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Spin-Off de Pasión Irreverente (Bilogía Sombras, volumen 1)

Libro 1.5

Kristel Ralston
©Kristel Ralston 2021.
Silencio Roto. Bilogía Sombras 1.5.
Spin-Off de Pasión Irreverente (Bilogía Sombras, libro 1).
Todos los derechos reservados.
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Todos los personajes y circunstancias de esta novela son ficticios, cualquier similitud con la
realidad es una coincidencia.
Contenido

Contenido
DEDICATORIA
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
SOBRE LA AUTORA
DEDICATORIA

Esta historia está dedicada a todas las personas que han sufrido, en algún
momento, o sufren de ansiedad, ataques de pánico, angustia o creen en la
idea de no merecer amor. Ustedes son valientes y pueden vencer cualquier
obstáculo, recuérdenlo cuando crean que es momento de claudicar. Todos
somos merecedores de un amor sincero, el más importante: hacia nosotros
mismos.

Las batallas se desafían con entereza, y siempre hay una luz al final
esperando para abrazarnos. Como humanidad hemos atravesado un período
aciago, pero ahora estamos saliendo de él. Todo irá bien.

No desistan, y si es necesario busquen ayuda profesional para continuar


en el sendero de la vida. Hay momentos hermosos esperándonos, siempre.

Las abrazo, y les agradezco por ser mis lectoras. ¡Mucha fuerza!

Espero que les guste la historia de Oliver y Daisy, pues ha sido un viaje
literario y de exploración psicológica muy profunda para bosquejar
SILENCIO ROTO.

Con cariño sincero, desde mi pequeño país, Ecuador,

Kristel Ralston.
CAPÍTULO 1

Pueblo remoto.
Montañas de Afganistán.
Oriente Medio.

Después de los ataques del 9/11 en Nueva York y en el Pentágono, las


imágenes desplegadas alrededor del mundo impactaron la conciencia
colectiva sobre la necesidad de precautelar mucho más los sistemas de
seguridad aéreos y elevar los estándares migratorios. Sin embargo, la teoría
no servía de nada para Oliver. Cuando tuvo más conciencia de la vida,
siendo un adolescente, decidió que él podía aportar mucho a su patria; que
las hipótesis o acciones de un Gobierno sabían a poco, si los propios
ciudadanos no sentían la necesidad de apropiarse de una causa.
Cuando les dijo a sus padres y a su hermana, Julianne, que iba a
enlistarse, porque quería contribuir en los procesos de erradicación de
terroristas, y con ello ayudar a mantener la paz en territorios golpeados por
los grupos extremistas, se horrorizaron. Su madre, siempre más sensible,
empezó a llorar pidiéndole que no lo hiciera; que no quería pensar que lo
regresaran a su natal Kentucky en un ataúd. Su padre, siempre más
circunspecto, tan solo se le acercó y lo abrazó, diciéndole que, si era el
llamado de su corazón y su conciencia, entonces no podría detenerlo.
Quien lo sorprendió más fue su hermana, a quien le llevaba cuatro años
de diferencia en edad, ella tan solo lo observó por un breve instante, y
después subió corriendo las escaleras de la casa y cerró de un portazo. Con
el paso de las horas, Oliver llamó a la puerta de la habitación de ella.
—Jules… venga, no me pasará nada.
—Es un suicidio, Oliver —le había gritado—, y lo peor es que siempre
serás una vida anónima, dándolo todo por un grupo de gente que vive en
perenne indiferencia y dan todo por sentado. ¡¿Qué voy a hacer si me dicen
que has muerto?! Eres mi único hermano.
—Al menos puedes abrir la puerta… ¿eh, Jules?
—No te vayas, por favor, Oliver —le había dicho con los ojos hinchados
de llanto, en un susurro, al abrir finalmente la puerta—. Por favor…
Él había abierto sus brazos, y Julianne se echó en ellos. Abrazándolo.
—Te prometo que siempre volveré, hermanita.
—¿Es así? —había preguntado en un susurro, hipando.
—Por supuesto, mi intención es ayudar a llevar la paz a los países en que
necesiten de la ayuda de nuestro ejército. Prometo regresar, en especial si tu
idea es irte a vivir a Nueva York, porque así tendré un motivo para partirle
la cara a cualquiera que se atreva a cortejarte. ¿Qué tal con eso?
Julianne, finalmente, se había reído.
—No seas tonto, Oliver, tus medidas de seguridad no funcionan en la
ciudad. Además, Nueva York es solo un sueño; ya veremos si Phoebe y yo
logramos cumplirlo —le había dicho su hermana con una sonrisa juguetona.
—Eres muy cabezota —le había dicho acariciándole el cabello del
mismo color negro que el suyo—, así que de seguro te veré armando
maletas para marcharte.
—Siempre quiero que vuelvas, Oliver —había murmurado en tono
quedo—. No puedes dejarme sola… Eres mi único hermano.
—Regresaré siempre, Jules —había asentido, solemne.
Eso había ocurrido años atrás, mucho antes de su primera misión y de la
que, afortunadamente, regresó ileso. Al menos en su físico. Los estragos
psicológicos no habían sido tan benévolos. Las pesadillas, la ansiedad, el
perenne estado de alerta eran síntomas que solo los podría entender otro
militar en servicio activo o pasivo.
Sin embargo, ahora, en su segunda incursión en territorio hostil no
estaba tan convencido de que pudiera regresar de una pieza. Odiaba romper
las promesas que le hacía a Jules, y detestaba todavía más que sus padres no
pudieran conocer el verdadero punto geográfico en el que se hallaba
desplegado. Todo el secretismo era por seguridad nacional, y la de sus
tropas.
Con veintiocho años de edad, nueve de ellos en el ejército, Oliver se
había ganado el respeto de sus pares. Ahora era general de brigada, y tenía a
cargo más de treinta militares que confiaban ciegamente en sus decisiones.
Aquel no era un peso que tomaba a la ligera, y cada posible obstáculo lo
sopesaba con mucha mesura. Un paso en falso y todo se iría al garete.
—Creo que Pulark calculó metros de más en el camino y la ruta que
eligió a último momento, para llegar al edificio en el que tienen a los
rehenes, es muy diferente a la acordada inicialmente, general —dijo
Hervías, un israelí que trabajaba como coordinador de tecnología y
medición, especializado en áreas montañosas de Oriente Medio, para el
gobierno norteamericano. Se limpió el sudor de la frente con un pañuelo. Le
extendió el aparato digital en el que se veían los puntos objetivos,
obstáculos, distancias, y sitios conflictivos—. Necesitamos desviarnos.
Oliver soltó una maldición por lo bajo. Se encontraban agazapados,
protegidos apenas por unas ruinas, y el aparente silencio que gritaba
´peligro´.
El camino avanzado hasta ahora incluyó utilizar tanques militares por
vías alternas para situarlos en puntos que sirvieran de defensa en caso
extremo, y también para salvaguardar las espaldas de los treinta militares
involucrados. El equipo de a pie iba camuflado en vehículos de civiles a
quienes les pagaron para trasladarlos.
Los hombres a cargo de Oliver estaban en posiciones estratégicas. Para
esta misión habían sido inicialmente desplegados en la ciudad de Jalalabad,
al sureste de Kabul, para desde ahí moverse y frenar, en conjunto con
miembros de alta inteligencia del gobierno local, la llegada de extremistas a
la capital afgana. Después de las primeras cinco semanas, una división de
militares había logrado detener a talibanes que entraron en Ghazni, que era
una ruta clave al sur de Kabul.
Ahora, casi seis meses después de llegar a Afganistán, Oliver necesitaba
maniobrar con sigilo para tener éxito en la misión final asignada, antes de
que les permitiesen volver a casa y ser relevados. Llevaba semanas sin
hablar con su familia, y lo último que había sabido era que Julianne no
estaba feliz en Construcciones Porter. Él esperaba que su hermana
encontrase un nuevo rumbo.
Sabía que Nueva York era una ciudad competitiva, pero Jules era muy
lista y podría hallar la manera de abrirse camino en una empresa más
grande. El mayor sacrificio que había hecho por su país era estar alejado de
sus seres queridos, pero cuando cumplía con éxito cada tarea, la sensación
de contribuir a través de su servicio a la libertad y paz de otros, aliviaba un
poco ese vacío en su pecho.
—Okey —replicó Oliver—, no hables con Pulark. Lo ajustaré.
—Entendido, general —dijo llevándose una mano a la frente.
Se habían detenido en una zona aparentemente desierta para calibrar los
siguientes pasos, pues los más mínimos retrasos eran bombas de tiempo.
Los francotiradores del ejército eran impecables, pero las fuerzas
insurgentes no carecían tampoco de talento. Cualquier pequeño despiste
podía costar decenas de vidas.
En las próximas horas tenían que rescatar a tres periodistas
norteamericanos que habían sido capturados. Junto a ellos estaban retenidos
también varios desertores, además de mujeres. Oliver sabía que ninguna de
ellas habría podido escapar de torturas y violaciones a manos de los
extremistas; la información sobre las atrocidades que se cometían en el país,
atentando contra los derechos humanos bárbaramente, no era una novedad.
Necesitaban rescatar a todos los rehenes antes de que fuera demasiado
tarde. En el ejército eran las acciones y sus resultados los que daban cuenta
de una estrategia consolidada o fracasada.
—¡Peruso, Monroe, Addis, Quest, Robbins, y Galot! Cambio —llamó al
equipo, que iba delante de todos, a través del micrófono del sistema,
impenetrable para posibles hackers, de comunicación que mantenían. En
otras circunstancias podrían usarse nombres claves o uno solo, pero en esta
misión en específico no lo hicieron—. Modificamos ruta. Reasignación de
puestos. Cambio.
—Copiado, general —replicó Galot—. Reasignación en curso. Cambio.
—Copiado, Galot —dijo Oliver. Luego se contactó con el otro grupo de
la cruzada, encabezado por Pulark—: Pulark, Harlow, Neuman, Trous,
Johns y Warwick. Repórtense. Cambio —llamó. Esperó varios segundos a
que el grupo encabezado por Michael Pulark replicase, pero no hubo
respuesta. Insistió—: Pulark, Harlow, Neuman, Trous, Johns y Warwick.
Cambio.
En esta incursión, Oliver había dividido los treinta hombres en pequeños
grupos estratégicos, cada uno de seis militares con tareas claras asignadas, y
los expertos en logística de guerra iban con Pulark, pues este era ducho en
el asunto. En una situación como en la que se encontraban todos, la
confianza era crucial.
A Oliver le jodía saber que Pulark era una espina en su costado. No sabía
si su proceder despreocupado era porque de verdad era un jodido hijo de
puta sin un ápice de conciencia o si, a propósito, le faltaba sentido común
de nacimiento. Si no le habían dado la baja, después de incontables errores,
era porque su familia pertenecía a una dinastía de militares con influencia
en altas esferas políticas y del servicio secreto norteamericano. Si hubiera
sido alguien como Oliver, ascendido a base de méritos, lo más probable es
que lo hubiesen echado sin pena ni gloria.
Michael Pulark había estado en las filas desde hacía casi el mismo
tiempo que Oliver, pues ambos eran nativos de Louisville, Kentucky. No se
llevaban bien, y eso era decir poco. La rivalidad inicial tuvo lugar una
noche de copas cuando Michael quiso propasarse con la que era entonces el
interés romántico de Oliver; este último le dio una paliza. Desde entonces,
Michael no lo soportaba, y cuando se enteró que había sido ascendido,
menos.
En más de dos ocasiones se habían enfrentado verbalmente por
discrepancias de liderazgo. Al ser Oliver mayor en rango, lo amonestó sin
piedad con tareas que estaban por debajo del rango de Michael, a propósito.
—Mierda —farfulló Oliver. Miró a su segundo al mando, Kant, y le dijo
—: Algo no está bien. La ruta por la que nos está guiando Pulark es
innecesariamente riesgosa. Lo he llamado y no responde a la radio interna.
Lo intenté con la frecuencia externa y la clave de emergencia. Necesitamos
rescatar esos rehenes, pero si este imbécil la ha cagado, lo más probable es
que esté muerto junto con los demás. El único que está en capacidad de
relevarlo es Hervías, y menos mal está con nosotros.
Bruce Kant era un californiano muy calmado.
—Tendremos éxito —replicó. Estudió el mapa digital que Hervías
acababa de recalibrar. Al instante una explosión se registró en los
alrededores—. El punto en el que debería aparecer Pulark y el resto,
aparece intermitente —murmuró, mirando el horizonte. No era necesario
que dijera nada más… —. Quedan treinta minutos.
Oliver apretó la mandíbula siguiendo la mirada de Kant. Una mezcla de
rabia y desazón lo invadió. Con seis hombres menos, la misión podía
fracasar. El grupo de talibanes tenía, al menos, cincuenta integrantes, pero
siempre podían llegar más.
Con sigilo dio instrucciones para reestructurar el plan. Cada segundo
contaba. Cuando todo estuvo restablecido, a pesar de la congoja por la
muerte de los seis integrantes del grupo de Pulark, continuaron su camino.
El sospechoso estado de calma tan solo consiguió que Oliver se pusiera más
alerta.
Caminó dirigiendo su brigada, mientras las demás avanzaban desde otras
localizaciones para entrar en conjunto al centro de la plaza principal en la
que se hallaba el edificio resguardado por talibanes, y se detuvo a pocos
pasos del punto final. Kant le hizo un asentimiento ante la silenciosa
pregunta de si era seguro seguir.
Oliver corrió con rapidez, seguido de sus hombres, cuando vio a Pulark
rodeado de talibanes, ensangrentado, en la esquina del edificio.
—¿Qué mierda…? —susurró para sí mismo. Creía que Michael estaba
muerto.
—General, ¿cómo procedemos? —murmuró Oshet, el jefe de la brigada
especializada en armamento y bombas, a través del canal interno de
comunicación. Ya no era el mismo inicialmente utilizado. La consigna era
cambiar de canal si llegaba a ocurrir alguna situación de riesgo como la
explosión del grupo de Pulark.
—Agarramos a este cobarde tratando de huir —gritó un talibán en
pésimo inglés, aunque no por eso menos comprensible—, y le hemos
extraído una información bastante interesante. ¿Dónde está el cabrón a
cargo de todo esto?
Silencio sepulcral de parte de las tropas norteamericanas. Los talibanes
gritaban, vociferaban, y pateaban a Pulark. Este, sin casco de protección, y
con un cuchillo de cocina que le apretaba la garganta, no se movía; su
mirada estaba en el horizonte, y Oliver se sintió enfermo. Podían ser rivales
en las filas del ejército americano, y tener encontronazos, pero ver a un
miembro del equipo en manos de esos salvajes era lo peor que podía
sucederle a un general.
—Chaston, equipo de francotiradores —murmuró Oliver, dirigiéndose al
jefe de esa brigada—. ¿Tenemos objetivo fijo? Cambio.
—Sí, general —replicó Chaston—. Mis hombres tienen visión clara.
Solo que, al hacerlo con uno, pueden degollar a Pulark o usarlo como
escudo. Cambio.
Oliver no tenía tiempo que perder.
—Copiado. Todas las unidades, ¿frentes cubiertos?
—Sí, general —dijeron todos los jefes de las unidades al mismo tiempo.
—Procedemos con el plan previsto apenas los francotiradores ejecuten.
Tres segundos a partir de ahora…
Una vez que cayeron asesinados los talibanes que sostenían a Pulark,
todo se volvió un mísero infierno de gritos, machetazos, disparos. Las
brigadas de los norteamericanos, al completo, empezaron a trabajar en su
objetivo. Oliver se acercó a Pulark, quien yacía en el suelo; lo agarró de las
axilas para arrastrarlo hacia un punto ciego que le daría unos cuantos
segundos de tregua.
—O…liver —murmuró.
—Qué mierdas haces, Pulark, ¿tienen retenido al resto de tu equipo?
—No… murieron todos…
—Mierda. —Le revisó las heridas. Sabía que no le quedaba mucho
tiempo, sin embargo, agregó—: ¿Crees que puedas aguantar?
—Soy valiente —escupió sangre a un lado—, soy valiente… Diles a mis
padres que lo siento… Mi hermana, Chelsea, sé que tú y ella tuvieron
algo… Por ese vínculo que hubo, por favor, búscala, y dile que siento no
haberla apoyado —carraspeó—. Creía estar en la ruta correcta hoy,
general… Desobedecí… Lo siento, Oliver… —dijo dirigiéndose a su
superior por el nombre de pila. Ya no sentía que tuviera algo más que
perder, porque la vida se le iba—. Eres un buen general…
—¡Resiste, Pulark, resiste! Volveré en un rato o mandaré a alguien por ti.
—General… —murmuró antes de desplomarse en las piernas de Oliver.
—Joder, por la gran puta, joder —replicó desesperado al cuerpo ya
inerte.
Le cerró los párpados, y procuró dejar el cuerpo escondido para regresar
luego por él, aunque no sin antes arrancarle la cadena con la identificación
que llevaban todos los militares. Se la guardó en el bolsillo. Sabía que, si él
o el resto de sus subalternos no lograban sacar a los rehenes, el cuerpo de
Pulark no volvería a Estados Unidos, menos el de sí mismo; pero si
lograban salir con vida, entonces podría entregarle la credencial de su
camarada a la familia de este.
Con sigilo, Oliver entró en el edificio, y siguió el plan establecido para
sacar a los rehenes con vida. El hedor, el deplorable estado del interior del
edificio, y los gritos eran propios de una pesadilla que podrían funcionar en
el género de ciencia ficción en alguna película o serie de televisión, pero
que jamás deberían pertenecer, como ahora, a la realidad. Resultaba
inconcebible el nivel de deshumanización al que podían llegar los grupos
que pretendían someter a base de miedo y dolor.
Su equipo empezó a sacar a los rehenes. Las mujeres, semidesnudas y
atadas con cadenas a las paredes como si fuese una escena de la edad
media, clamaban por ser liberadas. Oliver corrió hacia ellas, y desató las
cadenas. Algunas de ellas estaban muertas, las pocas que todavía vivían a
duras penas podían sostenerse en pie. Los periodistas, con expresión de
resignación y evidentemente atribulados, fueron ayudados a salir,
resguardados, mientras los intercambios de balas continuaban.
Oliver sabía que era cuestión de tiempo antes de que el edificio,
evidentemente en condiciones paupérrimas, empezara a caerse a pedazos.
Los francotiradores estaban haciendo un trabajo estupendo, y en breve
quedarían menos insurgentes por eliminar. El clamor de una voz que
pertenecía a un niño llamó la atención de Oliver. En su informe, aunque no
podían ser precisos debido a las interferencias, jamás se mencionó la
existencia de un menor de edad entre los cautivos.
—General, no podemos quedarnos —dijo Kant. Llevaba con él uno de
los periodistas—. Oshet ha informado que hay granadas y material sensible.
Hay dos talibanes que han escapado. El edificio tiene puntos ciegos, no
podemos arriesgarnos.
—No puedo dejar a ese niño. Avancen y busquen el cuerpo de Pulark —
ordenó. Nadie cuestionaba al general. Kant asintió y continuó su rumbo. El
sitio en el que varios helicópteros irían a recogerlos para sacarlos de ese
pueblo ya estaba delimitado.
Oliver avanzó con sigilo, mirando a uno y otro lado. Iba con Jurgen, uno
de sus hombres de alta confianza, cuidándose las espaldas mutuamente.
Cuando divisó al niño, este estaba en posición fetal. Oliver se acercó con
cautela.
—Hey, ven conmigo, no voy a hacerte daño.
El niño meneó la cabeza profusamente. Oliver miró por sobre el hombro,
y Jurgen le hizo una negación, dándole a entender que sería difícil
convencerlo para confiar. Sin embargo, Oliver era un Clarence, y como tal,
obtuso. Se acercó al niño y le tocó un hombro para que lo mirase; una vez
que lo consiguió, le hizo la señal de que guardara silencio. El niño frunció
el ceño.
—General, algo no encaja… Ese niño…—No pudo terminar la frase,
porque la criatura lanzó un grito tan fuerte que Oliver no necesitó saber que
había sido engañado por un señuelo. Jurgen y él empezaron a correr para
tratar de salir, mientras el grito continuaba a sus espaldas, al igual que otras
voces que no tenían nada que ver con pedidos de auxilio y sí de guerra.
En un punto, Oliver trastabilló, pero logró retomar el ritmo. Iba a poner
un pie fuera del edificio cuando una explosión lo agarró desprevenido. Una
emboscada. Su pierna le dolía como si se la hubieran pisoteado doscientos
hipopótamos.
El nivel de dolor era tan lacerante que le parecía demasiado difícil el
simple ejercicio de abrir los ojos. Sintió que alguien lo agarraba con
firmeza. No quería quejarse de dolor. Él era el jodido general de esos
hombres. No quería darles motivos para quebrarse a sus subalternos. Solo
era un momento ácido, pero todo iría bien.
—General, responda. General.
Oliver parpadeó varias veces. No sabía en dónde estaba o si se habría
movido o qué había sucedido. Se sentía desorientado.
—Soy el doctor Fukuyama —dijo el doctor del ejército.
El médico murmuró algo alrededor, y recibió réplicas que Oliver no
entendió.
—Yo… —dijo Oliver. Solo sentía que se estaba moviendo—. ¿Dónde
estamos…? —preguntó. «La jodida pierna tuvo que haber sufrido un golpe
duro».
—Le hemos puesto morfina. Llegaremos pronto al hospital militar —
dijo Fukuyama, mirando a los tres acompañantes que iban en el helicóptero.
—Los rehenes…—murmuró Oliver, con el corazón agitado. Si iba a
morir en el trayecto, entonces quería hacerlo con la certeza de que la misión
no había sido en vano. Siempre se perdían vidas, y eso le jodía la existencia,
pero las vidas que se salvaban eran las que conseguían que valiera la pena
tanto esfuerzo.
—Los rehenes fueron rescatados, y ahora están con uno de los equipos
para ser puestos a salvo. Soy Jurgen, general, y conmigo está Kant, vamos
en el helicóptero. Sobrevivimos. Saldremos de aquí.
Esas fueron las últimas palabras que escuchó Oliver antes de que todo se
volviese color negro, y él perdiera la conciencia.
CAPÍTULO 2

Daisy llevaba enamorada de Oliver desde que comprendió que los


chicos también podían ser divertidos, en lugar de solo causarle asco con las
usuales guarradas a la hora de jugar en el patio de la escuela. Aunque
ningún aleteo en su pecho se asemejaba a aquel que experimentaba cuando
veía, si tenía suerte, a Oliver Clarence en los alrededores de Louisville.
Daba igual si solo era un breve instante o si conseguía de él una frase
completa cuando coincidían en alguna cafetería del centro. ¿A qué frase se
refería? Fácil: Hola, Daisy. Espero que tu abuela esté bien de salud. Dale
mis saludos.
No sabía si era patético o simplemente desafortunado que, después de ser
amigos porque los límites de las granjas de sus padres colindaban, él
siempre la tratase como una amiga más. Oliver era encantador con un toque
salvaje que parecía mantener dominado a pulso. Las mujeres de la ciudad
solo iban a la Granja Clarence para que fuese él quien les vendiese las
conservas y productos naturales que tenía su familia a disposición, en
especial los fines de semana. Daisy había sido una de ellas, claro que sí,
aunque trató de marcar una diferencia llevándole algunas de las mermeladas
que hacía su abuela, a modo de obsequio, para la familia de él.
—Es muy generoso de parte de tu abuela, Daisy; y gracias a ti por
traerlas —le solía decir con su devastadora sonrisa, antes de volver a
ignorarla por completo.
No sería justo decir que era cretino o indiferente, porque lo cierto era que
Oliver siempre tenía una palabra amable para todos. Solo tenía dos años
menos que él, en edad, e incluso sus círculos sociales eran similares.
Cuando eran más pequeños, hasta los doce o trece años, ambos solían
charlar mucho de sus sueños; montar a caballo o jugar en los alrededores
con Julianne, la hermana de Oliver. Aunque, a medida que pasó el tiempo,
esas conversaciones con él habían casi desaparecido para ser reemplazadas
por intercambios corteses y simples. Ella sí que echaba en falta a su amigo,
el vecino que era dicharachero y sabía tocar la guitarra durante las fogatas
que hacían las familias de ambos, pero cuando Daisy alcanzó los diecisiete
años de edad, lo que extrañó también fueron las incontables oportunidades
perdidas en las que pudo confesar que estaba enamorada de él.
Al terminar la secundaria, Daisy jamás perdió la esperanza de que
pudiera notarla, aunque procuraba no ser obvia o convertirse en la “amiga
incómoda”. Quizá su estrategia de ir con tiento no fue la mejor, pues cuando
creía que empezaba a ganar cercanía con él, Oliver ya estaba saliendo con
alguien. Cada vez que eso sucedía su corazón parecía recibir una pequeña
estocada.
En algunas ocasiones, cuando él creía que Daisy no se daba cuenta, la
miraba con interés, como si dejase caer una máscara brevemente, pero
cuando ella lograba abrigar una pequeña esperanza, la máscara regresaba de
inmediato y Daisy se preguntaba si acaso lo habría imaginado. Sin
embargo, el día que supo que jamás habría una posibilidad con Oliver fue
cuando se enteró que él se había enlistado en el ejército. Su madre y sus dos
hermanas, junto a los Clarence, fueron a despedirlo cuando él se marchó
para iniciar su entrenamiento en una base de Florida.
Daisy, no pudo hacerlo, ni si quisiera por cortesía.
Ella había perdido a su padre, un Navy Seal, en un terrible accidente
durante una maniobra de entrenamiento y todavía le causaba angustia el
recuerdo de su madre llorando en el teléfono cuando la llamaron para
comunicarle la horrenda noticia. Para Oliver esta información no era un
secreto, porque ella y él lo habían conversado cuando eran unos críos. Por
eso Daisy —absurdo o no— consideró la decisión de él, de enrolarse en el
ejército, como una traición.
Un mes después de que Oliver se marchara, cuando ella acababa de
cumplir diecisiete años, aceptó su primera cita romántica. No quería sufrir
lo que su madre, ni tampoco sentir la angustia de no saber del hombre que
amaba porque unos papanatas querían mantener todo en secreto. Seguridad
nacional o no, le daba lo mismo. Claro, todo esto en este hipotético caso de
que Oliver hubiera estado remotamente interesado en ella de forma
romántica. Tal vez, pensó, que el hecho de que se hubiera marchado era una
señal de la vida para que dejara de lado su ilusión juvenil. Fue entonces que
decidió cerrar el capítulo de Oliver y las esperanzas en torno a él.
—¿Daisy? ¿Daisy Marchand? —preguntó una voz a su espalda.
Ignorando por completo sus recuerdos, ella se giró con una sonrisa,
porque ya era innato en su personalidad. En alguna ocasión le habían dicho
que tenía el rostro muy similar al de Nicole Kidman cuando la actriz
australiana era jovencita. «Si con la belleza fuera suficiente para ser feliz»,
Daisy solía pensar a veces.
—¡Oh, por Dios, Jules! —expresó con alegría y no dudó en abrazar a su
antigua vecina. Se apartó para mirarla con sorpresa—. Creía que estabas en
Nueva York, guao, esta sí que es una sorpresa… Desde que no vivimos en
la granja me he perdido de todos los cotilleos de nuestras viejas amistades
—dijo en tono gracioso.
—Sí, vivo en Nueva York, pero vine a pasar unos días en casa con mis
padres. Me apenó enterarme que ustedes habían vendido la granja para
mudarse al centro —dijo con una sonrisa—. Justo estaba comiéndome un
pie de limón, y mi madre me explicó que era parte de tu negocio de
repostería en el que también vendes las conservas de tu abuela. Me dio
mucha alegría saberlo.
Daisy llevaba años sin hablar o ver a Julianne, aunque no por eso sus
madres dejaban de estar en contacto de vez en cuando. Ella le tenía un
cariño especial, al igual que a los señores Clarence, pero jamás podría
decirle que la idea de marcharse de la granja había sido un asunto de
supervivencia. La economía había estado tan machacada que, si hubieran
tratado de hipotecar, por segunda ocasión, la propiedad tanto ella como sus
hermanas, su madre y su abuela, habrían terminado sin un duro. Con el
dinero de la venta de sus tierras lograron comprar un piso modesto en la
zona residencial y central de Louisville, crear su tienda, y empezar de cero.
—Nos ha ido muy bien. Mis hermanas, Clara y Joanne, ahora viven en
Seattle. Así que somos mi madre, mi abuela y yo a cargo del negocio.
¿Cuánto tiempo vas a quedarte? —Miró por encima del hombro de Jules, y
vio que un hombre alto de cabello rubio oscuro y que poseía un aspecto
indescifrable se acercaba a ellas a paso rápido desde la acera de enfrente—.
Me gustaría quedar a tomarnos algo.
—Sería estupendo—dijo Julianne—, y te prometo que lo haremos la
próxima que regrese a la ciudad, porque me marcho mañana temprano…—
dijo con tono de disculpa. El hombre que Daisy había visto llegó hasta ellas,
y cuando hizo un intento de advertir a Julianne esta recibió un beso suave
en los labios del extraño. Daisy los miró con curiosidad, y al ver que todo
iba bien se calmó, pero no hizo preguntas.
—Oh, no pasa nada, Jules —replicó sonriendo—. Ya es suficientemente
grato haberte encontrado de repente. Lo planearemos mejor después.
Julianne asintió.
—Daisy, quiero presentarte a mi novio, se llama Ryder —dijo. Después
elevó el rostro, mirando con adoración a su acompañante y expresó—:
Cariño, ella es una amiga de la infancia, y solíamos ser vecinas, se llama
Daisy Marchand.
—Encantado de conocerla, señorita Marchand —dijo en tono profundo y
desapegado; le extendió la mano. Daisy la estrechó con cautela, porque el
hombre, por más Adonis que fuese, intimidaba un poco.
—Lo mismo digo, pero puedes llamarme Daisy —replicó con una
sonrisa, pero él no respondió, sino que se limitó a abrazar a Julianne de los
hombros, protectoramente. Daisy decidió ignorar al educado Neandertal,
miró a su amiga y le dijo—: Si hubiera sabido que estabas en Louisville
habría hallado el modo de contactarte para quedar a un café. Ha pasado
demasiado tiempo. ¿Qué te trae por aquí en una temporada poco usual? En
el tiempo de las fiestas me es imposible tener un poco de respiro, porque es
el pico de ventas del negocio de mi familia.
Julianne ensombreció su mirada de repente, y Daisy se inquietó.
—Daisy… ¿Es que no sabes lo que ha ocurrido? —preguntó Jules casi
en un susurro, mientras su novio, que parecía salido del Olimpo, le daba un
beso en la frente con dulzura. «Qué interesante cómo los hombres, cuando
estaban enamorados, parecían cálidos corderitos. Ufff», pensó Daisy,
mirándolo con discreto disimulo.
—No… No sé de qué me hablas —dijo con un nudo en la garganta, y su
cerebro pareció iniciar un proceso de calibración neuronal. «Si Julianne
estaba en Louisville, una ciudad que visitaba solo durante las fiestas, casi en
primavera, entonces algo no iba bien. No con ella, sino con la persona que
Daisy había procurado durante años olvidar».—. ¿Qué ocurrió? —preguntó
en un susurro.
—Oliver fue dado de baja. —Daisy sintió que el pavimento se abría bajo
sus pies, abrió y cerró la boca como pez sacado del agua—. Sufrió una
emboscada en el sitio en el que estaba en misión. Él… —se le llenaron los
ojos de lágrimas, y el grandulón que la acompañaba la abrazó con más
intensidad—, mi hermano perdió una pierna, una parte… —balbuceó—. Le
amputaron de la rodilla hacia abajo. Llevo días tratando de que me hable,
pero no lo hace… Y…
—Oh, Jules —dijo Daisy con la voz rota, llevándose la mano al sitio en
el que latía su corazón. Tan solo pensar en el sufrimiento que pudo haber
vivido Oliver, le provocaba una angustia brutal—. Cuánto lo siento…
Pobrecito —susurró para sí.
Julianne se secó las lágrimas con el dorso de la mano, tomó una
profunda respiración y apoyó la espalda contra su novio.
—Sé que es mucho pedirte, Daisy, pero mañana Ryder y yo nos tenemos
que marchar a Nueva York por temas de trabajo…
—Le he dicho que puede quedarse aquí el tiempo que haga falta —
intervino Ryder con voz firme—, pero ella prefiere regresar y darle espacio
a Oliver.
Julianne le sonrió a Ryder con amor, y asintió. Después miró a su amiga.
—Creo que es lo mejor… No puedo forzarlo a hablar conmigo. No
puedo forzarlo a nada… Ninguno de sus amigos quiere acercársele, porque
ni siquiera los recibe. Las amigas —hizo una mueca—, pfff, ahora que
saben que está lesionado ni si quiera se han tomado la molestia de preguntar
por él. ¿Las ex? Ni siquiera por humanidad se han dignado pisar la casa, y
eso que gracias a mi hermano y otros militares gozamos de la libertad en
este país —dijo con una mueca—. No sé por qué jamás tuvo dos dedos de
frente para elegir a sus parejas. Cabezota —refunfuñó.
Ryder le murmuró algo a Julianne en el oído, y ella pareció calmarse.
—Jules —dijo Daisy al escuchar la angustia en la voz de su amiga—,
dime qué puedo hacer para ayudarte. Siempre has sido una amiga muy
querida para mí, y a pesar de que llevamos tanto tiempo sin hablar, me
parece que la amistad que se forja en la infancia prevalece a pesar del
tiempo si es sincera. La nuestra lo es, así que, por favor, déjame ayudarte —
insistió, a pesar de ser consciente de que su agenda de trabajo era muy
ajustada, su exnovio le había pedido una nueva oportunidad que ella estaba
considerando dársela, y lo más grave de todo era que su reacción, ante la
noticia del estado de Oliver, traía consigo todas las emociones que creyó
haber guardado bajo siete llaves de hierro—. Así que dime, ¿qué hace falta?
Jules asintió con suavidad.
—No quiero pecar de indiscreta —dijo Julianne con cautela y una
calidez muy propia de ella—, y sé que tu interés por mi hermano siempre
fue más allá de una simple amistad. —Daisy abrió los ojos de par en par—.
Lo siento, no quise…
Daisy extendió la mano y la puso sobre el brazo de su amiga.
—Pensaba que había aprendido a guardar esa información solo para mí
—dijo riéndose—, pero imagino que no era muy buena escondiendo
emociones en ese entonces. ¿Él alguna vez…? —preguntó sin querer
terminar la frase.
Julianne meneó la cabeza.
—No, Daisy, no. Jamás. Los hombres —bajó la voz hasta que fue un
susurro— son un poco lentos. —Ryder pareció gruñir algo por lo bajo—.
Las mujeres lo notamos con más rapidez —le hizo un guiño riéndose—, en
todo caso, tan solo por los viejos tiempos y si no te representa ningún tipo
de incomodidad, ¿tratarías de visitarlo? La está pasando muy mal y una cara
conocida, que no sea de la familia, creo que sería más que bienvenida. O al
menos lo espero.
—Me aflige mucho saber todo esto —murmuró con sinceridad. Quizá
habría cerrado el capítulo de Oliver años atrás, pero la presencia de Julianne
y su petición parecía impulsarla a reconsiderarlo. Solo en el plano amistoso,
por supuesto—. No sé si acepte verme, pero le recordaré los buenos
modales de la hospitalidad —dijo tratando de aliviar la tensión que se
evidenciaba en la expresión de Jules—. Tienes mi palabra de que haré lo
posible para que hable conmigo.
Julianne asintió con lentitud.
—Gracias, Daisy... La verdad es que mi hermano necesita a una persona
que traiga optimismo a su vida, y creo que el universo te ha puesto en mi
camino a propósito —dijo Julianne agarrando las manos de su amiga, y
apretándolas con firmeza—. De verdad, lo aprecio. Por favor, déjame saber
cualquier noticia y… —apretó los labios—, si de último momento te
arrepientes y prefieres mantenerte lejos, lo entenderé. ¿Vale?
Daisy meneó la cabeza.
—Te acabo de dar mi palabra, Jules, iré a visitar a Oliver —sonrió,
aunque por dentro su sistema nervioso estaba en una crisis ejecutiva con el
cerebro y el corazón.
Pronto las viejas amigas se despidieron, no sin antes intercambiar
números telefónicos. El resto del día para Daisy fue una odisea emocional y
mental.
CAPÍTULO 3

Saber que su hermana estaba con alguien que la quería de verdad, le


brindaba la tranquilidad de que, mientras él se consumía en su infierno
personal, Jules estaría protegida. De todo lo que había escuchado hablar a
Ryder durante esos días que estuvo en la casa, lo consideraba un tipo
íntegro, aunque con un carácter fuerte. Imaginaba, si es que no había
ocurrido ya, que su hermana, al llevar la testarudez en la sangre de los
Clarence, habría tenido varios encontronazos con su futuro cuñado.
—Oliver, cariño —dijo su madre—, te he dejado un poco de comida. Tu
padre y yo nos iremos a la feria de antigüedades que han montado en el
centro; estamos seguros de que encontraremos algunas baratijas bonitas.
¿Estarás bien tú solo?
—Sí —replicó con sus usuales monosílabos, y que utilizaba desde que
regresó a Kentucky. Julianne se había marchado tres meses atrás, así que
ahora que estaba solo con sus padres, él intentaba salir del ostracismo
emocional y mental en el que se hallaba desde que despertó en el hospital.
Quizá con el tiempo podría retomar su usual relación con Jules, pero
necesitaba reorganizar su cabeza.
—De acuerdo… Hasta más tarde. —Después se escucharon unos
murmullos, y la puerta principal de la casa hizo un eco al cerrarse. Sabía
que algunas personas habían ido a visitarlo durante ese tiempo, pero él le
dejó claro a su madre que no necesitaba ver la expresión de pesar en otros,
porque consigo mismo era suficiente.
Él se sentía fatal de saber que su madre intentaba comprender algo que
no era posible salvo que lo experimentara. Procuraba no ser hosco o tajante,
pero no podía consigo mismo; su lado frustrado salía a flote. Su cabeza era
una ebullición de contradicciones y reflexiones. Despertarse a medianoche,
olvidando que faltaba una parte importante de sus extremidades inferiores,
le había dado como resultado algunas caídas que, lejos de causarle dolor, le
provocaban rabia.
En la misión había fallecido el setenta por ciento de sus hombres, y por
los mensajes, sin contestar, que tenía en el móvil de algunos de los
sobrevivientes sabía que ellos estaban en buenas condiciones. Kant perdió
dos dedos de la mano, pero más allá de eso, el rescate de los rehenes tuvo
éxito. Al menos si no se consideraban las bajas militares. La puñetera
sociedad no entendía el alto sacrificio de las fuerzas armadas. Todos
parecían felices tragándose sus pastelitos de dulce y té, ignorantes de que
había un grupo de hombres dándolo todo para mantener la paz.
Su compasión. Su maldita compasión le había costado la mitad de una
pierna. Un niño, hijo de la guerra, le tendió una trampa armada por los
rebeldes. Ahora, Oliver era un inválido que iba a necesitar prótesis por el
resto de su vida, y aprender a caminar con una extensión ficticia en su
cuerpo. La rehabilitación era un dolor en el culo; la detestaba. Rehusaba
verse como una víctima, pero eso no implicaba que no estuviese cabreado.
Él era un hombre muy orgulloso, y ese orgullo era el que lo impulsaba a
despertarse cada mañana para tratar de caminar lo más normal posible.
La adrenalina en su cuerpo estaba a tope. Necesitaba explotar y
desahogarse. Los ejercicios que hacía en el sótano de la casa, habilitado
para matar el tiempo y no perder su estado físico, parecían insuficientes.
Esa semana tendría que enfrentar lo inevitable: probarse la prótesis final
en el centro de rehabilitación. Ya era oficialmente W.I.A. (Herido en
combate, por las siglas en inglés). ¿Y qué jodido beneficio le otorgaba?
¿Qué mierda iba a hacer con su vida, si lo que de verdad consideró su
propósito, ya no existía?
Necesitaba follarse a una mujer.
Llevaba meses sin un cuerpo cálido, curvilíneo y de rostro anónimo, en
el cual perderse. Masturbarse no le parecía satisfactorio. Claro, no hacía
falta desnudarse por completo para follar, pero temía perder el equilibrio en
la cama y humillarse. Dios, la sola idea era impensable. Quizá, si le pagaba
a una prostituta de lujo, entonces no le importaría. Aunque jamás había
necesitado una meretriz. Las mujeres burbujeaban a su alrededor. ¿Era el
uniforme un enganche? Probablemente. ¿Y ahora que no lo tenía, y solo
usaba su ácida y nueva personalidad, entonces qué iba a atraerlas? ¿La
fortuna que había logrado hacer con inversiones ingeniosas de su modesto
salario militar?
Observó el teléfono. Un mensaje, entre varios, de su hermana.
Julianne: ¡Hey! Al menos me alegra que a veces respondas a mis
mensajes de texto, así que aprovecho esa concesión para comunicarme hoy
contigo :)

Oliver: ¿Tengo que partirle la cara a Toussaint? Me da igual si vas a


casarte con él. Me vendría bien un contrincante de boxeo.
Julianne: Jajaja. Él ya no se dedica a las peleas ilegales, menos con su
futuro cuñado. La verdad se porta muy bien. Mmm… ¿Puedo llamarte?
Oliver: No me apetece hablar, y tienes una pregunta más, Jules, antes de
que deje de responderte que tengo cosas en qué pensar.
Julianne: :( de acuerdo. Ryder y yo nos casaremos a finales de otoño,
por favor, por favor, quiero que estés presente. ¿Lo considerarás, pero de
verdad, al menos?
Oliver contempló el teléfono. Quedaban unos meses por delante todavía,
y no quería defraudar a su única hermana. Sin embargo, tampoco sabía qué
estado anímico tendría para entonces. La idea de que se resintiera si él no
acudía era menos dolorosa, que la posibilidad de ver la expresión afligida si
asistía a la ceremonia y hacía alguna imbecilidad. Amaba mucho a su
hermana y quizá era mejor quedarse apartado.
Oliver: Lo pensaré…
Julianne: Te quiero, ¡besooos!
Oliver: Igual.

