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ERNST H. KANTOROWICZ
amor perfecto que, por sí solo, borra toda una vida de pecado. De
un pecador que al instante se hace un santo.1
A esta carta pastoral le fueron planteados inmediatamente algunas
objeciones, y no sólo por parte del gobernador general alemán, el culto y
educado Baron von Bissing.2 El 25 de marzo de 1955, el cardenal Billot,
un francés patriótico, censuró severamente las palabras usadas por su
colega en el Sacro Colegio. “Decir”, escribió él, “que el mero hecho de
morir conscientemente por la causa justa de la Patria «basta para asegurar
la salvación» significa sustituir la Patria por Dios. [...], olvidar lo que es
Dios, lo que es pecado, lo que es el perdón divino.”3
Si dos eminentes príncipes de la Iglesia están en desacuerdo tan
profundamente sobre un asunto fundamental de la vida y la muerte, y de
la vida después de la muerte, podemos estar seguros de que las razones
de tal desacuerdo básico deben buscarse en un pasado lejano y que la
totalidad del problema tiene una larga historia. De hecho, para los oídos
del profesional medievalista casi cada palabra de la carta pastoral del
cardenal Mercier tiene el tono familiar de una tradición establecida desde
hace mucho tiempo. Y puesto que el problema en cuestión tiene tanto
un trasfondo histórico como filosófico, puede ser apropiado trazar, si es
necesario, un desarrollo temprano de la idea Pro patria mori dentro de los
conceptos políticos del mundo cristiano medieval.4
Todo estudiante de latín, desde la lectura de sus primeras líneas en ese
idioma, muy pronto aprende la alta estima que en la antigüedad griega y
romana tenían aquellos que morían en batalla por su comunidad, polis,
o res publica. Las razones son muchas y complejas. Hubo, en épocas
tempranas, el temor religioso de un retorno de los muertos, más tarde el
deseo religioso de apoteosizar a los muertos.5 La cuasi deificación de los
héroes de guerra se desarrolló plenamente en el siglo V a. C. al menos.
1
Esta carta pastoral se ha publicado en diversos lugares. Véase, por ejemplo, A Shepherd among
Wolves: War-Time Letters of Cardinal Mercier, selección de Arthur Boutwood (Londres, sin fecha),
pp. 46 ss., cuya traducción he usado.
2
Para la reacción alemana, véase D. J. Cardinal Mercier, Cardinal Mercier's Own Story (Nueva
York, 1920), pp. 45 ss. La lectura de la correspondencia entre el cardenal Mercier y el Barón
von Bissing, o Barón von der Lancken, es peculiarmente interesante para el historiador, pues nos
encontramos con un sorprendente contraste entre la degradación y la brutalización del estilo, el
lenguaje y los estándares humanos que ha tenido lugar entre las dos guerras mundiales y la forma
cortés, el tono generalmente humano y la gran paciencia del poder ocupante, que esas cartas revelan.
3
La respuesta del Cardenal Billot es conocida sólo por los extractos citados por Franz Cumont,
Lux perpetua (París, 1949), p. 449, quien ha llamado la atención sobre las opiniones contradictorias
de los dos cardenales.
4
No me parece que el problema, aunque merece un estudio monográfico, se haya discutido
antes. Carl Erdmann, Die Entstehung des Kreuzzugsgedankens (Stuttgart, 1935), elabora ideas
relacionadas y aduce material relevante.
5
Véase Cumont, pp. 332 ss.
Pro Patria Mori en el Pensamiento Medieval 3
Sólo tenemos que pensar en Esparta. Pero podemos pensar también en ese
amplia vía/camino sobre el Kerameikos ateniense, el Dromos, donde se
encontraban las tumbas oficiales que honraban a los que habían muerto en
la batalla por su ciudad, y donde Pericles pronunció el discurso fúnebre
que elevó a la inmortalidad a las primeras víctimas de la Guerra del
Peloponeso.6 O podemos recordar las líneas de Virgilio donde Enéas ve en
las llanuras del Elíseo, viviendo junto con sacerdotes, poetas y profetas,
a aquellos que habían sufrido por la patria (ob patriam pugnando volnera
passi), y que, como los verdaderos predecesores de los mártires coronados
y los confesores de la Iglesia, tenían “ceñidas a sus sienes diademas como
la nieve”, la insignia de la victoria agonal como la corona con la que la
diadema [fillet= διάδημα= taenia] tan a menudo se combinaba.7 Y sólo
tenemos que mencionar el nombre de Cicerón o el de Horacio, cuya
segunda “Oda romana” (III, 2) se alude en el título del presente artículo,
para conjurar ese enorme conjunto de valores éticos que en Roma eran
inseparables de la muerte pro patria y que más tarde fueron revividos por
Petrarca y los primeros humanistas, con sus nuevos estándares de méritos
y virtudes cívicas.
