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El texto escolar y el currículum.

Reflexiones a partir de mi experiencia como autor de

libros de lenguaje y comunicación.

Guillermo Soto Vergara

Universidad de Chile

gsoto@uchile.cl

Antes que nada, quisiera agradecer al Observatorio del Libro y la Lectura por la gentil

invitación que me ha hecho para participar de esta mesa, titulada “El texto escolar y

complementario como constructor de conocimiento, identidad y memoria colectiva”,

inscrita en las primeras jornadas de investigación sobre el libro y la lectura, “Diálogos

sobre el texto escolar y complementario”. Hablar sobre los libros de texto me da la

oportunidad de volver a mirar una etapa de mi vida y mi quehacer profesional en que,

junto a un pequeño grupo de académicos, profesores de aula y editores, mujeres y

hombres, escribimos libros para la recién estrenada asignatura Lenguaje y comunicación.

Este era un proyecto que entonces se inauguraba y que tenía por objeto distribuir

gratuitamente en los establecimientos públicos y subvencionados libros acordes con la

reforma curricular que estaba en marcha por esos años. Participé en libros publicados

entre 1998 y 2002, aunque varios de ellos fueron reeditados posteriormente. No recuerdo

la cifra exacta de ejemplares que se distribuían año a año, pero si pensamos que en esa

época se asignaban a una sola editorial todos los libros que el estado distribuía en una

asignatura dada, se trataba de un número muy grande1. Aprovechando la invitación que

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Los libros, que ganaron varias de las licitaciones internacionales para textos de educación media
realizadas por el Ministerio de Educación chileno (Mineduc), son los siguientes: R. Carreño, D. Santos,
G. Soto y C. Vera, Lengua Castellana y Comunicación, 2º Medio (Texto del estudiante y texto del
profesor), Mare Nostrum, Madrid, 1998, 472 págs.; R. Carreño, G. Páez, D. Santos, G. Soto y C. Vera,

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se me ha hecho, hablaré sobre los textos principalmente desde la perspectiva de los

autores, pero intentando relacionar esta con el contexto más amplio en que se insertan

los libros, particularmente con el currículum nacional. Mi exposición descansará en mi

propia experiencia de escritura y en las reflexiones que he hecho a partir de ella, por lo

que es posible que sea excesivamente personal y subjetiva. Desde ya, pido perdón por el

abuso de la primera persona y por el carácter ensayístico de este escrito.

Los libros de texto, particularmente aquellos que distribuye el estado, pero en

general todos los libros de asignaturas escolares, no son obras estrictamente personales

como las novelas o, incluso, los libros académicos. Aunque tengan rasgos específicos

que permitan distinguir una serie de otra, no hay en ellos una voz autorial reconocible,

al menos no en el sentido propio que atribuimos a esa expresión cuando hablamos de

un relato donosiano o un poema gongorino. Su creación, o quizás deberíamos decir su

producción, obedece a razones distintas de las de la obra literaria o puramente científica.

Como otros géneros destinados al mundo de la enseñanza –el manual, la selección de

lecturas, por ejemplo--, tiene fines principalmente utilitarios, definidos, en este caso, por

su función en el sistema educativo nacional: junto con favorecer el proceso de

enseñanza-aprendizaje, el libro de texto debe incluir todos los contenidos del currículum

obligatorio, que es ley de la República, y adecuarse a los planes y programas que sugiere

el Ministerio, los que, aunque no tienen estatuto obligatorio, se aplican por defecto en

Lengua Castellana y Comunicación, 3º Medio (Texto del estudiante y texto del profesor), Mare Nostrum,
España, 1999; R. Carreño, G. Páez, D. Santos, G. Soto y C. Vera, Lengua Castellana y Comunicación,
4º Medio (Texto del estudiante y del profesor), Mare Nostrum, España, 1999; R. Carreño, G. Páez, D.
Santos, G. Soto y C. Vera, Lengua Castellana y Comunicación, 4º Medio (Texto del estudiante y del
profesor), 2ª edición, Mare Nostrum, Chile, 2002; R. Carreño, G. Páez, D. Santos, G. Soto y C. Vera,
Lengua Castellana y Comunicación, 3º Medio (Texto del estudiante y texto del profesor), 2ª edición, Mare
Nostrum, Chile, 2002.

