.

Tal como afirmó Goethe (1993) y ratificó gran parte del pensamiento
romántico, el "símbolo poético" expresa sólo lo particular, y así se mantiene
vivo, abierto a las fulguraciones de lo concreto y de los sentidos subjetivos.
Por el contrario, en el texto alegórico las representaciones de lo particular
solamente se valoran como ejemplos de lo general, o en otros términos, la
imagen sirve sólo a la expresión circunscrita, cerrada y completa de un
concepto;, no es sino una imagen conceptual cuyo significado ha sido
blindado por una convención perfectamente gramaticalizada. Recordemos
que obras como Iconología de Cesare Ripa (1987 [1593]) una especie de
enciclopedia de alegorías, tuvo multitud de ediciones en varios idiomas, y fue
consultada por artistas y literatos durante más de un siglo. Éstos podían leer
en ella que, por ejemplo, el "alma racional y feliz" se representa mediante una
figura femenina alada y tocada con capucha transparente, y de ninguna otra
manera.

Las imágenes conceptuales, vehículos de ideas abstractas, deben quizá una


parte de su fuerza cultural al ars memorice, que para apoyar la memoria de
manera lógica se sirvió desde la Antigüedad de la técnica de montaje de
imágenes, asociándolas y organizándolas espacialmente (Wunenburger,
2005: 18). Así la imagen conceptual, no menos que el verso narrativo, se
desarrolló históricamente al servicio de prestaciones mnemotécnicas. Una vez
consolidada, la alegoría visual servirá a la reproducción de aquellos
imaginarios y sistemas de organización del saber que la han producido, ya se
trate de la economía simbólica del poder político barroco o de los signos
publicitarios contemporáneos.

En un anuncio de finales del siglo XX, la imagen de la serpiente aparece


como una alegoría de la tentación, o del peligro tentador, y es de suponer que
ningún espectador contemporáneo la tomaría por un símbolo de la
regeneración del universo, como podía ocurrir en el contexto de la mitología
hindú, o de la prudencia, o de la medicina, como acaecería en otros contextos
culturales (figura 1.10).

En una de las Empresas políticas de Diego Saavedra Fajardo (1640), la


serpiente desempeña también una función alegórica y, por tanto, propone un
significado conceptual igualmente cerrado (figura 1.11): es la representación
de una prudencia política extrema, la de quien no quiere deber nada a otro ni
deberse a él (nec a quo nec ad quem) y se muestra replegado sobre su propia
fuerza y sus propios intereses, conforme al sistema de valores políticos
barrocos que analiza R. de la Flor (2005).

Ya se trate, pues, del arte del pasado o del texto verbovisual masivo
contemporáneo,

[...] la alegoría no encuentra un sentido pleno más que en la


proposición que le entrega su clave. Sin la equivalencia
valorizante del discurso con su imagen no descifraríamos, en esa
mujer con el pecho al aire en medio de una riña, los rasgos
resplandecientes de la libertad conduciendo al pueblo a las
barricadas. Del mismo modo, las patatas fritas que vuelan sólo
existen gracias a la liviandad de la Végetaline.

Figura 1.10. Tentación y otras alegorías bíblicas en la publicidad de un


güisqui.
Figura 1.11. La serpiente, en una alegoría barroca de Saavedra Fajardo.

Así coteja Lagneau (2003: 251) el sentido alegórico del célebre cuadro de
Delacroix con el de un anuncio de margarina. También Barthes (2000) alude
al carácter alegórico de la fotografía periodística cuando habla de que sus
objetos son inductores de asociaciones fijas entre ideas (biblioteca =
intelectual, por ejemplo, en ciertos retratos de prensa) y que en este sentido
componen un auténtico léxico estable, incluso formalizable en una sintaxis.
Pero una alegoresis semejante a la de los discursos visuales masivos está
presente también en las prácticas privadas de la fotografía familiar. Es muy
típica la fotografía en la que se adivina al turista, "punto minúsculo agitando
el brazo, ante el Sagrado Corazón y que, como sucede frecuentemente, ha
sido hecha de lejos porque se quería captar el monumento entero y al
personaje". Ejemplo que ratifica sin más que la foto de viaje "se convierta en
una especie de ideograma o de alegoría" (Bourdieu, 2003: 76).

Vale la pena observar la morfología de aquellos lúgubres textos barrocos,


empresas y emblemas, ya que no es ajena a la sintaxis verbovisual de muchos
textos de nuestros días (figura 1.12). Incluían paradigmáticamente una
inscriptio o lema breve y una subscriptio, un texto verbal algo más extenso y
frecuentemente explicativo. Y, claro está, una representación ¡cónica que sólo
tiene sentido en función de la proclama propuesta por el lema: se partía del
principio de una "idea-imagen cuya concepción interior (intus concipere) es
al dibujo expresivo lo que el alma es al cuerpo" (Wunenburger, 2005: 20).

Esta subordinación conceptual de la imagen al significado lingüístico


recuerda, inevitablemente, la relación que Barthes (2000) denominó anclaje:
el pie verbal de la foto de prensa interpreta selectivamente los significados
posibles de la imagen fotográfica, reduce su indeterminación, aun cuando el
discurso lingüístico y el ¡cónico permanezcan diferenciables y relativamente
autónomos. Pero Barthes habla de otra posible relación, el relevo, en que la
escritura y la imagen se complementan, pues "son fragmentos de un sintagma
más general y la unidad del mensaje se realiza en un nivel más avanzado".
Estos fragmentos funcionales recibirán la denominación más precisa de lexias
en S/Z, una obra en que Barthes (1980b) se distingue, entre otros méritos,
como precursor de la teoría del hipertexto (Landow, 1995), por haber
anticipado esa concepción del texto como un conjunto de "bloques" que se
interrelacionan mediante enlaces. Ciertamente, las formas textuales que en el
apartado anterior hemos caracterizado como sinópticas no suponen sino una
generalización de las relaciones de relevo en el desarrollo del texto
verbovisual.
Figura 1.12. Morfología de un emblema barroco.

El lenguaje aparentemente pintoresco de empresas y emblemas fue


retomado por artistas de vanguardia como John Heartfield, el fotógrafo
militante que en los años treinta, en Berlín, publicaba sus fotomontajes
antifascistas, como el de la figura 1.13, según el modelo barroco de las
"imágenes para leer" (Lesebilder) en el que las convenciones de la inscriptio
y la subscriptio eran perfectamente reconocibles.

Como lo son en la forma textual dominante del anuncio publicitario


contemporáneo, en que los segmentos de que consta el eslogan (el "gancho" y
la "frase de asiento" según la nomenclatura de Adam y Bonhomme, 2000)
desempeñan funciones semejantes, y en las que la relación entre el eslogan y
el enunciado ¡cónico es análoga a la que vinculaba el "alma" y el "cuerpo" de
los emblemas. En los anuncios actuales también se componen sinópticamente
escenas que describen episodios ejemplares, imágenes alegóricas del
producto, las formas modernas del lema (el eslogan mismo, la marca) e
índices o llamadas internas que reclaman recorridos de lectura similares.
Figura 1.13. "Historia Natural Alemana", de J.Heartfield.
2.1. Las dimensiones textuales

El sentido de cualquier texto, y por ende del texto verbovisual, remite a un


espacio de prácticas sociodiscursivas: ésta es su dimensión pragmática,
ampliamente entendida, es decir, más allá del marco de la "pragmática"
disciplinaria estándar, que suele restringir su objeto al uso y la comunicación
de las expresiones lingüísticas y que suele explicar éstos exclusivamente por
sus condiciones lógicas.

Pero el texto remite al mismo tiempo a un universo semántico-simbólico


igualmente complejo, y que también desborda el marco estandarizado de la
lingüística textual: además de significados de nivel proposicional o
macroestructural, la pregunta por el sentido del texto verbovisual nos ha de
llevar a un marco de presupuestos culturales y de formas colectivas de
organización del sentido que obligan a interrogar los límites y el estatuto de
objetividad del texto mismo.

Nuestro mapa teórico (y hay una intencionada humildad en la


denominación de este propósito, que no es el de construir tanto como un
"marco" ni un "sistema") responde, pues, a una "concepción estructural" en el
sentido de Thompson (2002) que entiende por tal la que trata de abordar las
relaciones entre formas simbólicas y contextos sociales.

2.1.1. El concepto de texto

Una larga tradición de teoría literaria, de semiótica textual, de análisis


hermenéutico, en que late la matriz cultural iluminista del libro, y a su través
la matriz teológica del Libro, nos enfrentaba al texto como una entidad
homogénea y bien definida, con una considerable autonomía formal y
semántica. La crítica bajtiniana problematizó esa homogeneidad y esos
confines: no por casualidad Bajtin es un contemporáneo de la vanguardia
artística y de sus estéticas, que trataron de desestabilizar los límites de la obra
de arte. La teoría posbajtiniana ha traducido el problema de los límites del
texto como problema de fronteras y traspasos entre los textos, como cuestión
de intertextualidad. El texto debe dejar de ser concebido según la metáfora de
la isla para entenderse según la metáfora del archipiélago. O aún mejor, según
la de la red textual.

En el pensamiento de Bajtin el texto no es una entidad estable en una


encrucijada de relaciones intertextuales, sino un proceso, un devenir de
solapamientos, hibridaciones y ósmosis entre fragmentos textuales previos,
lenguajes y perspectivas sociosemióticas, de tal modo que la problemática
intertextual y la intratextual vienen en gran medida a superponerse. En la
"translingüística" bajtiniana la voz enunciativa (el "autor") del texto no es
única, indivisa, sino más bien un lugar de encuentro de "voces", en virtud de
cuya pluralidad el texto se abre inexcusablemente a la relación con otros
textos.

La multiplicidad de voces, dentro de un entramado dialógico, hace patente


la confluencia de "estilos de lenguajes sociales, dialectales, etc. [...]
percibidos como posiciones interpretativas, como especies de ideologías
lingüísticas" (Bajtin, 1970: 242). Tal como ponen de manifiesto los análisis
bajtinianos del discurso citacional, la polifonía textual no es necesariamente
una apacible coexistencia de aquellos estilos, posiciones e ideologías: la
palabra del enunciador busca unas veces la "convergencia" valorativa con la
voz citada (en la estilización, el recurso al "dicho", etc.), pero otras veces
establece una distancia "divergente" y polémica (ironía, parodia, etc.). La
novela moderna - aun cuando la concepción bajtiniana se dilata más allá de
los objetos novela y modernidad - ilustra privilegiadamente esta lujosa y
contradictoria dialéctica de la alteridad en el discurso, plagada de
consecuencias de orden metodológico y ético-filosófico.

Nada de lo dicho niega la "objetividad" del texto, sino que, por el


contrario, la afirma de un modo nuevo: la objetividad y la identidad del texto
es sostenida por las prácticas textuales que lo actualizan y dinamizan, es el
resultado de una actividad histórica e intersubjetivamente mediada más que
de la persistencia de ciertas constantes formales. Es el resultado siempre
provisional del trabajo de sus múltiples "interpretantes", por decirlo en
términos de Peirce.

No entendemos por "red textual" cualquier entramado reticular de textos,


ni mucho menos una configuración aleatoria, sino una estructura relacional
en permanente reconstitución. Y entonces:

a)La red en su totalidad otorga sentido a los nódulos textuales que la


constituyen. Pensemos, por ejemplo, en la red textual a la que se suele
llamar "literatura" o "textos literarios": la "literaturidad" aparece como
una propiedad de cada texto determinada por la red textual, y también
viceversa.

b)Hofstadter (1987: 415) habla de "atributos locales frente a globales",


determinados por la posición y/o distancia del observador respecto al
objeto: en el caso de una telaraña, la forma general es un atributo
global, en tanto que la cantidad de líneas que se reúnen en un vértice,
sólo accesible a un "observador muy miope", es un atributo local.
Siempre es un problema, para determinar si dos redes son isomórficas,
la selección de una u otra clase de atributos. Pues bien, como toda red,
una red textual presenta propiedades globales y locales no
conmensurables entre sí, de tal modo que el sentido "local" del texto no
es reductible a su sentido relacional o global en la red, y viceversa. Por
ejemplo, "La casa de Asterión", un cuento de Borges (1971) incluido en
la recopilación El Aleph, adquiere un sentido diferenciado según se lea
aisladamente o en relación con los demás cuentos del libro. El autor
invita sutilmente a una lectura transversal de los cuentos, pues hace
alguna referencia cruzada entre ellos, y si se lleva a cabo esa lectura se
puede concluir, por ejemplo, que en el conjunto de los cuentos
subyacen una teoría y una poética del laberinto sólo parcialmente
inferibles de cada relato particular en que el tema del laberinto aparece.

c)Es en función de las prácticas sociales del leer y de las condiciones


particulares de la lectura, más que de propiedades formales permanentes
de los textos, como se pueden determinar en un momento dado los
límites de un texto y de una red textual. Pensemos, por ejemplo, en los
efectos que produce la normalización de los textos clásicos a través del
cotejo crítico de versiones, en el establecimiento de los corpora
literarios del tipo de "literatura romántica" o "novela negra';
históricamente, una red textual que servía de "metatexto" puede devenir
texto, etc.

La posibilidad de establecer las relaciones que hemos sugerido: todoparte


a), global-local b), texto-metatexto c), se debe a operaciones indiciales en y
entre procesos textuales, y pone en evidencia las inconveniencias
metodológicas del inmanentismo, es decir, de la pretensión de evitar que el
análisis aborde elementos extratextuales.

El texto en tanto que parte de una red textual es una "muestra" o un


"factor" de ese todo y lo representa; o bien remite a otras partes
(metonímicamente, se podría decir) otorgándoles sentido y recibiéndolo de
ellas, etc. Se puede así afirmar que cualquier generalización en teoría textual
(literaria, cinematográfica, etc.) o en teoría de la cultura, de los "textos
culturales", requiere de procesos interpretativos sustentados por una semiosis
indicial del tipo de la que presentamos en el apartado 2.2.1.

En este sentido puede ser tomada la afirmación de Frye (1977) de que


todo comentario de la crítica literaria es una interpretación "alegórica", en
tanto que atribuye ideas generales a las estructuras particulares de las
imágenes poéticas, por ejemplo: "Hamlet parece retratar la tragedia de la
irresolución"; o también, añadimos, en cuanto que señala lo particular como
expresión de un sentido o de un universo de significación que por su propia
generalidad no puede estar comprendido en el contenido textual en modo
alguno, por ejemplo: "Marinetti representa la irrupción de la modernidad en
el espacio tipográfico", pensando en el ejemplo de la figura 1.3. En síntesis,
parece dificil que cualquier observación crítica o analítica pueda prescindir
del señalamiento de algún "exterior" del texto, ya sea metatextual,
intertextual o transtextual.

Ahora bien: los textos no son sólo "objetos culturales" mediados, sino
también dispositivos de mediación de otros procesos culturales. Esta
observación permite afirmar que no todo proceso, comportamiento o práctica
cultural es un texto, por más que, como Bajtin afirmó, todo comportamiento
pueda interpretarse como un "texto potencial'.

Por ejemplo, el trabajo etnográfico produce determinados textos que


median entre una experiencia de observación e interacción y una experiencia
de lectura (y registro, archivo, control, etc.) en otro contexto cultural: el
medio académico, la comunidad hermenéutica de los científicos sociales, etc.
El "texto etnográfico" no precede, obviamente, a la etnografía, sino que es su
producto: un relato oral no es un texto antes de haber sido
transcrito/traducido/inscrito como "relato nativo", "cuento popular", "mito",
etc.

Los textos, la producción textual, vienen a mediar, pues, otras prácticas


sociales: la diferencia entre los comportamientos a los que se denomina
"apareamiento", "cópula", "coito" y "follar" está determinada por una
diferencia, ésta sí, de tipos textuales, por ejemplo, los pertenecientes,
respectivamente, a los dominios discursivos y/o redes textuales de la
biología, la antropología cultural, la sexología y la conversación informal. El
comportamiento al que remiten sólo es textual en tanto que subsumido en
alguna de esas categorías propias de los respectivos géneros de discurso, de
esos géneros en tanto que interpretantes de las prácticas sociales.

Muchas prácticas sociales, como los rituales, incorporan prácticas


textuales constitutivas, por ejemplo, la lectura de textos evangélicos en la
misa; o se ejecutan siguiendo pautas textuales, como las prescripciones
litúrgicas del tipo de "haréis esto en memoria mía", que establecen una
relación reflexiva entre el texto y el comportamiento en cuestión, una especie
de activación del texto que supone a la vez una textualización de la acción. El
texto, en estos casos, manifiesta de un modo especialmente claro la "eficacia
simbólica" sobre la que volveremos en el apartado 2.3.2. El carácter
performativo de estos textos rituales es inseparable de su función indicial,
pues instituyen el valor sacro del objeto o del comportamiento señalándolo:
"tomó el pan, lo partió y se lo dio a sus discípulos diciendo...", afirma el
oficiante católico de la consagración eucarística a la vez que toma el pan
entre sus manos y lo ofrece a los feligreses. En casos como éste, el fragmento
textual es a la vez un "designador" de un acto extratextual y un "factor" de la
totalidad metatextual constituida por el conjunto de las palabras y gestos que
integran el rito sacramental.

Algo análogo ocurre en textos laicos, y no sólo porque en ocasiones han


heredado virtudes carismáticas de los rituales religiosos. En el telediario
frecuentemente se señala un particular o un sucedáneo de una experiencia
posible de la audiencia, y mediante ese mecanismo se crean los temas,
problemas y eventos públicos: el náufrago africano recién capturado en la
costa meridional española es a la vez designado como un singular y
construido simbólicamente como prototipo del conjunto de los inmigrantes;
la señora entrevistada en la cola de la pescadería representa "la opinión de los
consumidores", etc. Tal como analiza Zizek, "toda noción ideológica
universal siempre está hegemonizada por algún contenido particular que tiñe
esa universalidad y explica su eficacia [...]. El Universal adquiere existencia
concreta cuando algún contenido particular comienza a funcionar como su
sustituto". Por ejemplo, en Estados Unidos la madre soltera afroamericana
aparece como el caso "típico" del Estado de Bienestar y de sus males, para la
derecha (Zizek, 1998: 139). La tipificación parece también producirse, al
menos en parte, como un proceso indicial.
El texto puede y debe ser entendido como una entidad "sintáctica", pero
siempre en la intercepción de determinaciones semánticas y pragmáticas.
Pues la sintaxis no representa un mero conjunto de reglas combinatorias ni
tampoco un modo particular de orden derivado de su aplicación. El étimo
taxis remite a organización, disposición táctica - en su acepción militar - y
sin-taxis puede presuponer así arreglo táctico, conjunción, distribución y
disyunción de las disposiciones de los sujetos que co-enuncian (parte
autorial/parte lectora; remitente/destinatario, etc.), agenciamientos y no sólo
regularidades formales. Ni solamente combinación, sino articulación.

El cuadro 2.1 quiere representar la conjunción textual del nivel semántico,


en los cuadrados superiores, y el pragmático, en los inferiores, así como
aludir a la actividad de enunciación que está presupuesta por el texto en tanto
que acto o resultado de ella. Pero como es inevitable en un diagrama
cartesiano, no se expresan en modo alguno los procesos de hibridación,
diálogo y conflicto que atraviesan todos los subniveles, según la perspectiva
bajtiniana que más arriba reclamábamos y que querría trascender una
interpretación meramente funcionalista de las categorías y las relaciones
indicadas.

2.1.2. La dimensión pragmática

Las categorías tradicionales de la pragmática, a saber, la relación


interlocutiva, la situación de interacción y los tipos de actos discursivos que
realizan los interlocutores, suelen ser analizadas, como hemos dicho, en el
marco demasiado restringido de las condiciones lógicas de su ejercicio. Por
ejemplo, según la teoría de la conversación de Grice (1979) los hablantes
tratan de comunicarse "cooperativamente" aplicando reglas pragmáticas
como, entre otras, una "máxima de cantidad" que prescribe suministrar una
cierta cantidad de información a nuestro interlocutor. Si a la pregunta "¿Tiene
hora?", alguien responde "Sí", nada más, la respuesta será reputada de no
cooperativa, por más que formalmente adecuada. Lo que Grice no explica -y,
la verdad sea dicha, tampoco tiene por qué hacerlo en el marco de pertinencia
de su teoría - es que la cantidad requerida de información puede variar en
función de, por ejemplo, preceptos institucionales que se imponen en los
contextos comunicativos concretos: generalmente no es obligatorio responder
a la pregunta "¿dónde estabas ayer a las ocho?" en una conversación
amistosa, pero puede serlo, e incluso bajo la amenaza de gravísimas
consecuencias, en la vista de un proceso penal. Las determinaciones del
comportamiento semiótico no son de carácter exclusivamente lógico en
ninguno de los dos casos. Aún más: la obligación de responder a una
pregunta, en el contexto más "informal" que quiera imaginarse, puede venir
determinada por multitud de condiciones micropolíticas (interés, deuda,
correspondencia, chantaje afectivo...) irreductibles a una formulación lógico-
formal.

Cuadro 2.1. Mapa general de las dimensiones textuales


La regulación pragmática de la comunicación ingresa, así, en el campo
amplio de las que podemos llamar prácticas sociodiscursivas.

Adoptando el término de Foucault, Mainqueneau (1984: 154) defi- ne una


práctica discursiva como el "sistema de relaciones que para un discurso dado
regula los emplazamientos institucionales de las diversas posiciones que
puede ocupar el sujeto de enunciación". En la perspectiva de lo que otro
analista del discurso, Fairclough (2001) asume como "concepción
tridimensional del discurso", cualquier evento discursivo puede ser tomado
simultáneamente como texto, como ejemplo de práctica discursiva y como
ejemplo de práctica social. El texto es, pues, indisociable de las prácticas, si
bien en nuestra perspectiva (como se puede apreciar en el cuadro 2.1) se
entienden las prácticas sociales como un marco que incluye las prácticas
discursivas. Precisaremos un poco más este punto de vista:

a)Una práctica discursiva se define por momentos/contextos de emisión,


circulación y recepción, que especifican como actividad comunicativa
las categorías más extensas de Fairclough: producción, distribución,
consumo. Se trata, en todo caso, de procesos íntimamente relacionados.

Por referirnos a una aplicación más próxima a los problemas del texto
visual, en su análisis de los "enclaves (sites) y modalidades" de la cultura
visual, Rose (2001: 16-17) distingue un espacio de producción de la
imagen, un espacio de la imagen misma y un espacio de la audiencia,
aquel en que la imagen es recibida y percibida. Añade a ellos una
instancia tecnológica, otra compositiva, referente a las estrategias
formales según las cuales se construye (de las que aquí trataremos más
detalladamente en el capítulo 3) y una última social, que abarca el
conjunto de las relaciones económicas, políticas, institucionales en que la
imagen puede verse implicada (y que nosotros preferimos aproximar al
nivel de las prácticas sociales, al que nos referiremos enseguida).
Aunque el marco establecido por Rose resulte demasiado extenso, tiene
la virtud de recordarnos las interacciones que acaecen entre los distintos
enclaves de las prácticas discursivas. Recordemos, a este respecto, un
ejemplo suministrado por MüllerBrockmann (1998: 66-67) en los siglos
XVI-XVII, en los carteles que reproducían textos informativos, la
tipografía era de pequeño tamaño, pues "no tenía todavía en cuenta la
legibilidad del texto a distancia". El análisis de este dato lleva mucho
más allá de la anécdota: se trata de que aún no se ha constituido un
espacio público moderno (enclave social), ni en el espacio de la
audiencia parecen bien delimitadas jurisdicciones de lectura como la del
ámbito íntimo de la lectura literaria y el no íntimo de la calle, ni en el
espacio compositivo o formal del texto se han introducido recursos,
como las propias convenciones tipográficas, ordenados a diferenciar
psicotécnicamente distintos espacios y efectos receptivos. En otras
palabras, una práctica discursiva supone la conjunción de una multitud
de condiciones, en distintos niveles de la actividad social, cuyo
desarrollo histórico no es necesariamente uniforme.

Examinemos ahora el ejemplo central al que recurriremos en este


apartado: un texto escolar de enseñanza de la Historia. Analizado como
práctica discursiva, esta forma de texto remite al marco más amplio de
los discursos didácticos, con sus característicos géneros, reglas,
estrategias y juegos de roles institucionales y comunicativos entre
profesor y alumno, las formas de distribución de la autoridad textual, etc.
Los emplazamientos institucional-enunciativos de que habla
Mainquenau pueden reconocerse a través de propiedades como las
siguientes: el enunciador docente habla desde una determinada
autoatribución de competencia y desde la presunción de determinadas
ignorancias del enunciatario discente; el primero se arroga el derecho de
determinar el saber pertinente, e imputa al enunciatario la
correspondiente obligación de aceptarlo.

Pueden incluirse en la definición de las prácticas discursivas los


géneros discursivos, concepto con el que Bajtin (1982) se refería a la
multiplicidad que adquieren las formas comunicativas según la esfera de
interacción en que se producen, y según sus características de tema, de
composición o de estilo: el diálogo informal, la carta, la arenga, el
decreto, etc. En general los discursos orales son "primarios" y los
escritos o verbovisuales son "secundarios", es decir, modelizados por los
primeros, pero hoy podemos advertir la abigarrada contaminación e
interdependencia de géneros primarios y secundarios que constituyen el
espacio textual de la cultura de masas y, más en general, de las culturas
modernas: por ejemplo, los dramatizados televisivos recrean la oralidad
del mundo familiar, pero a su vez el discurso cotidiano de la gente pone
en circulación y recrea motivos, expresiones y relatos enteros del
discurso mediático.

Interesa advertir, con Fairclough, que el nivel de las prácticas


discursivas es microsociológico: se trata de procesos situados de
enunciación, interpretación y acción reflexiva. Así, las prácticas docentes
acaecen en marcos de interacción en los que, como es de notoria
actualidad, ciertos presupuestos de autoridad discursiva se someten a
negociación, contestación o franca impugnación. En las fotos familiares
(segundo ejemplo) hallamos una práctica discursiva propia de ciertos
encuentros, como fiestas de cumpleaños, conmemoraciones, etc., en los
que han de actualizarse muchas propiedades del discurso: de modo
"informal' se negocian el escenario, los personajes (quiénes aparecerán y
cómo), incluso la autoría (quién hace la foto).

b)Por el contrario, el nivel de la práctica social es macrosociológico y


concierne, en el caso de los textos escolares, a hechos tales como el
sistema de enseñanza en tanto que institución socializadora, de
reproducción y de control social. O a la edición de libros y la industria
cultural. En fin, a una trama compleja de actividades y esferas
institucionales: económicas, políticas, tecnológicas y culturales.

Si pensamos en el segundo ejemplo, la foto familiar, habremos de


coincidir con Bourdieu (2003: 57) en que, en tanto que la práctica social
supone "un rito del culto doméstico, en el que la familia es a la vez
sujeto y objeto" y en que la interiorización de la función social de esa
práctica se siente más vivamente cuanto mayor es la integración del
grupo.

Si la foto familiar detecta y celebra por encima de todo una forma de


moralidad y unos determinados valores, la práctica de la foto policial
remite a un método de control estatal que alcanzó a las identidades y
organizó mediante archivos visuales una parte de la vigilancia panóptica
en las sociedades/estados modernos. Podríamos continuar con
observaciones análogas relativas a los usos de la foto periodística,
turística, etc. para llegar a concluir que, más que la fotografía existen las
fotografías, "tecnologías institucionales" que, como explica Rose (2001:
166-167) alcanzan alguna forma de coherencia y de verdad sólo en el
interior de determinados contextos institucionales.

En tanto que índice, la fotografía apunta a una realidad y al espacio-


tiempo irreductible de una situación singular. Pero en tanto que práctica
social, la fotografía remite también a un régimen, histórico, cultural y
político, de verdad.

2.1.3. La dimensión semántica

Si continuamos comentando nuestro ejemplo a la luz del cuadro 2.1 podemos


decir que:

a)Un texto escolar de Historia remite a un determinado universo de


significado, es decir, a un conjunto de representaciones de la historia,
de lo "nacional' y del mundo social como conjuntos de categorías
(universo conceptual), imágenes (universo perceptual e imaginario),
contenidos de las memorias colectivas y un buen número de
tipificaciones.

b)Los universos de significado se articulan a un nivel más profundo, el


simbólico, que implica ya no sólo la producción y circulación de
significados, sino también relación, vínculo y mediación (Ardévol y
Muntañola, coords., 2004: 31). Es sabido que la voz "símbolo", del
verbo griego sum-balein, "arrojar conjuntamente", designaba la vasija o
la moneda que los amigos o contratantes rompían en partes
complementarias, en complementos aptos para representar su lazo de
sujetos por medio de la integración imaginariamente compartida del
objeto.

Un universo simbólico desempeña la función de una estructura


profunda para los universos de significado de una sociedad: es el nivel
que sustenta sus cosmologías y mitologías, las representaciones
compartidas del tiempo y el espacio, los marcos categoriales básicos, los
símbolos de la identidad colectiva que rigen las asignaciones del sentido
de lo propio/ajeno. Tal como lo definieron Berger y Luckmann (2003:
123-124) se trata del nivel en que la "legitimación reflexiva de los
distintos procesos institucionales alcanza su realización última", en la
forma efectiva de "todo un mundo". El universo simbólico es "la matriz
de todos los significados objetivados socialmente y subjetivamente
reales". Desde la memoria colectiva hasta la biografía de un individuo,
desde el sentido de lo histórico hasta los sueños, las fantasías y las
experiencias marginales "se ven como hechos que ocurren dentro de ese
universo". Es también el nivel del Gran Otro simbólico en Lacan, la red
que estructura la realidad y el sentido de la realidad subjetivo, por más
que escape, por definición, al control y a la comprensión del sujeto,
puesto que "el lenguaje sirve tanto para fundarnos en el Otro como para
impedirnos radicalmente comprenderlo" (Lacan, 1983: 367).

c)Con la denominación de matriz de significación se puede introducir un


matiz adicional: se trata de que en un contexto de significación
particular los presupuestos semántico-simbólicos se aplican a la vez que
ciertas expectativas de carácter práctico, es decir, relativas a las
prácticas sociodiscursivas de un contexto cul tural determinado. Ésa es
la razón por la que en el cuadro 2.1 tal matriz aparece representada
como un marco que incluye las dimensiones semánticas y pragmáticas.

Propondremos un ejemplo: Wole Soyinka hacía un relato periodístico


(resumido aquí con las inevitables distorsiones de la memoria) de la
primera vez que un jefe tradicional nigeriano presenció un partido de
fútbol. A su término, ofreció generosamente a las autoridades coloniales
británicas 23 esferas de cuero, para que aquellos jóvenes blancos no
tuvieran que seguir disputando y fatigándose por la posesión de una de
ellas. En esta anécdota, que Soyinka contrastaba con el apasionamiento
futbolístico de los nigerianos de hoy, está implícita la idea de colisión de
dos matrices, derivada de una disparidad práctica y a la vez simbólica:
respecto a la definición de la actividad de jugar al fútbol, y juntamente
con ello, respecto al marco de categorías que permiten representar esa
actividad, por ejemplo la disparidad entre "juego" frente a "competencia
por la apropiación", o entre el balón como "medio" frente a "fin" del
juego. El conocimiento de los comportamientos y del sentido de los
textos de otra sociedad requiere que asimilemos esa clase de matrices.
Sin ellas no es posible llegar a la que Geertz (1988) llama "descripción
densa" (thick description), es decir, una representación que hace suyos
los puntos de vista, las categorías y las asignaciones de significado de los
miembros de esa sociedad.

2.1.4. La inmanentización textual

En la figura 2.1. se muestran dos páginas de textos escolares de enseñanza de


la Historia. La primera de ellas procede de hace medio siglo, la segunda de un
libro de nuestros días. La comparación de ambos modelos textuales, narrativo
el primero, hipertextual el segundo, evoca inmediatamente la de las reglas del
discurso didáctico, los lenguajes y las relaciones pedagógicas históricamente
diversas en que están implicados. Por ejemplo, y acaso como propiedad
distintiva más evidente, se advierte una muy diferenciada incitación al placer
visual del destinatario: el primer modelo parece orientado modalmente a un
hacer-saber logocéntrico, mientras el segundo parece más bien regido por un
hacer-querer-saber, por un intento de movilizar o intensificar el deseo
escópico.
Figura 2.1. a) Página de la Enciclopedia Álvarez, ed. de 1962, Mi ñon,
Valladolid (original en B/N). b)Página de García Sebastián, M. et al., 2003:
LIMES, Ciencias Sociales, Historia, 4 (4.° de ESO), Barcelona, Vicens
Vives (original en color).

Ahora bien, desde el punto de vista de la relación de los textos con las
prácticas sociales, lo más notable es que en el texto/formato didáctico del
segundo tipo se han inmanentizado algunas de las funciones didácticas que
anteriormente ejercitaba el maestro o maestra, según el modelo de magisterio
paternal, ilustrado y productivista del capitalismo industrial. Ese sujeto
docente explicaba y aplicaba el texto narrativo poniendo en juego muy
diversas competencias, algunas de las cuales probablemente han sido
desplazadas por la presión creciente del conocimiento visual sobre las
prácticas escolares. Aparecen, pues, formalizadas y codificadas textualmente
algunas de las prácticas semióticas que caracterizaron la actividad del
magisterio: el dictado, el análisis categorial, las preguntas de control, la
ampliación, la descripción, la diagramación y visualización por medio de
gráficas y dibujos. Todo un conjunto de formas textuales que son a la vez
actividades o dispositivos de enunciación, es decir, estructuras dialógicas y
actos ilocutivos (véase el apartado 2.3.1).

En suma, los actuales libros didácticos de estructura hipertextual han


sustituido a los antiguos manuales narrativos de modo tal que en el formato
mismo se visualizan aquellas funciones que antes los maestros habían de
desarrollar en su práctica docente cara a cara gracias a determinadas
competencias retóricas, narrativas y dramáticas. Se puede conjeturar que
muchas particularidades culturales cifradas en aquellas operaciones
sociodiscursivas ("cada maestrillo tenía su librillo") han cedido ante la
potencia transcultural, o neocultural, de los formatos visuales actuales.

Esto también supone que pueden leerse en el propio texto, hasta un cierto
punto, las marcas o indicaciones de una modificación histórica de los
menesteres magistrales y de la autoridad didáctica, hechos eventualmente
cotejables con otros no textuales, como la atribución de prestigio social, el
grado de influencia pública, el salario o los modos de reclutamiento
profesional de los enseñantes.

2.2. Exoinmanentismo

En su Diccionario, que es un texto canónico de la semiótica estructuralista,


Greimas y Courtés (1982) eluden cualquier alegato ontológico, pero afirman,
en supuesta continuidad con Hjelmslev, un principio de inmanencia según el
cual debe excluirse todo recurso a hechos extralingüísticos para no perjudicar
la "homogeneidad de la descripción".

Está claro que, aun aprovechando algunas de sus categorías y de su


aparato analítico, nuestro enfoque metodológico no es concorde con el
inmanentismo estricto de esta tradición; por el contrario, tratamos de mostrar
que el sentido de los textos está siempre interceptado por un afuera. Como los
de los estados, los asuntos exteriores del texto repercuten siempre en sus
estructuras y procesos internos. Para empezar, por las operaciones de
producción y de interpretación socioculturalmente determinadas que los
hacen efectivos, además de aparecer representados en ellos bajo las formas
enunciativas de los puntos de vista, las focalizaciones, los modos de
cualificar acciones, tiempos y espacios, etc. Para continuar, por la
actualización de categorías, representaciones y relaciones simbólicas que
cada texto particular lleva a cabo, remitiendo reflexivamente al andamiaje
simbólico de la sociedad, pero sin agotar nunca las posibilidades de
expresarlo en su (ni como una) totalidad.

Nuestra posición puede denominarse un exoinmanentismo crítico, para el


que las prácticas sociales, y por ende las discursivas, representan a la vez un
interior y un exterior del texto.

