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Ada Albrecht

FILOSOFÍA FINAL

Capítulo 1
El Hombre es Dios en Esencia

EDITORIAL HASTINAPURA
BUENOS AIRES, ARGENTINA

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CAPÍTULO I

EL HOMBRE ES DIOS EN
ESENCIA
¡Om Sri Ganeshaia Namaha!

La Filosofía Suprema o Filosofía Final requiere de


los hombres que van en su búsqueda, un estado de ánimo
especial: la alegría.
La mente seria, el gesto adusto, el ceño fruncido que tie-
ne el colegial en clase, el profesor en su mesa de estudio,
el erudito, en fin, en sus tareas de investigación, no sirven
aquí de nada. Si no hay un estado de exaltación espiritual,
de embriaguez divina, de regocijo infinito, esta Filosofía
Suprema o Filosofía Final será una puerta cerrada para
quienes lleguen hasta ella. No abrirá sus sellos a nuestros
requerimientos. Como todo en el Universo, Ella tiene su
clave: la clave para abrirla es, como decimos, un hondo
sentimiento de felicidad.
Uno ha estado en el vasto laberinto de la ignorancia. De
pronto allá, a lo lejos, se percibe una puerta por la que
penetra la luz. ¿Cómo iríamos hacia ella? ¿Frunciendo el
entrecejo, estudiando nuestros pasos meticulosamente, o
embriagados de gozo, olvidados de todo cuanto involucre
nuestra ya pasada estancia en el laberinto, corriendo, casi
volando, hacia la anhelada salida luminosa, mil veces an-
siada, mil veces buscada aquí y allá mientras, sin percibir

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resquicio de luz alguna, deambulábamos soñándola en el
interior del sombrío mundo que nos atrapara?
Envuelto en esa especie de regocijo teofánico en que se
halla el escultor, admirando su obra de arte a punto de ser
acabada, poseído por el ángel del Amor que extiende sus
alas en el corazón de los que pueden dar a luz a la Armo-
nía, así el Adikari o Pramâta, el discípulo preparado, fir-
me ya en su deseo de Ser, seguro de su búsqueda, se ha de
enfrentar con el sendero del postrer Conocimiento: él está,
como el escultor de nuestra metáfora, a punto de acabar
su obra y decir: kreta kretiatá, esto es, “lo que se vino
a hacer, ya está hecho”. Y lo que se vino a hacer en este
mundo, lo que se vino a buscar, es el conocimiento de uno
mismo. Cuando se lo encuentra, se baña el Ser todo en luz
y regocijo. No hay ya cabida para nada que no sea la Feli-
cidad Suprema.
No hallamos este concepto tan sólo en India. Sócrates
enseñó a los griegos y, por intermedio de ellos a nosotros,
que lo Supremo es esa sabiduría de ahondamiento, no de
esparcimiento. El conocimiento es horizontal; como los
mares, omniabarca, acopia, hace de la Verdad un dato. La
Sabiduría es espada de fuego que busca llegar queman-
do lo material hasta el corazón de las cosas y de nosotros
mismos.
La Sabiduría se opone al conocimiento, su vasallo an-
cestral. Conviene que tengamos en cuenta, muy en cuenta,
que el Gnoscete ipsum —conócete a ti mismo— de Sócra-
tes, figuraba en el frontis de un templo. Ese fue su lugar
primero y no la Academia erudita o la Stoa de sus discípu-
los. Nos hemos olvidado de esto, y al hacerlo, hemos caído

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en el juego del Verbo, perdiendo su esencia. Hoy tenemos
miles, millones de libros, pero no leemos ya en el templo
de nuestras Almas lo que Sócrates nos legara, o los indos
enseñaran a sus discípulos: “Kreta Kretiatá”, “Gnoscete
Ipsum”; o como se dice también en lenguaje más familiar:
“Encuéntrate y vete”, significando con ello el hecho de rea-
lizarse y ascender al espíritu allende la carne.
Aun libros como el Bhagavad Gîtâ son para nosotros
sólo material de estudio. Escándalo para la gente seria de
India, por más que uno explique no pueden entender có-
mo se lo “mentalizó” —a su decir—, o sea, cómo se lo sa-
có del templo para ponerlo en la biblioteca. Porque, según
dicen, hay libros de templo y libros de anaqueles. No com-
prenden cómo para nosotros todo libro es inmediatamen-
te ciudadanizado como habitante del país mental, y nada
más, ¡ay!, que del país mental. Por los caminos de ese país
mental no se va al reino de la alegría sino que, las más de
las veces, se la pierde; es el laberinto de la religión griega,
del que debemos salir.
Así pues, retomando nuestro tema, el Alma canta y es
feliz por haber podido acceder al dintel de la “puerta de
salida” que se abre al reino del Espíritu, a la liberación de
la duda.
El Veda, los Upanishads y
los Prakaranagrantas
Sintetizando entonces: el primer requisito del discípulo es
el estado de felicidad. A partir del mismo, éste, o sea
el discípulo, el Adikari, se encarará con los prolegómenos
a los estudios del Veda —el llamado Veda Rey—, o mejor
dicho el único Veda, el Rig. Todos los otros, el Sama, el

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Yajur, el Atharvana, son ramificaciones que se despren-
dieron del Veda Central. El discípulo aspira a la compren-
sión de este Veda Rey, mas, su terminología se halla fuera
del alcance de todo neófito, y también su parte más pro-
funda y filosófica —que son los Upanishads­—, se halla de-
masiado lejana a su entendimiento, por lo cual se lo va a
introducir a la Esencia de los mismos a través de tratados
preliminares que se conocen con el nombre sánscrito de
Prakaranagrantas. Son muchos, pero sólo algunos gozan
de la estima de los Maestros serios.
Así pues, estos Prakaranagrantas son los libros in-
troductorios al estudio de la Veda-anta (Veda: Sabidu-
ría, Conocimiento último, y Anta: fin). La Vedânta es casi
desconocida en Occidente, por no decir desconocida a se-
cas. Eruditos hay que todavía litigan sobre si: “la Vedânta
es una religión o una filosofía, una postura mística o una
especulación racional”. Lástima grande no conocer India.
Si antes de escribir sobre su Sabiduría, se pudiera estar
en ella, lo primero que nuestro o nuestros viajeros descu-
brirían es que en ese extraño suelo, mente y corazón, mís-
tica y razón marchan juntas. Separarlas, es para ellos el
caos. Así, la Vedânta es la más acabada de las filosofías, y
la cumbre de toda religión.
No podemos estudiarla aplicando nuestra mente occi-
dental, y así cuestionar “si es religión o filosofía”. Nuestra
mente occidental sufrió un largo proceso de desunificación
de la Gnosis primordial. Todavía en Grecia, decir filosofía
era involucrarlo todo. Pitágoras, el Maestro de los Maes-
tros, se llamó a sí mismo “filósofo”.

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Con el andar del tiempo, fuimos cayendo en las “espe-
cializaciones”. Hoy somos eruditos en “especializar” cual-
quier tipo de conocimiento que llega a nuestra mirilla in-
telectual. Así es como fuimos perdiendo contacto con la
esencia de todo saber. No pretendamos entonces, enten-
der una cultura que todavía piensa que Dios y hombre son
Uno, mente y corazón son Uno y, por cierto, religión y fi-
losofía, Uno. Habría que subir hasta el indio culto —ar-
dua y difícil tarea—, para tener su misma apreciación de
la Realidad.
La cuatro Anubandhas
o cuestiones fundamentales
Volvamos a nuestros Prakaranagrantas. Estos tratan so-
bre cuatro cuestiones fundamentales. A éstas cues-
tiones fundamentales se las llama anubandhas y son:
1. El Adikari (Pramata): o sea, cuál es el discípulo
competente para incursionar por este sendero.
2. Jîva-Brahman-Aika: la identidad del Jîva indivi-
dual del hombre con Dios o Brahman.
3. Sambandha: la explicación de la unidad del Jîva in-
dividual con Brahman supra-cósmico.
4. Prayo-Yana: el resultado o “fruto” que producirá es-
ta verdad, o sea Moksha o Liberación.
Hay muchos Prakaranagrantas de la Vedânta. Es con-
veniente saber que todos tratan las mismas cuestiones, no
existiendo diferencias entre ellos.

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Explicaremos estos cuatro pasos, previa referencia a
tres ideas básicas de esta religión-filosofía, sin las cuales
nos costaría adentrarnos en la cuestión.
La primera afirmación, y la última, que se hace en Ve-
dânta es la absoluta identidad del hombre y dios.
Entre ambos no hay diferencias de naturaleza esencial. Es-
te concepto, líricamente vertido en Occidente —a tal pun-
to que esta afirmación es lo único que conocemos de Ve-
dânta— es larga y vastamente estudiado en India.
No se llegó a él por una especie de romanticismo mental
o por un mero misticismo ideológico. Fue mas bien pro-
ducto de insospechado análisis, tan inefable y grande co-
mo el que hiciera exclamar a nuestro Jesús, el Cristo, “El
reino de los Cielos esté en Vosotros”, o bien, “Dioses sois y
lo habéis olvidado” a Platón.
No olvidemos que todo concepto sabio encierra en su
trasfondo un mar de verdad y que toda síntesis no es sino
la hija brillante del sacrificado análisis.
La segunda afirmación, abiertamente explicada una y
otra vez en el Bhagavad Gîtâ, es la total posibilidad del
hombre, para asumir la tarea de su Liberación. Como la
vida en el cuerpo físico, así palpita en el ser humano su
vida espiritual. No hay “posibilitados” ni “imposibilita-
dos”. Hay Dioses, todos idénticos, todos merecedores de
la Unión con el Gran Aquello del cual emanaron.
Espantosa y aberrante teoría para quienes nutren su
personalidad subyugando a los otros; en ella muere todo
separativismo, todo germen de desigualdad, y resplande-
ce el sol más puro de la verdadera fraternidad universal.