Oliver fue hasta la ducha y dejó que el agua cayera sobre sus músculos.
Le costaba mirarse desnudo o frente al espejo. Su imagen era una que
necesitaba asimilar. Casi era como volver a conocerse. Resultaba extraño.
Injusto. Derrotero.
Iba a follar esa noche. Le daba igual con quién. Los bares de alrededor
eran mejores que aquellos en el centro de la ciudad, pero no contaban con la
posibilidad de conocer alguna extranjera o turista guapa que estuviera de
paso. Aquello era precisamente lo que le hacía falta: un rostro fugaz, un
cuerpo dispuesto, y unas cuantas tandas de sexo sin compromisos para
recuperar su autoconfianza. Se consideraba un buen amante, y le jodía la
cabeza pensar que la falta de la mitad de su pierna izquierda podría afectar
su desenvolvimiento al follar.
Estuvo a punto de resbalar y soltó una maldición, recuperando el
equilibrio. Abrió la cortina del baño, con el agua todavía chorreándole por
los músculos y recorriendo sus tatuajes, y se quedó en shock. Frente a él
estaba la última persona que hubiera esperado encontrar en su vida, menos
en ese estado tan vulnerable.
—¿Qué rayos haces aquí? —preguntó, colérico y desconcertado.

***
Llevaba tres meses tratando de hacer algo más que cruzar la puerta de la
casa de los Clarence y esperar en la salita principal a que Oliver aceptara
ver visitas. Le había pedido a Amanda que no le dijese de quién se trataba,
porque de seguro la rechazaría. Así que hizo el propósito de esperar a que,
porque en algún momento tenía que suceder, él pasara por la salita para
llegar hasta la cocina de la casa.
Ahora, ya se había hartado de tener paciencia, no solo porque esa visita
semanal le quitaba tiempo de su agenda, sino porque le parecía inaudito que
Oliver continuase renuente a tener contacto social fuera del hospital en el
que hacía las rehabilitaciones. Julianne, con quien ahora tenía más
interacción por mensajes o llamadas, le pidió que dejara de lado la petición
que le hizo de tratar de acercarse a su hermano en consideración a la
amistad del pasado, porque era evidente que estaba desgastándose sin
sentido. Daisy era persistente, y rehusó darse por vencida.
Esa tarde tomó una decisión final. Oliver iba a recibirla sí o sí. Por eso
llevaba ensayando un discurso sobre la importancia de permitir a la familia
y amigos que lo ayudasen. Amanda le había cedido una llave para que
entrara sin problemas a la casa, aunque la expresión de derrota de Darren
fue lo que impulsó a Daisy a no tirar la toalla. Ambos ya habían tenido
suficiente como para soportar la silenciosa retirada del mundo de Oliver.
Alguien tenía que meter un poco de razonamiento lógico en esa cabeza. En
este caso sería ella.
Cuando entró en la habitación de Oliver, en la planta baja de la casa y
evidentemente readecuada para él, notó que la cama king-size, un walk-in
close, alfombras elegantes, las cortinas automáticas con vistas al campo de
sembríos, y la fragancia masculina innegable en el ambiente. Se sentó en la
cama a esperar a que él saliera, brazos cruzados y determinación
inquebrantable de su parte.
Reparó que la prótesis de Oliver estaba a un costado de la mesita de
noche. Daisy no sentía pena, sino respeto por ese hombre valiente que había
logrado volver a casa. No podía llegar a imaginar lo complicado que podía
resultar la idea de vivir para siempre vinculado a un objeto externo para
movilizarse.
Lo que tampoco imaginó fue que, al escuchar una queja angustiada en el
interior del cuarto de baño, su primer instinto fuera saltar prácticamente del
colchón y saber si Oliver estaba bien. Lo último que había esperado era un
recibimiento tan… ¿espectacular? Se quedó boquiabierta contemplando la
obra de arte que tenía ante sí. Brazos definidos por el ejercicio. Una barba
de tres días. Pectorales de acero con tatuajes en la piel. Unos abdominales
increíbles, y un camino de vellos que llegaba justo a… Elevó el rostro para
mirar a Oliver. Seguía siendo hermoso, y los años solo habían conseguido
redoblar su atractivo. El corazón de Daisy empezó a dar saltos olímpicos en
el interior de su pecho.
—Creí… Yo…
—¿Qué haces en mi casa, en mi habitación, en mi baño? —preguntó esta
vez achicando los ojos, y sin un indicio de cubrirse.
—Oli… Oliver, hola, no sé si me recuerdas —murmuró pasándose los
dedos entre los cabellos y mirando hacia otro lado para dejar de devorarlo
con la mirada. Le daba lo mismo si ahora poseía una discapacidad, porque
nada lograba borrar esa aura de autoridad que lo había rodeado siempre.
—Marchand. Daisy Marchand, ¿cómo no te voy a recordar si eras un
incordio constante en la adolescencia? —preguntó en tono hiriente.
Ella abrió y cerró la boca. Ignoró la pulla, de momento, porque Julianne
ya le había advertido que su hermano estaba en un proceso complejo.
—Qué bueno que me recuerdes —dijo con una sonrisa que no era nada
alegre, enfocando su atención en esos relampagueantes ojos verdes.
—Fuera de aquí, Daisy, a menos que te excite la idea de un amputado.
Horrorizada, aunque pretendiendo no haber escuchado, se cruzó de
brazos.
—Llevo muchos años sin verte, y tan solo estoy aquí porque tu hermana
así me lo pidió. De hecho, pensaba que, si veías una cara conocida, tal vez,
la idea de creer que perteneces a las cavernas, en lugar de la vida civil o
mundana simplemente, se erradicaría de tu cabeza.
—Gracias —dijo sardónico—. Ahora puedes irte. Escríbele a Julianne y
dile que has cumplido con tu favor o tu misión o tu pequeña visita.
Daisy se sentía furiosa. ¿Cómo se atrevía? Ella, que había pasado los
últimos meses yendo una vez por semana para tratar de hablar con él, y
ahora Oliver se creía en el derecho de pedirle que se marchara. No iba a
pasar.
Agarró la toalla más cercana y se la lanzó. Por acto reflejo, él la agarró y
se rodeó la cintura con indiferente lentitud. Ella dio la vuelta, pero antes de
salir del cuarto de baño dijo por sobre el hombro—: Creí que te había
ocurrido algo, y por eso entré aquí, no porque me excites particularmente.
He venido cada semana, durante tres meses, para saber cuándo decidías
sacar la cabeza del inframundo para regresar a los mortales. Imagino que
tomará tiempo, pero lleva algo muy claro: no te tengo lástima, no me
amedrentan tus salidas de tono, y pienso quedarme alrededor hasta que
vuelva mi amigo de siempre.
—Ese amigo tuyo se murió en el suelo árido de Afganistán —dijo él,
entre dientes, mientras veía cómo se cerraba la puerta con suavidad.
CAPÍTULO 4

Daisy se sentó en la silla baja junto a la ventana, y soltó el aire que había
estado conteniendo en los pulmones. No se había esperado un reencuentro
como aquel. La imagen gloriosa de Oliver, en esa piel de guerrero, era una
que no iba a borrársele jamás. En estado reposado, el miembro viril era
grande, y la idea de sentirlo en su interior, en erección plena, la instó a
apretar los muslos. Sentía los pezones duros debajo de la blusa, y la energía
que palpitaba en su humedad era una locura inexplicable. Escondió el rostro
entre las manos.
«Cálmate», se amonestó.
Llevaba más de un año sin acostarse con alguien, aunque era sensata al
decir que nada tenía que ver el tiempo de celibato, no por libre elección,
con la forma en que su cuerpo reaccionó a Oliver. Suponía que sus células
estaban regresando a la realidad, luego de un prolongado letargo, ante la
presencia del único ser humano del sexo opuesto que podía sacudirlas por
entero.
La puerta del cuarto de baño se abrió de sopetón.
Daisy reparó en que, de forma instintiva y a pesar de dormir en esa
habitación, Oliver estaba evaluando el perímetro, como si estuviera
esperando que algo peligroso sucediese de un momento a otro. Los ojos
escanearon buscando puntos de acceso, salida o vulnerabilidades. Resultaba
absurdo, pero ella mantuvo la boca cerrada. Cuando la atención masculina
recayó en su rostro, no se acobardó.
—No eres bienvenida, Daisy —dijo Oliver con mordacidad.
Se había vestido en el cuarto de baño. Ahora, a diferencia de otros
tiempos, llevaba la ropa consigo, porque le era más práctico para su
movilidad. Estaba usando pantalón azul, y camisa blanca. El sitio de la
pierna lacerada estaba cubierto. Con el cabello peinado hacia atrás, y
afeitado, se sentía más humano que en todos esos meses. Aquella noche
sería su primera salida, aparte del hospital o el psiquiatra.
—Tu hermana me invitó, así como tus padres, no necesito tu aprobación
—replicó—. Por cierto, no necesitas utilizar un Lyft ni un Uber, yo puedo
llevarte a la prueba final de la nueva prótesis esta semana. Solo tengo que
coordinarlo con mis actividades en mi negocio, pero no creo que haya
problema.
—Vas a fingir que todo es igual que antes, ¿eh? —preguntó con
desprecio, dándole la espalda para agarrar la prótesis junto a la mesita de
noche y ponérsela—. Te crees que somos amigos cuando jamás me interesé
por volver a verte —continuó—, ¿acaso piensas que no me daba cuenta de
tus miradas de interés a la distancia, cuando estaba de paso por la ciudad,
después de enrolarme?
Daisy se incorporó. Llevaba unos vaqueros ajustados, y la blusa
abrazaba con elegancia sus pechos redondeados. El cabello lo tenía
recogido en una coleta, porque le resultaba más sencillo hacer sus
actividades de esa manera. Además del delineador, que resaltaba sus ojos
castaños, no llevaba más maquillaje. Sus labios eran naturalmente rosáceos,
así que, aparte del humectante labial, no perdía el tiempo.
—Interés por saludarte, sí. ¿Interés, romántico? —se rio sin alegría y
avanzó hasta el centro de la habitación, dispuesta a marcharse, aunque no
sola—. Creo que ir de ciudad en ciudad te ha fastidiado un poco la cabeza,
Oliver.
Con la habilidad que le había dado la rehabilitación, él se incorporó sin
problema de la cama. Sus extremidades firmemente afianzadas en la
alfombra. Avanzó con determinación. La súbita electricidad que le recorrió
el cuerpo no tenía comparación. Apretó la mandíbula.
—¿Tú crees? —le preguntó respirando con dificultad. El aroma de
Daisy, el jodido perfume sutil entremezclado con la fragancia natural de
ella, lo agitaba.
El día en que empezó a apartarse de ella, a los dieciocho años de edad
más o menos, fue cuando decidió que iría a inscribirse en el ejército. No fue
fácil, porque la amistad que tenía con Daisy era especial y se sentía
comprendido de la manera en que un adolescente necesitaba. Ella solía
reírse de sus bromas absurdas, cantaba a su lado durante las fogatas
familiares, además de que era la muchacha más guapa.
Precisamente porque estaba empezando a enamorarse de Daisy, él sabía
que era mejor apartarse. Oliver tenía plena conciencia de cuánto sufrió ella
la muerte de su padre cuando era integrante de los Navy Seals. Consciente
de ese antecedente, no tuvo corazón para perseguir una idea romántica,
menos cuando su vida de gitano en el ejército podría desplegarlo en
cualquier sitio, y él jamás tendría modo de comunicárselo sin poner en
riesgo su carrera o la vida de otros militares.
La vía más fácil fue empezar a ignorarla, fingir que le aburrían sus
conversaciones o tener una novia de turno, que solo estimulaban su
miembro viril, para asegurarse de que Daisy supiera que no estaba
interesado. Poco a poco vio cómo el brillo de esos ojos castaños se iba
apagando al mirarlo, y aunque era lo mejor para ella, para Oliver resultó
una tortura. A punto estuvo de liarse a golpes con el tipejo que, semanas
antes de él marcharse a una base de Florida, se atrevió a pedirle a Daisy que
salieran en una cita romántica. ¿Lo peor? Cuando estaba entrenando, su
hermana le dejó saber que Daisy estaba de novia con aquel pendejo.
Seguía siendo, ahora con veintiséis años, la mujer más guapa que él
recordaba. Sus curvas estaban enloqueciéndolo. Tan solo la sorpresa de
verla en el interior del cuarto de baño impidió que pudiera recorrerla a gusto
con la mirada, y con ello evitó una bochornosa erección que, con los
pantalones puestos, en ese instante presionaba contra el cierre. Resultaba
cruel que ahora, que ya no era el ejército lo que impedía que pudiera
acercarse a Daisy, su pierna sería siempre un obstáculo para ser un hombre
completo. No quería la lástima de nadie.
Sabía todo sobre Daisy, gracias a sus amigos en la ciudad, y se alegraba
de que tuviese un negocio familiar. La última noticia que tuvo era que tenía
pareja, pero de esa fecha ya habían transcurrido al menos quince meses.
¿Estaba soltera? Solo pensar en que hubo otros que tuvieron la oportunidad
de tocarla, besarla, escuchar su risa, lo ponía de pésimo humor. Él no había
sido un santo, por supuesto que tuvo su considerable cuota de amantes
ocasionales, pero ninguna era Daisy. Jamás pensó que la volvería a ver, al
menos no frente a frente, mientras sus miradas colisionaban con tantas
palabras sin decir, y tantos años de experiencias separados.
Su vida era una mierda.
—Ya que te has vestido para salir, lo cual me alegra, ¿dónde te llevo? —
preguntó Daisy, fingiendo que tenerlo tan cerca no la afectaba en absoluto.
La colonia masculina se filtró en sus fosas nasales como un veneno
dulce. Sabía que Oliver estaba tratando de intimidarla para que lo dejara a
solas, y por eso se mantuvo firme. Quizá estaba siendo ilusa, pero tenía la
convicción de que, si era paciente, el muchacho de risa sincera y palabras
menos hoscas, que había sido, iba a aparecer tarde o temprano para
complementar a ese hombre sensual, dolido y gruñón, que tenía ante ella.
Sentía que el lado accesible de Oliver no estaba del todo enterrado.
Oliver esbozó media sonrisa. La expresión era burlona.
—Siempre fuiste persistente —dijo, sardónico—, ¿cuánto te está
pagando Julianne por venir a fastidiar a un discapacitado?
Daisy achicó los ojos.
—Me da igual si eres un héroe de guerra, Oliver, porque abofetearte está
dentro de mis próximas intenciones. Para responder a tu insolencia, yo
estoy aquí porque Jules me lo pidió de favor, sí, no porque me pagara algo.
Si lo hubiese intentado, lo habría rechazado —replicó, y agarró la bolsa que
había dejado sobre un librero bajo. El movimiento le dio la posibilidad de
marcar una breve distancia y llevar oxígeno a sus pulmones—. Repito,
¿dónde te llevo? —agitó las llaves de su Ford.
Oliver abrió la puerta de su habitación. Salió tratando de no cojear. Miró
por sobre el hombro, y sintió alivio de que Daisy no hubiera hecho intento
de ayudarlo.
—Quiero follar —dijo con desparpajo—, no contigo, por supuesto.
Llévame a un bar, el más conocido del centro de Louisville. Seguro ligaré
con alguien.
Daisy no sabía cuánto más iba a tolerar las palabras ridículas de Oliver,
pero si creía que iba a amedrentarla, estaba equivocado.
—He tenido suficientes amantes, muy buenos todos —replicó saliendo
de la casa, mientras Oliver cerraba de un portazo. Ella no se inmutó—, así
que no te preocupes. Te estoy ofreciendo mi amistad, no mi cuerpo ni mis
intereses sexuales —dijo con un tono alegre, casi inocente—. Encantada te
llevo a un bar, de hecho, conozco uno buenísimo. Estás de suerte, Oliver,
porque mañana no tengo que madrugar, así que, eso sí vas a tener que
agradecerme, seré tu chofer designado. Incluso cuando hayas ligado, por
favor, recuerda que estaré en el exterior del bar para llevarte a ti, y a tu ligue
al motel más cercano.
Oliver la observó, mientras ella caminaba con sus sinuosas caderas hasta
acomodarse tras el volante.
—Obstinada —murmuró para sí mismo, frustrado al no poder echar al
piso la intención de Daisy de acompañarlo, mientras rodeaba el Chevrolet
Malibú azul. Abrió la puerta del pasajero y se acomodó.
—Al menos he logrado algo importante —dijo Daisy ajustándose el
cinturón de seguridad. Él la observó de soslayo—. Has hablado conmigo
más palabras que con otras personas en todos estos meses. ¿Acaso no es
genial?
—No.
Daisy solo esbozó una sonrisa complacida, mientras notaba por el rabillo
del ojo cómo Oliver fruncía el ceño antes de cruzarse de brazos.
La música de Dua Lipa llenó el silencio entre ambos durante una parte
del trayecto. Después de salir de la zona en la que estaban la granja
Clarence, a poco más de treinta minutos del centro de Louisville, se
enrumbó por la autopista 64. La tensión que transpiraba en el interior de su
automóvil podía cortarse con el alfiler más fino.
—¿Tienes una novia que esté esperando por ti y a la que no has querido
ver? —le preguntó Daisy de repente, mientras hacía su entrada al
downtown.
Oliver observó el perfil de su acompañante.
Las facciones de Daisy eran delicadas, y la nariz respingona resultaba
adorable, al menos hasta que empezaba a lanzar fuego por la boca con sus
observaciones. Su última amante había sido una preciosa bailarina árabe en
Dubái, la conoció durante el par de días en los que él tuvo cuatro días de
permiso del ejército. La mujer fue una exquisitez, y en ese tiempo juntos
ella logró por varias horas hacerlo olvidar los horrores que había visto,
escuchado y vivido. La despedida no le causó pesar, porque se había hecho
inmune a las emociones que no implicaran sobrevivir; ya ni siquiera
recordaba el nombre, tan solo a qué se dedicaba.
Que Daisy hurgara en su pasado lo intrigaba, aunque se preguntaba si
acaso estaría mofándose de él al querer saber si tenía pareja después de
haber sido herido en combate. «No, ella no era esa clase de persona». Quizá
habían pasado años sin hablarse, pero la esencia de candidez, nobleza y
perspicacia en Daisy eran imborrables, así como imborrable era su certeza
personal de que no podía existir nada entre ambos.
—Ninguna mujer que he podido conocer ha mostrado el carácter
suficiente para sobrellevar la vida con un militar. Y si acaso la hubiera ya
tendría un anillo en el dedo. ¿Estás proponiéndote para aplicar a la
posición?
Daisy soltó una risa nerviosa. «Si él supiera».
—Lo preguntaba —dijo aparcando al fin cuando encontró un sitio cerca
del bar, Ringlings—, porque no pretendo ser compinche si, por tus
reticencias a hacer algo más que intercambiar pullas, tienes una pareja y
estás evitándola. Conozco muy bien cuando alguien te ha sido infiel y el
dolor que causa.
Oliver apretó los puños ante ese comentario, y no por lo que a él le
concernía, sino a la historia sobre Daisy.
—Entonces es que te relacionas con los hombres equivocados.
Ella se quitó el cinturón de seguridad y giró el rostro para mirarlo.
—No me digas, ¿ahora tienes la sabiduría de la psicología humana?
Oliver la miró un rato, se quitó el cinturón de seguridad.
—Cualquiera que haya estado contigo, y luego decidido buscar otros
muslos que disfrutar, otra boca a la cual besar, y otro corazón al cual tratar
de hacer latir, es un completo imbécil —dijo con un tono críptico. Después
abrió la puerta del automóvil y la cerró con fuerza, dejando a Daisy
anonadada con su declaración.
CAPÍTULO 5

Ella no tenía la intención de hacer de adalid de las conquistas de Oliver


esa noche. La perspectiva le revolvía el estómago. Además, el comentario
que él le soltó en el automóvil la hizo sentir confusa. No solo por el tono de
voz firme, sino porque casi, casi, parecía que escucharla mencionar a otros
hombres, le hubiese cabreado más que el hecho de que uno de ellos le fue
infiel.
Mezcló distraídamente el contenido de su Mojito, escuchando a The
Weeknd de fondo, y trató de ignorar lo que ocurría a varias mesas de
distancia. Oliver, al parecer tenía toda la intención de cumplir su cometido,
porque varias chicas muy guapas se le acercaban a hacer conversación y él
no las rechazaba. Las palabras que no le habían fluido, porque no le dio
reverenda gana, en más de tres meses, ahora resultaba que salían a
borbotones. Un ramalazo de celos la invadió cuando notó como una mujer
le acariciaba el brazo y otra pelinegra se apegaba a Oliver como si él fuese
la miel y ellas las moscas. Que ellas lo eran, sí, a juicio de Daisy. Aparte,
las bebidas parecían llegar una tras otras, y él las consumía como si fuese
agua.
La música estaba genial, pero ver a Oliver recibiendo atenciones
femeninas le traía recuerdos agridulces de su adolescencia. Cuántas veces
se quedó sin tomar acciones sobre sus sentimientos por él; cuántas veces
contempló desde lejos cómo Oliver se mostraba encantador con otras
muchachas, pero distante con ella. Sabía que era la última mujer con la que
estaría interesado en ligar, y tampoco era su interés. Solo quería… ¿Qué era
lo que quería?, se preguntó, mientras se apartaba de la silla alta de la barra.
El bar estaba a tope, así que pronto otra persona ocupó su sitio.
—Creo que has bebido suficiente —dijo Daisy al contemplar los cinco
vasos de whiskey que no se habían retirado todavía. Imaginaba que al haber
tantos clientes era complicado mantener las mesas vacías con rapidez—. Es
momento de marcharnos, porque mañana vas a amanecer con una resaca
infernal.
Oliver apartó la mirada de la mujer de ojos grises y cabello pelirrojo que
tenía sentada sobre la pierna sana. La tenía rodeada con la mano de la
cintura. Aunque durante las horas que llevaba en esa mesa tuvo varias
oportunidades de besarla o hacer algo más que eso en la semioscuridad del
bar, algo se lo impidió. Y ese algo estaba frente a él, y con un inequívoco
aspecto furioso que la hacía solo más bella.
Aquella noche era la primera vez que bebía tanto alcohol. No era
abstemio y de vez en cuando disfrutaba una buena borrachera, si merecía la
pena con amigos, aunque no era la norma. Cuando regresó a Kentucky, ante
el temor de hacerse adicto a los analgésicos, él tan solo siguió las primeras
recetas médicas a rajatabla y que no podían mezclarse con bebidas
alcohólicas. Una vez que creyó ser capaz de tolerar el dolor postcirugía de
la pierna dejó las píldoras.
Esa era su primera noche de juerga, si acaso podía decirse de esa manera.
Su mejor amigo, Aytor, estaba trabajando en Hawái desde hacía un año, y
era con quien usualmente había salido de fiesta. El resto de sus amigos
estaban casados o vivían fuera de Kentucky. Quizá en un futuro distante
podría hacer el viaje hasta Maui.
—Me trajiste aquí conociendo mis intenciones. Te ofreciste como chofer,
así que espera a que termine de conversar con mis nuevas amigas —replicó,
indolente.
Ella soltó una risa sin alegría que se perdió entre el bullicio. No le
gustaba levantar la voz para hablar, aunque esta vez no tenía otra opción.
—¿Conversar? —preguntó Daisy achicando los ojos, y observando
cómo la rubia que estaba sentada sobre la pierna derecha de Oliver parecía
demasiado amistosa. Se dirigió a la mujer que tenía un vestido muy
sugerente y dijo—: Créeme, como sea que te llames, esa no es una cualidad
en él. De hecho, prefiere el silencio o los monosílabos. Hoy solo está
utilizando una máscara.
El ego masculino de Oliver, que fue herido en conjunto con su pierna en
Afganistán, parecía haberse resarcido un poco con el interés de las mujeres
alrededor. A cualquier persona eso podría parecerle frívolo, pero no lo era
para él. Ese pequeño guiño a su hombría física había sido refrescante. Y es
que resultaba fácil juzgar cuando no se vivían las miserias que traían los
conflictos ocasionados por la ambición, el extremismo religioso y las
diferencias irreconciliables en la política internacional.
—Los militares tenemos ciertos derechos —dijo a cambio, y fue
consciente de que estaba arrastrando un poco las palabras—. Hablar no es
problema cuando tengo una muchacha tan sexy acompañándome, y a su
amiga.
—Soy Lauren, y mi amiga se llama Melanie —completó la mujer sobre
sus piernas. Le tomó el rostro con una mano para que apartara la mirada de
Daisy—. ¿Eso quiere decir que estás haciendo una excepción con nosotras?
Oliver se pasó los dedos de la mano libre entre los cabellos,
desordenándolos.
—Mmm…
—Oli —dijo Lauren llamándolo por el diminutivo que lo cabreaba—,
me encantan los hombres de uniforme —le recorrió con las uñas rojas los
pectorales sobre la camisa y luego el rostro—. ¿Cuánto tiempo vas a
permanecer en Louisville? Sé que las fuerzas armadas suelen tener meses
de estacionamiento, pero luego muchos se marchan sin decir a dónde.
—No voy a regresar, me dieron de baja —replicó. Decírselo a una
extraña resultó natural; era extraño; casi como dejar una culpa absurda de
lado.
—Oh, no —dijo haciendo un puchero—, ¿por qué? Hemos hablado de
todo, incluso de todo lo que quisiera hacerte en la cama —sonrió—.
Melanie y yo disfrutamos mucho de tu compañía y generosidad —dijo
señalando los vasos de licor con un gesto, así como un plato con quesos,
frutas y salami.
—Debes tener unos estándares muy bajos si disfrutas la compañía de
este terco espécimen masculino —intervino Daisy, manos en la cintura.
Estaba furiosa, no iba a cumplir su promesa de acompañarlo o llevarlo a
ningún jodido motel. Si creía que todos esos años había tenido éxito
ignorando los sentimientos por Oliver, ahora parecían salir a flote en
similitud con la lava de un volcán en erupción—. Ningún hombre con
tragos de más puede tener la mente fría para tomar decisiones.
Lauren miró a Melanie, que estaba muy feliz bebiendo los cócteles que
acababa de dejar el camarero sobre la mesa para ella, y la muchacha se
encogió de hombros. Ambas solían frecuentar bares de lujo, porque les
gustaba que los chicos les invitaran las bebidas y si tenían suerte se los
llevaban a la cama; juntas.
—Daisy, no seas aburrida —dijo Oliver. Estaba viendo dos Daisy ¿o
eran tres? —. Veeenga, ya no estamos en la secundaria. No tienes que
cumplir horarios.
Lauren se rio como si hubiese contado el chiste del siglo. Daisy contó en
su mente hasta diez. Ser una buena samaritana era una pésima idea, si el
destinatario de sus intenciones nobles era Oliver Clarence. ¿La consideraba
aburrida de verdad? ¿Era esa la opinión que siempre tuvo de ella?
—Quizá mañana no tengas que trabajar temprano, pero el dolor de
cabeza que vas a tener no te lo quitará nadie. Necesitas estar bien para tu
cita en el hospital…
Lauren abrió los ojos de par en par, muy dramática, y volvió a agarrarle
las mejillas a Oliver, frotándole el labio con el pulgar. Melanie era el lado
pasivo de esa retorcida amistad con Lauren, así que solo se reía o
murmuraba naderías; siempre que tuviese un vaso de alcohol en la mano
todo estaba bien para ella.
—¿Hospital? ¿Por qué? —preguntó Lauren con interés.
Oliver enarcó una ceja hacia Daisy ante la pregunta silenciosa de por qué
andaba divulgando información, pero ella le torció el gesto. Él se sentía
cansado, y no entendía de dónde surgía esa ridícula necesidad de hacer que
Daisy reaccionara. Tal vez, algo tenía que ver el hecho de que siempre era
tan serena y amigable; tan hermosa e inalcanzable; y sumado a ello, la rabia
estúpida e irracional cuando le confirmó lo obvio: había estado con otros
hombres. Volver a verla lo confundía de un modo inimaginable, y no tenía
derecho a sentir esa mezcla de emociones con ella.
En pocas horas de volver a verla, parecía como si el mar de recuerdos
hubiera formado una marejada y ahora estuviera ahogándolo. Las mujeres
que estaban a su lado no significaban nada, pero eran una vía de escape a la
intención de racionalizar esos instantes. Solo quería volver a ser él mismo;
recuperar las certezas perdidas en sus sueños hechos trizas en Oriente
Medio; encontrar un motivo para volver a creer que existía una vida fuera
del ejército.
—Me hirieron, y una parte de mi pierna voló ¡kabúm! —replicó
haciendo un gesto con la mano y luego se rio—. Estás sentada sobre mi
pierna completa. La otra, la amputaron de la rodilla hacia abajo y uso una
prótesis. ¿Te vas a marchar ahora que sabes la historia completa, Lauren?
—preguntó con malicia sardónica, como si esperara precisamente que la
mujer hiciera eso.
Daisy apretó los labios al escucharlo. ¿Es que disfrutaba de
menospreciarse? ¿Estaba tratando de reivindicarse en sus capacidades de
atraer la atención femenina? Porque si era así, Oliver era un completo
imbécil. No existía ningún hombre más guapo y atractivo que él en todo el
bullicioso bar. Su aura de poder y autoridad no había disminuido. Qué tonto
lo ponía el alcohol, y qué bobo al querer buscar fuera la reivindicación que
de seguro Julianne y sus padres le habrían dado incontables ocasiones desde
que volvió a Louisville.
Le causaba tristeza la desolación que escondía esa necesidad de escuchar
frases que lo instaran a menospreciarse, en especial porque sabía que Oliver
era orgulloso. Solo esperaba que pronto pasara esa etapa, y él recuperase
por completo su Norte.
—Eres un héroe y estás buenísimo, me da igual siempre que lo
importante —dijo moviéndose sobre Oliver de forma sugestiva— funcione
bien. Y sé que en ti es así —dijo haciéndole un guiño.
—Si no te levantas en este instante, Oliver, me marcharé —dijo Daisy en
tono remoto. Su sentido de autopreservación estaba activado. Podía decirle
que debían irse, y hacerle notar que estaba actuando fuera de tono. Si
mencionaba que esas mujeres solo querían aprovechar su billetera en el bar,
él le diría alguna estupidez, y ya su nivel de tolerancia o contemplación
había terminado—. Ya verás tú cómo vuelves a casa.
Llevaba tres meses yendo cada semana a la granja, en espera de que él
decidiera recibir visitas. Quizá fue un error decirles a Amanda y Darren que
no mencionaran que era ella la que aguardaba en la sala una hora, por reloj.
Y es que, en un inicio, ella creyó que Oliver terminaría aceptando
visitantes, y si veía de quién se trataba entonces se alegraría. Sin embargo, a
medida que pasaron las semanas, era evidente que Oliver no tenía interés en
interactuar con el exterior fuera de su círculo más íntimo: padres, hermana y
futuro cuñado. Fue por eso que decidió tomar acciones e ir hasta la
habitación de Oliver. La sorpresa, claro, se la llevó ella.
—Te dije que quería follar. Lauren y Melanie están conmigo, ¿vas a
retractarte de tu palabra de que ibas a llevarme al motel que yo eligiera?
Daisy apretó los labios.
—La última oportunidad, Oliver —dijo Daisy tratando de que la voz no
le temblara. Él no tenía por qué saber que estaba lastimándola con sus
palabras, pues, a decir verdad, ella sí le había ofrecido llevarlo a un motel.
¿Por qué? Porque fue ingenua y creyó que él elegiría beber algo, revivir los
tiempos de fiesta, pero abrumarse al cabo de un rato con tanta gente y le
pediría volver. No pensó en ningún momento que, de verdad, él se ligaría a
una mujer, en este caso dos.
—Si quieres marcharte vete —replicó —. Lo último que me falta es que
una amiga de mi pasado pretenda tener algún derecho sobre mí cuando ha
transcurrido tanto tiempo. No eres mi novia, no te debo nada. Si quiero
follar, pues follaré. ¿Quieres participar en una orgía con Melanie y Lauren?
Te vendría bien para incrementar el repertorio, así, de pronto, no vuelven a
ponerte los cuernos.
—Qué imbécil eres… —murmuró Daisy—. Pues que te aproveche.
Oliver notó cómo los ojos de Daisy se tornaron brillantes por lágrimas
sin derramar, justo antes de que diese media vuelta y se perdiera en ese mar
de gente que gritaba, reía y bailaba en Ringlings. Se sintió miserable. ¿Qué
carajos estaba haciendo?, se preguntó, mareado. Necesitaba apartarse y
disculparse.
Se despidió rápidamente de Melanie y Lauren, dejó unos billetes para el
camarero sobre la mesa, y trató de encontrar la salida. Le empezó a doler la
pierna. Maldijo por lo bajo, porque las luces lo agobiaban. Creyó sentir los
inicios de un ataque de pánico debido al estrés post traumático, y apoyó la
mano contra una esquina de la barra. El retumbar de los parlantes le hacía
cimbrar la cabeza. Alguien lo tocó por la espalda, y Oliver instintivamente
se llevó la mano al inexistente bolsillo lateral en el que siempre llevaba su
9mm; que tampoco tenía consigo esa noche.
Empezó a respirar con dificultad, pero recordó las palabras del psiquiatra
cuando le sugería ejercicios para recuperar la calma. Le tomó un buen rato,
y cuando creyó que había vuelto a su estado normal, se enderezó por
completo y encontró la salida del bar. Abrió la puerta, y el aire fresco lo
ayudó a despejar la cabeza, aunque no por eso a quitarse el efecto del
alcohol.
Sacó el teléfono, y maldijo no tener registrado el número de Daisy. No la
necesitaba como chofer, sino para pedirle disculpas. Se odiaba a sí mismo
por haberse comportado tan desdeñablemente. Abrió la aplicación de Lyft,
y pidió un coche.