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la mayor parte de los establecimientos escolares. Por supuesto, además de estas

condiciones existen otras, relacionadas con nociones de aprendizaje y comprensión de

lectura, criterios didácticos, de edición y propuesta editorial, aspectos de estilo, y

relación con otras asignaturas y otros saberes, entre otros aspectos. Lejos de ser una obra

autónoma, el libro de texto es un instrumento complejo que se inserta en un tejido de

productos, o instrumentos, institucionales que incluye el currículum y los programas y

que se extiende a otras herramientas que también terminan confluyendo, de uno u otro

modo, en el aula. Porque ciertamente una cosa son el texto, el currículum, el programa

y otra su apropiación y uso en la sala de clases, cuestión esta última de la máxima

importancia, pero que no trataré en esta exposición, que se centra en la perspectiva de

su producción.

Lo hasta aquí expuesto explica que el texto escolar sea una composición hecha

por muchas manos, en la que confluyen docentes de aula, académicos, editores y

diseñadores, entre otros profesionales. Su escritura, al menos en mi experiencia ya un

poco lejana, supone principalmente reuniones en que se discuten cuestiones tales como

los criterios editoriales y de diseño de la obra, los contenidos, su organización y la forma

de presentarlos, la relación entre el texto verbal, los paratextos y los textos no verbales,

las actividades relacionadas con las distintas secciones y la adecuación del texto a

criterios tan variados como su legibilidad, su consonancia con la promoción de ciertos

valores o su adecuación a lo que sabemos sobre los destinatarios. Antes, durante y

después de la escritura propiamente tal, esto es, la redacción de los textos, el equipo se

reúne, evalúa, corrige y va afinando o incluso alterando el diseño original. Si hay una

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práctica que cumple con la teoría sociocognitiva de la escritura como un proceso

complejo que implica varios actores, es la de escribir libros de texto.

Estas restricciones de producción no implican, por supuesto, que el equipo de

autores y la editorial no puedan incidir con sus propias ideas en el libro. Lo que ocurre,

más bien, es que esa incidencia se materializa, por así decirlo, satisfaciendo, a la vez, las

restricciones institucionales, disciplinarias y prácticas que actúan sobre el texto. La

libertad y la creatividad, en este caso, operan en un terreno fuertemente constreñido, en

que hay múltiples pies forzados.

Quisiera poner un ejemplo. Cuando escribimos nuestros libros de lenguaje y

comunicación a fines de la década de 1990 teníamos como uno de nuestros objetivos

que el texto evitara el sesgo sexista frecuente en la bibliografía. Una integrante de nuestro

equipo, Rubi Carreño, hoy una de las principales académicas chilenas en el campo de

las humanidades, era en esos años una joven profesora de literatura chilena, con

formación e intereses feministas, por lo que visibilizó y condujo el tema en el grupo.

Probablemente visto desde hoy, aunque la cuestión fue tratada de modo explícito en

reuniones y durante la elaboración de los textos, nuestro esfuerzo haya sido insuficiente

y tímido. En esos años, nuestra preocupación implicaba, entre otras cosas, evitar los

estereotipos de género en el texto, particularmente los referidos varones y mujeres, y

proponer su análisis y crítica cuando aparecían en el espacio público, por ejemplo, a

través de la discusión de avisos publicitarios. Para evitar el lenguaje sexista, nos

preocupamos de que las oraciones que escribíamos no ilustraran estereotipos y que en

ellas tanto mujeres como varones aparecieran con roles agentivos, pues la bibliografía

mostraba que en los textos a las mujeres típicamente se les asignan roles pasivos y a los