2.2.1. La indicación factorial

Una práctica forma parte de una red de relaciones con otras prácticas, no sólo
textuales, pero a la vez se inscribe en el texto, se expresa en sus modos de
acción ilocutiva y perlocutiva, en su ethos y su pathos, en el conjunto de las
modalidades de la enunciación, e indirectamente también en sus estructuras
tópicas y categoriales (para mayores precisiones sobre conceptos del análisis
textual, remitimos a Lozano, Peñamarín y Abril, 1999).

Correlativamente, el texto y los conjuntos textuales, los tipos, géneros y


redes de discursos, definen las prácticas sociodiscursivas y los rasgos
específicos de cada una de ellas. Por seguir con nuestro ejemplo: las prácticas
pedagógicas y los textos didácticos se definen recíprocamente, porque una
práctica pedagógica se caracteriza, entre otras cosas, por la aplicación de
determinados textos didácticos y éstos no son tales sino por el hecho de
mediar determinadas prácticas de enseñanza.

Nada, pues, de un "reflejo" objetivista de las prácticas sociales en el texto.


Se trata más bien de entenderlo, y de entender los procesos tex tuales, desde
un supuesto sociosemiótico que puede formularse así: los textos y los
procesos textuales son `indices factoriales':

El concepto de índice factorial ha sido propuesto desde la tradición de la


semiótica de Peirce y denota la relación que una acción, acontecimiento o
hábito particular mantiene con la totalidad o conjunto de que forma parte.
Sonesson, 1989, aclara que el índice puede operar por contigüidad (la huella
de un pie, una reacción química) o por factorialidad, y recuerda el famoso
ejemplo de Peirce: cierta manera de balancearse un hombre que camina nos
indica que se trata de un marinero. El modo de caminar no es un hecho que se
da "en proximidad" al hecho de ser un marinero, sino una parte del tipo de
personalidad, habitus corporal y forma de vida que reconocemos como
propios de un marinero, del rol de marinero. No está lejos de esta perspectiva
el concepto de habitus de Bourdieu (1988) entendido como un sistema de
disposiciones prácticas que interviene tanto en el momento de la producción
cuanto en el de la percepción de las actividades.

También un síntoma médico es un índice factorial de la enfermedad, un


signo intrínseco que forma parte de ella: entre la ictericia y cierta alteración
de las funciones hepáticas se da una homogeneidad ontológica, de tal modo
que pueden interpretarse, respectivamente, como la parte y el todo de una
misma realidad. Vemos así que mientras el índice por contigüidad se
emparenta con la transformación semántica por metonimia, el índice factorial
es análogo a la sinécdoque, según las categorías de la retórica clásica.

Para el análisis de los textos y las prácticas sociales es de gran importancia


atender a estos procesos de significación que no son en modo alguno
representaciones de otra cosa, como cuando se dice que un signo "es algo que
está en lugar de otra cosa", citando la versión más resumida (y pedestre) de la
definición peirceana. Porque en el caso de los índices factoriales lo que se
representa es, en rigor, la misma cosa, a una escala de observación diferente,
si se quiere. Pues bien, las prácticas sociodiscursivas, los textos e incluso los
comportamientos individuales son índices por factorialidad de la totalidad
virtual de una cultura. Contar chistes racistas no es sólo una práctica que
denota racismo, sino parte constitutiva de la realidad político-cultural a la que
se denomina racismo. La imagen del Che Guevara (según la foto
universalmente célebre de Alberto Korda) es, conforme al mismo tipo de
relación factorial, parte del imaginario de la cultura de masas del siglo XX.
En cualquiera de estos casos, la indicación todo-parte es reversible: el
racismo o el imaginario del siglo XX son totalidades virtuales de las que se
pueden inferir deductivamente un conjunto de prácticas o textos. Pero cada
uno de ellos remite inductivamente a esa totalidad virtual, participando en su
constitución.

Volviendo a nuestro ejemplo central: un texto como el primero de la


figura 2.1 indica factorialmente los universos de sentido y las prácticas
escolares de la posguerra franquista. Enunciado tan obvio como que desde
unos y otras se producían, distribuían y administraban hermenéuticamente
esa clase de textos didácticos.

En un artículo específicamente referido a la música popular, pero cuyas


observaciones metodológicas pueden ser extrapoladas a los textos visuales,
Willis (1974) hablaba de las relaciones entre el objeto cultural y el conjunto
de un "estilo de vida" dado. A un cierto nivel de análisis ("homológico") es
posible estudiar cómo en su estructura y contenido el objeto cultural
representa valores y sentimientos significativos del grupo social concernido;
Willis sugiere que las significaciones sociales de los objetos se pueden
relacionar con ciertos parámetros formales. A un nivel aún más profundo
("integral") la relación entre el objeto cultural y el estilo de vida puede verse
como interacción, incluso en una perspectiva potencialmente diacrónica:
ahora el estilo de vida, las prácticas grupales y los textos se examinan como
si formaran un todo, como partes de un sistema unitario.

La hipótesis de Willis, coincidente con la que aquí hemos denominado


relación factorial, es que los textos/productos culturales ejercen una
influencia creativa en el estilo de vida, no son sin más un reflejo de actitudes,
valores y actividades ya dados, sino determinantes de esas mismas realidades
sociosemióticas.

Z.Z.Z.Ecologías y genealogías del texto verbovisual

Si rescatamos al texto visual del triste aislamiento anaerobio que le asigna el


inmanentismo, lo podemos contextualizar en dos ejes: el de la ecología
textual (sincrónico) y el de la genealogía textual (diacrónico). En ambos ejes,
la relación del texto con otros textos/prácticas textuales puede establecerse a
varios niveles:

a)El de las formas y formatos. Tomemos la segunda página de la figura


2.1, a la que nos hemos referido como "hipertextual". Si pensamos
ecológicamente, esa forma de texto habremos de relacionarla con las
páginas web, los catálogos comerciales o las páginas de periódico. No
sólo pertenece como ellos a un determinado ecosistema cultural,
definido por ciertos usos públicos de la imagen, por la combinación de
la tecnología tipográfica y la digital, etc.; sino también, más
estrictamente, a un ecosistema textual que se conforma a ciertos
formatos psicotécnicos, en este caso caracterizados por la
fragmentación funcional y modular, la estructura no lineal y la
anticipación de las prácticas y los hábitos receptivos en la propia
estructuración de los contenidos visuales. En este ecosistema textual el
control de la atención del lector, el manejo de la eficacia perceptiva y
estética y el suministro de placer visual priman sobre otras posibles
reglas de puesta en discurso.

En el eje genealógico, relacionaremos el texto con las formas y


formatos históricos en los que esas reglas de puesta en discurso se fueron
desarrollando: desde los textos visuales científicos y piadosos
posrenacentistas, pasando por los textos periodísticos y publicitarios del
siglo XIX en que se comenzó a conformar un lenguaje visual masivo,
hasta los textos vanguardistas del siglo XX en que se investigaron las
formas modernas del dinamismo y el impacto visual.
b)En el nivel de las relaciones intertextuales no sólo cuentan los criterios
formales y psicotécnicos recién señalados: también hay que considerar
las funciones epistémicas, rituales y morales de los textos. La página
representada a la derecha de la figura 2.1 puede analizarse ecológica y
genealógicamente desde una perspectiva más amplia: la que se refiere a
su modo de citar, expandir e incluirse en una red de textos de
conocimiento. Así que sincrónicamente pueden reconocerse en él
referencias a los procedimientos, categorías, reglas de validez y modos
de enunciación del discurso científico moderno. Desde un punto de
vista diacrónico se podrían también rastrear los textos científicos y
didácticos que han ido desarrollando estos procedimientos de saber y
hacer saber.

Latour diría que nuestro ejemplo lo es de una inscripción: mapas,


registros numéricos, herbarios, imágenes anatómicas, toda clase de tablas
y diagramas científicos pertenecen a este tipo de representaciones, desde
el Atlas de Mercator hasta los más recientes registros digitales e
infográficos. Latour cifra las ventajas de las inscripciones para los
sistemas de poder/saber de la modernidad en que son móviles y a la vez
inmutables, su escala es modificable, son reproductibles a bajo coste,
admiten la reconstrucción y la recombinación y son también
superponibles ("unir la geología con la economía parece una tarea
imposible, pero superponer un mapa geológico con una copia impresa de
mercados en el New York Stock Exchange precisa buena documentación
y ocupa unas pulgadas"); son reductibles a un texto escrito; y pueden,
por fin, fundirse con la geometría: el resultado "es que podemos trabajar
en el papel con reglas y números y no obstante manipular objetos
tridimensionales que están `ahí fuera- (Latour, 1998: 108-109). No se
trata pues, solamente, de un formato psicotécnico del texto, sino de todo
un procedimiento de producción de conocimiento que incorpora los
recursos y las ventajas de la representación visual bidimensional.
Nuestra página del libro escolar participa de la mayoría de esas
propiedades, y es, por ende, un texto de conocimiento intertextualmente
vinculado a la red textual del conocimiento científico moderno que se
sostiene sobre inscripciones.

Desde el punto de vista de las formas de enunciación también


podemos advertir relaciones intertextuales interesantes: el texto sobre
"Mahoma" (página izquierda de la figura 2.1) presenta una forma
narrativa congruente con una amplia tradición de relatos ilustrados. Los
hechos se narran categóricamente, con insertos en estilo directo
("¡Predica!") orientados a un efecto de dramatización. El enunciador no
se señala a sí mismo en el texto escrito bajo forma pronominal alguna,
no comparece como un narrador explícito. Y por otro lado manifiesta
una interesante ambigüedad credencial: comparte la creencia del Profeta
en el arcángel san Gabriel, pero al mismo tiempo evita una identificación
demasiado comprometida y parece obligado a tachar al personaje de
"alucinado", aun sin dejar de reconocerlo al tiempo como caritativo,
austero y ejemplar. La ilustración, consistente en un inverosímil retrato
de Mahoma, es también interesante: responde a una pauta ancestral de
personificación simbólica, que exige poner un rostro a los grandes
personajes del pasado (¿qué habría sido, si no, de la pintura histórica y
de su papel en la simbolización nacionalista?) y a la vez pretende, quizá,
tender un puente intertextual y pedagógico con el lenguaje visual del
cómic de la época.

c)En la propia transformación prácticas H textos a que nos hemos referido


en el apartado 2.1.4: en la página derecha de la figura 2.1 sobre la
Revolución industrial, se evita toda modalización valorativa, según el
modelo de enunciación impersonal propio de la ciencia positivista. Las
imágenes y diagramas "dan a ver" determinadas informaciones sin
preámbulos interpretativos ni invitaciones a la lectura. Y sin embargo se
adoptan las formas dialógicas de la interrogación y el imperativo de
segunda persona ("explica", "describe"), precisamente como expresión
de una inmanentización del diálogo oral tal como supuestamente se
producía en el contexto de las prácticas de aula en que se impartían
textos narrativos, y no dialógicos, como el de Mahoma. La misma
forma textual en que se delata la supresión de modalidades de autoridad
y de inteligencia discursivas históricamente precedentes, las ha
incorporado a su propia arquitectura formal y a su dispositivo de
enunciación.

La lectura genealógica invita a la hipótesis de que todo texto es un


palimpsesto, y de que es teóricamente posible leer en él algunas huellas o
índices de escrituras, prácticas textuales, autoridades discursivas y universos
de significación históricamente anteriores. Leer, por tanto, temporalidades
heterogéneas, estratos de sentido no contemporáneos, aunque se activen
simultáneamente en el momento de la enunciación. Los textos expresan a la
vez modos emergentes de experiencia semiótica y otros, remanentes o
residuales, marcados por una explícita consunción. Todo texto puede ser
leído, en este sentido, como índice de su propia historicidad.

También las tecnologías comunicativas aparecen como palimpsestos,


cuando un orden cultural material y simbólico ha entrado en crisis y la
emergencia de nuevas técnicas viene reclamada a la vez por demandas
económicas, políticas y epistémicas. Por ejemplo, Batchen (2004: 187)
encuadra los orígenes de la fotografía en un momento en que

[...] las epistemes clásica y moderna se superponían y se


entremezclaban [...]. La mejor forma de describir el surgimiento
histórico de la fotografía sería, por tanto, como un palimpsesto, como
un acontecimiento que se inscribe en el espacio a la vez marcado y
dejado en blanco por el repentino hundimiento de la filosofía natural
y de su visión del mundo característica de la ilustración.

El efecto palimpsesto es a veces palmario en la dimensión semántico-


simbólica de los textos masivos. Por ejemplo, muchos textos publicitarios
representan contenidos iconográficos de tradiciones espirituales y religiosas
populares resemantizadas y funcionalizadas al servicio de la persuasión
comercial. Ya hemos insinuado esa persistencia del imaginario cristiano de la
culpa, la tentación y el pecado de la carne junto a las figuras mitológicas de
Eva, el ángel o el demonio en el anuncio de la figura 1.10. Pero con
seguridad la vigencia de este imaginario no ha de verse sólo como un hecho
semántico, sino como correlato del proceso histórico que establece la
continuidad entre ciertas prácticas de predicación y de evangelización y las
estrategias de la comunicación publicitaria y política modernas, como hemos
defendido en Abril (2003a).

Las iconografías masivas pueden aparecer a esta luz como índices de un


pasado cultural aún activo, a través de la traducción o la reescritura, en el
presente: en ese terreno recobra vigor la categoría de imagen dialéctica de
Walter Benjamin (2005), en la que el pasado y el presente "destellan en una
constelación", no para revelar significados arcaicos, sino para cargar el
presente de sentido "imaginista" y de historicidad, incluso para ofrecer a
veces promesas mesiánicas de emancipación.

2.3. Praxis y eficacia simbólica

El diagrama representado en el cuadro 2.1 puede inducir a un excesivo


consensualismo. En cada nivel de análisis del texto y/o de las prácticas
textuales es posible hallar, junto a expresiones de dialogismo, como su
contraparte negativa, expresiones de antagonismo. En el interior de un
universo simbólico dado, tanto como en la contraposición de dos matrices de
significación diferentes, se hallan elementos de incompatibilidad,
irreductibles a un tejido de racionalidad o de objetividad más profunda que
los explique conjuntamente. Si esto ocurre en lo que llamamos un universo
simbólico es porque no existe, de hecho, unicidad simbólica que no se afirme
a la postre sino sobre una exclusión o sustracción al menos parcial de la
multiplicidad de que está constituida cualquier supuesta entidad cultural. Que
toda lengua es de hecho una multilengua, que la unidad de cada lengua es
antes un fenómeno político que lingüístico, son cosas sabidas desde Bajtin a
Bourdieu. Pero además, ningún sistema semiótico podría asegurar un cierre
completo de lo simbólico sin certificar con ello su propia consunción
tautológica: no por casualidad Peirce habló de un objeto dinámico siempre
trascendente a la objetividad inmediata captada en el acto semiósico; y de
éste como un momento siempre provisional de la semiosis ilimitada. Ninguna
socie dad puede llegar tampoco a ser plenamente constituida por el hecho de
que va a topar siempre con un límite, un desgarro, un momento inexorable de
desarticulación interna de lo simbólico (la tan manida instancia de lo "real' en
Lacan).

El momento antagónico de los textos/prácticas, que en el cuadro 2.2


aparece representado como un vector en intersección con el momento
dialógico, y ambos atravesando todas las dimensiones del diagrama, no es en
modo alguno ajeno a los conflictos de poder y a la incompletitud de las
perspectivas sociales, que nunca se inscriben igualitariamente en lo
simbólico: lo masculino, por ejemplo, se inscribe como mayoritario y lo
femenino, como minoritario; la heterosexualidad como normal y la
homosexualidad como anómala o excepcional. Así que, tras las operaciones
de comunicación y los juegos dialógicos de la cooperación discursiva y del
consenso político democrático habría que escudriñar el antagonismo como un
"meollo traumático" de las relaciones sociales que impide a cualquier
comunidad su estabilización definitiva en un conjunto armónico (Zizek,
2004).

El cuadro 2.1 puede inducir también a una errónea disociación entre la


dimensión práctica y la semántico-simbólica. Y sin embargo no ha de
vérselos como dos dominios independientes, sino siempre activamente
coimplicados. A esta cuestión se dedicará el presente apartado.

Los dos grandes vectores del cuadro 2.2 representan el proceso de


retroalimentación que se ejerce entre los niveles superiores, semánticos, y los
inferiores, pragmáticos, por efecto también de la propia acción y mediación
textual. En cuanto "última instancia de legitimación reflexiva" (Berger y
Luckmann, 2003), el universo simbólico sustenta el ejercicio de ciertas
prácticas socioculturales; por su parte éstas confirman o alteran la vigencia
del orden semántico-simbólico. Pensemos en la relación de retroalimentación
que se produce entre un mito fundante y una práctica ritual, como, por
ejemplo, el relato evangélico de la Santa Cena y el sacramento eucarístico
cristiano: mientras los símbolos míticos y mistéricos, articulados por el texto,
prescriben los elementos y pasos del ritual, éste, correspondientemente,
actualiza el mito y activa su vigencia entre la comunidad de fieles.

cuadro 2.2. Las dimensiones textuales y sus interacciones

Aquí el concepto de praxis está tomado de su acepción aristotélica: en el


primer capítulo de la Ética a Nicómaco, Aristóteles, 1972, define la praxis
como aquella forma de acción en que "los fines son simplemente los actos
mismos que se producen", por oposición a la poiesis, en que los fines de la
acción trascienden a los actos. La acción práxica no produce objetos ajenos o
externos al propio agente o a su actividad: concierne, pues, al campo de la
ética (acción sobre uno mismo), al de la economía (sobre el oikos, el mundo
doméstico), y al de la política (acción sobre la polis). En la teoría aristotélica
se entiende que la praxis tiene un carácter anticipativo: el acto da origen a la
facultad misma que lo ejerce, del mismo en que la virtud se adquiere
ejercitándola o las artes se aprenden practicándolas. Por eso, dice Aristóteles
(1972: 60) los legisladores hacen buenos a los ciudadanos alentándoles, por
su propia práctica legislativa, a adquirir buenas costumbres

2.3.1. La performatividad textual

La performatividad y la acción ilocutiva, conceptos propuestos en la filosofía


moderna por Austin (1971) para referirse a la realización de acciones
mediante palabras, pertenecen a esa esfera de la praxis: prometer, condenar o
desafiar son acciones enunciativas que adquieren sentido y eficacia en el
propio ámbito de la interacción discursiva que regulan y que a la vez pone las
condiciones de su ejercicio. Los grandes rasgos de la teoría de "actos de
habla" de Austin son extrapolables a dominios no lingüísticos: también un
texto visual efectúa performativos tan diversos como celebrar el poder de un
jerarca, prohibir una conducta en público, advertir o informar sobre un
acontecimiento. Más allá de los textos individuales, una red o un ecosistema
textual conforma ámbitos de significación, construye las realidades
sociosemióticas de las representaciones colectivas en el sentido que hemos
apuntado en el apartado 2.2.1.

En el cuadro 2.2, el vector izquierdo no quiere representar otra cosa que la


inscripción y la repercusión de las prácticas sodicodiscursivas en las formas
simbólicas. La praxis de la imagen, del texto visual, se efectúa en dominios
muy diversos, el de las representaciones, imaginarios y creencias, sin duda,
pero también de manera más inmediata en las prácticas de coalición (foto
corporativa o estamental), de alianza (foto amorosa y familiar, foto de viaje),
y en general de activación simbólica del nexo. Pero también de la
desvinculación: la fotografía corporativa puede servir, al tiempo que para
exaltar a los coaligados, para representar negativamente el déficit de
representación de los no coaligados; la foto turística, mediante la
estereotipificación del exotismo, desvía la atención de posibles nexos
experienciales e interpersonales no mediados por la industria turística, y as¡
sucesivamente.

Nuevamente la mirada aparece como problema fundamental del texto


visual, por cuanto concierne a lo que se hace al/para representar (como
decíamos en el apartado 1.2.2), en el acto de producir-enunciar o leer
imágenes: ejemplos como la foto de alianza o la foto exótica hablan de
prácticas de la mirada tanto como de géneros y contextos del texto
fotográfico.

Leppert (1993: 3-4) hace observaciones muy interesantes sobre la


performatividad del texto visual, y subraya, aristotélicamente, el carácter
anticipativo de la praxis (que él analiza específicamente en la pintura del
siglo XVIII inglés): la representación, incluso la de épocas pasadas, siempre
versa sobre el futuro, y posee por ello una significación política. Las
convenciones representativas desconocen la inocencia, siempre son producto
de un intento de naturalizar o de sustraer a la problematización la hegemonía
de ciertas formas de acción o de comportamiento, y por tanto de ciertos
grupos o clases:

Aquello que se expone visualmente no se ha propuesto sólo como el


espejo de lo que es, sino como el indicador de lo que es y va a ser. Es
decir, la representación visual es el producto de un acto cuyo propósito
consciente o inconsciente era perpetuar un modo de vida particular [...].
[Las convenciones] son principios operativos de orden, igual que el
orden mismo es expresión del poder. En un contexto social las
convenciones son expresiones de la ideología que se han vuelto
inconscientes (y, por cierto, una condensación visual de la praxis social).

En los comentarios a la figura 2.2 podremos observar un ejemplo de


praxis de la imagen mediática que se orienta a producir y reforzar cierta
forma de representación de las instituciones y en general del mundo de lo
público. La pertinencia del ejemplo viene dada por el hecho de que, también
antes de la emergencia de la videopolítica (según la terminología de Sartori,
1998) y de la gestión mediática de las representaciones y las prácticas
políticas, la figura del rey, de la institución monárquica, se presta a una
excelente ejemplificación de la performatividad como proceso sociosemiótico
fundamental.
Figura 2.2. De la portada de un diario (original en color).

En efecto, la mediación de los discursos de masas confiere una


particularidad "moderna' al fenómeno: hoy la acción textual (momento de
segundidad que corresponde a la discursivización, puesta en escena y
difusión televisiva, por ejemplo) hace posible que ciertos afectos,
sentimientos y vínculos (momento primero) de la audiencia sean
reinterpretados por medio de la representación (terceridad) del mundo
público-político e institucional. Un ejemplo telegráficamente expuesto: la
televisión activa la jovialidad y la llaneza de (la persona de) el rey y
contribuye con ello a construir la legitimidad de la institución monárquica.
Videopolitización, publicación de lo privado y privatización de lo público,
estetización de la política y politización de lo sensible, son algunos de los
efectos de estos procesos a los que podemos incluir por derecho propio
indistintamente en el dominio de la praxis política y en el de la praxis de la
imagen contemporánea.

Pero se trata, también, de un fenómeno premediático y premoderno. Zizek


(2004: 20-21) recuerda el precepto performativo de Pascal: aunque no seas
creyente, actúa como si creyeras, ora, arrodíllate, y creerás, la fe vendrá
después por sí sola. En él se presupone que "el ritual `externo' genera
performativamente su propio fundamento ideológico". O lo que es lo mismo,
encontramos buenas razones para creer porque ya creemos, y no al revés. La
aplicación de este proceso performativo a la institución monárquica es
argumentada en otro lugar por el propio Zizek (2000):

Los súbditos creen que tratan a una cierta persona como rey
porque ya es un rey en sí mismo, pero en realidad esa persona sólo es
rey porque los súbditos lo tratan como tal. Desde luego, la inversión
básica de Pascal y Marx reside en que ellos no definen el carisma del
rey como una propiedad inmediata de la persona-rey, sino como una
"determinación refleja" del comportamiento de sus súbditos, o (para
emplear la terminología de la teoría del acto de habla) como un efecto
performativo del ritual simbólico. Pero lo esencial es que una
condición positiva necesaria para que tenga lugar este efecto
performativo es que el carisma del rey sea experimentado
precisamente como una propiedad inmediata de la persona-rey.

La fórmula austiniana de la performatividad, "decir es hacer", puede


extrapolarse como "mostrar" o "dar a ver es hacer". Y todavía más: "hacer es
llegar a ser". De la performatividad monárquica (mostrar -* hacer -* devenir
= un rey) a la performatividad de la santidad hay por lo menos un paso. Aquí,
didácticamente animados, lo transitamos con un ejemplo relatado ya en otro
lugar (Abril, 2003b: 20-21): la sorprendente conversión de san Ginés, en que
la performance inicialmente descreída y simulatoria del bautismo acaba
produciendo la creencia y la identidad del cristiano, según el relato del
Santoral extravagante de Martínez Arancón (1978):

San Ginés, patrón de los actores, siendo todavía un actor pagano, y


a lo que parece bastante arribista, quiso halagar al emperador
Diocleciano representando ante él una parodia del bautismo. Y
durante la representación, por el efecto combinado de la
performatividad litúrgica, de la inesperada gracia divina y de la
consiguiente contrición, se hizo cristiano. Así lo narra el santo en el
relato hagiográfrco [...]: "mas al tiempo que yo pedí el bautismo,
dentro de mí mismo sentí un remordimiento de conciencia acerca de
mi vida, gastada toda en maldades; [...] y al tiempo que desnudo me
quisieron echar el agua sobre mi cabeza, y me preguntaron, si creía lo
que los cristianos creen, levantando los ojos a lo alto, vi una mano,
que bajaba del cielo sobre mí...... En el momento central del drama el
actor debió de encontrarse en el umbral entre la impostura del histrión
y la fe incondicional del converso. Y el emperador impío le
recompensó con la ingratitud milenaria de los poderosos para con los
artistas: convirtiendo en mártir a tan conspicuo precursor del método
stanislawskiano.

En efecto, nada menos que de teatro se trata: Schaeffer (2002) habla de


tres grados de mímesis, que aquí pueden tomarse como tres formas posibles
de eficacia performativa: el "teatro actuado", el "teatro vivido" y la
"posesión", momentos de intensidad creciente en un comportamiento
performativo en el que decir es hacer y en el que hacer es llegar a ser. El actor
Ginés había estudiado meticulosamente los rituales de los cristianos en las
catacumbas para reproducirlos de forma verosímil (teatro actuado). Su propio
proceso de mímesis actoral lo arrastró al teatro vivido, y la gracia
sacramental, performativamente eficaz al menos para la comunidad de
creencia de la que procede el relato (momento de la posesión), le permitió
acceder al estatuto identitario del cristiano.
2.3.2. La eficacia simbólica: polarización y condensación

El vector derecho del cuadro 2.2 representa lo que es no más que una
prolongación complementaria de la praxis: la retroacción de la dimensión
semántico-simbólica sobre la práctica. Hay una teorización fundamental de la
eficacia simbólica en la Antropología estructural, cuando, analizando una
cura chamanística ejercida sobre una parturienta de la etnia Cuna, Lévi-
Strauss (1987[1958]:211 y ss.) atribuye a esa práctica la capacidad de dar
coherencia al discurso, permitiendo que puedan expresarse estados
informulados e informulables de otra manera, y la capacidad de afectar más
ampliamente a la experiencia, hasta el punto de propiciar incluso efectos
fisiológicos. En esas páginas, Lévi-Strauss aproxima, hasta identificarlos, la
función simbólica y el inconsciente psicoanalítico: este último es vacío, "tan
extraño a las imágenes como lo es el estómago a los alimentos que lo
atraviesan", su función es la de imponer leyes estructurales a elementos
inarticulados que vienen de otra parte: emociones, pulsiones,
representaciones. En el apartado 3.5 trataremos de hacer justicia a esa
perpectiva justamente para proponer que la mirada se entienda también
dentro de una "estructura sin preferencias" hecha de posiciones interactivas y
de lugares ideológicos de identificación.

Pero para el desarrollo de nuestro mapa teórico del texto visual nos
interesa sobre todo la teoría de la eficiencia simbólica que desarrolla
V.Turner (1980) en La selva de los símbolos, respecto al funcionamiento de
los "símbolos rituales" en la sociedad ndembu. Su ejemplo paradigmático es
el proceso de simbolización del mudyi, "árbol de la leche", que debido a su
látex lechoso aparece, en primer lugar, como significante de la leche materna.
Siguiendo un proceso de sucesiva asociación y "condensación", va
adquiriendo significados cada vez más complejos y abstractos: el
amamantamiento, la relación materno-filial, la matrilinialidad, el conjunto de
la organización y de la continuidad social ndembu y, finalmente, la identidad
misma de este pueblo centroafricano. Reinterpretando a Turner en términos
de la semiótica de Peirce, este proceso podría entenderse también como una
sucesiva complejización de la semiosis, que partiendo de la iconicidad
(semejanza de cualidades perceptivas entre el látex y la leche), y mediante la
indicialidad (la función maternal como índice factorial de las estructuras
sociales) culmina en un nivel de representación simbólica: el mudyi, en
palabras de un nativo, es como la "bandera" de los ndembu.

Junto a esta "condensación de muchos significados en una forma única",


Turner habla de la "polarización del sentido" que los mismos adquieren: en
un polo del proceso simbólico ritual (el polo sensorial) se hallan significados
que remiten a fenómenos naturales y fisiológicos, o más bien cualidades
sensoriales, elementos figurativos y/o comportamientos dramáticos,
estrechamente relacionados con la forma externa del símbolo. En el otro
extremo (polo ideológico) se encuentran ideas, valores y normas que atañen a
la organización social y moral. Estas relaciones semánticas hacen posible
también la interconsexión analógica de los significados, en términos de
traslaciones metafóricas; por ejemplo, la nutrición del lactante puede
metaforizar el aprendizaje y la aculturación: "el miembro de la tribu bebe de
los pechos de la costumbre tribal' (véase cuadro 2.3).

Desde una mayor cercanía cultural que la que podemos mantener con los
símbolos ndembu, y por ampliar el campo cultural de validez de la teoría,
pensemos en el ritual católico del sacramento eucarístico: el pan, el vino y los
comportamientos dramáticos de la ingestión (polo sensorial) se correlacionan,
en el polo ideológico, con ideas teológicas como la transubstanciación o el
sacrificio fundacional, y sobre todo con la actualización de la propia
comunidad creyente ("comunión") como identidad normativa.

Los usos alegóricos de la imagen, tan profusos en la cultura moderna,


desde la fotografía familiar a la publicitaria, pueden ser interpretados a la luz
de estos mecanismos simbólicos, más allá del marco de una abstracta (aunque
por lo demás muy útil) retórica de la imagen. Las formas retóricas de la
alegoría son, antes que trasuntos de las figuras literarias literarias,
expresiones de procesos simbólicos que acaecen en prácticas sociales
diversas, desde los rituales religiosos a la enseñanza escolar, desde la
construcción privada de una identidad personal a la construcción pública de
las imágenes de los políticos.

Cuadro 2.3. El funcionamiento de los símbolos rituales ndembu, según V


Turner

Los mecanismos de la eficacia simbólica resultan de una aplicación


especialmente interesante a la descripción y la explicación de las
representaciones políticas en la modernidad, y más precisamente en la era de
la cultura política masiva y de la mediación audiovisual de las prácticas
políticas. Ya en los años treinta del siglo XX, y vinculada entonces al
desarrollo de la cultura política totalitaria, la construcción cinematográfica
del ritual político supuso un anticipo de la que llegaría a constituirse como
forma canónica de la política mediática contemporánea. Como exponíamos
en Abril (2005: 276) el documental El triunfo de la voluntad (1935), de la
cineasta Leni Riefenstahl, sobre el congreso del partido nacionalsocialista
alemán de 1934 en Nuremberg, supuso un hito histórico para el proceso de
puesta en escena y redefinición mediática del acontecimiento político: la
película efectuaba una condensación y una polarización simbólicas
extraordinariamente poderosas al convertir en imagen visible y espectáculo
una concepción normativa central de la doctrina nacionalsocialista hitleriana:
la unidad del "cuerpo social' alemán. En aquellas panorámicas de multitudes
alineadas con la regularidad geométrica de los sembrados, el espectador
podía captar sensorialmente, como percepto y ya no sólo como concepto
abstracto, como experiencia estética y ya no sólo como representación
intelectual, la supuesta unanimidad y homogenidad (social, racial e
ideológica) de un pueblo que, según Benjamin (1982 [1936]) denunció,
estaba siendo "estéticamente" predispuesto para la guerra.

Benjamin diagnosticó también la capacidad de "autorreprentación"


colectiva que los modernos medios visuales prestaban a las grandes
concentraciones políticas o deportivas, y a la vez la reactivación de un poder
aurático, sacralizador, al servicio del caudillaje totalitario, perversamente
interpuesta frente a la potencia emancipadora que tales medios albergaban.
Puede decirse que, desde entonces, los rituales cívico-políticos no son ya
acontecimientos a los que los medios audiovisuales tienen acceso, sino
propiamente acontecimientos mediáticos.

Para desmentir la coartada objetivista de la propia Riefenstahl y de otros


miles de artistas, periodistas y comunicadores modernos ("yo sólo
filmé/expuse la realidad"), casi todo el filme El triunfo de la voluntad, no sólo
las imágenes de las masas alineadas/alienadas en la explanada donde se
homenajea al soldado caído, puede leerse desde las claves del simbolismo
ritual. Por ejemplo, el concepto autoritario del liderazgo, a la vez teológico,
militar y paternal, se "polariza" simbólicamente en los contrapicados que
sitúan al espectador en un lugar espacialmente inferior frente a Hitler, en el
eje simbólico alto/bajo, pero también en el espacio enunciatario virtual de
quien mira una estatua, un retablo, un descendimiento milagroso. No por
casualidad Hitler desciende a Nuremberg en un avión, y en un momento
cinematográficamente extraordinario la sombra del aeroplano, como una
cruz, avanza sobre una avenida de la ciudad. El reencantamiento religioso o
carismático de la autoridad política moderna no ha encontrado,
probablemente, mejor representación.

En la era de la videopolítica, sedicentemente democrática, el texto visual


informativo se ha descargado de la violencia simbólica de la marcialidad y la
épica fascista, pero no ha dejado de inclinarse hacia la estética y el
espectáculo de la destrucción: es evidente que los poderosos recursos de
visualización de que hoy disponen los grandes medios de información
audiovisual se emplean a fondo para visualizar, por ejemplo, el escenario de
devastación resultante de la explosión de una bomba, pero jamás para tratar
de esclarecer los porqués de las bombas, los antecedentes históricos, los
contextos sociopolíticos y las claves estructurales de los acontecimientos. Los
medios contemporáneos de visualización permiten relacionar diferentes tipos
de saber desde una misma perspectiva y hacer perceptible lo complejo
(Peñamarín, 2001), pero en su uso masivo y comercial contemporáneo se
aplican casi exclusivamente a la ritualización y la espectacularización del
acontecer.

Queda por investigar hasta qué punto la estetización de la política y los


dispositivos de reencantamiento del poder que hoy se administran desde la
lógica de una mercadotecnia política "despolitizada" (a la que se llama
"comunicación política" y no "propaganda") mantienen o no continuidad, y
de qué clase, con aquellos viejos métodos del discurso propagandístico
totalitario.

2.3.3. Estos patucos no son para caminar

El texto verbovisual que reproduce la figura 2.2 puede servir para ilustrar de
manera conjunta las nociones de praxis y eficacia simbólica en una
representación promovida por el discurso de prensa contemporáneo.
El 30 de septiembre de 1999 apareció en la portada de muchos diarios una
foto del rey de España relacionada con el reciente nacimiento de su segundo
nieto. En el diario madrileño El Mundo el pie de foto llevaba por título:
"Patucos para el capitán general'. El texto explicaba que durante un acto en
un cuartel madrileño, el coronel de la Unidad le había regalado a D.Juan
Carlos 1 unos patucos para el pequeño. La foto muestra al rey en uniforme de
campaña, con expresión jovial, sosteniendo en su mano izquierda los patucos;
su mano derecha aparece abierta, ligeramente adelantada, con gesto de
amabilidad y de acercamiento. Detrás del rey se ve la bandera española. La
corona que da cima al escudo emblemático, en el centro de la bandera,
aparece justo a la altura de su rostro, por detrás del hombro izquierdo. Sobre
las manchas de camuflaje de la pechera de su uniforme, se puede leer el
marbete de identificación con el apellido "Borbón".