***
Daisy no estaba acostumbrada a dar portazos, pero eso fue precisamente
lo que hizo nada más llegar a su piso. La idea de llorar le parecía espantosa,
así que retuvo las lágrimas todo el trayecto desde Ringlings. No iba a
justificar a Oliver por su comportamiento, y tampoco volvería a la Granja
Clarence. Ya había tratado de hacer su mayor esfuerzo por ese testarudo
que, sin ningún reparo, le lanzó inmerecidas palabras hirientes esa noche.
Ella solo quiso extender la mano ¿qué hizo Oliver? La mordió con saña.
Extendérsela de nuevo no estaba en sus planes.
Si para él, los años de amistad pasada equivalían a cero, entonces Daisy
no iba a hacer ningún esfuerzo para cambiarlo. Antes de dormir sentía que
era preciso escribirle a su amiga en Nueva York.

Daisy: ¡Hey, Jules! Sé que es un poco tarde, solo quería comentarte que
he tirado la toalla con Oliver. Lo siento mucho. Hice lo mejor que pude.
¡Avísame cuando estés por Louisville de nuevo! Llámame o escríbeme si
llegases a necesitar algo que no tenga que ver con tu hermano.

De inmediato los puntos suspensivos aparecieron en la pantalla del chat.

Jules Clarence: Nooo, ¿qué hizo esta vez? Oh, Diablos. Lo siento
mucho. Gracias por todo Daisy, no se me ocurriría insistir. Me apena si
hizo algo para ofenderte… Por supuesto que te avisaré. Por cierto, mañana
debe llegarte la invitación a mi boda. ¡Cuento contigo! ¿Vale? Me
aseguraré de que estés muy lejos de Oliver, si acaso se digna a aparecer
ese día tan especial para mí.

Daisy consideró rehusar, pero sería inmaduro. Le apetecía mucho ser


parte de una ocasión tan especial, principalmente porque Julianne le había
comentado —en uno de sus recientes chats— que su prometido era bastante
privado, y la ceremonia sería para poquísimas personas. No asistir
implicaría un desplante que Daisy era incapaz de permitirse llevar a cabo.
Jules no tenía la culpa de los líos de Oliver.

Daisy: Será un honor, Jules, gracias. Desde ya empezaré a buscar un


vestido :)

Dejó el móvil de lado, y lo apagó. Al día siguiente pretendía estar


puntual en el salón de belleza. No era vanidosa por naturaleza, pero eso no
impedía que dejara su cabello crecer salvaje y descuidado. Incluso
consideraría manicura y pedicura. Nadie iba a arruinarle su existencia. Así
como había enviado a Oliver al fondo de su corazón en una caja negra, años
atrás, podría volver a hacerlo sin ningún problema. «¿Verdad que sí puedes?
Claro que sí», se preguntó y respondió a sí misma antes de cubrirse con la
manta y cerrar los ojos con un suspiro.
CAPÍTULO 6

Oliver se despertó con un dolor de cabeza terrible. Prácticamente se


arrastró hasta la ducha de baño y esperó a que el agua caliente hiciera su
trabajo. Apoyó ambas palmas de las manos contra la pared de azulejos. La
noche anterior había dicho muchas palabras de las que, ahora a la luz del
amanecer, se sentía muy avergonzado.
Instantes atrás necesitó prometerle a Julianne que asistiría a la boda, sin
cancelar a último minuto, bailar con ella en la medida que le fuera posible y
responder el teléfono la próxima ocasión con su voz y no mensajes de texto,
para que esta le diese la dirección del piso de Daisy y el número telefónico.
Sí, su hermanita era una bribonzuela, y su cuñado iba a tener una larga vida
aprendiendo a sobrellevarla. «Cada cual elige su veneno», pensó
burlonamente.
Cuando abrió la puerta de su habitación salió directo hasta la cocina. Le
dolía un poco el muñón, pero no tanto como otros días. Imaginaba que con
el paso de los meses ya no quedaría nada que le hiciera recordar la
incomodidad. Llegó hasta el umbral y contempló cómo sus padres estaban
muy a gusto preparando el desayuno.
A pesar de las peleas, los momentos difíciles, Oliver jamás había visto a
sus padres despedazarse verbalmente el uno al otro; como hijo tal vez nunca
sabría los momentos bajos de ese matrimonio, pero tenía la certeza de que
la “empresa” que habían logrado levantar juntos era más fuerte que los
cimientos de las pirámides. Después de las desgracias vividas en Oriente
Medio, entendía que él había tenido la cabeza metida bajo tierra y
revolcándose en su propia auto conmiseración. No podía continuar ese
ritmo autodestructivo.
Así como tuvo la entereza de sobrevivir a la emboscada, los años de
inclemente entrenamiento, misiones pequeñas o grandes, aciertos y fallos,
compañeros caídos en el camino, la amargura de la impotencia al no poder
salvar a todos, el peso de la opresora soledad; así tendría la fuerza para
aceptar su nueva vida con una prótesis. No como una maldición, sino como
una prueba de que el ser humano poseía la capacidad de alcanzar escenarios
agrestes, y lograr salir de ellos.
—¡Oliver! —exclamó Amanda cuando reparó en su hijo. Se acercó y le
dio un abrazo. Él devolvió el gesto.
—Lo siento, mamá, he sido un majadero —murmuró contra los cabellos
rubios—. Este no es un proceso, ni será, fácil, pero prometo que mejoraré.
Amanda se apartó con lágrimas en los ojos. Posó sus dos pequeñas
manos sobre los hombros fuertes de su único hijo y asintió.
—Lo sé, cariño. Tu sufrimiento ha sido el nuestro —replicó—. Me
alegra que hayas decidido que es momento de hablar con nosotros.
Darren, menos emotivo que su esposa por naturaleza, se acercó a su hijo
y le dio una palmada en la espalda; después hizo un asentimiento solemne.
—Estoy orgulloso de ti, hijo, y ya era tiempo de que salieras de ese
encierro.
—Gracias, papá —replicó, abrazándolo.
El desayuno fluyó con las charlas habituales sobre los asuntos de la
granja, los acuerdos con proveedores, así como el nuevo proyecto que
tenían en mente para agregar productos para el cuidado del cabello
realizado con elementos orgánicos. Oliver agradeció que sus padres no
hicieran preguntas, como ocurrió en un inicio instándolo a autoexiliarse,
sobre lo sucedido en Oriente Medio. La vida que llevó en el ejército no
estaba disponible para debate, porque además existía un juramento de por
medio que le impedía referirse a eventos militares en los que tuvo
vinculación.
—Oliver —dijo Amanda—, creo que deberías hacerle una visita a Daisy
Marchand. —Él enarcó una ceja, pero continuó comiendo—. De todas las
personas que vinieron a saludarte, ella fue la única que, durante tres meses,
se sentó en la salita durante una hora, calculada por mi reloj, a que tú
decidieras que ibas a recibir visitas.
Oliver se quedó con el tenedor suspendido en el aire. La conversación
con Daisy la noche anterior, enredada en su memoria por los efectos del
alcohol, ahora parecía más clara. Dios, unas simples disculpas con ella no
serían suficientes.
—¿A qué te refieres? —dejó el cubierto sobre la mesa con curiosidad
por saber qué podría decirle su madre, y así terminar de enlazar las partes
de la conversación que su mente había desplazado en el bar—. Tú nunca lo
mencionaste…
Amanda se cruzó de brazos, como si le estuviese dando a entender que
su comentario era absurdo, en especial cuando dejó claro que no quería ver
a nadie.
—Esa muchacha siempre me cayó bien —intervino Darren—. Aunque si
dejase de venir a la casa después de todo este tiempo sin que la recibas, no
la culparía.
—Diablos… —murmuró Oliver por lo bajó. Acabó de tomar su café, y
después se incorporó—. Tengo que ir al hospital, me toca rehabilitación y
probar la nueva prótesis que será la definitiva, aunque esta —dijo mirando
el sitio en el que su zapatilla deportiva estaba incrustada en el pie de resorte
—, no está mal.
Amanda asintió.
—¿Quieres que te llevemos o le digo al chofer? —preguntó Darren.
—No hace falta. Ustedes tienen mucho en la agenda con la granja. Y yo
—se pasó la mano sobre el rostro—, pues tengo algunos asuntos por ajustar.
Puedo pedirme un Lyft o Uber, pues tampoco hace falta que le digan nada al
chofer. La prótesis nueva para amputaciones transfemorales como la mía
parece bastante buena. —Sacó el teléfono del bolsillo y les mostró el
modelo a sus padres—. Tiene un sistema hidráulico potente de rotación,
además de amortiguación para balance. En el hospital me dirán más en
detalle al respecto. Tendré una hora de terapia.
Amanda esbozó una sonrisa cálida.
—Se ve estupenda, Oliver, en especial, porque está destinada a personas
que, como tú, necesitan mantener un ritmo de vida activo.
Oliver asintió consciente de que, en un siglo tecnológico, sus
posibilidades de llevar una vida casi normal eran más altas que en otros
tiempos.
—Será el reto más complicado: intentar correr y hacer ejercicios con
prótesis.
—Lo harás bien, hijo —dijo Darren—. El ser tozudo puede ser bueno.
—Supongo que no es un cumplido —dijo Amanda mirando
reprobatoriamente a su esposo—. ¿Eh?
—Una broma no le viene mal a nadie —replicó Darren frunciendo el
ceño tal como solía hacerlo su hijo mayor cuando Amanda lo reprendía por
alguna cosa.
Oliver sintió un nudo en la garganta por la confianza ciega que tenían sus
padres en él. No tenía palabras para agradecerles que hubieran tolerado su
casi mutismo esos meses, sin reprochárselo; tampoco intentaban forzarlo a
socializar, aunque podía notar la tensión en la expresión de su madre y la
inquietud en su padre. Si no hubiera vendido su piso antes de marcharse la
última vez, en una estancia en el extranjero antes de Afganistán, porque
vivía más tiempo en las bases militares, tal vez no habría tenido el soporte
emocional constante de su familia.
Sabía de incontables veteranos de guerra que se suicidaban ante la
incapacidad de lidiar con el estrés postraumático u otros que terminaban en
las calles sin el apoyo del Gobierno que tanto exigió de ellos, pero los
abandonó cuando más necesitaban. Era un caído muy afortunado. Miró a
sus padres con cariño, hizo un asentimiento y luego se marchó hacia su
primer destino: el hospital.

***
Daisy contempló su nuevo corte de cabello en el espejo con una sonrisa.
Le habían dejado unas capas muy bonitas que le brindaban volumen y
movimiento. Seguía manteniendo el largo hasta debajo de los hombros. Sus
uñas ahora lucían un tono de esmalte rosa claro. Muy complacida con su
imagen, y una renovada sensación de regocijo se acercó a pagar al counter.
Su próxima parada era almorzar con una gran amiga, Susanna, en un sitio
que a ambas les encantaba.
A pesar de la tristeza que le suponía lo ocurrido con Oliver, la opción de
ser la receptora inmerecida de situaciones incómodas no le apetecía para
nada. Por otra parte, la llamada pérdida de su ex, Henry, la instó a
replantearse su decisión inicial de darle una segunda oportunidad. ¿Qué de
bueno podría traer regresar a una relación en la que él consideró que no
estaba listo para tener algo más comprometido?
No, no habían sido amigos con derecho a roce, sino una pareja en la que,
por miedo a que ella creyese que podría existir un anillo de matrimonio en
un futuro muy cercano, Henry solía encontrar excusas para no llevar a
Daisy a reuniones en las que pudiese encontrarse con demasiadas personas
conocidas. Como si le avergonzara que ella estuviera a su lado. Consciente
de que no era valorada, y muy cabreada cuando encontró el motivo de las
ganas constantes de Henry de preferir lugares poco concurridos o de pasar
más tiempo en casa, Daisy decidió cortar.
Los últimos meses, Henry se había mostrado interesado en llevarla
incluso a conocer a sus padres, pero Daisy no era idiota. ¿Por qué iría a
darle una segunda oportunidad cuando él se sentía preparado, pero cuando
ella lo estuvo emocionalmente, a Henry no le importó? Consideró hacerlo
en un inicio, por todas las atenciones y gestos, aunque ahora sabía que él
llegaba demasiado tarde; además de que no era un prospecto romántico que
mereciera la pena.
Recorrió el tramo hasta el parqueo, y pagó dos dólares adicionales
porque el tiempo estaba a punto de expirar. Lo último que necesitaba era
una multa de tráfico.
Nada más subirse al automóvil, su madre la llamó para decirle que era
importante que pasara por el local, porque uno de los proveedores estaba
retrasado con una entrega y esa hora era la única en que podía despachar la
orden. Ciertos ingredientes eran indispensables para mantener el negocio
con productos frescos, así que Daisy puso el coche en marcha. Apenada por
el cambio de planes, llamó a su amiga, y esta acordó postergar la salida para
otra ocasión.
Una vez que estuvo dentro del local, encendió las luces, y se sintió feliz
nada más aspirar el delicioso aroma de las galletas de vainilla con
frambuesas de su abuela, Jessa, y su madre, Dolly, que estaban fuera de
Louisville pasando el día con un grupo de viejas amigas con las que
jugaban bridge. A pesar de la falta de su padre, y la ausencia de sus
hermanas que vivían en la costa oeste, Daisy era feliz.
Quizá el amor no estaba en sus cartas por ahora, pero tenía un negocio,
una familia, un grupo de amigos diverso, ilusiones profesionales, así como
muchos años para transformar su vida de las formas que le diese la gana. En
el camino era preciso contar los puntos buenos.
—Buenos días —dijo el hombre de uniforme. Se llamaba Jacob, según el
membrete que reposaba en el bolsillo del uniforme—, lamento venir con tan
poca antelación. Aquí está la lista del pedido —se la extendió a Daisy—,
tan solo tiene que firmar, y hacer un cheque por la diferencia.
—Buenos días. —Daisy frunció el ceño. Agarró el papel y revisó ítem
por ítem. El dinero no le sobraba, pero vivía con comodidad. Sin embargo,
no era botarata, y cada centavo que se invertía necesitaba ser controlado con
sabiduría—. Ya se canceló este excedente. La factura que me está
entregando está equivocada. Regrese mañana con una nueva forma, porque
no puedo extenderle cheque alguno adicional.
El hombre se rascó la cabeza. Tenía la panza prominente, un bigote
negro, así como la gorra con la insignia de los Lakers que había visto
mejores días.
—Demonios —masculló—. Señorita estoy trabajando tiempo extra —
dijo secándose el sudor de la frente, y observando a Daisy de arriba abajo.
La tienda estaba sola, las aceras poco concurridas a esa hora del día, y la
muchacha le pareció a Jacob muy sensual—. Deme el dinero, en efectivo si
acaso le parece bien, pero démelo. Me aseguraré de enviarle la factura con
otro de mis compañeros.
Daisy conocía de los hombres que eran abusones, y este tenía todas las
características que lo identificaban como tal. Esa mañana se había vestido
con un pantalón blanco, una blusa de algodón celeste, y sandalias bajas
rojas. No llevaba nada provocativo, aunque sus curvas no necesitaban
demasiado esmero para lucirse. La forma en que él estaba mirándola no le
gustaba en absoluto. Maldijo mentalmente el haber dejado la bolsa con el
móvil dentro, en la oficina interior de la tienda.
—Creo que será mejor que se lleve los productos y se marche, Jacob.
Él dejó caer la tablilla de metal en la que tenía todas las órdenes de
entrega. Esta parada era la última del día, porque el turno de la tarde lo
tomaría otro. Llevaba con las mugrosas entregas desde las cinco de la
madrugada. Sus amigotes le hicieron una mala pasada, y perdió dinero en
una apuesta de fútbol.
—Mira, princesita, lo que necesito es el dinero. Si no me lo das van a
descontarme, y eso me va a cabrear muchísimo. A mí no me pagan por
aguantar sandeces de la gente, sino para hacer entregas. Cumplo órdenes —
replicó acortando la distancia—. Quiero que firme ese cheque de inmediato.
Daisy se sintió acorralada, y el hombre en lugar de apartarse, se acercó
más hasta que la tuvo contra el borde del counter de granito.
—Si no se aparta de mí…
—Voy a contar hasta tres —dijo una voz muy conocida para Daisy.
Elevó la mirada para encontrarse a Oliver en el umbral de la puerta. Tan
concentrada estuvo en hallar la forma de convencer a Jacob de que se
apartase que no notó el movimiento en la entrada—, y si no te has alejado
de la señorita, entonces voy a sacar mi arma y recibirás un agujero en la
espalda.
Jacob, tomado por sorpresa, se giró de inmediato. En el movimiento
trastabilló, y Daisy aprovechó para hacerse a un lado. Fue hasta el interior
de la tienda y agarró el teléfono para llamar a la compañía para la que
trabajaba el repartidor. No se molestó en regresar de inmediato, porque
sabía que Oliver se encargaría de Jacob, si acaso este último era lo
suficientemente imbécil para enfrentársele.
Después de recibir profusas disculpas del gerente de la compañía,
asegurándole que le devolverían el dinero, y que todo el pedido corría por
cuenta de ellos, Daisy soltó un largo suspiro. Al cabo de un rato, cuando
dejó de escuchar los balbuceos ininteligibles de Jacob, así como las órdenes
(quién sabría sobre qué) de Oliver, regresó al área principal de la tienda. Lo
que vio casi le arranca una carcajada. Jacob estaba incorporándose del
suelo, en lo que a simple vista parecía ser la postura de recogimiento
después de hacer lagartijas.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó ella con curiosidad. Las cajas con los
tintes naturales para darle color a los postres habían sido cuidadosamente
dispuestas en una esquina en la que podían ser abiertas con comodidad sin
estorbar el paso.
—Esta persona —dijo Oliver cruzado de brazos todavía, y con una
expresión asesina dirigida a Jacob—, ya se marcha. Ha cumplido con varias
sentadillas, abdominales y lagartijas. Decidió que lo prefería, a recibir un
tiro en la espalda. Supongo que, por su elección, no es tan estúpido.
Sudado como si hubiera corrido una maratón, Jacob no miró a Daisy,
sino que recogió la tablilla del piso, se ajustó la maltrecha gorra y salió
embravecido dando un portazo con toda intención. Tan solo cuando la
puerta se cerró, ella se relajó, aunque solo un breve instante, porque la
presencia de Oliver era demasiado potente.
—Gracias —dijo ella—, llegaste a tiempo para evitar un mal trago.
Aunque no parecía demasiado ofensivo, lo cierto es que no quiero ni pensar
en las posibilidades. —Se estiró para agarrar la botellita de agua que
siempre solía dejar cerca de la caja registradora del negocio. Desenroscó la
tapa, y bebió el contenido—. ¿Cómo sabías que estaba en la tienda?
Oliver la observó detenidamente. Ya sabía que Daisy era bella, pero en
ese momento lucía despampanante. ¿Sería la ropa o el delineador de ojos?
—Un golpe de suerte —replicó—, además venía a verte. Fui a buscarte a
tu piso y no me abrías. Te llamé al móvil, y tampoco contestaste. Asumí que
podrías estar en el negocio… Siempre fuiste muy responsable, incluso
cuando no existía un motivo para serlo demasiado.
Ella frunció el ceño. Imaginaba que era el número de Oliver al que
correspondían tantas llamadas perdidas.
—¿Quién te dio mi número? —preguntó a cambio.
—Julianne, y también me dijo en dónde vivías —se encogió de hombros
—. Ahora, encontrar la tienda no fue nada difícil, porque constas en la base
de datos como dueña junto a tu madre y tu abuela.
Daisy meneó la cabeza. Suponía que no era complicado para él buscar
información, y menos cuando San Google estaba a disposición.
—Solo vine a recibir esa orden —señaló las cajas—, ¿para qué me
buscabas?
Oliver soltó una exhalación queda.
—Me gustaría disculparme por lo que te dije la otra noche —dijo con
sinceridad—. Fue una grosería e inmerecida actitud de mi parte. Me siento
profundamente avergonzado por mi comportamiento, Daisy.
Ella sabía que estaba siendo sincero, pero no iba a ponérselo fácil.
Después de tres meses visitándolo, supiese él que se trataba de ella o no, y
tratar de sacarlo de su ostracismo comunicacional, pues se iba a tener que
ganar esas disculpas. Claro, si es que de verdad estaba interesado en
conseguirla. Si no, a ella le daba lo mismo.
¿Que si Oliver no la afectaba? ¡Por supuesto! Aunque el respeto hacia sí
misma era mucho más importante que la manera en que su cuerpo se
tensaba ante la presencia tan viril de ese hombre. Vestido con un jean que se
ajustaba perfectamente a sus piernas musculosas (y que ahora conocía muy
bien gracias a ese fortuito encuentro en el cuarto de baño), una camisa
morada con mangas recogidas hasta el codo, la expresión decidida en su
rostro de emperador romano.
—Qué bien que lo reconozcas, gracias por venir a disculparte en persona
—dijo agarrando su bolsa—. Ahora tengo que marcharme, he quedado con
alguien —mintió a propósito, porque no quería que supiera que su día libre
consistía en quedarse en la cama viendo Netflix y la última temporada de
The Crown.
—Daisy… —dijo en un tono que sonó al rayo que precede la tormenta
—. ¿Quién es ese “alguien”?
Ella se acercó, y presionó un dedo sobre el fuerte pectoral. Él no tenía
ningún derecho a hacerle una pregunta como aquella, menos como si le
importara. ¿Acaso no se había quedado en ese bar, y luego se había ido a
disfrutar su trío sexual? Es que el recuerdo le provocaba ganas de lanzarle
los cruasanes por la cabeza.
—Lo que yo haga o deje de hacer, Oliver Clarence, no te incumbe. Creo
que dejaste muy claro ayer que soy aburrida, y que probablemente sea el
problema por el cual me han sido infiel. ¿Quieres saber si acepto tus
disculpas? No, no las acepto, y me da lo mismo si eres sincero o no.
Antes de que pudiera apartar la mano, Oliver le tomó la muñeca con
suave firmeza. Ella lo miró a los ojos. «¡Error, Daisy, error!». El hombre la
paralizó con esos brillantes e intensos ojos del color de las hojas de los
árboles en otoño. La mezcla entre verde con motitas ocre era muy rara, pero
en él parecía creada a la perfección.
—No me acosté con nadie —expresó.
—No te he hecho ninguna pregunta al respecto —replicó Daisy, aunque
escondió muy bien la sensación de extraña calma al saber ese detalle. ¿Por
qué? Pues básicamente, su corazón era bastante idiota y creía que Oliver
continuaba siendo el responsable (aún después de tanto tiempo) de lograr
que latiese de una forma distinta. Una lástima que no pudiera trasplantarse
ese necio órgano palpitante—. Eres libre de hacer lo que te dé la gana.
Oliver hizo una mueca.
—Apenas te marchaste, pagué la cuenta, y fui a buscarte, pero… —
apretó la mandíbula. Confesar sus debilidades no era un ejercicio usual,
aunque si quería que Daisy le diese la oportunidad de mostrarle cuán
arrepentido estaba, no quedaba de otra—. Tuve un ataque de pánico. —
Daisy suavizó la mirada, pero no su intención de marcharse—. Esperé a que
pasara el efecto antes de salir de Ringlings. No tenía cómo llamarte, porque
no tenía tu información de contacto… Así que disculparme en ese instante
fue imposible. Luego llamé a un coche para volver a casa.
—Al menos llegaste sin novedad a tu casa. Tus padres se habrían
preocupado, por más que seas un adulto, dada la situación que te llevó en
primer lugar a quedarte en casa de ellos —replicó Daisy con indiferencia—.
¿Eso es todo? Tengo que irme.
Oliver apretó la mandíbula. «Vaya que Daisy era un hueso duro de roer».
—Bueno, amanecí con una resaca de mierda. Fui al hospital a probarme
la nueva prótesis. La definitiva, y estuve una hora en rehabilitación física.
Tan solo volví a casa para ducharme, y luego buscarte para disculparme en
persona.
Daisy no podía negar que le provocaba alegría saber que la prótesis y su
dueño se habían acoplado mutuamente. Imaginaba que le tomaría un par de
días hasta lograr sentir la prótesis final como parte de su día a día.
—¿Y cómo te sientes? —preguntó con suavidad, mientras él le
acariciaba distraídamente el interior de la muñeca con el pulgar.
Continuaban muy cerca.
Oliver la soltó con cautela, como si temiera que pudiese escaparse. No
quería dejar de tocarla, pero el impulso mordaz que lo instaba a besarla,
saborear esa boca que llevaba años tentándolo, era peligroso. Sabía que un
beso con ella no bastaría, además, tal como estaban las cosas ahora mismo,
lo más probable es que se llevase una merecida bofetada de Daisy. Debía ir
con tiento.
—Creo que es cuestión de que me habitúe…
—Como todo en la vida —replicó Daisy—. Me alegro por ti, Oliver,
creo que es importante que tomes este proceso como algo natural, aunque
no lo sea. Sé que jamás podrías compartir detalles de la misión que te dejó
mal herido, pero lleva claro que un héroe no es solo aquel que deja su
sangre en suelo extranjero por la guerra, sino también aquel que, como hoy
has hecho tú, hace pequeños actos para ayudar a otros de posibles
inconvenientes o peligros.
Impactado por sus palabras, Oliver no pudo detener sus dedos cuando se
acercaron a la mejilla suave de Daisy para acariciarla. Ella cerró los ojos un
instante, como si la caricia hubiera sido esperada desde hacía mucho
tiempo. Después, pareció darse cuenta de que estaba demasiado cómoda, y
se apartó. Él no lo reprochó, ni tampoco cometió el error táctico de decirle
que entendía que la química que fluía entre los dos no era fruto de la
imaginación, y que era compartida. «Tiempo al tiempo».
—¿Me estás llamando héroe por haber hecho que ese papanatas se
ejercitara un poco? —preguntó, tratando de quitar el peso emocional que
experimentaba. No en el mal sentido de la situación.
Daisy soltó una risa que provocó en Oliver una sonrisa.
—Me tengo que marchar —mintió de nuevo, porque necesitaba procesar
ese exceso de mariposas en la panza; el pálpito inconveniente en su sexo; y
los latidos descontrolados de su corazón—. Gracias por haberme salvado de
un posible evento incómodo con ese repartidor.
—Daisy —llamó, cuando ella abrió la puerta para darle a entender que la
conversación había llegado a su fin. Lo miró a los ojos, esperando a que
hablase—, ¿aceptarías salir conmigo el sábado por la noche a cenar?
—No, Oliver, creo que es mejor que no sigamos por ese camino.
—¿Por qué no estás interesada? —preguntó consumido por la
frustración.
—Porque tú y yo estamos en posiciones de vida diferentes.
Él se cruzó de brazos. Furioso.
—No me digas…
—Yo quiero una relación a largo plazo con una persona que pueda
asumirla. Tú, estás en un período en que necesitas dejar de demonizar
muchas cosas; y deberías empezar por dejar de autosabotearte o esperar que
las mujeres se alejen porque te amputaron una parte de tu pierna —soltó
una exhalación, porque negarse a salir con el hombre del que siempre
estuvo enamorada era una locura, pero sabía que era mejor dejar claras las
cosas entre ambos. Ya no era una adolescente enamoradiza, sino una mujer
con prioridades claras, y sin tendencia a aceptar medias tintas.
—No sabes en qué periodos estoy, porque no te has tomado la molestia
de conocerme, tan solo sermonearme —refutó Oliver.
Daisy estaba siendo un poco osada al hablarle de esa forma.
—Tienes razón, no es mi sitio hacer conjeturas. Pero sobre el tema de las
mujeres no me equivoco. —Él farfulló algo sobre lo tozuda que era Daisy
—. Oliver, no sé si recuerdas que te vi completamente desnudo hace más de
veinticuatro horas.
—¿Y?
—No es por incrementar tu ego, pero debes ser consciente de que
ninguna mujer en sus cincos sentidos va a rechazar a un hombre guapo
como tú. El que seas herido de guerra es una circunstancia menor. El
encanto, que de seguro despliegas cuando de verdad te interesa alguien,
hace fácil ignorar aquellos detalles que a ti te parecen ahora
monumentalmente graves cuando, de verdad, no lo son.
—¿Para ti? —indagó sin detener a tiempo la pregunta que salió de su
boca.
Daisy soltó una exhalación. Al parecer, en su intento de poner punto
final a una situación, lo que había conseguido era hacer confesiones
personales. «Dios».
—Mi amigo, ese que tú dijiste que murió en Afganistán, está en algún
sitio —dijo señalándole el pecho a Oliver con la mano—. A ese amigo, el
que me consolaba cuando un proyecto salía mal en la escuela; el que jugaba
al escondite conmigo; el que tocaba la guitarra en las fogatas o solía tener
largas conversaciones de todo y nada; a ese amigo se lo hubiera perdonado
todo. Sin pensarlo. Porque ese Oliver Clarence era el único capaz de
dejarme ver lo hermoso que era, por dentro y por fuera, hasta que un día
decidió que era mejor ignorarme y entregarme cordialidad, en lugar de
calidez. El físico de ese muchacho joven convertido en hombre es el físico
de un héroe de guerra. No porque hubieras sido o no herido, Oliver, sino
porque la intención por la que te marchaste fue noble.
—Ves demasiadas cosas buenas en mí, a pesar de cómo te traté —
murmuró.
—No, Oliver, lo que ocurre es que tú has decidido buscar solo los
obstáculos que te hacen físicamente diferente, y eres ciego ante el hecho de
que tu esencia es igual. Intentar sepultar tu esencia no tiene sentido, porque
terminará saliendo a flote.
—¿En qué momento te volviste tan madura, Daisy? —preguntó,
acercándose para tomarle el rostro entre las manos.
—El día en que mi mejor amigo se largó, y me tocó continuar mi camino
sin él —dijo mirándolo con tristeza.
Oliver apoyó la frente contra la de ella.
—Lo siento, Daisy…
—Yo también —murmuró ella, antes de apartarse e instarlo a salir de la
tienda.
A regañadientes, él observó cómo ella codificaba el panel de alarma,
para luego cerrar la puerta con llave, para después unírsele en la acera.
—Daisy —dijo con su usual aplomo—, no me voy a dar por vencido.
—¿Con respecto a qué? —preguntó, mientras introducía la llave en el
switch de la puerta de su automóvil. Abrió la puerta, y después lo miró de
nuevo.
—Voy a ganarme tu confianza de nuevo.
—Oliver…
—No te quepa duda, y entonces, hablaremos de algunas situaciones
inconclusas, así como de otras que son malos entendidos.
Daisy fue a decir algo, pero prefirió callarse. El aleteo en el pecho era
incesante. Sin embargo, después de la noche anterior sabía que Oliver
necesitaba tiempo para entender que el mundo no estaba en su contra, que
las mujeres no huirían porque una parte de su cuerpo no existía más o que
podía descargar su ira sin consecuencias. No podía aventurarse a una
situación destructiva por más de que su lado más primitivo la instara a bajar
la guardia en ese instante.
—Ya me marcho —murmuró entrando en el automóvil. Cuando empezó
a alejarse su piel se erizó. Por el espejo retrovisor notó brevemente la
mirada de determinación que tenía Oliver, con las manos en los bolsillos y
la atención fija en el Ford, era la imagen de un general de guerra
predispuesto a lograr un objetivo.
CAPÍTULO 7