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varones, activos o agentivos. También tuvimos la preocupación de incluir mujeres entre

los autores seleccionados y nos preocupamos de que las imágenes no proyectaran

estereotipos de género ni raciales. Todo esto fue posible, por supuesto, porque la reforma

de la época, con sus limitaciones, proponía una asignatura ligada a la vida cotidiana del

estudiantado, discursivamente orientada, en que la formación ciudadana y la promoción

de los derechos humanos tenían un papel no menor, y donde el análisis crítico de los

mensajes públicos ocupaba un lugar privilegiado. Que el equipo estuviera integrado por

una profesora de literatura con formación en feminismo fue, evidentemente, un factor

decisivo en estas decisiones, pero creo que finalmente las conversaciones que tuvimos

durante la elaboración del texto permitieron que todos aprendiéramos y colaboráramos

en esto desde nuestras experiencias y saberes, un trabajo que al menos para mí también

fue educativo. En contraste con nuestra conciencia en materia de discriminación sexista,

nuestros libros de texto no fueron mayormente conscientes de otras formas de

discriminación, como la que afecta a las personas con discapacidad, un tema que

tampoco destacaba en el currículum de la época.

Un segundo ejemplo puede ilustrar la relevancia de los libros de texto para

actualizar el currículum con contenidos específicos. Para “bajar el currículum”, como

se diría empleando una metáfora común en el lenguaje pedagógico. Como ya he

señalado, el nuevo currículum de la década de 1990 descansaba en un giro discursivo de

la asignatura. Este ordenaba los cursos por el tipo o modo de discurso que se desarrollaba

en ellos, una propuesta que en los últimos años ha sido criticada desde la teoría de los

géneros discursivos, pero que entonces permitía articular una progresión desde tipos que

se consideran más básicos, como el narrativo, a otros que se ven como más complejos y

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ligados a la vida pública y académica, como el argumentativo. Aunque el currículum

establecía objetivos respecto del uso escrito y oral de la argumentación, no especificaba

un modo particular de enseñarla ni se comprometía con una concepción específica de

argumentación. Si en el caso del currículum esta situación era no solo esperable sino

deseable, en el caso del texto de lenguaje era necesario tomar una opción más concreta.

Lo que hicimos fue elegir el modelo de argumentación del filósofo británico Stephen

Toulmin, que proponía un esquema argumentativo básico cuya especificidad varía de

acuerdo con el campo específico de argumentación, es decir, si se argumenta en una

disciplina humanística, en el derecho, en las artes, etc. La selección del modelo de

Toulmin, que se había aplicado ya en la educación estadounidense, obedeció a su

alcance general, que iba más allá de lo meramente lingüístico, y a su aparente claridad

y simplicidad que, a nuestro juicio, podían favorecer su estudio y aprendizaje. Por ello,

nuestro libro de tercero medio trató la argumentación a partir de categorías como “base”,

“respaldo”, “garantía” y otras del modelo de Toulmin; relevando una concepción formal

de la argumentación, centrada antes en la estructura interna del argumento, que en la

dimensión social, cultural y afectiva de las argumentaciones. Pudimos haber tomado

otra opción, la argumentación pragmadialéctica de Van Eemeren, por ejemplo, o el

enfoque más lingüístico de Lo Cascio; quizás debimos haber sido mucho más eclécticos;

nada en el currículum nos forzaba a seguir a Toulmin. La opción adoptada, sin embargo,

parece haber tenido un efecto mayor que el que esperábamos. No solo varias

generaciones de estudiantes de educación media aprendieron a partir del modelo y las

categorías de Toulmin, sino que estas se emplearon más ampliamente incluso en

establecimientos que no usaban nuestros textos. No puedo asegurar que el extendido

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empleo del modelo de Toulmin en las aulas chilenas durante varios años haya obedecido

solo, o principalmente, a nuestros textos de estudio, pero creo que es muy probable que

ellos hayan incidido de modo importante en esta situación. Esto sugiere que los textos

escolares pueden tener una influencia mucho mayor, y mucho más normativa, que la

que uno pensaría a primera vista.