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Todo hombre, dicen los sabios indios, es libre para em-
prender la tarea de su propia posesión como ser celeste,
de su autodescubrimiento como tal. Un Dios que encerra-
ra al ser humano dentro de la cárcel del tiempo y le pusie-
ra sobre sus hombros la condena de una cadena perpetua,
para liberarlo allá, al final de las edades “cuando sea bue-
no” es, para toda mente ilustre de la Vedânta, un pueri-
lismo mental. La Eternidad se vería así condicionada al
tiempo, y la Realidad, a la ilusión. En otras palabras, el
imperio de las sombras esclavizaría al de la Luz, y todo el
mundo estaría gobernado por un señorón de la magia ne-
gra. Es Cronos engulléndose a Zeus. No obstante se sabe
que Zeus pudo contra Cronos. Recordemos esto. El Alma
del hombre, o sea, Zeus en el hombre, tiene una sola con-
dición: la de su libertad. Hasta el buen Kant, que no hacía
metafísica, logró dar con la Verdad, logró entender (para
eso era dueño de un vasto universo mental) la única Rea-
lidad de todo ser humano: su absoluta libertad para esco-
gerse, su libertad para ser lo que quiera ser.
Esto tiene un asiento profundamente lógico, como ve-
remos más adelante. De todos modos, recordemos al cita-
do Bhagavad Gîtâ, cuando nos dice:
“Aunque fueras máximo pecador entre pecadores, aún
podrías cruzar sobre todo pecado en la nave de la sabi-
duría. Como el fuego abrasador convierte en cenizas la
madera, ¡oh Arjuna!, así el fuego de sabiduría, reduce
a cenizas las acciones1.”

1. Bhagavad Gîtâ IV, 36-37

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Los Gurus de India explican una y otra vez a sus discí-
pulos esta Sloka-verso-último.
“Somos libres —dicen—, y todos podemos ya, en este pre-
ciso instante, ahora mismo asumir la tarea de de-velarnos”.
O sea: el Camino se halla abierto para todos. Dios no tiene
privilegiados. Quien no lo alcanza es porque no lo quiere,
pero no porque no se le haya dado la posibilidad de hacer-
lo. Esto sería negar la Potencia Divina en el ser humano.
Sobre la factibilidad de la liberación se han tenido siem-
pre pruritos. “¿Cómo —se pregunta alguien— podré libe-
rarme? Soy apenas un ‘animal racional’ repleto de imper-
fecciones, un ser empequeñecido, defectuoso, efímero,
que deberá andar mucho todavía antes de llegar a su puri-
ficación”. Si algo se conoce de Filosofía del Oriente, se dice
entonces: “¿Cómo podré yo liberarme, con todo el Karma
pasado que arrastro? ¿Cómo, sin pagarlo, he de salirme de
la materia, para alcanzar mi ultérrimo Ser?”.
Uno cree que es menester “pagar” en lo metafísico, co-
mo se “paga” por un libro que se compra. Aplicamos in-
conscientemente la Ley del Talión a los planos abstractos,
y convertimos a Dios en un usurero, en un comerciante que
nada nos da, a no ser que mediara previamente el pago. Así
decimos: “si cometí diez delitos, me sobrevendrán diez cas-
tigos”. Sería conveniente que meditáramos mucho sobre
esto. ¿Realmente no hay otra solución? ¿Estoy conminado
a abonar todo error cometido con cuotas de dolor y de ale-
jamiento del ser Divino? ¿Es ésa la Naturaleza de Dios? Así,
¿es Dios el arquetipo de los cobradores de deudas?
no existe libro alguno en todo el oriente que ha-
ya explicado jamás la Ley de modo semejante. Cuando

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interpretamos al Karma como “Causa y Efecto”, interpre-
tamos tan sólo uno de los miles de aspectos que puede te-
ner esta ley y dejamos de interpretarlo como nos lo en-
seña el bhagavad gîtâ. De éste, por mucho que se lo lea,
no podrá entenderse sino aquello que se acomode a nues-
tra estructura racional si no nos acercamos a él con men-
te libre.
Para mayor aclaración, ver sección sobre karma de es-
te mismo libro.
La tercera afirmación es la que niega la realidad de la
evolución, tal como la entendemos nosotros. Efectivamen-
te, la ley de la evolución (Parinama), se opone al cambio
(Vivarta1), según nuestra filosofía. Nuestro concepto de la
primera admite un real cambio de la causa, transformada
en efecto. Para la Vedânta, es imposible tal cambio.
Así pues, con este concepto del hombre, de su libertad y
de Vivarta, fácil resulta comprender cómo el sabio vedan-
tino se aboca a la tarea de su propio autodevelamiento.
“Difícil es —dice el Gîtâ— cruzar el vasto dominio de
Samsâra” …pero, ya vimos que por difícil que sea no es
imposible.
Primera Anubandha: el Adikari
Por sobre todas las cosas el Adikari es una conciencia re-
flexiva, alguien que ha penetrado los velos de la Madre

1. Vivarta es “cambio aparente de una cosa en otra”, mientras que


Parinama es “evolución”. Para una explicación más detallada ver la
sección Karma en Vedânta Advaita, en el Capítulo II del presente
libro.

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Ilusión y descubierto cuál es la Realidad envuelta en sus
peplos.
Ese discípulo es un hombre dispuesto a salirse del tiem-
po, dispuesto a “detener su juego” en el campo de su ser.
No permitirá ya ser llevado y traído como una “cosa” en el
vastísimo océano de los cambios aparentes, no dejará que
el placer lo tenga prisionero ni lo hechice, pues él ha des-
cubierto que su sola manifestación involucra asimismo la
manifestación de su opuesto, el dolor.
El descubrimiento del Adikari es original, en tanto que
nosotros palpamos esto en su superficie, en lo que se mues-
tra, mientras él desciende al seno profundo de esa Verdad.
La clave para este divino divorcio de lo temporal, se ha-
lla en la meditación. No se medita para “elevarse” y “as-
cender espiritualmente”. Se medita para detener el
tiempo-movimiento dentro de uno. Se debe detener to-
do movimiento mental, no hacer que la mente titile ni re-
fleje el mundo; se debe aquietarla, calmarla, transmutar-
la, porque el mundo es ilusión, y si la ilusión se refleja en
ella, nunca será vehículo apropiado para la captación de lo
Real. Por cierto, en esto entra ya la metafísica abismal del
Yoga, a la que debe ceñirse todo aspirante. Según la de-
finición tradicional de Patañjali, se entiende por Yoga el
“arte de detener los movimientos de la mente a voluntad”.
Hecho esto, el “Samâdhi” o posesión de uno mismo, esta-
rá a un paso. Volveremos sobre esto más adelante.
Las cuatro condiciones del Adikari
Siguiendo con la trayectoria del Adikari, digamos que, así
situado frente al mundo cambiante, sólo una cosa le resta:
concentrar todas sus fuerzas para entenderse con la Ver-
dadera Realidad. Así, para descubrirla, y como requisito

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imprescindible para acceder al Sendero, el Adikari debe
saber discernir entre lo falso y lo auténtico, o sea, debe
poseer Viveka.
Primera condición: Viveka
La definición de Viveka, o discernimiento, es: nitya
anitya vastu vivekaha, esto es, “Eterno no-eterno co-
sas discriminar” (discriminar qué es lo Real y qué es lo
irreal), lo que significa perfecta visión de la Realidad, sa-
ber verla, descubrirla allende los encubrimientos que de
ella hace la Gran Ilusión de nuestro Mâyâ mental.
Creemos, personalmente, ser algo; obreros, gerentes de
empresa, profesionales, hermosos, no agraciados con be-
lleza alguna, jóvenes o viejos. Nosotros, que confundimos
la Realidad con la irrealidad, podemos decir “soy” en ese
plano, pero no puede decir “soy” quien sabe, por enten-
derse con el discernimiento, que nada puede ser, en el rei-
no de las apariencias, sino eso: apariencias.
Peregrino milenario de los caminos de la Vida, sabe el
Adikari que el corazón del mundo es de cenizas, que el
tiempo, devorador incansable, despedaza entre sus fauces
nunca ahítas, imperios, civilizaciones y reinados. No en-
tabla ya su alma ningún coloquio amoroso con el coloso
marcesible del mundo. Lo mira con la suprema indiferen-
cia de la Sabiduría, y sabe que se trata, a los ojos del cla-
rividente, de una impresionante pompa de jabón. La Ver-
dad no está dentro suyo sino en su propio universo inte-
rior de hombre Despierto y hacia él encamina sus pasos.
Así como la irreflexión es corona de los aún dormidos, y
ello involucra tarde o temprano indisciplina moral, fruto

