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Wilcock con Copi

Manuel Ignacio Moyano


Publicada en 6 octubre 2021

1.

No es en el registro de influencias (quién pudiera después de que cada autor crea a sus
precursores), ni en la recomposición de contextos (¿dónde empieza y dónde termina uno desde
que el problema del infinito acecha por todas partes?). Tampoco es en la comparación (toda
escritura es comparativa y, por eso, odiosa). No es en la forma de escuelas estéticas, en la línea de
los estilos, en los temas sobre los que se escribe, ni en las amistades literarias. Y no es solamente
en el abandono de la lengua materna para encontrar una amante (italiana en uno, francesa en
otro). Quizás en la homosexualidad, pero no solamente ahí. Sí en la escritura travestí y en la
inquisición de los gustos propios. Pero fundamentalmente es en la carcajada y el placer donde
Wilcock se encuentra con Copi. Se trata de una carcajada de placer que nace, se desarrolla y muere
en la lógica singular de las frases.

Todo está conectado. Leer como un paranoico.

En la escritura, el goce, no importa de quién, se encuentra en el fraseo. Abro Il tempio


etrusco y leo: «Como la plaza era redonda, el Consejo Comunal había decidido construir en el
centro un pequeño templo etrusco». En la racionalidad atroz de esta mínima burocracia social
comienzan, en un doble golpe, la realidad y la literatura. Wilcock lo entiende y escribe 200 páginas
en el hilo abierto de esa lanzada de dados. Copi hacía lo suyo: tiraba una frase y la perseguía, o,
mejor, se dejaba perseguir por el fraseo permanente que la ponía al galope. Voy a L’uruguayen,
«Querido Maestro: (…) Le estaré, pues, muy agradecido si saca del bolsillo su estilográfica y tacha,
a medida que vaya leyendo, todo lo que voy a escribir». Y ahora junto las dos frases y veo que la
lógica es lo que se tacha en estas escrituras. Pero, en esta estética del tachado, se abre otra que se
podría caracterizar como una Lógica de Felicidad Infernal, con mayúsculas. (Me telepatea Conde
de Boeck: «Pienso ahí también en Laiseca. Recuerdo esa frase de Los sorias: ‹Y si hablaba alemán,
¿por qué se murió?›»)

2.

Acabo de terminar La vida es un tango (la única de narrativa que Copi escribió en castellano) y
me miro la piel erizada de los brazos. Es imposible que una novela como esa, que fue a 320
kilómetros por segundo, entre carcajadas y agitación, desmesura y desatención, pasando la
historia del siglo XX en 3 días, haya podido terminar así; sí, es imposible salvo que haya estado
escrita por algo más que un narrador: uno impuro. Y pienso, veo, más bien, la tumba de Juan
Rodolfo Wilcock en el Cimitero Acattolico per stranieri, plagado de escritores y artistas, y leo entre
el nombre y las fechas: POETA. Recuerdo también aquella entrevista en la RAI donde decía: «los
autores solamente valen cuando son poetas». No sé qué significa eso, pero sí que hay algo de la
impureza necesaria para que la narración sea otra cosa más. Se trata, tal vez, de una dimensión
que viene después de las carcajadas y que se podría caracterizar como poética, no por esa vieja

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moda de «prosa poética», sino porque hay algo que trasciende el orden de la trama y tiene la
forma de un hueco, el mismo en el que la carcajada te deja consumado: al borde del Infierno,
donde sentís la calavera de muerte en la superficie de la cara.

No es el estilo, es otra cosa.

Hay diferencias: Wilcock construye libros de hormigón, los piensa como el ingeniero que
es, en cambio Copi persigue, o se deja perseguir por la carrera desbocada de la línea y el trazo
dibujante que tiene su escritura. También es cierto que ahí donde este arrastra la trama con tanta
fuerza que roza el hueso del lenguaje, en nombre del «continuo», y que hace rechinar el fascismo
de la lengua, en Wilcock hay una serenidad irrisoria en el fraseo que permite emerger, como un
témpano que siempre amenaza con quebrar la proa, monstruosidades que se pliegan acá y allá, y
que se cristalizan fundamentalmente en Il libro dei mostri de 1973. Monstruos que están armados
de lenguaje: «Soy lo bello y la bestia en una sola persona», dice Mario Obradour, hecho de un
plástico parecido a la cera, que por esa singular contextura se debió inventar «una suerte de
masturbación precaria sui generis» para no derretirse en el colmo de la literalidad. Esto va más
allá de la narrativa. En los dos: salen con ese arrastre, uno, con esa soberbia de diccionario de
absurdidades, el otro, del salón literario y queman los libros de almohadón para jugarse la vida
en la obra, o atravesar (acá lo travestí) la escritura en el telón de la vida.

