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Pensar la historia desde los

movimientos sociales urbanos en Chile


Los pobladores del Gran Santiago

Boris Cofré S.

Resumen

Este artículo explica cómo las ciencias sociales y la historiografía han estudiado a los movimientos
sociales urbanos, específicamente al movimiento de pobladores del Gran Santiago, 1970-1973,
además, propone una perspectiva teórica para estudiar hoy a dicho movimiento, integrando
preguntas, hipótesis y objetivos de investigación.

Abstract

This article explains how social sciences and the historiography have studied the social urban
movements, specifically to the movement of Great Santiago pobladores, 1970-1973; in addition, it
currently proposes a theoretical perspective to study this movement, and it integrates questions,
hypothesis and investigation´s objectives.

Palabras claves: movimientos sociales urbanos, movimiento de pobladores, orden social, y ciencias
sociales

Key words: social urban movements, pobladores movement, social order, and social sciences

I. ¿Cómo han estudiado las ciencias sociales y la historiografía a los movimientos sociales
urbanos en Chile, específicamente al movimiento de pobladores del Gran Santiago, 1970-
1973?

Este movimiento social urbano ha sido estudiado en dos momentos claves de la historia de Chile,
primero durante la “revolución en libertad” y la “vía chilena al socialismo” y posteriormente en los
años de la “transición a la democracia”. Entre 1965 y 1973 el debate giró en torno a la problemática
de la trasformación estructural de la sociedad, dos fueron las posturas principales: a) reformista y
b) revolucionaria. En las décadas de 1980 y 1990 el debate se centró en el tipo de
redemocratización de nuestra sociedad y las posturas fueron democratización a) con énfasis en “lo
institucional” y b) en “lo social”.

Luego de la revolución cubana en 1959 y de su adhesión al socialismo en 1962 se abrió un nuevo


momento político en América Latina marcado por los proyectos de transformación estructural de las
sociedades. Así el punto de partida del Centro para el Desarrollo Económico y Social (DESAL),
dirigido por Roger Vekemans (1921-2007), fue la urgente necesidad de dichas reformas
estructurales, éstas debían ser una respuesta institucional al inédito y acelerado crecimiento
demográfico que multiplicaba peligrosamente a los pobres del continente, al rápido desarrollo de
los medios de comunicación de masas que incrementaban el impacto de dicho crecimiento
demográfico y al aumento de la desigualdad entre países y clases sociales. Para responder
eficientemente a estos desafíos históricos las reformas institucionales debían ser capaces de crear
un sistema de convivencia armónico e integrador socialmente, que terminara con la creciente
marginalidad, es decir, con la situación de exclusión de la población pobre de las ciudades y los
campos (Vekemans, 1965). El origen de dicha marginalidad estaría, según un segundo estudio, en
la superposición cultural, es decir, en la no fusión de las culturas europeas modernas que
conquistaron América Latina y las culturas indígenas tradicionales conquistadas, así nuestras
sociedades se habrían dividido entre una elite prospera, educada y moderna que vivía en las
ciudades y que era racialmente blanca, y una masa pobre, analfabeta y tradicional que vivía en los
campos o periferias de las ciudades que estaba compuesta por gente de color. Estos marginales
urbanos eran entendidos como pobladores, es decir, como aquellos cuya existencia se reducía
exclusivamente al acto de poblar, siendo “nadie” en términos de significación social, es por ello que
sus actitudes frente a sus situaciones de pobreza material y cultural habrían sido de pasividad, ya
que su cultura tradicional y falta de educación no les habría permitido entender la importancia de
participar en las instituciones de la sociedad, de este modo, como grupo social habrían estado
desintegrados, débilmente organizados y mal dirigidos (DESAL, 1969).

Esta teoría de la marginalidad fue puesta aprueba a través de un sistemático estudio realizado por
DESAL entre 1966 y 1968, los resultados empíricos mostraron que la mayoría de los supuestos (7
y media de 12 hipótesis) eran falsos (Mercado, 1968).

Si bien este enfoque buscaba pensar la transformación estructural de la sociedad, se mostró


demasiado general para la realidad chilena, puso excesivo énfasis en el protagonismo histórico de
las instituciones estatales en desmedro de los movimientos sociales, los cuales no pudieron
conceptualizarse desde estos principios funcionalistas, apareciendo en sus lugares una masa
marginal, pasiva e incapaz de transformar el orden social. La distancia entre estas categorías y la
realidad histórica de dichos pobladores es insalvable.