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inexorable de la mente-en-el-tiempo, ese ser, que asume
la responsabilidad de discernir y ser morador de lo estáti-
co, asume también la ardua tarea de su purificación.
De los milenarios textos vedantinos sobre el Sendero de
Pureza, extrajeron sus propias reglas todas las religiones
y filosofías posteriores, de modo a veces fragmentario y
casi siempre confuso. Es triste pero a veces se presentan
sin ninguna conexión temática con el contexto general y el
lector suele perderse, en medio de libros fraccionados. Es-
to es frecuente en el Budhismo, en general, y en sus textos.
Trataremos, por ello mismo, de ser claros al respecto.
Segunda condición: Vairagya
Dijimos que el Adikari, o divino aspirante a la Libera-
ción, debe tener, como luz imprescindible en su Camino,
a Viveka. Fijémonos que de modo natural, sin forzaduras,
se cae en la segunda característica del mencionado Adika-
ri. Esta es vairagya —desapego en todos los niveles y no
sólo desapego de lo mundano, lo banal, lo transitorio. Tan
altamente ubicada se halla su conciencia, que este Señor
de sí mismo ha descubierto que incluso Dios, como Dios
Creador, es ilusión, y por lo tanto, no desea guarecerse en
cielo alguno que no sea su propio cielo. ¿Cómo es esto?
Para la Vedânta, Dios Creador es también ilusión, como
lo es Pablo o Juana. Juana o Pablo tienen a su cuidado un
cuerpo humano. Îshvara, o el Dios Creador, como deci-
mos, un cuerpo inmenso: el universo.
El mundo, de acuerdo a la filosofía Vedânta, se halla
formado por tres cualidades: Rajas, Tamas y Sattva. Es-
ta última es la más pura y, por lo tanto, en ella moran las

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energías más armónicas del universo, esto es, lo que co-
múnmente llamamos “Dioses” a través de la historia.
Los Dioses, o cohortes de Inteligencias Celestes, en-
marcarían la figura Prima de Îshvara, que es el Dios Crea-
dor. Aparecido como el hombre mismo, en el seno de la
manifestación, su razón de ser, como la de éste, es el lo-
gro de su Liberación. Como el hombre mismo, está suje-
to a mil vicisitudes en su macro-cuerpo; como el hombre
mismo, tiene períodos de acción (Manvantaras) y de re-
poso (Pralayas).
Sus cadenas son de oro; las del hombre, de hierro, pero
ambas son cadenas al fin. Si pasara por nuestra mente la
idea de la “irracionalidad” de esta teoría, recordemos que
no existe filosofía más racional en el mundo en-
tero que la filosofía Vedânta.
Lo que acabamos de comentar de modo periférico, se
halla tratado en Sâstras de excelente lógica, imposible por
cierto de hacer caber en nuestro breve comentario donde,
más necesaria que la mirada del estrechismo especulativo,
es la del vuelo intuicional.
De ese “Dios Creador” pues, tan en el universo como
nosotros mismos, es de quien el vedantino considera de-
ber separarse para seguir en pos de Aquello que trascien-
de a ambos.
Sin embargo, antes de aspirar a la meditación Advaita
(Tú eres Aquello), es absolutamente imprescindible trans-
formar nuestros “Vrittis” (impresiones mentales) y hacer
que se desarrolle en nosotros la más profunda devoción a
Dios. Sin ese espíritu de religiosidad, no se podrá arribar de
buenas a primeras a la Liberación. Un hombre encastrado

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mental y emocionalmente en el mundo, no puede evadirse
del mismo sin pasar por un proceso purificador.
Si bien es cierto que ese Dios y su cohorte, según pien-
sa la Advaita, se halla en la manifestación como el hom-
bre mismo, cierto es también que por su grado de extre-
ma pureza posee mayor esplendencia de Ser. Al espíritu
le es necesario meditar continuamente en Dios, como de-
cimos, para lograr su purificación. Sobre esto hablaremos
más adelante.
Îshvara y el hombre son hermanos; son Brahman en-
vueltos en formas perecederas, prisioneros los dos de la
Ilusión. Es torpe, para el vedantino, escapar de un Mâyâ
o fantasía pequeña, para tomar contacto con otra fanta-
sía superior, pero que sigue siendo “fantasía”. Lo que se
debe hacer es despertar de toda fantasía. No hacerlo, se-
ría como pretender huir de una guerrilla para caer en una
guerra mundial. Pensamiento abominable para quienes
no entienden cuánta piedad y amor se hallan dormidos
en la sentencia “todo es Mâyâ” con que se inicia al dis-
cípulo. Detrás de esa aparente soberbia, hay una profun-
da humildad, nacida de una reflexión igualmente profun-
da. Nuestro concepto de Dios, está muy bajo. El concepto
vedantino de Dios, demasiado elevado. Hemos de ascen-
der por la ladera de nuestros logismos, si deseamos inte-
ligibilizarlo. Dios, para nosotros, “crea” el universo, y así,
rendimos culto a quien creó aquello de lo cual, las más
de las veces, renegamos. Nuestro Dios, como niño maniá-
tico, nos otorga un cuerpo, luego lo quita; nos da salud,
luego enfermedad; juventud, luego vejez. Mil filosofías se
inventaron para volver inteligible lo ininteligible de este

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proceso. Cada cual pretende interpretarlo a su manera, y
vivir del mejor modo posible. No se ahonda mucho, por-
que ahondar en esto es enloquecer. De este fondo común,
han salido las “filosofías de la angustia” del “hombre como
arrojado” (el Dassein de Heidegger), que no son sino vie-
jas ideas que retornan siempre, una y otra vez, a la mente
humana. Se sale de este laberinto, cuando se comprende
que, realmente, “Dios” no puede crear nada; Dios crea, se-
gún mi conciencia, cuando estoy dentro de la ilusión. No
podré nunca entender la Realidad tratando de entender
a ese Dios Creador, porque él como yo, somos irrealidad
suma. Lo que tengo que hacer es superar mi estancia en
Mâyâ, el reino de lo fantástico, de lo que aparenta ser una
cosa y es otra diferente.
Engorroso trabajo; me quedo atrapado en los hilos del
enigma, y no salgo. Empresa de titanes, me digo, y desfa-
llezco antes de comenzar la tarea. De lejos, llegan las som-
bras divinas de Cristo, Budha, Sankara, Krishna, pero yo
argumento: “Cristo fue encarnación divina, y yo un míse-
ro mortal, de modo que será mejor no pretender escapar
del mundo-caverna”; o bien: “Budha llegó al Nirvana por-
que era una encarnación divina. Esas no son rutas a seguir
por mí...”; lo que, en otras palabras, equivaldría a reafir-
marnos en la miseria como habitante del error, especie de
gusano racional al cual le está dado sólo, tan sólo, balbu-
cear sobre la Filosofía, la Moral, lo atemporal, pero no vi-
virlo: eso no, rotundamente no.
Puedo, eso sí, desde el rinconcillo de mi personali-
dad, exclamar de tanto en tanto que “en cada ser late una
esencia divina…”, o bien, “todos somos hijos del cielo…”

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También decir que se tiene “alma inmortal…”, etc., etc.
¡Cuánta increíble miseria interior, cuanto no creer, cuán-
to des-amor, involucra ese estado caótico de la cobarde
mente! Puedo aventurarme a hablar de las “iniciaciones
en Grecia”, de los “discípulos de la Sabiduría”. Puedo lle-
narme los labios de frases entresacadas de los libros sobre
el tema… pero no puedo siquiera intentar vivirlo.
Sin embargo, si a un hombre se lo conmina a que di-
ga realmente qué gran impedimento ve dentro suyo pa-
ra abocarse a la tarea de crecer, no en palabras, sino en
esencia, a crecer, no en discursos sobre los Magníficos,
sino crecer volviéndose magnífico él mismo, ese hombre
argüiría razones débiles. En el fondo, no sabría realmente
si puede o no puede abocarse a la tarea de construirse.
No lo sabe. Nunca lo intentó realmente.
Bien, esto es lo que el vedantino combate: el pospo-
ner nuestra Realización, basamentada en la ignorancia de
creer que “Dios es demasiado grande” y “Yo soy demasia-
do pequeño”. De allí que lo primero que un discípulo de-
ba conocer, es, por decirlo de algún modo, “el tamaño de
Dios” y “su propio tamaño”. No debe sentirse de ningún
modo pospuesto para la Misericordia Divina, no debe con-
cienciarse como un “rechazado” en el Sendero.
“Tú eres sat, chit y ananda”, como tu Padre en cuyo
corazón ves el reflejo del mundo y tu mismo reflejo. sat es
el Ser, chit es la Sabiduría suma, ananda, la suma Felici-
dad. Todo hombre es todo eso, y ha de identificarse de tal
manera con la idea de su ser esplendente, que no otra cosa
pueda caber ya en su pensamiento.