Siguiendo la pauta de la "condensación simbólica" propuesta por Turner y


que sintetizábamos en el cuadro 2.3, la representación del rey puede leerse
como un conjunto de varias identidades superpuestas:

a)La persona, Juan Carlos, un hombre mayor (ya abuelo), con expresión
sonriente y aire campechano, afable y hasta tierno. El rostro, la mano
sosteniendo los patucos, el gesto de disposición abierta a la
interlocución y el contacto, todo este conjunto de significados
expresivos de la imagen, dispersos en ella de un modo que podríamos
llamar "molecular", sostienen una representación de esa identidad tan
eficaz como/por esperable.

b)El jefe militar, pero no en uniforme de gala, sino en traje de campaña:


tratándose del comandante supremo del Ejército, es a la vez
"democrático" y se pone en pie de igualdad con sus compañeros
("Borbón"), y en el traje de faena supuestamente apropiado a los
quehaceres profesionales diarios de un soldado. Hay que advertir que
esta identidad viene acentuada por el enunciado titular del pie de foto
("Patucos para el capitán general'), según el mecanismo de anclaje
propuesto por Barthes (al que nos referimos en el apartado 1.3.4).

Larelación visual y conceptual del uniforme de campaña con los


patucos podría leerse retóricamente como un oxímoron, con una larga
serie asociativa de significados contrapuestos: extrema fuerza/extrema
debilidad; vestido para matar/vestido para iniciar la vida; violencia
masculina/cuidado femenino, etc. Y sin embargo, estas contrariedades
semánticas han perdido su carácter anómalo, perturbador: leída la foto en
el contexto del imaginario mediático de finales del siglo XX, el efecto de
oxímoron se debilita; es la época de los "ejércitos humanitarios", cuando
una operación simbólica quizá de alcance global redefinía la imagen de
los ejércitos y de las intervenciones militares asociándolas a tareas de
asistencia a la población civil y salvaguardia de los derechos humanos,
como las de las organizaciones no gubernamentales. Estas imágenes,
promovidas en la época de la intervención de la OTAN en la antigua
Yugoslavia, se han tornado inverosímiles en el nuevo siglo, tras las
invasiones de Afganistán y de Iraq y la doctrina de la guerra preventiva;
pero en los días de la foto, la identidad militar del rey, o del rey en tanto
que militar, se ofrecía sin estorbos a la personalización alegórica de un
ejército benigno.

c)El jefe de Estado: por si no bastaran los otros indicadores, la bandera


ratifica el rango institucional del rey. Incluso con el símbolo de la
corona, que la foto representa en proximidad a la testa real, como un
emblema. Así que la metonimia, la asociación semántica por
contigüidad, no sólo relaciona los patucos con el uniforme de campaña,
descargándolo de su connotación sombría; se aplica también al doble
símbolo del Estado: la figura del rey y la bandera-corona, para catalizar
la imagen hasta producir un espeso precipitado simbólico, en el que los
signos de los personal-privado y de lo público, de los afectos y del
mundo de las instituciones, se interactivan y contaminan. Pero sobre
ésta, que es la conclusión fundamental del análisis, volveremos.
Prestemos atención a la figura 2.3: en su primer recuadro hemos destacado
tres espacios que la imagen propone como vértices de un triángulo
imaginario.

Figura 2.3. Tres lugares simbólicos. Cuatro interpretantes del marbete.


Usando el nombre de Peirce en vano, es decir, abusando del poder
descriptivo de su teoría, podrían leerse esos tres espacios como una
tematización de las categorías fenoménicas:

1.Los patucos remiten al orden de la primeridad, en la medida en que se


trata de la categoría de las sensaciones, los sentimientos, el afecto.

2.La mano derecha del personaje representa la segundidad, categoría de la


acción, de la instrumentalidad y de la relación.

3.El complejo cabeza-corona-bandera remite a la terceridad, que es el


ámbito de la representación, la ley, la institución.

El lector puede advertir también una triangulación del simbolismo


corporal en estos tres espacios:

1.La jurisdicción simbólica de los pies establece la relación del


movimiento y de la vida con su fundamento terrestre y con el mundo
materno.

2.La mano derecha, en el contexto cultural del predominio diestro, remite


a la actividad, tanto en el horizonte del trabajo: la mano hábil y
productiva, la mano de la escritura, cuanto en el de la interacción: la
mano del saludo y del abrazo, la mano "que se tiende", la mano con que
se señala y amenaza a otro.

Al sostener los patucos en la mano izquierda, el gesto del rey connota


también la supremacía simbólica masculina: la mano derecha, la que
actúa instrumentalmente y realiza los gestos de autoridad, queda exenta.
Una madre, una abuela (diestras), tenderían a sostener los patucos con la
mano hábil y preferente, la mano simbólicamente dominante, o con
ambas manos a la vez, como sustentando unos piecitos imaginarios en el
suelo de la palma izquierda.

3.La cabeza, por fin, simboliza las funciones superiores del ser humano,
también el control, la ley, el mundo paterno (incluida la "patria").

En el segundo recuadro de la figura 2.3 representamos cuatro vectores de


sentido, cuatro interpretantes que permiten leer diferenciadamente el rótulo
"Borbón" inscrito en el marbete del uniforme:

1.Borbón es un nombre, un "designador rígido" en términos lógicos, que,


referido a un rostro, permite reconocerlo, identificarlo como el sujeto
personal que lleva ese nombre. Esa es la función onomástica común y
también la prevista y prescrita, cabe suponer, para el uso del marbete
por la institución militar.

2.En relación a los patucos, Borbón remite a la filiación, a la continuidad


familiar y, en el límite, a la reproducción social misma. Borbón
significa, en suma, "el abuelo de la familia Borbón".

3.Interpretado por la mano derecha exenta, activa, libre del nexo familiar
al que sirve la izquierda, el marbete remite al Borbón profesional, al que
supuestamente actúa en un mundo del hacer social práctico y electivo,
no en el de la filiación, sino el de la afiliación. En este caso la mano es
interpretante del "capitán general" que "tiende la mano" a sus
compañeros de armas. En otra ocasión, claro está, podría tratarse de la
mano dispuesta a saludar al común de los ciudadanos, en algún evento
público. En suma, Borbón significa en este contexto el "compañero de
armas Borbón", una figura cuyo rendimiento político en la historia del
posfranquismo no es necesario subrayar.

4.Respecto a los símbolos del estado, bandera y corona, la relación es la


dinastía, o si se quiere, la fusión simbólica de la relación de linaje con
la continuidad del Estado. Borbón designa, en suma, al "rey de la
dinastía borbónica".

El cuadro 2.4 quiere mostrar que la foto del rey puede ser leída en
términos de una polarización simbólica que finalmente traduce a significados
abstractos, normativos e institucionales (privado y público), un conjunto de
interpretantes moleculares, dispersos en la imagen, de carácter estético,
afectivo y dramático. Pero sobre todo que, al ponerlos en relación, al hacerlos
simultáneos sensorial y conceptualmente, como atributos visibles y como
propiedades inteligibles, la imagen permite una traducción reversible, en el
doble sentido de lo privado a lo público y viceversa, de lo personal a lo
institucional y viceversa. Estas operaciones ilustran tanto el tipo de praxis de
la imagen que efectúa la foto de prensa, cuanto la eficacia simbólica de sus
procedimientos.

Cuadro 2.4. Los apellidos del rey

Entendemos que fue de una extraordinaria importancia histórica la


intervención de la televisión y del conjunto de los medios visuales en el
proceso de legitimación de la forma monárquica del Estado, de la
naturalización de la monarquía y de sus símbolos, a través de la estetización y
afectivación de la figura personal del rey. Precisamente a través de estrategias
que se han descrito después como videopolíticas, y que la televisión
franquista dirigida por Adolfo Suárez en el tránsito de los años sesenta a los
setenta puso en marcha con una efectividad a la que el propio rey Juan Carlos
parece haber dado mucha mayor importancia que los historiadores de la
transición, si leemos, por ejemplo, lo que declara en su entrevista autorizada a
Vilallonga (1993: 99) respecto de los motivos que le llevaron a designar a
Adolfo Suárez como presidente: "Había sido secretario general del
Movimiento, porque yo lo pedí, y director general de Televisión, desde donde
trabajó mucho por mi imagen como príncipe".

En otro lugar (Abril, 2003b: 118-122) hemos tratado de subrayar la


importancia que los significados expresivos adquieren en el contexto de la
cultura de masas precisamente para producir un tipo de información
expresiva, que da predominio a la entonación y a la modalización afectiva y
valorativa:

"Información expresiva" significa, pues, una práctica discursiva


que [...] permite reconstruir como ingredientes del discurso público
algunas propiedades básicas del vínculo y de la interacción personal.
El consenso temático contruido por las agendas de los medios y el
consenso ideológico trabajado por la naturalización de las
representaciones del mundo social se encuentran así reforzados, en
una época de crisis de la representación, por los mecanismos más
primarios del consenso, que tienen su arraigo en la interacción
personal familiar y comunitaria [...]. Esta operación es inversa y
complementaria a la [...] privatización de los significados del mundo
público mediante su traducción a significantes afectivos y estético-
expresivos.

Pero la eficacia de estos significantes afectivos, estéticos y expresivos no


se explica suficientemente bien si no se tiene en cuenta, de nuevo, la
enunciación, el modo en que el texto prevé y organiza la mirada del
destinatario en/para la representación.

La mirada, la expresión facial, el ademán de brazos y manos del personaje


apuntan a un interlocutor que no es inicialmente el lector del periódico: el rey
mira de medio lado, presumiblemente a la concurrencia de compañeros de
armas, como afirma el texto escrito, pero también de forma más general está
orientado frontalmente, al lugar virtual de los espectadores que somos los
lectores, haciéndonos participar, como una especie de "interlocutores
virtuales", de su simpatía, de su franqueza, de su complacencia patriarcal, etc.
Pero, por supuesto, quien nos hace participar de todo ello es la
enunciación periodística, las operaciones del discurso fotográfico que han
seleccionado el momento, el plano, el ángulo, acaso ese medio perfil más
fotogénico del personaje, y ese marco, en el que, muy pertinentemente, no se
ha recogido la imagen del auditorio presente en el acto, sino por una leve
insinuación de otro personaje uniformado detrás y a la derecha del rey. Esa
omisión, ese "no hacer ver" a los personajes de la escena relatada refuerza la
posición interlocutiva, de partícipes directos, que el simulacro enunciativo del
texto asigna a sus destinatarios discursivos.
3.1. Primera aproximación: la trama visual

En otro lugar (Abril y Castañares, 2006: 221) hemos citado el anuncio


publicitario de la figura 3.1 como ejemplo de un poder creativo de las
"imágenes para leer", propias de la cultura de masas, que desafía a veces al de
las "imágenes para ver" del gran arte visual autónomo, pictórico o mural.
Desde luego no celebramos del anuncio I choose (desde ahora,
abreviadamente, ICh) su enésima recreación del estereotipo de la mujer fatal,
de la escena de amor lesbiano para regocijo del voyeur masculino, el
enquistamiento de la mirada en el erotismo perverso de la dominación viril, o
de su nostalgia. Pero reconocemos, pese a todo, esa creatividad e incluso la
paradoja afirmada por Ranciére (2005: 29) según la cual el arte y el
pensamiento de las imágenes no dejan de alimentarse de aquello que les
contraría.

Se trata, en todo caso, de un texto interesante porque permite reflexionar


sobre el modo en que la ideología atraviesa los mecanismos de la enunciación
y/o de una mirada que implica al espectador. Aún más: invita a conjeturar que
en los textos visuales la ideología consiste sobre todo en esos mecanismos y
esas modalidades de la mirada.
Figura 3.1. Anuncio al que llamamos ICh y que es el texto de referencia en
este capítulo.

En ICh pueden apreciarse algunas de las complejas relaciones sintácticas


que traman el espacio sinóptico y alegórico de la publicidad visual, la
construcción de una "pantalla' legible que integra un conjunto de fragmentos
visuales heterogéneos en un mismo plano de consistencia óptica, con la
consiguiente contaminación semiótica entre elementos ¡cónicos, simbólicos e
indiciales a que ya hemos aludido en el apartado 1.3. Como la mayoría de los
anuncios publicitarios, éste propone una especie de enunciado jeroglífico,
también un breve relato y, en fin, una excusa a la fantasía y a la lectura
múltiple. Aun cuando el texto mismo instruya una interpretación monosémica
en lo referente a su objetivo instrumental: invitar a un exclusivo
comportamiento consumidor, fumar y elegir esa marca de tabaco, y ninguna
otra; y aun cuando busque una lectura preferida (preferred reading, la que
acepta el "código hegemónico" de que habla S.Hall, 2004 [1973]), conforme
con un orden simbólico dominante y con los valores que, al tiempo que
inspiran cierta predilección consumidora, dictan la reproducción de un
determinado sistema de dominación y de sus jerarquías.

Llamamos "trama visual' al conjunto de significantes visuales que


conforman el plano de la expresión textual, construyen su coherencia y
preparan el conjunto de sus efectos semióticos. Es fácil de advertir que se
trata de elementos heterogéneos y que incluso la clásica diferenciación
metodológica entre un nivel plástico o estético de cualidades sensibles (color,
forma, composición, textura) y un nivel ¡cónico de representración por
semejanza (distinción que afirma enérgicamente el Groupe µ, 1993, al tratar
del signo visual) resulta en cierta medida inadecuada. La representación
icónica lo es de cualidades, y no tenemos otro modo de determinar la
similitud entre un signo y su objeto que el cotejo de cualidades. Siendo la
iconicidad una función semiótica y no una propiedad esencial de algún
fenómeno, es fácil de advertir en ICh, por ejemplo, la iconicidad (la
semejanza) entre la forma de los ojos de la muchacha morena, de las dos
cabezas yuxtapuestas, de la doble letra /00/ incluida en el sintagma verbal del
eslogan, de los círculos concéntricos del logosímbolo y del arete que cuelga
de la oreja de la morena. Esa especie de rima icónica reiterada construye una
isotopía plástica, un nivel de coherencia aún no semántica sino de la pura
forma visual, que sin embargo permite ya una inicial integración estética o
sensorial del texto.

Tampoco la significación ¡cónica es fácilmente separable del sentido


iconográfico, o simbólico, que sobreinterpreta a los iconos en el interior de
un universo cultural determinado. La representación de la noche mediante el
icono de la penumbra no es separable del sentido iconográfico que asocia
penumbra y noche con intimidad y seducción. Análogamente, el doble
círculo reiterado visualmente remite a la representación iconográfica, dos
aros enlazados, de la alianza conyugal o la mera unión sexual. Así, el proceso
interpretativo puede engranar el nivel plástico con el nivel ¡cónico-figurativo
y con el nivel simbólico sin solución de continuidad.

El cromatismo de ICh es muy atenuado, se trata de una imagen próxima al


blanco y negro. Mirzoeff (2003: 89-97) entre otros autores, analiza los
sentidos que nuestra cultura visual asigna al tratamiento en blanco y negro:
desde el prestigio del clasicismo a la simbolización de la superioridad
colonialista pasando por la connotación homoerótica. Aquí percibimos más
bien la referencia intertextual a la foto de prensa o al cine de intriga. En otro
anuncio de la misma marca, el de la figura 3.12, parece citarse el marco
intertextual del cine negro, sus personajes bohemios y su estilo retro.

El monocromatismo de la escena se ve contradicho por el círculo rojo del


logosímbolo y la circunferencia verde concéntrica que lo envuelve (rojo y
verde, que se aproximan a complementarios, se intensifican mutuamente).
Rojas son también algunas rotulaciones del paquete y la línea que prolonga el
filete inferior de la cajetilla bajo las palabras del eslogan. Es verde la banda
sutil, de color poco saturado, que recorre su lado derecho. Resaltan la fuerte
luminosidad de los rostros, del eslogan y de la imagen de la cajetilla. De este
modo el tratamiento de la iluminación tiende a acentuar la composición
triangular a que enseguida nos referiremos. Y a combinar un efecto de
intimidad con el de una intrusión de luz sorpresiva sobre la escena.

La figura 3.2 destaca el esquema compositivo de ICh: un triángulo


rectángulo que componen las imágenes de los dos personajes y la línea
tipográfica del eslogan, más el acento visual en las áreas de los tres vértices:
el superior al que se aproximan los dos rostros, el inferior derecho
correspondiente a la imagen del producto, cuya forma cuadrangular ratifica el
ángulo recto, y el inferior izquierdo que coincide con la letra mayúscula del
pronombre inglés III, que se inclina, rimando con el cuerpo de la chica
morena, sobre la hipotenusa. En una figura regular y estable se establecen así
tres ejes de tensión y de sentido que organizan la imagen en torno a sus
elementos semánticamente más determinantes (para más precisiones sobre los
valores compositivos, véase Dondis, 1976: 33-52).

Figura 3.2. Esquema compositivo de ICh.

Nuevamente hay que advertir cómo la estructura compositiva realza el


sentido de los temas y figuras representados, superponiendo interpretantes
plásticos a interpretantes más propiamente iconográficos: la cenefa roja que
enlaza el eslogan y el icono del producto, y que da base al triángulo, coincide
también con la recta imaginaria que enlaza el sexo de ambos personajes. Al
mismo tiempo los tres vértices señalan cabezas y manos, las partes corporales
desnudas. El brazo derecho de la rubia, parcialmente descubierto, atraviesa el
triángulo paralelamente al eslogan, recuadrándolo y delimitando un segundo
triángulo homólogo al primero y que refuerza su sentido ascendente.

También la forma triangular interpreta iconográficamente la disposición


espacial de los elementos: puede verse como una "alegoría enunciativa"
(véase apartado 3.5.3) de la relación triangular a que remite el relato del
anuncio y de la propia triangulación de la enunciación que, como también
después observaremos, implica al espectador en el discurso. En general puede
diferenciarse, como hace Rose (2001: 40) una organización espacial "interna'
de la imagen y una organización espacial externa en que la imagen atribuye
una posición virtual al espectador en el espacio mismo de la espectación,
como la que le asigna la perspectiva.

Pero el texto visual puede proponer también una participación imaginaria


en el nivel diegético: desde la posición de un testigo supuestamente "neutral'
del relato, hasta la de un actor implicado en la escena y en su trama narrativa.
De esto trataremos en el apartado 3.5.

3.2. Iconografía y secularización de la imagen

La representación ¡cónica procede, hemos dicho, por semejanza, mientras la


iconográfica reinterpreta los iconos desde las convenciones vigentes en un
determinado marco cultural. No desarrollaremos aquí la más compleja
distinción de Panofsky (1971 y 1980) entre los niveles iconográfico e
iconológico de las representaciones artísticas, y denominaremos
iconográficas a aquellas configuraciones que, según la ya antigua
formulación de Eco (1972: 299),

[...] remiten a significados convencionales (desde la aureola que


indica santidad hasta una configuración determinada que sugiere la
idea de maternidad, a la venda de un ojo que connota pirata o
aventurero, etc.) [...] [o, en el caso de la publicidad, donde] la modelo
está connotada por una manera particular de estar de pie con las
piernas cruzadas.

Ya se trate de las convenciones legadas por una memoria


semióticocultural muy extensa, como en el ejemplo de la aureola, o reducida
al ámbito de la cultura masiva contemporánea, como en el ejemplo de la
postura de la modelo, los iconogramas son "enunciados" presupuestos o
connotados por las representaciones ¡cónicas. En el caso de la pintura clásica,
aparecen como vehículos de motivos, conceptos y temas cuyo conocimiento
no puede dimanar de una experiencia directa del espectador, sino del
conocimiento de unas determinadas fuentes literarias u orales (Zunzunegui,
1989: 116). Por ejemplo, en la figura 3.9 el tema y los personajes del cuadro
de Ingres: Paolo y Francesca, proceden de un relato del Dante en La Divina
Comedia y el espectador no podrá identificarlos ni, por tanto, alcanzar el
sentido iconográfico de la representación sin conocer directa o indirectamente
ese relato. Y, así, de nuevo respecto a ICh, sólo un cierto conocimiento del
cine norteamericano y de algunos de sus géneros más populares (como el
thriller y/ o el cine negro) permite reconocer en el estilo gestual, el peinado,
la mirada y la expresión de la boca de la muchacha morena los indicadores
iconográficos de la femme fatale (Sánchez Leyva, 2005) y el motivo de la
seducción a la vez irresistible y peligrosa que ese estereotipo narrativo
representa. Este mecanismo de "personificación" (la encarnación de valores
en un personaje o en una performance dramática), así como la representación
¡cónica o sensorial de motivos y conceptos que los iconogramas suponen,
aproxima el proceso del sentido iconográfico, nuevamente, al mecanismo de
la alegoría (veáse apartado 1.3.4) y lo incluye dentro del más general de la
polarización simbólica (veáse apartado 2.3.2).

3.2.1. Pose y corte

Las funciones simbólicas de la imagen se vieron claramente desestabilizadas


en la era "fotográfica" o del "índice" (según la tipología de Santaella y Nóth,
2001, que hemos presentado sumariamente en el apartado 1.2.4). Con el
desarrollo de los procedimientos modernistas de experimentación en
fotografía y movimiento, como las cronofotografías de Muybridge y Marey o
la fotografía instantánea, las series de imágenes pasan a representar los que
Deleuze (1984: 17) denomina momentos cualesquiera, o cortes, en oposición
a los instantes privilegiados, o poses:

La revolución científica moderna consistió en referir el


movimiento no ya a instantes privilegiados sino al instante
cualquiera. Aun si se ha de recomponer el movimiento, ya no será a
partir de elementos formales trascendentes (oses), sino a partir de
elementos materiales inmanentes (cortes).

El "instante privilegiado" había sido denominado "instante más pregnante"


por Lessing, en su tratado estético Laocoonte (1766), para referirse al
momento "más favorable" desde el punto de vista de la representación de una
acción. No se trata, como señala Aumont, de un instante que goce de algún
raro privilegio fisiológico o perceptivo, sino que remite a una codificación
retórica, como, por ejemplo, los cinco estados de ánimo de la Virgen durante
el episodio de la Anunciación, alguno(s) de los cuales son seleccionados por
los pintores como más relevante(s) (Aumont, 1992: 245). El Greco, por
ejemplo, muestra en una de sus Anunciaciones los anteojos de la Virgen
resbalando por su falda, para subrayar probablemente el momento afectivo de
la sorpresa.

Ahora bien, esos momentos retóricos son entendidos aquí, y como sugiere
la categoría de "pose" de Deleuze, como momentos simbólicos, o más
precisamente momentos que condensan la significación de una escena o
acontecimiento en relación a ciertas representaciones prototípicas o
arquetípicas en un contexto cultural determinado. Es por ello por lo que los
motivos figurativos, en la representación de tipo pose, adquieren un espesor
de sentido particular, por lo general emblemático o alegórico: en la pintura
histórica, el puñal, en el momento de cernerse sobre la víctima, no sólo
designa el acontecimiento de una amenaza particular sino que puede
simbolizar la solemnidad ritual y transhistórica del magnicidio; en la
ilustración moral de finales del siglo XIX, el instante espasmódico del
proletario borracho simboliza la amenaza colectiva del vicio.

El retrato ecuestre (en la figura 3.3 tomamos el ejemplo magistral del


Conde-duque de Olivares, pintado por Velázquez hacia 1634), no muestra la
práctica de la equitación según una pauta "costumbrista": sería un
anacronismo pensar que el retrato representa al valido de Felipe IV en el
momento en que disfruta de un pasatiempo deportivo. La equitación es antes
que nada una alegoría del arte del gobierno, según la analogía que establece:
dominar un caballo es como dirigir un Estado, el príncipe es como un jinete.
En ese mismo horizonte simbólico, la postura del equino, "en corveta", no es
una figura estética que pretenda captar deleitablemente el dinamismo del
movimiento hípico, sino sobre todo una expresión conceptual del control
sobre sí mismo y sobre cuanto queda bajo el dominio del príncipe (Sancho,
2000), pues no por casualidad el valido pretende competir con la majestad de
los mismos reyes. Incluso como posición rampante, codificada por la
heráldica, la postura del caballo podría venir a connotar esta competición
simbólica. En fin, el campo de batalla que aparece como escenario representa
su gran poder militar y la supremacía imperial de la España de los Austria, y
no alguna de las batallas reales que el valido impulsó, y en ninguna de las
cuales estuvo presente.
Figura 3.3. Secuencia cronofotográfica, de Marey, y retrato del conde-
duque de Olivares, de Velázquez.

Nada semejante se podría decir de los cronofotogramas de caballos que


Muybridge y Marey realizaron a finales del siglo XIX. El instante cualquiera
puede verse como una expresión de la secularización artística moderna,
precisamente la que deriva de los procedimientos de mediación tecnológica
entre cuyos efectos Benjamin (1982 [1936]) percibió la pérdida del "aura" de
la obra y la emancipación respecto a los antiguos ritos. No sólo religiosos,
por cierto. Retratos como el del conde-duque ponen de manifiesto que el
ritual político mantuvo vigente la dependencia del arte respecto a una
simbolización trascendente a sus funciones ¡cónicas e indiciales. Por el
contrario, la instantánea fotográfica que se presenta como arrancada de un
continuo accional, no posee en principio una significación trascendente al
movimiento mismo del que se sustrae: la noción de corte espacio-temporal
aplicada a la fotografía es inseparable de su carácter de índice, de la lógica de
la huella, del contacto y de la contigüidad metonímica, espacial y temporal,
con el objeto representado que rige la semiosis fotográfica (R.Durand, 1998:
52-53).

Ahora bien, ciertas prácticas estéticas o estilos del arte visual moderno
han otorgado a esta clase de imágenes una nueva función de reencantamiento
simbólico. Es el caso del impresionismo pictórico, buscando la "autenticidad"
sensorial, más exactamente referida a una experiencia poética del instante,
que se hizo posible a partir de la cultura visual fotográfica. O también de
algunas formas de fotorreportaje, tratando de capturar en lo efímero, casual o
espontáneo una nueva modalidad de lo social o moralmente emblemático. En
contrapartida, el arte prefotográfico, en casos tan excepcionales como el de
Velázquez o El Greco, había anticipado una forma de imagen no aurática, en
que la representación, ejemplarmente la de las grandes personalidades
políticas por medio del retrato, antes que servir a un ritual de exaltación, de
sacralización de la autoridad, venía a insinuar una subrepticia secularización:
la célebre protesta atribuida al papa Inocencio X ante el retrato de Velázquez
(troppo vero) pone de manifiesto esa prevalencia de la significación
psicológica, mundana, incluso documental de la pintura, que Velázquez
presagiaba, al menos según el privilegiado intérprete contemporáneo que fue
el propio retratado.

Pero hay también una retórica de la pose que consiste justamente en


simular el corte, el momento cualquiera: J.Corujeira, en un trabajo inédito
sobre editoriales de revistas de moda, observa que en esa clase de textos las
fotos tratan frecuentemente de producir el efecto de espontaneidad, de mirada
casual. La instantánea puede conseguir su dosis de aura y, por su misma
operación de naturalizar la pose, de borrar su huella en el texto visual, un
efecto netamente ideológico: lo emblemático, privilegiado, prototípico, se
presenta a la mirada del espectador como casual e involuntario. Esto ocurre
en ICh: la imagen responde, como veremos, al estereotipo visual de la foto
robada, parece haber sido tomada en el momento narrativamente más
favorable de la peripecia amorosa, el que todos los paparazzi desean. Pero por
otro lado, y seguramente ningún lector del anuncio opondría una hipótesis
contraria, las actrices de la escena han posado concienzuda y
artificiosamente, justamente para producir un efecto de naturalidad y de "no
pose". Para señalar sutilmente el instante de la sorpresa y del dilema emotivo.

3.2.2. El test óptico

Como acertó a desvelar Benjamin (1982 [1936]), el lenguaje posaurático del


cine sustituyó la contemplación reverente de la obra de arte por una forma de
exploración analítica y laica, experta y dispersa a la vez, que el pensador
alemán denomina "test óptico". La mirada cinematográfica recorta y une
momentos cualesquiera, mediante procedimientos de exploración del objeto
(variando planos, ángulos, iluminación y los demas parámetros ópticos) que
inauguran una nueva forma de conocimiento visual. Así, la actuación del
actor cinematográfico o la mostración de un objeto o escenario es sometida al
test óptico por las propias operaciones tecnológicas de la filmación
cinematográfica, y el espectador es llevado mediante su identificación con el
ojo de la cámara la posición de un experto que dictamina, compenetrándose
con el mecanismo mediador (enunciador), y haciendo igualmente tests.

Hemos podido observar un uso peculiar de estos procedimientos


cinematográficos en el que llamamos test óptico emocional, a través del que
los reportajes y los comentaristas de los géneros "rosas" exploran el
significado emotivo de los rostros y los ademanes, y que presumiblemente las
lectoras, más que los lectores, de este género de prensa han ejercitado
intensamente durante muchos años (Abril, 2003b: 126). Se trata, en efecto, de
una aplicación del lenguaje visual y de los dispositivos enunciativos de la
mirada al reconocimiento y la inspección de las "gramáticas de la intimidad",
a la expresión emotiva, al cuidado de la exposición y el decoro corporal,
sobre todo en las circunstancias difíciles, en los momentos narrativamente
más dramáticos: muertes, separaciones amorosas, enfermedades y fracasos de
toda índole.
Bajo la categoría de test óptico emocional podemos englobar algunos
aspectos del fenómeno que observa Mirzoeff (2003: 330-331): el seguimiento
masivo de las peripecias existenciales y la trágica muerte de Lady Diana
Spencer. Es difícil no apreciar una intensificación particular del deseo
escópico en la multiplicación masiva de la imagen de Lady Di, pero con
seguridad se trataba de un deseo más relacionado con la identificación
femenina que con el deseo sexual masculino. Mirzoeff estima que la
capacidad de Lady Di para comunicar sus problemas a través de la imagen
visual se vio correspondido puntualmente por la capacidad del público
femenino de analizar y dar sentido a sus cambios de apariencia y a sus
representaciones fragmentarias, pues "esta capacidad para fragmentar la
mirada se aprende en las mismas revistas dedicadas a la mujer en que tan
frecuentemente aparecía la imagen de Diana". Pero la competencia femenina
con las imágenes del cuerpo se ha ejercido, mucho antes, en las fotos de
moda, y más en general en una experiencia de construcción de la propia
imagen como construcción de una subjetividad incierta, en que el sujeto se ve
obligado a verificarse interminablemente (de nuevo, añadimos, haciendo test
ópticos) para identificar y explorar todas las partes de su cuerpo y lograr una
imago integradora.

3.3. El análisis narratológico

En la comunicación oral y en muchas formas de relato mediante imágenes


visuales, antiguas y modernas, la narración es una actividad lúdica y
placentera: se cuentan historias por el deleite de contarlas y de conocerlas.
Pero la actividad de narrar sirve a la vez para organizar y dotar de sentido a la
experiencia personal y colectiva. Walter Benjamin (1991 [1936]) aun
testificando la supuesta decadencia que le infligía el advenimiento de la
modernidad, propuso entender la narración como medio para comunicar una
experiencia que se actualiza en el acto mismo de la narración en cuanto
experiencia de quienes la reciben. Cuando quiero presentarme a mí mismo, o
hacer(me) inteligibles mis problemas personales, suelo devanar un relato
autobiográfico más o menos extenso, ya sea en el diván del psicoanalista o en
la barra del bar. Prácticas discursivas como el diario o el vídeo familiar y
doméstico se destinan en distintos contextos sociohistóricos a la función de
registrar, ordenar y compartir la experiencia personal o grupal.

En las pequeñas comunidades, lo mismo que en los grandes estados, se da


forma normativa a la memoria, y a la subordinación de los individuos al
orden colectivo, por ejemplo mediante relatos conmemorativos, desde los
monumentos públicos erigidos a los héroes del pasado hasta los relatos de los
manuales de historia, pasando por las ficciones épicas de la literatura, la
pintura o el cine. Contar, aquí, no es sólo recordar en común los orígenes,
sino también restituir simbólicamente, como en un contradón de largo
alcance temporal, los bienes frecuentemente intangibles de la identidad
heredados de los "padres fundadores", y reforzar el lazo de la procedencia
común. Se trata, pues, de una enunciación retributiva que implica,
necesariamente, un sentido moral. Tómese el ejemplo de la serie televisiva
sobre La transición dirigida por Victoria Prego y emitida por TVE en 1995,
verdadero relato de refundación mítica que ratificará, en una época de
profunda crisis política, las figuras oficiales de los destinadores de la
democracia (muy especialmente el rey Juan Carlos 1 y el presidente Adolfo
Suárez) y la supuesta deuda colectiva de los españoles para con ellos. Claro
está, dejando en la sombra, por efecto mismo de esa focalización, a un
sinnúmero de actores individuales y colectivos de aquella peripecia.

También implican un sentido moral, aunque con el significado inverso del


"ejemplo negativo", las historias truculentas que se decían, cantaban e
ilustraban en plazas y mercados, y que hoy se actualizan en muchos relatos
policiales cinematográficos y televisivos.

3.3.1. Entre el mito y la ficción

Los mitos, relatos extraordinarias que acaecen en un tiempo externo a la


historia y que se actualizan a través de procedimientos rituales, sirven para
construir y reproducir representaciones, imágenes y sentimientos comunes, y
son ingredientes fundamentales de los universos simbólicos propios de las
sociedades humanas.

Barthes (1980) propuso una acepción suigéneris de mito, algo diferente de


las definiciones canónicas en la antropología cultural y referida
específicamente a los discursos de masas contemporáneos: el mito es un nivel
de significación secundario, adherido a la significación más inmediata de los
relatos masivos (anuncios, imágenes de prensa, espectáculos deportivos, etc.)
y orientado a producir una representación "ideológica", es decir, a naturalizar
las visiones del mundo históricas, convencionales e interesadas de las clases
dominantes. En tanto que "sistema semiológico segundo" o "ampliado", el
mito presenta la estructura siguiente: un signo 3, constituido por la relación
entre un significante 1 y un significado 2, opera a su vez como significante
(1) para un nuevo significado (II) y un signo (III), según muestra el cuadro
3.1.

Cuadro 3.1. La lengua y el mito según R.Barthes

Como ocurre en la interpretación psicoanalítica del sueño, del acto fallido,


del comportamiento neurótico, prosigue Barthes, el segundo nivel del sistema
(el signo III) es un sentido latente, y a la vez el "sentido propio" al que apunta
ese mito. Barthes (1980a: 207-208) analiza una portada de la revista Paris-
Match, en la que un joven negro, con el uniforme militar francés, saluda a la
bandera de la República. Y el lector puede entender:

[...] que Francia es un gran imperio, que todos sus hijos, sin distinción
de color, sirven fielmente bajo su bandera y que no hay mejor
respuesta a los detractores de un pretendido colonialismo que el celo
de ese negro en servir a sus pretendidos opresores. Me encuentro, una
vez más, ante un sistema semiológico amplificado: existe un
significante formado a su vez, previamente, de un sistema (un
soldado negro hace la venia); hay un significado (en este caso una
mezcla intencionada de francesidad y militaridad) y finalmente una
presencia del significado a través del significante.

Figura 3.4. La portada de Paris-Match que comenta R.Barthes.


Consideremos, desde la inspiración barthesiana, un ejemplo más próximo
a nosotros en el tiempo y en la geopolítica, el de la figura 3.5.

Figura 3.5. Laila - Perejil (2002); Iwo Jima (1945).

Una foto de prensa (de J.Delay) mostraba a legionarios españoles


custodiando la bandera rojigualda en el islote de Laila-Perejil,
"reconquistado" a las tropas marroquíes el 17 de julio de 2002, bajo el
gobierno de Aznar. La evocación intertextual del izamiento de Iwo Jima de
1945, una imagen ya mitológica en la cultura visual del siglo XX, tiñe el
significado de la primera de significaciones secundarias que rebasan incluso
la exaltación militarista y nacionalista: la "gesta" española se carga de sentido
imperial, de aspaviento de gran potencia, por supuesto victoriosa, frente a las
"fuerzas del mal". Esta connotación mitológica, como la hubiera llamado
Barthes, es tan trivial que incluso cabe suponer intención irónica en la propia
mirada fotográfica.