Esta postura funcionalista y reformista fue cuestionada desde el Centro Interdisciplinario de


Desarrollo Urbano y Regional de la Pontificia Universidad Católica de Chile (CIDU-PUC), a través
de una serie de estudios dirigidos por Manuel Castells, quien apoyado en el marxismo y la teoría
de la dependencia, propuso que, al contrario de lo argumentado por Vekemans, una particularidad
de la lucha de clases en Chile era la importancia que había alcanzado el movimiento de
pobladores. La composición de clase de este movimiento era heterogénea, pero no primaban en él
los campesinos, sino más bien los obreros industriales de bajos ingresos y los proletarios de la
gran industria, quienes juntos a algunos pequeños burgueses y empleados residían en los
campamentos de la capital. En términos ideológicos y políticos los pobladores también eran
heterogéneos, en ellos predominaba una concepción del mundo dividido en clases sociales aunque
la transformación estructural de la sociedad la entendían desde una mentalidad economicista y no
revolucionaria, existían además un sector menor que había alcanzado la conciencia de clase y otro
aún más pequeño que se correspondía con los principios de la teoría de la marginalidad. Sin
embargo, esta composición ideológica de los pobladores era idéntica a la de los trabajadores en
general, pues, según Castells, dichas composiciones ideológicas estaban determinadas de igual
forma por las luchas políticas y de clase en el país. No obstante, los pobladores podían ser
considerados un movimiento social (de clase) específico ya que expresaban la articulación de las
reivindicaciones populares urbanas y una serie de estrategias políticas asociadas a tipos diversos
de movilización, y porque afectaban significativamente las relaciones de clase en la ciudad.
Finalmente, la importancia de este movimiento en la lucha de clases dependería de las alianzas de
clase que estableciera el gobierno de la Unidad Popular (Castells, 1973).

Estos estudios tienen el merito de reconocer la importancia efectiva del movimiento de pobladores
en la sociedad urbana santiaguina, derivada de su significación en las relaciones sociales de clase,
así como en reconocer la heterogeneidad de este movimiento sin perder de vista su unidad,
evitando crear imágenes de desarticulación absoluta, sin embargo, pusieron excesivo énfasis en la
predominancia de los partidos por sobre los pobladores, cuestión que probablemente se explique
por la excepcional influencia de la izquierda chilena sobre la clase popular en relación a la de
América Latina. Así es posible ver sólo parcialmente las potencialidades y los límites
revolucionarios de los pobladores, ya que éstos aparecen subordinados a las decisiones del
gobierno de Allende.

El golpe de estado de septiembre de 1973 significó un quiebre profundo en la historia de Chile,


cerró una coyuntura histórica, en la que las ciencias sociales debatían en torno a la dicotomía
reforma/revolución, y abrió otra coyuntura en la que el debate central en dichas ciencias fue
autoritarismo/democratización. En este nuevo contexto histórico e intelectual los pobladores han
sido estudiados a partir de la dicotomía democratización con énfasis en “lo institucional” y en “lo
social”.
La primera postura ha estado representada por Vicente Espinoza, quien ha propuesto, utilizando la
experiencia de los pobladores del campamento Herminda de la Victoria como paradigma, que las
tomas de sitios urbanos, de fines de los 60, habrían sido procesos, más allá de su ilegalidad,
altamente institucionalizados, en donde los pobladores buscaban sólo acelerar las negociaciones
con las autoridades, de quienes esperaban la solución habitacional, los propietarios de los sitios
evitar tediosos juicios y los partidos conseguir adhesión a sus estrategias políticas sirviendo como
mediadores en dichas negociaciones. Así durante estos años los pobladores desarrollaron una
estrategia que tendió a la participación institucional como la forma más adecuada para mejorar sus
condiciones de vida. A pesar de que las acciones colectivas, fundamentalmente las tomas de
terrenos, de los pobladores parecían anti institucionales eran en verdad una demanda por
integración al sistema de decisiones. Así esta acción colectiva tendió a la búsqueda de
participación institucional (Espinoza, 1988). Una década después Espinoza propuso, desde la
sociología de los movimientos sociales (de Touraine), que las acciones colectivas de los
pobladores pueden entenderse a partir de la relación de cuatro categorías: a) acción reivindicativa,
b) participación institucional, c) acción comunitaria y d) lógica de ruptura con el orden social. Estos
cuatro tipos de acciones colectivas coexistieron problemáticamente entre 1957 y 1987, y se
relacionaron entre sí, de distintas maneras, pero sin llegar a transformarse en movimiento social,
producto de que les fue imposible solucionar en un sólo proyecto sus diferencias, inherentes a
dicha coexistencia diversa y problemática.