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La Vedânta, como el neoplatonismo ortodoxo, como el
cristianismo, quieren hombres de pie, pero nosotros nos
empeñamos en vivir de rodillas.
Nada nos impide seguir la huella del Francisco o el Be-
nito cristianos. Sólo nuestro cobarde apego a Mâyâ. Plo-
tino nunca dijo que a la teofanía llegan tan sólo los “hom-
bres estrellas”, “Yo”, me lo digo en mi caverna mental.
Cristo y Budha “descendieron” para “ascendernos” a no-
sotros. Ellos no hablaron ni a las piedras, ni a las plan-
tas, ni a los animales, nos hablaron a nosotros los hom-
bres. No nos queremos dar por enterados. Envueltos en
nuestras cobardías, posposiciones, falta de Fe en nosotros
mismos, vagamos errabundos por el universo, sin fijar los
pies en el Sendero de la Liberación, al cual se llega hasta
considerárselo en muchas cofradías pseudo-intelectuales,
“horroroso egoísmo”: el egoísmo de abandonar lo ilusorio
por lo Real, el egoísmo de preferir la Luz a la oscuridad, el
Amor-Uno al odio-múltiple. Todo esto, con el gran Fan-
tasma de un Dios insuperable, genio maléfico, que no nos
otorga la posibilidad de ser, a nuestro juicio.
El vedantino dice: Tú eres Dios, y cuando lo dice, no se
refiere a “nuestro” pequeño Dios, sino a la Causa sin Cau-
sa del Universo.
Tercera condición: Satsampati o conjunto de seis
virtudes (Shâma, Dama, Uparati, Titikshâ, Samâ­
dhâna y Shraddhâ)
Es, pues, de este pequeño Dios, de quien se desapega
también el Adikari, en esa segunda etapa de su Sendero.
Vamos a ver cómo, también de manera natural, se dan los

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siguientes pasos: de la comprensión de la realidad Una,
a través de Viveka, deviene naturalmente el desapego o
Vairagya. De éste, dimana a su vez Shâma, que es el con-
trol de la mente. Aclaremos que mente, o Manas en sáns-
crito, significa: lo que fluctúa. Cuando el Alma del hombre
se libera de los lazos del deseo, la mente se detiene, ce-
sa su balanceo. Dicha liberación no es la resultante de un
“forcejeo” moral. Si forcejeo contra mis tendencias, utili-
zo para ese tratar de desembarazarme de ellas la misma
cuerda que me mantiene prisionero, o sea, la mente. He
de aquietarla a través del Yoga, y esperar que otro tipo de
energía se revele en mí.
De Shâma deviene Dama o control de los sentidos; en
realidad, con la mente aquietada, ya no es necesario ejer-
cer ningún tipo de “control”. La quietud de los sentidos se
da de modo natural, solo. Los sentidos actúan a través de
mi mente, son sus hijos, y luego, sus amos. No bien cesa el
balanceo de ella, los últimos también se aquietan.
Sin mundo que ambicionar, sin esa gran irrealidad lle-
nando el vasto universo de mi inteligencia, me sitúo tam-
bién naturalmente, sin sacrificio alguno, en Uparati, que
es un estado de mi pensamiento en el cual tan sólo puedo
ambicionar a Brahman.
Absorbido en esto, logro Titikshâ. Titikshâ es
Vairagya práctico. Lo que se logró en Vairagya o sea des-
apego mental a través del discernimiento, va a tener que
pasar a ser vivido en la práctica. El ser humano está ro-
deado de situaciones que ponen a prueba sus principios
morales e intelectuales. El Adikari, deberá pues, endure-
cido frente a los extremos, demostrar que la Enseñanza ha

œ 19 
sido comprendida y puede, por lo tanto, vivirse. Titikshâ
es, entonces, indiferencia entre el placer y el dolor, o, me-
jor dicho, endurecimiento entre los opuestos del frío y ca-
lor, gloria y fracaso, alegría y tristeza. Es que mi concien-
cia se halla enfocada en otra dirección, y por lo tanto, pier-
do “visión” de aquello de lo cual está ya ausente.
La mente está, pues, en Samâdhâna, o sea, está ab-
sorbida en el Ser. Esta absorción, despierta a su vez
Shraddhâ que es Fe, pero una fe viva en las Enseñan-
zas, en el Maestro, en la Verdad de sus postulados. No es
una Fe allende la razón, o Fe ciega, sino una Fe que resul-
ta de la comprobación en uno mismo de que la Verdad re-
velada era tal.
India no conoce la Fe a secas, el “creer por mandato su-
perior”, no conoce ni se entiende con la “Fe ciega”. La Fe,
dicen, es la más esplendente madre de la razón, más aún:
la razón es simple sombra pálida de la Fe. Fe es certeza
allende toda especulación, y es certeza que se experimen-
ta, no que se piensa tan sólo.
Cuando digo “Tat Tvam Asi”, o sea “Tú eres Aquello”,
yo no debo creer en ello por creer: debo realizarme como
Dios. ¿Cómo se puede comprobar esta Verdad? ¿Cómo sa-
ber que no me hallo bajo un trance autohipnótico? Porque
si me realizo como Dios, tengo poderes de tal. Son famo-
sos los célebres Sidhis, que ejercen tanta fascinación en
los occidentales y que el indio, en realidad, observa con
fabuloso desprecio.
Sidhi significa “poder”, y como tal pueden ser Sidhis de-
sarrollados a nivel mental —considerados por estar conta-
minados de mundo, como nocivos—, o Sidhis espirituales:

œ 20 
poder, por ejemplo, de otorgar la “visión divina” en un se-
mejante aún no capacitado para lograrlo por sí solo. En
realidad, esto último sería ya Shakti que equivale a “po-
der”, pero más espiritual, como proveniente de una raíz
más alta de Ser.
Aclaremos también que esta Fe es, además, fe en el
maestro o Guru. No se considera posible en India llegar
a ninguna verdad sin haber desarrollado previamente una
profunda Fe en aquel que guía nuestros pasos de la oscu-
ridad a la luz.
Nosotros no conocemos relación humana como ésa. Sa-
bemos del “respeto al maestro” porque el maestro, deci-
mos, “sabe”, pero nuestro “respeto” es… ¿cómo podría-
mos decirlo?… un “respeto de salón”, en la mayoría de los
casos.
Pocas veces se da esa unión profunda, íntima, since-
ra, entre maestros y discípulos. Spranger se aproxima a
ello —recalcamos se aproxima tan sólo—, cuando en su li-
bro El educador nato, nos habla del “eros pedagógico”, de
ese sentimiento profundo que suele unir al Maestro con
su discípulo. En la mayoría de los casos es un amor que-
bradizo, que puede subir muy alto o puede trizarse en mil
pedazos, no bien el alumno descubre la menor falta en la
figura de su dios sobre la tierra: el maestro. Digamos, es
un amor que analiza, un “amor espía”, sujeto a los cam-
bios del tiempo.
Diferente es el lazo del Chela y Guru orientales, distinto
también lo que ese Chela o discípulo pequeño admira en
su instructor, y lo que el instructor pretende de su joven
discípulo. Nunca podremos entender la vieja cancioncilla

œ 21 
que entonan los discípulos de rostro cetrino, con respecto
a su maestro, y que dice:
“Mi Guru castiga a su mujer, se embriaga en la taberna,
pero yo lo venero en la profundidad de mi Ser. Haga lo
que haga, mi Guru es para mí lo más Sublime que existe
sobre la tierra y lo más idolatrado…”

Canción que seguramente fue hija de todo un sistema


pedagógico profundo que quiere darnos a entender que,
para el alma del discípulo, aquel que le señala la ruta ha-
cia las estrellas está fuera de crítica. O debiera estarlo. De-
be prohibir a su mente poner en tela de juicio la acción de
quien lo guía. Para él tan sólo reza amarlo y, por ende, te-
ner toda la Fe puesta en sus enseñanzas.
El Guru, todavía hoy, proporciona a su discípulo ali-
mento, vivienda, vela por él, lo cuida como a un hijo, más
que a un hijo, lo cela extremadamente.
Que un alumno de la Sabiduría “pague” por las clases
que recibe de su Maestro, resulta inadmisible. Es como
si la flor tuviera que “pagar” al sol por hacerla esplender,
el pez “abonar” al mar, por mantenerlo en su seno, en
fin, como si la Vida Universal tuviera que depositar en la
“cuenta de Dios” algún cheque especial por haberle dado
nacimiento.
El Guru es responsable de la totalidad de la existencia de
un discípulo. Tal vez de este Amor inconmensurable bro-
te a su vez el otro, no menos inconmensurable, amor del
Chela a su preceptor. Porque, si bien es cierto que éste de-
be velar por aquel a quien guía en el sendero, no es menos
cierto que el más joven asume a su vez la responsabilidad

œ 22 
de no abandonar jamás a su Guru, si llegara el caso de que
éste lo necesitara.
¿Qué admira el Chela en su Maestro? Veamos la defini-
ción de Guru, de acuerdo al sánscrito. Esta es: Shrotiam
Brahmanishtan Guruhu, o sea: “Guru es aquel que ha te-
nido la visión de Dios”, aquél pues, que de algún modo lle-
gó a su templo interior, se unificó con su Ser íntimo, co-
noció la aurora de la inmortalidad, libó en el manantial de
la Vida Eterna, fue pájaro divino recorriendo la totalidad
de su universo, fue, en fin, el que siquiera por un instante
realizó “la visión de Dios”, y está por ello capacitado para
enseñar el camino hacia su logro a los que van detrás suyo
en la dura cuesta del ascenso espiritual.
Si el Guru permanece con toda la profundidad de su Ser
en ese estado, será Guru completo. Si, por el contrario, lle-
ga y regresa, todavía débil para realizar el último despe-
gue de los lazos de Mâyâ, si avizoró lo Inenarrable, y hu-
bo de descender sin fuerzas para ese vivir contemplativo,
será un Vidyâ Guru, igualmente venerado, por haber con-
seguido la elevación más difícil de todas y se lo conside-
rará un Dios sobre la tierra. Evidentemente ningún dis-
cípulo de la Sabiduría puede en India admirar a su Maes-
tro por su conocimiento, sino por su Visión Celeste. Al-
guien que sólo se entienda con las Escrituras, esto es, Ve-
das, Upanishads, etc., es un “sabio” o Pandit ilustre, pe-
ro de ningún modo un Guru. Si no enfrentó al Misterio y
penetró en Él, no puede ser guía de los que a ese Misterio
se dirigen.
Por generaciones sin cuento se ha inculcado en el dis-
cípulo indio la idea de que nada puede en este mundo ser