Durante la siguiente semana, Oliver empezó a entrenar cada mañana


para tratar de recuperar su estado físico habitual. A campo traviesa, en los
límites de la granja de sus padres, había dispuesto un perímetro
determinado para hacer su recorrido. Antes de cada sesión hacía
videollamada con el fisioterapeuta para que este le diera las directrices. En
un inicio las caídas fueron inevitables, incluso las lágrimas de frustración,
las maldiciones y constantes recriminaciones.
Los recuerdos, mientras yacía tirado en la tierra fresca, de sus años en el
ejército llegaban con el ímpetu de abejas al panal; no por lo dulce, sino al
contrario. Se trataba de una efervescencia de emociones que no tenía cómo
desmembrar de su memoria, y le tocaba simplemente aceptarlas y digerirlas
tal como iban llegando.
Los rostros de sus amigos, aquellos que logró salvar y otros a los que no,
en diferentes etapas de sus nueve años en el ejército, pasaban como
películas desdibujadas en su memoria. Cuando lograba levantarse, en lugar
de sentir pesar por sí mismo, volvía a tomar brío para continuar el camino
propuesto. Ochenta minutos de entrenamiento fue lo que se marcó en su
objetivo a alcanzar a corto plazo. No era de los que renunciaba a las
adversidades, y Oliver estaba impaciente por llegar a ese momento en el
que pudiera al fin sentirse cómodo con su nueva condición física.
Como herramienta adicional exploraba videos de YouTube, y trataba de
motivarse con experiencias contadas por otros que habían atravesado
calvarios emocionales y físicos similares a los de él. Y es que la perenne
sensación de rabia y desprecio por la injusticia que lo había marcado fueron
ineludibles durante esos primeros días de habituarse a la prótesis, porque no
era igual utilizar las máquinas de ejercicios que había comprado e instalado
en el sótano de la casa de sus padres, a salir a la realidad sin fronteras que
representaba el campo.
Al quinto día, en medio de la naturaleza, Oliver adquirió fortaleza
suficiente para reconocer los pensamientos destructivos y cambiarlos por
unos optimistas. Sabía que era un camino largo que le tocaba recorrer
todavía, porque los cambios no se conseguían de la noche a la mañana,
menos los vinculados a la mente.
La hipótesis de que su prótesis no iba a acompañarlo en los movimientos
fluidos al compás de su cuerpo como una unidad, instándolo al fracaso, era
una que tenía que desarmar sistemáticamente. La más importante que le
hacía la contra a sus ganas de superarse. Oliver solo tenía su fuerza de
voluntad, y nadie podía brindársela, sino él mismo. No existían ayudas para
el trabajo personal que cada individuo, soldado o no, debía llevar a cabo,
después de una tragedia. Daba igual la magnitud de las vicisitudes. El ser
humano estaba hecho para no doblegarse, a pesar de que las tormentas
muchas veces arrancaban de raíz los cimientos de las certezas.
Otro asunto que lo tenía agobiado eran los mensajes que le enviaba a
Daisy —desde el día en que la encontró en Happy Sugar, acorralada por el
puñetas del mensajero y a quien a duras penas evitó matar a golpes—, que
sí eran respondidos, pero con distante amabilidad. No creía que pudiera
continuar ese camino más tiempo, en especial porque la conversación que
sostuvieron esa vez, antes de que ella se marchara, caló profundo en él.
Ahora que la vida le estaba entregando la posibilidad de cambiar la
perspectiva de su relación con Daisy, en un momento ya más maduro de sus
existencias, no iba a tirarla a un foso sin luz ni fondo. Él era un general de
brigada de guerra condecorado, y si lograr acercarse a la hermosa muchacha
que siempre guardó en su memoria, a pesar de todas las desgracias que
presenció en casi una década como militar, era una incursión en campo
minado, entonces tenía preparado un arsenal para llegar a ella.
—¿Qué es todo esto, cariño? —preguntó su madre, cuando la compañía
encargada de la mudanza empezó a sacar máquinas de ejercicio, así como
las pertenencias de Oliver de la propiedad. No era mucho, pero sí una
cantidad considerable para que él hubiese recurrido a los servicios de
traslado.
—Lo que te dije ayer era cierto, mamá —dijo con calidez, porque no
quería herir los sentimientos de sus padres más de lo que su monosilábico
sistema de comunicación había conseguido durante esos meses en la granja
—. Creo que ha llegado la hora de marcharme a mi propio lugar, y rehacer
mi vida tratando de encontrar un nuevo objetivo profesional. Me siento
agradecido porque me permitiste quedarme este tiempo, a pesar de haberme
comportado como un majadero cuando no lo merecían ni tú ni papá.
Amanda apretó los labios, se acercó y abrazó a su hijo de la cintura. Le
sacaba mucho en altura, pero para ella siempre sería un chiquillo. Lo
sostuvo un largo rato.
—Soy tu madre, y tanto Darren como yo entendemos lo que has
atravesado. Verte sufrir, nos ha causado dolor, pero jamás dejamos de estar
orgullosos de ti y tus logros, cariño —dijo apartándose con suavidad—.
Puedes quedarte el tiempo que necesites, hijo querido, porque hay espacio
más que suficiente. Esta casa, sin ti y sin Julianne, va a ser una pequeña
caverna con los ecos de los animales o los automóviles a lo lejos que vienen
a comprarnos productos.
—Te quiero, mamá, gracias. Y ese comentario de la caverna —meneó la
cabeza de buen humor—, ya veo de dónde Julianne heredó la vena
dramática—replicó riéndose, mientras se inclinaba para darle un beso en la
mejilla—. Papá lo ha entendido, y sé que tú también lo haces… Es parte de
mi proceso.
Entre esas cajas que se llevaba Oliver, incluía algunas pertenencias de su
adolescencia. Muchos de esos elementos estaban impregnados de recuerdos
que no quería dejar que continuasen perdidos en el ático de la granja.
—Tienes muchas inversiones, y has hecho dinero, Oliver. No tienes que
apresurarte en buscar un lugar diferente a esta, tu casa —murmuró, mirando
la preciosa sala con chimenea de la casa—. Además, tú y Julianne son los
herederos naturales cuando nosotros ya no estemos.
Oliver esbozó una sonrisa con cariño. Después de que su padre enfermó,
la fortaleza de su madre pareció solidificarse, en lugar de lo opuesto.
—Tú y papá están disfrutando la vida aquí, los mantiene ocupados,
entretenidos… Cuando llegue el momento de relevarlos, para que disfruten
un retiro como merecen recorriendo el mundo, entonces encontraré la forma
de llevar a cabo las tareas de la granja o delegar para que continúe la racha
exitosa de siempre. Por ahora, lo que me hace falta es reconectar con la vida
civil en plenitud.
—Lo entiendo —replicó con un suspiro resignado—. Vendrás a
visitarnos seguido ¿verdad?
—Si lo que quieres saber es si acaso voy a encerrarme en mi nuevo piso,
la respuesta es no. —Amanda se llevó una mano al corazón, con alivio—.
Claro que vendré a visitarlos, pero si acaso no lo hago seguido prometo
siempre responder o devolverte la llamada. Venga, mamá, estoy en la
misma ciudad. No habrá más despliegues militares en ciudades lejanas o
falta de comunicación por semanas.
—Quizá es un poco la costumbre a tus partidas o vida de gitano que me
hacen sentir este extraño apremio… —meneó la cabeza—. La inquietud de
saber que mi hijo mayor está en algún lugar sin que yo pueda ayudarlo. Lo
siento, Oliver, debes entender que cuando eres madre, la posibilidad de que
tus hijos estén en apuros o pasando necesidades, y no puedas ayudarlos,
resulta un impacto emocional fuerte.
Oliver asintió, y le dio un abrazo a su madre para confortar su inquietud.
—Me quedaré en Louisville un largo tiempo. Siento la necesidad de
sentar raíces en algún sitio, como tú dices, después de una vida de gitano.
Además, tengo algo muy importante qué hacer, y para eso es preciso dejar
de herirme a mí mismo con mis pensamientos o actitudes que inciten a otros
a apartarse. Quiero ser mejor por mí, pero también porque sé que al hacerlo
seré un mejor hijo y hermano.
Amanda miró con resignación cómo los hombres de la compañía se
llevaban lo que parecían ser las últimas cajas de las pertenencias de Oliver.
Estaba orgullosa de la familia que había creado. De su hijo, y su sacrificio
por el país. Sabía que el sistema norteamericano tenía muchas aristas por
cubrir todavía en lo referente a veteranos de guerra, por eso tanto ella como
Darren se aseguraban de que tuviera todo el soporte que hiciera falta. Tal
vez, la economía en la casa no era boyante, pero poco a poco iban
recuperándose. No le gustó saber que Julianne estuvo enviándoles dinero,
aún cuando ella no tenía trabajo estable. Tampoco podía impedir que sus
hijos tuvieran ciertos gestos, al fin y al cabo, lo que nacía de corazón se
recibía de corazón.
—Eres un hombre admirable, Oliver —dijo mirándolo a los ojos.
Después, cambiando el tono serio de la conversación, agregó en una voz
que fingía inocencia: —¿Tiene esta mudanza también algo que ver con
Daisy Marchand?
Oliver se rio, y meneó la cabeza con incredulidad.
—Probablemente —dijo, porque no quería alentar a su madre a hacerse
ideas, menos cuando Daisy parecía tan reacia a cambiar esa distante actitud
con él.
Necesitaba ver el fuego en sus ojos, aquel fuego y brillo que había
observado cuando se presentó en su habitación para dejarle saber lo que le
pasaba por la cabeza. Y claro, él lo había tenido que arruinar en Ringlings.
Eran años de ocasiones perdidas, momentos que escaparon, posibilidades
arruinadas, que necesitaba recomponer.
—¿Sabes? Su madre me llamó el otro día… Daisy parecía renuente a
mencionar tu nombre, lo cual es extraño considerando que siempre fueron
ustedes buenos amigos. Creí que, a pesar del tiempo, se mantendría el
contacto o la amistad… Nunca te lo pregunté, hijo, pero ¿ocurrió algo?
—Sí —replicó Oliver de buen humor—, que ya debo marcharme. Eso es
lo que ocurrió, mamá —se rio—. Me pasaré por los establos para
despedirme de papá. Gracias por todo lo que has hecho por nuestra familia
—dijo abrazándola.
Después de subirse al BMW que había comprado dos años atrás, Oliver
puso rumbo a su nuevo piso. El inicio de una nueva vida con una
perspectiva optimista le parecía inverosímil; había sobrevivido, y pensaba
sacar el mayor provecho preocupándose de verdad en existir con su
característica integridad, aunque en especial con una meta más clara: sentar
raíces, y formar una familia.
Sabía que Daisy no era la clase de mujer que aceptaba disculpas con
flores y chocolates (se los había enviado de regreso solicitándole que los
donara; todos), así que él necesitaba hallar las estrategias idóneas para
resarcir sus errores. No era la misma muchacha de siempre, y le parecía un
reto aprender todas las cosas nuevas que la habían moldeado en la mujer
que era ahora.
Él no era hábil con las palabras adecuadas, aunque por ella, intentaría
serlo. Además, tenía varias ideas en la cabeza que creía que podrían
funcionar para tratar de ganarse una disculpa por lo ocurrido la noche en el
bar, pero, sobre todo, por los años de haber decidido unilateralmente que era
mejor tomar un camino diferente sin ni siquiera reconocer o darle mérito a
la amistad que los unía.
Daba igual que se hubiese alejado para protegerla. No volvería a darle
señales confusas sobre lo que quería: a ella.

***
El piso que adquirió, cinco años atrás, había sido pagado
mayoritariamente por los excedentes de las ganancias de cada trabajo que
Daisy tuvo antes de establecer el negocio de repostería, Happy Sugar. Tan
solo eran ocho apartamentos en el condominio, y la mayor parte de sus
vecinos eran agradables, al menos de las pocas interacciones que había
tenido con ellos. Claro, no los conocía a todos, porque los horarios de
trabajo eran diferentes o cada quien se dedicaba a lo suyo.
Esa tarde había junta de vecinos en el edificio para determinar si iban a
reemplazar la compañía de seguridad, que tenían contratada desde hacía ya
varios años, o si acaso extenderían el contrato durante tres años más. La
votación tendría lugar porque uno de los inquilinos al parecer había
planteado una queja formal para dejar claro que los puntos ciegos en el
exterior, que no contaban con cámaras de seguridad, podrían constituir un
asunto problemático.
Si se consideraba que el sesenta por ciento de las familias residentes
tenía niños de hasta diez años de edad, la queja era muy válida. Louisville
era una ciudad bastante segura, pero no se podía confiar en las estadísticas
estatales. Las precauciones jamás estaban de más. Tan solo por eso, Daisy
decidió que asistiría al apartamento seis (frente al de ella) en el que se
llevaría a cabo la reunión, y de paso aprovecharía para socializar un poco.
Ella era bastante despistada con los memorándums en que se dejaban saber
temas concernientes al condominio. Este informativo sobre la votación, por
suerte, lo alcanzó a ver a tiempo. A veces era importante verse las caras
para saludar, y saber quiénes eran las nuevas familias que habitaban el
edificio.
—Hola, Daisy —dijo Johnny, el hijo de la pareja de arquitectos que vivía
en la planta baja—. Mañana es mi cumpleaños. ¡Cumplo cuatro!
—Johnny —intervino Carmen, la madre del pequeño, mirándolo con
reprobación, porque sabía que su hijo iba a pedirle a Daisy uno de los cakes
de naranja de Happy Sugar para el cumpleaños—, ya hemos hablado que no
debemos interrumpir a las personas, porque tienen una agenda de vida que
cumplir.
Daisy se rio. Acababa de llegar al portal, y llevaba unas bolsas con
vegetales entre los brazos. Le gustaba su comida colorida, aunque no creía
que lo vegano pudiera constituir jamás su dieta al cien por ciento, pero
admiraba la determinación de las personas que eran capaces de poseer tal
disciplina alimenticia.
—Entonces, jovencito, mereces una sorpresa de Happy Sugar —dijo con
entusiasmo. Le agradaba saber que el interés por su trabajo de repostería,
así como los de su madre y abuela que colaboraban con las recetas
familiares, llegaban a personas de todas las edades.
—¿De verdad? —preguntó Johnny dando saltitos—. ¡Qué guay!
—Lo siento, Daisy, no hace falta —dijo Carmen, apenada—. ¿Nos
vemos más tarde en el apartamento seis? No conozco la nueva familia, pero
si se han ofrecido hacer de anfitriones, nadie va a oponerse. El tema de la
seguridad es primordial.
Daisy esbozó una sonrisa, y asintió. Al notar la expresión
apesadumbrada de Johnny se acuclilló, para quedar a la misma altura, y le
removió los cabellos.
—Mañana mi obsequio será algo especial, porque sé que no haces bulla
en los pasillos, llegas a recoger tus juguetes. —Johnny asintió profusamente
—. Mira, pequeñajo, que te lo mereces. ¿Tú qué opinas, Carmen? —
preguntó incorporándose, y mirando a la madre del niño, haciéndole un
guiño para que no rechazara la oferta.
—Gracias, Daisy, eres un cielo —replicó la mujer sonriendo—.
Continuaré recomendando a mis amigas tu negocio. Lo cierto es que tienes
unos dulces para dejar la dieta de lado sin arrepentimientos.
—Pues qué mejor, porque Johnny aún no está en edad de preocuparse de
esos detalles. —Agarró las bolsas que había dejado en el suelo con una
sonrisa. Agregó —: Nos vemos luego.
—Sí, justo ahora íbamos de salida para recoger una ropa que mi esposo
dejó en la tintorería. No sé cómo hace para echar a perder tantas camisas —
se rio.
—Que vaya bien, y nos vemos al rato —dijo Daisy.
—¡Hasta pronto, Daisy, y gracias por mi cake! —exclamó Johnny,
exaltado de emoción, mientras su madre meneaba la cabeza por la audacia
de su único hijo.
Daisy se despidió haciéndole un gesto con la mano, y fue hasta el
elevador.
Durante los últimos días, no solo trató de desarraigar de su cabeza los
mensajes de Oliver, sino también de tomarse el tiempo de enviar de regreso
las flores y chocolates que recibía de él. Estaba dolida, y sentirse invisible
para alguien a quien quiso, durante tantos años, no iba a cambiar de la
noche a la mañana. ¿Le pidió el otro día cenar con ella, porque le parecía lo
correcto? ¿Cómo estar segura si, de nuevo, no empezaba a hacerse ideas en
la cabeza y la intención de Oliver era tan solo mantener una amistad ahora
que iba a quedarse en Louisville? ¿Y si el propósito era solo asegurarse de
que ella de verdad había perdonado lo del bar, y le daba igual el pasado?
¿Era solo expiar una culpa? Estaba confusa, y no le gustaba esa sensación.
Además, sus horas de sueño fueron breves esos últimos cuatro días, pues
tuvo que amanecerse hasta terminar la tesis que fue el trabajo final para su
segundo máster sobre administración de empresas. Le tocaría esperar una
semana más para conocer el resultado del jurado, pues la maestría estaba
cursándola online en la Universidad de Griffith, Australia. Ciento ochenta
páginas de datos e investigación que logró recopilar, pero sabía que valdría
la pena todo el esfuerzo para ejecutar su plan a largo plazo de abrir con
éxito otra tienda de repostería en la ciudad. Quería crecer, potenciar su
producción, y nada otorgaba mejores oportunidades que la preparación
académica que enseñaba la correcta forma de administrar los fondos y saber
invertirlos.
Después de guardar la comida en el frigorífico, Daisy fue a darse una
ducha. Al salir se secó el cabello, y se calzó unas sandalias bajas. Un
vestido largo de algodón, informal, y strapless, era más que adecuado para
la reunión a las seis y media de la tarde en el piso que estaba a solo pasos de
distancia frente al suyo. Su plan posterior consistía en ver Netflix y relajar
sus neuronas con algún programa light.
Le parecía curioso que no hubiese notado si había o no nuevas personas
viviendo alrededor. O eran muy silenciosas o ella tenía unos horarios de
locura que apenas reparaba en los detalles que no tuviesen que ver con su
propia vida. Pasaba el ochenta por ciento del tiempo en su negocio, y
durante los ratos libres sacaba el ordenador para tomar las clases de la
maestría.
Ahora que sus estudios habían concluido se moría de nervios por
conocer la nota del jurado, aunque la ansiedad no contribuiría en nada. Se
fijó en la hora marcada por el reloj de pared. Le quedaba tiempo para beber
una taza de té de rosas. Iba a empezar a tomar el primer sorbo de su taza
cuando llamaron a la puerta. Se permitió degustar la bebida un instante, y
luego se incorporó de la silla con renuencia.
Quitó el seguro superior, y luego el inferior, para después abrir la puerta.
La última persona que hubiera esperado ver era a Oliver Clarence.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, incrédula, pues fue lo primero que se le
cruzó por la cabeza. Ella no creía tener suficiente poder mental para
conjurar a una persona con el simple hecho de pensar demasiado en su
nombre. ¿O sí?
—Hola, Daisy —sonrió de modo encantador, porque después de tantos
días volvía a verla, y ese simple hecho llenó de alegría su tarde—. Entiendo
que no te gustan las rosas, ni tampoco los chocolates, así que debo decirte
que se las obsequié en nombre tuyo a las señoras de la tercera edad que
hacen rehabilitación física en el mismo horario que yo, con mi nueva
prótesis, en el hospital.
Ahora, Oliver podía reconocer que las grandes desgracias y dificultades
traían situaciones que instaban a recapacitar, replantearse la vida, y también
mejorar la razón de la existencia. Casi parecía que hubiera despertado de un
estado de auto-conmiseración, roto un velo de sombras, y recordado que
estaba vivo porque había un mayor propósito para él.
No tenía que ver con lo religioso, sino con la reflexión del sentido
común. Estaba convencido que Daisy era la persona que el universo volvía
a poner en su camino porque ella pertenecía a su destino. Que estuviera
frente a la puerta de ella, pues no era ninguna coincidencia, y sí parte de un
plan orquestado con precisión.
—Pues me alegro que alguien haya aprovechado tus obsequios —
murmuró ligeramente sonrojada—, aunque no has respondido a mi
pregunta.
—Por supuesto. —Oliver sabía que no podía ir con todo su arsenal en
ese instante, así que pretendió que por un instante se había olvidado del
propósito de su visita—. Quería pedirte, si es que tienes disponible, una
charola plateada.
Daisy no entendía nada. «¿Estaba chalado?».
—Sí, tengo, pero no sé por qué te has hecho el viaje desde la granja para
venir a pedirme algo así, Oliver —dijo con manos en jarras, confusa.
Para ella no tenía sentido rechazar la imagen de él y que alegraba la
vista: pantalón de tela de algodón que se amoldaba a unas piernas
musculadas, atléticas; una camiseta azul que abrazaba a la perfección sus
músculos, y unos mocasines de color café. Ahora que ya sabía que él estaba
utilizando la nueva prótesis, esperaba de todo corazón que el proceso de
adaptación estuviese yendo bien.
A Daisy le daba lo mismo qué prótesis utilizara o si acaso lo hacía. Para
ella, Oliver era perfecto con o sin ropa. Que lo hubiese visto desnudo en el
cuarto de baño, varios días atrás, solo incrementaba su atracción por él,
aunque sabía que eso no era suficiente para otras certezas que su lastimado
corazón necesitaba.
—¡Qué tonto de mi parte, claro, es que he estado tan ocupado! —dijo
dándose un golpecito en la frente con la mano izquierda—. Olvidé
comentarte: el otro día, tu mamá muy generosamente me informó que en
este condominio suelen rotar con cierta frecuencia los inquilinos. —Daisy
abrió los ojos de par en par, porque su cerebro empezó a hacer conjeturas.
Imaginaba que algo tuvieron que ver las madres de ambos para que Oliver
hubiera llegado a recibir esa información “tan conveniente”—. Y yo justo
buscaba un sitio fijo en el cuál vivir, pues la granja es el hogar de mis
padres, no el mío.
Daisy tomó una respiración para calmar sus nervios.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, tan solo porque necesitaba
confirmación.
—Durante mucho tiempo he estado como tunante debido a mi carrera, y
ya es hora de establecerme. Cuando le escribí al administrador para
preguntarle sobre posibles vacantes de vivienda aquí, él me dejó saber que
el piso frente al tuyo estaba disponible. Lo he comprado, y soy la persona
que hará de anfitrión esta tarde. Los parámetros de seguridad necesitan
mejorarse —dijo con una sonrisa. No necesitaba mencionarle que pagó un
diez por ciento más para que el contrato fuese suyo, y no para la pareja de
recién casados que estaba también interesada. «Detalles, detalles».
—¿De verdad quieres volver a ser mi amigo? —preguntó con tristeza—.
Porque si es así, lo único que necesitas es darme tiempo. —No mencionó
que ahora, la posibilidad de verlo o peor todavía que llevase sus conquistas
al apartamento de él, le parecía más horrendo que la tortura de la legión de
inquisidores católicos en el año 1.200 DC. Sus nervios ni su corazón iban a
funcionar en armónica sincronía si era el caso—. Quizá con unos meses
más, yo podré hacerme a la idea de que mi amigo de siempre no necesita
invitarme a cenar porque siente la obligación de ello, menos enviarme
obsequios. ¿Lo comprendes?
Él apoyó la mano contra el marco de la puerta del apartamento de Daisy.
De inmediato su sensual colonia masculina la rodeó.
—El tiempo es un lujo que he aprendido que no poseo, y contigo ha sido
más que suficiente. No envío rosas ni chocolates a nadie. Jamás. Después
de la deplorable forma en que te traté en el bar sentí que necesitaba dejarte
claro que, a pesar de los años, eres importante para mí. —Daisy apartó la
mirada, porque su corazón bobalicón decidió emprender una carrera a toda
máquina en ese instante—. Estoy oxidado en ciertos asuntos vinculados a
las relaciones humanas lejos del campo militar, y todo lo que eso implica.
Contigo me siento un poco perdido, aunque no por eso voy a detenerme, y
esto último te lo dejé claro la última vez afuera de Happy Sugar.
Daisy se acomodó el cabello dorado tras las orejas.
—Fuiste grosero, cruel y majadero en el bar. —Él apretó los labios y
asintió sin refutar la verdad de esas palabras—. Sin embargo, sé cuándo
alguien es sincero, y tus disculpas esa ocasión lo fueron. Si es eso todo lo
que necesitas para seguir tu camino, entonces no hace falta que continúes
tratando de que salga a cenar contigo o lo que sea que hayas convertido en
un súbito objetivo.
Oliver hizo un asentimiento de nuevo. Esta vez, breve.
—Invitarte a cenar no fue por obligación ni culpa. Lo consideré una
posibilidad para retomar nuestra amistad, aprovechar en decirte y reiterar
que me gustaría haber cerrado la boca y no lastimarte —dijo mirándola a
los ojos, en un tono de voz profundo y sentido—. Lo siento mucho, Daisy.
Ella tomó una respiración, y asintió con suavidad. Si él empezara a tener
gestos grandilocuentes, entonces sabría que estaba siendo frívolo o falso.
Era esa mirada verde, directa y elocuente, la que hacía que su intuición
confiara en sus disculpas, reiterativas aunque no por eso menos reales, en
esos momentos. Siempre habían sido los ojos de Oliver los que le abrían la
puerta a conocer su alma, y ahora parecían más diáfanos que nunca; por
eso, tenía la certeza de que estaba hablando con la verdad.
—Acepto tus disculpas por lo ocurrido en el bar, y no quiero hablar del
tema más de lo que ya lo hemos hecho —dijo ella finalmente.
Sabía de dónde surgía el dolor y la rabia de Oliver. Con otro hombre,
amigo o no, hubiera sido tajante hasta el punto de devolver palabras
hirientes con otras; quizá hasta el punto de la crueldad. Con Oliver no se
sentía capaz de machacar más a un hombre que había escapado por poco de
la muerte, y estaba atravesando meses cruciales de reinserción en la
sociedad. Por eso aceptaba sus palabras explicativas así como las disculpas,
y ahora salía con la bobada de haber comprado el apartamento que estaba
frente al de ella. Quería ahorcarlo a ratos, y besarlo a otros.
—Eso significa mucho para mí —replicó. Oliver sintió un halo de
esperanza en el pecho. Esas palabras significaban mucho en esos instantes
—, gracias, hermosa.
Ella murmuró algo ininteligible sobre los hombres imposibles.
—Ahora dime, Oliver, ¿qué pretendes comprando un piso frente al mío?
Hay muchísimos lugares en todo Louisville que bien pueden servirte —dijo
enarcando una ceja, y dejando pasar el apelativo dulce con el que él la había
llamado.
—Oh, eso fue un tema de oportunidad —replicó, haciéndole un guiño.
Ella no logró contener una sonrisa al notar un chispazo del chico que
siempre conseguía transformar un día malo en uno genial; el Oliver de
tiempos de adolescentes—. Además de la charola de plata para repartir
aperitivos a mis nuevos vecinos, en la reunión dentro de un rato, quiero
pedirte que abras la puerta a la posibilidad de recuperar el tiempo perdido.
Quiero que recuerdes por qué nos llevábamos tan bien, al menos hasta que
me convertí en un idiota.
Ella tragó en seco. Lo que estaba pidiéndole era demasiado riesgoso.
—No somos ya esas personas. Lo sabes. Ha pasado un largo tiempo.
Oliver esbozó una sonrisa que iluminó su rostro.
—Precisamente. Quiero que nos volvamos a conocer, conscientes de que
podemos ser los mismos buenos amigos, aunque adultos y con una vida más
sólida.
Daisy lo observó como un águila, inquisitiva.
—¿Amigos? —preguntó en un susurro, mientras Oliver se inclinaba
pausadamente hacia ella con la mirada llena de fuego contenido—. Jamás
dejé de considerarte un amigo. Para mí pesan más los momentos buenos
que los malos, y creo que tenemos muchos de lo primeros entre ambos.
—Mmm —murmuró—, pues qué mejor que lo dejes claro. Quizá
debamos ser un poco más pragmáticos. Hagamos una prueba para
determinar si nuestra amistad posee ingredientes adicionales que justifiquen
una salida juntos; solo los dos.
La cercanía de Oliver empezaba a fraguar un júbilo peligroso en su
interior. La súbita sensación de no tener miedo del futuro, sin importar
ninguna consecuencia, y olvidar todo lo que no fuese ese instante, se
apoderó del sentido común de Daisy. Todo lo que quería era que esos labios
carnosos de Oliver, tomaran los suyos, una y otra vez; quería sus manos en
su cuerpo; sintiéndolo moldear sus curvas. Lo quería deslizándose entre su
carne sensible, abriéndose paso en su sexo, y no le importaban las
consecuencias. Solo lo quería a él, siempre lo había querido a él. «Dios.
Qué contradicción podía surgir cuando el cuerpo, la mente y el corazón
estaban en conflicto severo. ¿A quién obedecer?».
—¿Qué clase de prueba? —preguntó, respirando con inusitada rapidez.
«Quizá sus intentos de mejorar en las clases de yoga que seguía por
YouTube no estaban siendo muy fructíferas».
—Una muy especial —dijo con voz profunda, y esos ojos verdes que se
habían tornado más oscuros—. Ahora, tan solo sé sincera y respóndeme en
un lenguaje que es más elocuente que las palabras. ¿Me puedes ver solo
como un amigo del pasado? —dijo antes de agarrarla de la cintura para
apretarla contra su cuerpo—. ¿O crees que esta electricidad que parece
deslizarse bajo nuestra piel tiene otras implicaciones más íntimas y
personales?
—Oliver… —susurró, pero no lo apartó cuando él descendió su cabeza
hasta posar sus labios sobre los de ella.
CAPÍTULO 8

Oliver Clarence al fin la estaba besando. Ese fue el primer pensamiento


de ella cuando cerró los ojos y sintió el sabor de la ambrosía de esa boca,
que tantas noches soñó probar, derritiéndose contra la suya. Apretada contra
el cuerpo musculoso, envuelta por el calor que de él emanaba, Daisy se dejó
llevar por la pasión.
Los labios de Oliver eran inclementes en su conquista; empezó a escalar
el cuerpo femeino desde la cintura, surcando las costillas, los bordes
laterales de los pechos, los hombros, para finalmente hundir los dedos en la
cabellera abundante. Apretó su agarre, y ella gimió, rogando que no parara
y tratando de resumir en ese contacto el ardor que la consumía.
Oliver apartó una mano de los cabellos y tomó el mentón de Daisy entre
los dedos, tan solo para posicionar mejor el rostro y así tener mejor acceso a
esa deliciosa boca, devorándola implacablemente. Ella creyó por un instante
que iba a perder la habilidad de respirar, como si estuviera ahogándose,
pero era una sensación increíble.
Se sujetó de la camisa de Oliver como si fuera ese su puerto seguro en
medio de la tormenta de deseo que habían fraguado. Podía sentir la firme
erección presionando contra su abdomen, mientras sus bocas danzaban,
pero sus manos parecían cautas al momento de dejarse abrasar por
completo. En el instante que él se apartó, Daisy tomó una profunda
bocanada de aire, pero los dedos masculinos se afianzaron en la cintura
dejándole saber que no pretendía detenerse del todo.
La certeza de que, bajo los pantalones de Oliver, existía una dureza
producto del deseo que él sentía por ella era una sensación muy poderosa;
una reafirmación que no creía que hubiera hecho falta experimentar, pero
ahora entendía que era la certeza de que la conexión y atracción mutua era
muy real. No solo eso, sino que la invitación a salir juntos no era,
definitivamente, como simples amigos.
Oliver había besado incontable número de mujeres, y tenido sexo con
muchas de ellas. Sin embargo, Daisy tenía un componente que la
diferenciaba y era muy sencillo: era la persona que de verdad conocía su
esencia, y en quien, a pesar de los años, podía confiar plenamente. Quería
poseerla de todos los modos posibles, aunque con este beso iba a resultarle
súper complicado mantener su mente a derechas, enfocada en las estrategias
para ganarse la voluntad de ella.
Sí, besarla era tocar el cielo con los dedos, pero llevaba claro que Daisy
era analítica, y si no existían otros factores para que ella pudiera reafirmar
que entre los dos podían construir algo más fuerte, sin resentimientos,
entonces de nada valía esa química sexual que se filtraba a raudales. A él le
jodía la situación, porque estaba habituado a pensar, ejecutar y obtener
resultados inmediatos, pero esta era su vida personal, no la dirección de una
brigada militar. Además, estaba experimentando los efectos tardíos de sus
decisiones pasadas. «Y las personas creían que el karma se olvidaba de los
pendientes».
—Supongo que este beso es una respuesta bastante elocuente —
murmuró Daisy mirándolo con sensualidad. La profundidad de las
emociones, que se revolvían como huracanes de diferentes intensidades
unidos al mismo tiempo, la hacían sentir el impulso de volver a besarlo.
Como si le hubiese leído el pensamiento, con un gruñido que era mitad
renuencia y mitad rendición, Oliver le mordió el labio inferior, en un gesto
hambriento y descarnado. Sus lenguas se tocaron de nuevo, y ambos
gimieron. La mano de Oliver agarró una de las nalgas de Daisy, y la apretó
contra él, moviendo su pelvis para reafirmarle cuánto la deseaba; que no era
culpa, que no era remordimiento, sino deseo acumulado, así como insistente
necesidad de barrer con los sentidos.
—Eres tan dulce como imaginé —dijo contra la boca de ella. Con
lentitud, disminuyó la intensidad del beso, y se apartó de nuevo. Se inclinó
hacia adelante y apoyó la frente contra la de ella. El aire del acondicionador
central del edificio se coló entre ellos, pero no aminoró la alta temperatura
de sus cuerpos y que no tenía que ver con el sistema de climatización.
—Oliver —dijo extendiendo la mano y acariciándole la mejilla—, no sé
qué es lo que acaba de ocurrir —susurró, sonrojada y excitada—, pero ha
sido…
—¿Increíble? —preguntó sonriendo de medio lado. Apoyó su propia
mano sobre la de Daisy, acariciándole el dorso con suavidad.
—Sí… Algo de eso hay —replicó ella devolviendo la sonrisa.
Quiso cerrar los ojos un instante y permitirse disfrutar de ese momento.
Sus manos temblaban ligeramente, y sus piernas se sentían débiles. Le
parecía imposible recordar un momento en el que se hubiera sentido tan
atraída por un hombre que no fuera él; pero claro esos recuerdos de
atracción estaban ligados a intangibles fantasías adolescentes, y lo que
acababa de suceder era muy distinto.
Sí que había disfrutado del sexo, la pasión, el romance, pero ninguna de
esas veces fue con la única persona que para ella “se escapó de su vida”.
Quizá, una parte inconsciente en ella jamás se logró abrir de verdad a la
oportunidad de lanzarse hacia aquel risco sin red que podía otorgarle una
conexión emocional profunda. Ahora, con Oliver tan cerca, sentía como si
hubiese despertado sus sentidos al máximo, después de estar en la letárgica
espera de algo que la halara con fuerza hasta sacudirla.
—Me resulta muy difícil contenerme, Daisy, así que será mejor que me
marche y sirva las jodidas degustaciones para los vecinos en servilletas. Dar
un espectáculo en 3D si alguien llegase a pasar por tu puerta no es la mejor
primera impresión para alguien que acaba de mudarse en el edificio —dijo
con renuencia.
Ella se humedeció los labios, y notó cómo Oliver tragó saliva.
—Mejor evitar un bochorno —susurró retrocediendo, hasta apoyar la
palma de la mano contra la puerta para marcar distancia, por sanidad
mental, de Oliver.
Él introdujo las manos en los bolsillos del pantalón.
—Acabas de responder a mi pregunta, sobre si existe algo más entre
nosotros que simple amistad de antaño, con tus labios y tu cuerpo —dijo
con seriedad—, pero quiero saber, Daisy, si me darías la oportunidad de
tratar de recuperar la confianza que una vez hubo entre los dos.
Ella tomó una profunda respiración.
—No puedo darte una respuesta terminante, porque la confianza no se
gana con besos o caricias, sino, a través de acciones que no tienen relación
con la atracción, y todo con las circunstancias o emociones que han sido
ignoradas —dijo, honesta—. Tampoco quiero romper este frágil vínculo
que apenas empieza a conectarse.
Daisy no podía mentirle, ni mentirse. Sabía que él venía con un bagaje
emocional fuerte, así que le era imprescindible entender qué era lo que de
verdad pretendía, además de seducirla, porque era más que obvio. No iba a
fingirse indiferente, pues su cuerpo vibraba en esos instantes con la sola
cercanía de él.
—Sé y entiendo a lo que te refieres —replicó con un asentimiento—, y
tengo toda la intención de trabajar por esa confianza. Déjalo en mi terreno,
Daisy. Estoy entrenado para luchar hasta el final —replicó—. Además,
prometo no volver a besarte, a menos que tú lo quieras —dijo con descaro.
Eso consiguió que ella soltara una carcajada que ayudó a suavizar la
tensión que se fraguaba en el ambiente.
—Está en tus manos lo que hagas, Oliver, yo no puedo prometerte nada a
cambio. —Él asintió con firmeza—. Nos vemos más tarde —dijo antes de
cerrar la puerta, porque la tentación de pedirle que retomaran algo más que
solo un beso, y explorasen recodos más profundos de sus cuerpos, era
demasiado grande.