Durante la Unidad Popular, la lucha reivindicativa de los pobladores habría sobrepasado la


institucionalidad, estimulada por el gobierno y su lógica de participación popular, ésta se expresó
en más de 300 tomas de sitios, las cuales habrían sido, sin embargo, sólo una respuesta inmediata
y concreta a la carencia habitacional, a pesar de que transformaron radicalmente la forma de la
principal ciudad del país. Estas tomas habrían adoptado una significación política sólo al estar
apoyadas e insertas en las estrategias de los partidos de centro e izquierda. Así los conflictos que
generaban habrían sido más políticos que de clase. Dichas tomas dependían del apoyo partidista,
sin éste habrían estado condenadas al fracaso, producto de que eran actos ilegales. De este
modo, los pobladores se transformaron en parte de la base de apoyo de los partidos que luchaban
por ingresar al sistema político o por alcanzar el gobierno. La dependencia de los pobladores
respecto de los partidos y el Estado se expresó incluso entre los que fueron dirigidos por partidos
(revolucionarios) como el MIR. A pesar de las expectativas de los investigadores contemporáneos
(léase CIDU), los pobladores no habrían sido agentes de cambio social sino más bien un grupo
movido por una lógica economicista o corporativista.

Por sobre la reforma o la revolución, en su mayoría, habrían buscado alcanzar un sitio y una
vivienda urbanizada. Según el autor, “la gran lección de este período sigue siendo el fracaso de las
tentativas de vincular la reivindicación a una lógica de ruptura revolucionaria por agregación de
descontento” (Espinoza, 1998, 79).

Espinoza es quien mejor muestra la heterogeneidad de los pobladores y su cara economicista, lo


que permite matizar las visiones idealizadoras del movimiento, no obstante, esta misma
heterogeneidad permite pensar que dicha cara es sólo una expresión del movimiento de
pobladores y que presentarlo como absolutamente economicista es demasiado aventurado, sobre
todo si se hace a partir de un caso. De igual forma, puede ser excesiva la imagen de subordinación
de los pobladores a los partidos. Además es imposible demostrar científicamente que las tomas de
sitios estaban condenadas al fracaso sin el apoyo de los partidos. Y finalmente existe algo de
injusticia con los pobladores que modificaron profundamente el orden social urbano capitalino al
afirmar que no habrían sido agentes de cambio social.
Si Vicente Espinoza propone que la acción colectiva de los pobladores, producto de sus diversos y
divergentes tipos, ha sido incapaz de constituirse en un movimiento social, Mario Garcés afirma,
por el contrario, que “el movimiento de pobladores, si se le observa en perspectiva, se nos revela
como uno de los principales actores sociales urbanos de la segunda mitad del siglo XX… Se trata
del movimiento social popular que tomó la posta del histórico movimiento obrero chileno”
(GARCÉS, 2005, 57).

Centrándose en la historicidad propia de los pobladores, el autor, invierte la lógica previa y afirma
que los pobladores “expandieron sus capacidades organizativas e interactuaron con el sistema de
partidos políticos y el Estado, hasta constituirse en un actor social, capaz de influir en la
satisfacción de sus necesidades de vivienda y en el evidente reordenamiento urbano que vivió
Santiago en los 60” (GARCÉS, 2005, 13). Respecto de la identidad de los pobladores ésta había
estado determinada por la pobreza y sus formas comunitarias de habitar la ciudad. Así apoyados
en sus tradiciones organizativas los pobladores, pobres y comunitarios, habrían impulsado sus
demandas más allá de todo cálculo político, tomando un nuevo y mejor sitio en la sociedad. Este
proceso se materializó tanto en el mejoramiento fundamental de sus residencias como en el de su
posición social ante el Estado y la sociedad (GARCÉS, 2002).

Sobre el movimiento de pobladores durante la Unidad Popular, Garcés afirma que las “tomas” de
estos años habrían sido una experiencia altamente simbólica y relevante, caracterizada por una
serie de pasos organizativos que iban desde la formación de los comités de sin casas hasta la
resistencia al desalojo de la toma para iniciar las negociaciones con las autoridades. Una vez en
los campamentos los pobladores habrían desarrollado experiencias de democracia directa, en
donde sus aprendizajes políticos y organizativos habrían sido muy altos, llevando incluso a
constituirse en gérmenes de autogobiernos locales. Si bien la autonomía del movimiento fue
relativa en términos generales, existieron experiencias concretas como el congreso de pobladores
de San Miguel en 1971 y la población Nueva La Habana que tuvo claras orientaciones socialistas.
Este movimiento social fue una vanguardia, al lado del gobierno, dispuesta a enfrentar desafíos
históricos como la construcción de poblaciones y el desarrollo de una vida comunitaria en los
barrios (GARCÉS, 2005).

