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Ibídem

#18 MÉXICO | AGOSTO 2021

revista literaria digital "Creemos en el poder de las palabras"

ESCRITORAS
UNIVERSITARIAS

CUENTO, POESÍA
ENSAYO
Editores
Leo González: @tepachito_en_bolsa
Diana Lugo: @dianalugo._
Ricardo Zela: @alex2n8

Foto de portada: Imanol Mendoza: @cacadegata


Agosto 2021
Número 18
Correo de contacto: IG: revistaibidem
revistaliterariaibidem@gmail.com

ÍNDICE
ESCRITORAS UNIVERSITARIAS
ANDAR 1

CUENTOS
LIMBO 3
GRIETAS EN LOS SUEÑOS 5

LA RANA NO ES FINITA 8

EL VIAJERO, EL MONJE Y EL PERRO 10


IMÁGENES DE FONDO 13

REGLAS DE LA GRANJA 15
GRITO EN LA NOCHE 16

ATAQUES DE PÁNICO 18
JULIO CORTÁZAR 19

LA DIABLERA 21

TIEMPO 22
EL REFLEJO 23
INTRUSO 24

EL LLAMADO AL BIEN-ESTAR 26
VIAJE MULTICOLOR 28
LA ROCA 31

COMIDA DEL FUTURO 33


A MÍ ME MATARON ANOCHE 34
POEMAS
DOS ALMAS 37
RECUERDOS 38
EL ARTE DE EXTRAÑARTE 40

DILAPIDANDO LETRAS 42
AGUA MEZQUINA 44

ENSAYOS
NEXOS Y SIMPATÍAS POR JOHN CHEEVER 45
Andar
Por Escritoras Universitarias

Abro los ojos. La luz tenue del amanecer se cuela por mi


ventana y va adentrándose en mis pupilas. Me estiro
ligeramente, todavía dentro de las sábanas calientes, y voy
sintiendo cada una de las fibras de mi cuerpo. Volteo a la mesa
de noche e instintivamente agarro el celular, frío al tacto.
Todavía no hay mensajes o notificaciones. Suspiro.
El día comienza lento. Ni siquiera el café de la mañana me despierta del todo. Siento
cansancio. La noche anterior fue eterna, llena de letras y pantallas que sólo anunciaban más
trabajo. Me meto a bañar con agua helada. Cada gota recorre mi cuerpo cansado, pálido por
la falta del sol. La ropa que me cubrirá por el día la elijo sin cuidado y me cepillo el cabello
lentamente, mirando fijamente mi rostro al espejo. Sólo veo ojeras y una mirada triste, no me
reconozco, no después de tantos meses.
Llegan las horas de las reuniones programadas, una tras otra, todas en la misma pantalla, que
tampoco ha descansado. Hablo, hablo y sigo hablando, pero las palabras que digo y las que
escucho cada vez tienen menos sentido para mí. Todo se automatiza en mi mundo. Todo se
convierte en escalas grises. No me muevo del escritorio por horas, de ese lugar que se ha
convertido en el espacio más recurrente de mi hogar.
Me levanto y tomo agua, que me refresca pero cuando pasa la sensación, vuelvo a sentir sed,
y no sólo de ese líquido, sino del mundo, de lo que hay allá afuera, de lo que se transformó
en un ambiente más hostil para las y los valientes que se atreven a vivirlo. Hoy quiero ser
valiente también y dejar atrás ese espacio estéril. Necesito ya no sentir las teclas del
ordenador en mis dedos. Quiero percibir el calor y la luz del sol en mi cara, en mis brazos.
Quiero respirar profundo el exterior.
Aún es temprano, así que cierro la computadora y me gusta pensar que ella también agradece
el gesto. Pongo en mi bolsa las cosas necesarias para enfrentar el nuevo mundo, me cambio
de ropa a mis prendas favoritas y salgo de casa, llena de esperanza y emoción.
Voy recorriendo la ciudad y decido caminar sin rumbo alguno, sin un destino fijo. Contemplo
su ajetreo, escucho cada uno de los ruidos que la envuelven, miro pasar a las personas que
van y vienen. Cada paso que doy libera algo dentro de mí, que me hace sentir independiente
y que emociona a mi acelerado corazón. La luz es la ideal, el sol irradia su energía en lo más
alto del cielo y este, de un azul intenso, no muestra signos de tormenta. Toco la piel de mi
cara y la siento caliente. Sonrío, mientras pienso en todo lo que estoy experimentando a la
vez. Sigo emocionada de ver tantas caras, aunque todas sean desconocidas para mí; de que
mi andar no sea solitario y de ver más allá de cuatro paredes.

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Ya he andado por varias horas y comienzo a sentir un poco de dolor en los pies, por lo que
decido entrar a una pequeña cafetería que me atrae gracias a su delicioso aroma. Ordeno un
café helado y me siento junto a la ventana para seguir admirando el exterior. Veo pasar a
muchas personas, cada una distraída en sus pensamientos. Nadie se da cuenta de que los
observo. No me pongo los audífonos para escuchar música, quiero seguir absorbiendo el
sonido de este exterior. Después de una hora, que me ha parecido corta, me levanto y salgo
del lugar, para seguir caminando y perseguir mi rumbo desconocido.
Paso frente a una librería, que por dentro luce vacía. Entro y recorro los estantes llenos de
libros brillantes y coloridos. Me entretengo en una de las secciones y tomo dos títulos que
me atraen. Me animo a comprarlos y llevarlos a casa conmigo. Pienso que quizá necesito
recorrer más de un mundo para reconstruir el mío.
Miro el reloj y considero que es tiempo de volver a casa. En el camino de vuelta, empiezo a
sentir la brisa fría que, poco a poco, va cubriendo la ciudad. Pienso en el día que tuve, en
todo lo que observé y cada una de las sensaciones que experimenté. Cuando finalmente llego,
mi hogar está cubierto de una luz dorada gracias al atardecer. Siento un ambiente más cálido
y silencioso, algo que extrañamente me reconforta.
Elijo no encender la computadora y dejo el trabajo para el día siguiente. Quiero aferrarme a
lo que siento, tratar de reencontrar el amor por el lugar que habito. Mientras lo recorro, la luz
afuera se va desvaneciendo.
Me siento en la silla del escritorio. Pienso en lo malo que he vivido en estos meses, en todo
el cansancio, pero también recuerdo la sensación de libertad que he experimentado a lo largo
del día, la cual no se ha desvanecido. En ese momento, escojo no dejarla escapar y, de alguna
manera, hacerla parte de mis futuros días.
Reflexiono en la soledad que vivo con el encierro, en la exigencia del trabajo, en la adaptación
tan repentina que tuvimos que hacer, y comprendo que a pesar de todo lo malo, también
puedo hallar la libertad en ese espacio, dentro de mi soledad.
Decido abrazar ese lugar que se tuvo que transformar en un refugio. Puede que mañana
vuelva a surgir la necesidad de escapar, pero por ahora sólo quiero sentir esa paz, reparar mi
interior, reconciliarme con mi exterior y sumergirme en esa serenidad que me va envolviendo
mientras cae la noche.

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Limbo
José María González
México
23 años

Pero póngame atención que no voy a poder repetirlo dos veces. Si no me entiende en algo
me dice. Los Zarate, mi familia. Está integrada por cinco personitas, bueno, y yo. Mamá Zuli,
tiene 43 años creo, no me acuerdo bien la verdad. Es ama de casa y en sus ratitos libres se
dedica a pintar bolsas de tela, ya sabes cosas de señoras, pues a ella le molesta mucho que
cambie de lugar sus pinturas, también hizo y pintó una muñeca de trapo para la más pequeña,
pero como que no le gustó cómo quedó, y la verdad es que sí quedó un poquito fea. Pues la
había dejado arrumbada, por las escales, bueno, abajo, ¿ya ubicaste? Pues siempre juego con
esa muñeca, la pongo muy bonita en la ventana, afuera de su puerta, etc. Pega unos gritos
cuando la ve afuera de su lugar, me divierte mucho, porque siempre la quiere esconder en un
lugar distinto, y yo la encuentro. Bueno, papá Alan de 45 años, casi no está en la casa, creo
que trabaja en una aseguradora, ojalá pudiéramos asegurarnos la vida ¿no? Pues a él casi no
le hago cosas, de hecho, me gusta que él no le crea a los demás cuando le cuentan las cosas
que hago por la casa, porque Zuli le cuenta todo en cuando llega, pero nada que le cree, la
tira de a loca.

Alana, es la mayor, con ella me divierto mucho, le abro y cierro la puerta sin tocar, eso la
hace enojar, se pone bien nerviosa, porque fíjate que una vez estaba bien entrada con el hijo
del jefe de Alan, los dos encueraditos como Dios los trajo al mundo en la cama, y yo bien
castrosa les abrí la puerta de golpe, y sí que pegaron el grito. Bruno es el de en medio, él solo
se la pasa dibujando, casi no habla, como que está rarito. La vez que me acerqué para invitarlo
a jugar, no quiso, salió corriendo con Zuli, pero ya con el tiempo me empezó a dibujar, me
dibujaba cuando me paraba en su puerta del cuarto, cuando dormía junto a él, en el jardín; en
fin, pero la más importante es Amirita, la más pequeñita, tiene cinco años, con ella jugué
desde el primer día, a las escondidas, a las atrapadas, en el jardín, a pintar las paredes, a
romper los documentos de papá, a quemarnos en la estufa, mi juego favorito fue cuando
intentamos lanzarnos desde el techo de la casa, estaba a punto, pero Zuli salió a tender ropa
y nos vio, le gritó mucho a Amirita, por poquito y saltaba la condenada.