El monstruo, solo concebible como una fuerza de escritura con la que sobrevivir: Copi como
leyenda del subsuelo cuir, Wilcock como leyenda de la soledad.

Y la carcajada, otra vez, que saca la cara de lugar.

Wilcock extremaba la risa de Borges. La llevaba a las últimas consecuencias. Como también
ese arrastre de velocidad sacaba a Copi de la Argentina, incluso de esa que lo persigue hasta el
final: «— ¿A dónde iba con tanta prisa?», pregunta el negro Nicanor Sigampa, «— ¡A Buenos
Aires! ¡En París hay muchos argentinos!», responde su personaje homónimo en L’internationale
argentine.

María Moreno escribe: «Copi copia los mitos argentinos con una estrategia: el esencialismo
bufo», y vuelvo a empezar: la Lógica de Felicidad Infernal, todavía con mayúsculas, que se testifica
en los fraseos, sean de Wilcock, sean de Copi, son la esencia bufa en la que todo puede quemarse,
incluso los mitos nacionales. Escritores del fuego, de la carcajada: por eso el «infierno» en Le
nozze di Hitler e Maria Antonietta all’inferno donde en boca de Caligostro se lee «el fuego abre
al hombre a nuevos destinos», y cuáles otros sino al monstruo, a la soledad, al sida como
vanguardia («Soy tan vanguardista que fui el primero en agarrarme el sida», dicen que dijo Copi)
y al delito: El delito de escribir, va a titularse un libro de artículos de Wilcock (Il reato di scrivere),
así como el delito de vivir, con tintes autobiográficos, es lo que se sugiere en L’ingegnere y lo que
también proponen algunas singulares entradas del Wilcock de Bioy Casares.

Quizás se hayan conocido, o cruzado, a fin de cuentas Roma y París son dos sueños que no
están muy alejados. Pero para certificar esto habrá que esperar la monumental biografía que
Ernesto Montequin prepara sobre Wilcock hace más de 20 años. Mientras tanto, podemos jugar
a las conjeturas.

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3.

En su Borges como problema, Saer dice que el autor de Ficciones merecería más nuestro
reconocimiento como artista que como intelectual, porque leía de una forma inventiva,
arbitrariamente, sin interpretar, algo que «intelectualmente» resulta al menos polémico, cuestión
que se vincula de fondo a sus dichos y actos en relación a la política. De alguna forma, Aira, en
una conferencia de 1999 dedicada a pensar la reticencia de Borges a las novedades intelectuales
del siglo XX, podría parecer estar aludiendo a esto: «Alguna vez se dijo, en un intento apenas
malévolo para intentar explicar la paradójica originalidad de Borges, que sus ensayos se hacían
con un procedimiento automático: tomar al azar dos artículos de la Enciclopedia Británica,
resumirlos en prosa elegante y encontrarles una relación que a favor del azar no podía dejar de
indicar inteligencia y erudición. Ojalá fuera tan fácil. Pero la calumnia es iluminadora, pues
apunta a esas ‹afinidades secretas y remotas› que vuelven inútil la curiosidad intelectual.» Se
trataría de afinidades, que se darían como iluminaciones profanas, más cercanas a una escritura
artística antes que una intelectual, acá sobreentendida como la de aquel que lee e interpreta, e
incluso argumenta. Por esos macabros juegos del destino, los diagnósticos de Saer y Aira no
parecen tan distantes: la valoración es en cuanto ingeniosidad inventiva, lo que justifica las
arbitrariedades, no por rigurosidad intelectual.