Existen dos vacíos en los estudios de Garcés, el primero es el relativo descuido del importante (no
absoluto) rol jugado por los partidos y la lucha política en la configuración del movimiento de
pobladores, y el segundo, la ausencia de propuestas respecto de los límites transformadores de
dicho movimiento, sin embargo, es el autor que con mayor claridad se refiere a la historicidad
propia de los pobladores, en la línea de Salazar, observa sus potencialidades y capacidades
integrando elementos como la negociación con las autoridades dentro de sus proyecciones como
movimiento social y no como evidencia de su supuesta incapacidad.

II. ¿Desde qué perspectiva teórica podemos estudiar hoy a este movimiento social urbano?

Los conflictos de clases son elementos fundamentales de las estructuras, coyunturas y los
acontecimientos históricos. Éstos han sido protagonizados concretamente por sectores
organizados de estas clases, como gremios, partidos y movimientos sociales de clase. Es por ello
que aquí el punto de partida conceptual será la teoría de Marx.

En el contexto (del impacto en Europa) de la doble revolución (inglesa y francesa) que permitió el
paso a la sociedad contemporánea y en oposición a las teorías idealistas (hegelianas), Carlos
Marx (1818-1883) elaboró, a pesar de nunca haber escrito de forma sistemática sobre las clases
sociales, una teoría materialista de la lucha de clases. Para él la historia ha sido la historia de la
lucha de clases. Desde sus orígenes (en la antigüedad) la humanidad se ha dividido en distinto
grupos o clases sociales, de entre estos grupos han existido clases asociadas a los modos de
producción predominantes, es decir, clases fundamentales, que han estado relacionadas entre sí a
partir de un antagonismo objetivo derivado del modo de organización de la sociedad. Este
antagonismo se puede expresar históricamente de forma encubierta o abierta según los niveles de
enfrentamientos alcanzados en cada sociedad. En las sociedades contemporáneas esta lucha ha
sido protagonizada principalmente por la burguesía: capitalistas modernos, propietarios de los
medios de producción y empleadores de trabajo asalariado, y el proletariado: trabajadores
asalariados modernos, privados de los medios de producción que deben vender su fuerza de
trabajo para poder subsistir. Los primeros fueron una clase revolucionaria, es decir, sus intereses
de clase se identificaron con el sentido de la historia, durante el tránsito del feudalismo al
capitalismo, y los segundos, de igual forma, deberían ser una clase revolucionaria en el paso del
capitalismo al socialismo (MARX, s/f).

Esta teoría (materialista y dialéctica) de la historia enfatiza en el conflicto como dinamizador de los
procesos históricos, sin embargo, carece de definiciones precisas sobre las clases sociales. A
éstas Marx las entendió en un doble sentido. Primero, como grupos humanos amplios
determinados “objetivamente” por sus relaciones sociales de producción, divididos entre sí más allá
de sus voluntades por sus intereses económico-sociales entre explotadores (burguesía) y
explotados (proletarios).

Segundo, como grupos humanos amplios que alcanzan dicha condición sólo cuando toman
“conciencia” de sus intereses y luchan por ellos, es decir, alcanzan la conciencia de clases
(Hosbabwm, 1987, 29). Estos dos énfasis han dado lugar a interpretaciones diversas entre los
cientistas sociales marxistas producto de sus implicancias políticas.

El problema de los “énfasis” en la teoría de Marx dice relación con los niveles de determinación
que tendrían las relaciones sociales de producción, generadas en la base económica, sobre las
conciencias de las clases, expresadas en la superestructura política.

En el primer énfasis es posible identificar claramente a dos autores, G. Lukacs (1885-1971) y L.


Althusser (1918-1990). El problema teórico de ambos, en la primera mitad del siglo XX y desde sus
militancias en los partidos comunistas soviético y francés, respectivamente, era construir, a partir
de Marx, un modelo universal de pensamiento, capaz de alcanzar científicamente las leyes
sociales que explicarán el sentido estructural del devenir histórico de la humanidad en su totalidad,
es decir, mostrar la inevitabilidad del transito del capitalismo al socialismo, y para ello privilegiaron
el desarrollo de un pensamiento abstracto y filosófico, que proponía verdades absolutas en donde
las clases sociales concretas y específicas quedaban radicalmente determinadas en dicho modelo
(Gurvitch, 1960; Althusser, 1968; 1970; 1972). Entre esta determinación absoluta y el segundo
énfasis, es posible ubicar los planteamientos de Nicos Poulantzas (1936-1979) y una de las
primeras obra de Eric Hobsbamw (1917-...), para ambos autores, si bien las clases sociales están
definidas y determinadas de forma objetiva por su lugar en el proceso de producción, las luchas
políticas e ideológicas en las sociedades reales también juegan un papel importante tanto en la
constitución de las clases como en el devenir histórico (Poulantza, 1973; Hosbabwm, 1987).