***
La reunión de vecinos no fue tan aburrida como habría de esperarse en
ese tipo de encuentros sociales. La explicación de Oliver, mapa digital en
mano, fue precisa y certera. No estuvieron todos los inquilinos presentes,
pero al existir un cuórum de más del sesenta por ciento fue posible tomar
decisiones sin temor a rechazos o intentos de cambios de opinión sobre lo
que se determinara.
Al final, acordaron que Oliver tuvo razón en sus argumentos, y
decidieron cambiar de compañía de seguridad, y utilizar parte del
presupuesto para contratar un guardia especializado para vigilar la puerta
principal del edificio, así como un sistema de anuncio de llegada y salida
para cada apartamento. Quizá era algo excesivo para una comunidad tan
pequeña como Louisville, pero nada estaba fuera de foco cuando de
preservar la integridad física se trataba.
Daisy se sintió relajada al no tener toda la atención de los cautivadores
ojos verdes de Oliver sobre ella todo el tiempo, y aprovechó para conversar
con sus vecinos. Le gustó saber que Molly, una actriz veterana de teatro,
acababa de aceptar salir de su retiro profesional para actuar en una pequeña
obra local que tenía como finalidad ayudar a uno de los comedores para
gente sin hogar.
Se actualizó con Charlotte, la bailarina española de flamenco que tenía
una academia, sobre los costes de la importación de materiales para la
elaboración de los trajes. Lo que más la enterneció fue que Brendan y
Jannice (vivían en el cuarto piso) iban a ser padres, después de haberlo
intentado durante casi cinco años; la bebé era in-vitro, aunque era lo de
menos. Los milagros se contaban en resultados más no en cómo llegaban a
la vida de las personas.
En general, le gustó intercambiar cotidianidades, en especial después de
haberse exprimido las neuronas estudiando su maestría con tantos números
y análisis durante casi dos años. Por otra parte, hizo su mejor esfuerzo para
ignorar las miradas furtivas y limitar los breves intercambios verbales con
Álex, su vecino del segundo piso con quien había tenido sexo una noche
muchos meses atrás. Álex Guevara era hijo de inmigrantes mexicanos con
un portafolio amplio de bienes raíces, y el hombre estaba más bueno que el
pan. ¿Fans de Luis Miguel, la serie, en Netflix? Pues era la réplica mejorada
del actor que interpretaba al famoso cantante latino.
Después de aquella ocasión juntos, él insistió en que mantuviesen un
acuerdo casual, pero Daisy no quiso crear situaciones más incómodas,
porque ver a tu amante de una noche, en el mismo edificio de vez en
cuando, ya era suficiente. Debió pensar en ese “detallito” antes de dejarse
llevar, sí; lo tenía súper claro, pero ¿quién era perfecta? Claro, que ella lo
hubiera decidido no implicaba que Álex dejara de proponérselo con sus
modos coquetos cuando la encontraba por casualidad en el portal o el
elevador; el hombre era un soltero empedernido.
De momento, Daisy solo necesitaba la cabeza sin líos, porque a la
mañana siguiente tenía que viajar a New Orleans para recibir una clase de
repostería que estaba dada exclusivamente por un chef de Francia que
estaba de paso por Estados Unidos. Su madre y su abuela quedarían a cargo
de Happy Sugar, junto con Cecile y Justine, las asistentes que se turnaban
pasando un día para colaborar en la caja, y atención al cliente. Quizá el
negocio era pequeño en producción, comparado con otros, pero el
movimiento diario era agitado y requería varias personas alrededor que
supervisaran la calidad del producto, el empaque y el servicio al cliente.
—Entonces, Daisy, ¿saldrías a tomar un café conmigo después de que
todo esto acabe? —preguntó Álex, llamando la atención de ella, y haciendo
un gesto breve con la mano para abarcar la sillas dispuestas en semicírculo.
El apartamento de Oliver, a pesar de que estaba apenas instalándose ya
tenía los sofás, el comedor, incluso esas sillas extras plegables en que se
hallaban los pocos invitados. Era evidente que faltaba decoración, pero los
muebles habían sido dispuestos en sitios estratégicos, lo que generaba una
percepción de amplitud. Todos los apartamentos del edificio tenían dos
habitaciones, dos cuartos de baño completos, una cocina instalada, cuarto
de lavandería, comedor y salón. El espacio podía aprovecharse muy bien si
se elegían los elementos adecuados.
Los cuadros con medallas militares que colgaban en una discreta pared,
cerca del pasillo que daba paso a las habitaciones, eran los únicos reflejos
de la vida que Oliver había dejado atrás. Aún no se habían ubicado
recuerdos de los Clarence, aunque Daisy sospechaba que él no tardaría en
hacerlo.
—No creo, Álex —replicó con una sonrisa amable—. Estaré de viaje, y
tengo que preparar algunas cosas antes de marcharme.
—¿Fuera del Estado? —indagó, en tono coqueto.
—Sí, me marcho a Luisiana. —¿Qué tenían los hombres latinos que
lograban sacar una sonrisa con facilidad, aún cuando decían las más
grandes estupideces?
Álex se acercó más a Daisy, y le habló bajito al oído.
—Eso no es problema, nena, podemos tomar un café, amanecer juntos, y
será más que un placer llevarte al aeropuerto. Ambos descubrimos que en la
cama nos llevamos muy bien. La persistencia es una de mis virtudes —dijo
riéndose—. Así que, negarnos a pasar un buen rato carece de sentido. ¿Qué
dices esta vez?
En esos momentos, Daisy elevó la mirada y se topó con la expresión
fiera de Oliver. ¿Lo peor? Se sentía como una adolescente, cuyo profesor la
había descubierto copiando en un test. Absolutamente ridículo. Tragó en
seco y volvió la mirada a Álex.
—Prefiero dormir sola, y ya tengo programado un Uber al aeropuerto,
pero gracias por la oferta —replicó, antes de incorporarse, cuando (menos
mal) notó que el resto de vecinos empezaba también a marcharse.
—Álex, ¿cierto? —preguntó Oliver acercándose cuando logró que la
mujer del piso cinco, Anastassia, desistiera en su intento de que él aceptara
tomar una copa con ella y así probar una lasagna casera. Su madre le había
enseñado modales, así que no podía mandar a tomar por culo a la mujer por
más agobiante que le pareciera.
—Creo que has hecho buenas observaciones hoy, Oliver —dijo Álex en
un tono condescendiente—, y jamás se nos ocurrió que pudieran ser un
punto de debate. Al final, no sabemos mucho de ti. Solo la breve
introducción que hiciste de que estuviste en servicio militar activo, ¿por qué
renunciaste?
La manera en que ese idiota había estado observando a Daisy,
hablándole como si compartiesen un secreto juntos, tenía a Oliver al límite
de su autocontrol. Los celos eran una emoción ajena, porque no solía tener
interés genuino en perseguir una relación a largo plazo con ninguna de las
mujeres con las que se vinculaba por unas semanas o pocos meses. Daisy,
sin embargo, era un tema por completo distinto.
Por si fuera poco, empezaba a dolerle el sitio en el que tenía la prótesis.
Le habían indicado que era preciso, las primeras semanas hasta habituarse
por completo, sacársela cada cierto tiempo. Le hacía falta descansar. Los
procesos de las últimas semanas implicaban un esfuerzo físico, mental y
emocional en escalas similares de brutal intensidad. Estar rodeado de gente,
le fastidiaba; prefería reducir sus interacciones a un número no superior de
seis personas, y siempre fuera de su casa.
Socializar no era una de sus habilidades, pero la convocatoria a todos los
vecinos esa tarde fue no solo parte de la estrategia para empezar a acercarse
a Daisy (así como lo fue comprar el jodido apartamento), sino también
porque sentía que era su responsabilidad procurar la seguridad de quienes lo
rodeaban, en este caso los inquilinos. Quizá, ese lado de proteger a otros,
tan propio de los deberes u obligaciones como militar, jamás iba a borrarse
de él.
Ajeno a la forma en que el sexy exmilitar parecía estar conteniendo las
ganas de darle un puñetazo, Álex mantuvo la sonrisa en su rostro, a la
espera de una contestación. Le dio un ligero codazo a Daisy, haciéndose el
interesante, como si esperase que ella se riera de su absurda interacción.
—Me dieron de baja con honores —replicó entre dientes—, no me retiré
a propósito. En todo caso, la reunión ha concluido. Gracias por asistir.
Álex rodeó los hombros de Daisy con su brazo, y ella solo pidió en
silencio que su vecino no decidiera abrir la boca para decir idioteces.
Aunque, considerando que se creía un regalo de los dioses Aztecas, poca
esperanza tenía al respecto.
—Oh, bueno, un héroe de guerra ¡qué privilegio tenerte entre nosotros!
—dijo esto con un tono respetuoso. Oliver lo entendió así, y asintió—.
Daisy y yo nos conocemos desde hace tiempo, así que ya nos marchamos…
—Te marchas solo, Álex —replicó Daisy, apartándole el brazo y
marcando distancia—. Ya hablamos al respecto, y créeme, no voy a
perderme al caminar los pocos pasos que me quedan hasta mi apartamento.
Que vaya bien.
Álex se encogió de hombros sin perder el buen humor.
—Nena, la oferta sigue abierta contigo, solo es cuestión de que te
decidas —replicó Álex, inclinándose para darle un beso en la mejilla, antes
de dar media vuelta y salir del piso de Oliver.
Pasaron tres, cinco, diez segundos, en los que Oliver permaneció frente a
Daisy sin decir una sola palabra. Los inquilinos pasaban despidiéndose,
pero él era ajeno a ellos. El fulgor atormentado de su expresión masculina
era más que elocuente.
—Asumo que ese tipejo tuvo alguna relación contigo —dijo finalmente.
No le gustaba sentir cómo el veneno de los celos continuaba destilando en
su sistema cobrando mayor intensidad poco a poco. Apretó los dientes con
rabia.
—Fue algo del pasado, pero no te debo explicaciones, Oliver.
Él no creía tener la capacidad de sostener una conversación más extensa
con Daisy, porque las sienes le palpitaban. Cerró los ojos y se apretó el
puente de la nariz con el índice y el pulgar de la mano izquierda. Quería
saber si ese tal Álex era otro de los obstáculos que tenía que vencer en el
camino. Daisy era una mujer guapísima, así que sería ilógico creer que no
había detrás de ella algunos hombres tratando de llamar su atención. ¿Si eso
lo ponía feliz? Para nada.
—Lo sé —replicó, empezando a sentirse acorralado inexplicablemente
—. No pasa nada. Tienes derecho a tu pasado, como yo al mío.
El dolor de cabeza fue en aumento, la sudoración en las palmas de la
mano acompañó al pálpito agitado de su corazón, porque el recuerdo de su
secuestro durante tres días, antes de que sus compañeros lo rescatasen
durante una incursión de alta inteligencia en la franja de Gaza, lo impactó
de forma súbita. El psiquiatra del ejército le había dicho que los efecto de
sufrir el trastorno por estrés postraumático (PTSD, por sus siglas en inglés)
tomaría tiempo en aminorarse, y podía tener episodios repentinos, porque
los detonantes eran imposibles de prever, tal como en este caso. Le recetó
píldoras para controlarlo, pero Oliver detestaba meterse fármacos en el
sistema, así que los tomó un período breve, y poco a poco se obligó a
dejarlo.
No quería volver a las píldoras, porque conocía incontables casos de
amigos y compañeros de armas que ahora eran adictos. No solo tenían que
luchar con sus fantasmas mentales, sino con la cuenta de una clínica de
rehabilitación para adictos. Oliver no tenía intención de convertirse en parte
de ese grupo de personas.
El psiquiatra también le había aconsejado hacer ejercicios de respiración
en el caso de que un súbito ataque de ansiedad o un ataque de pánico lo
tomara por sorpresa. Oliver sí que había seguido la sugerencia, y le
funcionó en su momento (como en Ringlings), sin embargo, en esos
instantes, le resultaba imposible intentar concentrarse. Necesitaba recostarse
en la cama, y sumirse en la tranquila oscuridad que le brindaba el sueño. A
pesar de que sus visitas al psiquiatra eran espaciadas, estas no habían
cesado, porque consideraba importante la ayuda profesional cada cierto
tiempo. De hecho, en una próxima sesión pediría otras fórmulas o ejercicios
adicionales a los de respiración para paliar los posibles ataques de pánico.
Por otra parte, Oliver llevaba meses evitando cumplir el último deseo de
Michael Pulark. Le debía una visita a la familia de su compañero fallecido,
entregarle la carta de condolencias escrita por el pelotón, como general de
la brigada pero no encontraba el valor para mirarlos cara a cara. Se sentía
culpable, y no era un asunto fácil de digerir. Sentía que era el último
eslabón para romper del todo las cadenas con Afganistán, y esperaba que
sus procesos empezaran a agilizarse (en su mente y corazón) para sentirse
libre del episodio que había cambiado su vida para siempre.
—Mmm. Okey —murmuró Daisy con el ceño fruncido.
Ella no requería poseer una especialidad en medicina o enfermería para
saber si una persona no estaba sintiéndose bien. El hecho de que él no
hubiera insistido en hablar, algo que parecía últimamente muy inclinado a
hacer, levantó sus sospechas de que algo no funcionaba, además del modo
en que (cada tanto) se apretaba el puente de la nariz, y parecía parpadear
con más rapidez cuando creía que nadie lo notaba.
—Te acompaño a la puerta —dijo Oliver, cuando el último invitado se
marchó y ya solo quedaba él con Daisy.
—¿Qué te ocurre? —preguntó con inquietud. La frente de Oliver estaba
empezando a perlarse de sudor, y su respiración parecía más trabajosa.
—Nada. Descansa, gracias por tu apoyo con el voto en la reunión —
replicó mirando hacia otro lado. Lo que menos quería era que ella lo
encontrara en una posición de debilidad—. Será bueno para todos reforzar
la seguridad. —Él no tenía idea cómo estaba sosteniéndose en pie cuando
empezaba a ver todo distorsionado. Tampoco sabía de dónde obtenía la
capacidad de elaborar oraciones coherentes.
—Oliver…—susurró con el ceño fruncido.
Él no pudo contener el desajuste de su cuerpo más tiempo, le dio la
espalda y fue con rapidez hasta el cuarto de baño. Se sostuvo del inodoro y
vomitó. Después bajó la válvula, luego la tapa, y posteriormente se quedó
con la cabeza gacha, los ojos cerrados, mientras trataba de que su
respiración recobrase un poco el ritmo normal.
Asustada, aunque aliviada de que todos se hubieran marchado, Daisy
cerró la puerta del apartamento. Siguió a Oliver hasta el cuarto de baño,
buscó una toalla y la embebió de agua helada. Le secó la frente, y mantuvo
el paño fresco sobre la piel con la mano derecha, mientras con la izquierda
le frotaba la espalda.
—Vete, por favor —pidió en tono contrito.
Ella hizo una negación, y se apartó tan solo para ir hasta la cocina. Llenó
un vaso con agua y se lo entregó a Oliver apenas regresó al cuarto de baño.
Él lo agarró sin protestar para luego beberse poco a poco todo el contenido.
Se incorporó y se cepilló los dientes. Sin decir nada caminó, sin importarle
la súbita cojera, hasta su habitación. Fue hasta la ventana con vistas a la
ciudad y abrió las cortinas; no había carteles de neones o luces molestas de
la calle que entraran a su habitación. Apagó la luz, eso sí, porque no la
soportaba, y luego se acomodó de espalda sobre el colchón.
Cruzó el brazo sobre los ojos. Soltó un suspiro quedo. Las palpitaciones
del corazón empezaron a bajar de intensidad y ya podía respirar mejor.
Daisy caminó con sigilo, y se sentó del otro lado de la cama, ni tan cerca
ni tan lejos. No quería incomodarlo. Podía llegar a entender que resultara
humillante o duro para un hombre tan orgulloso y fuerte como Oliver
hallarse en una posición vulnerable. Extendió la mano y la posó sobre el
brazo masculino.
—¿Cada cuánto te dan ataques de pánico? —le preguntó con cautela.
Él no respondió. Por un breve instante fueron sus respiraciones los
únicos sonidos que llenaban la máster suite del apartamento. El aroma era
por entero la deliciosa colonia de Oliver, y campo energético de fortaleza
que él siempre llevaba consigo, daba igual si atravesaba momentos difíciles
o diáfanos. Resultaba impresionante cómo un simple mortal podía impactar
en una estancia con tal fuerza sin moverse o elaborar movimiento alguno.
Daisy sabía que él no iba a abrirse con explicaciones sobre lo ocurrido, a
menos que encontrara un punto en común con el cual identificarse. Nada
tenía que ver el propósito que Oliver había manifestado de ganarse su
confianza, y sería ufano en ella, así como caprichoso, creer que él no tenía
derecho a guardar un lado de sí mismo para asumirlo o combatirlo en
soledad. Por eso decidió que podría ayudarlo a reforzar la idea de que no se
necesitaba ser soldado con un bagaje de vivencias pesado para tener ataques
de pánico, y que era algo que podía ocurrirle a cualquiera, hablándole de su
propia experiencia. Una experiencia que jamás había compartido con otras
personas, salvo por su círculo más íntimo: madre, abuela y hermanas.
Ella tomó una profunda respiración para ganar valor.
—Oliver —empezó con suavidad, apoyando la mano sobre la de él,
quien permanecía con los ojos cerrados—, el día en que mi madre recibió la
llamada de la muerte de papá, mi mundo colapsó. Eso, lo sabes. —Él hizo
un leve asentimiento que ella no notó—. El sepelio fue traumático: los
llantos, el desmayo de mamá, el desconsuelo de mis hermanas. Cada día sin
papá era una letanía; lo esperaba en el porche de la granja, porque no
terminaba de asimilarlo. Llegó un punto en el que creí que había acabado
todo mi repertorio de lágrimas, y no sabía si lloraba el alma.
—Lo siento, cariño… —dijo él en tono quedo, y entrelazó los dedos con
los de ella en un gesto inesperado para Daisy.
Ella tragó saliva, y agarró fuerzas para continuar. Incluso después de
tantos años, el recuerdo de esa etapa de su vida le parecía dura de traer al
presente.
—En las noches empecé a despertar gritando, llorando y bañada en sudor
—continuó, y acarició distraídamente los dedos de Oliver con los suyos—.
Tenía las peores pesadillas que pudieras imaginarte, y llegó un punto en que
era incapaz de salir de mi habitación si mis hermanas no me ayudaban. Por
eso falté a la escuela, al menos tres semanas seguidas. No era solo el duelo,
sino que tenía problemas para respirar, sentía que me ahogaba y las ganas
de salir corriendo sin rumbo eran tan fuertes que entraba en un estado de
pánico; temblaba. Al principio, mi abuela trataba de calmarme con té o me
abrazaba hasta que dejaba de llorar y me dormía de nuevo. Finalmente,
decidimos que juntas no estábamos ayudándonos, y fuimos a terapia.
Oliver abrió los ojos, giró el rostro para mirarla. La luz tenue que se
filtraba por la ventana les permitía distinguir mejor las sombras y contornos
mutuos.
—El trastorno de estrés postraumático lo tuve que vivir bajo tratamiento
durante cuatro años. Las píldoras me ayudaban, tu amistad fue un soporte
importante, al igual que el cariño de tu familia, pero era la consistente
decisión de mejorarme la que ayudó a que todo empezara a recuperar el
ritmo normal en mí. Desde entonces, yo logré superar esa etapa. No se me
olvida lo frágiles que somos, aunque también aprendí que los humanos
poseemos la capacidad de resiliencia. Aquí estoy, sobreviví a una instancia
dura de mi casi adolescencia, y sé que por eso soy más fuerte. ¿Acaso crees
que verte como lo hice hace un instante, apoyado contra la tapa del retrete,
cabizbajo, después de vomitar, me hace pensar menos de ti?
—No… No —afirmó con más convicción—. Gracias por compartir algo
tan personal… No sabía… Dios, Daisy, me habría gustado que lo hubieses
conversado conmigo —dijo con tristeza. La cabeza le dolía menos, casi
nada, y se sentía más en sintonía con la serenidad.
—Me ayudaba saber que estabas para mí, y que nos entreteníamos
conversando de todo un poco. ¿Por qué habría de contarte mis asuntos
personales para opacar la posibilidad de días felices junto a mi mejor
amigo?
—Porque podía ayudarte, y porque los amigos están en las buenas y las
malas. ¿Acaso no es lo que comúnmente suele decirse?
Daisy esbozó una sonrisa, lo miró con dulzura.
—Y porque somos amigos estoy contándote esto, Oliver, porque ser
vulnerable no implica ser débil.
—Viniendo de ti es una reafirmación muy fuerte —replicó.
Ella asintió levemente.
—Porque la fuerza no está en la capacidad de contener emociones, sino
en la habilidad de dejarlas salir para que sanen y sean reconocidas si son
buenas o dañinas, y así elegir desvanecerlas de la mente para que pierdan el
poder de herir.
Oliver tiró de ella hasta que Daisy se apoyó contra su pecho.
—Eres la mejor persona que conozco, y te agradezco que compartieras
algo así conmigo… —dijo besándole los cabellos, aspirando su aroma
como si fuese el elíxir de calma que le había hecho falta todos esos años.
—No lo he hecho para que me cuentes algo a cambio —murmuró,
elevando el rostro hacia el de él.
—Lo sé, Daisy —replicó con ternura—. Quiero contártelo, pero hay
cosas que jamás podré revelarte de mi trabajo en la armada. —Ella asintió,
comprensiva, porque entendía el tema del secretismo en esas instituciones
—. Tan solo que estos episodios, porque son personales y puedo hablarte de
ellos, habían sido esporádicos hasta hace poco, tratables. Sin embargo, se
desencadenaron uno tras otro a partir de la emboscada que sufrí en Oriente
Medio y por la que me dieron la baja. Estoy en tratamiento psiquiátrico,
porque necesito y quiero estar bien. —Le tomó el rostro con la mano,
fírmemente—. Quiero que sepas, Daisy, que jamás voy a lastimarte.
Ella esbozó una sonrisa. Se inclinó y besó a Oliver. Él se quedó
sorprendido de que fuese Daisy quien hubiera tenido un gesto así en esos
momentos.
—De eso estoy segura. ¿Estarás bien? ¿Puedo traerte algo?
—Solo tú —replicó mordiéndole el labio inferior para luego soltárselo.
Daisy le acarició la mejilla, y se apartó con suavidad.
—Mañana tengo que viajar a New Orleans para tomar una clase maestra
de repostería. Estaré de regreso en dos días. ¿Crees que puedas llevarme a
algún sitio bonito en los alrededores para entonces?
Oliver soltó una carcajada, y se sintió más ligero.
—Puedo arreglármelas —dijo—. ¿Qué hay con ese tal Álex?
Daisy meneó la cabeza con incredulidad. Algunos hombres no dejaban
escapar absolutamente nada cuando creían que existía competencia. «Dios».
—Tal vez pueda conversarte al respecto cuando vuelva —dijo
desenlazando sus dedos de Oliver, muy a su pesar, y apartándose de la cama
para ponerse en pie. Ya era momento de marcharse. Había sido un día
bastante intenso.
—Qué perversa eres, Daisy —dijo en tono relajado, aunque no le
gustaba la idea de ponerle cara a un examante de la mujer que quería a su
lado.
Ella tan solo se rio con suavidad antes de marcharse. Lo que pudiese
ocurrir entre ambos continuaba siendo incierto, aunque al menos habían
logrado sortear un paso importante: la vulnerabilidad de sus experiencias
personales. ¿Qué había ahora de aquellas que tenían que ver con la relación
rota de ambos?
CAPÍTULO 9

El hotel The Roosevelt, ubicado en el barrio francés de Nueva Orleans,


era el sitio en el que se llevaría a cabo el curso de repostería especializada,
así que Daisy se hospedó en esa cadena hotelera. Aquella era su primera
ocasión en la ciudad, y la vibra le pareció dinámica, algo convulsa, pero lo
que más le importaba era la comida cajún.
Por eso aprovechó, a las pocas horas de llegar y refrescarse en la
habitación, para registrarse en un tour que la llevaría por los principales
sitios turísticos, y se encargó de que hubiera una parada en un restaurante
tradicional. El vestido largo, amarillo con estampado de florecillas blancas
pequeñas, lo combinó con unas zapatillas deportivas, así como un bolso
cruzado sobre el hombro. Se recogió el cabello en una coleta alta, porque no
quería que el viento la molestara, salió con una sensación de plenitud a
conocer los alrededores.
La primavera era época de las usuales alergias locales debido al polen,
pero Daisy se consideraba afortunada de no sufrir esos malestares
estacionarios. Le gustó que el grupo del tour fuese pequeño, y además que
solo durase una hora y treinta minutos, porque le quedaría suficiente
espacio para regresar al hotel, ducharse, y dirigirse hacia el pequeño salón
dispuesto para el curso.
El guía turístico se mostró ameno en todo el trayecto, llevándolos a
recorrer The Garden District, con sus mansiones históricas y frondosos
árboles; pasaron por la Catedral de San Luis, el Parque de la Ciudad,
Jackson Square, Audubon Park, y terminaron en el área The Lakefront,
porque era el lugar en el que estaba un precioso restaurante con vista al lago
Pontchartrain. Daisy no era dada a gemir en voz alta por un plato de
comida, pero no pudo evitarlo al llevarse una cucharada de Jambalaya.
Con el estómago feliz, regresó al hotel. La ropa para el curso de
repostería era semiformal, así que escogió un bonito vestido azul de mangas
cortas, y que se ajustaba a su cuerpo y caía con elegancia unos centímetros
bajo las rodillas. Se calzó zapatos de tacón bajo, rojo, y se aplicó maquillaje
para resaltar sus ojos. Como tenía el cabello húmedo, y estaba un poco
ajustada de tiempo, tan solo alcanzó a hacerse media coleta.
Cuando se abrieron las puertas del salón en el que se llevaría a cabo el
curso, le pareció interesante que hubieran adecuado un lugar al completo
con todas las instalaciones de cocina, implementos, y demás, porque el
famoso chef Arnaud estaba ahí para enseñarles a los expertos, y aficionados
que podían pagar los dos mil dólares, cómo mejorar su técnica de trabajo en
la cocina, así como las combinaciones de materiales que funcionaban mejor
a la hora de hacer las mezclas de repostería.
—Buenas noches, la mejor hora para inspirarse y aprender es esta —dijo
el chef Claude Arnaud, y señaló el gran reloj que marcaba las seis de la
tarde—. Ya saben mi nombre, pero pueden llamarme Claude. Aunque los
franceses tenemos fama de insoportables, no lo somos tanto. —Los
asistentes se rieron—. Trabajaremos en pares. Hay un mesón, como notan,
dispuesto para que trabajen con los materiales. Sería imposible tener
suficientes hornos para todos, así que elegiré tres participantes para que
utilicen los disponibles. Pueden hacerme preguntas antes de llevar cada
postre a su fase final. Las interrupciones innecesarias no son bienvenidas.
Daisy se sintió emocionada, y se unió a una mujer negra de brillantes
ojos cafés detrás de uno de los mesones que eran diez en total. El resto de
asistentes ya parecía haber encontrado sus pares, y el cupo de aprendices
estaba completo.
—Hey, soy Bilka —dijo la mujer extendiendo la mano—. ¿Tú?
—Daisy —replicó, y luego estrechó los dedos finos de Bilka—, y es la
primera vez que estoy en la ciudad. Me emocionan las clases con Arnaud.
—Además que está guapísimo —replicó la mujer de raza negra,
elevando las cejas al mismo tiempo.
—Claro es un plus para el curso —murmuró Daisy riéndose.
—¿Sabes que al final de las dos máster class sorteará una tutoría
particular? Se lo ganará la persona que haga el último postre de la lista con
la aprobación de él.
Daisy no había leído al respecto en el programa, pero la posibilidad le
parecía estupenda. No podría calcular el coste de una clase personalizada
con ese chef, propietario de una cadena de pastelería gourmet y también de
alta cocina en Burdeos, Francia. Además, poseía varias estrellas Michelín.
Había sido casi un milagro que ella hubiera conseguido una plaza en esas
clases maestras, y el diploma que recibiría al final sería una adición
excelente para colgar en la pared de Happy Sugar.
—Pues es una motivación extra para dar lo mejor de cada uno —replicó.
—Totalmente, ¡que gane el mejor repostero! —expresó en tono bajito,
antes de agarrar la receta del primer dulce que tenían que hacer ese día.
El chef Claude era muy atractivo. De pie, tal como se hallaba ahora, con
los brazos cruzados sobre el pecho conseguía que el traje blanco tradicional
de su profesión se amoldara a su musculatura. Los ojos celestes eran
penetrantes, aunque poseían toques de inusitada calidez, como si su dueño
no se decidiera a reírse o mantenerse serio mucho tiempo. Daisy sabía, por
el currículo profesional en la página web del experto, que tenía treinta y
cinco años de edad.
A los pocos minutos, el silencio llenó el salón para que el programa diera
inicio. La voz de Claude era firme, autoritaria, y sus explicaciones (a pesar
del acento marcado de francés) sencillas de comprender. No utilizaba frases
o palabras rebuscadas para pretender ser sofisticado. Al cabo de dos horas
mezclando ingredientes, escuchando indicaciones, y también recibiendo
instrucciones cara-a-cara del chef, Daisy sentía cómo el agotamiento propio
del viaje, el tour, la emoción, y el ejercicio, hacían presa de ella.
—Tienes gran habilidad para encontrar con rapidez la textura adecuada
de los merengues que he enseñado hoy —dijo Claude observando cómo
Daisy aplicaba el merengue de crema de mantequilla de naranja sobre el
cake de champagne y almendras. Ese era el último reto del día, por ende el
más complejo.
Daisy apartó la mirada de su creación. Tanto ella como Bilka habían
hecho un gran trabajo en equipo, pero este cake en particular era un asunto
individual. Ninguna resultó elegida para hornear su masa en uno de los tres
hornos, sin embargo, el chef se acercó a cada pareja de cocineros para
revisar texturas, sabores y analizar el tiempo de tardanza en lograr el
“punto” de los merengues. Claude era implacable.
—Gracias, Chef Arnaud —replicó con una sonrisa—. Ojalá mañana
tenga la suerte de ser una de las tres personas elegidas para utilizar el horno
en la clase, y comprobar si el Canelés de Bordeau será un reto conquistado
para agregar a mi lista. Jamás lo he intentado hacer, así que será un proceso
interesante.
—El hotel ha habilitado el servicio gratuito y exclusivo, para este curso,
de hornear todas las masas que realicen los participantes. De cualquier
manera, señorita Marchand, me gustaría dialogar con usted mañana,
después de la clase.
El chef no le dio tiempo a replicar.
—Por la forma en que ese hombre te mira —dijo Bilka en voz baja—,
quizá esté interesado en algo más que discutir texturas gastronómicas.
Daisy soltó una carcajada que se entremezcló con la alarma de los tres
hornos que anunciaban que los cocineros, que habían sido elegidos para
tener al instante sus productos, ya estaban listos para permitir degustar sus
creaciones a los asistentes.

***
Los ojos prácticamente se le cerraban del cansancio.
Daisy deslizó la llave magnética y entró en la habitación. Se quitó los
zapatos, dejó el bolso pequeño a un lado, y fue hasta el cuarto de baño para
desmaquillarse. Le había compartido fotografías de Nueva Orleans a Oliver,
y este no respondió. Ella quería suponer que él estaba bien, porque después
de cómo dejaron las cosas entre ambos la noche anterior, la inquietaba un
poco lo siguiente a ocurrir.
Después de ponerse los pantaloncitos cortos y la blusa de algodón, que
era su pijama, consideró llamar a Oliver. Quería saber cómo estaba yendo
su rehabilitación, pero tenía dudas en marcarle. A veces, le parecía muy
curioso cómo una persona se hacía cientos de películas en la cabeza sobre
una situación hipotética: si iría bien, si no, qué pensaría la otra parte, estaría
siendo débil o estaría siendo decidida. «Quizá mañana». Apartó el edredón
de la cama para acomodarse, y luego agarró el teléfono para llamar al
servicio a la habitación del hotel.
Ordenó que le llevaran un té caliente, y unos beignets. Este último era un
dulce clásico y obligatorio para cada turista que pisaba Nueva Orleans.
Aunque ella no solía comer muchos dulces, a pesar de ser repostera, le
gustaba probarlos para apreciar cómo lo hacían en otros sitios.
Cuando era pequeña, y estaba en la cocina de su abuela observándola ir
de un lado a otro con espátulas y demás utensilios, se enamoró de todas las
posibilidades creativas que le brindaba la cocina. Le parecía hermoso cómo
de los más simples elementos se lograban presentar las comidas más
deliciosas.
Daisy empezó a mirar los canales de televisión, y a ratos miraba el móvil
a ver si tenía un mensaje de Oliver. No había nada. ¿Era normal el picor en
la yema de los dedos por su deseo insistente de saber de él? ¿Cuándo la
llamaría? Sus interrogantes personales saltaron por las nubes cuando
tocaron la puerta. «¡Buñuelos!», pensó saliendo de la cama.
—Grac…—empezó a decir al abrir la puerta de sopetón, aunque claro,
no era el camarero, sino la persona que menos hubiera imaginado.
—Supongo que es un bonito recibimiento —dijo Oliver con una sonrisa,
mirándola de arriba abajo—, aunque estoy seguro de que los camareros
aquí no tienen un seguro médico que alcance para cubrir un infarto al verte
con tan poca ropa.
Daisy se rio, y sin pensarlo demasiado lo abrazó de la cintura.
—Oliver, creía que no iba a saber de ti hasta que yo regresara a la ciudad
—dijo en un tono de incredulidad por verlo ahí.
—¿Es lo que hubieses querido? —preguntó. La sostuvo con fuerza
contra su cuerpo, y luego la apartó con suavidad para mirarla a los ojos.
—No —replicó sonriendo.
El viaje en avión fue el primero en muchos meses para Oliver, lo cual
implicó un paso grande. Contrario a su temor inicial, el control de seguridad
en el aeropuerto no fue invasivo. De hecho, cuando le mostró el carnet de
veterano de guerra al agente, este le agradeció por su servicio. No lo
molestaron por la prótesis.
Oliver procuró mantener, a lo largo de todo el trayecto aéreo,
pensamientos positivos para contrarrestar aquella vocecilla incómoda que le
decía que podían existir problemas con el motor, que el vuelo iba
demasiado copado, que el niño sentado a su lado quizá estaba ahí para
recordarle las vidas perdidas en Afganistán, y que él no era tan valiente para
resistir ese vuelo sin un ataque de pánico inminente. Los 53 minutos de
escala en Atlanta, le sirvieron para recuperar el temple por completo. Estaba
decidido a desmontar la negatividad, y mantener la entereza que lo
caracterizaba.
Había leído suficientes libros de superación personal como para
convertirse en coach, pensaba Oliver con ironía. Cuando se sufría de
síndrome de estrés postraumático las consecuencias en cada ser humano
eran distintas, duras inclusive, pero al final, todo tenía solución. Gran parte
del tiempo, los espacios cerrados parecían ser los predilectos para que
ocurriesen súbitas alteraciones emocionales, y un avión entraba en esa
categoría. Oliver permaneció en el asiento de la aeronave pensando en lo
mejor de llegar a su destino: Daisy.
Como ella sí le comentó cuál era el hotel en el que estaba hospedándose,
a él le fue más sencillo organizar ese súbito viaje. Se sentía más libre
después del episodio en el apartamento y la conversación con Daisy en la
habitación.
—Me alegra escuchar eso, porque sé que sorprenderte se me da bastante
bien —dijo Oliver ante la sonrisa femenina.
—Entra, por favor —dijo ella abriendo la puerta. Al notar la mirada
sensual de Oliver, Daisy recordó que no llevaba sujetador y estaba en
pantaloncillos—. Voy a ponerme algo menos…
—¿Tentador? —preguntó Oliver, muy consciente de cómo los pezones
erectos se marcaban a través de la blusa de algodón rojo.
Se moría por besarla toda, conocer los sabores de cada rincón del cuerpo
curvilíneo, y aprender cada gemido de Daisy. Necesitaba escucharla gritar
su nombre, experimentar el pálpito de los pliegues delicados contrayéndose
alrededor de su duro miembro. Y es que a Oliver le parecían muy lejanas
las noches de juerga sexual en el extranjero; tan vacías. Cuando la vida te
golpeaba, lo más difícil era continuar ignorando las señales, y era
indispensable establecer nuevas prioridades para darle un giro a la
existencia. Incluso si eso implicaba empezar de cero.
—Eres imposible —murmuró, sonrojada, yendo hasta donde se
encontraba su equipaje. Sacó un jersey ligero y se lo puso para tratar de
poner una capa más de ropa a la camiseta del pijama—. Ahora entiendo por
qué no comentaste mis fotografías ni mensajes —dijo de buen humor—.
Gracias por haber venido hasta acá.
—Puedo decir —dijo haciéndole un guiño—, que es un verdadero placer.
Daisy meneó la cabeza, y afianzó el jersey a su alrededor. El aroma viril
y masculino de Oliver inundó sus fosas nasales.
La relación de ellos era de aquellas que, a pesar de que existía un tiempo
prolongado de separación, al reencontrarse y aunque estuvieran las heridas
latentes, parecía como si en realidad jamás el otro se hubiese marchado.
¿Tenía que ver con el invisible lazo que unía a una persona con otra, sin
importar la naturaleza del vínculo? ¿Ocurría acaso solo cuando dos almas
estaban inexorablemente destinadas por amor?
Oliver rebuscó algo en el bolsillo y sacó un sobre que, por el aspecto
vetusto, había visto de seguro mejores días. De pie, en el centro de la
habitación, ella reconoció lo que él estaba extendiéndole. Tomó el papel y
sacó el contenido. Desdobló la carta con cuidado y se le nublaron los ojos
de lágrimas. Leyó en voz alta.

Oliver:
Eres mi mejor y más querido amigo. Jamás voy a olvidarte, incluso si
pasan años.
Si no fuera por ti, aún tendría miedo de las ranas, y no hubiera aprendido a
nadar.
¿Serás mi amigo siempre también verdad?
Daisy.