¿Por qué traigo esto? Bueno. Porque quizás se pueda decir que hay momentos donde Aira
lee más como un intelectual que como un artista. Argumenta. Creo que ahí hay una diferencia con
Borges. Ejemplarmente, se puede señalar el Copi aireano en esta línea. El tono didáctico, con su
iluminada sencillez, es magistral. Pero no hay que confundirse, es un disfraz más: por eso no hay
que leer, y desenmascarar, la maniobra de ocultamiento (un escritor adentro de un profesor que
lee lo que más le interesa para su obra: el continuo), sino lo que pasa cuando el escritor adopta los
sacos del profesor. Es decir, del que lee, comenta e interpreta y, sin embargo, es en verdad un
artista que hace de lo nuevo su insignia, que inventa sin otro placer que el de crear, como se
desprende del final de la conferencia aireana.

Leer atendiendo a la zona gris, marrana, entre el crítico y el creador que, como todos los
interregnos, produce los rayes más intensos.

Entonces, el Copi de Aira. No lo voy a interpretar todo, todo, acá, incluso diría que quien
haya llegado a este punto puede irse a ese libro y seguir ahí. Pero al neurótico obstinado en acabar
lo que empieza, le recuerdo una vieja palabra que de ahí sí sale y es, en definitiva, lo que antes
rotulé como Lógica de Felicidad Infernal del Fraseo: absurdo. Aparece en la p. 24, cuando se está
empezando, precisamente, por L’uruguayen. Y se lee: «¿Pero por qué hacer estos dibujos? (Aira
se refiere a los dibujos que el protagonista hace sobre la arena cuando queda solo en la playa
después de esa suerte de Apocalipsis que vació el Uruguay). No hay ninguna necesidad, ni
temática ni estructural, para que el personaje los haga. (Acá está el punto. Prestar atención:) Y
sin embargo, debe hacerlos por un motivo esencial al relato: para continuar. Las cosas se siguen
haciendo para que no haya blancos. (Se refiere a los blancos de la trama, también al de las
páginas que tiene en frente el escritor, pero también, remotamente, al «Ahora todos somos
negros» de la revolución haitiana, señalando, con una audacia insuperable, solo posible en un
Aira, que la emancipación del colonialismo también es un hecho estético, pictórico). Que sean
absurdas, muestra mejor que su función es dar continuación a lo anterior. El absurdo pleno, por
supuesto, sólo puede ser retroactivo. (Esta es una gran explicación: el momento absurdo de la
frase, que une a Copi con Wilcock, es el momento donde la lógica causal se quiebra, pero aparece
otra, la de la continuidad del relato, que al seguir después de un corte y cambio de escenario, sin
causalidad, tiene por eso la forma de un sentido retroactivo o un «futuro que ya fue», como diría

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Libertella, porque resgnifica el escenario anterior). Respecto de lo que sucede después, en
cambio, lo absurdo es un antecedente como cualquier otro. Cuando reaparezca la ciudad, al
retirarse la arena, tendrá la marca del comic, y habrá una necesidad. Por eso el absurdo no puede
prolongarse mucho en un mismo relato (este es un gran consejo para jóvenes escritores): porque
crea un mundo, como lo crea todo.»

Wilcock amaba la filosofía de Wittgenstein. Incluso, después de su arribo definitivo a Roma


en 1957, mientras se gestaba un lugar en la intelligentsia italiana a través de sus trabajos en teatro
(otro link con Copi), daba clases particulares sobre este filósofo ineludible del siglo XX. Crear un
mundo supone la creación de un lenguaje, decía el vienés.

Conectemos esto con lo que enseña Aira: el absurdo, explica, no puede prolongarse mucho
en un mismo relato, porque «crea un mundo, como lo crea todo.» En otros términos, el absurdo
(interpreto a Aira) al crear un mundo nuevo, cambia el relato, abre otro, distinto, diferente, todo
en nombre de una pragmática: continuar, seguir escribiendo, narrando, relatando, incluso al
precio de cambiar todo y de hacer otra cosa más que el solo acto de narrar. Esto es más que
evidente en Copi, pero en Wilcock hay que sobreinterpretar: en Il tempio etrusco, que Aira leyó
con gusto como declara en una entrevista con Carlos Alfieri publicada en 2008, la trama parece
seguir siendo la misma, a pesar de los repetidos exabruptos que frases sin parangón nos largan
sobre las acciones de los personajes, especialmente de los tres negros. Pero no hay que
confundirse. Es un relato que cambia imperceptiblemente, bajo el calor de nuestras carcajadas,
porque está en permanente retroactividad: cada frase remite a la inicial, a esa lógica a-causal:
«Como la plaza era redonda, el Consejo Comunal había decidido construir en el centro un
pequeño templo etrusco». Se trata de una trama que, gracias a las frases absurdas, arrasa con
potencia retroactiva y casi que vuelve a empezar la novela cada vez. Hace que el gran intento del
personaje principal, el joven telefonista Nitru, que intenta una construcción de La Obra, termine
para el otro lado (y esto ya es un ejercicio de post-interpretación): donde el delirio de grandeza
buscaba la Torre de Babel, queda solamente el Pozo de Babel —un, como se les conoce
eufemísticamente, «barrio». Típico paso de comedia (lo más elevado en lo más bajo, el tiro al
revés, por la culata), aquel arte siempre vilipendiado por su falta de eternidad y altitud, su falta
de «¡ay!».