En el segundo énfasis se puede ubicar, en primer lugar, a Vladimir Ilich Ulianov o Lenin (1870-
1924), quien, aclarando que sus propuestas no eran aplicables como un modelo a todas las
realidades de forma automática sino más bien una teoría para la práctica revolucionaria en la Rusia
bolchevique, enfatizó en las causas políticas de la formación de las clases y del triunfo de la
revolución (LENIN, 1976), así como en la necesidad de la acción política revolucionaria
organizada, en el “partido”, para la destrucción del estado burgués y el transito violento al
socialismo (LENIN, 2004). En seguida a A. Gramsci (1891-1937) quien, desde la Italia del primer
tercio del siglo XX, especificó que era necesario el desarrollo de la conciencia de clases en los
trabajadores, es decir, que dicho partido debía “educar para la revolución” a la clase obrera, a partir
de las organizaciones gremiales y la cultura popular solidaria ya existentes, y que desde éstas se
debía construir el estado proletario, única institución que permitiría avanzar en el sentido de la
historia: el socialismo (GRAMSCI, 1972; 1994, 104). Y en tercer lugar, a los historiadores marxistas
británicos como E. P. Thompson (1924-1993), G. Rudé (1910-1993) y C. Hill (1912-…), quienes
propusieron, en contraposición a dicho modelo teórico abstracto y a las teorías funcionalistas que
entendían la acción colectiva popular como una desviación social, que la clase obrera era una
“realidad” histórica compleja y heterogénea, aunque unificada por el proceso de asalarización,
“capaz” de formarse (racionalmente) a sí misma en un contexto político favorable, alcanzando la
conciencia de clases a partir de sus experiencias, en el tránsito de las luchas políticas tradicionales
(multitud popular) a las modernas (clase obrera), en el ámbito económico y principalmente en el
político (THOMPSON, 1989). Además, que dicha multitud revolucionaria estaba compuesta por
trabajadores respetables, y no por vagabundos irracionales como habían establecido las tesis
funcionalistas, cuyos objetivos eran, desde sus experiencias y perspectivas, del todo lógicos y
racionales, a pesar de que éstas no coincidieran de forma automática con los modelos generales
de la revolución (RUDÉ, 1971; 1981; 2000). Y finalmente que en tiempos cortos, producto de la
agudización de las luchas de clases y políticas, es posible que el orden social sea cuestionado
profundamente y surjan gérmenes de una sociedad distinta (o trastornada), y que parezca posible
que el mundo sea distinto (HILL, 1983).

En síntesis, Marx dio origen a la teoría moderna de la lucha de clases, definiendo, sin embargo, de
forma ambigua a las clases sociales, enfatizando por un lado en sus determinaciones económicas
y por otro en sus posibilidades de acción política, así surgieron dos formas de entender dicha
teoría, una centrada en las determinaciones (por lo cual tomó una forma totalizante y abstracta) y
otra en las posibilidades de la acción política (asumiendo una forma más concreta). Es evidente
que para establecer y analizar las potencialidades y los límites revolucionarios de un movimiento
social de clase concreto como el de los pobladores del Gran Santiago entre los años 1970 y 1973
es más útil y coherente la segunda forma de entender la teoría de Marx.