Contemplados desde la distancia, los libros que escribimos en esos años tienen

muchísimos defectos tanto conceptuales como más prácticos; se adaptaban, sin

embargo, muy bien a las exigencias de un currículum que combinaba una preocupación

por lo social y el uso del lenguaje en la vida cotidiana con una concepción procedimental

y utilitaria del lenguaje. Eran también libros pesados, no solo en un sentido físico.

Mientras los escribíamos, nos fuimos dando cuenta de que los cambios teóricos y

metodológicos que contenía la reforma curricular no iban acompañados de una política

efectiva de actualización de las y los docentes. Se pedía hablar de pragmática, actos de

habla, géneros discursivos, conceptos y teorías entonces desconocidos para gran parte

del cuerpo docente. Decidimos que en nuestros textos explicaríamos los conceptos, no

solo en el texto dirigido al profesorado, sino también en dirigido al alumnado. No sé si

la decisión fue correcta, pero pensábamos que de esa forma podíamos contribuir a que

ciertas nociones y categorías nuevas fuesen incorporadas no solo declarativamente en el

aula, a pesar del poco apoyo que observábamos en el perfeccionamiento del cuerpo

docente. El resultado, por supuesto, fue que los textos terminaron siendo demasiado

densos, y su recepción, no mediada suficientemente, redundó muchas veces en

concepciones rígidas del discurso y la pragmática, no solo entre los docentes sino

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también en las autoridades educativas; una situación que se proyectó incluso a

instrumentos de evaluación de los egresados de pedagogía en lenguaje.

Aunque tratamos de incorporar bastante literatura en nuestros textos, la presión

del currículum por tratar no solo cuestiones discursivas, la mayor parte de ellas

novedosas para profesores y profesoras, sino también por abordar la comunicación de

masas, fue acorralando tanto la literatura como la preocupación por el desarrollo de la

conciencia lingüística. Lamentablemente, esta última tendencia, si bien se ha visto

modificada en detalles, ha persistido hasta nuestra década. A pesar de algunos cambios

que considero positivos, en general la ideología de la estandarización y la evaluación

con aires de objetividad y fines utilitarios ha seguido avanzando como una lava

incontenible que va separando de las humanidades la enseñanza de la lengua y la

literatura en la escuela. En otra parte he planteado que “el prurito por la medición, los

incentivos y la objetividad a todo precio” termina transformando la enseñanza en un

lecho de Procusto que cercena el lenguaje2. Abraham Magendzo, hace muchos años,

escribía de los fantasmas que amenazan a la educación3. Pienso que varios de estos

fantasmas han terminado por dominarnos. Lo que en el fondo se propone, a mi entender,

es una visión profundamente tecnocrática del lenguaje que termina reduciéndolo a un

instrumento de comunicación, una herramienta que, se piensa, debo aprender a usar

para conseguir ciertos fines. Como lingüista interesado en las palabras y como ya planteé

en el trabajo que acabo de citar, me parece que el creciente empleo de expresiones como

2
G. Soto: “Una manera de decir. Sobre el carácter esencialmente pragmático del lenguaje”. Discurso de
incorporación como miembro de número a la Academia Chilena de la Lengua, Revista Mapocho, N° 82,
págs. 276-301, 2017.
3
A. Magendzo: “De los fantasmas que nos alimentamos y de las paradojas que estos producen y de sus
implicancias en lo educacional”, en A. Magendzo, ed., ¿Superando la racionalidad instrumental? Ensayos
en busca de un nuevo paradigma para la educación y la discusión de los Derechos Humanos, págs. 85-
103, Santiago, Programa Interdisciplinario de Investigación en Educación, PIIE, 1991.

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“escuelas efectivas” en vez de “comunidades de aprendizaje” sintetiza de modo ejemplar

este giro al que hemos estado asistiendo.