En la antigüedad, tanto en Grecia como en Roma, el término πατρίς
o patria se refiere principalmente, si no exclusivamente, a la ciudad.
Sólo los barbaros eran nombrados, como los modernos nacionalistas,
por su país, y sólo los barbaros eran patriōtai, pues los griegos estaban
orgullosos de ser politai, ciudadanos. La ciudad, por supuesto, incluía los
alrededores, que incluso podían ampliarse, como a veces ocurría en la
poesía romana, a toda la península italiana. Para los estoicos, es verdad,
y para otras escuelas filosóficas también, la noción de patria puede haber
significado el universo, el kosmos del cual ellos eran ciudadanos. Pero
en tales casos estamos ante una concepción filosófica o religiosa, no ante
una concepción política. Para el imperio romano o el orbis Romanus
podría no aplicarse el término patria, y si un soldado, cuando moría en
defensa de la Galia o Hispania o Syria, no obstante moría como un héroe
pro patria; era una muerte por la res publica Romana, por Roma. Y por
Roma debe entenderse todo —sus dioses, quizá la Dea Roma, el imperial
6
George Karo, An Attic Cemetery: Excavations in the Kerameikos at Athens (Philadelphia,
1943), pp. 24 ss.
7
Vergil, Aeneid, VI, 660 ss.; para las diademas, véase Eduard Norden, P. Vergilius Maro Aeneis
Buch VI (Leipzig, 1903), p. 293 [Virgilio, Eneida , Gredos, Madrid, 1992, tr. de Javier de Echave-
Sustaeta, v.660 ss]; para la conexión entre la diadema y la corona (sobreviviente en los arcos
que adornan nuestras coronas funerarias), véase Erwin R. Goodenough, “The Crown of Victory
in Judaism,” Art Bulletin, XXVIII (1946), 139 ss., especialmente p. 150, y para la conexión con
la diadema propiamente dicha, Andreas Alföldi, “Insignien und Tracht der römischen Kaiser,”
Römische Mitteilungen, I (935), 146; cf. Richard Delbriuck, “Der spatantike Kaiserornat,” Antike,
VIII (1932), 7 s.
4 Ernst. H. Kantorowicz
canta Abelardo,11 quien puede estar aquí por otros miles que han
pronunciado la misma idea. Después de todo, en las exequias —por no
mencionar muchos otros lugares en las liturgias—, el sacerdote rogaba a
Dios que ordenara a los santos ángeles que recibieran el alma del difunto
y que lo condujeran ad patriam Paradisi. El Cielo se había convertido en
la patria común de los cristianos, comparable a los κοινὴ πατρίς que en los
tiempos antiguos habían designado el inframundo.12
Si religiosa y éticamente la idea cristiana de patria estaba bien
definida, no se puede decir lo mismo del significado político de patria
durante los siglos de feudalismo occidental. Es seguro que esa palabra
existió, y que fue usada una y otra vez. Pero su significado —mucho
más estrechamente relacionado con la antigüedad que con los tiempos
modernos— fue prácticamente siempre el de “pueblo o villa”, el hogar
(Heimat) de un hombre. Un caballero yendo a la guerra podía tomar
previsiones para regresar seguro a casa (sanus in patriam fuero regressus),
o una persona podía regresar a la villa o al pueblo ad visendam patriam
parentesque.13 Aunque este es el significado más fuerte y generalizado
11
Abelardo, Himno 29. “Sabbato ad Vesperas” en Guido Maria Dreves, Analecta Hymnica,
XLVIII (1905), 163, No. 139. La estrofa (4) es precedida de tres estrofas que describen la ciudad
celestial y la corte del Rey del Cielo.