œ 23 
superior a un Visionario del Cielo. Es a este hombre, y na-
da más que a él, a quien se debe rendir todo tipo de honor
y pleitesía, por el cual es honor y regocijo sumo perder bie-
nes y riquezas materiales, y al que se le entrega la vida co-
mo la Madre Tierra entrega su ser todo al sol.
La inmensa literatura hindú apunta a desarrollar en los
jóvenes este amor por el Maestro. El Mahâbhârata, las
historias de los centenares de miles de santos que se cuen-
tan en toda India, de norte a sur, con devoción suma, las
narraciones de Nârada, de Vashista, Gudala, Satyanan-
da, etc., en larguísima caravana, persiguen el hacer que el
corazón se incline hacia ellos y busque uno su compañía.
Durante las blancas noches del mayo norteño, entre las
cumbres de los Himalayas, mientras se aguarda el sagra-
do plenilunio, se suelen reunir los discípulos a los pies de
su Maestro para escuchar las narraciones del sabio Gur-
pala y sus discípulos, de Nârada y sus discípulos, de Vya-
sa y sus discípulos. Hay lágrimas en los ojos, emoción pro-
funda, incontenible, en cada uno de los aspirantes a la Li-
beración para quienes un Guru es puerta divina de acceso
de lo irreal al mundo infinito de la luz. Luego, en la esta-
ción de las lluvias —que suele comenzar a mediados de ju-
nio y prolongarse a veces hasta septiembre—, recluidos en
las cavernas de las montañas o los monasterios alimenta-
dos de silencio que florecen en sus laderas, las historias
continúan y continúa despertando el Amor y la Fe. Mas
no sólo se persigue en el aspirante al Camino su unión con
el Maestro, sino su unión con todas las cosas. India entera
es, a este respecto, una larga preparación para la devoción
que suele ocupar toda la vida del indio. Como dicen ellos:

œ 24 
“nuestros infinitos dioses no son sino una excusa que he-
mos inventado para poder amar a Dios en todo cuanto
nos rodea”. Rendir culto a las plantas, culto a los animales,
culto a las piedras, culto al sol, a la luna, culto a los hijos,
a la mujer, a los hermanos, etc., etc., no son sino maneras
de ir preparando el sentimiento para la devoción que ha
de culminar, como vimos, en la devoción al Guru, imagen
de la verdad, para terminar por florecer totalmente en la
devoción por la Visión de Dios.
“Yo he sido —dice el poeta Garbal—, un ave aprisionada
entre rejas de viento que tenían la tangibilidad del acero,
según lo creía mi ignorancia. ¡Vuela, pájaro de mil colores,
vuela, ave maravillosa, hacia tu Patria Celeste! ¡Abre bien
los ojos, no te detengas frente a los barrotes de tu celda
que ellos tan sólo existen en tu miedo mental!”
“Así hablaba mi Padre, mi Maestro, Alma de mi Alma;
así se expresaba mi Guru. Durante años que parecieron
siglos escuché su voz sin entender lo que me decía, más,
como la mariposa en torno a la luz, así yo, hechizado, vivía
a los pies del Brillante, a quien dejarlo, siquiera por un se-
gundo, me parecía peor que a muerte. Cuando compren-
dí por fin su enseñanza, alcancé el Samâdhi y me convertí
para bienaventuranza suya, en Uno como Él. Supe enton-
ces que existen dos únicas realidades en la Gran Ilusión:
Brahman, y quien hacia Brahman nos direcciona. Brah-
man y Guru son Uno. Me sumo en Aquello porque sé que
en Aquello late el corazón de mi Bienamado”.
Con esta virtud en la que nos hemos detenido larga-
mente, con el estado espiritual de Shraddhâ, se cierra el
conjunto de seis virtudes que el adikari posee.

œ 25 
Cuarta condición: Mumukshutva
Nos queda por analizar la última de las cuatro condicio-
nes, la más difícil de comprender, donde se enmarca este
Buscador de la Luz.
Como hemos visto en apretada síntesis, estas condicio-
nes son:
1. Viveka o discernimiento.
2. Vairagya o desapego.
3. Satsampati o el conjunto de las seis virtudes anali-
zadas: Sâma, Dama, Uparati, Titikshâ, Samâdhâna
y Shraddhâ.
4. Mumukshutva , o sea, por decirlo con palabras tos-
cas, puesto que de algún modo necesitamos explicarlo,
Mumukshutva es el ardiente deseo de Liberación, la
quemante ansiedad por emerger del océano sombrío
de Mâyâ, hacia la Luz Una.
Sabemos que no puede haber “quemante deseo” para
quien ya no se entiende con deseo alguno, mas, ¿cómo
explicar esa divina aspiración del alma a la reintegración
total?
Sin Mumukshutva, sin ese “quemante deseo de Libera-
ción”, no puede haber Camino, dicen. Ese deseo brota co-
mo corolario de sabiduría. Se entendió que el mundo es ilu-
sión y se trata de hallar la Realidad renunciando a éste.
Tenemos en nuestro mundo occidental casos pareci-
dos a éstos de Oriente, donde son infinitos. Desde el fon-
do de nuestra historia nos surge el recuerdo del sabio
Plotino, ubicado allá, en el siglo ii de nuestra era. Tal vez

œ 26 
sea el caso que más se ajusta a lo que el Oriente entiende
por un Mumukshutva. Incluso su filosofía es similar en
un todo, con la idea del Uno Absoluto que estamos anali-
zando. Por algo Brehier supone que de algún modo cono-
ce los Upanishads. Creemos que Plotino debió “conocer”
realmente ese plano espiritual donde las ideas se herma-
nan restando sólo el vivirlas, pues el análisis ha quedado
atrás. Este sabio neoplatónico inmerso en su conquista-
da Eternidad, al decir de su discípulo Porfirio, se hallaba
totalmente alejado hasta de las menos prescindibles de
sus necesidades físicas. Reunido en esa síntesis de inte-
gración suprema, total, encontrábase ausente de su car-
ne, y este ausentismo terminó por destruir aquella pri-
sión material que relegara al olvido continuo. Por varias
razones, dice Porfirio, nuestro Maestro llegó a la teofanía,
o sea el Samâdhi hindú. Su visión de Dios era tan cla-
ra, que terminó por replegarse en ella para siempre. Es-
te continuo “estar ausente” de sí mismo, entendiendo de
modo grosero el “sí mismo” material, involucraba, desde
ya, un profundo amor por Aquello hacia lo que se fugaba.
Este sentimiento pues, que extraía de su soma, para lle-
varlo al Nous, era el mismo que poseyó en India un Ra-
makrishna, un Budha.
Recalquemos que este Mumukshutva despierta en el
corazón de los que saben “mirar bien”. Mira bien, dicen
los Gurus a sus discípulos. Todo camino comienza y ter-
mina en ti mismo, así pues, no sigas la ilusión de su pro-
yección, sino su esencia que permanece en ti. Y es lo que
hacen nuestros sabios.
Las tres clases de Adikaris

œ 27 
Hemos visto que con la palabra Adikari (Pramâta) se de-
signa al discípulo de la “Sabiduría de sí mismo”, o sea, a
aquél hombre que ha podido levantar su punto de mira de
las cosas perecederas, para ubicarse en el camino de su
Dios interior.
La filosofía Vedânta señala tres clases de Adikaris, a
saber:
1. Uttama Adikari: el discípulo perfecto, aquél que
con sólo un breve esclarecimiento de su Guru, sobre el
misterio del camino, puede “captar” de modo magis-
tral el secreto íntimo de la enseñanza impartida.
2. Maddima Adikari: el discípulo que aún necesita ex-
plicaciones, si bien ya intuye de manera recta y firme
el Sendero.
3. Addama Adikari: el que requiere una paciente edu-
cación, un paciente cuidado, por parte de su Guru.
Percibe la verdad, pero entre las sombras en que es-
tá sumido apenas logra bosquejarla, apenas logra cap-
tarla. Inmerso aún en la ilusión, la Realidad es para él
todavía inabordable. Su mente tiene que “convencer-
se” de esa “otra” verdad superior, pues, sumergida en
el laberinto de lo plural, apenas si percibe la Realidad
de la cual habla su maestro.
A mayor despliegue intelectual, menor posibilidad de re-
pliegue en la Unidad. El agua derramada, deriva por toda
vía posible y no puede beberse, no puede calmar la sed de
nadie. Así, la mente permanece como fugada, y sin colabo-
rar con la reintegración de la esencia espiritual, el Alma del

œ 28 
hombre agoniza de sed de Verdad auténtica. A este Adda-
ma Adikari, pues, habrá que encaminarlo hacia sí mismo
por medio de un paciente trabajo de conversión.
Doquiera estudiemos una Escuela de Filosofía, hallare-
mos grados similares de discipulado. Platón y Aristóteles,
tenían a quienes consideraban dignos de escuchar la pa-
labra de sus Maestros de viva voz, a la vez que estaban los
otros, los exotéricos para quienes se escribían las leccio-
nes. Creemos innecesario analizar a fondo esta cuestión
demasiado ampliamente conocida.
Los Vrittis
Ahora bien: ¿Qué convierte a un hombre en un discípulo
perfecto, un discípulo aceptado, o un discípulo del mundo,
aún no despierto espiritualmente a su propia esencia? Se
responde: las “impresiones de la mente”. Recordemos que
Manas significa “lo que se mueve, o fluctúa”. Según el ti-
po de impresión que ésta contenga, así será la dirección de
espíritu-esencia, o mundo-presencia, que la voluntad per-
siga… La mente es, pues, una especie de “imán-receptor”
que atrae hacia sí los elementos con que entra en contac-
to. Hay que cambiar los Vrittis, dicen en los monasterios,
para cambiar al hombre. El que ha de vivir en el mundo,
trabajar, etc., etc., tiene que “ponerse en sus cinco senti-
dos”, tiene que ubicar la mente en ellos y permanecer en
continua relación con el cambio. El cambio es el mundo.
A través de sus ojos, verá no sólo objetos inocentes —ár-
boles, calles, etc.— sino otros que entran en relación con
su Yo, lo perturban, lo molestan, lo desequilibran. Todo el
desplegado mundo de los deseos, desde los más groseros