En Chile esta teoría fue recepcionada por los historiadores marxistas en dos momentos históricos
distintos del siglo XX, separados por 1973. Durante la primera parte de la coyuntura de 1930 a
1973, Julio Cesar Jobet, quien militó desde 1933 en el Partido Socialista de Chile y fue parte de su
dirección entre 1937 y 1942, aplicó la teoría marxista con énfasis determinista a la historia de Chile,
utilizándola como argumento de autoridad y fundamento científico de las prácticas políticas
(gradualista y aliancista) de dicho partido. No obstante, la condición de historiador y militante
político, seguramente, permitió a Jobet reconocer espacios a la acción política en la historia
(JOBET, 1940). Además, criticó la historiografía conservadora y liberal predominante en su época
por su visión elitista e idealista de la historia, proponiendo una “nueva historia” desde un
estructuralismo, construido a partir de dicho marxismo determinista con elementos de acción
política y algunos postulados de la “escuela” francesa de los Annales, que le permitió proponer
soluciones a los males del país: reforma agraria, industrialización, democratización política y
planificación centralizada, es decir, transformaciones estructurales, tanto económicas como
políticas (JOBET, 1955). En la misma dirección, Hernán Ramírez Necochea, entendió la historia
como un proceso evolutivo, en donde las sociedades pasaban del atraso (feudal) al progreso
(capitalistas) y la libertad (socialistas) de forma inevitable. Donde, además, la base económica
determinaba a la superestructura jurídico-política. Y donde, finalmente, el movimiento obrero
chileno había superado su condición tradicional, expresada en su desorganización y acción
colectiva violenta, alcanzando su forma moderna, expresada en el sindicalismo (racional y pacífico)
y los partidos obreros, quienes tenían la tarea histórica de dirigir el transito del capitalismo al
socialismo en Chile a través de la ejecución de las mismas propuesta políticas de Jobet
(RAMIREZ, 1957). Así, la historia si bien estaba determinada estructuralmente era protagonizada
por clases sociales, que luchaban políticamente por sus intereses de clase, nacionales e
internacionales (RAMIREZ, 1966). Dentro de la misma coyuntura, pero luego del impacto de la
(socialista y armada) revolución cubana (1959-1962) y del momento más intenso del proceso de
migración campo ciudad en Chile (1930-1960), Luis Vitale, participante en la fundación del
Movimiento de Izquierda Revolucionaria en 1965, mantuvo en su visión historiográfica la
determinación económica, como elemento de autoridad y seguridad científica, pero para enfatizar
en la necesidad de la acción política revolucionaria inmediata. De tal forma, para el autor, era la
estructura misma, (expresada en dependencia económica, ausencia de burguesías nacionales
democratizadoras y existencia de modo de producción capitalista), la que determinaba la
necesidad inmediata de la acción revolucionaria socialista, dirigida por la clase obrera y las capas
pobres del campo y la ciudad (VITALE, 1967).
En síntesis, la historiografía marxista nacional pre-1973 estuvo marcada por la recepción del
marxismo determinista, aunque, producto del protagonismo histórico (inédito en América Latina) de
los partidos de izquierda, incorporó espacios para la acción política en la conformación de las
clases y en el resultado de los conflictos de clases.

Como se ha explicado aquí, el golpe de estado de 1973 significó en Chile un quiebre profundo en
su historia, desde entonces comenzó a cambiar la estructura de la sociedad y los problemas
científicos y políticos. La primera parte de la nueva coyuntura (1973-1989) estuvo definida por la
dicotomía autoritarismo/democracia y al interior de los sectores democráticos y socialistas por la
forma que tomaría dicha democracia y, una vez iniciada la transición a la democracia, por el
sentido que ésta ha ido tomando. En este nuevo escenario, hacia 1984, el historiador Gabriel
Salazar (1936-…), comenzó criticando el marxismo que enfatizó en las determinaciones
económico-sociales, en los modelos abstractos universales y las categorías que acompañaron
dicho énfasis. Luego reemplazó dichos conceptos por otros “más adecuados” a los nuevos tiempos
para comprender la particularidad concreta de la realidad nacional y principalmente popular,
aunque sin abandonar el fondo de la teoría de Marx. Concretamente propuso que el sentido de la
historia es el proceso de humanización, que el sector alienado, la clase popular o el pueblo,
producto de sus luchas por desalinearse o humanizarse, es el que se identifica con el futuro, es
decir, la libertad, es así que la esencia de la sociedad del futuro humanizada se encuentra al
interior de las relaciones de solidaridad del pueblo (SALAZAR, 1989). Hacia fines de los 90,
agregó, junto a Julio Pinto (1956-…), que este pueblo no debe ser entendido como marginal sino
como ciudadano, es decir, como el único sujeto histórico soberano y legítimo para construir el
orden social, o sea, renombró a la clase popular como mayoría ciudadana manteniéndole su
identidad con el futuro y la libertad (SALAZAR y PINTO, 1999a). En esta misma dirección, J. Pinto
elaboró una obra historiográfica donde criticó las visiones liberales y funcionalistas reivindicando
las categorías marxistas, pero explicitando que dicha teoría no debe ser entendida de forma
determinista ni dogmática, sino más bien enfatizando en la heterogeneidad de las clases sociales.
Concretamente estableció que los procesos históricos han sido dinamizados por actores sociales,
de entre los cuales los fundamentales han sido las clases sociales, y que éstas se han expresado
en la historia a través de movimientos sociales (SALAZAR y PINTO, 1999b).