12
Véase Plutarco, Moralia, 113C, editado por William R. Paton y Hans Wegehaupt (Leipzig,
1925), I, 234, 2.
13
Los ejemplos, elegidos al azar, podrían multiplicarse fácilmente ad infinitum. Para los citados
véase Formulae Sangallenses en M.G.H., Leges, V, 401, 23, y 402, 17; M.G.H., Briefe der deutschen
Kaiserzeit, V: Briefsammlungen der Zeit Heinrichs IV., editado por Erdmann y Fickermann, 369, 3,
y passim. Incluso en tiempos muy posteriores, y no sólo en Italia, con patria se hacía referencia a
la ciudad. Cuando Felipe IV de Francia hizo un tratado con el obispo de Verdun, un obispado que
entonces pertenecía al imperio, y exigió que el obispo “per se et gentes suas tenetur patriam iuvare
pro posse suo et defendere bona fide una cum gentibus nostris”, la estipulación no se refería a Francia
como patria sino a la ciudad de Verdun; Fritz Kern, Acta Imperii, Angliae et Franciae (Tübingen,
1911), No. 155, pp. 103, 10. Sobre las patrias plurales, por ejemplo, se menciona en un documento
de Rudolf Habsburg, que patriae et provinciae ad imperium spectantes (véase M.G.H., Leges IV,
vol. III, No. 653, p. 654, 2), es decir, ciudades. Cf. Ausonius, Ordo nobilium urbium, XVII, 166
6 Ernst. H. Kantorowicz
una Francia Deo sacra,29 por cuyo suelo sagrado valía la pena hacer el
supremo, en incluso dulce, sacrificio. Defenderla y protegerla implicaba
un valor casi religioso comparable a la caridad.
En realidad la defensio Terrae Sanctae se volvió directamente
relevante para ese complejo problema una vez que preguntamos cuál fue
la recompensa para aquellos que luchan y perecen por la Tierra Santa.
32
Dreves, Anal. Hymn., XLVb , 78, No. 96; Erdmann, Kreuzzugsgedanke, p. 317:
Illuc quicumque tenderit,
Mortius ibi fuerit,
Caeli bona receperit,
Et cum sanctis permanserit.
33
Paradiso, IV, 148.
34
Ivo, Decretum, X, 87, en Migne, Patr. Lat., CLXI, 720; Erdmann, Kreuzzugsgedanke, p. 248.
35
“quisquis... in hoc belli certamine fideliter mortuus fuerit, regna illi coelestia minime
negabuntur. Novit enim omnipotens, si quislibet vestrorum morietur, quod pro veritate fidei et
salutatione patriae ac defensione Christianorum mortuus est, ideo ab eo praetitulatum praemium
consequetur.”
36
Ivo, Decretum, X, 93, 97, con otras cartas del Papa Nicolás I (M.G.H., Epistolae, VI, 585, II
s.) y de Ambrosio.
12 Ernst. H. Kantorowicz
cabeza. Además, la paz del rey es la paz no sólo del reino, sino también
de la Iglesia, de la enseñanza, de la virtud y de la justicia, y permite la
concentración de fuerzas para la ulterior apropiación de la Tierra Santa.
“Por lo tanto, el que impulsa la guerra contra el rey [de Francia], actúa
contra toda la Iglesia, contra la doctrina católica, contra la santidad y la
justicia, y contra la Tierra Santa.” Aquí se ha llevado a cabo ya la ecuación
de “guerra por Francia” y “guerra por la Tierra Santa”. Parece que ya
estamos escuchando a Juana de Arco decir: “Aquellos que hacen la guerra
contra el santo reino de Francia, hacen la guerra contra el Rey Jesús.”41
El predicador, aduciendo el concepto organológico de Estado, ha dado
un nuevo tono que exige la consideración de otro tema: el reino como
corpus mysticum.
Tales cosas, por lo tanto, él no las tomaría sobre sí mismo por el bien de la
res publica, ni la res publica desearía aceptarlas para sí misma.
Berkeley, California