Más allá de una crítica de esos textos ya viejos y de una queja por el rumbo

deshumanizante que observo en las políticas de enseñanza de la lengua materna, lo que

pretendo ilustrar con los ejemplos que he expuesto es que, si bien los autores pueden

incidir en los textos de estudio, tener, por así decirlo, cierta voz propia, los textos son

obras fuertemente constreñidas por el currículum y por otros factores de la situación

educativa, considerada de forma muy global. Esto significa que no podemos pensar los

textos sin considerar, en un sentido muy básico, el contexto más amplio en que ellos se

producen y circulan, porque este contexto es, por así decirlo, constitutivo del propio

texto. Los autores no son irrelevantes, pero el texto de estudio es un engranaje en una

máquina social y política más amplia que lo condiciona fuertemente. Este

condicionamiento es particularmente significativo en el caso del currículum nacional.

Permítanme volver ahora al título de esta mesa: “El texto escolar y

complementario como constructor de conocimiento, identidad y memoria colectiva”,

aplicado en particular al libro de Lenguaje y comunicación, o Lengua y literatura, como

denominan las nuevas Bases Curriculares a la asignatura. La pregunta por el saber que

reconoce el texto escolar es también la pregunta por el saber que reconoce nuestro

currículum, es decir, por la concepción de lenguaje, de lengua y de literatura que el

Estado de Chile considera digna de ser enseñada y aprendida. El libro de texto es, en

este sentido, una ventana que nos permite mirar el currículum y con él, las decisiones

públicas sobre el tipo de sujeto, el perfil, como dice el tecnolecto de los expertos, que el

estado considera que debe ser resultado de la educación obligatoria. Decisiones que

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desde el currículum se proyectan no solo a los textos escolares, sino también a los

estándares y a los sistemas de evaluación de estudiantes y docentes, en una trama densa

que busca atrapar a todos los actores del proceso educativo.

En el caso del lenguaje, este sujeto que se busca “producir” es ante todo un sujeto

para el mundo del trabajo y los estudios universitarios. Por ello, el lenguaje se subordina,

como ya he dicho, a sus fines utilitarios: una herramienta que debemos aprender a usar

eficientemente para conseguir de modo eficaz nuestros fines. De allí que no sea extraño

que se privilegien enfoques procedimentales de la escritura y la lectura; que se reduzca

esta última a ciertas habilidades generales que garantizarían una competencia lectora

que podríamos aplicar a todo tipo de textos y que la primera se vea como un proceso

racional donde la espontaneidad y la imaginación no parecen tener cabida. Quiero ser

claro en lo que digo: un enfoque como el que describo no tiene por qué ser reaccionario.

Antes, al contrario, puede presentarse como progresista. El manejo adecuado de la

herramienta lingüística puede ser, se nos dice, útil para criticar las desigualdades y las

injusticias sociales, para ascender en la escala meritocrática, para avanzar a una sociedad

más desarrollada y justa. Si distribuimos bien la carga curricular, incluso nos puede

quedar espacio para que los alumnos lean literatura y desarrollen con ello su

imaginación y su gusto por la lectura.

No tengo tiempo para referirme a lo que queda oculto en esta concepción del

lenguaje, que lo ve desde una función puramente comunicativa sin considerar, o

relegando a un plano irrelevante, su papel constitutivo del sujeto y de la cultura, y su

naturaleza como el principal patrimonio cultural inmaterial de la comunidad;

patrimonio que es condición de todos los otros y que está imbricado en todos los planos

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de nuestra vida propiamente humana4. Espero, sin embargo, que de lo que hasta aquí he

expuesto pueda inferirse algo de eso que está oculto. Hemos avanzado mucho en una

visión instrumental de la lengua y esa visión constituye hoy el sentido común que

informa nuestras decisiones en el ámbito educacional. Al interior de este sentido común

podemos discutir cómo mejorar la enseñanza, el currículum y los libros de texto, pero

quizás ya es hora de pensar fuera de ese esquema. Tal vez el lenguaje no sea solo una

herramienta y quizás se relacione íntimamente con la construcción de nuestra identidad

y con la construcción de los valores y significados más relevantes de nuestra cultura y de

todas las culturas humanas.

4
Recientemente, esta línea de pensamiento ha sido magistralmente defendida por Ch. Taylor en The
language animal: the full shape of the human linguistic capacity, Cambridge, Ma., Harvard University
Press, 2016.

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