Probablemente el análisis barthesiano ha de ser corregido en algunos


aspectos fundamentales. A lo largo de las últimas décadas las
representaciones supuestamente informativas del discurso mediático han sido
crecientemente colonizadas por el imaginario de la ficción: desde la gue rra
del Golfo de 1991, pasando por el derribo de las Torres Gemelas en 2001 o
por las imágenes de las torturas a los prisioneros de Abu Graib, difundidas
por la red en 2004, las representaciones de la guerra global parecen desplazar
el sentido de los acontecimientos informativos hacia un marco interpretativo
intensamente modelado por las ficciones audiovisuales contemporáneas. Así
que frente al sentido de la "naturalización" ideológica al que remitía el
análisis de los mitos contemporáneos de Barthes, o a su crítica de la
producción de un insidioso "efecto de realidad" por parte de los medios,
Zizek (2005) llega a proponer que hoy la verdad más bien "tiene la estructura
de una ficción". Una interpretación, inspirada en el psicoanálisis de Lacan,
que lee en la obscenidad de aquellas imágenes no sólo una vía de escape a lo
insoportable, a la experiencia traumática del abuso y del horror extremos,
sino una especie de propaganda perversa del modo de vida americano. Las
torturas a los presos iraquíes recuerdan

[...] la escenificación teatral, una suerte de tableau vivant que por


fuerza nos trae a la memoria el arte de la performance norteamericana
en toda su amplitud y el «teatro de la crueldad», las fotografías de
Mapplethorpe, las extrañas escenas que aparecen en las películas de
David Lynch [...]. En contraste con el barthesiano effet du réel, en el
que el texto nos lleva a aceptar como "real' su producto ficticio, aquí,
lo real mismo, con el fin de sustentarse, ha de percibirse como un
espectro irreal y pesadillesco. Por lo común, decimos que no
conviene confundir la ficción con la realidad; recuérdese la doxa
posmoderna de acuerdo con la cual "realidad" es un producto
discursivo, una ficción simbólica que mal percibimos como entidad
sustancial autónoma. La lección que aquí aporta el psicoanálisis es
justo la contraria: no conviene malinterpretar la realidad como si
fuera ficción; es preciso discernir, en lo que experimentamos como
ficción, el meollo duro e irreductible de lo real, que sólo seremos
capaces de sustentar si lo ficcionalizamos. En dos palabras, hay que
discernir qué parte de la realidad se "transfuncionaliza" mediante la
fantasía, de modo que, aun siendo parte de la realidad, se percibe bajo
el modo de la ficción. Mucho más difícil que denunciardesenmascarar
(lo que aparece como) la realidad travestida de ficción es reconocer
en la realidad "real" el ingrediente de ficción que comporta. (Lo cual,
cómo no, nos retrotrae a la antigua idea lacaniana de que, así como
los animales pueden engañar mediante la presentación de lo que es
falso como si fuera verdadero, sólo el ser humano, entidad habitante
del espacio simbólico, puede engañar mediante la presentación de lo
verdadero como si fuera falso.)

Las identidades colectivas, ya sean nacionales, étnicas, urbanas, de clase o


de grupo, se constituyen siempre en torno a una praxis y a un patrimonio
narrativos. Éstos constan de leyendas, chistes, refranes y otros relatos orales,
pero también, modernamente, de textos publicitarios, cinematográficos y por
supuesto literarios: las literaturas y cinematografías nacionales han adquirido
gran importancia como sustento de la identidad nacional y soporte de una
lengua y de una cultura compartidas. También la prensa escrita: los
periódicos contribuyeron a conformar a sus públicos como comunidades
hermenéuticas de rango nacional, haciéndoles partícipes de relatos que
sostenían -y sostienen - un sentido de lo propio y de lo próximo en gran
medida circunscrito a un territorio estatal. Puede, pues, afirmarse que no es el
hecho de representar un mundo y unos hechos determinados "sino sustentar
ciertas modalidades de orden social lo que caracteriza a las narraciones que
utilizamos" (Cabruja et al., 2000: 69).

Ya sea en el sentido de Barthes, en el de Zizek, o en el de cualquiera de


las perspectivas de la crítica cultural contemporánea, hay que reconocer que
los relatos de los grandes medios masivos sirven al control social y a la
reproducción de las relaciones de poder vigentes. Relatos como los que
acometen a los lectores de casi todos los diarios y telediarios españoles con la
alarma por las "avalanchas" de inmigrantes (figura 3.6) alimentan
determinadas narraciones y redes socionarrativas (como ocurría en siglos
pasados con los rumores antisemitas o con las acusaciones de brujería que
analiza Delumeau, 1989) y promueven otros efectos públicos muy
importantes: la conversión del extranjero en chivo expiatorio, la desatención
a las desigualdades estructurales que provocan las migraciones, un miedo
difuso que favorece a las políticas autoritarias y populistas, etc.

Figura 3.6 - Bajo el signo de la "avalancha".

No es menos cierto que algunos relatos informativos desempeñan también


una importante función de crítica del poder, de desvelamiento de la
corrupción y del embuste político (como ocurrió en las elecciones generales
españolas tras los atentados del 11 de marzo de 2004), y más en general de la
activación de la Offentlichkeit, la esfera del hacer público y de la
controversia política (Habermas, 1994). Por supuesto, las imágenes visuales
de la prensa, de la televisión y más recientemente de la red son elementos
fundamentales de estos procesos.

3.3.2. La relevancia narrativa


El papel que desempeña la narración en la organización de la experiencia ha
sido subrayado por Bruner (1991): las narraciones, incluso con independencia
de que se refieran a eventos reales o imaginarios, de que sean, en el sentido
aristotélico, narraciones "históricas" o "poéticas", permiten relacionar lo
excepcional y lo corriente, mediar entre el mundo de las normas culturales y
el de los deseos, dar un sentido histórico y moral a la sucesión temporal de
los acontecimientos. Las reglas de la narración son, antes que procedimientos
literarios, pautas que rigen también la conversación común y la racionalidad
del mundo cotidiano. Así lo sugiere Ricoeur (1987) cuando señala que
algunos supuestos pragmáticos se incorporan a la narración para dar forma a
determinadas disposiciones de género. Por ejemplo, en las expresiones
lingüísticas comunes solemos interpretar como causal o motivada la relación
entre dos acontecimientos que se exponen sucesivamente, según el principio
post hoc ergo propter hoc: "El motorista pasó a 190. La policía lo persiguió",
se interpreta normalmente como si la acción descrita en la segunda
proposición fuese consecuencia de la descrita en la primera, sin necesidad de
decir entre ambas "y por esa razón" o algo semejante. Lo mismo sucede en
nuestra cultura visual con las secuencias de imágenes dispuestas y leídas de
izquierda a derecha. Y, lo que es más interesante, en el nivel macroestructural
de ciertos relatos de género, como el melodrama o las narraciones épicas, la
desgracia (un implícito castigo moral) parece seguirse "naturalmente" de la
secuencia de malas acciones reiteradas del personaje malvado. Tal ocurre, por
ejemplo, en Thelma y Louise, que finaliza típicamente con la muerte violenta
de las fugitivas homicidas.

Y sin embargo, como sugiere G.Turner (1993: 78-79) el significado


"profundo" de las estructuras narrativas, de la "fábula", puede verse
contradicho en el nivel del discurso, del modo de contar y representar: en el
caso de la película de Scott, las protagonistas son moralmente absueltas del
castigo que pareciera imponerles el género narrativo mismo, precisamente
por motivos morales vinculados a su condición de género, más precisamente,
por ser mujeres víctimas del abuso masculino que finalmente devienen
heroínas trágicas.
Según Bruner (1997) no cualquier secuencia de acontecimientos es digna
de ser relatada, ni constituye una verdadera narración. Para ser reputada de
narrativa una sucesión de acontecimientos ha de incluir una cierta ruptura de
la regularidad, la quiebra de alguna expectativa: la narración informa sobre
algo que el oyente desconocía, o sobre algún acontecimiento anómalo,
imprevisible o capaz de suscitar incertidumbre: "Arrojó una piedra. Ésta
cayó", difícilmente puede considerarse un enunciado narrativo. Sí lo son: "y
ésta le dio al vecino" o "y ésta quedó flotando en el aire". En ambas
situaciones inesperadas se advierte la contravención de una ley (de carácter
social en el primer caso, natural en el segundo) y a la vez la irrupción más o
menos explícita de un nuevo agente, un antagonista: el vecino en el primer
caso, alguna instancia sobre o contranatural en el segundo, que entra en
conflicto con el actor inicial. Como consecuencia, tras estos acontecimientos
algo más tiene que ocurrir. La transgresión es el motor de la progresión
narrativa.

La quiebra de la normalidad narrativa es también derivable de una regla


pragmática: la que nos aconseja en el mundo de la comunicación cotidiana no
informar sobre lo consabido y lo obvio ni dictaminar sobre lo que se
considera comúnmente normal: "Por favor, no te tires por la ventana" sólo se
dice seriamente cuando el hablante piensa que su interlocutor se halla
inclinado a actuar de esa manera anómala. La ruptura narrativa de la
normalidad tiene que ver, pues, con la relevancia tal como la definen Sperber
y Wilson (1986: 122): "Una asunción es relevante en un contexto si y sólo si
tiene algún efecto contextual en ese contexto", teniendo en cuenta que un
"efecto contextual" se da cuando una nueva asunción desplaza a otra que era
previamente aceptada en el contexto presente. En una película de acción, la
imagen de una pistola en el cinto de un policía no contraviene ninguna
expectativa ni abre ningún interrogante narrativo; es, por así decir, lo normal.
Si el arma aparece en posesión de una muchacha de aspecto inocente,
perturbando precisamente la suposición de su carácter inofensivo, sabemos
que tarde o temprano esa arma será utilizada, que jugará un papel en el
desarrollo posterior de la historia. Tal ocurre, de nuevo, en Thelma y Louise,
cuando Thelma, en una temprana secuencia de la película, guarda una pistola
con la prevención gestual de quien sostiene un animal repugnante.

En ICh es una connotación de anomalía (por descontado, "ideológica"), de


comportamiento irregular de los personajes por su beso lésbico, lo que da su
mayor o menor interés al relato presentado, y en todo caso lo que permite
asociar la posible atracción morbosa de la situación con la acción de fumar.

La relevancia narrativa concierne a la "economía" de la narración, a una


administración ponderada de los acontecimientos y las situaciones que suele
ser decisiva a la hora de lograr el interés del destinatario y la aprobación de la
calidad estética del relato: cuando en su cuento "La debutante", Leonora
Carrington (1996) da voz a una joven burguesa que se ha hecho amiga de una
hiena del zoo, no alude al olor repugnante del animal - circunstancia
presuntamente conocida por cualquier lector-, pero nos sorprende en seguida
con la siguiente noticia: "Le enseñé a hablar francés y, a cambio, ella me
enseñó su lenguaje", acontecimiento extraordinario que abre una sucesión de
hechos cada vez más inquietantes.

La condición de la quiebra de la normalidad no es aceptada por todas las


teorías de la narración. Algunos especialistas defienden que hay historia
desde que se presenta cualquier acto o suceso, por trivial o ininteresante que
resulte: "Ando" o "Pedro ha venido" serían ya "relatos mínimos" (Genette,
1998: 16-17). Pero, claro está, el interés y el grado de predecibilidad están
sujetos a las circunstancias de la propia narración, al escenario enunciativo y
a la actividad inferencial del intérprete, ya que no son propiedades inherentes
a las proposiciones narrativas mismas. Así, "Pedro ha venido" y "Ando"
podrían ser enunciados narrativos "interesantes" en contextos en los que se
diera por supuesto, respectivamente, que Pedro ha muerto hace veinte años y
que el narrador es una persona tullida.

La ruptura de la normalidad, de alguna clase de regla, es la que da su


sentido particular al principio y al final de las narraciones. Pues en efecto, el
estado inicial de un relato presenta un determinado orden que, tras las
peripecias y las crisis derivadas de la transgresión, se verá sustituido por un
orden final semejante o diverso del primero. La secuencia canónica de un
relato es, por ende, la que representa el cuadro 3.2:

Cuadro 3.2. La secuencia básica del relato

Así por ejemplo, según el análisis de Frye (1977) mientras el género de


comedia plantea un conflicto entre el deseo y la represión social en cuyo
desenlace se establece una nueva y mejor forma de sociedad, en muchos
relatos de ficción (los de tipo "romancesco") la lucha entre el héroe y las
fuerzas del mal conduce a la restauración de un pasado enaltecido.

3.3.3. El punto de vista de los géneros

Podemos adoptar tres puntos de vista sobre los fenómenos narrativos: el de


considerar la narración como un género, o como un modo de discurso que se
entreteje con otros, o bien el de abordar la narratividad, es decir, un nivel de
organización sintáctico-semántica de cualquier texto, con independencia de
que sea admitida o no la pertenencia de ese texto a un género narrativo
determinado. Comenzaremos por el primero de ellos.

Cuando se habla de narración se suele pensar en géneros narrativos, ya sea


en el sentido de los géneros literarios tradicionales (epopeya, fábula, novela,
cuento...), en el de los géneros historiográficos (anales, crónicas, casos,
frescos históricos...), en el de los géneros informativos del discurso
periodístico (titular, noticia, crónica, reportaje...) o en el de la ficción
mediática contemporánea: historias de intriga, de acción, comedias,
melodramas, clips, spots publicitarios, videojuegos, etc.

Escrito en el siglo IV a. C., el más influyente estudio sobre los géneros


literarios, la Poética de Aristóteles, tomó en cuenta la distinción de las
modalidades predicativas: lo fáctico, lo necesario, lo posible y lo probable,
pero también el carácter singular o universal de los predicados, así como los
valores de lo verdadero opuesto a lo verosímil. Conforme a esas categorías
teóricas, Aristóteles (2002: 53-54) diferenció dos géneros narrativos
fundamentales: la historia, que trata de algo singular y que ha ocurrido
realmente (como sucede en los relatos periodísticos o en la fotografía de
reportaje, y no sólo en los de la historiografía académica), y la narración
poética (hoy diríamos, de ficción) que se orienta más bien hacia lo universal,
lo necesario o lo posible, y que se rige no por la veracidad o fidelidad a los
hechos, sino por su verosimilitud.

Los criterios de estas distinciones, y de otras muchas que se han derivado


de ellas a lo largo de la historia, resultan problemáticos en su aplicación al
análisis de la imagen visual: por ejemplo, la imagen fotográfica siempre
remite a contenidos singulares y a realidades efectivas (es lo propio de su
carácter indicial, subrayado por Peirce y por Barthes), lo cual no hace
imposible que apunten a significar tipos generales (es lo que ocurre con la
imagen del "hombre de la calle", representado por un individuo particular en
los reportajes televisivos, según procedimientos de estereotipificación bien
conocidos) o que se abran a lo posible e incluso a lo inverosímil, como ocurre
en la fotografía "poética".

Junto a los géneros más o menos clásicos cabe considerar también las que
se han llamado formas simples de la narración: leyenda, gesta, adivinanza,
anécdota, cuento, etc., es decir, formas narrativas que se reiteran en literaturas
y tradiciones culturales de lo más diversas, antiguas y modernas; por ejemplo,
la "leyenda" aparece en las odas triunfales de la antigüedad, en la vida de los
santos medievales y en las crónicas deportivas actuales (Ducrot y Schaeffer,
1995: 635). Por analogía, puede reconocerse aquí el papel de formas
narrativas simples que desempeñan las ilustraciones ¡cónicas en muchas
prácticas textuales de la historia, desde los beatos medievales hasta los relatos
periodísticos y didácticos de nuestros días.
3.3.4. Los modos de discurso: diégesis, descripción, argumentación

La narración puede ser analizada, además de como género, como un modo de


discurso que se combina con otros modos de discurso: en nume rosas clases
de textos didácticos, técnicos, judiciales, científicos, propagandísticos, etc.,
pueden identificarse segmentos narrativos al mismo nivel que segmentos
argumentativos o descriptivos.

La retórica clásica entendía que la narración puede ser una "parte del
discurso" junto al exordio, la demostración, la refutación, etc. en el interior de
una explicación demostrativa (Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1989: 747). La
característica de esa forma narrativa de comunicación es que presenta "el
detalle de un proceso del acontecer", por ejemplo el curso de una acción
(factum) (Lausberg, 1975: 34). Platón y Aristóteles habían distinguido la
diégesis, o modo narrativo del discurso, de la mímesis, o modo dramático
(Ducrot y Schaeffer, 1995: 228); esta última implica no sólo ficción y
analogía, sino también fingimiento, recurso al analogon en las acciones tanto
como en las palabras, como acaece en las prácticas teatrales.

Hablaremos, pues, de modo diegético para referirnos al modo de discurso


propiamente narrativo, aquel por medio del que se representa una sucesión
temporal de acontecimientos que involucra la intervención de varios sujetos
interactuantes. Y encontraremos segmentos de carácter diegético, más o
menos extensos, en textos cuyo sentido global no es propiamente narrativo.
Por ejemplo, muchos anuncios publicitarios insertan dentro de un texto
complejo episodios narrativos que ilustran los usos o los beneficios
imaginariamente derivados del producto/marca anunciado, o los deseos de los
posibles compradores, etc. En el caso de nuestro ejemplo ICh, como veremos,
hay un relato condensado de seducción y predación visual en el que la
historia interpela al espectador "según su deseo", por decirlo en términos
vagamente psicoanalíticos. Otros relatos bien distintos, de carácter científico
o filosófico, pueden subordinar del mismo modo un conjunto de enunciados
diegéticos a un propósito general de carácter argumentativo o conceptual.
Inversamente, el modo de discurso comúnmente conocido como
descripción tiene un papel importante en los géneros narrativos. En el caso de
los textos visuales figurativos, la función descriptiva se confunde con la
propia producción semiótica de nivel plástico y de nivel ¡cónico:
composición, distribución cromática y lumínica, representación de figuras y
profundidades, presentación de sujetos y escenarios, son las operaciones
mismas que la descripción literaria trata en su caso de reproducir por medios
lingüísticos. De ahí que una parte fundamental en la reputación de las
descripciones literarias provenga de su capacidad para suscitar "imágenes" en
el lector, para incitar su imaginación visual, es decir, ¡cónica y plástica.
Tómese un ejemplo tan sobresaliente como la escritura descriptiva de
G.K.Chesterton (1985) en su cuento "Los tres jinetes del Apocalipsis" (según
la traducción, muy notable, de Borges y Bioy Casares) el mariscal Grock
examina el cadáver de un húsar muerto. Las reiteradas referencias al color, a
los matices de la luminosidad y de las texturas, a la representación pictórica
misma, convierten este breve fragmento en un ejemplo inimitable de
evidentia o ékfrasis (Lausberg, 1975: 180), es decir, de traducción por medios
verbales de una representación visual:

Se había levantado la luna sobre los pantanos y su esplendor


magnificaba las aguas oscuras y la escoria verdosa; y en un cañaveral,
al pie del terraplén, yacía, en una especie de luminosa y radiante
ruina, todo lo que quedaba de uno de los soberbios caballos blancos y
jinetes blancos de su antiguo regimiento [...]. Grock se había sacado
el yelmo; y aunque ese gesto era tal vez la vaga sombra de un
sentimiento funeral de respeto, su efecto visible fue que el enorme
cráneo rapado y el pescuezo de paquidermo resplandecieron
pétreamente bajo la luna como los de un monstruo antediluviano.
Rops, o algún grabador de las negras escuelas alemanas, podría haber
dibujado ese cuadro: una enorme bestia, inhumana como un
escarabajo, mirando las alas rosas y la armadura blanca y de oro de
algún derrotado campeón de los querubines.

Mientras que el modo diegético supone operaciones de temporalización,


es decir, de organización de los contenidos según la sucesión temporal, el
modo descriptivo consiste sobre todo en operaciones de espacialización,
disposición de objetos o imágenes en un escenario. La descripción representa
precisamente el resultado de una actividad perceptiva (Ducrot y Schaeffer,
1995: 714) que necesariamente remite a un agente enunciativo del discurso:
personaje, narrador o sujeto de la enun ciación que se manifiesta en tanto que
parece ver (u oír, oler o tocar, en según qué discursos) los objetos en cierto
orden y según los movimientos virtuales de su atención, de su imaginación y
de sus inclinaciones subjetivas. Que también, por ende, selecciona cognitiva,
afectiva y valorativamente. La descripción no puede ser analizada sólo como
el resultado de una observación empírica y neutral: por un lado, remite al
punto de vista y a la focalización de quien describe; por otro, suele proponer
significados alegóricos o simbólicos y no meramente empíricos.

En algunos casos, la alegoría descriptiva versa sobre sentimientos o


estados de ánimo que cualificarán afectiva o pasionalmente el relato: en la
primera secuencia de la película Rebecca, de A.Hitchcock (1940), tras un
plano de la luna en un firmamento nuboso, y con el discurso en off del
personaje femenino ("Anoche soñé que volvía a Manderley..."), la cámara
muestra el portón exterior y luego se adentra por el camino surcado de
sombras que conduce hasta la mansión en ruinas, proponiendo una
descricpción onírica que colorea de nostalgia y misterio el inicio de la
historia.

En otros casos, la descripción adquiere el valor de un dictamen político y


moral, como ocurre con la lectura que hace Berger de la foto de los
campesinos de Sander (a que nos referimos en el apartado 1.1.1).

Los enunciados con función diegética y descriptiva son complementarios


en el discurso narrativo, hasta llegar a una completa interpenetración que se
produce a veces en el interior de un único enunciado. Por ejemplo, en el
discurso literario esto puede ocurrir gracias al uso de ciertas formas verbales.
Como señala Dorra ([s. £]: 7) citando un ejemplo de Borges: "Le escupió una
injuria soez; el otro, atónito, balbuceó una disculpa", los verbos no sólo
designan acciones (en este caso, más precisamente, actos performativos:
insultar, disculparse), sino que a la vez desempeñan una función adjetival y
proporcionan imágenes descriptivas, o descripciones expresivas de la
realización de tales acciones.

En el discurso visual narrativo esta conjunción es aún más evidente: la


mera presentación de un escenario cuenta como síntesis de un relato (por
ejemplo, los escenarios de aventura o de mundo doméstico en la publicidad).

En el dibujo de Sempé (figura 3.7) la descripción visual del escenario y de


los personajes, rígidos, graves y rancios, contrasta irónicamente con las
palabras de uno de ellos, y es la condición que da sentido al relato
humorístico implícito.

Por lo que se refiere al modo argumentativo cabe destacar que en el texto


verbovisual los segmentos visuales y escriturales pueden funcionar e
interactuar demostrativamente, como premisas o conclusiones de un
argumento, de tal modo que, a diferencia de lo que ocurre en las formas de
discurso analizadas por la retórica clásica, los entimemas, razonamientos
argumentativos, no son puramente lingüísticos, sino que traman relaciones
complejas entre signos verbales, plásticos, tipográficos e ¡cónicos.
Figura 3.7. Una descripción visual de Sempé.

El anuncio de Coca-Cola (figura 3.8) propone visualmente la estructura


trimembre de un razonamiento silogístico, y el icono de la lata desempeña a
la vez la función de una premisa y de una conclusión: el producto ayuda a
tener un "buen cuerpo' y por tanto conviene consumirlo. El lexema light, en
una posición central, vertical y gráficamente enlazado al icono del vaso (un
genuino sintagma verbo-visual) podría leerse como un interpretante
argumentativo, un argument en el sentido de Peirce, o si se quiere, como un
argumento condensado. Aún más: la alternancia cromática en las premisas
verbales (en letras rojas la superior, en negras la inferiror) encuentra una
síntesis visual y a la vez una ecuación conceptual (rojo/negro = mente/cuerpo
= marca/cualidad light) en el rótulo de la lata. En este ejemplo de entimema
verbovisual apenas si se produce el entrelazamiento entre argumentación y
modo diegético, como no se refiera este último al boceto de un relato de
"gestión dietética" regida por el viejo dualismo que divorcia cuerpo y alma.

Figura 3.8. Un sólido argumento visual.

3.3.5. La narratividad

El tercer punto de vista aborda la "narratividad" como un nivel de la


organización sintáctico-semántica de cualesquiera textos. Greimas y Courtés
(1982) la definen como "principio mismo de la organización de todo
discurso", narrativo o no narrativo. Esto supone ni más ni menos que la
significación no concierne tanto a la representación de "cosas" cuanto a la de
procesos o transformaciones, modificaciones de actores, espacios y tiempos,
nexos entre acciones y pasiones (Fabbri, 1999: 62). Pero ya Nietzsche, 2002,
había dictaminado que "el lenguaje ve por todas partes actores y acción".

Así por ejemplo, en una receta de cocina, tanto como en un texto jurídico
o en un informe sobre la bolsa, pueden reconocerse determinados programas
narrativos cuyo desarrollo supone que un sujeto de acción Si actúa de modo
tal que atribuye un objeto de valor O a otro sujeto S2, o por el contrario se lo
niega o retira. En expresión formularia:

Los PN pueden ser principales o secundarios, también más o menos


complejos, y a lo largo de los recorridos narrativos los objetos van circulando
y los sujetos van siendo modalizados según el querer y el deber, y
adquiriendo, o perdiendo, poder y saber que determinarán su hacer o padecer.
Las interacciones aparecen entonces como pérdidas y ganancias, y como
transformaciones en el estado de los sujetos intervinientes. El siguiente
cuadro (3.3) analiza el PN principal en algunos ejemplos sumariamente
examinados.

Como puede inferirse de estos casos, la idea de narratividad remite a una


especie de gramática o de guión canónico de las transformaciones
representadas en el texto. Ahora bien, es claro que esta representación
abstracta supone de hecho una cierta destemporalización, pues "sólo pone de
relieve la lógica de la narración que subyace al tiempo narrativo" (Ricoeur,
1999: 72), o por recuperar tres viejas categorías, sólo pone de manifiesto la
estructura general de una fábula desencarnada del acto de contar, es decir, no
traducida a las condiciones espaciotemporales y subjetivas de una trama y de
un discurso narrativo determinados.
3.3.6. Tiempo y espacio de la fábula

Volvemos, pues, sobre una antigua distinción teórica al diferenciar


analíticamente: a) la fábula, o material básico del relato; b) la trama o relato
organizado según el orden y el modo en el que el receptor (narratario) llega a
conocerlo; y c) el discurso o actualización del relato en un acto de
enunciación narrativa determinado.
La palabra "fábula" traduce el muthos tematizado por Aristóteles (2002)
en su Poética, y que no se deja traducir, claro está, por "mito" según la
acepción común de este término, sino más bien por "argumento", relación
entre un conjunto de acciones, sustema ton pragmaton, conforme a la propia
definición aristotélica, o bien "serie de acontecimientos lógica y
cronológicamente relacionados" que unos agentes, no necesariamente
humanos, causan o experimentan, según la de Bal (2001: 13).

Recordaremos con Eco (1997: 45) que la triple categoría puede ser
interpretada según un esquema funcional al estilo de Hjelmslev (cuadro 3.4):

Cuadro 3.4. Los niveles de la narración según U.Eco

La estructura cronológica de la fábula, y por tanto la sucesión de sus


escenarios espaciales y el orden de aparición de sus personajes, no coincide
sino raramente con la secuencia efectiva de los acontecimientos en la trama.
Según el célebre comentario de Horacio en su Epístola a los Pisones
(González, ed., 1987), Homero proporcionó un ejemplo magistral al iniciar el
relato de La Odisea "en el punto más vivo de la acción", arrastrando al oyente
"al centro de los hechos como si le fueran conocidos", no al comienzo de la
historia, cuando Odiseo abandona Troya, sino cuando, después de varias
peripecias que serán posteriormente recordadas, se encuentra entre los
feacios. Este inicio in media res obliga, pues, a operaciones de analepsis
(retrospección en el curso del relato, como ocurre en el llamado flashback
cinematográfico) y de prolepsis o anticipación.

En cuanto sucesión temporal la fábula no es, así, una estructura manifiesta


de la narración sino un orden lineal que ha de ser reconstruido por el
intérprete mediante un proceso de inferencia según se desarrolla la trama, con
el objeto de que los acontecimientos adquieran un sentido cronológico.

La película Pulp Fiction de Q.Tarantino (1994), que también se inicia in


media res, proporciona un tortuoso ejemplo de relación entre ambos niveles:
en el siguiente cuadro 3.5 la serie alfabética (A... P) representa las 17
secuencias de la trama temporal, el orden de los acontecimientos según le van
siendo presentados al narratario; la serie de números indica el orden
cronológico de la fábula presupuesta. Puede así advertirse que Vincent, el
personaje encarnado por John Travolta, que muere en el episodio K-15,
reaparece vivo en el Ñ-4, cronológicamente anterior; la primera secuencia, el
atraco en el bar, A-6, continúa en la última, P-7, en la que por cierto Vincent
aún no ha muerto, etc.

En los textos narrativos sincrónicos, como aquéllos que tienen por soporte
la imagen fija, es posible hacer la misma distinción: en el cuadro Paolo y
Francesca de J.-A. Ingres (1819) la trama de la figuración pictórica nos
presenta simultáneamente los datos narrativos de una fábula que por medio
de una inferencia temporal hemos de organizar sucesivamente: inflamado por
la lectura de la historia de Lancelot, Paolo besa a la no menos enardecida
Francesca, lo que da lugar a que el libro caiga de sus manos y se deslice por
su falda. En ese momento aparece el esposo de Francesca, sorprende a los
enamorados y desenvaina su espada (véase la figura 3.9 y el análisis de
Fresnault-Deruelle, 1983: 45-52). Elementos que se presentan en obligada
sincronía, como el beso, el libro o el gesto del marido esgrimiendo su arma,
han de ser imaginariamente secuenciados, pero además su selección responde
a la lógica del "instante privilegiado" a que ya nos hemos referido en el
apartado 3.2.1. De forma más rudimentaria esta superposición sincrónica de
escenas que han de ser temporalizadas mediante una inferencia narrativa
aparece en un sinnúmero de textos visuales del pasado.
Figura 3.9. Paolo y Francesca, de Ingres, 1819.

Si en los textos narrativos sincrónicos la inferencia temporal organiza los


elementos atribuyéndoles una sucesión diacrónica imaginaria, conforme a la
estructura de una fábula presupuesta, en los textos narrativos diacrónicos las
inferencias temporales permiten organizar los recorridos analépticos y
prolépticos de la lectura: los contenidos del relato son inferencialmente
relacionados bien con contenidos que se han dado anteriormente, bien con los
que (se supone que) han de darse ulteriormente, como en el ejemplo de la
pistola de Thelma y Louise que propusimos en el apartado 3.3.2. Ambas
modalidades de inferencia son complementarias, y sin ellas no podría
establecerse la coherencia narrativa del texto.

Junto a las interacciones entre los personajes y la sucesión cronológica de


los acontecimientos, hay que incluir en la fábula los espacios de la acción. En
el cuadro de Ingres recién presentado resulta, por ejemplo, muy relevante la
configuración escenográfica de la situación, con una disposición
característica de teatro italiano, y con el fondo de una cortina que señala un
espacio narrativo estereotipado para el acecho y la aparición sorpresiva.
Cómo no recordar aquí el acto III de Hamlet, cuando el príncipe de
Dinamarca mata a Polonio oculto tras una cortina.

3.3.7. Cronotopos

Para analizar conjuntamente esos elementos: tiempo, espacio y agentes del


relato, es apropiado el concepto de cronotopo que Bajtin (1989) aplicó
inicialmente a la narración literaria pero que puede ser extrapolado, siguiendo
su propia definición, a toda "conexión esencial de relaciones temporales y
espaciales asimiladas artísticamente". El cronotopo desempeña un papel
importante en la determinación de los géneros y los subgéneros narrativos,
pero también en la conformación de la "imagen humana" en la literatura: una
configuración cronotópica adquiere siempre un significado emotivo-
valorativo, que es centro de la organización temática del relato, y tiene valor
figurativo, al dar al tiempo-espacio un carácter concreto y sensible, el
carácter de una imagen, de un enunciado ¡cónico, o, como antes apuntamos,
de una descripción. Bajtin identifica algunos cronotopos históricos: en la
novela antigua, el camino y los encuentros que en él se producen; en la
novela gótica, el castillo; en las novelas de Stendhal y Balzac, el salón-
recibidor; en otras novelas del siglo XIX (como Madame Bovary de Flaubert,
o La Regenta de Clarín) la ciudad provinciana; en Dostoievski, el umbral.

Nuevas versiones de algunos de estos viejos cronotopos pueden


reconocerse fácilmente en los relatos masivos contemporáneos: el camino y
sus azarosos encuentros, en las road movies, pero también en muchos
videojuegos, en los cuales el seguimiento de un itinerario y las
confrontaciones del héroe con amigos y adversarios siguen siendo el eje
medular de la fábula; el salón-recibidor burgués es sustituido por el tresillo en
el espacio centrípeto del salón de estar en gran parte de las telecomedias
familiares y sitcoms (como Friends o Siete vidas), etc. La honda vigencia de
esta clase de cronotopos y de las peripecias que se les asocian típicamente
hacen pensar en su importante papel como receptáculos o matrices de los
imaginarios socioculturales.

Numerosos rasgos cronotópicos de la literatura antigua y moderna, no sólo


los escenográficos, reaparecen en las narraciones de la cultura de masas: por
ejemplo, en las novelas arcaicas de aventuras, como observa Bajtin, el paso
del tiempo no afecta a la edad de los héroes; de igual manera muchos
personajes de la ficción contemporánea: Popeye, Tintín o Astérix,
permanecen detenidos en una edad típica, sin envejecer a lo largo de sus
aventuras, como si cada episodio estuviese desprovisto de memoria respecto
al conjunto de la serie de que forma parte. Ello pone de manifiesto que una
lógica narrativa peculiar rige los relatos seriales, ya que la relación entre los
episodios (continuidad temporal representada o no, estructuras de final con o
sin suspense, etc.) supone un nivel de articulación narrativa diferente del que
acaece en los relatos únicos.

Hay cronotopos que tienen la función de "marcos intertextuales", ya que


sirven para trasladar escenarios y tipos dramáticos reconocibles entre
distintos géneros/discursos de la cultura de masas. Por ejemplo, en cierto
anuncio de Lucky la imagen parece copiada de un fotograma típico del
género road movie (figura 3.10): el escenario, los rasgos del atrezzo, la
situación y la identidad de los personajes pueden leerse en términos de ese
marco. Sobra decir que la "imagen humana" proyectada cronotópicamente
satisface las presuntas fantasías y deseos del destinatario, proporcionando una
especie de retrato psicológico robot del target al que remite. No por
casualidad el rostro del hombre queda fuera de campo, señalándose su
identidad como unos brazos vestidos de cuero y como una imaginaria mirada
a los encantos del personaje femenino: esa ausencia es el espacio que queda
disponible para la posible identificación, según su deseo escópico, del
supuesto espectador masculino (por lo demás, la ubicación de la imagen del
paquete de cigarrillos establece un vértice para el encuentro igualmente
imaginario de los cuerpos).

Figura 3.10. Un fotograma de road movie.

Como hemos expuesto en otro lugar (Abril, 2005), numerosos relatos de la


comunicación de masas muestran la muy amplia vigencia de cuatro
cronotopos que pueden ser inscritos en un doble cuadro semiótico, cuyos ejes
superior e inferior definen las dimensiones semánticas que denominamos,
respectivamente: "sublimidad" y "trivialidad", y cuyas deixis definen las
dimensiones de "realidad" y "deseo" (cuadro 3.6). Estas configuraciones
remiten a formas culturales básicas de las representaciones
espaciotemporales, que según conjeturamos desempeñan una importante
función en la conformación de los imaginarios masivos contemporáneos:

1.La forma cíclica del tiempo, que por excelencia corresponde a la


narración mítica, suele asociarse a la representación de un ámbito local
o territorial, y con ello al señalamiento de una relación identitariao de
pertenecia: el hogar, la patria chica o grande son algunos de los lugares
correspondientes a esta configuración. La célebre campaña publicitaria:
"A casa vuelve por Navidad", ilustra bien la "conexión esencial' entre
un tiempo de la regeneración cíclica y un espacio local revalorizado y
sublimado por los afectos primordiales. Como es fácil de advertir, por
ejemplo, en la publicidad turística institucional, el espacio territorial es
idealizado y transfigurado a través de la recurrencia, del retorno
perenne que señalan el veraneo, el regreso a la naturaleza o la visita a
los grandes tesoros culturales del pasado. Las conmemoraciones
religiosas y políticas, las "temporadas" de la moda y la mercadotecnia
también están regidas por la rotación de rituales y eventos cíclicos, que
parecen actuar como exorcismos contra el sentimiento de caducidad que
frecuentemente amenaza la experiencia cotidiana.