œ 29 
hasta los más refinados se abrirán a sus ojos en miles de
formas, que irán a hablar a su mente. Irán a través de sus
ojos y sus oídos, a través de su gusto, a través de su olfa-
to y su tacto, en fin, a través de las cinco puertas, por don-
de el alma del hombre se derrama hacia la Gran Ilusión,
que lo torna miserable. Cada cosa imprime un Vritti en su
mente, cada cosa atraviesa la puerta del Alma de la mano
de un sentido.
Es absolutamente imposible abolir este diálogo Yo-
Mundo, tan sólo con nuevas ideas; es, repetimos, absolu-
tamente imposible cambiar internamente, por la sola ra-
zón de haber dado con un libro, un maestro, o inclusive
una escuela, que de algún modo nos ilustren sobre nuestra
verdadera naturaleza, tratando de desarrollarnos espiri-
tualmente. La espiritualidad no proviene de la palabra es-
piritual. La espiritualidad es cosa nuestra, y nosotros tan
sólo la conquistamos o la perdemos. Es muy simple en-
tender esto.
Tenemos millones de Vrittis mentales, que degenera-
ron en complejos, aferramientos, apegos mil, Vrittis que
nos hicieron ver la verdad del hombre, de Dios, del mundo,
etc., a través de lo que llamamos “nuestro siglo”, “nuestra
cultura”. Estamos, como “Yo Libre”, totalmente cubiertos.
Cuando una Gran Verdad se asoma a nuestra vida, la mis-
ma tiene que abrirse paso a través de una jungla de viven-
cia menores, y no siempre le es fácil llegar hasta nosotros,
no siempre puede.
Aún el hombre “superior”, que hace ciencia, filosofía,
arte, aún ése suele permanecer encajonado en determina-
do tipo de ideas que va alimentando durante años y años.

œ 30 
Al perderse la frescura necesaria para los nuevos concep-
tos, si una verdad diferente a la que fueron desarrollan-
do en él sus Vrittis se asoma a su existencia, es violen-
tamente rechazada: nadie quiere “perder pie”, en lo que
cree. Su ser, su personalidad toda, tiene sus raíces en esos
Vrittis. Cuanto más se aferra a ellos, menor es la posibi-
lidad de ver claro en sí mismo. Su cerebro está ahogado
por su creencia, su mente envuelta por conquistas ante-
riores. Como un águila que sujeta entre sus patas la pre-
sa con arduo trabajo conseguida, así el hombre aferra “lo
suyo”, que llama “principios”, “ideas”. Todo hombre, por
esta causa, cree ser completamente distinto a su vecino.
Considera que tiene “principios”, que tiene “conceptos so-
bre la vida”, etc. Se sobrevalora. El mundo está colmado
de sobrevalorados, aunque en realidad nada hay más fal-
so que este sobrevalor y para la Vedânta, nada más jocoso:
es un príncipe todopoderoso que ha perdido la memoria y
deambula por las calles disfrazado de mendigo. Famélico
un día, se detiene a hurgar dentro de un pote de desperdi-
cios. Halla un viejo mendrugo de pan, y se sienta a comer
en una puerta. “¡Mirad mi hermoso manjar!”, exclama a
sus otros compañeros mendigos. “Verdaderamente soy
más afortunado que todos vosotros por haberlo encontra-
do…” Para alguien que supiera que se trata de un príncipe,
resultaría gracioso verlo envanecido por tamaño hallazgo.
Se preguntaría, además, qué ocurriría con dicho príncipe
si de golpe despertara a la realidad y supiera quién es él y, al
mismo tiempo, viera que tiene en la mano un mendrugo ex-
traído de un basural.

œ 31 
Ese príncipe, perdida la visión de su propia naturaleza,
adquirió los Vrittis del mendigo y se identifica con él. To-
das sus impresiones mentales, le recuerdan su naturaleza
miserable. Si alguien viniera a decirle: “Tú eres noble y po-
deroso”, recibiría un castigo: opinaría que hace burla de él.
Con el tiempo, este mendigo haría su casa, tendría más
de un harapo y comenzaría a sentirse orgulloso de su situa-
ción. Él, que no pudo aceptar la realidad de su nobleza, va
a sentirse ahora feliz como mendigo. Ningún hombre, por
elevado que sea, puede salir de esta ilusión, hasta tanto no
descarte uno a uno los Vrittis de Mâyâ —y Mâyâ es todo,
menos su “Sí Mismo­”—. Hay que cambiar los Vrittis, para
cambiar al hombre, decíamos hace un instante. Esto es lo
que se pretende hacer con el discípulo llamado “de línea”,
queriendo significar con esta expresión, aquel que “se en-
trega” al trabajo de metamorfosis, de auto-develamiento.
Pero cambiar los Vrittis significa una sola cosa: detener
la mente, esto es, detenerla en su labor hacia afuera, lo
cual implica la muerte de todo el universo de la persona-
lidad. El vedantino y el neoplatónico, llegaban a esta de-
tención por un solo camino: el de la quietud interior, que
nosotros llamamos “meditación”. Hermosa palabra, ple-
na de significado pero envilecida por el uso espurio que se
le dio. Hoy, cualquier persona perteneciente a un centro
masón, teosófico o espírita, dice “meditar”. Como “dios” o
“espíritu”, esta palabra también ha descendido y se la com-
prende mal, pues cada cultura engrandece de su lenguaje
aquello donde ha puesto su concepto de ser. Ahora, sexo,
libido, guerrilla, se comprenden mejor y se nombran más
que las palabras mencionadas, a las que poco interesa en-
tenderlas bien o mal.

œ 32 
Esa quietud interior de la que hablamos, sólo se logra
por el aislamiento. El aislamiento es necesario para solidi-
ficar los nuevos Vrittis divinos. La mente es excesivamen-
te dinámica, e imposible de controlar si su afán de movi-
miento permanece despierto, sobreexcitado por la visión
del mundo. Tampoco se logrará nada positivo con estu-
dios sobre su mecanismo, si bien no podemos desconocer
que la ayuda. Por mucho que sepamos sobre la mente, és-
ta permanecerá despierta y en el mundo. Es como hablar
de la técnica perfecta para el salvataje de alguien que se
está ahogando. Mientras hable, no lo salvo, por perfecta
que aquella sea.
La meditación, dicen en Oriente, aquieta la mente, la
extrae de su comercio constante con lo externo; no obs-
tante, para meditar, hay que estar firmemente convenci-
do de una cosa: que el “Yo” puede hallarse más adentro
que afuera, más en uno que en el mundo, más en lo esen-
cial que se es, que en la cambiante presencia de las cosas.
En una palabra, hay que estar convencido de que uno es,
allende todo lo que se refleja en el espejo-mente.
Por eso hemos visto ya que Shraddhâ es etapa impres-
cindible en el discipulado; es lo que faculta a aquél, para la
elaboración de su quietud, pues Shraddhâ es Fe, y ella es
absoluta certeza de que “yo soy dios”, y mi Dios está den-
tro de mí, y debo buscarlo allí y en ninguna otra parte.
Asimismo es cierto que este nuevo Vritti de mi natura-
leza divina, no podrá ser admitido por la mente, de bue-
nas a primeras.
Por muy buena voluntad que tenga el aspirante a po-
seer Shraddhâ, ésta debe cultivarse pacientemente en su
ser. El cambio mental, pues, se operará en base a nuevas

œ 33 
acciones que tendrán por mira el logro de una ascesis1
espiritual.
Decíamos que la quietud interior se logra por el aisla-
miento. Queremos recordar que el aislamiento físico —en
los Himalayas, por ejemplo, el Sannyâsin acostumbra per-
manecer recluido durante años—, es sólo una proyección
del aislamiento mental. El aislamiento mental, a su vez, es
también la proyección de una certeza: la absoluta certeza
del “Yo en Mí”, y no en el mundo. Nos asombraríamos si
supiéramos cuántos “grandes” hombres, se convertirían en
polvo, en nada, si se les quitara súbitamente el apoyo exte-
rior, el báculo-mundo, donde ellos basamentan su “gran-
deza”. Muy pocos seres humanos, pese a que la puerta está
abierta para todos, llegan a “saber”, esto es, a entender en
totalidad que no hay otra realidad que la del “Ser en Mí”.
Al tratar de inteligibilizarlo, resulta que lo único que cap-
tan de magistral es su personalidad… y tornan a caer en la
nada. Así, dicen “Yo soy Dios”… o “Tat Tvam Asi”, etc., pe-
ro, con la misma mente sin purificar con la que hasta ayer
decían “Yo soy ingeniero, industrial u obrero”. La identifi-
cación con la nada, permanece. Removerla es la clave, y no
es tan difícil como el hombre “quiere” suponer. Todo Vritti
menor, desde que se origina, ya es muerte, por ello no de-
bería costarle trabajo metamorfosearlos a quienes son, so-
bre todas las cosas, Señores de la Vida —esto es, los se-
res humanos. Un paciente trabajo de cambio de esos Vrit-
tis, un profundo deseo de removerlos, un entender qué son

1. Por ascesis hemos de entender la purificación de la mente, la


cual se logra llevando una vida espiritual y realizando continuas
meditaciones en Dios.