No lejos se encuentra la forma de leer de Wilcock: lo declara él mismo, en una lejana


comparativa con Borges de 1963, donde, entre las mil máscaras que en su mediana vida había
tenido, define lo suyo como una «práctica continua de una vocación que no tiene nombre pero es
lo contrario de la erudición: aquella de olvidar, después de haberlos leído, una cantidad casi
infinita de libros». Wilcock-olvido: leer y quemar las páginas de la memoria. Para re-comenzar,
cada vez. Ahí también el ritmo infernal de I due allegri indiani, una novela que comienza y vuelve
a empezar, y se desvía, y vuelve otra vez a comenzar hasta alcanzar a los lectores del futuro, para
los que está escrita: «La presente novela es el resultado de un desprejuiciado intento de
colaboración», dicen los autores, «entre doce[1] profesionales y comerciantes de media edad,
ninguno de los cuales osaría denominarse literato de oficio, y menos todavía novelista exitoso. (…)
La obra que aquí proponemos está toda hecha para el lector futuro…»

La risa exagerada es el efecto de esta lectura, la única posibilidad de soportar, en el juego


de la frase absurda, tanta sorpresa. Y es nuestra esa felicidad extrema dada por la continuidad
única de lo nuevo permanente. Si el arte es la consecución de la novedad, su felicidad tiene que
ver con esto, con este decir sí a la Lógica Infernal donde los efectos se emancipan de las causas y
abren nuevos universos. Es una cuestión perceptiva.

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Wilcockiana: «la felicidad del artista está en poder concebir, como Lewis Carroll a los
ochenta años, la vida como un diálogo entre una tortuga y un termómetro».

Otra forma de hacer posible lo imposible. Y por eso, el infierno, de vuelta, porque ahí, acá,
todo es posible… O porque, como se lee en los delirios de cada personaje en La sinagoga degli
iconoclasti, lo monstruoso de esta felicidad absurda, inventiva, prismática, es que deja encendida
la sensación de que todo eso que parece irreal e imposible, podría ser cierto, incluso, y sobre todo,
que ya es cierto, ya es la realidad. Infierno-realidad. Entonces, entonces: en el infierno, como parte
estructural del mismo y avanzado por una memoria en llamas, hecha toda de olvidos, está
dispuesta, como un manjar de dioses, la alegría de inventar.

Ahí también habría una intensificación de Wittgenstein. Si imaginar un lenguaje es


imaginar un mundo, como quería el filósofo, hacerlo supone un peligro, el peligro de la escritura:
se imagina, al mismo tiempo y cada vez, un infierno.

Pasolini, con quien Wilcock se relacionó en su llegada a Roma e incluso actuó del sacerdote
Caifas en Il Vangelo secondo Matteo, escribió en esta línea alguna vez, sobre La sinagoga degli
iconoclasti: «Wilcock sabe, antes que cualquiera otra cosa, desde siempre y para siempre, que no
hay otra cosa que el infierno. No se plantea ni siquiera de la manera más vaga y genérica (como
Calvino) la hipótesis de que haya algo fuera de éste. Ni siquiera sueña remotamente que pueda
haber alguna manera, incluso ilusoria, de no sufrirlo o, por lo menos, de ignorarlo. Entonces, ¿qué
es lo que distingue a Wilcock de la mayoría silenciosa? Está claro, aunque sea terrible: él acepta el
infierno, como la mayoría silenciosa, pero, contrariamente a la mayoría silenciosa, no forma parte
de él y por lo tanto lo reconoce. He aquí delineada una condición de extrañamiento». Ese
extrañamiento, que Pasolini no explícita cómo se da y que le permitiría estar fuera de él aunque
sin los beneplácitos progresistas con que Calvino lo definió al final de Le città invisibili (aceptarlo
o creer en el no-infierno), parece deberse a una condición: Wilcock no forma parte de él porque
es su creador. En caso contrario, no se comprende cómo es que no pertenece. Wilcock-Divinidad:
inventor de infiernos.