Bueno, a grandes rasgos esa es la familia, para ser honesta me la pasé muy bien con ellos. Lo
qué pasó pues ya lo sabes. Mira, todo fue muy rápido y extraño, estaba como siempre

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paseando por la casa, buscando qué puerta o ventana abrir, pero, no contaba con que los papás
habían invitado a una médium a la casa, y no a cualquier médium, fue a la Hermana Fátima.
Iba bien preparada, harta cruz, harta agua bendita, harta máquina para grabar sonidos e
imágenes. El punto es que empezó a hacer sus cosas la mujer esa, se sentaron todos a la mesa,
saco unos cuarzos que brillaban muchísimo, unas hierbas que quemó y con las que empezó
a apestar horrible todo el lugar, hicieron oraciones y cantos, yo me divertí tirándoles cosas,
pegando en la mesa, rozándoles el cabello, hasta que me dirigió la mirada, yo no pensé que
me pudiera ver, pero me veía y me habló, se levantó y empezó a murmurar palabras que no
entendía mientras caminaba hacia mí acorralándome en una esquina. Lo demás no lo tengo
muy claro, solo oí gritos, vi mucha luz, y de pronto aparezco aquí, en el limbo. Sí, yo sé que
no cumplí mi pena en el mundo, pero se supone que me van a mandar de regreso con otra
familia ¿no? Sabe dónde me gustaría ahora, pues en un país nuevo, ¿no se puede?, ¿no?
Bueno, yo decía. Está bien, solo antes de regresar me gustaría entrenar, esta vez quiero poder
levantarlos y arrástralos por el aire, ya sabe, cómo en las películas.

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Grietas en los sueños
Fernanda Bombela Hernández
México
19 años

Lo último que recuerdo del día que llegué a ese lugar maldito es que estaba en casa, ese día
por la tarde me encontraba en la habitación de un pariente loco y su amante; eso decía la
gente pero yo creo que solo eran compañeros de perversiones necrófilas. Yo estaba ahí en la
habitación buscando respuestas sobre un sueño horroroso que había tenido en la mañana. La
habitación estaba impregnada de un aura perversa, estaba hecha de mármol, el techo
agrietado estaba pintado de blanco, de él colgaban dos candelabros de al menos 100 años
cada uno, eran desagradables, el color negro de las velas que posaban sobre los candelabros
me causaban nauseas. Nadie las había encendido desde que los amantes perversos habían
muerto, estaban terriblemente abandonadas, que no les quedaba más que dejarse seducir por
el polvo viejo. En el techo estaba pintado de negro algo parecido a un enorme monstruo en
su perfil izquierdo. Tentáculos grotescos salían de su boca, sus ojos estaban repletos de odio
y encima de ellos estaba su cabeza, de esta se desprendía una larga cola orientada a la
izquierda, la parte de arriba era más ancha que la de abajo y al final esta se enroscaba. En su
espalda salían dos alas terroríficas, frente a ellas brotaban sus brazos, en su mano izquierda
había un símbolo en forma de rombo. Alrededor de la espantosa monstruosidad había letras
que no entendía. También había dos iniciales en el techo: A.A, lo extraño era que no
correspondían a los hombres que habían vivido aquí hace años.

El sueño que había tenido me hizo despertar alterada. En el sueño, me encontraba en un


cementerio. Al inicio pensé que había enloquecido, pero realmente no merezco esa
indulgencia. Era de noche, la pálida luna reflejaba las sombras de las almas en las lápidas.
De pronto las tumbas comenzaban a moverse como si las estuvieran abriendo por dentro; me
quedé inmóvil, mi cuerpo comenzó a experimentar escalofríos y se me entumecieron las
manos, mi cabeza empezó a hormiguear y sentí que moría asfixiada. Cientos de cadáveres en
distinta fase descomposición salían de sus tumbas y caminaban hacia mí, caí al suelo inmóvil.
Cuando los muertos llegaron a mí, sentí como un par de manos ásperas me tocaban los senos
con dulzura, otro de ellos besaba mi cuello con intensidad y yo sentía como su mandíbula sin
carne me daba pequeñas mordidas, sin querer mi boca se abrió y dejó caer un poco de saliva,
uno de ellos recorrió con su lengua mi barbilla y la limpio. Mi cuerpo seguía inmóvil pero la
sensación de terror ya no era tan fuerte, una momia envuelta, dejó su rostro al descubierto,

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se sentó suavemente y comenzó a acariciarme las piernas, las apretaba, las mordía. Mi
corazón estaba latiendo rápidamente y la temperatura de mi cuerpo subía. La momia comenzó
a besarme el sexo. Era insoportable quise gritar de placer pero la voz no me respondía,
tampoco pude moverme, quise retorcerme del placer pero mi catatonia no lo permitió,
entonces uno de los muertos hizo un lado a la momia y penetró con severidad mi vulva
húmeda, mi ser desbordaba el goce, la mayoría de las partes de mi cuerpo estaban siendo
profanadas con vigor. Así pasaron algunos minutos cuando de pronto comenzaron a
golpearme con látigos, al inicio sentí un placer perverso pues aún estaba disfrutando de un
orgasmo, pero mi cuerpo no resistió mucho, el dolor cada vez era más y más fuerte, cuando
pararon habían pasado 800 azotes. De repente un dolor filoso me recorrió la sangre ¡estaban
arrancando pedazos de mi cuerpo! Ya no Tomaban mi sexo con suavidad ahora lo hacían con
bestialidad. Estaba sangrando, me desgarraban los intestinos y el vientre, metían sus manos
putrefactas por mi vulva y arrancaban pedazos de él. El dolor era insoportable, lo sentía en
las venas y en la sangre, era como si me estuvieran devorando viva. Uno de ellos se quedó
mirándome con piedad unos segundos, dio lo que parecía ser un suspiro, tomó del suelo una
navaja, se sentó en mis senos me dio un beso en la frente, puso la navaja en mi cuello y me
degolló. Así fue como desperté, estaba terriblemente aterrada, ni siquiera pude mirarme al
espejo. Salí del cuarto y tomé una ducha helada que tranquilizó mi sangre.

Pensé mucho en la habitación de mármol…así fue como decidí buscar respuestas y entré a
la habitación con el pretexto de limpiar las paredes. Por más que pasaba trapos aromados el
olor fétido nunca desaparecía. La habitación tenía una biblioteca, me acerque lentamente con
terror a ella, nunca lo había hecho, comencé a mirar el librero en el apartado de ficción y
poesía, había libros del Conde de Lautréamont, Desbordes-Valmore, Huysmans y Charles
Baudelaire. En otro apartado decía Manuscritos infernales, la mayoría de ellos estaban
escritos en lenguas antiguas; uno de los libros tenía las mismas iniciales del techo: A.A. Ya
que nunca me había atrevido a leer ninguno de esos libros me tomó 10 minutos tomar el
libro y otros 5 contemplarlo, estaba hecho de piel, creo que de piel humana, las hojas doradas
desprendían un olor repugnante y fétido. Lo hojee unos segundos y en una hoja encontré la
misma imagen que estaba en el techo, comencé a leer en voz alta lo que decía en la hoja
contigua y aunque no entendía el idioma se me facilitó la pronunciación; la atmósfera
comenzaba a tornarse fría, volví a sentir el mismo escalofrío desesperante de mi sueño, los
candelabros comenzaron a moverse y las velas negras se encendieron, algo tomó el control
de mi cuerpo y me hizo caminar hacia uno de los candelabros. Vi como el enorme candelabro
cayó y me atravesó las entrañas. Estuve consciente unos 6 segundos, mientras un dolor
desesperante me abrazaba.

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Cuando abrí los ojos vi el cielo, tenía un tono rojizo lleno de nubes grises, lo primero que
pensé es que estaba muerta. Y era cierto, me puse de pie, estaba en el mismo panteón de mi
sueño solo que, la temperatura era increíblemente alta y todo el panteón desprendía olores
fétidos combinados con azufre y descomposición. Frente a mí estaba mí lápida, en el epitafio
decía: aquí yace María Panero, que murió a la edad de 33 años, fue una mujer respetada y
murió en gracia de Dios. De pronto las sensaciones extrañas volvieron a mi alma, escalofríos
me recorrían, no podía moverme, voces horrorosas comenzaron a atormentarme. Mire al
cielo… vi al monstruo que estaba pintado en el techo de la habitación de mármol, supe que
era un demonio. Baje la mirada rápidamente, no podía soportar más mirarlo, vi a los
cadáveres en diferentes etapas de descomposición acercándose a mí, caí al suelo inmóvil.
Cuando los muertos…

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La rana no es finita
María Escobar
México
22 años

Hoy en la mañana encontraron un cadáver de rana en el estanque, se metió a nadar y se ahogó.


Pues qué pendeja, qué pendejada, Sofía repite con mucho énfasis cuando intenta jalarla con
la escoba, si para eso están, para nadar y para salirse del agua cuando se les antoje, pero va
ésta y se ahoga; Quique mira el cuerpo diminuto con ganas, aunque no sabe qué es se lo
quiere comer.

Permanece sentado con las orejas negruzcas gachas, apenas alzándose un poco con cada
movimiento que hace Sofía para alcanzar el cadáver del otro lado, el estómago redondo y
viscoso bocarriba, sus extremidades sueltas a los lados, muerto. Sus patas delanteras se
tropiezan una contra la otra mientras decide si avanzar o quedarse en donde está, si saltar al
estanque él mismo y rebuscar entre las aguas el diminuto cuerpo flotante, el hocico se lo
relame muchas veces en tanto se imagina masticando una carne que no conoce. Pero Sofía
no lo deja, te vas a enfermar, menso, le dice, como si pudiera adivinar el anhelo en sus pupilas
dilatadas, la rana inerte se sujeta al cepillo y cae a la basura, ahí Quique deja de salivar, ya
no ve nada; en cambio, su mirada atenta se dirige a la silueta cansada de Sofía, mira con ojos
húmedos cómo se deja caer en la banca a pasar los dedos por la pantalla del celular, no vayas
a hacer tarugadas, le dice.

Por la noche persiste apoyado sobre sus patas traseras con una mirada muy fija sobre donde
piensa que se oculta la rana, ahora oculta y revuelta dentro de las bolsas negras. Quiero
comerlo, piensa, pero no lo alcanzo. Es posible, sin embargo, que Sofía tenga razón en no
dejarlo acercarse más temprano; una mordidita, insiste, una mordidita no podría matarme,
será bueno para saciar la curiosidad que me habita. Dado que la vacilación en sus pupilas y
patas había sido evidente desde el descubrimiento de la mañana, Sofía tomó muy en serio sus
precauciones; si va y destroza esas bolsas, el castigo será grande, éste constaría en los
papeles, el desperdicio, las botellas de plástico, ⎯etcétera, etcétera⎯ regados por todo el patio.
Pero no veo resultado negativo para mí, razonó Quique, a Sofía le caigo muy bien, ¿cuál sería
mi castigo? No puedo tomar una escoba y amontonar toda la basura para guardarla de nuevo,
mi estructura corporal y mi funcionamiento motriz no me lo permitirían, por lo tanto, soy
capaz de tomar riesgos, que me aguante tantito Sofía; de este modo, para Quique fue acto

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natural cuando comenzó a restregar su hocico húmedo en torno al plástico, aspiraba, aspiraba
y aspiraba, pero no podía localizar a la rana.