Después dobló el papel con mimo y lo estrechó contra el pecho. En sus


épocas de adolescencia, cuando no existía el iPhone, ni el internet masivo,
las llamadas convencionales, las cartas inclusive, y las visitas en persona
eran las formas de comunicarse con otro ser humano. Lo más normal. Daisy
era de las que preferían escribir cuando había ocasiones especiales, y esa
carta que acababa de darle Oliver correspondía al día en que ella finalmente
logró nadar de un extremo a otro en la piscina de la academia de natación,
impulsada por las palabras de ánimo de él.
No solo eso, sino que dejó de salir gritando cuando en una de las granjas,
Clarence o Marchand, se topaba con una rana. Las odiaba, al menos fue así
hasta que Oliver se tomó el tiempo de explicarle la importancia de ellas
para el ecosistema, y que si bien la apariencia de las ranas no era la más
halagüeña creada por Dios, al menos no iban a morderla, asesinarla o
cortarla en trocitos.
—Creí que ya habrías botado todas mis cartas —susurró, mirándolo—.
Este fue un día importante para mí, y por eso te escribí.
Él inclinó la cabeza un poco hacia la derecha.
—Lo sé, Daisy, venciste el miedo a nadar, y dejaste de odiar a las pobres
ranas. —Ella soltó una carcajada—. Tengo todas las cartas que nos
escribíamos. Los amuletos que intercambiábamos en Halloween para
prevenir que nos quisieran llevar las brujas en plena medianoche —
introdujo la mano en el otro bolsillo, y extrajo lo que parecía ser un trébol
de cuatro hojas plastificado—, como esto. —Daisy agarró el trébol,
mientras su corazón daba un vuelco—. Las canciones que escribimos en
una Navidad para amenizar la cena de nuestras familias están en una cajita.
Quizá me marché de Louisville, pero tú siempre estuviste en mí.
Avanzó hacia ella. Daisy no se apartó, ni tampoco se movió cuando él le
quitó con sutileza la carta de entre los dedos para dejarla en una mesita alta
de vidrio.
—No sé qué decirte, no sé… —murmuró, elevando el rostro hacia él—.
Cuando estoy cerca de ti, me siento feliz, y al mismo tiempo no entiendo la
ruta a la que estamos dirigiéndonos.
Él le acarició la mejilla. El tormento de viajar en avión había valido la
pena porque ahora estaba ante Daisy.
—La ruta es sencilla, cariño —replicó Oliver. Entre las cosas que
recordaba de ella era que siempre viajaba, daba igual si era a un sitio lejano
o cercano, con sus propios implementos para el baño. Le gustó aspirar el
sutil perfume a miel con lavanda—, pero antes de empezar a transitarla,
necesito ser sincero contigo.
—¿Quieres algo de beber? Porque ni siquiera sé hace cuánto llegaste, y
aunque es un viaje de varias horas, la ciudad es bastante agitada —ofreció,
súbitamente inquieta. No se consideraba una persona egoísta, y cuando
estuvo con otras parejas los sentimientos de ellos fueron importantes para
ella, pero lo que sentía por Oliver tenía una dimensión por completo
diferente. De verdad le importaba él. Ahora que entendía de un modo más
concreto los fantasmas que lo atormentaban, sumado a los detalles que
estaba teniendo con ella y que no tenían que ver con dinero o regalos
costosos, se sentía más protectora con Oliver.
—No, gracias. No quiero nada de beber, preferiría besarte, pero si lo
hago, jamás tendremos esta conversación que me parece demasiado
importante.
—¿Será tan indispensable como dices? —preguntó, tomándole las
mejillas entre las palmas de las manos.
—Quizá solo un beso —dijo él con cautela—, pero dejo constancia de
que ayer aclaré que no volvería a besarte salvo que fueras tú, quien…
—Oh, cállate, Oliver —zanjó con una sonrisa, mientras lo atraía hacia
ella para besarlo intensamente.
Con un gruñido de necesidad él le rodeó la cintura con ambas manos,
sosteniéndola contra su propio cuerpo muy consciente de la dureza que
presionaba contra la tela del pantalón. Le gustaba sentir a Daisy cómo poco
a poco se amoldaba a él. Ella se entregaba en cuerpo y alma en cada beso, y
este no era la excepción. Le gustaba la forma en que su lengua parecía
tímida en un inicio para luego cobrar fuerza.
—Me encanta el sabor de tus besos, Daisy —murmuró contra la boca de
ella. Sintió las manos femeninas apartándose de su rostro para afianzarse
contra la tela de la camisa, mientras los labios de ambos se adentraban en el
ojo del huracán que representaba la pasión de los dos.
Daisy tenía muy en cuenta que era quien más gemía, y parecía no ser
capaz de saciar su sed de él. Le mordió el labio inferior, mientras él le
agarraba las nalgas con ambas manos en un gesto erótico como posesivo.
La lengua de Oliver era el equivalente a un animal salvaje que acababa de
ser puesto en libertad, y la devoraba. No quería dominarlo, sino unirse a ese
intercambio que estaba cargado de anhelos, memorias, angustia, deseo,
placer y emociones jamás verbalizadas.
Oliver estaba disfrutando de ese beso, y sus manos no podían estarse
quietas. Apretó el trasero de Daisy, y la sintió frontarse contra su sexo
erecto. Le recorrió la cintura, subió por las caderas y agarró los pechos que
tanto había deseado tocar. Los frotó sobre la tela de la blusa, después de
apartarle el jersey a un lado, para después apretarle con fuerza los pezones
erectos.
—Oliver, sí —susurró, mitad rendición, mitad anhelo.
Ella no quería que terminase ese exquisito intercambio, ni tampoco las
posibilidades de lo que podría suceder a continuación. Le gustaba la
sensación de salvaje libertad que tenía con él, no quería domarlo, ni
contenerse. Los besos sensuales acababan de cobrar una nueva significación
en estos instantes.
Él tuvo que hacer acopio de todo su autocontrol, y de aquellos años
duros de entrenamiento militar, para apartarse poco a poco de Daisy. Con
los labios inflamados por sus besos, la respiración agitada, el cabello
desordenado, y esos pechos de erectos pezones que pedían ser revelados a
la luz de su mirada, él entendía lo que habría ocurrido en los vastos
imperios romanos, egipcios y griegos, para que tantos hombres
sucumbieran a guerras, homicidios y cuadros de locura por una mujer.
Oliver estaba seguro de que, si ella hubiera existido en esas épocas,
entonces la historia de Troya habría sido en estos tiempos contemporáneos,
un cuento de niñatos.
Con la respiración inestable, el ceño fruncido, y el pálpito imposible de
ignorar entre sus muslos, Daisy miró a Oliver con desconcierto. Antes de
que pudiera hablar, él le puso los dedos con suavidad sobre la boca.
—Te deseo, lo sabes, y gracias al universo maravilloso, que eso es
mutuo. Pero mi principal objetivo para venir a verte fue aclarar de una
buena vez esa sombra que mantiene nuestro pasado como una pesada loza
entre los dos. Quiero romper ese silencio, Daisy, caso contrario siempre
quedarán incógnitas o dudas.
—¿Y qué propones? Porque, si continuamos en esta habitación lo que
vamos a tener como resultado es un alto nivel de frustración sexual, en
especial si consideramos que eres tú quien está pisando el freno. Si es esta
tu forma de dejarme claro que te gusta mantener el control, entonces
créeme, no habrá una próxima ocasión en que quiera dejarme llevar por mi
espontaneidad, menos por tu boca —dijo en un tono que dejaba claro que
no solo estaba desilusionada, sino enfadada de que él pareciera tan reacio a
perder el control por entero.
Él le agarró la barbilla, mirándola fijamente.
Ambos ignoraron el golpeteo en la puerta del camarero del hotel
anunciando que estaba ahí para entregar un servicio de té.
—No te confundas, Daisy. Me encanta que seas espontánea conmigo,
porque me da la esperanza de que existe un resquicio sólido de confianza en
hacer lo que sientes con respecto a mí. No dejes de hacerlo, por favor —
pidió con gentileza. Ella se encogió de hombros, y asintió—. Si después de
escucharme, tú crees que hay un espacio para darme cabida por completo, y
tus dudas sobre mí se disipan, entonces créeme, seducirte será mi segundo
gran objetivo. Da igual el sitio en el que estemos.
Daisy se ajustó el jersey, que nada ayudaba a quitar el frío de la falta de
las caricias de Oliver sobre su cuerpo, y después se apartó para mirarlo a los
ojos.
—Si seducirme, si acaso decido permitírtelo, es tu segundo objetivo. —
Él tan solo le hizo un guiño, muy confiado de que las palabras de Daisy
eran una bravuconada—. ¿Cuál es el primero, entonces?
Oliver desplegó una amplia y luminosa sonrisa.
—Que confíes de verdad en mí.
CAPÍTULO 10

A las ocho de la noche, olvidados los buñuelos y el té en la habitación


del hotel, Oliver y Daisy recorrieron el último tramo hasta el sitio en el que
solían estar algunos de los ferris turísticos. La caminata fue amena, aunque
la tensión debido a las mutuas caricias ardientes en la suite del hotel estaba
latente. Ella aprovechó para hablarle de su primera clase maestra con el
Chef, aunque no consideró importante mencionarle la reunión que el
famoso francés le había pedido para el siguiente día al concluir el curso.
Después de todo era solo un tema profesional.
Oliver, la escuchó con atención, y tan solo hacía preguntas puntuales, en
absoluto absurdas. A ella le pareció refrescante darse cuenta de que él
continuaba manteniendo la tendencia de oírla, en lugar de pretender
interesarse. Ese era un detalle que había echado mucho en falta en sus
amigos, y sobre todo de él.
Cuando el capitán de uno de los barcos turísticos dejó claro que el Queen
Mary Highlander solo los recibiría a los dos, Daisy elevó ambas cejas al
unísono.
—¿Qué significa el hecho de que, en pleno buen tiempo, no haya nadie
hoy pugnando por un sitio en este barco? —preguntó mirando al capitán,
vestido con su traje oficial por más de que se tratase tan solo de una
pantomima turística, de barba blanca—. Además, las reseñas que leí,
mientras elegía un tour breve esta tarde, dejaban claro que esta embarcación
es la más solicitada.
En un tiempo como primavera, aunque no fuese el usual verano con alta
demanda de visitantes, le parecía muy raro a Daisy que un barco elegante y
tan bonito como aquel no estuviera siendo abordado como los demás que se
hallaban alrededor.
—Señorita, el Queen Mary Highlander está reservado tan solo para
ustedes, y apreciamos que hayan elegido nuestra hermosa embarcación para
la cena de esta noche que, vaya suerte, tiene un cielo despejado. —Oliver
esbozó una sonrisa, porque él no hacía nada a medias. Si algo le enseñó el
ejército fue a hacer bien los planes de incursión; y aunque Daisy no era un
objetivo militar, sí que era la misión más importante de su nueva vida—. El
tiempo del paseo es de dos horas. Por favor, pasen. Todas las medidas de
seguridad están aquí —les entregó un brochure—, pero dado que el río
Mississippi suele ser bastante compasivo, no hay nada qué temer durante el
trayecto. La cena será servida treinta minutos después de que hayamos
zarpado.
Daisy estaba boquiabierta. El barco era una preciosidad: blanco,
ventanas múltiples, decorado como si estuvieran en los años treinta, y la
gigante rueda hidráulica en tono rojo escarlata.
—¿Oliver en qué momento hiciste esta reserva? Te arriesgaste
demasiado, porque yo pude haberme negado a venir o haber estado fuera
del hotel —dijo ella, aceptando la mano de él para guiarla hasta la mesa de
mantel blanco junto a una de las ventanas. El aire fresco corría sobre los
vidrios semiabiertos del interior.
—Los riesgos siempre tienen un desenlace, y depende de nosotros tratar
de mentalizarnos en que será la mejor alternativa de entre todas las
existentes —replicó sentándose frente a ella, no sin antes besarla
fugazmente en los labios.
El camarero se acercó para tomar la orden de ambos, y pronto el barco
zarpó. La música country de fondo le daba un toque especial a una noche
que empezaba a deslizar el telón para dar paso a las estrellas que quisieran
aparecer en el escenario. Desde el interior del barco no era posible
normalmente observarlas, pero con la posición privilegiada de la mesa,
junto a la ventana, sí.
—Gracias por aceptar cenar conmigo —dijo Oliver con serenidad.
—Creo que, después de este viaje para venir a verme, si me hubiera
negado a salir contigo habría sido una grosería —expresó.
Le gustaba estar en compañía de Oliver, y empezar a redescubrir el
hombre en el que se había convertido, así como los rasgos que continuaban
siendo parte de su esencia y que la atrajeron hacia él como un imán desde
que alcanzó la adolescencia. Le daba lo mismo la cantidad de fantasmas que
tuviera él en el pasado. Podía lidiar con los problemas de una persona, pero
no con el silencio o el misterio.
Así que, si Oliver estaba dispuesto a zanjar los puentes endebles de otros
tiempos con el fin de trazar nuevos y estables para el presente, ella no iba a
echar por la borda esa oportunidad. Todo era surrealista en esos momentos:
que él la deseara tanto como ella a él; que le dejara claras las intenciones de
conquistarla. Daisy andaba con tiento, pero no era ridícula u obtusa consigo
misma. Si podía disfrutar del cuerpo de Oliver, como tantas noches había
conjurado en sus fantasías personales, lo haría. Creía que podía empezar a
confiar en él.
El simple hecho de que Oliver hubiera viajado desde Louisville, después
de muchos meses enclaustrado en la seguridad de tierra firme, considerando
que los ataques de pánico solían desatarse en lugares cerrados o en aquellos
sin posibilidad de salida durante horas, como lo era un vuelo, constituía una
reafirmación de la seriedad de las intenciones de él de ganarse de nuevo su
confianza. ¿Y el hecho de que guardase las cartas que intercambiaban
cuando eran unos chiquillos? ¿Qué conservase los amuletos de Halloween?
Todo eso resultaba indescriptible y la emocionaba. Se preguntaba qué otras
cosas más tendría Oliver guardadas en las cajas de recuerdos.
—¿Solo por eso aceptaste? —preguntó, mientras sentía el movimiento
del agua arrullando el barco en su vaivén.
Daisy se rio. Meneó la cabeza.
—Quizá algo tenga que ver mi interés en compartir más tiempo contigo,
así como la curiosidad de aquello que no puedes esperar a decirme…
Oliver miró brevemente por la ventana del barco las luces de la ciudad
en la orilla. Nueva Orleans era un enigma, y a pesar del gran huracán
Catrina, que estuvo a punto de destruirla por completo en agosto del 2005,
la urbe se había logrado reponer. No existía peor forma de saber cuán
frágiles eran los seres humanos que al estar a la merced de las catástrofes
naturales. Y ahora, más de una década después de aquella infame época,
Nueva Orleans brillaba de nuevo. Aquellas hazañas de la humanidad de
sobreponerse a lo más duro e impactante, resultaban motivadoras, y
también se convertían en un testimonio que afirmaba que después de la
tormenta, ya era decisión de cada cual sobrevivir, reinventarse y continuar
el camino.
—Después de tomar conciencia de la terrible desgracia que implicó para
nuestro país los ataques terroristas del 11 de septiembre, me sentí con la
responsabilidad de que, cuando tuviera edad suficiente, tenía que encontrar
la vía correcta para mostrar mi apoyo a la causa. Daba igual el número de
años hasta cumplir la mayoría de edad. No quería quedarme en casa,
mirando las noticias posteriores, observando pasar los meses. Así que,
cuando al fin tomé la decisión de enrolarme en el ejército, supe que no
existía modo alguno de que tú fueras a tomarlo bien.
—Al menos pudiste mencionarlo, y no pensar por mí —replicó Daisy,
mientras Oliver le acariciaba los dedos con los suyos, sobre la mesa.
—Fue un egoísmo justificado, si acaso existe algo así —dijo Oliver en
tono conciliador—. Después de la charla que tuvimos la otra noche entendí
que fue lo más acertado haberme alejado de ti, en especial cuando mi
carrera militar era semejante a la vida que tuviste al tener un papá en la
marina: ausencias prolongadas, comunicaciones interrumpidas, festividades
sin él, y tantas cosas más…
—No sabía que romper una amistad tan sólida era la solución —replicó
con marcado resentimiento en su voz. Apartó la mirada de Oliver, y la fijó
en el horizonte.
Él movió los dedos, sobre los de Daisy, instándola a mirarlo.
Ella tomó una profunda respiración, y al cabo de unos segundos volvió
la mirada hacia Oliver. Hizo una mueca.
—Lo que sentía por ti en esa época empezaba a ser algo más que solo
interés de un amigo —confesó, ante la expresión atónita de Daisy—. Eras la
única chica que podía entenderme, me sentía libre de expresarme como
quisiera sin ser juzgado; compartía contigo la pasión por los animales y las
cotidianidades de una granja, pero también eras la más guapa de todas las
muchachas que me rodeaban. Estaba enamorándome de ti, mientras tenía
plena conciencia de que iba a marcharme. Sabía que podías odiarme, y la
sola idea me atormentaba, pero tenía la determinación de ayudar a marcar
una diferencia con mi labor en el ejército.
Una súbita sensación de rabia invadió a Daisy. Todos los meses en que
Oliver la ignoró deliberadamente, dejándola poco a poco de lado,
manteniendo una amistad que era más bien cordial y distante, porque
prefirió callar sus emociones a enfrentarlas. Porque quiso alejarse sin darle
la opción de tener una opinión, al tiempo que ella se hacía un ocho la
cabeza tratando de organizar sus sentimientos, discernir si estaba rompiendo
la regla de oro de los amigos: no enamorarse. «Cuánto tiempo de tristeza y
malos entendidos se habrían ahorrado con una simple conversación».
Ella estaba muy clara ante el hecho de que uno de los dos tuvo que haber
tomado el primer paso, y si ambos conocían que el menos tímido era Oliver,
entonces por ahí debió romperse la rama primero. En su caso particular, no
fue tan simple decidirse si lanzarse o no a abrir su corazón para acercarse a
Oliver, en especial siendo consciente de que salía con otras chicas y parecía
tener un tipo específico de mujer que le atraía (que no se asemejaba a ella
para nada), porque ¿cómo enfrentar la clásica inseguridad de una muchacha
de diecisiete años, si el chico al que había conocido toda su vida, la
empezaba a tratar diferente? ¿Cómo acabar con el miedo de dar el primer
paso, y luego ser rechazada? Oliver ni siquiera se había planteado explorar
el tema, no; él tomó el atajo más sencillo: ignorarla y largarse.
—Lo que sentí al saber que te ibas, sin decírmelo cara a cara y tener que
enterarme por mi familia o la tuya, fue una profunda sensación de traición
—replicó, apartando las manos de las de él, y cruzándose de brazos.
Oliver tragó saliva, y sintió como si estuviera tragando trozos de vidrio
en lugar de algo suave. Siempre estuvo consciente de que había sido un
cobarde al largarse, sin plantearle a Daisy su postura o intención de tener
una carrera militar, pero escuchar ahora, aún con el paso de tantos años, el
dolor en la voz de ella, lo afligía mucho.
—Solo puedo decir que a esa edad, al marcar distancia poco a poco, lo
único que procuraba era que fueses libre.
—Qué magnánimo —farfulló.
—Tal vez no era muy listo en asuntos emocionales (no creo haber
mejorado mucho desde entonces), pero sí sabía que algo empezaba a
cambiar entre los dos, y era importante. Me cabreaba si otros chicos
intentaban acercarse a ti para invitarte a salir, y me enfurecía con las mil
hipótesis que me formaba en la cabeza. Daba igual si era injusto o egoísta,
en especial porque yo empecé a salir con otras personas para tratar de
entretener mi cabeza e ignorar cómo me afectabas.
—No escribas un libro de autoayuda para parejas, nunca, por favor —
dijo con sarcasmo. Agarró la copa de vino, y la bebió poco a poco hasta
dejarla vacía.
Oliver conocía muy bien que Daisy no era dada a tomar de ese modo. Sí,
claro que disfrutaba un buen vino o whiskey, aunque no como si fuese agua.
Fue una excelente idea considerar ese barco como escenario para hablar con
ella, y así evitar que se levantase para dejarlo sin más en medio de la noche.
Al menos sabía que, indistintamente de cómo acabara esa velada, él diría
todo lo que necesitaba.
—No te hubiera dejado ir si hubieses sido mía en todo sentido, Daisy, y
es algo que necesito que comprendas. Una vez que hubiera tenido un
poquito de ti, tan solo un poquito, no habría bastado; habría echado por la
borda mi deseo de servir en el ejército, pero hubiese vivido frustrado y
resentido. Éramos demasiado jóvenes, y tú tenías un futuro brillante, ¿con
qué derecho hubiese arruinado algo así? Porque habría ocurrido de yo haber
perseguido una relación contigo.
—Vaya, tu altruismo no tiene edad —dijo haciéndole un gesto al
camarero, que estaba bastante alejado, para que se acercara. Le señaló su
copa, y al poco rato, tuvo más vino para disfrutar.
Oliver sabía que no estaba ganando nada en esa conversación, sino
perdiendo terreno. Sin embargo, la verdad no tenía por qué ser bonita, ni
fácil de llevar. A medida que liberaba sus recuerdos, también lo hacían las
ataduras de su conciencia.
—Fue en su momento la mejor decisión que creí estar tomando —dijo
con determinación—. Aún cuando me mataba la posibilidad de que te
enamorases de otro. Aunque preferí eso, en lugar de saber que conmigo
vivirías un Infierno similar al que tu mamá de seguro experimentó al tener
un esposo en la marina. Los reclamos, la falta de tiempo, la imposibilidad
de decirte a dónde estaba destinado, nos habrían robado los buenos
recuerdos y arruinado por completo nuestra amistad.
Daisy soltó una risa sin alegría.
—Cada vez que trataba de acercarme a ti, Oliver, lo que recibía era el
trato como si fuésemos simples conocidos o amigos de verano. Cuando
intenté armarme de valor para decirte que quizá algo empezaba a cambiar
en mí con respecto a ti, ya estabas saliendo con alguien; siempre tenías una
novia distinta del brazo. El día en que te fuiste, yo decidí que no iba a hacer
girar mi vida alrededor de las posibilidades y los recuerdos. Acepté mi
primera cita, y no miré atrás.
Él apretó los dientes, y asintió con firmeza.
—Incluso en las horas más duras, lo que me mantuvo con fuerza fueron
los recuerdos de nuestra infancia y adolescencia —dijo ignorando la pulla
de Daisy sobre el hecho de que sí, efectivamente, cuando él se marchó, ella
hizo su vida aparte. Que era lo normal, lo lógico, aunque no por eso menos
fastidioso de reconfirmar. La mente del ser humano jugaba de forma
despiadada cuando las hipótesis eran ya certezas—. No miento al decirte
que ninguna mujer logró capturar mi corazón, porque este siempre estuvo
anclado en Louisville, contigo.
—¿Y pensabas escudarte en un recuerdo, una idea de lo que hubiera sido
si hubiésemos estado juntos antes de que te fueras o intentado que
funcionara a la distancia, para justificar la imposibilidad de estrechar un
lazo romántico firme y duradero con otra persona? —preguntó,
reconociéndose hipócrita, pues era exactamente lo que ella había hecho,
aunque de forma diferente. En su mente siempre estaba comparando a sus
novios con Oliver, y todos salían perdiendo. El que le fue infiel no tenía
justificación, tan solo fue cretino—. Pfff, interesante.
—Quizá siempre mantuve la idea de que regresaría a casa —bajó la
mirada, y palmeó el sitio en el que estaba su prótesis—, aunque no bajo
estas circunstancias. Y entonces, si tú estabas aún alrededor, habría tenido
esta conversación.
—¿Y si al encontrarme de nuevo, ya me hubiese casado y tuviese hijos?
—preguntó bebiendo de su copa, mientras el camarero llegaba con los
platos de la cena para disponerlos organizadamente. La presencia del
hombrecito consiguió marcar un silencio necesario, aunque ni Daisy ni
Oliver lo hubiesen pensado así.
—Ya no existen las hipótesis o los “¿qué habría ocurrido sí…?” —
replicó Oliver a cambio, porque responder a la suposición de Daisy sería
sumirse en un círculo absurdo del que no creía justo que ambos tuvieran
que ser parte—, porque las circunstancias me han puesto de nuevo en tu
radar.
Ella observó la expresión de Oliver, que era mitad serena y mitad
temeraria, y sintió cómo esos ojos verdes la cautivaban, aún contra su
voluntad. Creía que incluso le faltaba el aliento ¿o era el vino? El corazón le
martilleaba con furia contra las costillas, y se entremezclaba con los
pensamientos que iban y venían en su mente; unos eran reflexiones, otros,
condenas y arrepentimientos. Sin embargo, la emoción que predominaba
era la desazón por el tiempo perdido, las ilusiones destrozadas de su
adolescencia, cuando pudo evitarse tanto agobio con solo intentar hablar
entre ellos, tal como siempre lo hicieron, en lugar de que uno tomase
decisiones unilaterales.
Quizá nunca podría determinar si lo suyo con Oliver se trató de
inmadurez juvenil o simples giros del destino. De lo que sí era consciente
en ese instante era que no quería que la proximidad masculina la afectara,
pero ya había descubierto que daba lo mismo, porque la fuerza de su
presencia era envolvente. ¿Su voz? Dios, él debería estar trabajando en un
estudio poniendo su voz a los protagonistas literarios más aclamados.
Seguro que Jane Austen lo habría elegido, si hubiese existido la tecnología
en aquel siglo, como la voz de Mr. Darcy.
—Pasé meses sintiéndome miserable cuando te fuiste, y el resentimiento
parecía imposible de apaciguar.
—Oh, Daisy, lo siento, créeme que lo siento tanto —murmuró,
conmovido.
—Me lastimaste, porque ante todo eras mi amigo, mi confidente y la
constante que hacía mis días mejores cuando en mi pequeño mundo todo
colapsó al morir mi padre. Después, fue tu trato ajeno, tu indiferencia, los
que me fueron alejando tal como te lo propusiste —continuó sin hacer caso
a las palabras de él—. Ahora que sé la verdad, ahora que sé que preferiste
que yo tuviera la libertad de vivir sin las angustias posibles que habría
experimentado la novia o pareja de un miembro del servicio militar
especializado en asuntos de guerra, lo que siento es enfado, Oliver. Porque
me relegaste a años de relaciones sentimentales insatisfactorias con
hombres que creía que serían un “para siempre”, pero jamás podían
compararse contigo. Me resigné a que jamás podría existir nada entre tú y
yo, aunque no dejé de pensarte y de desear lo mejor para ti —dijo
limpiándose las incómodas lágrimas que empezaron a rodar por sus mejillas
—. Tus palabras no me consuelan, no me alivian, sino que me provocan una
profunda tristeza. Porque te quise con el fervor de una persona que conoce a
su primer amor; con ilusión inocente, y tú… —meneó la cabeza.
De repente se sentía sobrepasada de emociones. Tenía las respuestas a
años de incógnitas sobre el comportamiento súbito de Oliver en el pasado,
pero estas no habían conseguido aliviar su frustración, sino crear una
sensación de inconformidad.
Oliver se incorporó y avanzó hasta ella. La tomó en brazos con facilidad
para luego sentarse, y así acomodarla sobre su regazo. Ella le rodeó el
cuello, y ahogó sus sollozos contra el cuello masculino.
—Ese amor puro, Daisy, es el que sobrevivió en mí —le dijo,
acariciándole la espalda de arriba abajo con su mano, calmándola,
apretándola contra su cuerpo, dándole el consuelo a ella, porque así se lo
daba también a sí mismo—. Da igual el tiempo —continuó con su voz
sosegadora.
—Eres un idiota, Oliver —murmuró con fastidio.
Él esbozó una sonrisa triste. Continuó frotándole la espalda con dulzura.
—Lo sé, cariño. Me duele haberte lastimado, porque estuve ciego. Fue
cruel de mi parte decirte que eras aburrida, porque no es así; ni tampoco
tuviste la culpa de las estupideces de los hombres con los que te
relacionaste en el pasado. Si no fuera porque ese Álex, el tipejo del edificio,
ahora es un vecino, le habría partido la clavícula.
Ella apartó el rostro, y lo miró. Oliver le secó las lágrimas. Cada gota
salada era un puñal que le clavaban en el costado.
—Sé que no soy aburrida, me gusta llevar una vida lejos de problemas.
Que tú hubieras utilizado la información que te revelé para lastimarme, eso
sí me incomodó.
Él lo sabía, y tan solo le quedó asentir. Imposible refutar.
—Fui un malnacido, lo sé —murmuró. La expresión de tristeza,
decepción y también furia que se entremezclaba en el rostro de Daisy, le
resultaba mordaz.
Ella hizo una afirmación con la cabeza.
Se alegraba de que él no quisiera utilizar una vía alterna para justificar
los errores. Sabía, al menos por experiencia personal, que los hombres
como Oliver rara vez aceptaban sus equivocaciones, menos las confesaban
en el afán de aclarar una situación emocional. En el ejército las emociones
no funcionaban, sino las acciones. Daisy sentía que estaba recibiendo de
Oliver ambas cosas, y no era ufana como para no reconocer el esfuerzo.
Llevaba claro que él poseía la determinación de minar, y se lo había dicho
de una u otra forma, su resistencia para abrirse un espacio en sus
sentimientos. El meollo del asunto era si podía abrir las compuertas
rebosadas de emociones por él, y dejarlas fluir sin temor. Se preguntaba
¿qué hacía falta en ella para que eso ocurriese? ¿Qué botón hacía falta que
su propio sistema pulsara?
Parecía como si sus sentidos estuviesen en un proceso de reconstrucción,
y ella no podía forzarlos hasta que hallaran por sí solos el punto de
inflexión. Quizá, si Oliver no hubiese volado a Nueva Orleans para hablar
con ella, todos los efectos del esfuerzo de él (incluida la compra del
apartamento frente al suyo) se habrían empezado a diluir con más rapidez.
Ella estaba entretenida con su carrera, disfrutaba su vida, no necesitaba
de otra persona para sentirse plena. Sin embargo, la cercanía de Oliver
conseguía insuflarle un nivel de vitalidad, adrenalina y pasión, que
usualmente no sentía.
—Volviste a Louisville tantas veces, y jamás me buscaste. Me atreví a
escribirte, y tampoco devolviste mis cartas —murmuró ella, pegándole con
el puño, en suave insistencia, el pectoral donde latía el corazón—. Cuando
me enteré que te hirieron, por tu madre, mi mundo optimista se eclipsó por
un instante, y luego decidí que necesitabas alguien conocido para que no
cayeras en un foso de autoconmiseración. No recibías a nadie, aunque
supongo que algo de culpa hay en que le hubiese pedido a Amanda que no
te revelara mi identidad en el caso de que no quisieras saber de mí. ¿Habría
marcado una diferencia?
—Quizá, cariño —replicó acomodándole un mechón de cabello rubio
tras la oreja—. Aunque estaba en una postura mental muy compleja, y ni
siquiera podía soportarme yo mismo. Fui duro con mis padres, incluso con
Julianne.
El vaivén del barco empezó a incrementarse. Un indicio de que estaban
ya aproximándose al muelle. El tiempo se había esfumado en un tris tras.
—¿Y ahora estás mejor? —preguntó con incertidumbre.
—Intento trabajar en ello a diario —dijo con sensatez—. Daisy, sé que
no merezco que me perdones por tantos errores, pero al menos me quedo
tranquilo y agradecido porque ahora sabes la verdad de mi partida, mi
distanciamiento, aunque nunca podría justificar haberme comportado como
un hijo de puta en el bar.
Daisy apretó los ojos un instante. Imaginaba que debía parecer un
mapache con el rimmel corrido por las lágrimas, aunque no le importaba.
—Hemos perdido tanto tiempo —replicó Daisy con pesar.
El capitán se acercó para decirles que dentro de cinco minutos anclarían,
y luego se marchó, así como lo hizo discretamente el camarero al retirar los
platos de la cena que apenas habían probado.
—No sé si es posible querer a alguien tanto tiempo, pero tengo la certeza
de que en mi caso, por ti, es así —declaró con suavidad—. Sería genial
retroceder en el camino recorrido, y así poder cambiar algunos
comportamientos, pero quizá las situaciones se dieron de la manera en que
tuvieron que ser.
Ella lo miró durante los siguientes minutos, hasta que el capitán
carraspeó para hacerse notar. Solo en ese instante, Daisy apartó la mirada de
Oliver, sin replicar.
—Gracias por haber estado con nosotros, señorita Marchand; general
Clarence —dijo refiriéndose al título militar de Oliver, porque, gracias a un
amigo de armas en común era que el Queen Mary Highlander pudo ser
reservado para dos personas de manera exclusiva—. Los escoltaré
personalmente hasta la salida del muelle. Espero que hayan disfrutado el
paseo.
Daisy tan solo asintió con una sonrisa leve.
—Lo aprecio, gracias —replicó Oliver, y ayudó a Daisy a ponerse en
pie.
El camino de regreso lo hicieron en silencio.
Cuando estuvieron frente a la puerta de la habitación de Daisy, en el
hotel, él tan solo le dio un beso suave en la mejilla, demorándose un poco, y
luego se apartó.
—Me siento orgullosa del hombre en que te convertiste para ayudar a tu
país, Oliver. A pesar de que, por tu decisión de incursionar en esa misión
tan noble, yo haya perdido tantos años de la posibilidad de explorar algo a
tu lado —soltó una exhalación—. Gracias por la cena de hoy, y haber
hablado conmigo tan abiertamente. Creo que me hacía falta decirte lo que
sentí aquellos años cuando todo cambió… Puedo comprender que tu
intención era hacer lo que creías mejor para mí, aunque en el camino se te
olvidó que la opinión más válida al respecto la debí tener yo.
Oliver asintió ante esa verdad, y luego guardó las manos en los bolsillos.
No se sentía desmotivado. Los retos lo volvían más decidido.
—Gracias, Daisy —replicó con sencillez—. ¿Estás más clara sobre mis
razones para actuar como lo hice? —preguntó refiriéndose a sus decisiones
unilaterales, sus actitudes juveniles inmaduras del pasado, así como el
tiempo que le tomó sacar la cabeza del hoyo desde su llegada a Estados
Unidos.
—No lo sé, porque necesito digerir toda la conversación. Por ahora
tengo la cabeza que me da vueltas… Digamos que es un poco el vino —
esbozó una sonrisa, y contuvo un bostezo—. Créeme, aprecio lo que has
hecho para tratar de darme claridad; los detalles y gestos. Mañana, después
de mi última clase de repostería, podría tener mis ideas más claras —miró
el reloj—, ya es tarde.
—Comprendo.
—¿Lo haces? —preguntó ella con suavidad.
—La paciencia es una virtud que se forja cuando algo merece la pena.
—¿El ejército? —indagó, ladeando ligeramente la cabeza.
—Encontrar la manera de regresar a tu vida, y esta vez para quedarme.
Conmovida por sus palabras, aunque sin tener nada que agregar, Daisy
tan solo asintió. Le dio la espalda y entró en su habitación.