œ 34 
esos Vrittis mentales, esas impresiones, las que forman y
deforman nuestro Ser, y tras ello surgirá el resplandor na-
ciente de nuestra postergada Aurora Interior…
Quedaría la pregunta: ¿Cómo darnos cuenta si en el
cambio que uno intenta, se marcha por el buen camino, o,
como decíamos anteriormente, es sólo un crecimiento de
la personalidad, desde otro ángulo? Muy sencillo. El que
realmente está abocado al cambio de sus Vrittis, y efec-
túa un trabajo correcto, se torna en todo su ser más pu-
ro, pierde su agresividad, su sentido de “lo mío”, pierde su
sexo, pierde su amor por sí mismo —el sí mismo peque-
ño—, no se defiende si lo agreden, no se inmuta si lo loan,
no tiene amigos ni enemigos. Todo le da ya igual, pues ha
comprendido que en su universo interior, no existe el dua-
lismo. Si todo esto que señalamos aquí comienza a dar-
se aunque sea en mínima escala en quien se encara con
la realización de su propio ser, eso significa que va por el
buen camino. No será así si despierta su soberbia; no, si
sucede todo lo contrario y se produce un crecimiento de
su Yo-intelecto antes que de su Yo real.
La transformación de los Vrittis
Es evidente que debe existir un camino concreto para abo-
carse a esta transformación. Ese camino se halla en el Bha-
gavad Gîtâ y es el que siguen en la India los discípulos.
Esa vía debe comenzar siempre por la devoción prác-
tica a dios. Recalcamos muy especialmente la palabra
práctica. Así como tenemos “unión práctica” con el mun-
do y nuestro cuerpo, es menester que tengamos también
devoción práctica con lo divino. No, que “pensemos
que la tenemos”, sino tenerla prácticamente.

œ 35 
Para ello, es menester descubrir que somos ateos
prácticos, si bien es cierto que somos creyentes teó-
ricos. Los más convencidos espiritualistas son por lo ge-
neral ateos prácticos. Es impresionante el grado de cegue-
ra al que puede llegar nuestro ser. No nos damos cuenta
cabalmente de esto.
Uno puede ir al cine —tener tiempo para ello—, visi-
tar museos —tener tiempo para ello—, hacer largas sobre-
mesas de cigarrillos y café y alguna que otra bebida —hay
tiempo para ello—, recorrer vidrieras, hablar con los ami-
gos, discutir, viajar, leer, trabajar, en fin… hay tiempo para
todo. Digamos, sin embargo, a ese hombre o mujer: qué-
date en paz diez minutos por día, inclínate ante Dios, me-
dita en él, trata de Amarlo, de consubstanciarte con su Di-
vina Presencia. Lo veremos mirarnos atónito, asombrado,
como si le hubiéramos dicho que nos bajara la luna o el sol
con las manos o como si ante sí se hubiera levantado una
montaña de primitivismo religioso, de cosa trascendida.
Pasado el asombro primero, y ciertamente el disgusto,
los Vrittis de su mente, ya organizados para la defensa y
el ataque, no hará sino emplear mecánicamente sus pode-
res. Argüirá este —él o ella— que “no hay tiempo para me-
ditar”, o que, “meditar es cosa de débiles o ancianos”, que
el mundo necesita ser rescatado de las fauces de ateísmo,
y esto no se logra con oraciones, meditaciones ni uncio-
nes de ningún tipo, sino con trabajo práctico… Luego de lo
cual, seguirán abandonando el río divino de su tiempo en
cafés de sobremesas, en cines, en conversaciones banales…
No dudamos en absoluto de que el trabajo sea necesario,
que la actividad de todo nuestro ser deba estar puesta en

œ 36 
la purificación del corazón humano, en el destierro de sus
innumerables miserias. Lo que sí afirmamos rotunda-
mente, es que ningún trabajo espiritualmente se-
rio, puede ser realizado por hombres divorciados en la
práctica de Dios.
Hablar con Dios, dialogar con Dios, esmerarse por ha-
cerlo, sentir por Dios, no un amor teórico sino un Amor
profundo, práctico, permanecer meditando en él, un
minuto, diez, una hora por día, hacer que la mente se incli-
ne a reverenciarlo —esa mente que nos lleva a reverenciar
tanta nada—, establecer contacto con lo Superior, acallar
las voces pequeñas, enmudecernos para lo efímero, poder
decir “Padre nuestro que estás en los Cielos”, y sentir que
realmente él está en el Cielo de mi Yo, concienciarlo ro-
tundamente, totalmente, como luz, como poder, como Sa-
biduría: tal es lo que llamamos un creyente práctico.
Todo lo demás es sólo especulación mental sobre lo Divino,
bañada de debilidad para vivirlo, por lo tanto, es vana.
Nos atrevemos a afirmar que fue por esa razón —la de
no poder hacer práctico ese sentimiento Divino—, que fra-
casaron rotundamente las sociedades y organizaciones na-
cidas en el Siglo xix con la pretensión de detener el avan-
ce del materialismo en el mundo. Se dieron a la especula-
ción de los temas espirituales, se dieron a la teorización
de Dios y sobre Dios, se abocaron a estudiarlo en formas
múltiples, hicieron cátedras de fenomenología teológica,
pero no altares para Dios, exaltaron las mentes, pero de-
jaron sin contemplar los corazones, pusieron al hombre,
una vez más, de hinojos ante teorías, y no supieron po-
nerlo de pie delante de sí mismo, de ese sí mismo Divino,

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profundo, magnífico, olvidado en el preciso momento de
ahogárselo en palabras y disquisiciones.
La organización espiritual que impulse en el hombre es-
te desarrollo práctico de su Fe y lo una a la práctica de la
acción en el mundo, para bien de sus semejantes, será la
que ha de dar Luz a la Humanidad, porque es lo que la Hu-
manidad espera.
No hubo ni habrá en el mundo Cruzados sin Cristo. Me-
ras utopías de la mente, es por Amor profundo y por pro-
fundo contacto con Dios, que el hombre se lanza como
rayo divino, a salvar a sus Hermanos. Sin este convenci-
miento toda acción es mecánica, y no tiene otra fuerza que
la brindada por la emoción superficial, no el sentimiento.
La transformación de los Vrittis mentales, pues, comien-
za ni bien emprendamos la transformación de nuestras ac-
ciones, con lo cual, como ya llevamos dicho, de creyentes
teóricos, nos convertimos en prácticos creyentes.
Cuando el hombre no reverencia prácticamente a
dios, enseñan los Sagrados Libros hindúes, se “encas-
tra” en el mundo más y más. A medida que pasa el tiempo
sufre un anquilosamiento de todo su Ser, una especie de
parálisis, pues la devoción hacia lo divino no trabaja
en él, permanece aletargada, y termina por destruirse co-
mo sentimiento celeste. Sólo ha de permanecer el grosero
sentimiento que lo mantiene atado al mundo, en tanto su
“saber de Dios” irá debilitándose hasta convertirse en un
hilillo al cual nunca trató de energetizar ni acrecentar.
Para que el hombre no se habitúe en demasía a vivir
en el mundo de Mâyâ, para que de algún modo su men-
te mantenga el contacto con lo superior, para que no se
acostumbre en exceso a poner todo su ser en la Gran Ilu-
sión, es que le fue dada al Ser humano de todos los tiempos

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—y milagrosamente conservada en India— la inefable sen-
da de la devoción. Este sendero puede asumir varias for-
mas, pero no es eso lo que importa, sino lo que persigue
al manifestarse: sustraer al hombre de Mâyâ, hacer que
Mâyâ no termine por ahogar su parte sutil.
Convendría no rechazar de plano la palabra devoción.
A muchos conturba, pero es porque no se detienen a pen-
sar en lo que significa. Nuestras particulares devociones
suelen ser reflejo de nuestro ser. Amamos aquello con lo
cual nos consubstanciamos. Tenemos devociones meno-
res y mayores, derramadas en el círculo de nuestra vida.
A muchas cosas somos devotos, pero retaceamos siempre
la devoción a lo Divino. Es cuestión de acercarnos a Dios,
pero para que esto sea posible, hay que alejarse un poco
del mundo, ocultamente, inconscientemente, sabemos es-
to. De allí que nada querramos con rito alguno tendiente a
fortalecer en nosotros la ligazón con lo celeste.
El maestro indio, llama a esto Eskandas, ataduras, la-
zos. Eso es lo que se propone cortar en el alma de su dis-
cípulo, mediante la transformación de sus impresiones
mentales.
Antes de sumirse en el Yo-Brahman-Âtman, pues, de-
berá realizar ciertas acciones o Karmas, tendientes a
transformar paulatinamente sus impresiones. Una de
ellas son las llamadas “Sandhyâ Vandanas”, pertenecien-
tes al complejo de acciones purificadoras o “Nitya Kar-
mas”. Estas Sandhyâ Vandanas son meditaciones que el
aspirante debe realizar al amanecer, al mediodía y al atar-
decer, y que tienden a centralizar la mente del discípulo
llevándola a ocuparse de cuestiones celestes.
¿Qué son estas Sandhyâ Vandanas hindúes? Rezos, me-
ditaciones en lo Divino. ¿No es por ventura, la oración del