Finalmente, consciente de las consecuencias, se inclinó más para dar un mordisco y jaló,
luego otra vez, unas cinco veces le bastaron para destrozar una por una las bolsas. ¿A dónde
se fue? ¿Saltó? ¿Se escondió? ¿Sabe que la estoy cazando? Pero está muerta, no podría saber
nada. Hizo un revoltijo de papel, de bolsas, comida, elementos que se vuelven inmundos
cuando son puestos juntos, al menos lo son para la gente que vive con Quique; a él le parece
que todos los olores mezclados dan un hedor curioso, pero ese mismo hedor le impide
localizar lo que está buscando. Le hubiera gustado escuchar un croac croac para facilitar su
trabajo, un pequeño movimiento, algo, pero se le olvida que el cadáver ya lleva bastante
tiempo inactivo. Con la atención puesta en su sentido del olfato, su cuerpo se pasmó cuando
sintió que un objeto pequeño fue a parar a la parte superior de su cabeza, tanteando un poco
el terreno, Quique sintió cosquillas y sacudió el cuerpo, el peso desapareció.

Un par de ojos mucosos lo miraban por encima de una planta, usaba sus patas traseras para
quitarse la tierra que le cubría el cuerpo, inflaba el vientre un poco y salía un croac croac muy
bajo, conforme más inflaba el vientre más fuerte era el sonido, CROAC CROAC, hacía.
Pronto, dio un salto más y se sumergió en el espesor de las plantas que cuidaba Sofía. Quique
se sentó y miró, en la misma posición que esta mañana, cuando la habían descubierto panza
arriba en el estanque, el hocico estaba seco y sus orejas habían bajado a una posición más
serena, menos alerta. Ni modo, pensó.

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El viajero, el Monje y el Perro
Noé Leonardo Martínez Cruz
México
24 Años

En una noche lluviosa a las afueras de un pequeño pueblo, un amable monje brindaba su
pequeña cabaña como posada a un joven viajero, quien se mostraba muy alegre, pues el
monje quién también era algo joven había cubierto su mesa con papas, arroz y un par de
apetitosos filetes. En unos minutos la mesa estaba casi vacía. El viajero estaba lleno, pero
aún tenía un gran filete sobre su plato.

—Bueno, supongo que sería pecado no comerlo todo.

Pero antes de que el cuchillo del chico llegará al filete, El monje lo interrumpió levantando
el plato de la mesa.

—Pecado es la gula, amigo mío. —dijo el monje sonriendo antes de darle la espalda y poner
el plato en una esquina cerca de la pared y no tan cerca de la chimenea, y tan pronto como la
porcelana del plato hizo contacto con la madera del suelo, un tan grande como entusiasmado
perro acudió como si le hubiesen llamado gritando por su nombre.

—¿Un perro? ¿Le vas a dar un filete entero a un perro?

—Así es. —afirmó el monje con voz tranquila y una sonrisa.

—Pero ¿tú ya comiste? —respondió el viajero sin recordar haber visto comer al monje.

—Comí un plato de lentejas esta tarde.

—¿Cómo puedes comparar una sopa de lentejas con un Filete?

—Bueno, tampoco puedes comparar tú a un amigo fiel que salvó mi vida con un animal
cualquiera. —dijo el monje sin dejar de sonreír, con la calma y serenidad de la noche, pero
sus palabras causaron la reacción contraria a una sonrisa calmada como la noche en su oyente.

—¡¿Qué?! ¿Acaso él... te salvó de los lobos?

—No... Me salvó de algo mucho peor.

La sonrisa del monje se desvaneció, y tomó su lugar una cara pensativa, sus cejas se acercaron
como si quisieran abrazarse y unos ojos parecían no ver a la nada, esa mirada que llega

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cuando se está mirando hacia el pasado. El niño lo observó con mucha curiosidad, y el monje
entendió:

—Hace unos años "en mi juventud" podría decir, estaba pasando por momentos difíciles...

—Días malos... —Interrumpió tratando de comprender el pequeño viajero.

—Más que días malos, mi corazón había sentido una calidez que pensé solo existía en sueños
y un buen día… bueno, un día… esa calidez se apagó...

Hizo una pequeña pausa, pero esta vez en lugar de interrumpir el niño sólo se limitó a mirarlo.
El monje continúo:

—Yo intenté tomarlo de la mejor manera, intenté sentirme bien trabajando, pero al final del
día no tenía muchos con quiénes charlar, eso hubiera ayudado un poco... así que después de
un día tras otro de todo eso, tomé la salida de los cobardes.

El monje miraba hacia arriba con ojos reflexivos, como si tratara de ver el cielo pero era
detenido por un techo con tablas de madera en las cuales, para ahorrar espacio, había colgadas
de viejas pero resistentes cuerdas, grandes cacerolas, diversos utensilios y un pedazo de
cuerda con un particular nudo…

—“La salida de los cobardes” no querrás decir...

—Justo eso es lo que quiero decir, sé que es considerado pecado, pero mi corazón estaba
devastado y mi visión nublada, sólo quería dejar de sufrir… ahora que lo pienso, ¿no fue la
mejor opción, verdad? ¡Jajajajaja!

—Creo... que sería la peor opción. —dijo el niño, tratando de sonreír para hacer juego con la
carcajada del monje.

—Sí… Definitivamente la peor opción—respondió el monje tratando de mostrar seriedad,


una seriedad falsa que se obtiene cuando juegas a las cartas y tienes una jugada maravillosa,
pero no quieres que los demás vean tu alegría, definitivamente estaba de mejor ánimo. Tomó
una pequeña pausa y continuó:

—Yo estaba... preparando las cosas, estaba pensando sólo en mí, bueno, también un poco en
ella… ya había tomado la decisión, con una voluntad muy débil, pero continuaba
moviéndome, estaba a punto de hacerlo, cuando escuché el único ruido posible que podría
detenerme…

—¿Un rayo? ¿Una explosión? ¿¡Un disparo!?

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El monje rió al escuchar las imaginativas opciones del viajero.

—No, lo que me salvó fue un débil alarido de cachorro.

Los ojos del niño se agrandaron y su pupila se enfocó en el monje con interés, como si tratara
de ver a través del lente de un Caleidoscopio.

—Empapado, algo herido y con paso lento, un pequeño cachorro se acercó a mí con una
inocencia y ternura que sólo pueden alcanzar los animales bebés, él no entendía cómo me
sentía, pero fue el único que pudo darme el consuelo adecuado en el momento correcto... y
sólo tuvo que mirarme como si fuera su mejor amigo, o como si fuera la hora de la cena,
realmente no estoy seguro ¡Jajajaja!

El niño estaba asombrado de cómo el semblante del monje bailaba entre la seriedad y la
alegría, pausas serias seguidas de palabras calmadas.

—El pequeño cachorro no tenía la culpa de mi cobardía, pero ahora este gran perro es
culpable de que yo sea alguien feliz. Es mi pequeño héroe.

—Salvó su vida. —dijo el niño sonriendo al comprender un poco al monje.

— ¡Woof! —exclamó el fiel compañero mirándolos y moviendo su cola, como si hubiera


esperado el momento oportuno para entrar en la conversación.

—¿Ahora entiendes por qué trabajo duro para compartir la mejor comida con mi compañero?
—dijo el monje mientras se sentaba con su amigo.

—Es maravilloso—comentó en voz baja el viajero al observarlos

—¡Así es! ¡Es maravilloso!, este perro comerá filetes todos los días hasta que tenga la
oportunidad de salvar su vida y estemos a mano ¡Jajajajaja!

Tanto el Monje como el viajero rieron, pero los 3 estaban felices.

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Imágenes de fondo
Miguel Angel Acquesta

Argentina

72 años

“Solo aquello que se ha ido es lo que nos pertenece”. Jorge Luis Borges

Unos días después de regresar del viaje a Los Ángeles y Las Vegas se propuso organizar las
fotos que había tomado. Desde que el uso del teléfono celular se masificó y sus cámaras
fotográficas se optimizaron, la cantidad de tomas que almacena cada equipo es infinita. Si no
se las selecciona, conservando las mejores y eliminando el resto, se vuelven inmanejables.
Quedan allí sin que nunca se las vuelva a ver, extraviadas en la multitud de imágenes que
aparecen al abrir el espacio reservado para ellas. Al buscar alguna casi nunca se la puede
encontrar. Dejan así de ser un recuerdo agradable, disponible para revivirlo cuando uno
desee, como era común hacerlo con las fotos impresas, para ser parte de una infinidad de
figuras que solo ocupan lugar en la memoria del teléfono.

Se propuso organizar las imágenes seleccionadas en cuatro grupos, dos más pequeños que
mostrarían, el primero las del viaje de ida y el segundo las del regreso. Otros dos grupos
mayoritarios se conformarían con fotos de Los Ángeles y Las Vegas respectivamente. El
trabajo no sería sencillo, había novecientas cincuenta y seis tomas registradas. Sin embargo,
no se desalentó, todo lo contrario, puso manos a la obra para lograr su cometido antes de que
su motivación se esfumara.

Tituló los grupos y trasladó cada imagen al que le correspondía. Luego comenzó a mirarlas,
una por una, para realizar el descarte. Borró las poco claras, las movidas y las repetidas.
Desfilaron así momentos congelados del Aeropuerto de Ezeiza, el avión, el vuelo y del
Aeropuerto de Los Ángeles. En otro grupo se unieron muchas tomas de Santa Bárbara,
Hollywood, los estudios Universal, el condado de Orange y el Downtown. El tercer grupo
mostraba el interior de los distintos hoteles que había recorrido, mientras apostaba con suerte
diversa. El MGM Grand, el Aria Resort & Casino, Planet Hollywood Resort & Casino, París
Las Vegas, The Venetian Resort, Hotel Bellagio, Cesar Palace Las Vegas, Flamingo Hotel y
Casino, The Mirage entre otros. El último grupo contenía recuerdos de la partida en el
Aeropuerto de las Vegas, el de la Ciudad de México y nuevamente de Ezeiza.