Cuadro 3.6. Cronotopías contemporáneas


2.La temporalidad lineal de la cultura moderna encuentra correspondencia
en formas de espacialidad translocal o abstracta. Este espacio-tiempo es
el propio de los discursos históricos y también el del vector de progreso
que parece regir tanto los imaginarios de la innovación tecnológica y
comercial cuanto el de las identidades políticas de raíz ilustrada. Es
igualmente propio de la información periodística en su definición
clásica: las jurisdicciones informativas de tipo nacional/internacional,
así como las regiones geopolíticas, pueden adscribirse a esta esfera
simbólica.

3.Una gran variedad de formas utópico-ucrónicas, ajenas por igual a la


recurrencia del mito, al tiempo y a las geografías históricas, atraviesa
muchos relatos modernistas y posmodernistas, desde la literatura
fantástica y de ciencia-ficción hasta la short story del anuncio
televisivo. Esta cronotopía suele estar afectivamente modalizada por la
euforia, pues representa una esfera trascendente a las condiciones de
una cotidianeidad supuestamente gris y anodina, mediante la
"elevación" a un espacio-tiempo del sueño, la exaltación o el éxtasis. Si
el capitalismo contemporáneo redefine el imaginario del futuro por
medio de las figuras de la inversión, el planeamiento y el seguro, como
un modo de comercializar y "colonizar lo desconocido", y de conjurar
la fuerza necesariamente disruptiva e incierta de la utopía (Jameson,
2005: 228-229), frecuentemente el discurso de la publicidad
(ejemplarmente la referida al consumo turístico) se las ingenia para
conciliar el sentido del cálculo previsor e inversionista con las
representaciones utópicas (de una utopía reducida y doméstica, si se
quiere) de la abundancia, la convivialidad y la alegría sin límite. Para
mediar así entre las exigencias reproductivas del orden socioeconómico
y unos deseos nunca enteramente sojuzgados, aunque hegemonizados,
por ellas.

4.Y, en fin, hay expresiones de lo momentáneo o instantáneo que


encuentran correspondencia en una espacialidad posicional (sitio)
característica de los procesos comunicativos contemporáneos (sirva de
ejemplo central la telefonía móvil, que relativiza el sentido del espacio
territorial y modifica el de lo próximo y lo lejano, de tal modo que el
sujeto ha de gestionar de forma continua entornos contingentes de
socialidad). Esta cronotopía es la propia de los acontecimientos
efímeros cuya espectacularización ocupa hoy gran parte de los
discursos de la "actualidad" neotelevisual, desde el reporterismo de
cámara oculta a la exclusiva del videoaficionado, pasando por los
altercados de los talk shows. Y también la propia de las experiencias
fugaces e intensas que tan asiduamente promueven los anuncios
publicitarios. No es difícil reconocer en el relato visual de ICh la
referencia al encuentro efímero y ocasional, en el tiempo fugaz de la
diversión y en el espacio indeterminado de cualquier sitio nocturno de
una ciudad contemporánea.

Más allá del valor tipológico que estas configuraciones pudieran tener en
el marco de una semiótica de la cultura, aquí interesa ponerlas en relación con
determinados efectos de sentido a los que podemos denominar: mitificación
(-*l), historización (-*2), ficcionalización (-*3) y presentización 4). Sin
olvidar que estos cronotopos pueden también combinarse de formas diversas:
un poco más atrás hemos indicado que el marco "histórico" de los grandes
eventos contemporáneos tratados por la información audiovisual parece cada
vez más teñido de un efecto "ficcional", intertextualmente determinado por
los relatos masivos: es ya un lugar común la afirmación de que los atentados
contra el World Trade Center de 2001 fueron vaticinados, antes que por
cualquier previsión estratégica del Estado, por las fantasías apocalípticas de
una amenaza que el "otro radical' (alienígena, terrorista, musulmán, antes
comunista) venía cometiendo obsesivamente en el cine de Hollywood.

Los escenarios de los relatos publicitarios se reparten por lo general entre


formas cronotópicas duales: espacios diurnos/nocturnos, mundo
urbano/campestre, ámbitos de trabajo/de ocio. Desde luego los significados
que se expresan a través de esas oposiciones son múltiples e incluso
contradictorios; por ejemplo, el espacio abierto puede expresar libertad frente
a la opresión del mundo cerrado, pero en otros contextos lo cerrado se
asociará a la protección frente al peligro del espacio abierto (Sánchez Corral,
1997: 295). El escenario nocturno representa el ámbito de la seducción y de
la transgresión de las normas, como ocurre en ICh, pero en otros tipos de
discurso (como los relatos de terror) designa preferentemente el espacio de la
muerte, de la amenaza y del miedo. En todos los casos se trata de
significaciones iconográficas o alegóricas fuertemente estereotipadas.

Una categoría muy general opone el espacio regulado (la calle, la oficina,
la autopista, el hogar...) al espacio salvaje (el mar, la selva, la montaña, el
desierto...), en el que se simboliza la huida de las constricciones, la libertad,
el ámbito del deseo. Con mucha frecuencia el anuncio publicitario presenta
un derrotero narrativo desde la primera clase de cronotopos a la segunda, y
también a menudo los segundos irrumpen en los primeros o se sobreponen a
ellos, como ocurre en el anuncio de la figura 3.11.
Figura 3.11. Cronotopos e identidades múltiples.

La cirugía de la identidad que corta/ensambla la figura del personaje


distribuyéndola entre una parte superior, racional, y una parte inferior,
libidinal, la supuestamente equiparable al "Yo latino" del eslogan, distribuye
simultáneamente el espacio gris y rectilíneo del mundo urbano-laboral frente
al dorado, luminoso e indefinido del ocio, la playa, el deporte veraniego y,
claro está, la ebriedad. La misma indefinición formal de ese espacio del
placer remite a la categoría 3 del anterior cuadro semiótico, a la utopía-
ucronía.

En el anuncio de la figura 1.10, la irrupción de lo sobrenatural (una


atmósfera mítica con referencias intertextuales al Génesis: la serpiente, Eva,
el ángel, que podría remitir tanto a la categoría 1 como a la 3 del cuadro 3.6)
se ratifica en la metamorfosis del producto (botella-serpiente), que además
alegoriza la tentación. Aquí la indefinición del cronotopo superior (un cielo-
desierto) enmarca la del personaje, a la vez alegórico de la mujer tentada y
del ángel-demonio tentador, personaje equívoco, que mira y se ofrece a la
mirada, pasivo y activo, procaz e inocente, que consigna la ambigüedad
misma de una seducción tutelada por la "inspiración" de la bebida.

Con frecuencia el producto-marca se representa como mediador entre dos


mundos y/o cronotopos: el "acá" de una realidad trivial o negativa es
transmutado por la oferta publicitaria en "otro mundo" de ilusión, placer o
euforia. En el anuncio de Ballantine's el halo brillante de la botella, y no sólo
su forma vipérea, hace que el producto participe de la atmósfera onírica o
fantástica propuesta en la cronotopía de la parte superior, elevándolo a esa
sobrenaturaleza o superrealidad que de forma tan habitual transfigura los
objetos de la publicidad. El anuncio propone, así, como escribe Peñamarín
(2000):

[...] un espacio-tiempo metamórfico, un lugar de transformación en el


que pueden simultanearse diferentes espacio-tiempos en el ámbito de
una experiencia de tránsito visual, que es conforme con su estrategia
orientada a transformar el mundo de los destinatarios. El anuncio
debe, pues, vincular espacios y realidades empíricos con otros no
empíricos, mostrando su capacidad de transfigurar lo banal e
impuesto en lo deseable y dotado de un aura de atractivo de la que se
apropiaría el destinatario por la adquisición del producto o servicio
anunciado.

En el siguiente anuncio de cigarrillos Lucky (figura 3.12) se propone un


doble espacio narrativo: el de un cronotopo que define la esfera personal de
un escritor bohemio (presentado en "visión subjetiva", es decir, desde el lugar
virtual de enunciación del personaje) y el co-relato en la hoja de su máquina
de escribir, que versa sobre un encuentro amoroso: el humo, metáfora de la
imaginación literaria, vincula la mano activa del escritor, la mano derecha,
con el cigarrillo, y también media visualmente entre ambos relatos. El
producto-marca (fuente última del humo) aparece como mediador en la
transición entre ambos niveles, a la vez que representa la objetivación visual
de ese "algo diferente" que se menciona en el texto mecanografiado.

Figura 3.12. Una atmósfera de cine negro.

3.3.8. Los sujetos de la fábula

A la vez que presenta determinados marcos espaciotemporales, la fábula


expone las actividades que en ellos desarrollan los sujetos de la acción. En un
estudio clásico de los años veinte, Propp (1981) que analizó un extenso
corpus de cuentos maravillosos rusos, reconoció treintaiún "funciones", es
decir, formas de acción típicas y recurrentes como prohibición, transgresión,
fechoría, venganza... que pueden agruparse en una secuencia de bloques
narrativos: preparación, complicación, transferencia, lucha, regreso y
reconocimiento. También identificó siete "esferas de acción"
correspondientes a los personajes básicos. El siguiente cuadro (3.7) los
ejemplifica en el relato de La Guerra de las Galaxias, de George Lucas
(1977), siguiendo la lectura de G.Turner (1993: 71):

Cuadro 3.7. Un ejemplo de las esferas de acción, de V.Propp

La propuesta de Propp tuvo una gran influencia en ulteriores


investigaciones narratológicas, y sin duda en la semántica estructural de
Greimas (1973) que propuso un modelo actancial según el cual el conjunto de
las actividades narrativas se puede articular en torno a tres ejes: el del deseo,
que define la relación entre sujeto y objeto, el de la comunicación, entre
destinador y destinatario, y el del poder, que determina el enfrentamiento
entre ayudante y oponente (cuadro 3.8).

El destinador, por ejemplo, el rey que ofrece la mano de su hija a quien


venza al dragón, para conseguir la tranquilidad del reino (destinatario),
presenta inicialmente ante el sujeto aquel que será su objeto de deseo y de
posterior búsqueda: la princesa y/o la herencia del trono.

Cuadro 3.8. El modelo actancial de A.J.Greimas


Una vez consumada la peripecia, al remitente le corresponderá también
sancionar la acción del sujeto (premiándolo, castigándolo, reconociendo sus
éxitos, etc.). A lo largo de su empresa éste habrá de contar con el auxilio del
ayudante (por ejemplo, el mago que le entregue una espada mágica) y con el
antagonismo del oponente (por ejemplo, el mago maléfico que trata de
restarle poder, o el propio dragón). El modelo actancial es propuesto por
Greimas como una estructura de narratividadsubyacente a cualesquiera
discursos, no sólo a los narrativos (como se recordó en el apartado 3.3.5), de
tal modo que, según su famoso ejemplo (cuadro 3.9), podría aplicarse incluso
a los sistemas filosóficos e ideológicos (Greimas, 1973: 277).

Cuadro 3.9. Ejemplos de actantes, según A.J.Greimas


Hay que destacar que el actante no es un personaje, sino una agencia, una
instancia abstracta y no antropomórfica de la acción. Ricoeur (1999: 72-73)
lo explica del siguiente modo: el actante no es un sujeto psicológico, sino el
papel que corresponde a una serie de acciones formalizadas. El actante se
define por relación a los predicados de acción: es aquel que..., para quien...,
con quien..., etc. se desarrolla la acción. De tal modo que a lo largo del relato
un mismo actante puede ser desempeñado por distintos personajes, o bien un
solo personaje puede asumir diversos actantes (con frecuencia, por ejemplo, a
la vez el de sujeto y el de destinatario).

De modo análogo a como los nombres gramaticales son cualificados por


los adjetivos, a lo largo del relato los actantes, instancias nominales de la
narratividad, son modalizados según el querer, el saber y el poder. El
resultado de estas modalizaciones son los roles actanciales reconocibles en un
momento o episodio dado del recorrido narrativo, por ejemplo: "El sujeto que
quiere obtener el objeto pero (todavía) no sabe cómo". Courtés (1976: 94-95)
diferencia también ciertos roles temáticos de carácter social (por ejemplo, la
madre, la madrastra o la madrina, en los cuentos de hadas), afectivo y moral
(el miedoso, el enamorado, el generoso, el avaro...), y aun aquí añadiremos
los de carácter cognitivo, que pueden modular de forma más matizada los
saberes básicos del recorrido narrativo: no sólo, por ejemplo, el papel del que
no sabe, sino del que no sabiendo actúa como si supiera, o viceversa. ¿Cómo
no hacer justicia, dentro de esta última categoría, al papel fundamental del
"tonto" en los cuentos populares del mundo entero: el Jaimito español, el
Srulek polaco, Goha el Simple, Mula Nasrudín en el Oriente Medio, y tantos
otros de los que da delectable y variada noticia Carriére (2000)? Benjamin
(1991 [1936]: 128) rindió homenaje a esa figura a través de la cual se
representa la humanidad misma "haciéndose la tonta" ante el apremio
trascendente y la opresión del mito, y que supone por ende una figura
secularizadora y afín al "hombre libre".

Los personajes narrativos - a los que Greimas y Courtés denominan


"actores" - se distribuyen las funciones fundamentales definidas en la
estructura del relato (los roles actanciales) y a la vez incorporan valores
semánticos más determinados (los roles temáticos). En tal sentido un actor
puede ser entendido como la instancia de intersección de ambas clases de
papeles (cuadro 3.10).

En ICh, la muchacha rubia se orienta a la morena como su objeto de


deseo: claramente cualificada según el querer, desempeña un rol actancial
contrapuesto al de la morena, que parece actuar movida por un repentino
saber, el descubrimiento de un objeto que eventualmente puede llegar a serlo
de deseo (el mismo sobre el que versa el acto de elección formulado en el
eslogan). Si ambas comparten un rol social de amantes, sus roles afectivos se
contraponen: entregada la rubia, distraída de ese nexo y a la vez sorprendida,
la morena.

La peripecia narrativa de los actores pasa por una serie más o menos
compleja de programas narrativos, pero diversos autores han reconocido
también secuencias básicas de acción que representan las fases o momentos
más relevantes de un relato. Así, Frye (1977: 246-247) distinguía en los
relatos romancescos: el agon o conflicto, el pathos o combate mortal y la
anagnorisis o reconocimiento del héroe. Greimas (1973) de modo análogo, y
simplificando la sucesión de funciones de Propp, reconocía una sucesión de
tres pruebas: la cualificante, correspondiente a la fase en la que el héroe
adquiere las competencias (poder y saber) que lo harán capaz de actuar; la
decisiva, en que acaece el enfrentamiento fundamental y la liquidación de una
transgresión inicial, y la glorificante, en la que el destinador sanciona el hacer
del héore y es reconocida su peripecia.

Cuadro 3.10. Personajes y roles narrativos


Al interactuar, los sujetos narrativos se afectan mutuamente, lo cual
significa que inducen unos en otros determinados afectos, estados de ánimo,
pasiones. No basta, pues, con tener en cuenta sólo los momentos activos de la
narración, hay que atender también a sus momentos pasivos y/o pasionales,
pues como ya hemos indicado, la narratividad nos sitúa siempre ante
concatenaciones de acciones y pasiones.

Los componentes pasionales se incorporan a la sintaxis de la narración


como disposiciones o competencias para la acción (por ejemplo, la curiosidad
es un querer saber sobre el ser o el hacer de otro sujeto) que son al mismo
tiempo resultado de inter-acciones precedentes. La paleta de las figuras
pasionales posibles es muy extensa: se tratará en unos casos de lexemas
pasión (cólera, ambición, estima...), determinados en general por las
interacciones narrativas; en otros de estados afectivos inducidos
específicamente por la sanción de un destinador (gloria, vergüenza.. .); o bien
de los propios afectos del destinador (consideración, desprecio.. .); hay
comportamientos reiterados que remiten a roles pasionales estereotipados (el
sádico, el amargado, el altruista...), etc.

El despliegue narrativo de las pasiones lleva consigo operaciones


cognitivas y pragmáticas específicas. Por ejemplo, en el caso de la envidia, el
estado insatisfactorio del sujeto puede dar lugar "al desarrollo de dos
programas narrativos diferentes: de emulación (tendente a obtener la misma
competencia del sujeto envidiado) o de denigración (tendente a abolir toda
sanción social positiva del sujeto envidiado)", como explica Quezada
Macchiavello (1991: 219-224).

La determinación de los roles temáticos y de su valor semántico (social,


moral, cognitivo o pasional) pasa por la presentación en el texto visual de un
conjunto a veces muy complejo de relaciones ¡cónicas e indiciarias. Las
convenciones o códigos relativos a la imagen fenotípica, al gesto, a la
expresión del rostro, a las disposiciones posturales o a la indumentaria son
parte fundamental de esa red semiótica a través de la cual se confiere a los
roles temáticos su contenido figurativo. Pero también su singularidad como
personajes.

Recordemos la paradoja de la representación pública a que nos referimos


en el apartado 2.1.1: en las imágenes visuales los mismos signos que sirven
para identificar a un personaje como tal persona singular permiten también
subsumirlo en un prototipo o en un estereotipo: se tratará por ejemplo, de este
joven determinado (la función indicial de "este" consiste precisamente, en
términos de Peirce, en señalar a un individuo), pero a la vez de proponer al
joven prototípico (es decir, un símbolo en el sentido peirceano), por ejemplo
al que en una campaña publicitaria va a representar mejor al colectivo de
consumidores al que se apunta. A este proceso de predicación figurativa y de
singularización/tipificación del personaje se puede llamar actorialización. La
representación icónico-indicial de tipos sociales, la que llevan a cabo los
anuncios, las entrevistas callejeras de los informativos televisivos, o los
castings para seleccionar personajes de ficción, son, como hemos insistido,
formas de actorialización inconfundiblemente ideológicas. Pero en un sentido
más amplio la representación actorial expresa el funcionamiento de los
procesos de condensación/polarización simbólica a que nos hemos referido
en en el apartado 2.3.2.

El contraste de fenotipos y de vestimentas es suficiente para que en


nuestro ejemplo ICh los personajes aparezcan estereotipados como
latina/anglosajona: una tipificación que condensa un amplio catálogo de
atributos secundarios (morales, conductales, etc.). Y también, lo que es muy
significativo desde el punto de vista de la definición de un destinatario
(target) masculino, al menos la chica morena no responde al estereotipo de la
lesbiana; lo que hará plausible la acepción de `I choose" como aserto referido
a la elección homo/heterosexual del objeto erótico.

En relación a los roles pasionales, la muchacha morena, con su mano en el


bolsillo y la mirada girada al espectador, expresa una menor concentración o
entrega al beso, mientras la rubia tiende su brazo derecho en gesto de abrazo,
abre la mano izquierda hacia su partenaire, cierra los ojos e inclina
ligeramente su cabeza hacia atrás. Los estados afectivos contrapuestos de
"sorprendida" y "entregada" definen una inflexión doblemente incoativa de la
peripecia narrada: el cruce entre una acción a punto de suspenderse, la del
beso furtivo, que remite a un recorrido narrativo anterior, y una acción a
punto de desencadenarse: desprenderse del beso, orientarse a otro posible
objeto.

Bourdieu (1991: 118) ha subrayado la densidad de las significaciones


normativas que atraviesan la semiosis corporal:

Podríamos, parafraseando a Proust, decir que las piernas, los


brazos están llenos de imperativos adormecidos. Y no acabaríamos
nunca de enunciar los valores hechos cuerpo, mediante la
transubstancialización que efectúa la persuasión clandestina de una
pedagogía implícita, capaz de inculcar toda una cosmología, una
ética, una metafísica, una política..., y de inscribir en los detalles en
apariencia más anodinos del porte, del mantenimiento o de las
maneras corporales y verbales los principios fundamentales del
arbitrio cultural.

En este mismo sentido, la simbolización somática puede llegar a adquirir


un carácter iconográfico muy complejo en las representaciones artísticas,
como muestran los comentarios de Leppert (1993: 41-42) con relación al
retrato de Ann Ford, de Gainsborough: la forma sinuosa, serpentinata, del
cuerpo femenino en la pintura clásica, más allá de los efectos estéticos y
eróticos fácilmente reconocibles, remite a una simbolización más oscura:
puede insinuar acción y libertad, pero también la sospecha masculina
respecto a la astucia femenina y a su voluptuosidad, a la vez deseada y
condenada por los hombres.

La atención al modo en que tales mediaciones atraviesan las interacciones


dramáticas representadas es un aspecto fundamental del análisis de los textos
visuales narrativos.

3.3.9. Trama y cualificación temporal

La trama traduce la sucesión temporal presupuesta de la fábula mediante


operaciones de prolepsis y analepsis, de tal modo que el orden lineal del
relato frecuentemente no coincide con la secuencia cronológica de los
acontecimientos relatados. Ricoeur (1987) da una gran importancia a la trama
en tanto que esquema que organiza y da sentido a los acontecimientos
particulares. Para ser captado como tal, el acontecimiento ha de ser
susceptible de integrarse en una trama, y ésta resulta ser al fin la condición
misma para que el acontecer adquiera sentido histórico o constituya
simplemente una experiencia temporalizada.

Pero la eficacia de la trama narrativa no se restringe a las operaciones que


organizan los eventos en el tiempo, traduciendo la fábula a un curso de
sucesión temporal, sino que supone también modos de cualificación y
valoración del tiempo mismo.

Es sabido que la cultura de la Grecia clásica diferenciaba el cronos,


tiempo cronológico, del kairós, tiempo de la oportunidad, de la ocasión
particular y significativa; de ahí que prácticas como la medicina, el derecho o
la navegación fueran consideradas por Aristóteles pros ton kairón, es decir,
reguladas por el sentido del momento propicio y conveniente para la decisión
y la acción. Pues bien, las estructuras de la trama narrativa, sobre todo en lo
que concierne a su sentido dramático, tienen tanto o más que ver con esta
segunda temporalidad que con el desarrollo del tiempo cronológico. Por
ejemplo, en la versión oral de Caperucita Roja, la escena de la entrevista
entre Caperucita y el lobo disfrazado de abuela requiere la aparición y la
intensificación de un tiempo tenso, a la expectativa, hasta un momento de
climax cifrado en el "¡para comerte mejor!" que el oyente infantil suele temer
y desear a la vez.

Corresponde al discurso narrativo (véase el cuadro 3.4) actualizar en un


marco enunciativo particular el tiempo regulado y cualificado por la trama.
Es en ese nivel en el que, por continuar con el mismo ejemplo, el enunciador,
para obtener un determinado efecto de intensidad dramática, podrá optar por
poner el enunciado del lobo en la voz de un narrador que lo transmite con
cierta distancia a su narratario o bien por adoptar la voz enunciativa del lobo
y situar a su enunciatario en la posición interlocutiva de Caperucita; podrá
optar, también, por un tiempo regular o por un ritardando que propicie el
efecto de suspense, etc.

Entre las condiciones que determinan las cualidades de la trama narrativa


hay que destacar el aspecto, a saber, el carácter de la temporalidad según
corresponda a un momento puntual o durativo de la acción; según indique el
inicio (incoativo) o el final de un proceso (terminativo) o la reiteración de un
acto (iterativo). Calabrese (1999: 70-71) ha hecho observaciones muy
pertinentes sobre la representación de la aspectualidad en la pintura
figurativa:

La duratividad, o es neutra [...], como en la naturaleza muerta (que


de hecho será entendida como una condición de estado), o está
implicada por su contrario, la puntualidad. Cada segmento de una
acción en curso será entendida como puntual, pero también como
portador de una memoria (su propio antecedente) y de una promesa
(su propio consecuente) [...]. Durante un determinado período, por
ejemplo, entre el cinquecento y el seicento, asistiremos a la cada vez
mayor aproximación a la puntualidad entendida como instante
temporal, como un verdadero punto cronológico en que convergen el
estar a punto de hacer y el acabar de hacer.

Exactamente como ocurre en ICh, según hemos analizado: promesa y


memoria, ir a hacer y acabar de hacer, son las encrucijadas de esa puntualidad
narrativa del anuncio que carga así con el sentido de la expectativa tanto
como con el de la evocación, y que parece querer pulsar en un solo acorde
varias cualidades afectivas del tiempo y diversas cualidades temporales del
afecto, desde el anhelo a la nostalgia.

El aspecto ofrece frecuentemente el punto de vista de un observador sobre


la acción, ya se trate del propio actor que la efectúa o de un virtual testigo
externo. Es por esta razón por la que, como defiende Fabbri (1999: 66), la
aspectualidad determina frecuentemente el carácter de los estados pasionales
de un sujeto: la diferencia semántica entre miedo y terror viene dada por el
aspecto durativo implicado en el primero y por el puntual implicado en el
segundo. De la misma forma, al afirmar: "Por fin se cerró la instrucción del
sumario", el titular de prensa representa el momento terminativo de un
proceso y a la vez, en la expresión adverbial, la expectativa impaciente del
enunciador ante el hecho relatado.

En el anuncio de la figura 3.13, la actitud del personaje frente al vehículo,


en una postura corporal que remite intertextualmente a la iconografía de El
Pensador de Rodin, y que connota por ello actitud reflexiva o dubitativa, es
presentada según la aspectualidad incoativa de "estar a punto de" iniciar la
acción (¿subir al vehículo?, ¿comprarlo?). Tanto su posición acuclillada ante
la puerta del conductor, cuanto la acusada perspectiva que indica un punto de
fuga frente al coche, como el eslogan que encabeza el anuncio ("El futuro no
es aquello que está por venir. Es aquello que vamos a buscar") son
interpretantes que promueven ese sentido. El vehículo es, pues, presentado a
la vez como objeto de preferencia para un cálculo racional - también sugerido
por la sobriedad y la frialdad del espacio - y para un deseo, cuya intersección
se expresa en el estado pasional de la duda y en la aspectualidad incoativa del
tiempo representado.

Figura 3.13. La actitud incoativa.

Menos fácil de analizar que la aspectualidad, pero no menos pertinente


para la conformación de la trama, es el ritmo, que no afecta a la regularidad
de un curso temporal determinado sino más bien a una relación entre varios
tiempos a la que puede darse el nombre de tempo narrativo.
Bal (2001: 78-84) toma de la teoría de Genette cinco tempi narrativos
según la extensión relativa del tiempo de la fábula y de los fragmentos
temporales relatados (o tiempo "de la historia"), a saber:

•Elipsis (TF>oTH): El tiempo transcurrido entre dos acontecimientos de la


fábula es indeterminado.

•Resumen (TF>TH): En el ejemplo de Bal: "Pasaron dos años de amarga


pobreza, en los que perdió dos hijos, se quedó sin trabajo, y fue arrojada
de su hogar..." esa contracción de los acontecimientos precede
frecuentemente a la presentación de un acontecimiento clave y al que se
dedicará un tiempo más moroso.

•Escena (TF-TH): En este tipo de secuencias el tiempo parece coincidir


con el de la fábula, sin elipsis, anticipaciones, retrospecciones ni
dilaciones notorias.

•Deceleración (TF<TH): En ejemplos como el de Bal (el breve período


entre el sonar del timbre y la apertura de la puerta) el actor se puede ver
largamente demorado en sus pensamientos y reacciones... Las
situaciones de "suspense" cinematográfico frecuentemente transcurren
en este ritmo decelerante.

•Pausa (TF<oTH): Acaece en secciones narrativas en las que "no se


implica ningún movimiento del tiempo de la fábula".

Tanto o más interesante que el reconocimiento de estos tempi, lo es el


análisis de sus diversas distribuciones según las situaciones narrativas, y de
los efectos de sentido que de ellas pueden derivarse. Por ejemplo, Eco (1997:
77) observa que en las novelas de la serie Agente 007, de Jan Fleming, se
desacelera sobre lo superfluo (una partida de cartas, una cena...) mientras se
acelera sobre lo esencial, quizá porque así se logra "la función erótica de la
delectatio morosa". Aunque Eco no lo señale expresamente, este tempo
narrativo estaría emparentado con el del cine porno, en el que los
acontecimientos narrativos (citas, coincidencias o viajes) son breves y
sumarios, mientras que los encuentros sexuales, filmados en tiempo real,
buscan un efecto de deceleración presumiblemente sincrónico, en tanto que
tiempo discursivo, al de la excitación del espectador.

Con seguridad las modalidades del tempo que propone Bal, demasiado
ceñidas a las narrativas realistas, no agotan las posibilidades de construcción
rítmica de la trama. Cabe añadir, por ejemplo, un tempo onírico caracterizado
por modos de enlace semejantes a los saltos espaciotemporales que se
experimentan en los sueños. Por ejemplo, en la película Un perro andaluz, de
L.Buñuel (1929), un acontecimiento nocturno puede proseguir, en el plano
inmediatamente posterior, en un ambiente diurno. En el relato Un médico
rural, de F.Kafka (2000), se anuncia un inminente y penoso viaje en medio de
una tormenta de nieve; sin embargo, el médico lo realiza de forma
instantánea: "como si ante la puerta de mi patio se abriese inmediatamente el
patio de mi enfermo, ya me encuentro allí". En estos bruscos
encadenamientos narrativos el efecto de aceleración en la trama subraya un
efecto de irrealidad en el orden de la fábula.

3.4. Plano narrativo y plano conceptual: la integración semiótica

Aun dando por bueno el postulado de que la estructura profunda de todo texto
puede ser analizada según categorías de narratividad (apartado 3.3.5), no todo
discurso, en tanto que actualización "de superficie" que expresa un conjunto
de enunciados, puede considerarse pertenenciente a un género narrativo. Aquí
interesa diferenciar, en un primer movimiento analítico, dos planos
semióticos: los llamaremos narrativofigurativo y alegórico-conceptual.
Hablamos de "planos" en el sentido de dimensiones analíticamente
diferenciables del proceso semiótico, en efecto, pero también como contextos
visibles en el interior del texto visual. En la figura 3.14 hemos diferenciado el
contenido visual de esos planos en ICh: advertiremos cómo en la lectura
común les damos sentido en tanto que contextos visuales diferenciados, y
cuáles son las propiedades semióticas que los definen; después observaremos
cuán profundamente pueden llegar a interrelacionarse.

Figura 3.14. Dos planos semióticos en ICh.

3.4.1. El plano narrativo-figurativo

En este primer contexto visual se cuenta una historia. El lector de ICh,


valiéndose como todo lector de una competencia semiótica particular y del
recurso a unos determinados conocimientos "enciclopédicos", que
comprenden determinados repertorios iconográficos y otras tipificaciones
propias de su universo simbólico, puede reconstruir con mayor o menor
exhaustividad los datos de una fábula y las operaciones de una trama. Si se
trata efectivamente de un plano narrativo el lector podría también parafrasear
su contenido mediante un relato verbal (hablaríamos a este respecto de un test
de ékfrasis) del tipo de: "Son dos chicas, una morena y una rubia, vestidas así
y asá, que se están besando, quizá al lado de una discoteca donde han
entablado relación esa misma noche, cuando de pronto...".

De forma que este plano contiene necesariamente alguna cronotopía (un


escenario urbano, nocturno, dos jóvenes), uno o varios acontecimientos que
implican a los personajes y se suceden diegéticamente (se besan, algo atrae la
atención y la mirada de la morena) y un amplio repertorio de recursos
figurativo-descriptivos que dan contenido perceptivo al relato.

Pero, como después precisaremos, el espacio narrativo visible es también


una pantalla de inscripción de índices que remiten a lo invisible de
significados ausentes, que es preciso inferir. Por ejemplo, que estamos a la
puerta de una discoteca o de un bar de copas es uno de esos significados
inferidos o inferibles. Y también lo es la presencia activa de un personaje-
testigo: la mirada sorprendida de la morena, la iluminación deslumbrante y
contrastada, propia del flash de un night shot, y la banda (de color verde en la
imagen original) que recorre el lado derecho de la imagen por encima del
brazo y el pelo de la rubia (y cuya interpretación probable es la de un índice-
símbolo de la película fotográfica, o más bien de la iluminación de revelado
de una emulsión pancromática) remiten a la situación imaginaria en que un
tercer personaje, un fotógrafo furtivo, fuera del campo visible del relato, está
obteniendo una foto robada del beso de las muchachas.

3.4.2. El plano alegórico-conceptual

El segundo plano semiótico es verbovisual, consta de un conjunto de


inscripciones escriturales y gráficas y además del icono de un paquete de
cigarrillos Lucky ligeramente arrugado. Lo denominamos alegórico por su
filiación respecto a las alegorías históricas a que nos hemos referido en el
apartado 1 .3.4. En este caso podemos hablar incluso de un enunciado de
forma jeroglífica. Y conceptual porque ha de leerse como un conjunto de
contenidos y relaciones conceptuales, no de representaciones narrativas. Por
ejemplo: "I choose + icono de una cajetilla de Lucky" puede leerse como
"acto predicativo de elección por parte de la instancia pronominal `Yo' cuyo
objeto es, junto, a otros probables, ese producto/marca".

La línea (de color rojo en la imagen original) de la banda del paquete, que
se prolonga debajo del enunciado del eslogan, es también un claro objeto
conceptual: ¡cónica en tanto que forma parte de la imagen de la cajetilla, se
transforma en índice metalingüístico en tanto que subrayado, pero es sobre
todo el índice visual de la función predicativa que hemos descrito en el
párrafo precedente.

Catalá Doménech hace valiosísimas observaciones sobre esta clase de


espacios semióticos enraizados en la alegoría barroca y que describe como
"espacios mentales que las fuerzas conceptuales materializadas en las figuras
producen a través de la relación entre ellas" y que se han reactivado en la
época del capitalismo monopolista, principalmente en el discurso publicitario
(Catalá Doménech, 1993: 200). Hay que leer esta clase de ámbito visual
como un "marco mental analítico", como una red de nexos conceptuales
posibles, un plano semiótico cuya unidad de sentido no viene dada por la
iconicidad (no es, o no es sino parcialmente, un espacio "figurativo") ni por
alguna función narrativa, pues tampoco es un escenario, un cronotopo o
cualquiera otra clase de marco para representar contenidos diegéticos.

3.4.3. Pliegues y charnelas

Si examinamos una extraordinaria obra pictórica posrenacentista, Los


embajadores de Holbein, de 1533 (figura 3.15), hallamos una representación
de doble plano como la de ICh: en un espacio narrativo que aparece como
escena de fondo, dos embajadores, Jean de Dinteville y Georges de Selve, se
muestran de pie frente al espectador, acodados sobre una doble mesa repleta
de libros, objetos científicos y musicales, sobre un pavimento que se parece
al de Westminster y con el fondo de un cortinaje semejante a un telón teatral.
Un conjunto de indicaciones (analizadas en un sugestivo ensayo de
Calabrese, 1999) nos hacen suponer que han ido a la corte de Enrique VIII
con una misión secreta.

Figura3.15. Los embajadores, de H.Holbein el Joven.

Pero en el primer plano del cuadro, en su tercio inferior, aparece una


imagen que en modo alguno forma parte de esa escena narrativa: superpuesta
como un cuerpo extraño, como una mancha flotante, sólo puede ser leída
abandonando el eje perpendicular al que invitan la perspectiva y la
composición del conjunto de la escena, desde un forzado ángulo lateral. Si
adoptamos este punto de vista reconocemos una calavera de tamaño
proporcionado a las dos figuras humanas del cuadro. Se trata de una
anamorfosis, un juego visual muy del gusto manierista, pero lo que nos
interesa subrayar aquí es que no cabe interpretarlo como un objeto integrado
en el cronotopo narrativo de la escena, sino más bien como el vehículo de
varios probables significados alegórico-conceptuales: la calavera propia del
género vanitas, en que se recuerda la caducidad de la vida y del mundo
terrenal; la idea de la muerte que sobrepasa también el engaño y la apariencia
de la pintura; una suntuosa firma encubierta (Hol-bein = "hueso hueco"); una
alusión al peligro de guerra y mortandad que amenaza a Europa; una cita
literaria de la Utopía de Tomás Moro: "Nosotros presentamos la muerte y
creemos en ella desde muy lejos, y sin embargo está oculta en lo más secreto
de nuestros órganos". Y aun otro, y quizá el más sugerente: un indicador del
género vexierbilder (pintura de enigma, de jeroglífico), que invita al lector, a
modo de índice metadiscursivo, a interpretar el cuadro de forma sesgada. La
regla de interpretación que sugiere la calavera anamórfica podría formularse
así: "Para reconocer esta figura has de mirar desde un ángulo oblicuo. Pues
bien, interpreta también oblicuamente (en sentido indirecto, figurado,
alegórico) el conjunto del cuadro".