¿Y el infierno de Copi? Además del peronismo, aquello de lo que este hace sinécdoque: la
Argentina. O, más bien, en base a la esencia impura del escritor, el Río de la Plata: el entre-dos
países. Infiernos llenos de las carcajadas más juguetonas, claro, ¿cómo no recordar la escena, en
la cama del narrador de L’uruguayen (la en-cama-da), entre el presidente uruguayo y el papa
argentino?

4.

Repito como un chino: «Wilcock con Copi», «Wilcock con Copi», «Wilcockpi».

Los nombres: qué productiva perversión la de trocárselos al antojo. «Raúl Natalio Roque
Damonte» es inmediatamente Copi vía un apodo que, ni masculino ni femenino, nadie parece
conocer bien su origen, como aclara Pron, aunque según el narrador de Le bal des folles había
sido dado por la madre sin porqué ni para qué. No por esto se eliminan sus posibilidades líricas.
En L’internationale argentine, con una creencia en un judaísmo realmente concebida así, como

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recuerda Aira por su parte, Copi asume el declino Kopisky, «miembro de una familia de copistas
de Varsovia», y se concibe como un escritor no solo argentino, también judío.

Un nuevo bucle retórico en el nombre, y esto sí que es borgiano, supone un nuevo destino:
es necesario cambiarse el mote para dislocar los ritmos de la narración. Nada bueno puede salir
del nombre del padre sin más. Hay que pervertirlo, multiplicarlo.

Con Wilcock pasan cosas parecidas. Del «Johnny» con que la santísima trinidad de Jorge
Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo lo había adoptado en los años ´40, a firmar
los libros italianos con un «J. Rodolfo Wilcock», siendo conocido como Rodolfo a secas, para
llegar a agregarse un co-autor en dos de ellos, Federico Fantasia, se llega a un mismo lugar: la
reversión infinita del nombre (se presentaba con una tarjeta que decía, en castellano pero con
dirección en Lubriano, «JUAN RODOLFO WILCOCK. Inventor de autores bajo demanda»). La
contracara literaria de esto es la maleabiliad infinita del estilo. Fue impulsor también del «en
tanto que poeta, ¡zas!, novelista»: el escritor salteado, el narrador impuro, el que escribe porque
sí, para afirmar la escritura y nada más. Luppino, pensando en Borges como padre literario del
autor de Il Caos, afina esta pere-versión: «Wilcock entendió que no había que matar al padre sino
asimilarlo y convertirlo en un hijo dado vuelta». En Italia, Wilcock ahijó legalmente, también, a
su amante y compañero, Livio Bacchi.

Perversión del nombre del padre, sí. ¿Y la madre? De la madre se huye para desear, como
quería Lezama Lima. Aira, otra vez, para los que todavía no están ahí leyendo o releyendo y siguen
perdiendo el tiempo por acá: «Atentar contra la perfección lingüística es atentar contra la madre.
Pero el premio es enorme. Copi alcanzó la cima, la imperfección, que es la llave para hacerlo todo.»
En la imposible autobiografía del dibujante-escritor, titulada Río de la plata, el castellano es la
lengua madre y el francés la lengua amante. Huir de la madre como apertura del deseo. Pero acá
la cosa se complica con Wilcock: porque es su madre, de orígenes italianos y suizos, la que le lega
esa otra lengua en la que terminaría escribiendo. Wilcock huye de la lengua madre y, en el colmo
del absurdo, llega a la propia madre. Podría, en el plan de conexiones infinitas que me guía,
conectar esto a un chiste genial, por insolente y estúpido, sobre la madre del protagonista de Il
tempio etrusco. En su descripción, se lee: se trataba de una «puta, afectuosa y devota», con dotes
filosóficos («Tu muerte es una palabra que dirán los otros, como lo es la mía ahora»), pero con
una singularidad que lo pervierte todo: se llamaba «Virgen». El infierno como quiebre entre
causas y efectos es la madre, la lengua puesta fuera de sí. Llegar a ella escapando de ella: ahí el
premio, perverso, de Wilcock.