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En el tiempo que pasó organizando las fotos revivió la alegría de esas dos semanas
inolvidables. Pudo prestar atención a detalles de los lugares que habían pasado
desapercibidos estando allí, observar cosas que no había visto en el momento, así como
recordar situaciones que lo hicieron feliz. Tras dos revisiones generales logró darle un orden
final al material. Sobrevivieron cuatrocientas noventa y tres fotografías que quedarían como
recuerdo de ese viaje. Estaba contento. Las cargó en la computadora de modo de poder verlas
en tamaño más grande y se preparó para mirarlas por última vez esa tarde. Fueron pasando
una vez más, una a una, delante de sus ojos. En ese recorrido, cuadro a cuadro, algo le llamó
la atención. Varias imágenes reflejaban además de su figura o los paisajes y los interiores
que había querido capturar, la presencia de otras personas que, por casualidad, estaban en el
lugar en ese mismo momento. Esto sucedía especialmente en las imágenes del tercer grupo,
el de la ciudad de Las Vegas, donde siempre hay mucha gente en toda hora y lugar. Ciento
veintidós ilustraciones correspondían a ese tramo del viaje. Las repasó, prestando por primera
vez, especial atención, a esas personas que aparecían a su alrededor y detrás de él en las
reproducciones. Seres anónimos que se meten en las fotografías de otros desconocidos, que
jamás les prestarán atención. En un primer momento creyó vivir una ilusión, pero al ampliar
la imagen de muchas de ellas, la vio con claridad. Sintió escalofríos. En muchas de esas fotos
la pudo ver de manera clara, generalmente detrás de él. Sonriendo como siempre, mezclada
con el resto de las personas que deambulaban por allí. Al ampliar más las fotos su rostro se
distinguía del resto con total nitidez. La misma mirada que los unió para siempre varias
décadas atrás. Los ojos brillantes y juveniles que se cruzaron de un extremo al otro de un
aula atiborrada de gente, muchos de ellos de los servicios de inteligencia, otros futuros
desaparecidos, en la primera clase cuando reabrieron la carrera aquel mayo de 1976. Cada
vez que viajaba a las Vegas pensaba cuanto la hubiera disfrutado ella. En algunas de las fotos
del reciente viaje, estaba presente, riendo, muy feliz. Patricia, su esposa fallecida diez años
atrás sin haber conocido esa ciudad.

IBÍDEM 18 | 14
Reglas de la granja
Karla Barajas
México
39 años

Esa mañana, mi hijo me contó que los cerdos pueden hacer muchas cosas, pero no ver al
cielo. Los vi hacia abajo. Ellos encendían las ramas con las que arderíamos porque teníamos
hambre y nos robamos a un lechoncito. No somos ladrones. Ellos nos hacían trabajar el día
entero y no nos pagaban.

Mientras el humo sube, mi hijo y yo vemos las estrellas. Ellos nunca serán como nosotros,
jamás podrán ver más allá de sus trompas ni tendrán nuestra humanidad, porque los humanos
no esclavizaríamos a otros ni mataríamos.

IBÍDEM 18 | 15
Grito en la noche
Rubén Fernández
Uruguay
70 años

…gritaban, lloraban, gemían, esperando la inminente muerte… De: “Los sonidos de la


angustia”, Wilfred Von Diesel.

Mi nueva vida sin ojos fue un aprendizaje continuo.

Después del accidente en que perdí la vista para siempre, irrecuperable a mis treinta años y
escuchando el piadoso consuelo de mi madre: “Estás vivo Juan Alberto, agradécele a Dios.”
¿A Dios? , pienso. Si existiera no permitiría tantas tragedias que siquiera puedo comparar
con la mía: los niños de Jordania aturdidos y huyendo de las bombas explotándoles sobre las
cabezas; el sonido de las tripas de los millones de otros ,que mueren de hambre y que por las
noches no pueden siquiera dormir al no tener como consuelo el ruido de agua cayendo sobre
sus precarias viviendas que el viento hace crujir, bisbisear y sonar hasta con la mínima y
muda luz; y son miles de días de dolor, ya sin gritos ni aullidos porque todos fueron usados
cada día, cada noche, todo el tiempo.

Una y otra vez me viene a la memoria lo sucedido ese día fatídico. Hacía dos meses que
habíamos pasado a vivir juntos con Laura después de tres años de relación. Parecía que todo
transcurría en esa situación pegajosa que la gente llama realidad. ¿Éramos felices? Siempre
fui muy cauto respecto a esa palabrita que cierra tantas historias, las que suenan en el corazón,
que a veces llora con gritos aterrados o aúlla como un lobo o gatos en celo caminando sobre
los tejados buscando respuestas que nunca llegan ni llegarán a tiempo.

Alquilamos una vieja casa que a cada hora nos contaba de su historia de siglos: las puertas
chirriaban, las goteras reclamaban arreglos urgentes los días de lluvia, los armarios exudaban
olores que sonaban a misterios, la escalera repetía como en un eco nuestros pasos por las
habitaciones y el viento se metía por todas las hendiduras taladradas por los comejenes,
llorando pérdidas.

El tiempo fue pasando, acunado en el tictac del antiguo reloj que funcionaba a pesar de
nuestro abandono y que cada hora nos la hacía saber con estridencias de catedral en la añeja
casona.

IBÍDEM 18 | 16
La noche aciaga, llegué antes de la hora que siempre lo hacía, cada día quedándome dormido
en un sillón y a oscuras. Ella llegó a la hora exacta. Encendió la luz necesaria. Hablaba por
teléfono. Capté palabras, girones de frases como en todo diálogo de este tipo:…” nos vemos
mañana, no, no es el momento, no puedo decidir nada ahora, no me presiones. ¡Basta Omar!
Necesito tiempo… ¡Sí ya lo sé! Hace un año de lo nuestro. También te quiero…”

Cuando me vio parado a su lado, intentó el saludo de cada noche. La aparté en silencio. Me
miró extrañada. Escuchaba su desconcierto mientras la rabia gritaba en mi cabeza. No podía
estar sucediendo esto. La amaba a pesar de mis íntimos conflictos con el querer. “Quién es
Omar”─ inquirí─ y no busques justificaciones absurdas. Quiero toda la verdad, Laura.
¡Ahora!” Me lo contó todo con los mínimos detalles que se agregaron a mi dolor. Acabé la
copa que me había servido y la estrellé contra la pared, los fragmentos del cristal gritaron con
desesperación sobre el piso enmudecido y expectante.

Tomé las llaves del auto y salí aullando hacia la ciudad que me respondió con sus ruidos
nocturnos: los vehículos enloquecidos a esa hora, los semáforos gritando pare, piense,
deténgase, continúe. Todo escuchaba y veía. Grité hasta quedar sin voz, como hacía en mi
juventud cuando la vida me abatía haciéndome sentir miserable. En la radio escuchaba “Los
sonidos del silencio” de Simon y Garfunkel, esa tristeza del tema y el sonido de los
neumáticos sobre la autopista, el clamor de las luces de los barrios por los que pasaba y
donde imaginaba a familias cenando o discutiendo, amándose entre estertores y gemidos que
no detuvieron mi desesperada carrera hasta que no vi, no escuché al camión que se interpuso
entre mi vida y esa otra que recuperé dos meses después en una cama del sanatorio, desde
donde solo escucho el sonido mecánico de los aparatos conectados a mi cuerpo, el gorgoteo
del suero al caer, zumbidos, voces susurrando alivios, pasos por el pasillo, ruidos de puertas
que se abren o cierran, algún grito de dolor, la sangre que llora por mis venas y una oscuridad
tan silenciosa que nunca habría imaginado ,siquiera en mis peores pesadillas.

IBÍDEM 18 | 17
Ataques de pánico
Javier León Mantilla (Jota)
Colombia
31 años

Todos tememos a la Muerte. Su cálido abrazo no es algo que ansiemos la mayoría, salvo
cuando nuestro corazón o nuestra “raison d'être” son desdeñadas cual inmundicia.

Mas, mi horror es irracional, absurdo hasta el paroxismo, desligado de cualquier hilo moral
o mortal.

Basta pensar un respiro para que se apodere de mí el iracundo galopar de un pánico luctuoso.
Olvido respirar, debo forzar a mis pulmones con súplicas y ahogados ruegos para que
continúen con su movimiento reflejo. Entonces mi cerebro, pilar y dador de intelecto y locura,
de razón y de pasión, es engañado como un infante ante el peligro de paterna sanción y grita
con todas las voces recordadas: «Es el fin» «¿Qué palabras quisieras por epitafio decir?
Piensa en ello en esta muerte sin dignidad» Inútilmente le explico que es falso ese beso. Le
doy motivos inventados para hacerle dudar, pero nada importa la verdad o la injuria, cuando
hasta tu más fuerte instinto, ya rendido, sólo quiere ver el barco naufragar.

Tras esto, mi corazón que, decidido a no perecer junto a un pútrido cuerpo, ralentiza su latir
y embiste con todas sus fuerzas, queriendo abandonar al moribundo para no soportarle la
perorata en el mortuorio lecho.

Mis brazos comprenden que he perdido y tiemblan resignados ante el miedo, dejando sin
fuerza unas pálidas manos que olvidaron su función y su consuelo. Allí mis ojos pierden los
estribos y se abren empujados hacia atrás, rellenando de pupila lo que tienen de cuenca,
taponando en tumulto un llanto que se aproxima y que a sus manitas en un vano desenfreno
por salir casi revienta

El paisaje se nubla, los tonos ocres le recubren y la Muerte no llega, mira desde lejos, quizá
extasiada, quizá dolida, quizá alterada al ver una imitación tan baja de sus besos. Y el infierno
se extiende, se dilata el báratro autoimpuesto y durante minutos o noches enteras la vida se
burla de mí, de mi patético padecimiento.