***
Oliver no logró conciliar bien el sueño. Las pesadillas lo atormentaron
hasta las tres de la madrugada, pero al despertar lo primero que hizo fue
escribirle a Daisy para dejarle saber que su vuelo de regreso saldría al
siguiente día, aunque no en el mismo horario del de ella. No quería
presionarla pidiéndole que desayunaran juntos.
La noción, y también confirmación, de que ella había correspondido sus
sentimientos tiempo atrás, le daban la esperanza de que pudiese revivirlos.
A juzgar por la forma en que lo tocaba, gemía con sus besos y se amoldaba
a su cuerpo, la posibilidad de seducirla, reverenciar sus curvas, perderse en
el placer del aroma de su piel, le parecía menos inalcanzable. Se moría de
deseo por Daisy. Sentía que su cuerpo estaba atravesando una bomba de
tiempo, aunque más su corazón.
Después de aprovechar el gimnasio del hotel, se duchó y puso rumbo
hacia una farmacia para comprar unas píldoras que calmasen el tamborileo
de sus sienes. Cuando no descansaba adecuadamente, su cuerpo parecía
protestar con rabia, y daba igual si intentaba desfogar la energía con el
ejercicio. Los dolores de cabeza eran menos frecuentes, aunque cuando se
presentaban, le provocaban más malestar de lo usual.
El teléfono le vibró en el bolsillo. Por lo general, no respondía si el
número del que lo contactaban no estaba registrado. En esta ocasión fue
diferente.
—Hola —respondió en tono cortante.
—¿Estoy comunicándome con Oliver Clarence? —preguntó la voz
femenina con un atisbo de duda, así como incertidumbre en la voz.
Él frunció el ceño, mientras abría la puerta de una farmacia de la cadena
CVS. El acondicionador de aire, lo refrescó.
—Depende quién sea la persona que llame —dijo, dirigiéndose al pasillo
en el que sabía que encontraría las Tylenol.
Sonrió al encontrar el pequeño frasco, y fue a la caja a pagar. Después
tenía planeado comprar por internet una tarjeta de regalo en un exclusivo
SPA en Louisville para Daisy. Esperaba, de verdad, que después de la noche
anterior, ella se abriese emocionalmente a él y permitiera dejar que
germinase la posibilidad de estar juntos. Estaba preparado para el rechazo,
por supuesto, aunque no por eso iba a dejarse guiar por el pesimismo o
pensamientos derroteros. Luego de la confesión de Daisy, sobre sus
fracasadas relaciones de pareja, entendía que por ahora no tenía
competencia. Y el tarado del edificio, el tal Álex, fue solo una molestia de
una noche y para el olvido.
—Sé que quizá no es el momento más adecuado… —dijo la mujer.
Oliver abrió con la mano libre el frasco, se echó dos píldoras y luego
agradeció a la dependienta que le hubiera dado un vaso de agua.
—Voy a cortar la llamada ahora mismo, no tengo tiempo para bobadas
reflexivas —replicó Oliver con dureza.
Cuando regresó a la calle, el aire natural lo rodeó. No había mucha gente
alrededor, así que no podía ejercer sus usuales palabras gruñonas si alguien
tropezaba sin querer. Procuraba huir de los sitios congestionados. No le
hacían bien, así como tampoco aquellos lugares con demasiado ruido.
—¡No, no, por favor! Escucha, tal vez nunca encuentre un tiempo
adecuado para hablarte, pero cuando pregunté entre los amigos de mi
hermano, me dieron tu número de móvil. No puedo postergar más la
angustia que llevo dentro. Sé que nuestra relación, por muy breve, al menos
no terminó mal… —se aclaró la garganta, como si estuviese procurando no
llorar—. Oliver, sé que eres la única persona capaz de ayudarme a aceptar la
partida de mi hermano, y decirme sobre sus últimos momentos de vida.
Sigo viviendo en Louisville, ¿estás aquí? Necesito respuestas que el ejército
no me dará… Sé que eras el general a cargo de la unidad aquel día… Ese
día… —se le cortó la voz—. ¿Podrías considerar, por favor, la posibilidad
de vernos?
—¿Quién diantres eres? —preguntó, aunque la sospecha que se anidó en
su mente lo hizo sudar frío.
—Soy Chelsea Pulark, la hermana de Michael.
—Chelsea —murmuró Oliver con resignación—, lamento tu pérdida.
Llevaba semanas dándole largas a la intención de visitar a los Pulark,
porque el hacerlo implicaba recordar, y considerando que las memorias de
ese episodio eran tristes y sangrientas, pues era muy duro revivirlas, en
especial si él fue el general de la brigada que se suponía que tuvo que
mantener fuera de peligro a sus hombres. No se sentía con la fortaleza de
ver a Chelsea, a pesar de que la última petición de Michael, mientras se le
iba la vida, fue que la contactase.
Con Chelsea tuvo un devaneo por un par de meses, intermitente, y
también era cierto que la pasaron muy bien hasta que Oliver tuvo que
marcharse de la ciudad. Todo terminó bien entre ambos así que no existían
motivos, ajenos a los malos recuerdos en el extranjero por los conflictos
bélicos, para rehusar contactarla. En este caso se trataba de asuntos de una
naturaleza inusitada.
—Gracias…
—Siento no haberte llamado o visitado, lo único que puedo decir es que
también he tenido unos meses difíciles… No lo tomes a mal, Chels —dijo,
llamándola en esta ocasión por el apodo por el que siempre la había
reconocido—. No he sido capaz de agarrar el teléfono.
—Lo puedo entender —murmuró ella—, ¿podrías tomarte un café
conmigo? No te preguntaré nada que pueda comprometerte.
Oliver no podía continuar dilatando esa situación. No solo tenía un
mensaje para ella, sino también una insignia que perteneció a Michael y
este siempre llevaba con él. Alcanzó a tomarlo, así como la insignia con el
nombre grabado en metal. Por supuesto, solo esto último lo entregó a sus
superiores para que fueran enviados a casa, a la familia Pulark,
conjuntamente con la bandera de Estados Unidos plegada.
Él asistió al sepelio de Michael, agazapado entre los árboles, a lo lejos
como un testigo invisible, sintiendo la miseria de otros como suya. No
podía lidiar con el dolor de otros, pues con los suyos tenía más que
suficiente, menos si eran familiares de un compañero caído bajo su mando.
Después, agobiado por sus propios demonios, regresó del cementerio para
quedarse encerrado en la Granja Clarence hasta el día en que Daisy decidió
presentarse en su habitación de forma súbita.
—Ahora estoy en Nueva Orleans, Chels. Prometo que cuando esté de
regreso en Kentucky voy a llamarte y hablaremos.
Del otro lado de la línea se escuchó la exhalación de alivio de Chelsea.
—¿Sí? Eso sería… —carraspeó, porque no sentía poder articular más
frases largas—. Gracias, Oliver. Te veo pronto.
—De acuerdo, Chels.
CAPÍTULO 11

Después de la llamada de Chelsea, Oliver se obligó a deambular por la


ciudad para tratar de aplacar la sensación de culpa que, a veces, lo visitaba
al recordar sus días en el ejército. La mayoría de las veces, el ejercicio
físico intenso lo ayudaba a disipar, pero al estar en plena calle, no le
quedaba más remedio que caminar sin rumbo hasta que su mente empezara
a relajarse y dejar de enviarle mensajes tóxicos. No podía ser codependiente
de un terapéuta toda la vida, así que necesitaba aprender a utilizar su
fortaleza para contrarrestar los efectos de sus diagnósticos psicológicos.
Cuando se dio cuenta, ya estaba en los alrededores del French Quarter,
un de las áreas más populares de Nueva Orleans. Un montón de tiendas
esotéricas estaban alineadas en las calles de la zona, una junta a otra,
aunque intercaladas por pequeños cafés; parecían salidas de un set de
televisión, pero eran muy reales. Oliver no creía en los misterios de aquello
intangible, después de todo era un exmilitar que se ceñía a números,
objetivos y resultados consolidados a cada paso.
—¿Le leo la mano, señor? —preguntó una anciana.
—No, gracias —replicó Oliver, y pasó de largo.
Se detuvo unos minutos para comprar algo fresco de beber, y tan solo
cuando estuvo seguro de que no sentía ya ningún agobio regresó a la calle
para regresar al hotel. Prefería caminar a tomar un taxi, y no porque el
sistema de transporte en la ciudad fuese inservible. Si acaso hacía falta,
entonces pediría un Uber o Lyft.
—Tengo un mensaje para usted —dijo una mujer de mediana edad,
cuando él estaba a punto de abandonar la calle Toulouse.
—No…
—Venga —interrumpió—, no le cobraré nada.
Con el cabello negro que caía en cascadas onduladas bajo los hombros;
intimidantes ojos cafés; y la expresión de que sabía más de lo que
usualmente decía a las personas que iban a buscarla, la mujer provocaba
confianza al tiempo que cautela.
—Si acepto su mensaje, ¿será que el resto de sus amigos dejarán de
incordiarme a cada paso? —preguntó con hastío, refiriéndose a los otros
tarotistas, videntes, brujos y demás, que ofrecían sus servicios
especializados con vistosos carteles o publicitándolos a viva voz si alguien
pasaba cerca de sus locales.
—Me llamo Margo —dijo la mujer con una sonrisa. Sus dientes estaban
amarillentos por el café y el cigarrillo—, y soy la mejor tarotista de Nueva
Orleans.
—¿Entonces por qué ofrece decirme mi suerte de forma gratuita?
Margo soltó una risotada con desparpajo, y le hizo una seña a Oliver
para que la siguiera al interior de su tienda. Llevaba veinte años en el
negocio de adivinar el futuro. El don de la videncia era compartido por toda
la línea femenina de su familia.
A regañadientes, él la siguió. El interior del local, contrario a su inicial
estereotipo mental, era muy sofisticada. La iluminación era consistente, y
todas las estanterías estaban organizadas por colores. «Interesante», pensó
él, y se acomodó frente a la mujer en una mesita redonda de asientos
bastante suaves.
—No todo lo que hacemos es por dinero, señor —replicó—. A veces, la
posibilidad de ayudar a otros o dar un poco de claridad en el camino es,
simplemente, un servicio necesario. El cobro tiene que ver con el karma
energético, no porque todos seamos charlatanes y querramos abusar de los
consultantes. No estoy para explicarle las minucias de mi arte —le hizo un
guiño, y a continuación volvió a carcajearse—. Le voy a conceder dos
preguntas, y las podrá hacer a mi oráculo —señaló el mazo de cartas
bastante usadas—, al final del mensaje que tengo para usted.
Oliver soltó un suspiro resignado.
—Como usted diga, Margo —dijo cruzándose de brazos.
—No, no, no se cruce de brazos —reprendió la mujer—. Tampoco me
diga su nombre, porque sé que es incrédulo, entonces pensará que a las
personas con su nombre o que tengan sonidos parecidos en ellos, les
entrego el mismo mensaje. Si lo hace es como si estuviera rechazando la
energía que fluirá para darle información.
Oliver se apretó el puente de la nariz. Quería largarse.
—Escuche, no tengo tiempo…—hizo un ademán de levantarse, pero la
voz de la vidente lo detuvo.
—Shhh —interrumpió Margo, y tomó una larga respiración. Cuando
abrió los ojos, su expresión facial ya no tenía ni un atisbo de sonrisa; estaba
seria, y parecía muy concentrada. Luego empezó a hablar—: Ha pasado
muchos años culpándose por tragedias ajenas. Su necesidad de ayudar a
otras personas le ha costado mucho más que solo heridas físicas. La
felicidad que tanto ha buscado está cerca, pero si deja que la inseguridad o
la duda regrese al modo en que usted percibe los eventos de su destino,
entonces corre el riesgo de perder algo muy valioso. Confíe en su instinto, y
no en sus miedos. El miedo es el peor consejero que existe.
Oliver asimiló las palabras poco a poco. Parecía un comentario genérico,
aunque lo cierto era que se asemejaba muchísimo a su realidad. Margo
pareció salir de su breve trance, parpadeó, y después extendió el oráculo
para que él lo tomase.
—¿Qué quiere que haga con esto?
—Le dije que tiene dos preguntas —replicó Margo.
Él soltó una exhalación de impaciencia. Agarró las cartas, las dividió en
dos partes, y le entregó ambas (separadas) a la mujer.
—Primera pregunta: ¿Qué hace falta para ganar el corazón de la mujer
que quiero? Segunda pregunta: ¿Qué consejo me da el oráculo para
sobrellevar mi pasado? —preguntó sin cortarse. Ya que era gratuito, y
estaba en ese experimento, pues qué más le daba lanzar interrogantes que,
ni de coña, serían respondidas adecuadamente.
Margo desplegó las dos partes del oráculo y de cada una sacó tres cartas.
Las puso boca arriba, las miró con interés, y después volvió su atención a su
invitado. Aunque no solía comentarlo en sus lecturas, ella era una persona
energéticamente empática, es decir, podía sentir el dolor o las emociones de
terceros con más impacto o como si se trataran de los propios. Le había
tomado años aprender a no identificarse con los avatares de sus
consultantes, pero en el caso de este hombre, le resultó egoísta resguardarse
de la posibilidad de absorber con más intensidad la energía de él.
—Lo que por derecho de vida le corresponde en el universo no le será
arrebatado, salvo que, por libre albedrío, decida un curso diferente por su
forma de actuar —replicó—. El pasado ya no existe, señor, solo tiene el
presente. No tiene ningún sentido preguntar por algo que ha perdido poder.
¿Por qué quiere dárselo? —dijo, contestando a la segunda pregunta de su
consultante. Después, con el mimo de siempre, agradeció a sus guías, y
recogió las cartas que había desplegado.
Oliver la quedó mirando con el ceño fruncido.
—No ha respondido con claridad —replicó. Enfadado, consciente de que
había caído en una de las estupideces más usuales de Nueva Orleans, se
puso de pie.
Margo recostó la espalda contra la silla.
—Gracias por su servicio a este país, señor —dijo la vidente con
amabilidad.
No era novedad o sorpresa para Margo que la gente no entendiese los
mensajes. Muchos de esos mensajes necesitaban reflexionarse. Las
personas solían querer respuestas exactas para alimentar su ego o calmar
una angustia innecesaria, pero eran tan escasas aquellas personas capaces de
comprender que el trabajo de un tarotista no era decirles qué podían o no
hacer, sino brindarles una guía para que pudieran desenredar por sí mismas
la madeja de pensamientos necios u obsoletos que condicionaban el día a
día. Después se quejaban que los tarotistas eran charlatanes, cuando no
existía más mentiroso que aquel ser humano que no quería ver su propia
verdad reflejada en el espejo de la conciencia.
—¿Cómo sabe…? —meneó la cabeza antes de terminar de elaborar la
pregunta—. Bien, gracias por su generosidad, Margo —dijo finalmente, y
salió de la tienda, fastidiado por haber perdido su tiempo.
Horas más tarde, después de haberse duchado y comido algo, le llegó
una alerta de que había recibido un sobre desde Nueva York. Oliver podía
imaginarse que se trataba de su hermana, y la tan anunciada invitación para
su matrimonio. Julianne le había mencionado que hubo un error de la
compañía de envíos, y que algunas invitaciones no se enviaron, así estaban
reenviándolas a las personas que quedaron fueran del primer reparto. Su
hermana era alguien muy cuidadosa con los detalles, así que imaginaba que
ese inconveniente con el courier la había sacado de casillas.
Él no se había considerado a sí mismo como un hombre de compromiso
a largo plazo, aunque la idea con Daisy le parecía muy tentadora. Se le
hacía difícil que su hermana pequeña fuera a casarse, y daba igual si creía
que ese tal Toussaint era honorable con ella o no. El sentido de protección
entre hermanos, en especial siendo él el mayor, era inquebrantable. Su lazo
con Julianne era muy fuerte.
Oliver no era un hombre paciente, al menos no fuera de los menesteres
del ejército, aunque intentaba serlo en lo referente a Daisy. Su impulso era
buscarla, y pedirle respuestas de inmediato sobre la charla de ambos. No
quedaba nada por aclarar, al menos de su parte. En ese aspecto se sentía
ligero. Ahora, la posta estaba en la cancha de Daisy, así que no quería
insistir y robarle con ello la oportunidad de discernir si quería darle o no
apertura emocional sin reservas.
Se dispuso a revisar en su portátil el mercado de valores. Si bien su
pasión era ayudar a otros, no fue estúpido como para descuidarse de las
medidas de contingencia si llegase a necesitar fluidez económica. Al menos
en este caso estuvo en lo correcto. Una de sus principales inversiones eran
las compañías que cotizaban en la bolsa dedicadas a proveer servicios
logísticos a gran escala.
Ni bien ingresó su usuario y contraseña en la página, le vibró el teléfono.
En la pantalla vio el nombre de Daisy. Fue imposible no soltar una leve
exhalación de alivio. «Al menos, ella no iba a darle el tratamiento del
perenne silencio».

Daisy: Mi curso es dentro de unas horas… ¿Tienes planes para hoy?


Oliver: Depende si una rubia muy guapa que está en Nueva Orleans, y
tiene una tienda que se llama Happy Sugar, decidiera hablar conmigo ;)
Daisy: Oh, qué suerte la tuya, casualmente cumplo esa descripción,
jajaja. Hay algunas cosas que me gustaría decirte en relación con nuestra
cena de ayer o más bien mostrarte. ¿Te parece si quedamos a las nueve de
la noche en el bar del hotel?
Oliver: Me gusta esa idea. Daisy Marchand invitándome a una cita.
Daisy: Ja-ja-ja. No te pases.
Oliver: ¿Acaso es mentira?
Daisy: Llamémoslo convocatoria ;)
Oliver: Semántica, cariño.
Daisy: Hasta más tarde… Gracias por aceptar.
Oliver: Las gracias puedes dármelas en persona de la forma que
prefieras.
Daisy: Eres insoportable. Ufff.
Oliver: La historia de mi vida, jeje.
Daisy: ¡Bye!
***
—¡Felicitaciones! —dijo Daisy, dándole un abrazo a Bilka cuando el
Chef Arnaud anunció que era la ganadora de la clase personalizada.
—Oh, vaya —replicó Bilka con una amplia sonrisa—, ¡esto es increíble!
Alrededor los asistentes aplaudieron. Claro, no eran sinceros, porque la
idea de tener una clase gratis y personalizada con Arnaud era un preciado
tesoro entre los reposteros. De todas formas siempre habrían más cursos o
clases maestras, pero les tocaría esperar muchísimo (y solo si tenían suerte)
a que Arnaud volviera.
—Creo que ustedes dos deberían pensar en hacer una alianza estratégica
a futuro —dijo Claude, dirigiéndose a las dos compañeras. No le gustaba
enseñar a muchas personas, aunque siempre se sorprendía, como en esta
ocasión, de encontrar gran talento o Chefs con más conocimiento que ego
—. La técnica y capacidad de entender las sutilezas en sabores, así como
masas, podrían servir para crear algo interesante. Mi próximo curso será en
Varsovia, y si se apuntan a tiempo me encargaré de que les hagan un
descuento especial en el precio.
—Eso es muy generoso de tu parte —dijo Bilka.
—Gracias, Claude —replicó Daisy.
Los participantes empezaron a intercambiar contactos entre ellos, otros
se acercaron a Bilka para comentar sobre la expectativa de la clase que
había ganado. El staff del hotel, con discreción, empezó a recoger los
utensilios poco a poco.
—Daisy —le dijo el Chef, desentendiéndose del resto—, aunque no
ganaste la clase personalizada, te haré la entrega de un certificado especial
con el aval de mis restaurantes en Burdeos. Necesitaré tu dirección postal.
Ella asintió.
—Será un increíble respaldo para mi tienda en Kentucky. Mil gracias.
—Nos vemos en la cafetería del hotel —dijo con desenvoltura, mientras
se remangaba la camisa blanca hasta los codos, revelando varios tatuajes
que parecían asiáticos—. Quizá no ganaste la clase personalizada, pero no
te quepa duda que has sido una de las mejores alumnas de este curso.
—Saber eso de alguien tan reconocido como tú es un gran halago.
Claude desplegó una de sus encantadoras sonrisas, aquellas que le
habían garantizado varias portadas en revistas de alta cocina en su país.
Claro, también de las que conseguían que las mujeres se derritiesen por él.
No en el caso de Daisy, porque para ella la única sonrisa que conseguía
debilitar sus posibilidades de mantener a derechas su cabeza pertenecía a un
exmilitar guapísimo de ojos cautivadores.
—Me marcho antes del amanecer a Francia, así que me gustaría hablar
contigo tal como te lo indiqué ayer. ¿Te iría bien a las ocho de la noche?
—Sí. Te veo en Kaléidoscope, el bar del hotel, ¿quieres anticiparme el
tema?
Claude le hizo un guiño acompañado de una negación de cabeza.
—A juzgar por la manera en que combinas los sabores en los dulces,
camuflándolos uno bajo el otro, creo que te gustan las sorpresas. Así que,
considerando esa hipótesis mía, te lo diré cuando nos reunamos.
Ella se rio.
—Hasta más tarde, Claude —replicó.
Para Daisy, cualquier propuesta laboral o profesional que proviniese de
ese hombre implicaba la apertura gigantesca de una red de prestigiosos
contactos. No quería hacerse a la idea de que quizá iba a invitarla a trabajar
con él, porque para ello tendría que dejar Happy Sugar, y eso era algo
impensable. La posibilidad de coordinar posible proyectos con él se
presentaba como una alternativa fabulosa. Ella tendría tiempo suficiente
para pensar algunos hasta que fuese la hora de reunirse.
Por otra parte, más allá de sus metas profesionales o posibilidades de
expansión, ella tenía muy claro que le debía a Oliver una contestación.
Después de esas horas a solas, relajada al terminar su clase de alta cocina,
había logrado despejar su cabeza para tomar una decisión.
Quería verlo y decirle, cara a cara, que tenía la intención de aminorar
poco a poco sus barreras de protección emocional para dar cabida a una
oportunidad juntos. Guardar rencor y conseguir mantenerlo en vilo, sin una
respuesta, jugar a las usuales triquiñuelas mentales para aliviar su orgullo
herido del pasado, no la hacían una mujer más interesante, sino una persona
pobre de carácter.
Oliver ya había tenido suficientes golpes de la vida, y ella no quería
convertirse en un torturador adicional de la lista, y si pretendía serlo,
entonces era mejor dejarlo libre. Era esto último lo que Daisy no podía
contemplar. Fue la certeza de que no quería estar sin vivir la experiencia de
tener a Oliver a su lado, en todos los modos posibles y sin importar los
errores mutuos, la que determinó que necesitaba ser ella quien esta vez
pusiera un poco de su parte para dejar de navegar aguas turbias.
Él estaba siendo más que humilde (y coherente con sus equivocaciones)
al buscarla, procurar estar cerca, vencer sus miedos para ir a verla a otra
ciudad, que sería infame en ella no reconocerlo. Con la firme idea de verlo,
y tomar la iniciativa esta vez, Daisy reservó turno en el salón de belleza del
hotel.
Le diría a Oliver que se reuniese con ella en Kaléidoscope, una hora
después de su charla con Claude. Imaginaba que la reunión con el chef
tardaría menos de una hora, porque tampoco es que pudiesen convertir una
conversación en la noche más interesante de sus vidas por hablar de recetas
y experiencias culinarias.
La expectativa de lo que sería esa última noche en Nueva Orleans, así
como imaginarse a Oliver besándola de nuevo, la instó a sonreír, y esta vez
con una emoción sincera de esperanza. La adolescente resentida que aún
habitaba en su interior pareció desvanecerse poco a poco, y la sensación fue
liberadora.
«Dejar el pasado implicaba desatar nudos y ataduras para ser libre al
fin».

***
Oliver se jactaba de ser una persona muy puntual. Por eso estaba, diez
minutos antes de la hora en que Daisy lo había convocado al bar, en el
elevador para ir a la planta baja en la que se encontraba la galería y algunos
restaurantes del hotel. Se sentía optimista y dispuesto a escuchar lo que sea
que ella tuviese que decirle. Si Daisy era la que estaba dando el primer paso
esta ocasión, la perspectiva para él era optimista.
Le fastidiaba haber perdido su mañana con la vidente en lugar de
disfrutar la soledad en algún parque o sitio muy cercano al río. El agua solía
tener un efecto tranquilizador en él. Por eso disfrutaba tanto de la
naturaleza. No en vano hizo construir un gigantesco estanque artificial en la
granja de sus padres, y que ahora estaba lleno de patos y gansos. Además, le
daba un valor visual a la propiedad.
La pierna había dejado de molestarle, y él se sentía bastante mejor con la
prótesis. Él tenía la convicción de que, sin importar el obstáculo, la
constancia era la única que podía vender los inconvenientes en el camino.
Durante mucho tiempo se dejó guiar por el miedo a fallar, caerse, ser la
mofa de terceros, no ser capaz de alcanzar sus objetivos, y en especial,
perder su identidad. Al final, descubrió que, si se fijaba en el miedo que lo
invadía, en lugar de hacerlo en el modo en que podría alcanzar su objetivo,
sin duda alguna iba a fallar porque su energía estaba enfocada en el punto
equivocado. En esos meses había crecido, a paso de tortuga, como persona.
Jamás pensó considerar una tragedia como la posibilidad de reconstruirse
desde el interior.
Cuando entró en Kaléidoscope, Oliver notó que estaba abarrotado. La
etiqueta de vestir era semiformal, y él era de aquellos que seguían las
reglas, al menos si le convenían. Avanzó, porque el entorno no era
demasiado amplio, y no se le hizo difícil encontrar la cabellera rubia que se
le hacía tan familiar. Claro, sabía que los hombres no se fijaban en
determinados detalles femeninos, pero él no era cualquier civil, sino un
exmilitar entrenado en el arte de fijarse en los mínimos detalles.
Cómodamente sentada en la silla alta de la barra, Daisy era ajena a la
presencia de Oliver, así que él aprovechó para acercarse.
—Entonces, ¿qué opinas de mi propuesta? —preguntó Claude
esbozando su sonrisa que vendía cientos de miles de dólares en publicidad
gastronómica en Francia.
Daisy había tenido una conversación muy placentera con el Chef. Él se
mostró en todo momento muy respetuoso de sus opiniones, y jamás
menospreció el hecho de que sus experiencias profesionales fuesen tan
diferentes.
Lo que Claude proponía era aprovechar la coyuntura de las redes
sociales y unirse a un grupo de reposteros, chefs y demás, de todo el mundo
que brindarían clases online a escuelas de cocina seleccionadas por el
programa de la Fundación Claude Flavors, dirigido a jóvenes talentos. Cada
mes, la organización registraba dos mil estudiantes. A ella le parecía
increíble la propuesta, así que cuando sugirió que lo haría a cambio de que
la marca Happy Sugar figurara en la publicidad, no fue rechazada. Daisy
estaba en la nube nueve de felicidad.
—Me encanta, gracias por considerarme —replicó, mientras terminaba
de beber el cóctel que ya llevaba rato en su mano, y ella consumía de a
poco.
Claude le hizo un guiño.
—Ahora, me gustaría preguntarte algo que, espero, no esté fuera de lugar
—expresó el francés con un brillo de inequívoco interés sexual en su
mirada—. Después de todo ya hemos terminado de hablar de negocios.
Daisy observó la hora con disimulo. ¡El tiempo había pasado muy
rápido! La reunión que ella creyó que tardaría menos de cuarenta minutos,
ya llevaba más de eso.
—Mmm, ¿qué sería eso, Claude? —preguntó riéndose, consciente de
que el hombre creía tener sutileza, pero su tono frontal deshacía el efecto.
—Me pareces una mujer hermosa. Pasa nuestra última noche en Nueva
Orleans en mi cama, chérie.
Daisy estuvo a punto de contestarle que no estaba disponible, pero una
mano firme se apoyó sobre su hombro, interrumpiendo. Ella giró el rostro
para encontrarse cara a cara con la expresión asesina de Oliver. «¿Cuánto
habría escuchado?».
—Supongo que cuando dijiste por mensaje de texto que querías
“mostrarme algo”, te referías a que viese con mis propios ojos que has
decidido dar vuelta a la página —dijo Oliver, sin mirar al extranjero, fijando
su mirada en Daisy.
Sentía la sangre corriéndole las venas, casi podría jurar que estaba
escuchando el rugido de ese fluido vital. El corazón bombeaba como si
hubiera entrenado en el gimnasio durante dos horas sin detenerse. Lo último
que habría esperado de Daisy era que lo citara en un sitio en el que estaba
en una cita con otro hombre. ¿Quién carajos hacía algo como aquello?
—¿Qué dices? No, por supuesto que no. Él es Claude Arnaud, el chef
que dio el curso de repostería —replicó, aturdida por el hecho de que Oliver
estuviese haciendo conjeturas apresuradas. Claro, ella quizá habría tenido la
misma impresión de ser inversos los escenarios, así que tampoco podía
mostrarse ofendida por la desconfianza. Vamos, si era ella quien necesitaba
confiar en Oliver, aunque al parecer los papeles estaban invirtiéndose.
«Enseñanzas de humildad»—. Estamos hablando de temas de negocios y lo
que sea que hayas escuchado iba a rechazarlo.
Arnaud se carraspeó, y tanto Oliver como Daisy lo miraron.
—No quise causar problemas —dijo Claude—, y quizá en lugar de
hacerte la propuesta personal, primero debí preguntarte si tenías pareja. —
Dejó varios billetes de cien dólares sobre la madera de la elegante barra,
luego se bajó del asiento alto. Era tan solo milímetros más alto que Oliver,
pero la imponente presencia del exmilitar lo hacía parecer más poderoso—.
Contamos contigo para el proyecto en la fundación, Daisy. Lamento el mal
momento. —Después miró a Oliver—: Espero que tenga en cuenta —dijo
sin tutearlo—, que ha sido todo mi culpa.
Oliver no replicó, y tan solo esperó a que Claude se marchara. La música
de fondo del restaurante se entremezclaba con los murmullos, altos y bajos,
de la gente.
—No iba a… —empezó Daisy.
Lo que por derecho de vida le corresponde en el universo no le será
arrebatado, salvo que, por libre albedrío, decida un curso diferente por su
forma de actuar. Las palabras de la tarotista, horas atrás, llegaron de repente
a la memoria de Oliver. Frunció el ceño, porque ahora entendía el sentido
de esas palabras. En esos instantes, él tenía la potestad de elegir si tratar de
ver la escena que acababa de presenciar con claridad o dejar que los celos y
la decepción se interpusieran.
El raciocinio era difícil de establecer cuando la mujer que quería, no solo
estaba vestida con un sexy vestido corto en tono violeta con un hombro
desnudo, el cabello acicalado en ondas perfectas, y el maquillaje que la
hacían parecer una jodida modelo de anuncio publicitario, sino que parecía
inalcanzable. Imposible no cuestionar si se habría vestido así para el tal
Arnaud.
Se frotó el puente de la nariz, y luego bajó la mano con renuencia.
—Ahora mismo estoy tratando de controlar las ganas que siento de
sacarte de esa silla en brazos, y mostrarte a quién perteneces. Aunque, si
has decidido que prefieres estar con otros, a pesar de todo lo que he
confesado de mí, dímelo —pidió con un tono severamente calmado. Si
dejaba fluir sus emociones, entonces podría expresar palabras de las que
seguro iba a arrepentirse más adelante.
Daisy lo miró, horrorizada. Su plan se había torcido. Oliver llegó en el
peor momento, y quizá no fue una idea tan pragmática la suya el querer
sacar provecho del tiempo para así consolidar dos temas importantes.
Menos mal se dedicaba al negocio de repostería, y no a la negociación
diplomática, porque de ser así, una legión de países ya habría entrado en
conflicto con el suyo.
—No iba a aceptar la propuesta de Claude —dijo insistiendo en ese
aspecto —, pero llegaste antes de que pudiera responder a su sugerencia.
Esa es la verdad —susurró, mientras lo observaba con intensidad.
Los sonidos de alrededor carecían de importancia para ella, hasta el
punto de no ser capaz de escucharlos. Solo le importaba el hombre que
tenía a su lado, y convencerlo de que no estaba jugando con sus emociones.
Ella no era esa clase de persona. Menos con Oliver.
—Supongo que es tu estilo usual vestirte para una simple reunión, tal
como si fueses a ejercer de modelo de revista —replicó Oliver con ironía.
Daisy esbozó media sonrisa.
—Si tanto te ha impresionado mi aspecto, entonces quizá debas saber
que me vestí así porque consideré que una noticia bonita tenía que darse
con la ilusión que produce el sentirse bien —dijo ella—. ¿Puedes creerme
cuando te digo que no he tenido nada con Claude, y que iba a rechazar su
sugerencia?
Oliver soltó una exhalación. No iba a permitir que sus inseguridades lo
hicieran actuar de manera equivocada o decir palabras hirientes para
escudarse. Sí, quizá podía darle un poco de crédito a la mujer de la calle
Toulouse y sus extraños consejos.
—Sí —dijo con convicción, y su pecho se ensanchó cuando vio cómo se
relajaba la expresión de Daisy, y ella desplegaba una hermosa sonrisa para
él.
—Gracias, Oliver.
—¿Acaso no dicen que la confianza debe ser mutua? —preguntó ella.
Oliver hizo un asentimiento, y se sentó en el asiento vacío frente a Daisy.
—Estás muy guapa, más de lo usual, y ese vestido es demasiado
tentador.
—Me alegra que te lo parezca —replicó haciéndole un guiño.
Armándose de valentía agregó—: Ahora que ha quedado aclarado el asunto
con Claude, el motivo por el que te cité es porque quiero que sepas que
deseo remover aquello que no es ya parte de nosotros: el pasado. Quiero
darnos la posibilidad de estar juntos, como una pareja y de forma exclusiva,
Oliver. Si a ti te ha fastidiado verme con otra persona, aunque hubiese sido
una confusión, ¿acaso crees que no me ocurriría lo mismo?
—La exclusividad es una decisión que me parece perfecta, porque
contigo no pienso dejar nada otra vez al azar —replicó. Luego se inclinó
sobre el asiento para susurrarle al oído—: Creo que es momento de
marcharnos de aquí.
Daisy se rio, y asintió, mientras la recorría un temblor de excitación.
CAPÍTULO 12

Nada más entrar en la habitación de Oliver, Daisy se encontró con la


espalda apoyada contra la pared y una boca arrebatadora que empezó a
devorar la suya. El sonido gutural que salió de su garganta resonó en el
silencio de la suite. El beso empezó con un tempo intenso, aunque los labios
masculinos consumían los de Daisy primero dulcemente, y luego la
suavidad dio paso a una desenfrenada pasión. No existía apremio como si se
temiera perder la vida si no se besaba al otro, no. Se trataba de la clase de
beso que guardaba promesas, y esos eran increíbles.
Oliver sentía que estaba acariciando la gloria con los dedos. Por un largo
rato se permitió olvidar que llevaba mucho tiempo sin acostarse con
ninguna mujer, y era precisamente porque temía al rechazo. Podía haberse
enfrentado a la muerte, claro, pero el tipo de vínculo que iba a forjar con
Daisy estaba en un nivel diferente, y era bastante difícil para él verbalizar el
recelo a que ella se detuviera de repente, porque él no tenía una parte de su
cuerpo completa. La intimidad no era igual a estar protegidos por las capas
de ropa, marcas de calzado o preciosos accesorios.
Con renuencia, al notar un ligerísimo cambio en él, Daisy se apartó para
mirarlo. Le tomó el rostro entre sus delicadas manos, y apoyó la frente
contra la de Oliver. Las respiraciones de los dos eran trabajosas.
—¿Qué es lo que ocurre, Oliver? —preguntó con suavidad.
Él apretó la mandíbula. Su pecho se expandió al respirar profundamente.
—Hay algo que debes recordar, y entenderé si quieres detenerte —dijo.
—Creo que la falta de práctica en tu caso —dijo sonriendo—, lo cual me
alegra valga la pena remarcar, te ha hecho olvidar los detalles importantes,
Oliver.
Él gruñó algo ininteligible.
—Daisy, no estoy bromeando.
Ella borró la sonrisa por completo.
—Oliver, si temes que pueda rechazarte, se te olvida que ya te he visto
gloriosamente desnudo —recalcó—, y eres no solo el hombre más guapo
que conozco, sino que tienes un cuerpo que es una obra de arte.
—Daisy, eso no…
—Shhh —replicó poniendo sus dedos sobre la boca masculina. Él se
calló—. Tus heridas de guerra son las marcas de la valentía; las huellas que
recibe un héroe en la vida con honor —apoyó la mano en el corazón de
Oliver—, y me muero de deseo por ti. Jamás mentiría, y si tocaras cierta
parte de mi anatomía en estos instantes te darías cuenta de que es algo más
que simple atracción. —Cuando terminó de desabotonarle la camisa,
expandió los dedos de sus manos y lo acarició con ansias, maravillada por
su perfecta musculatura, y las abdominales de acero—. Hazme tuya, Oliver,
márcame con tu cuerpo —le dijo al oído, y luego le mordió el lóbulo.
—Eres un tesoro, Daisy, no puedo sino adorarte —replicó, lleno de una
renovada sensación de plenitud por el solo hecho de saber que esa hermosa
mujer, su mejor amiga de siempre, quería estar con él sin importarle nada
más que la inexorable pasión que, bien sabía, no iba a desaparecer.
La giró para que le diera la espalda.
—El cierre es lateral —murmuró Daisy, agitada.
—Lo sé —replicó Oliver en tono gutural. Deslizó el cierre del vestido y
luego este cayó a los pies de Daisy sin complicación—. Jamás podrás
imaginar el efecto tan descarnado que produces en mí —le dijo
acariciándole la piel desnuda de la espalda, recorriéndosela con reverencia.
Agarró el elástico de las bragas de seda azul, y las deslizó hasta que
quedaron junto al vestido; durante el proceso besó las nalgas de Daisy, y
aspiró el aroma de su deseo.
—Es el mismo que siento por ti —replicó ella, más excitada que nunca.
Lo siguiente que sintió fue cómo el broche de su sujetador perdía presión, y
sus pechos quedaban libres. Duraron poco tiempo sus senos y erectos
pezones en libertad, porque pronto las manos grandes de Oliver los
agarraron desde atrás.
—Qué delicia, Daisy —dijo él, mientras amasaba los pechos, y pinchaba
ambos pezones con sus dedos—. Necesito probarlos —farfulló antes de
girarla por completo para tenerla frente a él de nuevo—. Si alguien puede
denominarse obra de arte, cariño, esa eres tú.
Daisy sentía la humedad palpitante entre sus muslos, y quería disfrutar
esa noche a más no poder; podían apresurarse o ir lento, le daba igual. Al
sentirse cómo Oliver la contemplaba de arriba abajo, con expresión de
hambre en su rostro apuesto, se sintió reafirmada en que era más que
correspondida.
—Quiero verte también —susurró Daisy.
—Pronto —replicó, mientras acercaba la cabeza para empezar a chupar
uno de los rosados pezones. El otro pecho no quedó desatendido, porque su
mano empezó a amasarlo con lujuriosa glotonería—. Tienes los pechos más
deliciosos —murmuró, intercalando las caricias entre su boca y manos. Le
gustaba que el cuerpo femenino tuviese tantas curvas en las cuales poder
perderse, y brindar gozo.
—Oliver —murmuró, enterrando sus dedos en los cabellos de su amante,
mientras lo guiaba de uno a otro pecho—. Sí… Chúpalos más duro… Ah,
sí, sí. ¡Oh! —exclamó cuando la mano de Oliver cambió su atención para
llegar hasta el sur de su anatomía, abriéndole los labios vaginales, probando
su humedad para luego juguetear con el clítoris. La boca masculina no dejó
de succionarle los pezones, y ella creyó que iba a empezar a enloquecer de
gusto. Echó la cabeza hacia atrás, apoyándola contra la puerta de madera
reforzada.
Él estaba tan duro que le dolía. No le resultaría nada difícil tomarla en
ese mismo instante, pero necesitaba mirarla a los ojos cuando tuviera su
primer orgasmo. Quería darle ese placer a Daisy, y solo cuando ella hubiera
dejado correr el gusto del éxtasis, la llevaría a la cama para unirse de la
forma primitiva que durante siglos había guiado el instinto de un hombre y
una mujer.
—Estás tan mojada… Eres una diosa, Daisy Marchand —dijo con tono
reverente, al tiempo que su dedo medio se introducía en el canal íntimo, y el
pulgar empezaba a frotar el clítoris en círculos.
—Oliver, no me hagas esperar.
—Solo disfruta, cariño, y déjame aprender tus tiempos en el sexo —
replicó, al tiempo que abandonaba los pechos turgentes para morderle la
barbilla, y luego la boca en un beso que les arrancó gemidos y jadeos
mutuos.
Oliver empezó a imitar con su mano lo que serían los movimientos de su
pene cuando la penetrase. Se maravilló por la forma en que Daisy respondía
a sus caricias. Después de beber los sollozos de súplica para que se diera
prisa, Oliver abandonó la boca de Daisy sin dejar de masturbarla. Introdujo
dos dedos en la vagina, y su pulgar continuaba creando tortura circular
sobre el sensible clítoris.
—Te necesito dentro de mí —dijo con apremio.
—Pronto, amor, pronto.
Con la mano libre le acarició los costados, y luego le agarró una nalga
para apretarla. Ella gimió, y Oliver no pudo aguantar más las ganas de
probarla. Dándole dos succiones fuertes a cada pecho antes de
abandonarlos, se acuclilló frente a ella, y cambió el pulgar por su lengua,
aunque sus dedos de la mano derecha la seguían penetrando. Le lamió el
sexo húmedo, saboreándola, aprendiendo su textura, los sonidos ligeros,
disfrutando cómo Daisy movía las caderas para conseguir el clímax.
La mano derecha le agarró un pecho, y le pellizcó el pezón muy duro.
—¡Sí…! —exclamó Daisy cuando la fuerza de los dedos de Oliver en
sus senos, la intensidad de cómo la lamía y acariciaba con la lengua, y la
consistente penetración de sus dedos, barrieron sus sentidos. Soltó un grito
de placer, pero antes de que perdiera el equilibrio, Oliver la sostuvo con
firmeza.
—Dios, Daisy, eres espectacular —susurró, mientras sentía cómo las
paredes íntimas femeninas le succionaban los dedos con los espasmos.
Al cabo de unos segundos, aún acuclillado, Daisy abrió los ojos.
—Me gustaría decir que fue espectacular, pero es más allá de eso —dijo
ella, acariciándole el rostro a Oliver—. Has estado en esa postura
demasiado tiempo. Ven, vamos a la cama…
Él se incorporó con facilidad.
—Uno de los beneficios de tener una pierna biónica —dijo bromeando
por primera vez sobre su prótesis—, es que no te cansas.
Daisy se rio.
—Oliver —dijo—, te quiero desnudo.
—Lo que la señorita ordene —replicó con renovada confianza en sí
mismo, mientras la tomaba en volandas, besándola, para luego dejarla sobre
el colchón—. Estoy muy excitado, y es probable que la primera vez no dure
demasiado.
—Poco me importa, porque eso promete repeticiones —dijo ella,
haciéndole un guiño que hizo que Oliver sonriera.
Él tenía el pecho ancho y musculoso desnudo, porque la camisa la había
dejado de lado nada más empezar a hacerle sexo oral a Daisy. Ella se sentía
tan cómoda y sensual, que no le importó apoyarse sobre los codos para
mirarlo desde el centro de la cama, mientras abría lentamente sus muslos y
dejarle saber que sí, que tuvo un orgasmo, pero estaba más que preparada
para él de nuevo.
—Ah, una amante ambiciosa —dijo, quitándose el pantalón, luego los
boxer, hasta quedar por completo desnudo. Su prótesis no lo molestaba ni
avergonzaba. Las palabras iniciales de Daisy le habían brindado una
sensación de plenitud que no habrían logrado ni los mejores tratamientos
psiquiátricos o psicológicos. Se sentía orgulloso de él y de su historia, y
ahora sabía que ella empatizaba con él.
Daisy no mintió al decir que era una obra de arte. De pie, orgullosamente
erguido ante ella, Oliver era el hombre más espectacular que había visto. El
corazón le latía tan de prisa que no sabía si acaso estaba escuchándose en
toda la suite. El pene de Oliver, ante su mirada, se movió, endureciéndose
todavía más ¿cómo era posible? Se elevaba, altivo, sobre la mata de vello
oscuro que lo rodeaba, leve.
Cuando Daisy apartó la mirada del miembro viril, y lo recorrió hasta que
sus miradas conectaron de nuevo, los ojos de Oliver eran tan intensos que
ella sintió que el aire de la suite se contrajo súbitamente. Las emociones por
él eran abrumadoras y hermosas; sensuales e imponentes; profundas e
inolvidables.
—¿Acaso no lo eres tú también, Oliver? —preguntó.
—Vas a descubrir que sí —murmuró, mientras se acercaba a la cama.
Una vez que estuvo frente a ella, con una inesperada naturalidad, removió
la prótesis.
—Gracias por confiar en mí —dijo Daisy en un tono impregnado de un
profundo cariño, amor, y sinceridad—, así como yo ahora confío en ti.
—¿Lo dices solo porque acepté que no tenías nada con ese chef? —
preguntó besándola un largo rato, mientras la cubría con su cuerpo.
Ambos se apartaron al cabo de unos instantes para respirar.
—No, Oliver —murmuró, echándole los brazos al cuello, mientras sentía
el glande masculino en la entrada de sus labios íntimos—, por desnudar tu
alma y tu cuerpo conmigo. Esa es una muestra de confianza que atesoro y
agradezco.
Él no tenía palabras que pudieran responder o explicar cómo su corazón
latía, pletórico, de amor por ella. Así que se propuso demostrárselo.
—Te amo, Daisy —le dijo, mientras se introducía por completo en su
cuerpo. Ella arqueó la espalda para acomodarse mejor, y ajustarse a su
tamaño. El grosor del miembro fue abriéndola poco a poco, haciéndose un
espacio en su interior, y su longitud se ancló en lo más profundo.
—Yo a ti… —replicó con un jadeo, rodeándole las caderas, al tiempo
que él empezaba a embestir con firmeza.
Durante un largo rato no hablaron. Sus cuerpos hicieron ese trabajo,
mientras sus miradas se mantenían conectadas. Resultaba impresionante
cómo el lenguaje que no requería palabras podía dar tanto significado a un
momento trascendental.
Cuando él sintió que iba a llegar a la cúspide de esa escalada erótica y
sexual, afianzó la fuerza de su cuerpo con más persistencia sobre sus
manos, colocadas junto a cada costado de Daisy, para equilibrar su peso. El
vaivén de las caderas se incrementó, y le gustó que ella lo siguiera con
ímpetu. El orgasmo lo sacudió y el único nombre que gritó fue el de Daisy;
después vertió el júbilo de su clímax en ella.