Si esta conjetura sobre el significado de la anamorfosis nos satisface,


entonces nuestras hipótesis respecto al doble plano de la representación han
de entrar en crisis, porque no se trata ya de dos planos desconectados e
inconmensurables: primero, porque parte del sentido alegórico-conceptual
vendría, justamente, de remitir al plano narrativo, de funcionar como una
especie de instrucción de lectura ofrecida para el relato del fondo, no como
un nivel plenamente independiente de significado. Segundo, porque tampoco
los elementos de ese trasfondo son única y exclusivamente narrativos.

En efecto, y de nuevo según las indicaciones de Calabrese (1999) los


objetos de la escena remiten de una manera profusa a significaciones
alegórico-conceptuales discretas pero muy determinadas: el cuadro expone
una perspectiva política y moral próxima a Erasmo, a Moro, al punto de vista
de una tolerancia humanista que ve con preocupación la amenaza de conflicto
político-religioso en Europa. Por ejemplo, el laúd muestra una cuerda rota, y
su estuche yace invertido bajo la mesa: alegorías de la "pérdida de armonía"
política en Europa, pero también de una obligada "constricción al silencio"
para quienes creen en la armonía universal. Un silencio que es el de la pintura
misma, cerrada en este caso por un cortinaje que ciega la visión de un más
allá de la representación, si se exceptúa el pequeño crucifijo plateado que
asoma en la esquina superior izquierda (Calabrese, 1999: 56).

Así pues, muchos de los elementos que componen el plano narrativo son a
la vez alegórico-conceptuales: el laúd es un instrumento musical que forma
parte del mobiliario palaciego, pero a la vez, con su cuerda rota, una alegoría
de la armonía amenazada. Lo mismo puede decirse de la cortina: un elemento
del cronotopo de una antecámara diplomática, pero también una alusión a la
obstrucción política y a la clausura de la representación misma.

Diríamos, pues, que estos elementos son lugares de pliegue del sentido
entre ambos planos semióticos, de tal forma que, a la vez discontinuos y
continuos (como en la famosa cinta de Moebius), según la lectura va
recorriendo uno de esos planos, de pronto se encuentra ya en el otro. A estos
enclaves semióticos que actúan como dobles interpretantes, remitiendo el
significado de la imagen por un lado a un relato, a un contexto narrativo, y
por otra parte a un marco conceptual, los llamamos charnelas (una metáfora
que remite a la juntura entre las conchas de los bivalvos): son los signos a
través de los cuales los dos planos semióticos entran en intersección y
establecen interacciones.

Tras el noble ejemplo de Holbein, de regreso al plebeyo de ICh


observamos la misma fluidez entre ambos planos y el rendimiento funcional
de las charnelas. Comentaremos algunas de ellas:

a)Desde el plano narrativo al conceptual, los elementos descriptivos


expresan aspectos particulares de un relato, como hemos observado,
pero a la vez significan alegóricamente valores o conceptos generales:

-La penumbra, la hora nocturna, representan el tiempo del placer y


de lo prohibido; el pelo suelto y la ropa unisex designan las
actitudes liberadas; incluso el beso mismo alude por
sinécdoque al completo acto sexual, según una convención
largamente elaborada por el cine clásico.

-El relato de un beso entre dos mujeres viene a representar


alegóricamente el concepto de la "libertad de elegir", y éste es
sin duda el engranaje semiótico fundamental, estratégico, del
anuncio.

b)Yendo de lo conceptual a lo narrativo, se puede advertir el


funcionamiento de otras charnelas:

-El paquete de tabaco, "superpuesto" al plano narrativo (como la


calavera de Holbein), describe arrugas paralelas a las curvas de
la rubia, proponiendo una metáfora plástica, pero también se
superpone metonímicamente al espacio figurativo del bolso
(donde se guarda el tabaco) y sobre todo remite al "se ha
fumado" de un tiempo cualificado de la seducción.

'T'por la composición oblicua y paralela al cuerpo de la chica


morena se asocia con ese personaje, y es así atraído al universo
del relato, tanto metafóricamente, por la posición corporal,
cuanto metonímicamente, por la proximidad espacial. Por el
carácter "caligráfico" de su tipografía el pronombre de primera
persona aparece como indicador de expresión o identidad
personal (un efecto de "firma'), y sugiere la atribución de esa
función autoafirmativa del yo al personaje mismo (y, por
cierto, también el uso del inglés en el eslogan tiene una función
alegórica).

-La línea roja ha de leerse conceptualmente como subrayado, pero


a la vez, en el nivel plástico de la composición, es la línea que
une los cuerpos (a la altura del sexo) de las muchachas, éstos sí
representados icónicamente en el plano diegético. Hay, pues,
una nueva intersección entre los dos planos de sentido.

En la articulación de este conjunto de charnelas, puede leerse un


enunciado jeroglífico que acumula pero deja en la indeterminación varios
posibles objetos predicativos del eslogan: las posibilidades (iv) y (v) de
relación predicativa suponen obviamente charnelas, interpretantes que
traspasan de nuevo los dos planos:

Ichoose: 1. Lucky Strike

2.An American Original

3.Lucky Strike, an American Original

4.[Un objeto representado no verbal, sino icónicamente] La


muchacha rubia, metonímicamente identificada con el paquete
de cigarrillos

5.[Un objeto no presentado, sino presupuesto por la interpelación


de la mirada] El destinatario a quien se emplaza como sujeto
deseante

El conjunto de objetos queda necesariamente abierto desde el momento en


que la ambigüedad inherente a la función deíctica de 'T, yo, no permite
determinar si efectivamente el pronombre de primera persona representa al
personaje de la morena, acaso, ¿por qué no?, al de la rubia, o más bien, por
vía de identificación, al enunciatario que supuestamente asumiría como
propio el enunciado del eslogan. Pero esta última posibilidad nos lleva a
examinar algunos problemas de la enunciación en el texto visual.

3.5. Interpelación y captura de la mirada. El simulacro interlocutivo

En este nivel enunciativo o de "discurso" (según se denominaba en el cuadro


3.4) no nos interesamos ya por lo que el texto visual "representa" narrativa o
conceptualmente, sino por el modo en que se nos "presenta" como simulacro
interlocutivo, como expresión de unas determinadas instancias de
subjetividad y de sus diligencias: fundamentalmente el enunciados o sujeto
de la enunciación, que el propio texto presupone como agencia productiva, y
el enunciatario al que supuestamente se dirige: una posición virtual sostenida
por procedimientos discursivos, no el espectador individual ni el target
colectivo determinado por operaciones de segmentación sociológica externos
al ámbito del discurso. Como señalábamos en Lozano, Peñamarín y Abril
(1999: 113) el enunciatario, al igual que el enunciador, no es

[...] una presencia explícita en el texto, como puede ser el /tú/ de la


conversación, o la segunda persona de la interpelación al lector, sino
el destinatario presupuesto también a todos los niveles, como los
temas tratados que seleccionan un tipo de receptores supuestamente
interesados..., pero más claramente en el nivel de la inteligibilidad, en
el juego de implícitos y explicitaciones que diseñan un saber
caracterizante [...]. Esta relación entre destinador y destinatario [...]
establece una suerte de contrato enunciativo.

3.5.1. Enunciación y discurso visual

Casetti (1983) que analiza la estructura de la enunciación en el cine,


adoptando el criterio del punto de vista como mirada, como acto perceptivo,
diferencia las dos instancias de subjetividad básicas: el enunciador (función
yo), el enunciatario (tú), y además, el personaje eventualmente presentado en
la escena (él).

El esquema originario de esta propuesta está en Benveniste (1974: 117)


cuyo "cuadro figurativo" de la enunciación se conforma con una doble
relación: la correlación de subjetividad, que opone yo a tú, las figuras de los
interlocutores, y una correlación de personalidad que opone conjuntamente
yo-tú a él, la "no persona", la representación de aquel de quien se habla.

También Casetti (1983: 88) subraya el carácter netamente semiótico de


estas instancias, o lo que es lo mismo, que no se trata de sujetos empíricos de
la visión, sino de funciones textuales: el tú, por ejemplo, "no se refiere a
nadie en particular, sino más bien al hecho de que el film se da a ver. Son
marcas que remiten a mecanismos constitutivos del texto fílmico". Como "no
hay mirada sin una escena ni escena sin mirada", el punto de vista viene
determinado por la confluencia de el punto desde donde virtualmente se
observa, que corresponde a la función tú, a la mirada asignada al espectador;
el punto a través del cual se muestra, la función yo, la que frecuentemente se
identifica con la metáfora del "ojo de la cámara"; y el punto que se mira, un
objeto de la mirada, eventualmente el personaje a quien miramos, él.

A partir de la combinación de estas categorías Casetti (1983: 90-91)


propone cuatro configuraciones canónicas de la enunciación cinemato
gráfica, identificables por la actitud que en cada una de ellas le corresponde
asumir al enunciatario, tú:

a)La de testigo, cuando un tú es afirmado frente a un yo afirmado.


Corresponde a la que se suele denominar "visión objetiva", en la que, de
haber un personaje, "yo y tú lo miramos".

b)La del aparte, cuando tú se instala frente a un yo combinado con un él:


"yo y él te miramos". Es el caso de la interpelación directa, como la que
acaece al comienzo de Al final de la escapada de Jean-Luc Godard
(1959): Michel (Jean-Paul Belmondo), que va conduciendo un coche,
gira su rostro en primer plano hacia el espectador para dedicarle, en
segunda persona, un pequeño comentario insolente.

c)La de personaje, cuando tú se combina con él frente a un yo,


corresponde al procedimiento conocido comúnmente como "visión
subjetiva", que también se deja parafrasear como "yo hago mirar a tiy a
él".

d)La de cámara, en fin, cuando un tú combina con un yo, en una "visión


objetiva irreal" como la que puede asignarse al espectador mediante
movimientos de cámara, cambios de ángulo u otros procedimientos que,
no correspondiendo al punto de vista de un personaje, tampoco serían
posibles como puntos de vista de la mirada natural.

¿Cuál de estas configuraciones describe mejor la escena de ICh?


Inicialmente parecería que b), la interpelación: "yo y ella (la morena) te
miramos". Pero la estructura enunciativa es ambigua: cabe interpretar
también que el interpelado (tú) ocupa en la escena el lugar vitual de un
personaje (él), y en este caso la configuración se corresponde con c).
Enseguida volveremos sobre ello para replantearnos el análisis enunciativo en
términos de identificación.

El criterio de la mirada como mero acto perceptivo, al que se atiene


Casetti en su tipología, resulta algo restringente. Habría que diferenciar
también, junto a la perceptiva, lafocalización cognitiva, no siempre
coincidente con aquélla.

Cuevas (2001: 132) que hace esta y otras distinciones al hilo de las teorías
de la focalización de Jost y Genette, recuerda un célebre ejemplo de
focalización interna, es decir, de punto de vista sobre el relato que se
identifica con el del personaje: en la película Rashomon, de Akira Kurosawa
(1950), la peripecia de una violación es contada desde el punto de vista de
varios personajes, y tenemos la impresión de conocer el contenido cognitivo
de las diferentes fábulas (en el sentido del apartado 3.3.6), pero no
necesariamente de compartir las respectivas miradas. Los puntos de vista
sobre la acción no son, o no son solamente, representaciones perceptivas.
Pero cabe también una focalización externa en la que, simple y llanamente,
nuestro punto de vista no es el de los personajes del relato sino el de un
observador externo, un testigo, un espectador que no se encuentra incluido en
el mundo narrado.

La observación de ICh nos lleva a recordar otros dos elementos formales


que juegan un papel importante en la interpelación al enunciatario, además de
la representación frontal de la mirada del personaje: uno es la distancia
respecto a la escena propuesta a través de la elección del plano, pues éste
simula una mayor o menor cercanía proxémica (en el sentido de Hall, 1973),
es decir, de cercanía interpersonal socioafectiva: desde el efecto de mayor
intimidad de un primer plano del rostro hasta el de "distancia pública' de un
plano general, pasando por la escala intermedia de las distancias "privadas".
El plano americano que se ha elegido en el caso de ICh nos sitúa como es
obvio en una gran cercanía, en la que la relación visual simula un acceso
próximo al encuentro táctil.

Junto al simulacro proxémico del plano, es también pertinente el ángulo


de visión, cuyo significado ha sido subrayada por Kress y van Leuwen (1996:
143): mientras el ángulo oblicuo a la escena nos la presenta como algo
exterior a nosotros, el ángulo frontal involucra al espectador, supone que lo
que vemos es parte de nuestro mundo, algo de lo que formamos parte.

Así, si acumulamos los efectos de sentido propuestos por la planificación


de la escena, la representación de la mirada de los personajes y el ángulo, nos
hallamos ante una determinada esfera de participación imaginaria en que el
enunciatario es más o menos incluido (desde luego hemos omitido hacer
referencia a los correspondientes efectos sonoros, fónicos, musicales, de
reproducción del sonido ambiente o en general de uso del espacio sonoro, en
los lenguajes audiovisuales, tan pertinentes como los que aquí señalamos).

De vuelta al ejemplo ICh, hemos de considerar un pequeño experimento


visual, el que se representa en la figura 3.16.
Figura 3.16. Dos posibles situaciones enunciativas para ICh.

Ya hemos interpretado la escena de ICh como un relato de foto furtiva: la


muchacha morena estaría mirando a un personaje presente en el espacio fuera
de campo, invisible para nosotros, los enunciatarios; ese personaje está
fotografiando la situación y de su acción sabemos por dos índices narrativos:
la iluminación de la escena y la respuesta corporal y emocional de la morena.
También por un símbolo visual extraño y anacrónico a esos dos
interpretantes: la banda (de color verde en la imagen original) que connota la
representación como imagen foto o cinematográfica, es decir, como un
fotograma en proceso de revelado (según la conjetura que apuntamos en el
apartado 3.4.1).

Si la configuración enunciativa de esta escena hubiera sido la que se


presenta en la parte izquierda de la figura 3.16, el enunciatario, en un punto
virtual situado lateralmente detrás de la espalda del personaje MP3 (lo
bautizamos con ese nombre supuesto y poco honroso: "machopaparazzo" o
"macho-personaje-3.°") tendría acceso visual a MP3 y a las dos muchachas.
Pero según los parámetros que acabamos de comentar: eje de la mirada, plano
y ángulo, la configuración enunciativa se corresponde más bien con el
supuesto representado a la derecha, de tal forma que el locus del enunciador y
el lugar de MP3 coinciden, y a la vez se hacen necesariamente coextensivos
el espacio del relato y el espacio del discurso o de la enunciación. En este
supuesto, en suma, se produce la confusión de las configuraciones
enunciativas b) y c) de la tipología de Casetti, y con ellas un máximo efecto
de participación imaginaria del destinatario. Y por cierto: la misma
identificación enunciativa E = MP3 (se me ubica en el lugar del mirón, del
que sorprende pornográficamente una relación entre mujeres) se sostiene en
la conjetura narrativa sugerida por la banda: la de estar examinando una
imagen fotográfica en proceso de revelado.

Es evidente, pero desde luego merecería un análisis ulterior, que el plano


alegórico-conceptual del texto (en la parte inferior de la figura 3.14) ha de ser
analizado desde supuestos enunciativos algo diferentes: aun cuando sus
"charnelas" (el pronombre I"o el paquete arrugado) imponen una lectura
consistente con el esquema diegético de la enunciación, otros aspectos
remiten a condiciones perceptivas antes que (o a la vez que) socioafectivas o
proxémicas: por ejemplo, el tamaño del paquete, que en tanto que objeto
conceptual no forma parte del plano diegético ni está perspectivamente
integrado en la representación ¡cónica, responde a exigencias más bien
psicotécnicas, como la de destacar del conjunto del texto. Igual que el tamaño
de las letras y los signos gráficos.
Por otro lado, y tal como apuntábamos en el apartado 2.1.2, la selección
de tamaños tipográficos perceptibles a cierta distancia habla ya de la
apelación a un enunciatario peculiar, el lector del espacio público moderno,
que, ora confundido con el ciudadano político, ora con el consumidor
supuestamente activo, encarna también al sujeto intelectual e imaginario de
una lectura "modernizada", entre otras por esas prácticas de consumo y de
gestión liberal de la voluntad y la decisión política. Si en el plano diegético
del texto visual cabe leer las conformaciones del imaginario, las
tipificaciones, los modos de producir y reproducir las tramas narrativas de la
experiencia colectiva, en el plano alegóricoconceptual deberían poder
reconocerse también algunas de las modernas conformaciones de las
facultades humanas, desde el razonamiento al sensorio, pasando por las
funciones categoriales, de la atención y de la ordenación espaciotemporal de
la lectura.

Y en su trasfondo, en el de ambas problemáticas, las formas de identidad


mediadas por las actuales relaciones con los textos, los objetos, marcas y
metamarcas, y supuestamente integradas por un individualismo sistémico e
ideológico y otras diversas formas de fusión y regresión, como analiza
Marinas (2001: 26-27) respecto a la contemporánea cultura del consumo.

3.5.2. Identificación primaria y secundaria

Un tema teórico estelar en la tradición de la crítica psicoanalítica del cine es


el de la identificación. Se trata, en una primera acepción, de esa forma de
participación imaginaria que, según explica Burgelin (1974: 105-108) tiene
un carácter mimético: el sujeto capta y adopta un rasgo ajeno característico.
Frente a los relatos de la cultura de masas, la identificación se expresaría
tanto por el "vivir imaginariamente en conjunción con el héroe", por ejemplo,
mientras se ve una película, cuanto por el hecho de imitar sus gestos o su
vestimenta fuera del cine. En todo caso, Burgelin habla de la identificación
secundaria, es decir, del espectador con el personaje. Pues los teóricos
reconocen también una identificación cinematográfica primaria, constitutiva
de la propia mirada cinematográfica, y que es por ende condición de la
posibilidad de la identificación secundaria. Se trata, según la caracterización
de Aumont y otros (1996: 263-264), de la

[...] capacidad del espectador para identificarse con el sujeto de la


visión, con el ojo de la cámara que ha visto antes que él [...]. La
identificación primaria, en el cine, es aquella por la que el espectador
se identifica con su propia mirada y se experimenta como foco de
representación, como sujeto privilegiado, central y trascendental de la
visión [...]. Este lugar privilegiado, siempre único y central, adquirido
además sin ningún esfuerzo de movilidad, es el lugar de Dios, del
sujeto que todo lo percibe, dotado de ubicuidad, y constituye el
sujeto-espectador sobre el modelo ideológico y filosófico del
idealismo.

Así descrita, la identificación primaria se asemeja a la asunción por parte


del lector del punto de vista privilegiado y en gran medida irreflexivo que se
denomina en el análisis del realismo literario "omnisciencia narrativa"; pero
no conviene restringir la identificación primaria a un modo o estilo particular
de enunciación, puesto que se trata más bien de la expresión de una especie
de subjetividad trascendental de toda enunciación visual. Tal como nosotros
la entendemos, la perspectiva de la identificación primaria presupone una
teoría de la representación en la que el sujeto es un lugar estructural o formal
(como dice Jameson, 2004, sobre la reinterpretación que hace Heidegger del
cogito cartesiano). Hablando específicamente de la representación fotográfica
y cinematográfica, quien abre formalmente el lugar estructural del sujeto es la
cámara, es decir, una mediación tecnológica de la experiencia visual tal que
ésta sólo se ejerce desde las condiciones espaciotemporales y/o de
movimiento impuestas por aquélla. El supuesto idealismo del que habla
Aumont no derivaría, en todo caso, de la determinación inevitable de la
experiencia visual por la tecnología, sino más bien del olvido o la ignorancia
de esa mediación y de sus efectos.

La visión de un paisaje desde el lugar visualmente más abarcador, el


seguimiento del recorrido de un caballo al galope mediante un travelling que
nos ahorra desplazamiento físico y giro de la cabeza, la observación de una
relación sexual sin que el desarrollo de ésta se vea perturbado por la
presencia intrusa de nuestra mirada en la escena del relato, son algunos de los
efectos que pueden expresar ese lugar formal inmune a lo observado y
habitualmente a la propia autoconciencia del observador, y que da sustento al
mecanismo de la identificación primaria.

Éste, es, en fin, el modo de la identificación según la enunciación, puesto


que la secundaria, por tener su objeto en un personaje del universo narrado,
es una identificación según el enunciado. Quienes introdujeron la
problemática de la identificación primaria en el estudio de la enunciación
visual fueron Baudry (1970), que en un influyente artículo habló del "aparato
de base" del cine metaforizado por la cámara y de la identificación con el
sujeto de la visión, y Metz (1979), quien extrapoló la noción psicoanalítica de
identificación primaria: en el contexto psicoanalítico, se trata de una
formación imaginaria del yo que corresponde a la indiferenciación preedípica
entre sujeto/objeto, yo/otro, niño/madre. En el pensamiento de Metz, que se
cuida de adjetivar su teoría de identificación "cinematográfica" primaria, se
trata obviamente de una formación posedípica, adulta, y referida
específicamente a la experiencia semiótica del espectador de cine (Aumont et
al., 1996: 262- 263). En fin, para Metz el núcleo del asunto está en la
identificación con el punto de vista de la cámara, que por lo demás tiene su
precedente cultural en el mecanismo de la visión en perspectiva desarrollado
por la pintura del Quattrocento. Metz (1979: 50) afirma que "al identificarse a
sí mismo como mirada, el espectador no puede hacer más que identificarse
también con la cámara, que ya ha mirado antes que él lo que él está mirando
ahora', y cuyo puesto, idéntico al encuadre, determina el punto de fuga.

El espectador se identifica, pues, consigo mismo como pura mirada, con


ese locus abstracto y formal desde el que se mira. Baudry, y tras él todos los
analistas de la identificación primaria, insiste en el carácter ideológico del
"aparato de base", para el cual los contenidos importan menos que el efecto
de la identificación misma. En ella reside, probablemente, el mecanismo
ideológico más específico del cine: el de "llegar a constituir al sujeto" por la
delimitación ilusoria de un lugar central, sea teológico, como decía Metz (el
lugar de un Dios con mayúscula), o posteológico. Aumont y otros (1996:
266) concluyen que como un "aparato destinado a obtener un efecto
ideológico preciso y necesario para la ideología dominante, al crear una
fantasmatización del sujeto, el cine colabora con gran eficacia en el
mantenimiento del idealismo". Y por cierto, tanto en la noción de "aparato",
como en el entendimiento de la ideología como proceso de constitución del
sujeto, es fácil percibir un eco de Althusser (1974) en estas palabras.

El locus abstracto de la mirada presupuesto y a la vez obliterado por la


identificación primaria es ideológico, en cuanto parece como si el espectador
fuera un testigo neutro, como si los acontecimientos se produjeran con
independencia de la mirada, como si ésta hubiese sido absorbida, naturalizada
en un acto sin sujeto alguno. Como escribe Zizek (1994: 166):

[...] somos ciegos al hecho de que todo el espectáculo del Misterio


está montado con un ojo en nuestra mirada, es decir, para atraer y
fascinar nuestra mirada. En este caso, el Otro nos engaña en la
medida en que nos induce a creer que no hemos sido elegidos: aquí es
el verdadero destinatario quien confunde su posición con la de un
espectador accidental.

Esto es fácil de aplicar al caso de ICh, pues para empezar se desvela esa
propiedad ideológica fundamental del discurso publicitario: la mirada sí iba
dirigida a nosotros (al menos a algunos de nosotros) como enunciatarios, los
que hemos de satisfacer las condiciones de un cierto colectivo
sociológicamente segmentado, de un target y, por tanto, estar disponibles
para las ulteriores identificaciones que el anuncio ha previsto. Y sin embargo,
mirándonos según nuestra posible identidad y nuestro posible deseo,
construyendo con ello nuestras identidades y nuestros deseos, el texto
publicitario borra las huellas de esa selección y de sus estrategias semióticas.
El espectador del discurso publicitario siempre pensará que, sin más, "pasaba
por allí". Por ejemplo por los bares en cuyas máquinas de tabaco se exhibió el
anuncio ICh en su campaña española.

Pero, de nuevo en el terreno del discurso, la invidencia del espectador en


el plano de la enunciación (en su asunción de la posición ideológica de
voyeur, en el equívoco de la contingencia o accidentalidad de "ser mirado")
encuentra una correspondencia diegética, y por tanto un vehículo para la
identificación secundaria, en los ojos cerrados de la muchacha rubia que besa
a quien mira al espectador: el lugar espectatorial se hace disponible, pues,
para una doble identificación: la del objeto del enunciado I choose de la que
lo mira, y la del sujeto del I choose de la que besa.

La perspectiva psicoanalítica ayuda a entender sobre todo que la mirada, y


por ello el dispositivo de la enunciación, nunca es lineal ni unidireccional,
siempre es refleja y compleja, y está atravesada de alteridad, es decir, de la
mirada del otro al que miramos. En la mirada, según la expresión de Zizek,
siempre se produce la mediación de "lo que el sujeto lee en la mirada del
otro". Traducido al lenguaje de Peirce, esto significa que la mirada no es
segundidad, ni el encuentro de las miradas una suma de dos segundidades,
sino siempre terceridad, operación simbólica. Zizek (1994: 157-158) evoca la
tesis de Lacan según la cual la mirada que veo no es "una mirada vista, sino
una mirada imaginada por mí en el campo del Otro"; así, la mirada me
concierne en tanto que me veo afectado por ella, que leo en ella desde la
posición de mi deseo. En ICh, leemos nosotros, el deseo con que la chica me
mira, el deseo representado en su mirada es más bien una representación de
mi deseo (al mirarla), una representación del deseo del destinatario o del
destinatario en tanto que sujeto deseante. En esa misma medida la morena me
representa por inversión metonímica del mismo modo que la rubia lo hace
por relación metafórica.

Según afirma Barthes (citado por Aumont et al., 1996: 274) la


identificación no tiene preferencias de psicología, es una pura operación
estructural, yo soy sin más quien ocupa el mismo lugar que yo. O, traducido a
los términos de Casetti (1983) tú eres sin más el que ocupa el lugar de un tú.
Y Barthes continúa con unas observaciones perfectamente aplicables al
dispositivo enunciativo en el que ICh nos envuelve:

Devoro con la mirada toda red amorosa, y localizo el lugar que


sería el mío si formara parte de ella. Percibo no analogías sino
homologías [...]. La estructura no tiene preferencias; por eso es
terrible (como una burocracia). No se le puede suplicar, decirle:
"Mira, yo soy mejor que H...". Inexorablemente ella responde: "Estás
en el mismo lugar; por lo tanto tú eres H...". Nadie puede pleitear
contra la estructura.

En efecto, aquí no hay nada de psicología, la identificación no es un apego


afectivo, no estamos en determinada posición enunciativa porque nos
identificamos, sino que nos identificamos porque estamos en esa posición.
Freud estableció claramente que no es por simpatía por lo que alguien se
identifica, sino "al contrario, la simpatía nace solamente de la identificación",
la simpatía es el efecto y no la causa de la identificación. Una situación no es
otra cosa que una red que distribuye lugares: "Cada situación que surge en el
curso del filme redistribuye los lugares, propone una nueva red, una nueva
posición de las relaciones intersubjetivas en el interior de la ficción" (Aumont
et al., 1996: 270-274). Lo mismo podemos decir de la situación propuesta en
ICh, y en cualquier texto visual narrativo.

Finalmente, si hemos de relacionar las operaciones predicativas de ICh,


los objetos de valor que la situación narrativa y el eslogan distribuyen, con
los procesos de enunciación/mirada a través de los que nos interpela el texto,
habremos de preguntar: ¿Qué significa "Yo elijo"? ¿Acaso es evidente quién
es "Yo", qué quiere decir "elegir", cuál es el objeto de la elección?

El "jeroglífico" del eslogan es claro, pretende orientar mi deseo hacia una


marca de tabaco, pero esa orientación no engrana de manera inmediata ni
evidente con la historia amorosa que el relato propone. Ni con el deseo que el
discurso me imputa. No tenemos una respuesta unívoca para todas estas
preguntas, ni el texto del anuncio la proporciona. El texto, como nosotros, se
atiene a un mapa de posibilidades de sentido. El cuadro 3.11 se ofrece como
un instrumento propedéutico para que el lector las siga desarrollando con sus
propias conjeturas.

Cuadro 3.11. Predicación y enunciación. Espacio de valor y espacio de


identificación
3.52. La alegoría enunciativa

También Zizek ha dado importancia al viejo procedimiento semiótico de la


alegoría en el discurso visual, y su aportación más valiosa es la de proponer
una nueva categoría de la alegoresis: si en la alegoría tradicional o
conceptual, "el contenido diegético funciona como alegórico de alguna
entidad trascendente" (como ocurre cuando un personaje representa el Amor,
una situación determinada la Tentación, etc.), en el espacio narrativo
moderno "el contenido diegético es postulado y concebido como la alegoría
de su propio proceso de enunciación" (Zizek, 1994: 160). Esta idea de
alegoría reflexiva, vuelta sobre el propio discurso, supone sin más un
potencial crítico-ideológico que el filósofo esloveno encuentra ejemplarmente
realizado en Hitchcock, en el "sadismo benévolo" con que delata, a través de
episodios como el hundimiento del coche de Psicosis en la ciénaga (que
hemos comentado en el apartado 1.2.2) lo que nosotros denominábamos la
incertidumbre moral de la mirada. En realidad todo el cine de Hitchcock está
plagado de ejemplos relativos a la "naturaleza ambigua y escindida del deseo
del espectador", y del modo en que el cineasta, de forma tan sutil como
eficaz, la pone en evidencia.

Ahora bien, no creemos que toda alegoría enunciativa sea "crítica" por el
hecho de remitir al propio proceso de enunciación. Es más, esa referencia a la
enunciación puede ser un mecanismo tendente a reforzar un efecto
ideológico, la naturalización de determinados contenidos morales del texto, la
invisibilización de las propias estrategias discursivas. Tal ocurre,
precisamente en ICh, como creemos haber venido mostrando.

En efecto, puede entenderse que en este texto un elemento diegético, la


obtención de una foto robada que incluso por su carácter subrepticio cualifica
al tema representado como amor anómalo, es alegórica de la propia relación
del enunciatario con la escena (según la identificación E = MP3 que ya
hemos descrito), como lo era incluso la composición plástica "en triángulo", a
que nos referimos en el apartado 3.1. Aunque no precisamente para
cuestionar esa identificación, ni la atribución implícita de anormalidad a la
relación homosexual ni la supuesta escopofilia masculina, sino justamente
para instrumentalizarlas como recursos que supuestamente pueden cargar de
sentido y de deseo la atención a una marca-producto y neutralizar, a la vez, el
presunto antagonismo de la sexualidad lésbica a través de su puesta en
discurso espectacular; lo cual expresa ni más ni menos que un mecanismo
común en los procesos culturales contemporáneos.

Pero sin duda el mecanismo alegórico-enunciativo descrito por Zizek ha


dado, antes y después de las películas de Hitchcock, excelentes rendimientos
dentro del discurso visual crítico: como sugerimos respecto a La condición
humana de Magritte (figura 1.2), el cuadro en trampantojo puede leerse como
alegoría temática o conceptual de todo cuadro, pero a la vez nuestra mirada,
alegorizada en el trampantojo como una operación de
descubrimiento/encubrimiento (o "enmascaramiento", que decía el pintor) de
lo representado, puede leerse como alegoría enunciativa de toda mirada.

Un ejemplo excepcionalmente lúcido de alegoresis de la enunciación se


puede hallar en la película Film, con guión de Samuel Beckett, interpretación
de Buster Keaton y dirección de Alan Schneider (1965): el desvelamiento
final de una doble mirada subjetiva y de sus ambigüedades, el lugar invisible
de la cámara y de la función enunciativa, la identificación primaria con una
mirada como locus abstracto se desvelan para proponer todo un "pensamiento
cinematográfico" en el que Deleuze (1984: 101-107) encontrará, incluso la
expresión de sus conceptos de imagen-acción, imagenpercepción e imagen-
afección.

En su meticuloso guión, Beckett (2001) que dice querer ilustrar la tesis


esse est percipi, ser es ser percibido, del filósofo irlandés Berkeley, propone
una doble mirada: la del personaje, O (de "Objeto"), y la de un sujeto
enunciativo, E, el ojo de la cámara que en todo momento persigue a O.En la
secuencia final, dentro de una habitación, ambas miradas se diferencian
sutilmente por la "calidad de la imagen", según dicta el guión; más
exactamente, los objetos que se presentan a través de la mirada de O
aparecerán desenfocados. Al final de la película, E mirará de frente a O (su
rostro no se ha mostrado al espectador hasta ese momento) y O verá
finalmente a E, que resulta ser el mismo personaje, igualmente interpretado
por Keaton (véase figura 3.17). Hay, pues, una sutil tematización de la
problemática del desdoblamiento, de esa radical escisión del yo que a la vez
fundamenta y resquebraja la arquitectura de la subjetividad en el pensamiento
moderno, y por excelencia en el psicoanalítico.

Figara3.17. Filmde S.Beckett: al final de la película O se sorprende ante la


presencia de E.En su contraplano, E mira a 0 con "intensa atención".

A través de ella, como señala Talens (1975: 24), se pone de manifiesto la


"impredicabilidad del sujeto", y más en general un cuestionamiento radical de
la subjetividad y de la mirada, puesto que el ver, como el ejercer el habla,
presuponen ya un mirar y un lenguaje que de modo apriórico nos
miran/hablan a través de nuestra propia visión y de nuestro mismo uso de la
palabra.

Frente a textos como el de ICh, donde no se desvela la abstracción de la


mirada sino que se invita a ella, a naturalizarla y desproblematizarla, los
ejemplos que hemos comentado proponen distintas estrategias críticas: la de
denunciar que toda mirada es equívoca (Magritte), que toda mirada es
malévola (Hitchcock), que toda mirada es incierta y hasta impredicable, in-
objetable (Beckett), pero que en todo caso, en tanto que seres semióticos,
somos esa mirada y sus límites.

3.5.4. Hacer ver y hacer no ver

En el texto visual la enunciación puede ser entendida como una acción del
sujeto que da a ver, oculta, muestra a medias e incluso muestra demasiado.
La selección y organización de lo visible es legible entonces como un campo
de indicaciones, de huellas de esa actividad, a través de las cuales se
reconocen las estrategias cognitivas del enunciador, pero también, como
apuntábamos en el apartado 1.2.1, un amplio conjunto de efectos de sentido
relativos al contexto de prácticas sociales y al tipo de universos narrativos o
conceptuales de que se trate. El hacer ver del enunciador conforma, por
ejemplo, espacios de visibilidad/invisibilidad, y por tanto de legitimidad y
posible reconocimiento social para identidades, comportamientos o
problemas cuando se trata de enunciadores públicos como los medios
masivos. Es también a través de acciones de mostrar u ocultar como se
construye el sentido mismo de lo profano y de lo sagrado en una sociedad,
pues en su definición simbólica más primaria se trata, respectivamente, de lo
que puede o no ser mostrado abiertamente.

La función de la mirada, ese ojo ideal del dispositivo visual al que Casetti
denomina "Yo" y Baudry "aparato de base", es una instancia que duplica por
anticipado la mirada del espectador, produciendo el lugar virtual del
enunciatario. Todo ocurre, decía L.Marín, "como si el espectador-narratario,
una vez dotado de competencia, produjera él mismo, por su lectura, el relato
que le es contado [...] y la historia que el relato toma en cuenta" (citado por
Quéré, 1982: 172). Esa mirada inicial determina, así, una objetividad
inmediata sobre la cual otros posibles efectos de sentido tendrán que pivotar:
el sobreentender lo no visto, el no querer verlo, el querer ver más o
demasiado según la sobremodalización de la escopofilia, etc.