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cristiano, del judío, del musulmán, del zoroastriano? Todas
las religiones del mundo, siempre han tendido, y tienden a
conectar al hombre con lo trascendente. La diferencia que
vemos con respecto a la Vedânta no es de esencia, sino for-
mal: las religiones se valen de dogmas, la Vedânta apela a
la razón. Las primeras suelen emplear en su contexto ex-
terno, amenazas de castigos y premios, tendientes a con-
vencer sobre la necesidad de este apartamiento del alma
de las cosas del mundo. De esto, reniega la razón ya adul-
ta; no obstante, a veces convendría preguntarse hasta qué
punto los sacerdotes de todos los credos no tienen su parte
de razón. No todos los hombres poseen manifiesto discer-
nimiento. ¿Cómo llevarlos al camino de la Verdad, sino es-
grimiendo las primitivas armas de la amenaza, ante las úni-
cas que reaccionan ciertos tipos de conciencias? Problema
delicado, no es con un simple opinar que puede ser resuel-
to. Sea como sea, las Sandhyâ Vandanas han sido —con di-
versos nombres—, práctica de rigor de toda la Humanidad
a través de los tiempos, y a través de los diversos cultos.
Decíamos que la diferencia con la Vedânta es la razón
de esta última. Y así es. Ésta apela al discernimiento por-
que la filosofía se halla direccionada hacia los Adikaris,
discípulos conscientes de lo que están buscando y hacia
dónde van, para los cuales, esas armas de las que hablá-
ramos —amenazas, premios, castigos, etc.— se truecan, se
sublimizan, en los más despiertos, en verdaderas ense-
ñanzas que no deben ser aceptadas como artículos de fe,
sino comprendidas como Camino hacia la Liberación.
Repetimos que la esencia es la misma. Sólo varía el pro-
cedimiento, más racional en uno, menos en el otro.
La no realización de estos Nitya Karmas, desarrolla en
el ser, un tipo especial de defecto, conocido con el nombre

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de Pratya Vaia Dosha, o, como decíamos anteriormente,
una especie de arterioesclerosis espiritual. El alma, como
el cuerpo, obedece a idénticas leyes. El músculo físico que
no se mueve se anquilosa y el sentimiento que no se eleva,
tiende a robustecerse hacia abajo.
Junto con estos Nitya Karmas, el discípulo —en este
caso, el Adikari—, deberá realizar Upâsanas, o meditacio-
nes en conceptos o ideas como la del Amor Universal, la
omniabarcancia de la Sabiduría, etc. Esto tiende también
a purificar el vehículo mental, es decir, a cambiar sus im-
presiones o Vrittis.
Si por un tiempo se aboca a estas prácticas, irá notando
una creciente predisposición para lo superior. Esta pre-
disposición no nace de buenas a primeras, sino que es pro-
ducto de una larga preparación. Cuando decimos “predis-
posición”, queremos decir enajenamiento de todo el ser, y
de ninguna manera, simple cambio de ideas.
Características del Adikari
Las siguientes características del Adikari, mencionadas en
los citados Prakaranagrantas, no son sino resultantes de lo
que acabamos de decir. Estas características son:
Prashânta Chittâya: esto es “mente serena”, mente quie-
ta. Tal estado de la mente sólo es posible por un cami-
no: la comprensión íntima de la realidad de las cosas,
el perfecto entendimiento de que el mundo donde se
vive, actúa, etc., es sólo un reflejo ilusorio de la Ver-
dad. Quien llega a ese punto afirma su mente, invalida
sus movimientos constantes. Uno de los caminos para
su logro, son las Upâsanas, o meditaciones de las que
habláramos antes.

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Yitendriyâya: el que controla sus sentidos.
Prahîna Doshâya: el que se halla libre impurezas.
Yatokta Kârine: el que obedece el Dharma, o sea, la Ley;
hace tan sólo aquello que debe hacerse, y esto es Kreta
Kretiata, o sea, conocerse a sí mismo. Ninguna otra
actividad es digna del ser humano Despierto.
Gunânvitâya: aquel en quien tan sólo florecen las virtu-
des (Viveka, Vairagya, etc.), y que conducen, como
veremos más adelante, a las tres cualidades divinas de
Sat, Chit y Ananda.
Anugatâya: el que es sumiso y obediente al Guru, quien
representa ante el aspirante, a Dios sobre la tierra.
Segunda Anubandha:
Vishaya 1 : Jîva Brahman Aika
Tal vez en esta premisa se halle encerrada toda la historia
mística de la humanidad. De la Vedânta Advaita que es-
tamos analizando, a la mística de Meister Eckhart, ningu-
na otra cosa se ha buscado más que el develamiento de la
identidad del hombre y Dios.
Jîva o vida individual, Brahman, lo Absoluto, Aika,
unión, identificación. No hay división ni separación en-
tre hombre y Dios, de acuerdo a la filosofía de la Vedânta
Advaita.
Esta es la parte más importante, la parte capital de la
misma, y todo lo que en ella se estudia no tiene otra razón
de ser que el develamiento de esta Verdad.

1. La palabra Vishaya —nombre de la segunda Anubandha—, signi-


fica “tema estudiado”, el cual es, precisamente, Jîva Brahman Aika.

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Tercera Anubandha: Sambandha
Esto es, “hay algo que debe ser conocido y algo que le mues-
tra a uno cómo conocerlo”, estableciéndose así una relación.
Lo que se debe conocer es la identidad de Brahman y Jîva
(2da Anubandha). A través del análisis de los Upanishads,
Vedas, etc., se llegará a comprender este principio sumo.
Cuarta Anubandha: Moksha
¿Cuál es el fruto que se desprende de este conocimiento?
Por la identificación de Jîvâtma con Brahman, queda to-
talmente destruida la ignorancia, con lo cual el Adikari ob-
tiene el fruto de ese esfuerzo, que es Moksha o Liberación.
Como dice un versículo del Vedântasâra:
“Del mismo modo en que un paño se quema cuando los
hilos que lo componen se queman, de la misma manera
todos los efectos de la ignorancia son destruidos cuando
su causa —que es la ignorancia, como los hilos lo son del
paño— es también destruida.”1
Ese fruto se conoce en sánscrito con el nombre de Pra-
yo Yana, y a conquistarlo se direccionan todas las con-
ciencias humanas. Allende la teoría de la evolución —se-
gún la cual los hombres tendríamos que marchar penosa-
mente por la vida, sin posible escapatoria— se eleva esta
Filosofía de la Felicidad suma, donde el Alma es libre de
llegar a su Sublimación ya, en este preciso instante, ahora
mismo, y no cuando lo autorice una catarsis kármica que
funcionaría como absolución luego de una prolongada es-
clavitud en una incomprensible galera.

1. Vedântasara 172.

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Filosofía para mente libres, rechaza de plano toda es-
clavitud cognoscitiva, todo endicamiento espiritual, y pide
tan sólo una buena voluntad recién nacida para llevarla a
los planos más altos del Ser.
Tú eres libre, escógete: puedes ser todo o puedes que-
darte en lo que eres, puedes avizorar las altas cumbres de
tu Alma, o permanecer refugiado en las cuevas y caver-
nas sin luz de sus laderas. No tienes un Dios que te suje-
te al tiempo, no tienes un Dios que te comprima y apri-
sione sin darte la posibilidad de que te realices, no tienes
un Dios que te grite “has pecado, y por ello tu liberación
está al final de las edades”. Mentiras sin perdón, pseudo
conocimiento epidérmico de mentes obtusas, envenena-
das de dolor y de vacío, que forjaron toda una civilización
de hombres encorvados, de hombres dados vuelta hacia
abajo, de hombres retorcidos de angustia, de conciencias
avergonzadas. Enterrados en la idea de ser una sombra,
arrastrando el peso feroz de creerse ónticamente descar-
tados para lo sublime, para lo magno, para lo total, una
humanidad de dos mil años reptó como un fantasma gi-
gantesco sobre la faz de la tierra, sin saber que era ángel y
águila, ciega a sí misma como esplendor, abiertos los ojos
tan sólo para la contemplación de lo que se le había ense-
ñado a ser: el sexo, el pecado, el crimen, la chatura. ¡Ben-
dita sea la alegre rueda de las horas! La rueda ha girado
y triturado entre sus ejes el infierno de Satán, ha dado
muerte a nuestro cuasimódico soberano del cielo, ha libe-
rado el Alma de su prisión subterránea. Perséfone volverá
del Hades. Occidente, el niño Occidente, agotado en sus
juegos dialécticos, los que tan sólo lo condujeron al asco

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de sí mismo, ha de ver alzarse nuevamente la aurora por
la que suspiró durante dos mil años.
Una sabiduría de esplendor, sin parámetros, sin dioses
iracundos, sin verdades que se venden a los que cumplie-
ron la condena, y se retacean a los pobres prisioneros de
un Karma inexorable, una sabiduría, en fin, atemporal
y magnífica, comienza a ser sembrada en las tierras del
Oeste.
Estemos atentos. El Alba ha comenzado a salir, y es un
Alba que canta una canción tan vieja como el mundo, una
canción que encierra en tres palabras toda la maravilla
universal: felicidad, fe, liberación.

Aquí finaliza el Primer Capítulo titulado


“El hombre es Dios en Esencia”

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