IBÍDEM 18 | 18
Julio Cortázar
José Ignacio Soto
Bolivia
30 años

Usted no me conoce. No quiso. Seguro estaba ocupado. Pero ya no importa. Ahora mi madre
está conmigo. Usted nos separó muy pronto. Seguro que tuvo sus razones. Pero realmente en
todos estos años, no las alcanzo a comprender. Después de todo, convirtió a mi madre en
musa de varias generaciones. Rehusándose de ese modo a entender quién podría llegar a ser.
Sé que nunca se lo preguntó. Los escritores no lo hacen. Piensan que somos sólo aquello que
imaginan. Pero ojalá hubiera podido ser más. Me habría gustado tener una vida. Ser un niño,
un adolescente, un joven. Convertirme en adulto. Hablar otros idiomas. Incluso, al encontrar
el amor, seguro que se me hubiera dado por inventar un idioma. Así como lo hizo mi madre.
¿O fue usted quién se lo inventó y lo puso en su boca? No lo sé. Quisiera que me dijera la
verdad. Estar en este lugar me hace sentir que usted me debe todas las respuestas posibles.
Seguramente nunca se preguntó dónde me mandó al matarme de frio y dolor. Me dio vida en
una ciudad a la que jamás volveré. Espero que lo sepa. Y mis recuerdos son sólo los de la
música. Algo a lo que por supuesto aquí no me puedo dedicar. Tampoco puedo leer ni
conversar con nadie. Todos a mi alrededor hablan un lenguaje extranjero. Usted podría venir
y comprobarlo. Pero seguro está ocupado. Viajando siempre. Luchando por causas justas. Y,
sin embargo, usted me mató. No pensó que podría agilizar la trama de otra manera. No pensó
en nada más que en golpes de efecto. Seguro piensa que incluso tuve suerte. En manos de
otro quizá mi muerte hubiera sido mucho peor. Tras una larga enfermedad. O en la guerra o
en un accidente. No lo sé. Miles de posibilidades. Y, sin embargo, una sola de ellas, la real.
Lo peor es que ninguno de ellos está aquí. Y es que ellos no murieron. Dejaron de verse.
Tuvieron sus vidas, hijos y todo lo que sucede. Pero los dejó ahí. En mitad de sus vidas para
que la historia siguiera con los lectores. Sabía que eso sería lo mejor. A ellos la vida. A mí,
la muerte. ¿Se puede ser más cruel? ¿Qué estaba pensando cuando lo escribió? ¿Eso de no
tener hijos propios pesó tanto en su forma de hacer la vida por escrito? Usted debía entender.
Debía saber. La experiencia no lo es todo, dijo una vez. Se podría haber puesto en el lugar de
mi madre. Explorar su dolor como si fuera el suyo. Pero no lo hizo. Usted tendrá sus razones
de por qué no lo hizo. Pero eso no evita que hoy vea la noche como algo que continúa y
continúa. La larga noche de nuestras vidas. Vea cómo todo parece siempre igual. Sé que
tratará de replicarme y me dirá que nunca es igual. Que hay variaciones. Matices. Pero yo es

IBÍDEM 18 | 19
que ya no puedo confiar en usted. Me dejó tirado. Cree saber mucho de la vida. Cree entender
todo de la metafísica. De la patafísica. Del destino y las coincidencias. Y, sin embargo, mire
cómo está todo. Alrededor nuestro no hay nada. Nadie más nos escribe. Nadie continúa
nuestra historia. Se olvidaron de nosotros. A los muertos no se los lleva el viento. A los
muertos de la ficción de los traga la página. Se los olvida en el capítulo siguiente. Usted debió
saberlo. Nunca pensó en darme otra oportunidad. No me dio lo que a los demás. Aquí eso es
lo que más nos pesa, sabe. Que los que nos dieron vida por escrito tuvieron tantas cosas en
la mente que se olvidaron de nosotros. Nunca les robamos el sueño. Querían vida y
experiencias, pero sólo para aquellos personajes que creían importantes. Yo era poquita cosa
para usted. Una silueta. Una nota musical suspendida en el tiempo. Una hoja en el desagüe
de la calle. Pero no estoy aquí para reclamarle. No quiero quitarle ni tiempo ni espacio. Ya
sé que anda en otras cosas. Me gustaría solamente hacerle saber que a pesar de todo, sigo
aquí. Esperando. Tratando de que alguien me vea y que, de tarde en tarde, no sé quién, vuelva
a abrir el libro y se encuentre conmigo. Sería lindo eso. Vivir por unos capítulos. Respirar.
Llorar. Ver a mamá. Sentirla. Abrazarnos y dormir. Eso espero. Es lo único que pido. Que
abran ese libro. Que se acerquen. Capaz así pueda tocar otras caras y sentir otros perfumes.
Olvidar que aquí todo es igual. Vaya. Dígales que vengan. Que me dejen verla. Que me dejen
reír con sus locuras. ¿Lo hará? Diga que sí. ¿Qué más tiene que hacer?

IBÍDEM 18 | 20
La diablera
Víctor M. Campos
México
44 años

Apenas puse un pie en la calle y casi me atropella la mujer con su carriola. Al verla maniobrar
me recordó a los diableros de la Central de Abastos. Me esquivó, llegó a la esquina y adiós.
Trataba de explicarme la prisa de aquella mujer de rasgos fugaces cuando la turba se me vino
encima. El sabor metálico escurría de mi labio inferior. Abrí los ojos y vi la turba desaparecer
en la esquina. Me puse de pie y decidí alcanzarlos. Corrí hasta que el dolor de caballo me
apuñaló. Me llevé las manos al costado y seguí, jadeando, hasta que logré acercármeles. La
mujer de la carriola nos sacaba buena ventaja. De pronto se detuvo, miró hacia atrás y sacó
el bulto envuelto en esas cobijas blancas. Agárrenla. Agárrenla, gritó la turba. La gente se
asomaba a las ventanas o miraba desde el balcón. Un rechinido de llanta y ella se detuvo en
seco. Por un momento sentí que las que salían a asomarse eran mis tripas. El bulto escapó de
sus brazos y fue a dar al suelo. El autobús no lo pudo evitar: las llantas le pasaron por encima.
Me estremecí. Corrí pensando que algo se podía hacer o tal vez sólo por morbo corrí. No
quería privarme de la pequeña dosis de horror de cada día. Ella se desmayó. Al fin logré
alcanzarlos. Ahora fue el chofer quien salió huyendo. Debajo de las llantas no encontré nada:
ni tripas, sangre, huesos; ninguna vida. En su lugar, separada del cuerpo, a media calle la
cabeza del Niño-Dios nos miraba.

IBÍDEM 18 | 21
Tiempo
Michael Alberto Jiménez Melchor
Perú
40 años

—Disculpe joven— Jair voltea, una mujer mayor de unos sesentaytantos años, de rostro
arrugado y cabellos canos lo mira.

—Sí señora, dígame— se detiene.

— ¿Puedo robarte unos minutitos?

— Claro señora, ¿qué se le ofrece?

—Robarte unos minutos. ¿Cuánto tiempo tienes?

—Unos cinco minutos, nada más, sea breve.

—Ya. Entonces te los robo— Jair siente algo en el pecho, mareos, náuseas y flaquea. —
Gracias hijo, ahora podré vivir un poco más— La anciana mujer se aleja, Jair se siente
contrariado, siente que la vida se le va.

IBÍDEM 18 | 22
El reflejo
Abraham Campos
México

¡Pepe! Salía el grito disperso por los recovecos de los edificios junto a lágrimas acompañadas
del barullo, pero Pepe se mantenía absorto a carnes y tripas, reconocía aquel rostro, con
antelación lo miraba todos los días en el espejo, discurría acariciando las facciones
preguntándose si aquella cabeza entre sus brazos era tan familiar como la suya.

IBÍDEM 18 | 23
Intruso
Luis E. Cervantes
México
33 años

De pronto, a la mitad de la noche, desperté. Abrí los ojos y en medio de la oscuridad del
cuarto miré la luz que se escapaba de una puerta entreabierta. Lejanos ruidos venían desde
dentro, y de súbito ésta se apagó. Observé una sombra que salía sigilosamente y se dirigía a
mi cama. Escuché los pasos, uno por uno, retumbar de manera ahogada en el viejo piso de
madera de mi habitación. Al cabo de unos segundos sentí cómo la cama se hundía con lentitud
por un extremo. Cerré los ojos con fuerza, fingiendo no darme cuenta de nada. Un cuerpo
cálido se acurrucaba a mis espaldas, rozándome de manera casi intencional. Sentía el corazón
latirme con una fuerza y una velocidad alarmantes. A mi edad una experiencia así puede
llegar a ser mortal. Un temblor repentino, sin que pudiera controlarlo, se apoderó de mí. ¨
¿Estás despierto?¨, dijo una voz femenina a mis espaldas. No contesté. El pánico que sentí
en ese momento no me dejó articular palabra alguna. ¨ ¡Ya duérmete Horacio!¨, la voz
arremetió de nuevo. Intenté controlar mi respiración que se había vuelto pesada. ¿Horacio?
¿Quién era Horacio? No comprendía nada de lo que acababa de ocurrir. Sentía un cuerpo
detrás, en mi cama, respirando con toda naturalidad, como si aquello fuera de lo más normal.
Pensé en levantarme de golpe, encender la luz y descubrir a quien fuese que estuviera tendida
ahí. Pero me contuve. Me aterró la idea de que aquello no fuera real; que al encender la luz
no hubiera nadie. Cerré los ojos con fuerza y después de un rato no supe de mí.

Desperté con la habitación iluminada por completo: las cortinas corridas dejaban entrar de
lleno la luz del sol en el cuarto. Me quedé un rato ahí, inmóvil y acostado aún. Palpé con
disimulo las sábanas y al voltear no había nadie. Estaba sólo en la inmensidad de la cama.
Me levanté confundido, recordando lo que había ocurrido durante la noche, repitiendo en mi
cabeza la escena por completo. No encontré explicación alguna. La puerta de mi habitación
estaba abierta y oí voces del otro lado, en la sala. Me acerqué, cuidando de que mis pasos no
hicieran ruido, y llegué hasta el marco. Escuché con atención lo que decían sin comprender
nada de lo que ahí ocurría. ¨ ¿Cómo sigue papá?¨, preguntaba una voz juvenil. ¨Anoche tuvo
otro episodio, lo miré confundido, pero lo dejé dormir¨, decía una voz femenina. ¡La misma
que por la noche había escuchado! ¨Ustedes como familia deben de comprender que el estado
de Horacio se irá deteriorando de manera gradual. Habrá que estar muy unidos y apoyarlo en
el proceso¨, dijo una voz masculina, como en tono muy solemne. Me asomé lentamente y

IBÍDEM 18 | 24
miré a una mujer mayor, de pelo largo y canoso abrazarse a un joven fornido. Se fundían en
un llanto sin consuelo, desgarrador, sollozando penosamente. ¨Gracias, doctor¨, dijo la mujer
con voz entrecortada mientras el hombre salía cabizbajo de la casa. ¨Horacio no durará mucho
tiempo lúcido. Me llaman si ocupan algo¨. ¿Horacio? ¡Ese nombre de nuevo! Me di media
vuelta y regresé a mi habitación. Me vestí con torpeza, como distraído, ensimismado en los
sucesos de anoche y los que acababa de escuchar. ¡Qué cosas! De cualquier forma pobre
Horacio, no quisiera estar en sus zapatos.