La cámara, tomada aquí como metáfora de ese lugar del hacer


enunciativo, es en cierto modo un procedimiento socrático: por una parte
efectúa distintas modalidades de sincresis, de confrontación de puntos de
vista (en la planificación, la angulación, el campo/contracampo, etc.), de la
que se alimentó gran parte de la teoría del montaje cinematográfico en la era
de la vanguardia. Pero también efectúa la anticresis, la provocación del
discurso/mirada del otro en forma de interpelación a su deseo, a su querer ver
y saber, etc. Si la anacresis socrática es invitación a la palabra por la palabra,
la anacresis del texto visual es provocación de la imagen por la imagen, dar a
ver para hacer ver (más), aun cuando el análisis crítico no dejará de
interesarse por aquellos modos del discurso visual en que el dar a ver hace
ver menos: es, por ejemplo, el caso de la espectacularización televisiva de la
catástrofe, en que la visibilización del efecto oculta la de las causas y la
dramatización de las desgracias sobrevenidas desdramatiza las condiciones
endémicas y estructurales que las hacen posibles.

La imagen enmarcada de una representación figurativa ha sido nombrada


con la metáfora de la "ventana abierta al mundo" desde Alberti (respecto a la
representación en perspectiva) hasta teóricos del cine como André Bazin: ese
marco delimita una "vista", un espacio visible, un "campo", pero a la vez
sobrentiende un entorno indeterminado, un "fuera de campo" (Aumont, 1992:
232). Así el escenario del relato es siempre una selección que tiene sentido
tanto por lo que muestra cuanto por lo que no muestra y por lo que oculta. El
cuadro 3. 12 trata de resumir, adoptando la matriz lógica del cuadrado
semiótico de Greimas (1973), las actividades básicas de la enunciación
visual, a las que cabe agrupar en cuatro esferas de gestión enunciativa de lo
visible: ostensión, disimulo, visibilización y no visibilización.

Trata, nuevamente, de ser una propuesta heurística, y como puede


apreciarse por el desdoblamiento de la categoría espacio/tiempo, toma por
referencia básica el discurso de la imagen en movimiento. Las formas de
acción/omisión señaladas en él pueden remitir a muy diversas operaciones
semióticas y técnicas (movimiento de cámara, planificación, iluminación,
etc.) y se sobrentiende, más bien, un discurso diegético: a él se alude con
nociones como "tiempo débil" de la acción.

Las operaciones del cuadro representan el trasunto, en el ámbito de lo


visual, de las modalidades epistémicas: la certeza (hacer ver), la exclusión
(hacer no ver), la plausibilidad (no hacer no ver) y la contestabilidad (no
hacer ver). A y B designan los espacios-tiempos efectivamente seleccionados
en la dimensión paradigmática. - B y - A, sus respectivos subcontrarios,
designan espacios-tiempos implicados por esa selección, bien sea como no
focalizados (-B), bien como presupuestos (-A).

Cuadro 3.12. Actividades de enunciación en el discurso visual


La lógica que rige estas operaciones es la sinécdoque, relación de la parte
al todo. La selección de espacios y tiempos efectivos del discurso presume
totalidades espaciotemporales virtuales. El acto de mostrar, que define puntos
de vista, encuadramientos y localizaciones particulares, reclama siempre la
presunción de tiempos y espacios en off, que el destinatario ha de reconstruir
imaginariamente. La anacresis al destinatario, y la interpretación final que
éste realice, no son operaciones que se resuelvan en términos puramente
formales ni se expliquen desde postulados inmanentistas. Suponen la
mediación de los imaginarios, de los esquemas de representación propios de
una cultura, y por supuesto de la creatividad de cada intérprete particular. Las
totalidades de escenario, de acción, de fábula que el destinatario ha de
conjeturar inferencialmente a partir de un plano o de una secuencia siempre
parciales remiten a marcos intertextuales y a competencias culturales muy
variables.

Así, hemos interpretado que en ICh se efectúa un hacer no ver


(correspondiente a la posición B del cuadro) al personaje MP3, y que esa
ocultación es estratégica para invitar a una identificación múltiple del
destinatario. Pero ¿por qué hemos conjeturado un contexto narrativo como la
foto robada, la aparición sorpresiva de un paparazzo, etc.? Justamente por
referencia a un marco intertextual que deriva de la cultura mediática
contemporánea: sólo en un contexto cultural como el que definen en los
últimos años los géneros rosa, las prácticas de vigilancia y cotilleo mediático
y el modelo al que Langer (1998) denomina television tabloide, esa inferencia
es la que aparece como más plausible para dar una coherencia narrativa a la
escena representada.

Desde este punto de vista, los discursos de la información visual,


particularmente el más popular, la información televisiva, pueden ser
evaluados a partir de un examen meticuloso entre lo que hacen ver/no ver,
etc. (las opciones presentadas en el cuadro 3.12) y los contextos o matrices de
significación que orientan a los destinatarios en la contextualización de tales
"videncias": ya desde la llamada guerra del Golfo de 1991 se hizo patente que
un nuevo modo de ficcionalización, el que derivaba de las ficciones
audiovisuales contemporáneas (como apuntábamos en el apartado 3.3.1), iba
a teñir la información televisiva de los años siguientes. El derribo de las
Torres Gemelas en 2001 sólo vino a confirmar esta tendencia: la catástrofe
que la televisión difundía en directo había sido ya vista muchas veces, en
versiones análogas, por los aficionados al cine nacionalista de acción
norteamericano. La información televisiva pasaba a convertirse, en cierto
modo, en el dejó vu de las rentables pesadillas de Hollywood. Como
escribimos en Abril (1996),

[...] la "virtualización" informativa conecta con ámbitos de


experiencia no menos cotidianos que la conversación doméstica o la
vida barrial [...], los relatos massmediáticos de ficción [...]. El
contexto de este problema es el abigarrado paisaje de intertextualidad
de la cultura de masas. El juicio moral y político sobre los
dispositivos de ficcionalización aplicados a la información sobre la
guerra del Golfo es una cosa, pero el dictamen sobre las condiciones
culturales que permiten el ejercicio de tales dispositivos es otra bien
distinta. La hipótesis de que los hábitos y disposiciones que orientan
nuestra experiencia cultural han sido intensivamente trabajados por
una cultura audiovisual espectacularizante, desrrealizadora y
generadora de incertidumbre cognitiva y moral no es descabellada
[...]. La crítica debería valorar conjuntamente, y en sus complejas
interacciones, el discurso informativo, el contexto massmediático
audiovisual y las supuestas inercias y resignaciones de la
cotidianedidad posmoderna.

La posición A del cuadro no es menos problemática que las otras, porque


lo que se hace ver siempre resulta determinado por lo que se oculta y no se da
a ver. La ambigüedad de lo evidente quedó magistralmente tematizada en "La
carta robada", el cuento de E.Allan Poe que inspiró un seminario de Lacan y
tantas otras reflexiones modernas. En efecto, y como propugnaba aquel
proverbio chino que alguna vez Barthes evocó, "el lugar más oscuro está bajo
la luz de la lámpara", bien porque la extrema accesibilidad de lo evidente
puede distraernos de su mismísima presencia, bien porque los más
incontestables índices de evidencia y verdad pueden ser, a la vez, los más
refinados vehículos ideológicos de la simulación o la naturalización. La
apariencia visible es engañosa cuando hurta una realidad más profunda (el
más viejo y popular problema de la filosofía) pero también cuando ella es, sin
más, la única realidad (tema de otro cuento clásico, "La esfinge sin secreto",
de Oscar Wilde). Este problema se hace especialmente agudo en la era
"posfotográfica", en que las evidencias del simulacro visual, producido por la
aplicación de modelos matemáticos, se pueden sostener sin los viejos
respaldos indiciales. El discurso publicitario contemporáneo está lleno de
ejemplos de uso de imagen de síntesis inserta en un contexto de imagen
fotográfica, en los que la visualización infográfica pasa sin más por
representación veraz, y no sólo verosímil, del efecto publicitado.

La posición -A del cuadro 3.12 puede ejemplificarse en ese modo tan


particular de presencia/ausencia que les corresponde a los compa fieros de
armas del rey en la foto de la figura 2.2., en beneficio de una estrategia
enunciativa que comentamos en el apartado 2.3.3.

Y, en fin, por lo que se refiere a - B, no hacer no ver, hay un interesante


ejemplo cinematográfico, nuevamente, en Psicosis. Su director, Hitchcock
(en Truffaut, 2004: 261), relata la escena del asesinato de Arbogast, el
detective:

Me serví de una sola toma de Arbogast que sube la escalera y,


cuando se acerca al último peldaño, coloqué la cámara
deliberadamente en lo alto por dos razones: la primera para poder
filmar a la madre verticalmente, pues, si la mostraba de espaldas,
hubiera dado la impresión de que ocultaba deliberadamente su rostro,
y el público desconfiaría. Desde el ángulo en que me situaba no
parecía querer evitar que se viera a la madre.

La última frase remite claramente al efecto de sentido de "no hacer que no


se vea". Si en Hitchcock este procedimiento de disimulo está al servicio de la
eficacia narrativa, y en concreto de preservar el secreto que alimentará la
sorpresa final de la historia, en otros casos, como el fresco del Mono y la
Centauresa de Puebla, a que nos referiremos en el apartado 4.4.1, el disimulo
enunciativo podrá leerse como toda una táctica inscrita en una estrategia
cultural de resistencia.
4.1. Introducción a la interculturalidad: Borges y la traducción

Un cuento de Borges (1971), recogido en su libro El Aleph, nos presenta al


gran filósofo, médico y juez cordobés del siglo XII Abulgualid Muhámmad
Ibn-Ahmad ibn-Muhámmad ibn-Rusdh que, como Borges precisa, tardó un
siglo en ser denominado con su nombre castellanizado de Averroes. En "La
busca de Averroes", Borges nos presenta al sabio cordobés escribiendo sus
Comentarios a Aristóteles, en el momento en que se topa con una inesperada
dificultad de traducción: las palabras tragedia y comedia que lo habían
detenido justo al comienzo de la Poética.

No es extraña la confusión de Averroes: en la sociedad de al-Andalus no


existía el teatro como práctica cultural, y por tanto ante el sabio cordobés se
abría el abismo de la inconmensurabilidad: tenía ante sí dos palabras a las que
no podía hacer corresponder ninguna experiencia, ni visual ni de ninguna otra
índole, a las que no podía asignar ningún objeto de conocimiento. Este
problema nos recuerda la enigmática afirmación de Peirce (1974: 24), a que
aludíamos en el apartado 1.2.1: "Aunque habrá lectores para los que esto no
tiene ni pies ni cabeza, todo signo debe relacionarse con un objeto ya
conocido". Para que se produzca sentido, es indispensable que el signo remita
a algo que en alguna medida haya sido experimentado, aprendido, asimilado
previamente. De esta forma el campo de la semiosis se superpone al de la
experiencia posible, y una cultura en cierto sentido no es otra cosa que un
horizonte de experiencia posible. Y por tanto, a la vez, de exclusión o
imposibilidad de otras experiencias.

Pero volvamos al relato de Borges: unas páginas más adelante nos


encontramos a Averroes en una animada conversación. Entre los contertulios
se halla el viajero Abulcásim que ha estado en Sin Kalán (China) y allí ha
presenciado una función de lo que nosotros denominaríamos, sin lugar a
dudas, teatro:

-Una tarde, los mercaderes musulmanes de Sin Kalán me


condujeron a una casa de madera pintada, en la que vivían muchas
personas. No se puede contar cómo era esa casa, que más bien era un
solo cuarto, con filas de alacenas o de balcones, unas encima de otras
[...]. Las personas de esa terraza tocaban el tambor y el laúd, salvo
unas quince o veinte (con máscaras de color carmesí) que rezaban,
cantaban y dialogaban. Padecían prisiones, y nadie veía la cárcel;
cabalgaban, pero no se percibía el caballo; combatían, pero las
espadas eran de caña; morían y después estaban de pie [...].

-No estaban locos - tuvo que explicar Abulcásim-. Estaban


figurando, me dijo un mercader, una historia [...].

-¿Hablaban esas personas? - interrogó Farach.

-Por supuesto que hablaban - dijo Abulcásim [...].

-En tal caso - dijo Farach - no se requerían veinte personas. Un


solo hablista puede referir cualquier cosa, por compleja que sea.

Todos aprobaron ese dictamen.

Nuevamente el verbo "figurar", tan agudamente seleccionado por Borges,


en lugar de "representar" o "dramatizar", remite al horror vacui de la
traducción: nadie comprende verdaderamente su significado. El propio
viajero que lo utiliza parece hallarse en ese umbral semántico y cognitivo de
quien "entiende las cosas sólo a medias". Pero para nuestros efectos lo más
importante de este pasaje es su conclusión: los contertulios cierran filas en
torno a sus representaciones etnocéntricas del mundo. Nuevamente la
maestría narrativa de Borges permite entender que las representaciones que
conforman un determinado ámbito cultural tienden a retroalimentarse
circularmente porque se presentan a la vez como presupuestos y como
conclusiones de los razonamientos y explicaciones que se dan en el interior
del universo semántico-simbólico propio de ese ámbito: nuestra cultura es
superior, luego las otras son inferiores, y si las otras son inferiores la nuestra
es superior.

Cuando se dispone de una cultura narrativa tan extraordinaria como


aquella que comparten los personajes del cuento, ¿cómo no dudar del valor
de esos raros y farragosos simulacros chinos que no se entienden? Por
supuesto Borges no ironiza sobre la grandeza narrativa del Islam medieval.
Su ironía nos hace pensar más bien en la "incompletitud" de toda cultura:
nadie es perfecto. Una cultura que ha producido la maravilla de Las mil y una
noches no puede estar obligada a disponer al mismo tiempo de los prodigios
estéticos y expresivos del teatro asiático.

De la incompletitud cultural ha tratado De Sousa Santos (2005), para


fundamentar una concepción multicultural de los derechos humanos,
igualmente ajena al universalismo eurocéntrico y al multiculturalismo
neoliberal. El sociólogo portugués propone una "hermenéutica diatópica" que
trataría de ir más allá de los topo¡ de cada cultura particular, de su
incompletitud, sin tampoco pretender la completitud, sino más bien "elevar la
conciencia de la incompletitud recíproca", mediante diálogos que intentarían
poner un pie en cada cultura.

Pero vuelvo al texto de Borges, unas páginas más atrás: resulta que
mientras se hallaba empantanado con la traducción de las palabras tragedia y
comedia, Averroes se había asomado a la ventana. Bajo ella

[...1 jugaban unos chicos semidesnudos. Uno, de pie en el hombro de


otro, hacía notoriamente de almuédano; bien cerrados los ojos,
salmodiaba: No hay otro dios que el Dios. El que lo sostenía, inmóvil,
hacía de alminar; otro, abyecto en el polvo y arrodillado, de
congregación de los fieles. El juego duró poco; todos querían ser el
almuédano, nadie la congregación o la torre.
En la Córdoba del siglo XII no había teatro, pero los niños jugaban, como
siempre han jugado a cierta edad, de un modo que es fácil asemejar al teatro,
representando papeles dramáticos. Por eso Borges hace que Averroes
barrunte que al acercarse a la ventana está cerca de lo que busca. Y a la vez
demasiado lejos: si antes advertíamos que no es posible el signo o el concepto
cuando falta la experiencia a la que pueda aplicarse, ahora Borges quiere que
nos percatemos de la limitación inversa y complementaria: no es posible
tener experiencia - menos aún comprenderla o comunicarla - de aquello para
lo que nos falta la categoría, el nombre culturalmente atribuido. Las
actividades de los niños, igual que las de los chinos, sólo pueden ser
reconocidas como teatrales a condición de que se conozca la práctica teatral y
se subsuma bajo la categoría de teatro u otra similar. Y aún más: de que se
conozca también, aun de forma muy rudimentaria, la matriz de significación
que sustenta el sentido de esa práctica para quienes la llevan a cabo, como
explicábamos en el apartado 2.1.3.

Hacia el final del cuento de Borges se leen estas líneas no menos


interesantes:

Con firme y cuidadosa caligrafía agregó estas líneas al manuscrito:


Aristú (Aristóteles) denomina tragedia a los panegíricos y comedias a
las sátiras y anatemas. Admirables tragedias y comedias abundan en
las páginas del Corán y en las mohalacas del santuario.

Borges da a entender con suave ironía lo inexacto de la traducción de


Averroes cuando, como suele decirse, el sabio "echa por la calle de en
medio": panegíricos, sátiras o anatemas son modalidades del discurso
literario, en modo alguno géneros dramáticos. Así que Averroes se equivoca
etnocéntricamente al suponer que el Corán contiene tales formaciones
semióticas. Pero Borges insinúa también una conclusión menos
desalentadora: el acierto de Averroes reside en no haberse resignado a la
inconmensurabilidad cultural. Había que aventurarse a la traducción en
cualquier caso, pues quizá sea preferible una traducción deficiente a la
carencia de toda traducción. ¿No es la traducción, ampliamente entendida, no
la traducción entre lenguas, sino más bien entre códigos, entre universos de
significación, entre enunciados y textos heterogéneos, la tarea misma de la
semiótica? Y la idea de que en ninguno de esos dominios hay traducción
completa, perfecta, transparente, definitiva, ¿no ha de ser un axioma
fundamental de este campo metodológico? El acierto y el error del Averroes
borgesiano podrían servir para cifrar a la vez las ambiciones y los límites de
una semiótica de la interculturalidad.

Si "hablar es traducir", como escribió Octavio Paz, el problema de la


traducción está indisolublemente ligado a la posibilidad misma de la semiosis
lingüística y, añadiremos, de toda semiosis, incluida la que, según Peirce, se
produce en el juicio perceptivo, pues hasta la percepción más elemental es ya
en cierta medida interpretativa.

Hay que ponderar que la traducción de Averroes no es completamente


inexacta, pues Aristóteles (2002) escribió en la Poética que "la comedia
tiende a representar a los hombres peores de lo que son, al imitarlos; la
tragedia, mejores", y estas cualificaciones se corresponden respectivamente
con los modos de atribución axiológica que son propios de las sátiras y de los
panegíricos. La traducción de Averroes se nos presenta bajo una figura
intermedia entre lo exacto y lo inexacto, acaso en la forma de lo "anexacto"
(como decía jesús Ibáñez), la misma que caracteriza los esquemas
mediadores (en el conocimiento o en la representación artística), las
imágenes, las metáforas, las alegorías, los bocetos y los ejemplos. La
traducción es, en este sentido, una variedad de la abducción, como gran parte
de nuestras conjeturas cotidianas y como las hipótesis que permiten innovar y
ampliar el conocimiento, según Peirce. Quienes hacen demasiado hincapié en
lo insuperable de las barreras culturales son frecuentemente muy desdeñosos
de las experiencias y las prácticas culturales más comunes de la gente, en un
mundo en el que millones de personas se ven compelidas a la emigración, y
por ende a la transculturación forzosa. A este respecto escribe Benhabib
(2002: 31), "el énfasis teoricista en la inconmensurabilidad nos distrae de las
muy sutiles negociaciones epistémicas y morales que ocurren entre culturas,
dentro de las culturas, entre los individuos y aun dentro de los individuos
mismos, al tratar con la discrepancia, la ambigüedad, la discordancia y el
conflicto". A la idea de traducción, la autora añade ahora la de negociación.
Y al ámbito de los saberes y las experiencias, el epistémico, añade también el
de las prácticas y los valores, el moral.

Se ha de empezar a pensar de otro modo en la cultura y en las culturas, se


precisa un nuevo perfil ontológico para la diferencia cultural. Si hace ya tres
décadas, en un célebre artículo, Barth (1976) propuso la idea de desplazar el
problema de la etnicidad hacia las "fronteras étnicas", restando vigor a un
esencialismo cultural en gran medida proveniente del nacionalismo
romántico, en nuestros días Bauman (2002: 80) propone sustituir la metáfora
insular de las culturas por la imagen del "torbellino": las distintas culturas no
son islas, y trabajan de forma peculiar una sustancia cultural que no
perteneciendo íntegramente a ninguna de ellas ofrece recursos parcialmente
comunes a todas: las culturas y las identidades no se definen por la unicidad
de sus rasgos sino que consisten en modos de "seleccionar, reciclar o volver a
disponer una sustancia cultural [...] al menos parcialmente accesible a todas".
Esto, y no la permanencia de unos rasgos inmutables, es lo que asegura el
dinamismo cultural y la continuidad en movimiento de las culturas.

Pero naturalmente, ni los torbellinos culturales ni los diálogos desde la


incompletitud recíproca pueden ser entendidos fuera de la historia y de las
luchas por el poder y/o por el derecho a la palabra. Por eso es valiosa la
noción de "campo de interlocución" que propone Alejandro Grimson (2000)
la de un marco dentro del cual ciertos modos de identificación son posibles,
mientras otros son excluidos. Las identificaciones, de clase, étnicas, de
género, etc., cambian y se reconfiguran, ganando o perdiendo poder según las
situaciones históricas. Y a la vez, las sociedades crean y distribuyen
categorías que funcionan como "cajas de herramientas identitarias",
cambiantes y desigualmente distribuidas.

Pero aún nos falta una última visita al cuento de Borges, a unas líneas de
su brillante párrafo final:

Recordé a Averroes, que encerrado en el ámbito del islam, nunca


pudo saber el significado de las voces tragedia y comedia [...]. Sentí
que Averroes, queriendo imaginar lo que es un drama sin haber
sospechado lo que es un teatro, no era más absurdo que yo, queriendo
imaginar a Averroes, sin otro material que unos adarmes de Renan,
de Lane y de Asín Palacios.

En este pasaje se sugiere que gran parte de cuanto se dirime en la relación


intercultural concierne a la imaginación, al modo en que unos y otros nos
imaginamos recíprocamente, o si se quiere al hecho de que al relacionarnos
con el otro estamos también relacionándonos con el fantasma del otro que
nos acompaña. No se trata, obviamente, de una relación tramada por las
fantasías individuales, sino más bien atravesada por el imaginario colectivo
(al que damos, entre otros, los nombres más particulares de "estereotipos",
"prejuicios", "clichés", etc.). Los lenguajes, los códigos culturales nunca son
equivalentes, en gran medida porque están estructurados por imaginarios
diferentes. Nuevamente lo explica Bauman (2002: 84), con su habitual
lucidez: tanto el traductor como el traducido "se hacen realidad y se
desvanecen en el mismo proceso de la traducción [...] siendo cada uno de
ellos una pantalla imaginaria sobre la que se proyecta la misma labor de
comunicación en curso". Será inútil que nos preocupemos por lo que se
pierde en la operación de traducir, porque de todas formas nunca lo
sabremos, o no lo podremos compartir. Por eso es preferible hacer hincapié
en las ventajas de la traducción, más que en sus dificultades o en sus
distorsiones.

Descartada una humanidad como grupo transcultural homogéneo con


experiencias similares, que la buena voluntad común y la racionalidad del
diálogo social bastarían para salvaguardar, es preferible, como aconseja
Sánchez Leyva (2006), seguir la recomendación de Deleuze de ser extranjero
en nuestra propia lengua, ejercer el extrañamiento como una disposición ética
y táctica que concierne
[...] a todos los implicados en la conversación porque uno comienza a
comprender muchas cosas cuando comienza a explicarlas a otros y
para ello es preciso hacer un esfuerzo por pensar nuestras evidencias
suspendiendo la familiaridad. De este modo, traducir no es
cuestionamiento del otro desde la certidumbre y las certezas sino
interrogación de nosotros mismos. Este extrañamiento obliga a
cuestionarnos nuestra identidad interlocutiva y a asumir que, vistas
desde fuera, las culturas tienen versiones que conviven no sin
conflicto.

4.2. Para una crítica del colonialismo visual

Las relaciones coloniales han marcado a fuego nuestras representaciones de


los otros, y de nosotros mismos, con un sinnúmero de tipificaciones a la vez
sólidas e incontrovertibles y tremendamente frágiles incluso para la
perspectiva de la racionalidad dialógica mayoritaria. Que "los moros no son
de fiar", millones de españoles lo suscribirían en caso de ser preguntados por
un encuestador. Uno por uno relativizarían la afirmación al evocar en la barra
del bar a "algunos que son mis amigos", "el que me ayudó a sacar el coche de
la cuneta", y así sucesivamente. La paradoja es, de cabo a rabo, la forma
lógica que rige esta clase de representaciones. Por eso mismo, la paradoja no
es (o no es ya) una figura inequívocamente crítica.

A partir de los mismos rasgos caracteriológicos, una vez esencializados y


naturalizados, se puede identificar al otro como representante de la bondad o
de la maldad, de lo grotesco o de lo sagrado, bajo la forma tenebrosa y
amenazante del canibalismo y la bestialidad, o bajo los modos mansos del
exotismo y la distinción estética. Desde los orígenes de la dominación
colonial, la subjetividad colonialista se ha desarrollado frente al colonizado
como un desgarro interior, entre el sujeto del placer que observa y aprecia el
mundo del otro en el ámbito de la sensualidad y de la fruición estética y el
sujeto de la utilidad que lo enjuicia en el ámbito de la producción y la
distribución de la riqueza. Esas dos lógicas, esa doble actitud frente al otro y
frente a sí mismo, siguen perfectamente vigentes en el espacio discursivo del
"primer mundo" contemporáneo, atravesando respectivamente los
imaginarios del consumo (turístico, musical, indumentario, etc.), la primera, y
los del discurso político y económico respecto a la inmigración y la
distribución del trabajo y de los recursos mundiales, la segunda. Esa
esquizofrenia atraviesa hoy todas las representaciones mediáticas: por
ejemplo, el anuncio turístico o musical presenta al negro divertido, sensual y
despreocupado, instrumento ideal del principio del placer blanco. En cambio
la imagen de prensa del tipo de la figura 3.6, lo presenta abatido y
desarrapado, a la vez como un lumpen proletario amenazante y un
menesteroso digno de compasión, víctima propiciatoria idónea para un
principio de realidad autoculpable del Norte rico.

Aún más, esta representación esquizofrénica, y las estrategias de discurso


en que se ve comprometida, afectan de modo semejante a las relaciones de
género, a las relaciones de clase y a las relaciones de edad. En la publicidad
contemporánea, la persona mayor representa indistintamente un sujeto
respetable y merecedor de reconocimiento social, por ejemplo, cuando es
destinatario de productos financieros, un sujeto competente, cuando la madre
asesora respecto a productos de limpieza, o un total incompetente regresivo
en todos los demás casos, y particularmente en la promoción de productos
tecnológicos: la atribución de roles actanciales y temáticos contradictorios
puede ser una de las características definidoras de los relatos mediáticos
relativos a estos sujetos (véase cuadro 3.10).

Guarné (2004: 104-111), a partir de las observaciones de H.Bhabha,


advierte cómo el "enmascaramiento" metafórico, en muchas
representaciones, se entrelaza con la huella perturbadora de una falta, de algo
que se debe ocultar, fijando a la vez el estereotipo y su carácter fetichista. En
el mismo ejemplo que hemos analizado en el capítulo anterior, el anuncio
ICh, es posible percibir que la representación metafórica de la muchacha
rubia con los ojos cerrados habla antes que nada de la ausencia del varón, del
varón como ausencia y como mirada aquejada de una falta traumática.
Incluso la retirada de los labios de la morena, que se orienta
metonímicamente a un espectador no menos invisible, esa negación del beso
a un varón ausente de la escena pero subrogado en ella, puede ser el
interpretante metafórico en el texto de lo que el psicoanálisis denomina
castración.

¿Por qué el mismo modelo de dominación traumática y simbólicamente


paradójica parece transferido de las relaciones coloniales, en el sentido
habitual, también a las de género, a las de clase y a las de edad?
Probablemente porque la colonialidad, no ya el colonialismo, es una
estructura de subordinación que, a partir del desarrollo del capitalismo como
sistema colonial, vino a convertirse en la matriz de la subalternidad en todos
los ámbitos, no sólo en los de la relación geopolítica entre metrópolis y
colonias. Esa es, en trazo grueso, la tesis de la colonialidad del poder, según
la cual las tres dimensiones fundamentales de la clasificación social: trabajo,
raza y género, articulan la estructura global del poder en el capitalismo
(Quijano, 2000).

Así pues, un abigarrado conjunto de jerarquías y asimetrías caracterizan la


arquitectura simbólica de las diferencias en nuestras sociedades. Y no sólo en
el sentido del más crudo clasismo, racismo y sexismo que se siguen
ejercitando de forma abierta y cínica: la plenamente vigente utilización de la
mujer como reclamo sexual en la publicidad visual, de la que ICh es un
ejemplo, da prueba de ello. También a través de expresiones más sutiles:
según denuncia Price (1993: 44), los anuncios publicitarios que parecen
celebrar la igualdad y la fraternidad interracial (de Coca-Cola a Benetton)
suelen poner de manifiesto no una ecuanimidad que surja naturalmente de la
asunción de la igualdad humana, sino más bien de la benevolencia occidental
respecto a los "otros" culturales. El paternalismo, la tutela, el ejercicio de un
patrocinio inexcusable, son algunas de las relaciones presupuestas por esas
formas de representación.

Un síntoma muy evidente de la colonialidad en la organización cultural de


la imagen contemporánea es la asimetría sistemática en la representación y la
valoración del arte occidental (generalmente identificado como Arte, o como
el arte) frente al habitualmente nombrado como "primitivo", y más
recientemente como "étnico", desde la época gloriosa en que las vanguardias
europeas lo reivindicaron y enaltecieron. Price observa que el "arte primitivo"
se presenta como una expresión de la psicología básica del ser humano, sin
las constricciones supuestamente superpuestas por la civilización, y así puede
ser comparado con el arte infantil. Los dadaístas de Nueva York entendieron
la cultura negroafricana como representación de una especie de infancia
cultural de la modernidad, y muchos vanguardistas suponían que los
primitivos son "portadores purificados del inconsciente humano" (Price,
1993: 53-55). Una corriente del surrealismo y de la disidencia surrealista,
sobre todo la representada por Bataille y Leiris, se emparentó con el
movimiento de la negritud de L.Senghor o A.Césaire, en torno a la creencia
de que el potencial transgresor del inconsciente podía identificarse con la
alteridad del otro cultural (Foster, 2001: 175), creencia que no deja de tener
su parentesco, aun como versión intelectualizada y positiva, con la
concepción del salvaje como infans. Racionalizaciones de esta clase no han
dejado de proliferar incluso como la forma hegemónica del eurocentrismo y
del liberalismo cultural contemporáneos, o, en sus variantes más
vulgarizadas, como expresiones de un orientalismo popular que ha sido
ampliamente explotado por los discursos del consumo.

Ahora bien, el mismo potencial transgresor atribuido a los pueblos no


occidentales ha adquirido con frecuencia rasgos amenazantes y malignos, en
tanto que expresión de lo que Price (1993: 58-81) llama el "lado nocturno"
del ser humano: la crueldad, el canibalismo, el terror o la sexualidad
irrefrenable. La misma autora señala aún otros juicios valorativos que marcan
muy gravosamente la supuesta diferencia de la creación artística "primitiva":
desde luego, su carácter supuestamente anónimo e intemporal, frente al
individualismo y la historicidad de la creación europea moderna; en la
antropología parece darse una especie de "evasiva disciplinar" en relación a
la pregunta sobre el papel de la creatividad individual en el contexto de las
tradiciones culturales comunitarias (Price, 1993: 83). Así puede advertirse
que habitualmente se contextualizan como "objetos etnográficos" algunos de
la misma clase que las "obras de arte" europeas. Mientras éstas se exhiben
como productos de la creación de individuos determinados, insertos en
momentos precisos de la historia artística o filosófica, los objetos
etnográficos se contextualizan mediante informaciones relativas a técnicas,
formas sociales y prácticas religiosas. Por lo común se invita al espectador a
interpretarlos siguiendo textos explicativos (paneles, cartelas o folletos) antes
que a responder mediante una aprehensión perceptivo-emocional de sus
cualidades estéticas formales, como ocurre en el caso de la obra de arte
occidental. El énfasis en la distancia cultural del objeto sustituye, entonces, al
énfasis en el significado del objeto dentro de un marco de referencia histórico
(Price, 1993: 116-117). Incluso el pedigrí, el reconocimiento simbólico de un
objeto de arte primitivo, proviene antes de la identidad de sus propietarios
europeos (artistas, coleccionistas o galeristas prestigiosos) que de la de su
autor nativo, generalmente ignorada o desatendida.

En el, por lo demás excelente, catálogo de un Museo Oriental español


(Sierra de la Calle, 2004: 406) puede hallarse el texto reproducido en la figura
4. 1: en el ladillo explicativo, las esculturas filipinas se identifican por su
tema religioso (Anitos, espíritus de las montañas), por su origen étnico-
geográfico (Igorrotes del Norte de Luzón) y por su técnica (Pintura sobre
papel). La autoría individual y el contexto histórico se reservan para el
misionero español que las dibujó (Obra del P.Benigno Fernández entre 1876-
1880). No es una excepción en el modo de "incluir" los productos simbólicos
de los "primitivos" dentro de las prácticas culturales y comunicativas
"civilizadas".
Figura 4.1. Imagen y ladillo del catálogo de un Museo Oriental.

4.3. Multitextualidad, transculturalidad, neoculturalidad

Si la metáfora del palimpsesto (que utilizamos en el apartado 2.2.2) nos


invitaba a reconocer en el texto huellas de la historia, como siempre
traducidas, traicionadas y parcialmente suprimidas, la noción del texto como
multitexto incita a interpretarlo como una superposición, o mejor una micro-
red, de universos de significado y de prácticas sociodiscursivas múltiples,
anacrónicas unas veces (como ocurre en el palimpsesto) y diacrónicas otras,
compartidas en unas ocasiones y en otras disputadas.

Mirzoeff (2003: 208-214) dedica una provechosa atención a los minkisi,


del Congo (en singular, nkisi) unas figuritas generalmente antropomorfas,
profusamente claveteadas, y que en su parte central contienen una cavidad
para "medicinas" o hierbas con virtudes mágicas. Los europeos, a quienes
estas figuras obsesionaban, y que en muchos casos las codiciaban,
coleccionándolas y robándolas, las llamaron "fetiches", con un nombre latino
derivado del feitico (hechizo) portugués. Ya esta misma denominación da
prueba del fracaso europeo a la hora de tratar de entender las prácticas y los
objetos culturales africanos en sus propios términos, señala Mirzoeff, o como
hemos propuesto aquí, en los términos de sus propias matrices de
significación. No debemos olvidar que dos de los grandes teóricos de la
modernidad europea, Marx y Freud, recurrieron al mismo étimo para
referirse, respectivamente, al "fetichismo de la mercancía" y al "fetichismo
sexual", y esto permite inferir que la categoría de "fetiche" tiene más que ver
con las matrices de significación, las categorías culturales y hasta con los
pecados colectivos europeos, que con el supuesto "primitivismo" africano.

Según Mirzoeff, los minkisi formaban parte de las prácticas rituales (eran,
por ende, "símbolos rituales" en el sentido que analizábamos en el apartado
2.3.2) y a la vez parte de la cultura cotidiana centroafricana. Si se clavaban
clavos en la figura era para que se cumpliera la misión que el cliente
solicitaba del nkisi, para que éste tuviera su particular eficacia. Cuando se
activaba adecuadamente, el nkisi invocaba los poderes de la muerte contra las
fuerzas hostiles, ya se tratase de una enfermedad, de espíritus o de personas,
interactuando con las fuerzas de la naturaleza. Las grandes cantidades de
estas figuras que se realizaron en la época colonial y el empeño que los
colonizadores (sobre todo militares y misioneros) ponían en destruirlas o
eliminarlas, dejan clara constancia de que los africanos y los europeos
coincidían en una creencia: que los minkisi eran una parte efectiva de la
resistencia al colonialismo. Y nuevamente aquí, apostillamos, la efectividad
del objeto simbólico no tiene por qué venir sólo ni principalmente de sus
"efectos materiales", sino también de su capacidad de vincular y promover el
empoderamiento de quienes lo saben utilizar con competencia, confianza y
lealtad a la propia cultura. Una prueba indirecta de esa eficacia cultural es que
los artistas africanos de nuestros días siguen recreando la figura de los
minkisi en contextos de arte moderno, como un motivo de representación
arraigado en su memoria cultural y política.