Y de las madres a las mujeres: las que se personifican en ambos. Se podría decir, como ya
se ha hecho en los estudios cuir y camp, que las mujeres más desopilantes de Copi están en
sintonía con su travestimo visceral. Pero, ¿por qué no se hizo lo mismo con las de Wilcock? ¿No
se recuerda, por haberlo leído en las traducciones de Sudamericana con otra tapa, la foto de las
trans de la cubierta de I due allegri indiani, elegida por el argentino, figuras que son
fundamentales en su imposible trama? Y si, como dice la Moreno, en lo que Copi no es trans para
nada es en su antiperonismo, algo que lo comunica otra vez con Wilcock, ¿se deberá a que en este
último, a pesar de su «gorilismo», el factor «fascista», hijo de la misantropía radical, todavía es
mayor que en el de su coterráneo por lo que ni por un segundo podría contribuir a las líricas cuir
y sus pulsiones emancipatorias? No nos olvidemos: Wilcock terminó escribiendo, ya peleado con
Elsa Morante, su madrina literaria en Italia, en el cotidiano ultraconservador Il Tempo dirigido
en la época por Fausto Gianfranceschi, neofascista autoproclamado.

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Sin embargo, sin entrar en esos ambages, hay que ir a la mujer-infierno de cada uno: María
Antonietta en Wilcock y Eva Perón en Copi. Una mujer, en cada caso, que nunca es una mujer. O
sea, una chica Almodóvar, o una moderna o, también, La mujer que no existe, en versión Lacan.

Y esto habilita el último cruce, la esencia del fraseo mujeril y bufo:

5.

…los indios alegres con las locas. I due allegri indiani (1973) con Le bal des folles (1976), dos
obras maestras.

Borges, que a su modo también era un indio que cultivaba la alegría y una loca travestí que
hizo lo que quiso con los géneros, escribió en Magias parciales del Quijote: «¿Por qué nos
inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro de Las mil y una
noches? ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet, espectador
de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una
ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser
ficticios.» Bueno. Estos libros de Wilcock y Copi extreman esa inquietud: son verdaderas
máquinas del libro adentro del libro, de la ficción adentro de la ficción. No es necesario más que
ir a los inicios de bailarina con que se desliza la Bic de Copi en las primeras páginas, así como a la
oferta laboral que en la segunda página de I due allegri indiani se interpone: se busca un
dactilógrafo «veloz con experiencia literaria» para escribir novelas semanales.

Jugando con los títulos, podría decirse que se trata, a fin de cuentas, de la alegría bárbara
y loca de escribir: de construir, paradojalmente, un lenguaje y un infierno propio, que se replicará,
vía ficción, al infinito. Wilcock, por su parte, proyectó esta maquinaria de inquietudes que es su
gran novela desde At Swim-Two-Birds, del irlandés Flann O’Brien (seudónimo de Brian
O’Nolan), publicada en 1939, y que fue traducida por él con el título italiano de Una pinta
d’inchiostro irlandese para la editorial Adelphi en 1968. Explicada brevemente por el argentino,
«la trama sería esta: un joven estudiante está escribiendo una novela, en torno a un personaje, el
cual también está escribiendo una novela, cuyos personajes se revelan y se ponen a escribir por
cuenta propia una novela cruelísima, con el solo objetivo de exponer, como venganza, a miles de
torturas sádicas a su personaje, que es a su vez su autor, personaje, por otro lado, de la novela del
joven estudiante». Un juego de cajas chinas, donde adentro de un mundo-infierno aparece otro,
y así por siempre. Recordatorio: en la anquilosada máquina teológica del cristianismo, el infierno
es una institución que no tiene fin, incluso después de la salvación —ahí la diferencia con el
purgatorio…

En Le bal des folles esos momentos del infierno supuran con los saltos de velocidad que se
permite Copi en su prosa, pasando de un mundo a otro, pero poniendo de frente, cada vez, la
realidad de la ficción o la escena de la escritura. «Es la tercera vez en un año que comienzo a
escribir esta novela…» larga en un inicio de aplausos para construir la única persona-personaje
que ha amado de verdad y a quién está listo para matar: Pietro Gentiluomo, un «italiano del sur
de mirada lánguida». Y el baile, con la puesta en escena directa de la escritura, es esa largada de
amor y muerte que lleva a la loca, al travestismo de escribir.