IBÍDEM 18 | 25
El llamado al Bien-estar
JANU
Colombia
24 años

Bogotá, capital que ha sido expuesta como la Atenas de Latinoamérica; la ciudad 2.600 metros más
cercana a las estrellas; la nevera llena de oportunidades. Ella, esconde en estos anuncios una latente
inequidad sistémica, la cual arremete de manera fugaz la emocionalidad de sus habitantes,
dejándonos detalles de ¿bienestar y conformidad?

Salí de la casa apurado

…tengo un compromiso al otro lado de la capital

…mientras reviso el celular- maña antes de partir- noto que me quedan 50 minutos para llegar
con tiempo… el del clima mencionó una posibilidad de lluvias; pero en esta ciudad esa
certeza es ambigua.

-el bus siempre se demora más con estos climas-

Entre los pasos precipitados y el constante suspiro, observo, que compito con un cúmulo de
nubes grises; ambos llegaremos a la montaña, ambos esperamos descansar en ella.

Inhalo

Estoy a un cruce de calle de resguardarme en el paradero. A esa distancia miro a un señor


sentado en un bolardo

-es más cómodo esperar en la banca del paradero-

Lleva una maleta grande -gastada- color verde, una gorra de color amarillo; y una bolsa azul
llena de bolsas negras.

Me mantengo de píe unos metros atrás de él, el nubarrón abraza la montaña y mientras los
vientos guían las tenues gotas; percibo al señor levantarse y sentarse de forma frenética -un
movimiento ya naturalizado- exhala al levantarse y suspira al sentarse. Ambos gestos parten

IBÍDEM 18 | 26
de diferentes emocionalidades, uno guiado por la expectativa y otro presa de la
desesperación.

Suspiro

Después de unos 10 minutos 4 buses y aproximadamente 8 repeticiones- manotea- pelea con


el aire y vuelve a su asiento, cuenta las bolsas que quedan, mira al horizonte con expectativa
y de vuelta al cielo tormentoso.

Mi bus no se veía al horizonte, pasaron alrededor de 20 minutos, sigo el mismo recorrido que
él y de repente -impresionado-veo cómo se aclara el panorama; la lluvia parece que cede y
me invade una sensación de alivio.

Sorprendido

Diviso la silueta de una sonrisa, notó la excitación del hombre -apresurado- corre detrás de
un bus, el chofer le abre la puerta y él empieza su monólogo. Seguido, en medio de los autos
veo cómo se aproxima el mío.

IBÍDEM 18 | 27
Viaje Multicolor
Yesid Alberto Rodríguez Ferrer
Colombia
20 años

Siguiendo el andar de los vientos, continuando un caminar indefinido, alterando e invadiendo


todo aquel espacio que ocupa la materia en lugares determinados, caminaba distraído
mirando hacia el horizonte, la atención estuvo en todo momento enfocada en el cielo azul, y
aunque existía ese espacio al cual la atención no siempre es del cien por ciento, detallar cada
una de las cosas que pasa en nuestra realidad nunca estuvo de más.

Paso a paso adelantando la proximidad hacia el destino imprevisto, y en un estado muy


pensativo en el que se encontraba este maravilloso ser, en un andar poco lento llegó hasta la
bahía de clara santa, un lugar rico en playas y lugares turísticos para todo aquel amante de la
naturaleza y perseguidor de los momentos al aire libre.

Su llegada fue un poco trágica, ya que antes de poder llegar a este lugar, en una calle llena
de tráfico vehicular, transporte que se utiliza para llevar diferentes mundos de un espacio a
otro, a diminutos centímetros de distancia se pudo haber presenciado un accidente, la
distracción elevada de este chico condujo la reacción de ignorar el mundo y perder de vista
su realidad. Uno de estos mundos que se transportaba incluía en él, cargamento puro de
preocupaciones, esto fue un terrible causante de la pérdida de su enfoque al momento de
conducir, millones de personas existentes en este planeta, cientos de países, miles de
ciudades, muchísimos kilómetros, infinidades de lugares abiertos, y estos dos coincidieron
en un mismo espacio. Se vieron las caras entendieron el incidente, y con un gesto decidieron
continuar su rumbo hacia sus respectivas tierras del olvido.

Poder llegar a esta playa, sentir el soplo de un Dios que todo, en todo momento, todo lo ve.
Respirar aire puro, fuera del gran contaminante y destructor de nuestro protector “Capa de
ozono” llamado sustancias refrigerantes de cloro y bromo, comenzó a ser un espectáculo
inigualable su rostro se inundó de una alegría indescriptible amando cada segundo que allí
estuvo.

Respiró profundo y al momento de botar todo el aire dijo:

- Único-

IBÍDEM 18 | 28
Mientras él contemplaba ese lugar en algún sitio cercano otro insistente y trabajador corazón
latía rápidamente, colocaba en marcha a esta joven que poco se acercaba más y más a este
chico. Llena de curiosidad y rebosante inclinación a indagar sobre su interés en quedar con
la mirada fija en esta playa tan amplia, dijo la chica:

- ¿Qué ves? - Preguntó.

- No veo, ¡Siento! - Respondió el chico.

- ¿Cómo? - Volvió a preguntar la chica, mirándolo incrédula.

- Si mi mirada se enfocara en ver u observar un lugar, no le daría paso a disfrutar mi estancia


de estar aquí, si no que dejaría fluir las preocupaciones, y llegaría aquí a buscar solución, lo
que hacen todas las personas al estar aquí – Respondió con su mirada aún fija.

La chica lo miró, y siguió su mirada cuidadosamente hacia el punto en donde este chico hacía
de clara santa un lugar indiscutiblemente maravilloso que con el solo estar presente era razón
suficiente para recibir todo tipo de sentimientos que invaden al encontrarse allí.

- ¡Wao! – Dijo la chica sorprendida.

Algo raro sucedió, uno de los latidos del corazón comenzó a aumentar la frecuencia cardíaca,
catastróficamente al instante sus latidos se convirtieron en paulatinos, detenidos, suaves,
calmados, y pasivos, siendo esta reacción causante potencial de transmitir la información al
cerebro para luego actuar así. Esta chica tomó una posición de impresionada frente al
espectáculo que en frente de ella tenía y que por más de media década concebía estar en la
inopia de esto.

- ¡Como es que nunca me di cuenta? – Preguntó impactada.

- Simplemente decidiste no detenerte a sentirlo – Respondió el chico.

Frente a ellos un arco iris el cual, la parte en donde inicia, se percibía muy cerca,
aproximadamente palpable. Los colores eran muy vivos, su dirección apuntaba fuera de este
planeta en vistas al espacio infinito. La particularidad de este fenómeno se deriva a que,
gracias a sus gotas suspendidas en el aire, éstas llegaron con el clima a congelarse haciendo
que cuando la luz penetre esta gota al momento de dividirla en los diferentes colores su
intensidad aumenta y sus colores sean más vivos, para luego pasar a la parte más interesante.
Interesantemente clara santa era la primera playa en la existencia con un arco iris en el cual
podrías caminar.

- ¿Por qué solo nosotros lo vemos así? – Preguntó la chica.

IBÍDEM 18 | 29
- Porque solo tú y yo decidimos sentir que así es – Respondió el chico con cara de
tranquilidad.

Con la mirada fija, sin mirar a ningún lado este párvulo joven, haciendo contacto lento con
la arena del mar avanzaba sigilosamente y con la esperanza puesta en cumplir su sueño, tocó
cuidadosamente el inicio de esta nueva experiencia que le esperaba, montarse a este arcoíris
que lo transportaría a una nueva galaxia en donde opuesta a esta, todas las condiciones de
vida no eran adversos, si no favorable en todo momento.

Dio un giro de ciento ochenta grados mientras avanzaba, vio a la chica y le dijo:

- Recuerda no veas ¡Siente! -

Y mientras se iba alejando, la chica perdía la posibilidad de poder ver el arcoíris.

IBÍDEM 18 | 30
La roca
Quentin Stoumont
Bélgica
28 años

¿Cuántos días llevamos sin dormir, jefe? ¿Tres? ¿Cuatro? Y eso que tenemos las pastillas,
porque si no… ¿Y todo eso, para qué? Defender tres casas de pescadores en una piedra donde
ni siquiera crece la mala hierba. ¿Patrimonio histórico y cultural de la nación? ¿Y el
patrimonio de mi sueño, qué? Ojalá se cansen ellos antes que nosotros. Aunque bien sabemos
que eso no ocurrirá. ¿Se creen de verdad que vamos a poder defender una islucha, por muy
pequeña que sea, y más cuando los otros no dejan pasar ni un barco?

Si fuera sólo por la espera, aguantaría. Pero está que me muero de calor en el día y de frío
por la noche… Y esa marea… A la luz del sol, mantienes la posición, y luego retrocedes
cuando toca la pleamar; pero ya anochecido, te despistas un segundo y te empapa hasta los
antebrazos, cuando tienes suerte.

Hace siete días que estamos aquí. Creo. Dos sin comer, y de eso estoy seguro. Hasta me dan
ganas de que nos ataquen ya para acabar con eso. Luchamos media hora, nos detienen, y listo,
todos para casa. Sólo pido que no nos maten. Hagan lo que quieran, pero eso, no. Según dicen
unos compañeros, ya se están preparando los de enfrente. A mí me da que el hambre les está
comiendo la vista y los sesos.

El sol en su punto más alto nos estaba asando en la roca negra, y su reflejo hacía brillar el
mar, cuyas olas quebradas en la piedra era lo único que se oía. Ni una maldita nube para
taparlo.

–¡Cambio!

IBÍDEM 18 | 31
Todos trepamos diez metros a la derecha, o a unos cinco si estábamos frente a la costa. Decían
que era para no acostumbrarnos y no bajar la guardia. Puede que sea verdad. Yo, lo que veía,
era que así, el novio del jefe aprovechaba más la sombra débil que proyectaban las tres casas.