De este modo, el énfasis en la teoría de Marx relevado por los historiadores post-1973 es más bien
politicista, centrado en el conjunto de la clase popular y no sólo en el proletariado industrial, en la
heterogeneidad de las clases por sobre la homogeneidad y en la poca determinación de la historia
por sobre el supuesto de la inevitabilidad del socialismo. Sin embargo, los nuevos historiadores
marxistas no deben ser entendidos como un grupo homogéneo, existen diferencias de matices
importantes, por ejemplo, la centralidad de la clase o el pueblo en desmedro de los partidos en
Salazar ha sido discutido por Sergio Grez quien propone una historia de conjunto que incluya a los
partidos en el análisis histórico (GREZ, 2005).

De esta forma, en “términos generales” se propone sostener conceptualmente los estudios de los
movimientos sociales urbanos en Chile a partir del marxismo politicista, como ha sido entendido
por los autores aquí analizados, y en “términos particulares” en una lectura desde dicho marxismo
de la teoría de los movimientos sociales.

Los movimientos sociales han sido estudiados de formas múltiples y extensas, por lo cual no existe
una definición única y aceptada por todos los autores. Los historiadores, principalmente los
marxistas británicos, se centraron en los motines, revueltas y rebeliones de la multitud tradicional y
la clase obrera moderna, los politólogos en los movimientos de protesta y los sociólogos en la
acción colectiva y los conflictos sociales, existiendo como único acuerdo entre todos ellos la
importancia de los movimientos sociales como objeto de estudio. Este acuerdo se puede entender,
en gran parte, por la emergencia de los “nuevos movimientos sociales” en la década de 1960, en
occidente y principalmente en EE.UU. y Francia, que luchaban por derechos civiles, en contra de la
guerra de Vietnam, por la liberación de la mujer, la mayor participación estudiantil, por la paz, la
ecología y en contra de las armas nucleares. Mientras los sociólogos y politólogos buscaron crear
modelos generales de explicación, los historiadores, (producto de su debate interno con los
marxistas deterministas), se centraron en las particularidades de cada caso. Si bien en un
comienzo estos historiadores inspiraron e influyeron a sociólogos y politólogos, una vez que estos
últimos desarrollaron sus modelos explicativos tendieron a alejarse de la historiografía. Entre los
principales autores se pueden destacar a Alain Touraine (1925-…), Manuel Castells (1942-…),
Charles Tilly (1929-2008) y Sidney Tarrow (PÉREZ, 1994).

Los dos primeros autores se encuentran en polos opuestos de dicha teoría, mientras Touraine
estableció que en Chile, como en toda América Latina, no han existido, o han existido de forma
poco significativa, los movimientos sociales, producto de que la lucha de clases en nuestro
continente ha tenido una expresión escasa y limitada ya que el sistema productivo ha sido
desbordado, tanto por la dependencia económica, el carácter oligárquico de las clases dominantes
y la fuerte intervención estatal, como por la marginalidad de amplios sectores populares
(TOURAINE, 1997). Castells, por el contrario, propuso que fue justamente en el movimiento de
pobladores de Chile, 1970-1973, donde se expresó con mayor claridad la existencia de los
movimientos sociales urbanos, es decir, de sistemas de prácticas sociales que se enfrentaban al
orden establecido a partir de contradicciones específicas de las problemáticas urbanas, como la
lucha por la vivienda y servicios colectivos, enmarcadas en las luchas políticas y de clases
(CASTELLS, 1974).

Si bien los conceptos de Castells son muy útiles para el estudio de los movimientos sociales
urbanos, han sido Tilly y Tarrow quienes han elaborado más sistemáticamente categorías para
pensar a los movimientos sociales. El primero ha establecido que cuando las personas se reúnen
para actuar a favor de sus quejas, esperanzas e intereses compartidos surge en la sociedad la
“acción colectiva”, y que cuando estas acciones afectan de manera directa, visible y significativa los
intereses de otras personas estamos ante la “acción colectiva de enfrentamiento”. Mientras que
cuando estas personas organizadas desafían de forma permanente a las autoridades, utilizando un
repertorio de acción colectiva diversa y limitada, son capaces de movilizar a personas más allá de
sus miembros y lo hacen en momentos políticos favorables estamos ante un “movimiento social”. Y
el segundo, ha precisado que estas acciones colectivas surgen cuando existen “oportunidades
políticas” (como las elecciones presidenciales de 1970 en Chile), que dependen de “incentivos”
materiales e ideológicos (como el estimulo a la movilización y politización popular que los partidos
de izquierda en Chile desarrollaron entre 1970-1973), que se expresan a través de “repertorios
conocidos” (como los comités de sin casas, las tomas de sitios y las marchas de pobladores por las
principales avenidas), que cuando se sostienen en “redes sociales compactas, estructuras de
conexión, utilizan marcos culturales consensuados y orientados a la acción” podrán mantener sus
luchas en el tiempo (como el caso de las diversas expresiones de este movimiento de pobladores),
y que cuando dicha acción colectiva alcanza todas estas características puede ser considerada
como un movimiento social. Ahora si esta acción colectiva se desarrolla por toda la sociedad
estamos ante un “ciclo de acción colectiva” (como el que vivió Chile en los años citados) y si el
ciclo de acción colectiva se organizan en torno a soberanías opuestas o múltiples asistimos a una
revolución (como lo que estaba comenzando a ocurrir en el nuestro país). (PÉREZ, 1994;
TARROW, 2004, 33).