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Poner en escena la escritura, sí. Eso está en ambos libros, se sabe. Pero se lo hace con el fin
de reventar a carcajadas esa escena, poniéndola en el infinito inquietante de una caja adentro de
la cual hay infinitas cajas, como en la caja del gato de Schrödinger (Wilcock lo cita en el epígrafe
de su conocido cuento «El Caos») cuya paradoja hace de la caja siempre otra.

Se llega, como decía Borges, a tornar ficticio al mismo lector: I due allegri indiani es una
novela escrita por los lectores, por lo tanto es una novela de mierda que no puede avanzar un
episodio que ya es asaltada por la miseria de las intrigas que hacen al mercado de la literatura:
narcisismos de vidriera, éxitos y fracasos, guita, crítica y editores, escritores de mercado,
escritores de mercado sin mercado, escritores sin lectores, escritores-lectores-editores-
empresarios, poscrítica, poetas, narradores, plagios, academia, derechos de autor, editoriales
independentistas, editoriales monopólicas, contraplagios, amistades por conveniencia,
enemistades por conveniencia, guerras inútiles, chistes injuriosos, revistas, likes, etc., etc.. Es
decir, todo lo que hace al pequeño infierno de la escritura y la publicación. La genialidad de
Wilcock está en no negar eso y mandarse a mudar a la utopía jipi de San Marcos Sierras, sino en
hacer con esto mismo el arte de la novela: un infierno distinto. Y estallarlo en nuestras carcajadas,
los lectores de mierda, porque si algo logra I due allegri indiani es lanzar por los aires todo el
sistema literario (sea argentino o europeo) y, especialmente, la fábrica de la novela moderna
(invento propio del exitoso novelista Yves de Lalande, personaje en La sinagoga degli iconoclasti,
que gracias a la cadena de producción que inventó podía darse el lujo de no escribir, ni leer, sus
propias novelas). Cosa muy wilcockiana y diferencia con Borges, o borgismo sin orillas: cumplir
los delirios de sus criaturas.

Lo mismo, otra vez, en Copi. El infierno es la escritura, el fraseo. Su goce no tiene precio,
ni siquiera el del mercado, y sin embargo está todo hecho con las esquirlas de los mercaderes
culturales, para reírse con y de ellas. Quintin, en el 2015 y con ocasión de la reedición del El Caos,
los juntó, sumando también a Perlongher, en el grupo de los Grandes Escritores Homosexuales
Exiliados, pero concluyó que Wilcock veía más lejos. Quizás porque es un escritor maldito y
misántropo, como parece preferirlos el crítico. Sin embargo, en esa nota se pierde de vista la
alegría profunda, incluso vital, que siempre desplegó nuestro autor, alegría atravesada por lo
infernal, claro, pero en la que, creo, bailan igual de bien los dos (incluso esto muestra cierto
privilegio de Il Caos por sobre I due allegri indiani en la lectura argentina de Wilcock, quizás para
acentuar el mito del exiliado, lo que ha traído un consecuente énfasis del mal sobre la alegría en
su obra. ¿Wilcock escritor maldito? Sí, pero alegre, lo cual hace conjeturar lo más intenso: la
compenetración entre mal y alegría en su vida y obra (desarrollar y documentar mejor esto para
que los magos chichi no te manijeen por andar flojo de papers)).

Wilcock pide la ciudadanía italiana en 1975. Con decreto oficial del «Capo dello Stato» y
entrega a domicilio, se la conceden el 4 de abril de 1979. Había muerto de un infarto el 16 de marzo
de 1978. El chiste es kafkiano y augura, a pesar de su exilio, un destino sudamericano. Copi escribe
su autobiografía anti-autobiográfica en París, en 1984, tres años antes de morir. La titula, bajo el
hálito del mismo destino, Río de la Plata.

Hay un «Poema conjetural» en cada uno: nacidos en el culo del mundo, el órgano que
acomete los mejores chistes, sus vidas y obras fueron, para redondear esta galería de nombres con
una feliz expresión twittera de Moria Casán, un festejo de «absurdimo vital». El fraseo de lo
imposible hecho posibilidad. El infierno de las locas alegres.

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