A la puesta del sol, disparos nos llegaron desde el lado opuesto a la costa. En orden, uno
detrás del otro, nos acercamos, agachados, atravesando los cincuenta o sesenta metros que
nos separaban de ahí. Al desplegarnos, vi, al igual que lo debimos de ver todos, el jefe, rostro
enfurecido, sacudiendo a unos de los novatos. Nos hizo señas de volver a nuestro puesto. Una
hora después, nos enteramos de uno en uno de que ese tonto, por los nervios o la impotencia,
quién sabe, se puso a descargar al mar, al vació. A decir verdad, estoy por hacer lo mismo.

Ya lo daría todo por un vaso de agua. Y ese mar, que se extiende como el cielo, donde a lo
lejos vemos cruceros. ¿Nos dejarán morir aquí? Por lo menos, el jefe ya nos permite
descansar algo.

En otro cuadro, con menos distancia, nos hubiéramos matado los unos a los otros. Pero eso
no pasó. Les ruego que lo entiendan. Así no pasó.

Oiga, jefe. Usted y nosotros no tenemos la culpa. Se durmió, se empapó y se murió. ¿Si nos
piden el cuerpo? Lo devolvimos al mar, ¿entiende? Al mar lo devolvimos y en el mar está.
Así que hágame el favor, y cómase un trozo.

IBÍDEM 18 | 32
Comida del futuro
Gabriela Martínez Recinos
México
15 años

Desperté un día como cualquier otro, el sol reverberaba, las casas con estilo moderno, las
calles pavimentadas Sin rastro de agujeros o baches, en este moderno lugar los alimentos son
más resistentes a las plagas, sus precios han disminuido y son más grandes que antes.

Algunas enfermedades han cambiado, se han vuelto mortales Para el ser humano, el Cáncer
por ejemplo, ¿Los alimentos han contribuido a estas enfermedades?, ¿No están totalmente
seguros los científicos?, ¿o quizá como antes hay muchos intereses en juego?, Tenía muchas
preguntas pero una en especial no paraba de dar vueltas en mi cabeza ¿Qué pasaría si, en
verdad fueran dañinos aquellos alimentos?, después de un rato recordé que un artículo
científico mencionaba que los cambios a los alimentos podrían llegar a hacer daño a la Salud,
no están seguros de que tan dañinos son, pero trabajan para dar respuesta a esta pregunta.

Me quedé tan absorta de mis pensamientos que no escuché que mi mamá me llamaba a comer.

Lavo mis manos, y me dirijo hacía la mesa, los pensamientos se apoderan de mí otra vez,
¿Cómo es que llegamos a esto?, ¿En verdad estaremos bien al consumir esta comida
modificada?, Un ruido interrumpió la lluvia dentro de mi cabeza, era mi mamá que
comenzaba a sentirse mal, mi papá se la llevó al hospital, en cambio yo me quedé en casa a
esperar a que regresaran.

Enciendo la tele para pasar el rato, al no ver nada bueno decido poner las noticias, en ellas
están a punto de dar un mensaje importante sobre la comida.

Reportero: - en otras noticias los científicos afirman que los alimentos están...-

Escucho mi alarma, de nuevo estoy en mi habitación y todo vuelve a ser anacrónico, así es
mi presente, ya han pasado los días, sigo teniendo vagos recuerdos de aquel ¿Sueño? O
¿Visión de un futuro cercano?

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A mí me mataron anoche
Alfonso Díaz de la Cruz
México
37 años

A mí me mataron anoche, a eso de las nueve y media, pero yo no me di cuenta sino hasta
pasaditas las tres de la mañana. No me di cuenta antes, porque yo a esas horas ya estaba
dormido y yo, cuando duermo, es muy difícil que me despierte, caigo como roca. Yo creo
que precisamente por eso me mataron a esa hora, para que yo no me diera cuenta.

Pero no les salió como esperaban porque me desperté como a las tres, pues me sentía un poco
indispuesto del estómago. Traía unos retortijones bárbaros, tan fuertes que era imposible
ignorarlos y seguir durmiendo. De manera que me levanté y me fui derechito al baño. Y fue
ahí donde me di cuenta de que me habían matado. Mientras me lavaba las manos, en medio
de la modorra de la desmañanada, me observé, como suelo hacer siempre que me lavo las
manos, en el espejo del baño y pude notar un par de detalles que, al no ser normales en mí,
llamaron toda mi atención.

El primero de ellos fue que, siendo moreno como soy y gozando de una salud de roble, mi
piel mostraba una coloración amarillenta completamente fuera de lo normal, como ese color
que tienen los moribundos cuando están por colgar los tenis.

El segundo detalle que vi, pero no por eso menos importante que el primero, fue que mi
cabeza había sido casi completamente cercenada y colgaba como un apéndice hacia mi
costado izquierdo, dejando expuesta la primera vértebra, ésa que llaman “atlas” que, por
cierto, se encontraba totalmente ensangrentada.

Al ser consciente de esto, tal vez por instinto o un impulso primitivo (aunque muy estúpido)
de preservar la vida palpé con mis dedos medio e índice la muñeca de la mano izquierda,
puesto que la yugular ya era historia, buscando alguna evidencia de pulso y me encontré con
que éste no existía. Mi corazón no latía y la evidencia contundente confirmaba que estaba
muerto.

O dormido, me dijo mi último atisbo de esperanza y supervivencia, sugiriendo que todo fuese
un sueño, por lo que corrí de regreso a mi habitación con el vivo deseo de encontrarme a mí
mismo en la cama, durmiendo. Pero no, en la cama no estaba mi cuerpo, por lo que se
desechaba la hipótesis del mal sueño. Y no sólo no estaba mi cuerpo, sino que, por si

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necesitaba una confirmación más de mi asesinato y mi muerte, las sábanas y el colchón
mismo se encontraban salpicadas e impregnadas a más no poder de sangre que, en algunos
sitios, no había terminado de secarse del todo. Sin lugar a dudas alguien me había matado
por la noche y me había dejado muerto, bien muerto, pero ¿quién? ¿Quién pudo haberlo
hecho? Y, sobre todo, ¿por qué?

Con una calma que pudiera sorprender a más de uno, lejos de entrar en pánico y gritar (ya
estaba muerto, ¿qué sentido tenía ahora perder el control?), me calcé con las pantuflas que
guardaba bajo mi cama y encaminé mis pasos al cuarto de Efigenio, mi sobrino, en cuya casa
me hospedaba desde hacía poco más de cuatro meses para ver si se encontraba bien, pero
sobre todo para preguntarle si no había visto o escuchado algo raro durante la noche, pues le
tenía la novedad de que me habían matado, a mí, su tío favorito.

Sin embargo, nunca llegué a hablar con él: ni siquiera llegué a verlo. Mientras me acercaba
a su habitación, que tenía la luz encendida, escuché que Efigenio hablaba. Y yo, respetuoso
y metiche que soy (o que era cuando estaba vivo) agudicé mi oído para no perder detalle de
la conversación con vaya usted a saber quién.

No debí haberlo hecho. O tal vez sí. Lo que sonaba como un murmullo a la distancia, fue
tomando forma conforme me acercaba a la puerta y al final las palabras se formaron claritas
en mi oído:

─…Y es por eso que yo digo que es mejor quemar el cuerpo en lugar de enterrarlo ─decía
Efigenio mientras la persona a la que se dirigía carraspeaba─. Si enterramos al viejo, con la
cantidad de andariegos y bandidos que hacen sus correrías por aquí, sólo será cuestión de
tiempo para que alguien lo encuentre y entonces sí la que se nos arma. Incluso si corriéramos
con suerte de que no nos echen el muertito encima, pues se vendrían averiguaciones y, entre
que sí y entre que no, no podríamos reclamar la herencia.

Yo no podía dar crédito a lo que escuchaba.

─¡Pinche viejillo! ─continuó mi sobrino ─¡Cuatro meses aguantándolo aquí y nomás que no
le daba por morirse! Lo bueno es que tu sierra sí servía, aunque no fue fácil, tú lo viste. Ese
viejillo tenía el cogote súper tieso, pero al final no…

Después de eso todo me pareció irreal y la voz de Efigenio se convirtió en un murmullo


lejano, como en un sueño. Me encontraba lívido, si se me permite la alegoría de mal gusto.
No dije nada y no escuché nada más. No quise. No pude. Agarrando fuerzas de no sé dónde,
acusé el golpe lo más estoicamente que un muerto puede acusar una traición así, arrastré por

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los pasillos de la casa mi cuerpo que, a la luz de lo que acababa de escuchar, se sentía mucho
más pesado, más denso, y me dirigí de nueva cuenta hacia mi cuarto.

Una vez ahí me senté en la cama y suspiré profundamente para después poner manos a la
obra. Rebusqué en los cajones de la habitación y saqué el sobre que allí había depositado
nada más llegar a casa de Efigenio, allá por abril. Lo vi con una mezcla de decepción y
tristeza. El sobre contenía mi testamento y las instrucciones para localizar al albacea que
custodiaba, a modo de favor personal, los documentos que certificaban la propiedad de mis
tierras y de mi herencia en general. Como ya habrá adivinado el lector, le había legado todo
a mi sobrino, y él lo sabía. Pero ahora, naturalmente, no podía hacerlo. No podía permitir que
se quedara con mis tierras y mis riquezas.

Suspiré de nuevo y me escabullí por la ventana con el sobre en la mano. Me marché sin volver
la vista atrás. ¡Menuda sería la sorpresa que se llevarían Efigenio y su acompañante al no
encontrar mi cadáver! Y seguramente eso les avivaría el miedo de ser descubiertos.

Aunque yo creo que eso, lo del miedo, de venir, les vendrá un poco después. En estos
momentos deben de estar histéricos buscando mi testamento o culpándose suspicazmente el
uno al otro sobre su desaparición y mi paradero. Me hubiese gustado mucho ver eso, seguro
que sería algo divertido. En una de ésas, movidos por la avaricia y la desconfianza, hasta otro
muerto más sale de todo esto.

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Dos almas
Rocío Prieto Valdivia
México

La mudez que rompe el tiempo.

la agonía,

la muerte con risa.

El mar que emerge

ante el hombre que eres.

Ámame cómo un cántico

de guerra.