En una frase, los movimientos sociales urbanos chilenos y en espacial el de los pobladores del
Gran Santiago entre 1970 y 1973, pueden ser estudiados desde una visión teórico-histórica
materialista y dialéctica que incorpora aportes de las ciencias sociales como la teoría de los
movimientos sociales.

III. ¿Qué preguntas, hipótesis y objetivos pueden guiar el estudio de los movimientos
sociales urbanos en Chile?

Los años del gobierno de la Unidad Popular han sido vistos como un momento en el cual la lucha
político institucional se polarizó inadecuadamente, sin embargo, esta imagen cambia cuando se
incorporan al análisis histórico a las clases sociales en su conjunto, desde este punto de vista se
puede apreciar como dichos acontecimientos fueron una oportunidad real, aunque
desaprovechada, de mejoramiento equitativo del orden social urbano. Desde este punto de vista,
que pone el énfasis en la modificación sustancial de la sociedad, es preciso preguntarse por las
potencialidades y los límites revolucionarios históricos de los movimientos sociales urbanos, y
específicamente por el de los pobladores del Gran Santiago entre 1970 y 1973.

A partir de los estudios clásicos, analizados críticamente aquí, y de algunos avances


historiográficos en esta dirección (COFRÉ, 2007), es posible suponer que las principales
potencialidades revolucionarias del movimiento de pobladores del Gran Santiago, entre 1970 y
1973, fueron que tendió a trasformar, de forma significativa, las relaciones sociales de clase en la
capital, haciéndolas más conflictivas, y las relaciones sociales al interior de la clase popular,
favoreciendo la formación de la conciencia de clase, y con ello modificó, en un sentido igualitario y
socialista, el orden social urbano. Mientras que los límites revolucionarios de este movimiento
fueron que delegó la conducción central del proceso histórico a una vanguardia política cuyo
proyecto de cambio institucional fue derrotado, y que fue incapaz de generar, junto a otros
movimientos y partidos de clase, una alternativa política revolucionaria y viable distinta (no
necesariamente armada) a la institucional.

Definidas las preguntas e hipótesis claves, proponemos como objetivos básicos para estos
estudios el establecer y analizar históricamente dichas potencialidades y límites a partir de las tres
acciones colectivas fundamentales protagonizadas por los pobladores: 1) las más de trescientas
tomas de sitios urbanos (1970-1973), 2) la organización en torno al abastecimiento, es decir, las
Juntas de Abastecimiento y Precio (JAP) y los Almacenes del Pueblo (1972-1973) y 3) los
discursos y prácticas en relación al poder popular, o sea, los Comandos Comunales.

Para ello es necesario a) determinar el efecto que tuvo el conflicto generado por dichas tomas de
sitios en las relaciones de clases y en las prácticas y conciencias de los pobladores. Y establecer
qué sector predominó como conductor político del proceso y las posturas políticas principales entre
los pobladores, b) establecer el efecto que tuvo el conflicto por el abastecimiento, entre 1972 y
1973, en las relaciones de clase y en las prácticas y conciencia de los pobladores. Y determinar
quién condujo el proceso de organización en torno al abasto y cuál fue la práctica política
predominante entre los pobladores, y c) determinar el efecto que tuvo en la relación de clases el
surgimiento de discursos y prácticas de poder popular, en 1973, y en las prácticas y conciencias de
los pobladores. Y determinar quién dirigió el proceso de organización en torno a los Comandos
Comunales y cuál fue la postura predominante de los pobladores ante estos Comandos
Comunales.

IV. Breves palabras finales

De esta forma se podrá avanzar en la comprensión de los movimientos sociales urbanos chilenos,
en sus potencialidades y límites transformadores del orden social, y a partir de ello de la
configuración histórica conflictiva de nuestras ciudades y de los causes posibles de sus
modificaciones en un sentido equitativo y democrático.
Y de paso mostrar, algo evidente aunque hoy negado, que nuestras ciudades han sido construidas
históricamente por una conflictiva relación entre el mercado, el estado y los movimientos sociales
urbanos.

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