Por parte de los colonizadores los minkisi fueron considerados, claro está,
como una expresión más del primitivismo o del salvajismo africano, en todo
caso como documento transparente de la más genuina cultura autóctona.

Y sin embargo, pese la oscuridad de los orígenes de estas formas de


representación, los estudiosos actuales sospechan que no se trata
precisamente de expresiones netamente anteriores al contacto con los
europeos. Por el contrario, podría ser que tanto sus formas cuanto sus
funciones hayan derivado de la mismísima interacción con los colonizadores.
Se ha sugerido, incluso, que algunos elementos simbólicos fundamentales de
estas figuras pueden derivar de la imaginería cristiana, de las imágenes
misionales de siglos anteriores: existe una llamativa coincidencia con las
imágenes perforadas, asaeteadas, laceradas de la crucifixión de Cristo y de
los martirios de los santos, como ejemplarmente san Sebastián (que en la
figura 4.2 aparece en una versión pictórica de Holbein). Y entre el hueco para
las hierbas mágicas abierto en el centro de los minkisi y el abierto en los
bustos-relicarios de la imaginería cristiana.
Figura 4.2. Un nkisi centroafricano y dos representaciones religiosas
europeas.

Mirzoeff concluye que, aun no estando históricamente demostrado, es


posible que los minkisi surgieran de una hibridación entre las ideas cristianas
y las congoleñas precristianas. Las asombrosas coincidencias formales que
hemos mencionado podrían no serlo tanto si se tiene en cuenta el contexto de
la interacción colonial, probablemente mucho más profundo de lo que, como
enseguida comentaremos, ha permitido ver la re-exotización posterior del
África profunda. La confluencia de la iconografía medieval cristiana y las
figuras minkisi sugiere que la representación mágica del cuerpo horadado
sería transcultural: aculturizada en el Congo en la época de la cristianización
colonial, desculturizada a la vez como práctica cristiana rechazada
(presumiblemente, junto a la modificación de otras prácticas y creencias
nativas), finalmente adquirió forma neocultural en los minkisi.

En su análisis Mirzoeff se sirve de las categorías de Fernando Ortiz (1999


[1947]), para quien la transcultura deriva de la adquisición de otra cultura (la
"aculturación" en el vocabulario común de la antropología), con el
consiguiente proceso de pérdida o desarraigo de una cultura ante rior
(desculturización) y la creación de un nuevo contexto cultural: la
neoculturización.

Ejemplos semejantes se pueden hallar, con seguridad, en América Latina


y en otros muchos lugares del mundo. Si en el caso africano la observación
resulta especialmente aleccionadora, es porque después de tres siglos de
profunda interacción con las sociedades centroafricanas, motivada
principalmente por el monstruoso proyecto de la trata de esclavos, los
europeos decidieron "reencantar" y naturalizar al África profunda y
convertirla en el espejo mismo del primitivismo incontaminado. Basta con
acercarse al cine de Hollywood hasta los años sesenta del siglo XX, y aun
después, para advertir que el África negra constituía el tesoro mismo de las
esencias de la alteridad cultural, ya fuera bajo la forma tenebrosa y
amenazante del canibalismo y la bestialidad, ya bajo las formas suavizadas
del exotismo y la estetización.

De los dos grandes errores etnocéntricos que amenazan nuestra relación


con los otros, el primero de ellos es la exotización, o lo que es lo mismo, el
de convertir al diferente en mucho más diferente, más ajeno a nosotros de lo
que verdaderamente es. El ejemplo de los minkisi resulta revelador. Si desde
una visión espacializada de las culturas, como antes recordé, conviene
desplazar la atención desde el supuesto centro identitario duro hacia las
fronteras, las interacciones, las zonas de porosidad con otras culturas, en una
visión temporalizada habría que llevar a cabo la misma clase de movimiento:
frente a la visión exotizante que tiende a sustancializar el presente de las
sociedades ajenas como un presente eterno, encantado en su mismidad, hay
que desplazarse en el tiempo, en la historia, y buscar los momentos de
interacción, de intercambio y de conflicto que nos han puesto en relación con
ellas. Y hacerlo, a la vez, desde el punto de vista de su propia memoria, que
es el de sus propias matrices de sentido.

No es anecdótico sino ejemplar el valor que queremos dar a los minkisi,


precisamente por cuanto, más allá de las rutinarias dicotomías entre culturas
visuales modernas/posmodernas, avanzadas/subdesarrolladas,
autóctonas/migrantes, altas/populares, y muchas más, podríamos aceptar el
entendimiento de toda forma cultural, a uno o varios niveles de análisis,
como forma transcultural. es el corolario inevitable de advertir los largos
recorridos históricos que han conocido la mayoría de las representaciones que
forman nuestro ecosistema visual, y las muchas interferencias e interacciones
en que se han desarrollado. Por si no fuera suficiente la insistencia
contemporánea en la necesidad y la virtud del paradigma interculturalista,
grandes autoridades como Fernando Ortiz o Américo Castro, en nuestra
propia lengua, nos alientan a seguir en esa dirección teórica.

Si el nkisi es, probablemente, un multitexto, hecho de la acumulación no


necesariamente memorizada de estratos y experiencias culturales, el texto
visual mestizo al que dedicaremos el siguiente apartado está caracterizado por
un alto grado de reflexividad cultural.

4.4. El texto visual mestizo: dialogismo y antagonismo


El exotismo, hacer al otro más otro de lo que se merece, era el primer error.
El segundo contrario y complementario, es el ensimismamiento, el tomar al
diferente por un idéntico, al otro como uno mismo. Ese yerro, y su posible
antídoto crítico, serán brevemente comentados en relación con un notable
texto visual, que forma parte de los frescos de la Casa del Deán de Puebla,
analizados por S.Gruzinski. Y con otro aún más notable texto verbovisual: la
Crónica de Guamán Poma de Ayala, estudiada sobre todo por R.Adorno (y
del que también nos hemos ocupado muy modestamente en Abril, 2004).

Respecto a la definición de "texto mestizo", adoptamos la que Carrasco


(2005: 71) aplica a lo que él denomina "texto etnocultural":

Su enunciación es sincrética, intercultural o heterogénea, es decir,


un acto productivo del enunciado que incluye un sujeto plural
heterogéneo que integra distintos saberes y puntos de vista
etnoculturales y se presenta como investigador social, protagonista o
participante étnica o socialmente implicado en los contenidos que
despliega, lo que permite incorporar distintos modos de expresión,
como el relato, el testimonio, el informe, la descripción. Esta
modalidad enunciativa hace resaltar las voces de variados sujetos, que
son portadores de un saber sociocultural y lingüístico sincrético.

Esta definición, que emerge de la investigación de la literatura Mapuche,


puede ser aplicada a otros contextos socioculturales, y desde luego a textos
no exclusivamente literarios. El lector podrá verificar hasta qué punto es
adecuada para describir el de Guamán Poma, y también cómo coincide con la
caracterización que Martínez-San Miguel (1999: 166-167) hace de la
escritura de sor Juana Inés de la Cruz, la gran poeta novoespañola, en tanto
que representativa de una "subjetividad colonial':

Mediante el gesto multiplicador de registros y de lenguas, de


puntos de vista y de procesos hermenéuticos, la escritura de sor Juana
logra ubicarse precisamente en el intersticio de este conflicto
intercultural y cognoscitivo, para proponer un nuevo proceso de
intercambio de saberes [...] [y] para transformar el espacio del poder
metropolitano y virreinal.

La pluralidad de saberes y de discursos, la enunciación que pone en juego


una multiplicidad de voces subjetivas y también la productividad cultural y
política, entendida como potencia (desde luego no siempre actualizada) de
transformar tanto el espacio dominante como el subalterno, en términos de
poder y de discurso, son, pues, algunas de las notas en que los teóricos del
texto mestizo parecen coincidir. No siempre actualizada, hemos acotado, por
factores muy poderosos, económicos, políticos e institucionales que sería
ingenuo ignorar: la Crónica de Guamán Poma, destinada a Felipe III y a la
imprenta, probablemente no llegó a la corte española, y sólo fue impresa más
de tres siglos después de su escritura. Las actuales subjetividades
transnacionales e interculturales, que para Appadurai y para otros autores
representan el paradigma de la creatividad socio política y cultural en
nuestros días, encuentran generalmente la no pequeña dificultad de no poder
manifestarse como ciudadanía, dado que ésta aún sigue circunscrita, y muy
restrictivamente, al marco de los estados nacionales (García Canclini, 2004:
164), por no hablar de la desigualdad económica, el acoso policial o el
hostigamiento racista de cada día.

4.4.1. El Mono y la Centauresa: para una crítica del multiculturalismo visual

La Casa del Deán de Puebla, México, procede de finales del XVI, y es


justamente famosa por sus pinturas murales, unos frescos que representan un
abigarrado conjunto de imágenes inspiradas estilística y temáticamente en
motivos renacentistas europeos. La página web oficial de turismo dice que
esas pinturas constituyen una "muestra clara del sincretismo de dos culturas",
sin explicitar que fueron realizadas por un pintor indígena. Los frescos
contienen una enorme cantidad de imágenes alegóricas procedentes de la
cultura grecolatina, puestas al servicio de relatos proféticos cristianos.
Ignoramos si el pintor había sido instruido por los clérigos o por los libros
europeos en ese abigarrado universo simbólico e iconográfico, o si más bien
siguió al dictado las instrucciones temáticas de su patrón español: el deán
Tomás de la Plaza, calificador del tribunal de la Inquisición, o de algún otro
europeo. Pero esto no afecta en lo esencial de nuestro argumento, que sigue
de cerca los análisis de Gruzinski (1997 y 2000).

En un fragmento del mural aparecen las figuras de un mono y una


centauresa, en medio de lo que parece una espesa trama de motivos
decorativos vegetales. La centauresa proviene de un texto de Ovidio (parece
que las Metamorfosis del poeta latino, que fueron traducidas al castellano en
estos años, eran poco menos que un best seller entre los clérigos de Nueva
España): es la ninfa Ocírroe, hija del centauro Quirón, que en el texto de
Ovidio es transformada en yegua. El simio, obviamente, es un motivo
mexicano: se trata del mono Ozomatli, que está agarran do la flor del
poyomatli, un enteógeno utilizado por los chamanes mexicanos en sus
prácticas adivinatorias. ¿Qué relación puede haber entre ambos personajes?
Justamente que Ocírroe "revela los secretos del destino" (razón por la que es
castigada en las Metamorfosis) y que, por ello, comparte con el mono las
dotes adivinatorias. En el mural es la propia Ocírroe, que según la matriz
alegórica del conjunto estaría al servicio de la profecía cristiana, la que presta
auxilio a la práctica chamanística indígena, inclinando el tallo de la planta
hacia el mono adivino. El artista indígena ha representado, pues, la
connivencia de la semidiosa grecolatina con el dios amerindio, llevándola
obviamente a su terreno, apropiándose el simbolismo cristiano y grecolatino
de la profecía en los términos de un relato cultural autóctono.

Por fortuitas que puedan ser estas coincidencias, la hipótesis de Gruzinski


(2006) es que el recurso a la mitología ovidiana constituye "un disfraz
empleado para desviar la atención de los europeos y borrar los indicios de un
paganismo indígena". No hay que olvidar que las prácticas relacionadas con
el consumo de alucinógenos, aun cuando el poder colonial no logró
erradicarlas, ni siquiera evitar que las adoptaran también los negros y los
españoles, eran condenadas y perseguidas como paganas.

Parece, pues, notable una táctica de disimulo que supone mostrar,


haciendo a la vez tolerables, o si se quiere, haciendo que simultáneamente se
vean y no se vean, los elementos simbólicos ilegítimos de la cultura indígena,
inscribiéndolos en el texto visual como puramente decorativos o estéticos,
conforme a la matriz de significación del arte europeo. A la luz de esta
transcodificación ornamental de los elementos mitológico-chamanísticos,
incluso la profusión de las formas helicoides del fresco, tanto en sus motivos
vegetales como animales, invita a otra interpretación, la que deriva del
concepto indígena de malinalli, que se refiere al movimiento del cosmos.
Según el pensamiento Nahuatl, explica Gruzinski (2006):

[...] las fuerzas del inframundo y las de los diferentes cielos se


encuentran para formar columnas helicoidales. Son las vías que
siguen las influencias divinas para hacer irrupción en la superficie de
la tierra y crear el tiempo de los hombres. La vía caliente, la que baja
del cielo, está constituida por cuerdas floridas, flores o chorros de
sangre.

Así, este extraordinario texto visual se orientaría diferenciadamente a una


doble interpretación: algunos signos que para el lector arraigado en la cultura
hegemónica (en este caso la española colonial) pasarían por meramente
ornamentales, pueden ser para el lector radicado en la cultura subalterna o
contrahegemónica, el indígena, interpretantes con un profundo sentido
simbólico, espiritual e identitario. En su dimensión semántico-simbólica, el
texto aparece escindido entre el mundo mitológico de Ovidio y la revelación
cristiana, por un lado, y el universo cosmológico y chamanístico mexicano,
por otro. En su sentido pragmático, el texto se fractura también entre una
práctica estético-devocional europea y una práctica simbólico-ritual
amerindia.

El llamado "texto sincrético" de dos culturas, que la página turística


mexicana celebraba, es pues, al menos en su contexto de origen, un espacio
de conflicto entre modos diversos de enunciación y de recepción textual. El
sujeto subalterno ha de expresarse mediante una compleja estrategia
enunciativa que visibiliza ante el dominador los elementos de la cultura
legítima disimulando a la vez en su propia figuración aquellos que cifran la
resistencia a la dominación, como una forma de lo que Bajtin llamó la
"polémica oculta". Es parte de una estrategia que Fernando R. de la Flor
(2005: 176) encuentra ya parcialmente explicitada a finales del siglo XVI por
el cronista y penúltimo inca Titu Cussi Yupanqui cuando aconseja simular las
prácticas religiosas de los conquistadores sin olvidar las propias.

Y así, la idea liberal de un texto "multicultural" que sería apaciblemente


compartido por sus usuarios no se sostiene. Pese a su aparente "unidad
objetiva", el texto mestizo sólo es interpretable en una apropiación
contradictoria y en principio mutuamente excluyente por parte de sus
destinatarios. Un ejemplo de que, como se decía en el apartado 2.1.1, la
delimitación del texto no está determinada de antemano y frecuentemente se
someten a disputa los propios límites sintácticos, que a la vez expresan sin-
tácticas, es decir, tácticas diferenciadas de puesta en discur so dentro de
estrategias colectivas de producción de sentido. Un texto es el resultado
siempre provisional del trabajo de sus múltiples "interpretantes", que
raramente se ejercen en un apacible consenso simbólico.

El primer problema político del texto es, por tanto, quién y cómo decreta
sus límites, quién y cómo administra su objetivación, en escenarios que ya
Foucault describió como territorios de lucha discursiva, pero en los que hay
que reconocer las determinaciones interculturales que los especifican.

4.4.2. Guamán Poma o la policulturalidad

En el ejemplo de La Casa del Deán conjeturamos una "apropiación desigual'


del sentido derivada de la presumible falta de una comunidad de lectura entre
conquistadores y colonizados. Ahora bien, sabemos de las posibilidades que
la "policulturalidad" ha ofrecido a los discursos de resistencia, como ocurre
en el extraordinario ejemplo histórico de la Nueva Crónica y Buen Gobierno,
escrita en español y quechua e ilustrada por el indio peruano D.Felipe
Guamán Poma de Ayala (1987 [1615]), un formidable documento de
denuncia del colonialismo en la época de la que Gruzinski ha llamado la
"mundialización ibérica", la que se abrió paso con la conquista de América.
Los casi cuatrocientos dibujos a tinta de Guamán Poma sólo llegaron a
imprimirse, junto al resto de su Nueva Crónica, en 1936. Es evidente, sin
embargo, por las señales que dejó en el texto y por la propia composición
morfológica y estética de sus componentes, que concibió sus dibujos para ser
impresos, y, lo que es más importante, que los diseñó desde las claves
visuales, espaciales y retóricas de una cultura tipográfica.

La de Guamán Poma de Ayala es incluida por Chang-Rodríguez (1988:


27), en la categoría de las "crónicas mestizas", y entiende por tales las que
elaboran material histórico americano "con estrategias narrativas indígenas y
europeas", y tomando en cuenta la tradición tanto oral como escrita. En el
lenguaje visual de Ayala se puede observar ese mestizaje de los recursos
semióticos, que por un extremo remiten a estructuras simbólicas andinas y
por otro a la praxis barroca europea del texto visual y verbovisual. Aunque no
tanto a la corriente esotérica de los emblemas, empresas, jeroglíficos y demás
imágenes alegóricas a las que nos hemos referido en el apartado 1.3.4, cuanto
a la pintura de corte comprometida con la utilidad pública de la
representación visual como un "orador silente y texto vivo"; un uso, en fin,
que Ayala aproxima al propagandismo (Adorno, 1986: 80-83).

Ayala moviliza, igual que el pintor indígena de Puebla, sus recursos


semióticos propios, inicialmente ininteligibles para el colonizador. Por
ejemplo, la trama compositiva de sus dibujos está regida por la topología
simbólica andina, la jerarquía cuatripartita de las posiciones espaciales
(cuadro 4.1), en la que el espacio superior izquierdo de la representación
corresponde a una posición de mayor honor y prestigio (hanan) que la
inferior derecha (hurin).

En el dibujo que sirve de portada al manuscrito de Guamán Poma (imagen


A de la figura 4.3) se representan varios sujetos e instituciones: el Papa, el
Rey, el propio autor, y sus respectivos emblemas heráldicos. El lector español
probablemente reconocería, entonces como hoy, la relación jerárquica que
supone en nuestro simbolismo espacial el eje vertical: el autor debajo del
Rey, como aceptando su autoridad; además, el autor se muestra vestido a la
española y ha traducido sus nombres vernáculos a las convenciones
heráldicas hispanas de la época (el águila y el león). Pero el lector indígena,
al que, por si no fuera bastante con el uso del quechua, Guamán Poma
nombra explícitamente como destinatario pretendido de su texto, podría leer
algo bien distinto.

Cuadro 4.1. Jerarquía en la cosmología incaica yen el territorio político del


Tawantinsuyu, según Wachtel.
Figura 4.3. Cuatro páginas de la Nueva Crónica, de Guamán Poma de
Ayala.

Según esta topología simbólica, que se aplica de forma sistemática a lo


largo de toda la Nueva Crónica, el eje preferente es la diagonal Hanan/Hurin,
que viene a sugerir la subordinación del autor a la autoridad espiritual del
Papa más que a la política del Rey. Adorno (1986: 95-99) interpreta que la
disposición espacial elegida por Ayala de alguna forma posterga al monarca,
excluido de la posición central que en el esquema prehispánico correspondía
al Inca, incluso puede insinuar la aproximación del Rey español a la imagen
de los Collas, los habitantes del Collaysuyu, que en otra parte de la Nueva
Crónica son presentados como "explotadores, codiciosos e hipócritas". En la
imagen B de la figura 4.3, por tanto, el indígena víctima de la injusticia
aparece en la posición simbólicamente honrosa frente al clérigo español
vengativo y malvado. Este código topológico no formaba parte, obviamente,
de la cultura visual de los colonizadores.

Pero al mismo tiempo la configuración iconográfica de ese dibujo


responde al modelo de las estampas piadosas de mártires y santos que
distribuían los evangelizadores, y que Ayala conocía bien. Este es el aspecto
más interesante del multitexto colonial: el manejo oblicuo de los recursos
textuales del colonizador aparece como una estrategia de apropiación cultural
que el enunciador subalterno pone al servicio de sus propios objetivos
políticos, morales y estéticos.

Es también Rolena Adorno (1981) quien ha aplicado el concepto de


"policulturalidad" de Lotman al análisis del texto de Guamán Poma de Ayala:
un efecto típico de los textos en el espacio cultural del colonialismo es el de
"permanecer dentro de una cultura escogiendo el comportamiento
convencional de otra". Por ejemplo, el lenguaje descriptivo e incluso de
denuncia, puede ser el del destinatario (colonizador), un lenguaje ajeno a la
cultura y a la ideología del remitente. Así, a veces se proponen signos que
sirven de "marcadores metalingüísticos", o índices, para interpretar los rasgos
étnicos propios haciéndolos inteligibles a su auditorio culturalmente ajeno;
por ejemplo, Ayala dibuja frecuentemente a los indios con la indumentaria
española, tocando la guitarra, en interiores arquitectónicos de estilo español,
y muy frecuentemente rezando el rosario; un signo en que, según Adorno, se
hace especialmente notoria la intención de dar inteligibilidad y aceptabilidad
a los personajes indígenas ante una potencial audiencia española; que
funciona, en suma, como un "signo mediador" (Adorno, 1981: 67). Ahora
bien, y sobre esto Adorno se muestra enfática, el espacio social indígena, o
indocristiano, representado en las ilustraciones se mantiene perfectamente
separado del español, sin rasgo alguno de "europeización" ni de vida en
común. Sólo en cierta imagen alegórica de la "ciudad del infierno", los
españoles, los andinos y los africanos parecen convivir armoniosamente
unidos por la penalidad eterna.
En la praxis del signo que podría entenderse como distintiva de la
estrategia resistente de Ayala se perciben, aparte de los que organizan el
espacio discursivo: recuadros, rótulos, etc., cuando menos tres usos bien
matizados de los signos indiciales (en el sentido de Peirce):

a)Los índices de la cultura europea (como la vestimenta, la heráldica, el


rosario), que remiten a condiciones defacto del espacio social y cultural
de la colonia, y que son señales de reconocimiento o bien indicadores
de adhesión que dudosamente trascienden una significación puramente
formal.

b)En segundo lugar, usos indiciales en los que, como dice Peñamarín
(1998), respecto a los chistes gráficos de la prensa, "la imagen dice no":
los rostros ceñudos y mal afeitados de los españoles "soberbiosos", sus
gestos autoritarios, tanto como los insistentes regueros de lágrimas en
los rostros indígenas, o las crudas escenas de apaleamiento (véase la
imagen C de la figura 4.3) pretenden señalar situaciones reales,
ciertamente, pero a la vez una condena moral en el orden apreciativo y
una denuncia política en el nivel ilocutivo.

c)En tercer lugar, índices-símbolos que, como los que remiten a una
topografía simbólica autóctona, a la que nos hemos referido, configuran
por derecho propio una dimensión estructural del texto visual,
distribuyendo el prestigio y el valor relativo de los personajes y los
espacios políticos.

El discurso de Ayala encierra todo un tour de force respecto a la alteridad:


enuncia y dictamina desde una perspectiva de autoridad y superioridad moral,
pero no porque defienda sus propios valores étnicos, sino precisamente
porque invoca aquéllos, los del otro colonizador, en cuyo nombre se ha
sometido y humillado a los amerindios: Guamán Poma reclama como propia
de los suyos, y no de los españoles, la religión cristiana. Y hasta tal punto que
defiende la teoría de la cristianización prehispánica: los andinos habían sido
cristianizados por los apóstoles san Bartolomé y Santiago el Mayor antes de
la llegada de los conquistadores. Junto a ello, Ayala hace una insistente
afirmación de principios morales cristianos. Su apropiación del cristianismo
resulta tan vehemente que, según la interpretación de Adorno (1981: 101), los
símbolos católicos del demonio y de la paloma del Espíritu Santo nunca
aparecen, ni para bien ni para mal, en las escenas donde se representa a
españoles: al eliminar de esos ámbitos la iconografía cristiana "se priva a ese
espacio cultural de los valores que esos iconos imparten, confirmando, pues,
las tesis propuestas por los signos del abuso de los europeos". El demonio se
aparece, por ejemplo, para expresar la condena de prácticas indígenas
pecaminosas como la hechicería, pero nunca para señalar los graves pecados
de los españoles.

Además de hacerlo en los dibujos, Guamán Poma de Ayala aplica esta


estrategia también en sus páginas escritas. En ellas ejercita la "retórica de
vicios y virtudes" de los predicadores españoles precisamente para refutar las
formas de la dominación hispana. Variadas formas de inversión, o, por mejor
decir, de subversión discursiva, se ponen de manifiesto también en los modos
en que Guamán Poma hace uso de los géneros de discurso, mostrándose
prodigiosamente proteico a la hora de adoptar y superponer posiciones
enunciativas y saberes: los del reformador social, orador, historiador,
biógrafo, satírico y autoridad nativa. Por ejemplo, adopta las convenciones de
la "carta relatoria" ("Pregunta Sacra Católica Real Magestad al autor Ayala
para sauer todo lo que ay en el rreyno de las Yndias del Pirú", escribe Ayala
[1987: 1054]), pero invierte las convenciones del modelo forense al presentar
al enunciador regio como un interrogador ingenuo y al "autor Ayala" como la
verdadera fuente de conocimiento y autoridad (Adorno, 1986: 8).

Y, sea o no subversiva, puede hablarse también de la "apropiación" de


otros modelos persuasivos, como el procedente del sermón (fray Luis de
Granada, Catecismo del Tercer Concilio Limense, etc.), que le permite al
autor asumir una autopresentación pundonorosa, en tanto que autoridad
espiritual y cristiano modélico. Al invocar simultáneamente su posición de
cacique y la voz discursiva del predicador, su estrategia de "comunicación
intercultural', dice Adorno (1986: 77), se revela "en esta traslación del
concepto de portavoz y líder autóctono en términos que el extranjero puede
comprender". Aun cuando no desdeña la oportunidad del sarcasmo respecto a
los sermones de los clérigos españoles, adoptando paródicamente la primera
persona del predicador, eso sí, en pasajes en quechua.

En la iconografía de Ayala, el cuerpo desnudo se presta a una doble


significación que también analiza Adorno (1981: 70-77): a uno de los modos
de representarlo lo llama "naturalista", al otro "simbólico". Aquí preferimos
hablar más bien de una doble y contraria orientación simbólica: en algunas
ocasiones se muestra un desnudo sin ostensión de los genitales, que
expresaría la inocencia de los santos, una representación simbólica deudora,
una vez más, de la tradición iconográfica piadosa del catolicismo. En otras
ocasiones, precisamente cuando se trata de simbolizar la vulnerabilidad del
cuerpo del indígena sometido a los abusos, sí se representan los genitales.
Esta forma de representación obliga a recordar el concepto biopolítico de
"nuda vida" de Agamben, referido no a la simple vida natural, sino a la "vida
expuesta a la muerte", elemento político originario que aparece en el derecho
romano como vitae necisque potestas, derecho de vida y muerte del padre
sobre el hijo (Agamben, 1998: 114). Guamán Poma parece anticipar la
perspectiva de Agamben, y la teoría biopolítica, cuando diferencia este
desnudo de la vulnerabilidad, determinado por el sistema de biopoder
inherente a las relaciones coloniales, del desnudo propio de un "estado de
naturaleza", que en la Nueva Crónica, como en la iconografía cristiana
europea, se representa más bien cubierto de hojas o pieles.

En el contexto de la relación colonial no hay inocencia, ni la víctima de la


iniquidad puede ser redimida mediante la regresión simbólica que supondría
la representación de su cuerpo según los signos de un estado natural
prepolítico o de un orden étnico nativo. Aquí, como en casi todos los
conflictos que enuncia Guamán Poma, el indígena representado, como el
sujeto de la enunciación que lo representa, han quedado a la intemperie
normativa, sobre un paisaje de ruinas socioculturales. Ya la propia
fragmentación del texto, su descomposición en viñetas, la superposición de
géneros, señalan una profunda crisis. Adorno (1986: 142) advierte que la
Nueva Crónica surgió en un momento en que la ficción y la historia se
unieron sin esperanza, ni conjunta ni separadamente, de restablecer la
inteligibilidad y el orden de la experiencia del colonizado. Por algo la
muletilla más reiterada en el texto es: "y no ay rremedio en este mundo".

Uno de los dibujos más estremecedores de la Nueva Crónica (el que


reproduce la imagen D de la figura 4.3) muestra a un corregidor "rrondando y
mirando la güergüenza de las mugeres". Próximo también en esto al
tratamiento del tema bíblico de "Susana y los viejos", que con frecuencia se
daba en la pintura europea de la época, el dibujo insinúa una cierta
procacidad de la mujer sometida al atropello, y el texto adjunto, que denuncia
ese abuso con todo rigor, dice también: "Y ací andan perdidas y se hazen
putas". Esta desnudez no andina, dice sin ambages Adorno (1981: 75), es
signo de complicidad y no sólo del estatuto de víctima. La expropiación del
cuerpo del indígena, como analiza R. de la Flor (2002: 388-389), supone la
negación de su gozo, la moralización y el sometimiento, en virtud de un
"vaciado libidinal", al nuevo modelo que se propone en el horizonte: el
cuerpo del trabajo y de la servidumbre. Y, en efecto, Guamán Poma denuncia
vigorosamente la mita (la prestación de trabajo forzado), pero también la
expoliación del cuerpo femenino para el gozo exclusivo del colonizador. La
exhibición obscena de los genitales de la mujer, escandalosamente expuestos
frente al espectador, y no frente a sus profanadores, metáfora brutal de una
mirada al destinatario antes que objeto de espectación, es una de las más
violentas interpelaciones enunciativas que cabe encontrar en un discurso
visual.

Rigurosamente extemporánea, pero acaso no impertinente, la comparación


de esta imagen con el texto ICh que analizamos en el capítulo anterior puede
decir algo sobre los procedimientos de enunciación, las estrategias de la
mirada y la representación de las relaciones de género. Aquí el sexo nos
interpela sin subterfugios, a la vez provocativo y brutalmente amenazado.
Aquí la figura masculina se hace plenamente presente en el campo visual, y
se representa en su explícito poder de prelación. Una luz intencionada
ilumina la escena, como en ICh, pero ahora el foco luminoso, una vela,
también es visible, y perceptible su portador masculino. No hace falta insistir
en el gesto del desnudamiento, que el corregidor efectúa, volviendo a la
cabeza, directamente para nuestra mirada (¿por complicidad con el otro
hombre y con el espectador supuesto?, ¿por no atreverse a mirarla?), ni en el
señalamiento ferozmente falocrático de su vara. La mujer, en fin, también
cierra los ojos entregada (¿a la voluptuosidad?, ¿a la muerte?). En esa entrega
ambivalente, retorcida como el escorzo serpentinato, indescifrable, se insinúa
toda la violencia, y el misterio, y la osadía, toda la fuerza y la debilidad de lo
liminar desde la que las mujeres, ayer como hoy, se resisten a ser retiradas,
cuando no de la vida, del lugar del sujeto.

4.4.3. Epílogo en el umbral

En muchas prácticas artísticas de nuestros días, en algunos nuevos métodos


de intervención política y cultural, se pueden percibir ecos muy directos de
aquellas formas de multitextualidad, de policulturalidad y de polémica oculta
que los textos mestizos opusieron a la primera dominación colonial.
Precisamente entre autores que reivindican en ocasiones un "paradigma de la
frontera" y un pensamiento "poscolonial", a la vez desdeñoso del etnicismo o
del atavismo cultural y de la importación mimética y subyugada de las
culturas imperiales. En la época poscolonial, las identidades ya no encuentran
correspondencia con sus delimitaciones tradicionales, ni se puede afirmar la
clásica equivalencia entre sujeto, identidad, cultura y comunidad. Y, así,
continúa Dietz (2003: 45), las identidades se tornan limítrofes y parciales,
puntos de sutura en medio de las culturas. Todo esto interpela a las formas
dominantes de comunicación, que ya no dan respuesta a las formas
emergentes de comunidad, todo esto concierne a la política y al arte, a las
estrategias de visibilización, de imaginación y de mirada.

Guillermo Gómez-Peña (2004) escribe respecto a las estrategias en la


tecnored:

En los últimos dos años, muchos teóricos de raza negra, feministas


y artistas activistas han cruzado finalmente la frontera digital, sin
papeles, y esto ha ocasionado que los debates se hayan tornado más
complejos e interesantes. Ya que "nosotros" (hasta ahora el
"nosotros" aún es borroso, no específico y siempre cambiante) no
deseamos reproducir los desagradables errores de los días
muticulturales [...] nuestras estrategias y prioridades ahora son
bastante diferentes: ya no estamos tratando de persuadir a nadie de
que somos dignos de ser incluidos (estamos de facto adentro/afuera al
mismo tiempo, o quizá estamos adentro temporalmente, y lo
sabemos) [...]. Lo que deseamos hacer es modificar el trazo de la
cartografía hegemónica del ciberespacio; "politizar" el debate;
desarrollar una comprensión teórica multicéntrica de las posibilidades
culturales, políticas y estéticas de las nuevas tecnologías;
intercambiar un tipo distinto de información (mito poética, activista,
formativa, imagística); y esperando hacer todo esto con humor e
inteligencia. Los artistas chicanos en particular queremos "amorenar"
el espacio virtual; "spanglear la red", e "infectar" la lingua franca.

En 1992, Gómez-Peña, junto a la escritora y artista multimedia Coco


Fusco, presentaron su performance Dos amerindios sin descubrir (figura 4.4).
Proponían, según sus propios términos, una "antropología inversa", en la que
evocaban las infames exhibiciones pseudoetnográficas de seres humanos en
los siglos anteriores, pero también los estereotipos del exotismo y la mala
conciencia multiculturalista de nuestros días. Según el relato de Gómez-Peña
(2000):
Figura 4.4. Dos amerindios sin descubrir, performance de Coco Fusco y
Gómez-Peña.

Coco Fusco y yo fuimos exhibidos en una jaula metálica durante


períodos de tres días como "Amerindios aún no descubiertos",
provenientes de la isla ficticia de Guatinaui (espanglishización de
what now/ahora qué). Yo estaba vestido como un luchador azteca de
Las Vegas, una suerte de "supermojado" extraído de un cómic book
chicano, y Coco como una Taina natural de la Isla de Gilligan. Los
"guías" del museo nos daban de comer directamente en la boca, y nos
conducían al baño atados con correas para perro. Unas placas
taxonómicas expuestas al lado de la jaula describían nuestros trajes y
características fisicas y culturales en un lenguaje académico,
digamos, impecablemente mamón.

Además de ejecutar "rituales auténticos," escribíamos en una


computadora lap-top (o sea, nos "e-maileábamos" con el chamán de
la tribu), veíamos atónitos vídeos de nuestra tierra natal,
escuchábamos rap y rock en español en un estéreo portátil, y
estudiábamos detenidamente (con binoculares) el comportamiento del
público que muy a su pesar se convertía en turista y voyeur. A
cambio de una módica donación, ejecutábamos "auténticas" danzas
guatinaui y cantábamos o relatábamos historias en nuestro idioma
guatinaui, una suerte de esperanto muy locochón inventado por mí.

Fusco llegó a la conclusión de que "la jaula se convirtió en una pantalla


vacía en la que el público proyectó sus fantasías sobre quiénes y qué somos"
(citada por Mirzoeff, 2003: 285). Una idea notablemente coincidente con la
de la "pantalla imaginaria" de la traducción intercultural de Bauman (véase
apartado 4.l).

Al parecer, las actitudes del público fueron muy diversas: hubo quienes
creyeron que la etnia y las identidades ficticias eran ciertas. Los autores
criticaron a los sectores intelectuales que, en lugar de mantener abierta la vía
de reflexión del público, dictaminaban moralmente sobre la acción y
reproducían, con la arrogancia del juicio, un rol colonial. El enjaulamiento
mismo dio lugar a reacciones diversas, pero al parecer no a muchas protestas.
Hubo también provocaciones e incluso intentos de comprar los favores
sexuales de los artistas.

Es de suponer que, tras mirar un rato, algunas personas asían los barrotes
de la jaula y simplemente cerraban los ojos.
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