Ahí donde tú ganas y yo pierdo,

dónde yo te derroto y tú sonríes.

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Recuerdos
Yuleisy Cruz Lezcano
Cuba/Italia
Niña era,

en la noche sentada

sobre los campos

de esqueletos de hojas,

las luciérnagas daban luz

a la luz de la luna

y mi mirada, sin saber,

memorizaba el itinerario de estrellas

en el gótico cielo de junio.

Con ojos altos

como la cima del roble,

inmóvil sobre los tallos delgados,

callaban las horas del cielo

y los grillos de patas largas,

sentados en mis piernas,

trataban de deglutir el sudor

del último sol avanzado.

En la oscuridad no oscurecida.

Hoy me pregunto

qué hacer en la vida,

llena de dudas como antes,

y con alas danzantes,

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transportada por la índole del pájaro,

sigo el vuelo,

contenido en la belleza animal,

cierro los ojos y empiezo a preguntar

si llegan noticias

de las nubes que cantan

la ausencia del suspiro exangüe

y entre los ríos de mi sangre,

la indecisión de los astros

rompen el orden presunto,

delante a tanta eternidad

soy sólo un punto, un hueco oscuro.

Vivo en las horas separadas del ayer,

cegadas a lo futuro.

IBÍDEM 18 | 39
El arte de extrañarte
Janira Nicole Contreras Coronado
Perú
22 años

Te extraño, y no me refiero precisamente a tu presencia

Te extraño, y te extraño un domingo a las 5 de la tarde donde tu voz resuena como eco en mi
corazón, dejando marcado el dolor de tu ausencia y no precisamente física

Te extrañé un viernes a las 11 de la noche cuando mi cabeza me hizo recuerdo que ese día
no sonreí más

Y ten por seguro que te extrañaré un lunes por la mañana cuando mi acomodada memoria
me recuerde que quizás el primer mensaje ya no será tuyo y que la canción de fondo ya no
es… sino que fue…

Y claro, te extrañare un miércoles al mediodía cuando el viento me susurre el dolor del olvido
en un cálido recuerdo

Te extraño sí y no precisamente tu presencia

Extraño el melifluo de tu voz contándome lo pesado de tus días

Extraño tus ojos recordándome lo terca y pesada que suelo llegar a ser

Extraño tus manías y tu maldito ego sobresaliente

Te amo, sí y extrañarte es la parte desgarradora de amarte

Te amo y sí, amarte es sentir lo deshumanizante que puede llegar a ser el amor

Y es que extrañarte es una necesidad, una necesidad de volver a sentirme viva en el limbo de
pertenecerte

Limbo en el cual mi viejo amigo me advirtió y hoy temo su lamento

Podría, juro que podría… vivir en tu caótico cielo sólo para sentir mis alas una vez más

Te extraño y sí es quizás el precio que mi viejo amigo me advirtió, y es que esta vez fue él
quien me ofreció el mismo banco de siempre, a la misma hora, el mismo lugar y la misma
sensación

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Y de consuelo … de consuelo me dio un segundo el cual hoy ya no existe, un segundo en el
cual la vida me permitió sentir el sentimiento más puro y mortal

Hoy… hoy le robo yo un segundo a mi viejo amigo para poder decirte que amarte...

Amarte es un arte, el arte de enajenarme en el intento de sentirte…

Amarte… amarte no duele, pero consume…

Hoy, con la mísera ganancia de mi hazaña puedo decirte que tu jaula me da miedo… y que
las canciones tristes ya perdieron sentido, pero no el miedo

Hoy en un segundo, cual último aliento juro amarte con el precio de extrañar tu maldita
ausencia…

Ausencia la cual… hoy … hoy duele.

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Dilapidando letras
Vladimir Reyna
México

Muerte repentina

collmillos rotos

vértebras, señales.

Batallas sin espadas,

tu voz reviviendo muertos.

Hipótesis fantasmal

enanos azules

últimas moradas.

Anoche por ejemplo

siguió desenvolviéndose la hierba.

Ninguna mujer lloró.

Todas la ciudades del mundo

han bendecido a una calle

con tu nombre.

Todos los suspiros

quedaron atrapados

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aquella tarde

cuando nos dejamos.

IBÍDEM 18 | 43
Agua mezquina
Mónica Maydez
México
35 años

Vomitiva agua mezquina,

marchita los soles que nos alumbran,

animales cadavéricos nos miran.

Albas dudosas entran por la ventana.

Grito tu nombre al vacío,

rebota en el abismo,

crea un agujero en mis oídos.

La vida pasa, no voltea.

Vomitiva agua mezquina,

baila al son de mi tristeza,

canta con el ritmo de mi hambre.

Soles desnudos se cubren amargos.

Lloro tus recuerdos,

lágrimas violáceas consumen mi piel,

recorren el tuétano de mis sueños.

La puerta se detiene, no abre.

Vomitiva agua mezquina,

suspendida en las manecillas,

burlona ante mis mejillas.

Tumbas sombrías susurran mi nombre.

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Nexos y simpatías por John Cheever
Armando Gutiérrez Victoria
México
26 años

Las formas en que la literatura nos hace sentir siempre me han parecido más que curiosas.
Detenerse a analizar la manera en que cada sujeto asume la experiencia de lectura de una
pieza siempre demuestra lo plural y polisémica que es la escritura. Hace muy poco me he
encontrado un comentario singular fechado el 23 de febrero de 2014 en el sitio web de la
revista Nexos. En aquella página se reproduce una traducción firmada por Alejandro García
Peña de uno cuento de John Cheever, “El tren de las cinco cuarenta y ocho”.

¿Pero, qué tiene de particular dicho comentario? Antes de adentrarnos en la cuestión es


fundamental reproducirlo íntegramente:

Me parece un cuento extraordinario lo mantiene a uno en permanente tensión emocional y


cuando llega al clímax estalla uno de alegría de que nada le sucedió al Sr Blake con esa mujer
psicópata. LVG [sic].

Sin lugar a dudas, alguna vez hemos escuchado de algún amigo lector con simpatías
exacerbadas, o con odios exacerbados, por tal o cual personaje. Las personas de papel, como
las reales, se ganan nuestro afecto o nuestro completo desprecio, según el curso de sus
pensamientos y sus acciones. La narrativa decimonónica es, quizá, la que más explotó este
recurso narrativo, aunque no por ello ha dejado de estar presente en la contemporánea. Es
innegable que, en mayor o en menor medida, todos somos propensos a sentir una suerte de
empatía, de identificación, con aquellas personas que pueblan la ficción que más nos agrade.

Este proceso de identificación guía la lectura, la significación que como sujetos


experimentantes del arte tendremos al final del día. El tomar un bando es una operación de
lo más común, sino fundamental en todo acto receptivo de una pieza estética.

Cuando leemos un cuento, una novela y hasta un poema, la primera operación que sentimos
es una de índole sensible, una que atañe a nuestra interioridad emotiva. Este impulso es tan
vital, tan nuestro, que se traduce en una suerte de juego de roles; un ser el otro sin serlo del
todo. Nosotros participamos del juego, vemos y sentimos lo que siente tal o cual sujeto,
esperamos que triunfe, que no caiga en las trampas que sus contrincantes le tienden, que
aprenda de sus errores y nos mantenga de lo más entretenidos. O, por el contrario, esperamos,

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casi ansiamos, que perezca un ser tan despreciable. Necesitamos verlo en la completa agonía
para que así lleguemos a la katarsis tan anhelada.

El cuento de Cheever, sin embargo, no es tan tendencioso como podría parecer a simple vista.
En efecto, al inicio de éste compartimos la opinión de nuestro breve pero conciso
comentarista de Nexos. Seguimos al señor Blake en su persecución por toda la ciudad
después de una jornada laboral. Miramos a la extraña figura femenina como una amenaza,
como un animal letal agazapado que en cualquier momento acabará con nuestro héroe. Es
natural y hasta lógico tomar el bando el señor Blake.

No obstante,
conforme la
historia se
desarrolla en
boca del
narrador,
comprendemos
los hilos ocultos
que entrelazan
las vidas de
ambos seres: la
perseguidora y
Foto: La Tercera el perseguido.
Sabemos que
trabajaban juntos, que ella tiene una vida modesta y un poco excéntrica; que él es un hombre
de negocios un poco egocéntrico, dominante y hasta grosero con sus semejantes. Poco a poco
nuestro señor Blake de oro se tiñe con un aura repulsiva. A tal grado que, cuando nos
enteramos del engaño sufrido por esta joven chica, no nos queda otra opción más que apoyar
la venganza personal de la mujer con la esperanza de que el mundo recobre su habitual
equilibrio.

Cheever nos hace transitar de la empatía y la conmiseración al más infame desprecio por Sr.
Blake.

De tal forma ocurre todo esto que el final cumple perfectamente con los principios katárticos
sobre los que descansa toda buena pieza de arte. No es necesaria la muerte, basta con la

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humillación, con la vejación y con la vergüenza de seguir vivo para que en el interior esa ola
de odio se libere y el espíritu descanse.

Me aventuro, no obstante, demasiado, pues tenemos en nuestro comentario de Nexos una


prueba veraz de lo complejos que son los mecanismos receptivos. Pues, para este hombre, la
simpatía por el Sr. Blake seguía igual —sino es que más alta— que antes. Lo que ocurre se
comprende como modelo de identificación catártica; que, dicho en otras palabras, no es más
que nuestra personal manera de confrontar una experiencia sensible, poderosa, sólo causada
por un producto estético. Ella se compone de la tensión entre nuestro horizonte de
expectativas —todo aquel conocimiento que nos construye como sujetos— con el horizonte
de la pieza en cuestión. Nuestro yo sensible libra una lucha interna por comprender, mediante
el disfrutar, una compleja red de símbolos, situaciones y emociones evocadas. El resultado
se sintetiza en esos lacónicos “me gustó”/“no me gusto”, “yo quería a este personaje” o “yo
odiaba a este otro”.

Visto así, el modelo de identificación catártica se torna un índice crucial para comprender la
formación cultural de los lectores con el paso del tiempo. Nos dice mucho más de ellos
mismos de lo que en realidad creen. Estos resultados quizá arrojen que tal o cual grupo son
más propensos a comprender tal o cual pieza de este modo; pero también demuestran
contundentemente que la interpretación del arte siempre es un proceso dinámico, atravesado
por varios factores que se transforman con el pasar del tiempo.

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