***

Luego de varios orgasmos, Daisy y Oliver se quedaron dormidos.


Alrededor de las tres de la madrugada, ella empezaba a levantarse para ir
al cuarto de baño, pero ni bien estuvo medio incorporada en el colchón,
Oliver estuvo sobre ella y el cañón de una pistola le apuntaba. Soltó un grito
de angustia, pero al notar cómo la mirada masculina parecía remota, como
si no estuviese en realidad alrededor con ella sino en otro escenario, Daisy
empezó a tratar de decirse a sí misma que no podía mostrarse agitada o iba
a contrariarlo y provocar un evento trágico.
A pesar de tener una pistola frente a ella, no se sintió en peligro real.
Imaginaba que existía una correlación entre la certeza de que Oliver jamás
la lastimaría intencionalmente, y el hecho de que él estaba tratando de
sobrellevar el síndrome de estrés postraumático, para que Daisy mantuviese
una actitud casi serena.
—Oliver… —susurró, preocupada por él.
—¿Quién te envió? —preguntó en tono marcial. Sus ojos no parecían
estar muy enfocados en el presente.
—Soy Daisy —replicó manteniendo la calma—, y estás teniendo un mal
sueño. Todo está bien. No existe peligro ni amenaza. ¿Podrías bajar el
arma?
Oliver estaba agitado. Su respiración era inestable, y sentía el impulso de
defenderse. La bruma de confusión empezó a disiparse con la voz que le
estaba asegurando que todo estaba controlado, que no había amenaza, y el
cuerpo bajo el suyo se sentía cálido, más no amenazador. Poco a poco su
respiración entró en un estado menos turbado y parpadeó. Reparó en su
mano derecha con el arma, y siguió el curso del cañón. Estaba apuntando a
Daisy.
Consternado, avergonzado y por completo abrumado, Oliver se apartó de
inmediato de ella. Dejó la pistola bajo la cama, y luego volvió su atención a
Daisy.
—Lo siento, Dios mío, Daisy. Lo siento —repitió como mantra, una y
otra vez, mientras le llenaba de besos el rostro—. Perdóname, yo no
pensé… No sé qué…
—No ocurrió nada más que un susto —dijo ella en tono suave, le sujetó
el rostro con firmeza para que la mirase. Se le partió el corazón cuando notó
que Oliver tenía los ojos llovidos y la expresión atormentada—. No es tu
culpa, por favor, no te martirices, Oliver —pidió en un susurro, enlazando
su mirada con la de él.
Él la abrazó de la cintura y hundió el rostro en el cuello femenino,
aspirando el aroma sutil tan propio de Daisy. Sintió cómo, a medida que
transcurrían los segundos, su corazón dejaba de estar agitado y su estado de
angustia se ralentizaba.
Cuando se sintió con suficiente entereza se apartó para mirarla de nuevo.
—Hace mucho tiempo que no duermo ni amanezco con ninguna mujer,
Daisy —confesó—, y no solo porque ninguna me ha despertado interés
genuino, sino también porque temo que algo como lo que acaba de suceder,
ocurra. —Ella asintió, comprensiva—. Desde que regresé de Oriente Medio
siempre tengo mi pistola bajo la almohada. No la cargo conmigo, pero en
las noches siento el impulso de tenerla como si necesitara prevenir algo. Al
venir a Nueva Orleans, y saber que estaría en un lugar ajeno a mi zona de
confort, tomé la estúpida decisión de traer mi arma.
Daisy hizo un movimiento suave, y lo impulsó para que fuese él quien
quedase con la espalda sobre el colchón. Se colocó a horcajadas, apoyando
las manos sobre el abdomen esculpido por tantos años de entrenamiento. Lo
observó con seriedad.
—Yo estoy dominando la situación al estar sobre tu cuerpo, ¿te sientes
en peligro ahora? —preguntó con determinación. Quería que él
comprendiese que la sensación de estar a salvo en una casa o un hotel no
iba a cambiarla o mejorarla un arma. Lo que más necesitaba era que Oliver
estuviese seguro de que ella no tenía ninguna intención de dejarlo,
abandonar la suite en esos momentos, o recriminarlo.
Oliver parpadeó por el cambio súbito de posición.
—No, claro que no —replicó poniendo sus manos sobre las caderas de
Daisy. Ella estaba en bragas y sin sujetador. Parecía una amazona: valiente
y sensual.
—Entiendo que situaciones como estas podrían volverán a ocurrir, pero
quiero que lleves muy en cuenta que no serán factores que me inciten a
abandonarte o dejarte de lado. Sé que vienes con un bagaje psicológico
importante, pero yo no soy perfecta, y también tengo inseguridades, Oliver.
Las inseguridades de cada ser humano son diferentes y se manifiestan con
eventos distintos.
Él asintió, aunque la escena ocurrida no dejaba de causarle agobio.
Aquella era la última situación en la que hubiera querido verse involucrado,
porque la mínima posibilidad de que Daisy pasara un trago amargo por su
culpa lo agobiaba.
—Me siento fatal por esto, cariño —dijo Oliver con pesar.
—Tú querías que yo confiara en ti, ¿cierto? —Él asintió—. Pues ahora
que ya lo hago, soy yo la que deseo que tú confíes en mí cuando te digo
que, de verdad, comprendo que sobrellevas una circunstancia particular en
tu mente. Quiero que me dejes estar a tu lado para entender esas zonas
grises que atraviesas. Lo superaremos.
—Es imposible no amarte —replicó en tono intenso, y muy consciente
de la suerte que tenía de que esa mujer lo quisiera a su lado; que su mejor
amiga lo hubiese perdonado, y fuese ahora también su amante—. No sé qué
habría sido de mí si esta noche…
—No, Oliver. Las suposiciones e hipótesis no tienen ya cabida con
nosotros.
Él fue a responder, pero algo se le cruzó por la mente. Apretó los dedos
sobre la carne de las caderas femenina, la sacudió brevemente.
—Daisy, la primera vez que me corrí en tu interior no utilicé condón —
dijo en tono preocupado, porque no sabía la postura de ella respecto a las
posibilidades de tener un hijo, fuera o dentro del matrimonio—. No sé
cómo diablos se me pasó algo así, y ni siquiera voy a tener la indecencia de
decir que me dejé llevar. Debí ser consciente… —meneó la cabeza—.
Nena, ni siquiera te pregunté si estabas con la píldora o… Soy un desastre.
Se inquietó por su irresponsabilidad, porque él siempre, siempre,
utilizaba protección. Aquella era una de sus reglas de oro, ya que nunca
quiso darle la posibilidad a ninguna mujer de tener algo con lo cual atarlo o
chantajearlo. En este caso no era por él su preocupación, sino por el hecho
de que Daisy se sintiera atada y lo considerara egoísta.
Contrario a lo que él hubiera esperado, la expresión de ella se suavizó, y
esta vez agitó ligeramente las caderas para sentir su miembro. Al estar
desnudo, con el calor del sexo de Daisy sobre el suyo, era imposible no
estar duro; daba igual que ella tuviese una barrera tan ligera como eran las
bragas de seda. La naturaleza masculina tan primitiva no tenía idea de los
razonamientos; si había estímulo distante o cercano, como en este caso, se
desataban los instintos.
—No me escuchaste quejarme, y sí, estoy con la píldora por eso no te
dije nada cuando entrabas en mí, piel con piel. Quería sentirte desnudo al
completo.
Oliver soltó un suspiro de alivio.
—Me tranquiliza escucharte —murmuró, y esbozó una sonrisa cuando
Daisy apartó las manos de las abdominales de Oliver para agarrarse sus
pechos, acaricándolos. Él la tenía bien sujeta de las caderas, así que empezó
a tentarlo con sus movimientos—. No te voy a preguntar qué haces, porque
es evidente, y me encanta.
—Quizá, más adelante, la idea de dejar un legado en vida, bajo la forma
de un pequeño humano, no te asuste —dijo, refiriéndose a la posibilidad de
tener un hijo con él. Como pareja todavía tenían un camino por delante que
recorrer, experimentar y disfrutar, antes de ser padres, por supuesto, aunque
eso no le impedía a ella tomar conciencia sobre las decisiones de su vida a
futuro y que implicaban a Oliver.
—Contigo, no lo dudaría —replicó con convicción en su tono de voz.
—Por ahora —dijo Daisy, contenta de las palabras de Oliver, pero
especialmente aliviada de que las sombras de sus ojos verdes ya no
estuvieran—, creo que lo mejor será que practiquemos un poco.
Oliver esbozó media sonrisa, y giró con Daisy hasta dejarla bajo su
cuerpo. No iba a preocuparse de nada que no fuese la mujer que lograba
despertar todas las emociones más sublimes, así como las más carnales, en
él. Le daba igual los cabos sueltos en Louisville al regresar y que tendría
que enfrentar, las agotadoras rutinas de rehabilitación que seguía a rajatabla
o lo que deparase el futuro; ahora estaba con Daisy, y no iba a arruinar lo
que quedaba de la madrugada con preocupaciones.
Si algo había entendido era que el futuro era incierto e irreal. Lo único
que de verdad contaba y existía era el hoy, el presente.
—Para eso es preciso que estas bragas —dijo introduciendo los dedos en
el elástico del suave material—, ya no estén. —Lanzó la prenda a un lado
—. ¿De acuerdo? —preguntó inclinándose para besarla.
Daisy soltó un suspiro y le rodeó el cuello con los brazos.
—Mucho —sonrió.
CAPÍTULO 13

Oliver había tratado de recuperar en pocas semanas el tiempo perdido


con Daisy. No solo pasaron largos períodos conversando, sino también
recorriendo juntos diversos lugares de la ciudad, tratando de crear nuevos
recuerdos en ese entorno que los había visto crecer. Un fin de semana
fueron a montar a caballo; otro, él se ofreció a cocinar comida italiana para
Daisy, porque era lo que mejor se le daba, y al final de cada noche solían
terminar juntos en la cama.
El significado del sexo cobró un cariz diferente para él. Lo que hacía con
Daisy poseía una profundidad que calaba hondo en su alma. No era dado al
romanticismo, pero había descubierto que tener gestos bonitos o detalles
especiales, con la persona adecuada, surgía de forma natural.
—¿Oliver?
Él apartó la mirada del menú del restaurante en el que se encontraba.
Llevaba más de veinte minutos esperando. Para alguien que estaba
habituado a respetar horarios a rajatabla, le parecía demasiado tiempo, pero
quería terminar de una vez por todas con el último eslabón de la cadena que
lo mantenía atado al pasado.
—Chels —dijo al mirar a la mujer que estaba a su lado. Le tomó más
tiempo del que hubiera creído organizar esa reunión. No fue cobardía, sino
que necesitaba ajustarse a su relación con Daisy, aprovecharla, comprender
lo que existía entre los dos para mejorar, por ella. Todo lo que no fuese
Daisy perdió interés durante esas tres semanas que siguieron al viaje a
Nueva Orleans—, creí que ya no vendrías.
Se incorporó de la silla para darle un abrazo, y ella lo devolvió.
—Lo siento. Un percance con mi automóvil me retrasó, y al final tuve
que pedir un Uber —dijo, acomodándose en la silla frente a Oliver—.
Gracias por esperarme y aceptar verme.
Él asintió.
—No hay problema —replicó, mientras el camarero se acercaba a tomar
la orden. Ninguno tenía hambre particularmente, así que ordenaron
calamares a la romana, y una tabla de quesos. No pidieron licores para
acompañar.
Chelsea era pelirroja, y las pecas que salpicaban su nariz la hacían
parecer inocente. No tenía nada de inocente, sino todo de aventurera, al
menos en el sexo.
—¿Cómo has estado? —preguntó ella con interés casual.
No tenía ninguna intención de coquetear o algo similar. La reunión de
ese día tenía como propósito principal obtener, a través de las respuestas
que pudiera darle Oliver, un poco de paz después de haber perdido a su
hermano.
—Mi vida no ha sido un despliegue de eventos entretenidos, aunque
estoy aprendiendo a dejar de verlo todo como un ataque personal del
destino.
Chelsea esbozó una sonrisa triste. Asintió.
—Siento no haberte ido a visitar… —murmuró—. Yo no podía… No…
Él extendió la mano y la dejó sobre la de ella, instándola a mirarlo.
—Debió ser lo contrario, Chels. Fui yo quien debí buscarte a ti y a tu
familia, porque era el llamado a hacer lo mínimo: cumplir con entregar el
último mensaje de un compañero de armas a su familia —replicó, al tiempo
que apartaba la mano—. No te disculpes. Ahora, ya no tiene sentido.
Chelsea sentía un golpeteo en el corazón más acelerado de lo normal. Lo
que estaba revelándole Oliver no se lo había esperado en absoluto. Claro,
ella lo buscó tratando de encontrar un poco de consuelo, a través de
posibles detalles de las últimas horas o minutos de la vida de Michael, más
no la existencia de algo puntual.
—¿Mi hermano te dejó un mensaje para mí? —preguntó con la voz rota.
—Sí. En sus últimos momentos, y quiero que sepas que fue muy valiente
—aclaró, porque sería cruel decirle que falleció porque Michael decidió
actuar por su cuenta y no seguir las instrucciones de sus superiores—. Me
pidió que te dijera que quería que lo perdonases por no haberte apoyado en
el momento que lo necesitaste.
Las lágrimas empezaron a rodar por las mejillas femeninas, y ella agarró
la servilleta para limpiarlas. Oliver no soportaba ver a una mujer llorar, pero
entendía que a muchas no les gustaba que las consolaran y daba igual la
circunstancia. Quizá conocía a Chelsea físicamente, pero jamás habían
explorado el profundizar sus emociones. Siempre supieron que se trataba de
un affaire. Por lo anterior, él no quería incomodarla acercándose.
—Oh… —agarró el vaso de agua y bebió temblorosa—. Cuando tenía
veintidós años de edad sufrí un intento de violación a mano de uno de los
mejores amigos de mi hermano. Yo no me quería sentir víctima ni generar
pena, así que me armé de valor y se lo dije a Michael. No me creyó, ni
siquiera cuando el abogado que contraté dejó claro que tenía todas las
posibilidades de llevar a ese imbécil a juicio. Michael y yo nos
distanciamos, y pasamos algún tiempo sin hablarnos. Tan solo por la
interferencia de nuestra hermana mayor, Kelsie, volvimos a retomar el
contacto.
Oliver apretó los labios, enfadado por lo que le había sucedido a ella.
—Me apena saber esto, Chels… Si me lo hubieras contado cuando
estuvimos juntos, no habría dudado en buscar al bastardo y darle su
merecido, aún siendo años después del incidente. Ningún asalto sexual debe
ser considerado menor, y todos deberían implicar un castigo a los
perpetradores.
—Al menos sé que luché para tratar de restablecer mi vida, y aunque mi
vínculo con Michael no volvió a ser tan sólido como antes… —meneó la
cabeza— Fue mi hermano, y lo querré siempre.
Oliver rebuscó en el bolsillo del pantalón. No encontró lo que creyó
haber guardado y maldijo mentalmente. Se había dejado la insignia de la
buena suerte que solía cargar Michael a todas partes.
—Estuve con él en sus últimos minutos. No falleció solo, si en algo te
puede ayudar saberlo —dijo con suavidad—. Ah, y también logré recuperar
una insignia. Creí haberla guardado —murmuró, frustrado—, pero me temo
que la dejé en casa.
«Vaya putada», pensó él.
—Oh —dijo Chelsea con pesar—, el amuleto que ha pasado de
generación en generación en los hombres de la familia. Todos eligieron la
carrera militar.
—Escucha, Chels, no quiero dilatar esta conversación más de lo debido
—señaló las entradas de comida que habían pedido a medio acabar—, y
tampoco la posibilidad de cerrar este capítulo para ambos. Dijiste que
tuviste un inconveniente con tu automóvil. Ven conmigo y te daré la
insignia. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, creo que es lo mejor como bien dices, para dar un cierre definitivo.

***
Después de los días transcurridos, Daisy se sentía más completa. Como
si, al fin, todas las piezas del rompecabezas que era su vida sentimental
hubieran encontrado el sitio que les correspondía. No tenía conflictos
consigo misma, y la sensación de que el pasado había sanado le brindaba
una certeza única de libertad.
En la tarde, después de elaborar una lista de sus clientas más asiduas
para enviarles un detalle por su fidelidad en Happy Sugar, aprovechó para
pasar por una tienda de lencería. Su plan para esa noche consistía en seducir
a Oliver, y explorar nuevas formas de alcanzar el placer a su lado.
Él era un amante generoso, versado, y poseía esa intuición única en la
cama que le permitía hallar el punto y el momento exacto para hacerla
vibrar. Daisy no habría imaginado que, después de perder toda ilusión con
Oliver, las circunstancias hubieran conspirado para que estuvieran juntos.
Se miró en el espejo, giró sobre sí misma, y esbozó una sonrisa.
El conjunto de lencería azul cielo de seda le quedaba como un guante, y
destacaba sus mejores ángulos. El precio era lo de menos, porque lo que
más le gustaba era ver siempre la expresión de descarnado interés en Oliver.
Ella no consideraba posible que algún día se cansara de notar y sentir
cuánto la deseaba.
Utilizó un cómodo vestido informal para cubrir su cuerpo. Llevar ropa
interior bonita, y con un propósito sensual de por medio, era como estar
guardando un secreto que solo podía compartir con una única persona. La
pequeña maleta de viaje, porque Oliver le había anunciado que pasarían el
fin de semana en un sitio especial, estaba lista y también incluyó unas
prendas muy especiales.
Con una sonrisa llamó a la puerta de Oliver, al instante escuchó girar la
manilla de la puerta. Sin embargo, la persona que estaba ante ella era una
desconocida. Una mujer que jamás había visto en su vida, en el apartamento
de su novio. El instinto posesivo la sacudió, y la oleada de celos fue
inevitable.
—Hola —dijo la mujer—, me llamo Chelsea. ¿En qué puedo ayudarte?
Daisy miró los dedos elegantes de una pulcra manicura. Un poco más
alta que ella, con un sedoso cabello pelirrojo ondulado, y una mirada felina,
la tal Chelsea era la típica persona que no necesitaba de muchos adornos o
arreglos para lucir bien.
—Soy Daisy, y tan solo quiero saber si está Oliver aquí —preguntó,
porque sus buenas costumbres le impedían ser grosera.
La pelirroja asintió, y abrió la puerta para que pasara.
—Chels…—llamó Oliver saliendo del corredor de su apartamento.
Llevaban veinte minutos desde que llegaron, y él al parecer había
olvidado el sitio en el que guardó o creyó guardar la insignia. Finalmente la
encontró sobre el gabinete del cuarto de baño. El problema con su memoria
no tenía que ver con efectos postguerra, y todo con esa clase de herencia
familiar que era preferible que pasaran a otra generación en lugar de la de
él.
—Tienes una visitante —replicó Chelsea con suavidad, apenada de que
su presencia pudiera malinterpretarse.
Oliver terminó de frotar la insignia para limpiarla bien, y luego elevó el
rostro para encontrarse con la expresión confusa de Daisy. «Oh, Dios. No»,
pensó con agobio. Se suponía que esa noche iban a salir a un sitio especial,
y ahora, a juzgar por la mirada desconcertada de su hermosa Daisy, iba a
tener que arreglar algo que jamás consideró que pudiera ser un
inconveniente.
—Hola, cariño —dijo Oliver, acercándose para darle un beso suave a
Daisy en los labios. Ella no lo devolvió, pero tampoco se alejó—. Ella es
Chelsea Pulark, y su hermano y yo servimos juntos en mi último tour en
Afganistán. Él no regresó.
—Oh —replicó Daisy, y su expresión se tornó compasiva hacia Chelsea.
Le dijo—: Qué pena que hayas perdido a tu hermano.
—Gracias —murmuró, y cuando Oliver le extendió la insignia que se
pasaba de generación en generación en la familia Pulark, los ojos se le
llenaron de lágrimas sin derramar—. Tan solo vine porque este —le mostró
el broche a Daisy—, es el último e inesperado recuerdo de mi hermano.
Daisy pudo al fin respirar y asintió. Ella presenció las palabras de
despedida de Oliver con Chelsea. Al tener en su expediente de relaciones
sentimentales la infidelidad, el piloto automático de desazón y celos que se
desataba resultaba un poco incómodo. Sabía, en su corazón, que Oliver no
la engañaría de ninguna forma, pero ¿qué sabía la mente irracional de los
hechos comprobables?
Una vez que estuvieron a solas, Oliver se acercó a Daisy y la abrazó.
—Hey —dijo al cabo de un momento, apartándose para apartarle los
cabellos rubios del rostro y colocar los mechones rebeldes detrás de la oreja
—, me alegra que hayas venido. Ya tenía planeado ir a buscarte apenas
volviese de mi reunión, y si no se me hubiera olvidado la insignia así habría
ocurrido.
—Tu reunión era con una persona que necesitaba respuestas sobre el
pasado me comentaste, aunque no de quién se trataba con exactitud —
replicó apartando la mirada—. La manera en que te sincronizabas con ella
al hablar o moverte… Sé que nunca me lastimarías, Oliver, pero tan solo
por curiosidad, ¿tú y ella…?
—Hace varios años, cariño mío, sí. Un affaire de verano y nada que
destacar más allá de eso —replicó con amor—. Su hermano murió en mis
brazos, y yo había dilatado demasiado tiempo la posibilidad de darle un
último mensaje que él me pidió que le diera a Chelsea. Nadie significa más
que tú para mí.
Daisy se relajó por completo, y asintió.
—Ah, me gusta escuchar eso.
Él esbozó una leve sonrisa, le tomó la barbilla y la besó. Daisy se quedó
pensativa por unos microsegundos, pero pronto abrió su boca para recibir la
íntima caricia de la lengua masculina sobre la de ella. Oliver besaba con
dulce audacia.
—Te amo, Daisy, y solo existes tú para mí.
Ella le rodeó el cuello con los brazos, y se rio cuando sintió su dureza, a
través de la tela del pantalón, presionando.
—Lo sé, pero creo que si un hombre te recibiera en mi apartamento al
caer la noche, entonces tú no habrías dado saltos de alegría precisamente.
Oliver soltó una carcajada.
—Eso es correcto —replicó tomándola en brazos—, y ahora creo que
necesitamos reafirmar lo mucho que nos deseamos el uno al otro.
—¿Está cancelada la escapada que íbamos a hacer esta noche? —
preguntó riéndose—. Porque la verdad es que en mi maleta de viaje tengo
pequeñas cosillas que quizá pudieran interesarte —dijo, flirteando.
Él la dejó sobre el colchón de la cama, y empezó a deshacer con
facilidad los botones frontales del vestido. Al notar la seda que cubría los
pechos, y la sensualidad de esas curvas, cuando la dejó por completo en
ropa interior, sintió cómo su propio miembro vibró. Nadie jamás
conseguiría que sintiera la plenitud que ya experimentaba ahora por tener la
certeza de que ella lo amaba con sus fantasmas y también con sus lados más
brillantes.
—No, Daisy. Ya que estás aquí vamos a cambiar el orden de mi
itinerario.
—¿Ah, sí? A ver, cuéntame —murmuró, mordiéndole el labio inferior.
Le rodeó las caderas con sus piernas. El vestido que había elegido, y
ahora estaba en el piso de la habitación de Oliver, era todo de botones
frontales, y lo había elegido a propósito en su plan de seducción. Le alegró
que, a juzgar por el brillo febril de interés sexual hacia ella, hubiera dado
resultado. Claro, la idea era seducirlo al regreso de la cena que iban a tener
juntos, pero ahora le daba igual. Su cuerpo vibraba ante la perspectiva de
ser acariciado por el hombre que sabía tocar los puntos exactos.
—Primero —dijo, mientras se quitaba la camiseta gris—, vamos a
disfrutar el postre. —Deslizó hacia abajo las copas del sujetador para
revelar los pechos deliciosos de Daisy. Se inclinó para chupar las areolas
rosadas con fuerza—. Luego, mi amor, tendremos la cita que te prometí.

***
Hermitage Farm Land estaba ubicada a treinta minutos de distancia del
centro de Louisville. La granja era turística y ofrecía, entre sus variadas
opciones de entretenimiento, la posibilidad de hospedarse en la casa de dos
pisos que estaba prístinamente conservada y tenía un siglo de existencia. No
era fácil lograr acceso a la casa, porque la cantidad de personas que querían
pasar los fines de semana en pareja o en familia era numerosa. Con ese
referente del alto interés, Oliver había planeado su viaje con bastante
tiempo de antelación. A él le encantó ver la expresión ilusionada de Daisy
cuando entraron a la propiedad, y la recorrieron. El jardín trasero era
precioso y estaba muy bien cuidado. Todo era de lujo, aunque lo más
importante consistía en la sensación de estar rodeados de un ambiente
cálido y hogareño.
—Este sitio es bellísimo —dijo Daisy, apretando sus dedos entre los de
Oliver, mientras caminaban de la mano en el Paseo del Arte de la granja. Se
trataba de un sendero de árboles iluminados con proyecciones de obras de
arte famosas, y estaba disponible hasta las diez de la noche.
—Me alegra que te haya gustado —replicó acercándola a su cuerpo y le
dio un beso en la mejilla—. Estás preciosa, Daisy.
Ella apartó el rostro de los árboles y lo miró con una sonrisa.
—Debo confesar que nunca me voy a cansar de escucharte decirlo.
Oliver se rio bajito.
—Lo tendré muy en cuenta —le hizo un guiño, y continuaron su camino
—. Aquí —señaló cuando llegaron a un grupo de árboles que tenían dos
banquetas cerca. La proyección en esta área eran las pinturas de Monet. Las
tonalidades eran veraniegas, y el contraste con las formas de la naturaleza
sobre las que se proyectaban brindaban un mayor e intenso realce. Parecía
una zona mágica—, sentémonos un rato.
Daisy se preocupó de inmediato y lo agarró del brazo.
—¿Te duele la pierna? ¿Estás bien? —preguntó mirándolo con dulzura.
—No, cariño, tan solo quiero que nos sentemos un momento a apreciar
lo que tenemos: el ahora. —Se acomodaron uno junto al otro en la banqueta
—. A diferencia de otras personas, me parece que debemos estar
agradecidos de contar con una segunda oportunidad y tener la certeza de
que el futuro solo va a existir en la medida que construyamos un buen
presente.
—Lo estamos haciendo bien —dijo Daisy inclinándose para besarlo con
brevedad. Sabía que si se detenía un poco más a saborear a Oliver, los
pocos paseantes iban a ser testigos de un espectáculo.
—Creo que podemos hacerlo mejor —replicó, y a continuación se apartó
con un movimiento que terminó con él de rodillas frente a ella—. ¿No te
parece?
—Oliver…—susurró, cuando él sacó una cajita pequeña del interior de
la chaqueta y expuso un anillo de matrimonio. El brillante parecía
multicolor con todas las luces que se proyectaban.
Por lo general, los nervios no solían tomarlo desprevenido, pero era la
primera ocasión en que hacía una propuesta de matrimonio. No daba nada
por cierto. Ella podía rechazarlo, no porque no lo quisiera, sino porque
Daisy a veces solía tener las más extrañas reflexiones. Si lo rechazaba, él lo
volvería a intentar una y otra vez.
—Hemos pasado meses juntos, pero el amor que siento por ti no conoce
de tiempo o espacio. Eres la única persona que conoce mis lados oscuros, y
sigue a mi lado impulsándome; que sabe lo que es la felicidad y está
dispuesta a compartirla sin egoísmo; que me sacó de un Infierno para
conocer la gloria de tus caricias, el placer de sus suspiros, y el júbilo de
saberme aceptado en mi totalidad. Gracias a ti soy un mejor hombre con la
intención de continuar trabajando en el proyecto más importante: tú y yo.
No soy perfecto, pero te amo, y no podría concebir una vida lejos de ti. Son
tus besos, tu sonrisa, el candor y la pasión que hacen del sexo un paso al
Cielo, pero es tu corazón el que consigue hacer mi vida más brillante y
esperanzadora. Eres mi mejor amiga, mi compañera, mi confidente, mi
amante… mi todo. Daisy Amelie Marchand, ¿me harías el honor de ser tu
esposo? ¿Aceptarías casarte conmigo?
Ella se quedó boquiabierta, porque en ningún momento sospechó que
Oliver quisiera casarse. Claro, en algún instante se le cruzó por la mente
que el tema surgiría entre ambos, pero jamás que él lo hiciera… Estaba en
shock, emocionada, extasiada, y creía que en ese momento podía elevar la
mano y tocar las estrellas.
Oliver bajó la mirada, y Daisy se dio cuenta de que había estado
pensando demasiado, mientras él continuaba de rodilla. Se tapó la boca y
soltó una risa nerviosa. Después extendió las manos y tomó el rostro de
Oliver entre sus manos.
—Te voy a amar siempre —dijo él, mirándola a los ojos con fiereza—,
pero si no estás lista, lo entenderé.
—Estaba soñando en silencio —replicó ella meneando la cabeza por su
bobería—, estoy más que lista. Claro que acepto casarme contigo, ¡claro
que acepto! Eres el hombre de mi vida, Oliver, y nada me haría más feliz
que pasar a tu lado el resto de los años que tenemos por delante.
La mirada de Oliver se volvió brillante de emoción, deslizó el anillo en
el dedo anular de la mano izquierda. Después se inclinó para besarle los
nudillos. Luego se incorporó y agarró a Daisy en volandas. Ella se rio,
mientras se besaban.
—No me imagino la vida sin ti —dijo él, mordisqueándole los labios.
—El tiempo es infinito —murmuró Daisy con una expresión soñadora.
—Sí, así es, cariño. En nuestro caso estaremos juntos en esta, y en todas
las vidas en las que volvamos a encontrarnos —replicó abrazándola con
fuerza, mientras ella apoyaba la mejilla contra el cuerpo de Oliver,
escuchando cómo retumbaba el palpitar del corazón. Un corazón que, como
el suyo, latía rebosante de la certeza de que el amor era fuerte y
correspondido.
EPÍLOGO

Meses después…
Granja Clarence, Louisville.
Estados Unidos.

La fiesta de celebración del matrimonio entre Julianne y Ryder fue


pequeña, porque ambos así lo quisieron. En brazos de Amanda, la madre de
Oliver y Julianne, se hallaba profundamente dormido el primer nieto de la
familia Clarence e hijo de los recién casados. El pequeño era una dulzura y
se llamaba Aiden Toussaint.
Entre los asistentes estaban solo los miembros de la familia, entre ellos
se contaba también a Daisy. Ella y Oliver habían fijado la fecha de su
matrimonio para los primeros días de diciembre, pues era la época preferida
de ambos. Con el dinero obtenido de la venta de los apartamentos en el
centro de Louisville se compraron una preciosa casa de dos pisos, y un con
un jardín inmenso.
Oliver estaba afianzando su compañía de servicios de guardaespaldas
especializados en táticas anti-secuestros, y continuaba yendo a terapia cada
cierto tiempo. Las pesadillas solían ser motivo de frustración, al despertar
agitado y asustado en plena madrugada, pero siempre estaba Daisy para
calmarlo. Ambos habían logrado un nivel de compenetración muy alto e
impregnado de amorosa empatía; después de todo, el uno era el apoyo del
otro. Un equipo.
—¿Crees que el cuñado de tu hermana vaya a venir? —preguntó Daisy,
girando en brazos de Oliver en la pista de baile. Daba igual si habían diez o
dos mil personas, porque cuando existía la posibilidad de divertirse lo que
contaban eran las ganas. La ceremonia había sido preciosa, y la pequeña
recepción poseía todos los lujos.
Oliver se emocionaba cada que miraba el anillo, su anillo, brillando en el
dedo de Daisy. No podía esperar a casarse y hacerla su esposa, pero
entendía que ella era el tipo de persona que disfrutaba planificando. Daisy
insistió en que quería la boda de sus sueños y nada al apuro, porque, al fin y
al cabo, su relación no era más o menos por esperar unos meses para
contraer matrimonio. Él no pudo, sino darle la razón.
—No lo conozco personalmente, pero lo poco que he escuchado de boca
de Julianne es que se llama Dereck y es el equivalente a un playboy de
Hollywood, aunque en Manhattan —replicó con desinterés—. Creo que está
bajo un régimen corporativo, impuesto por el esposo de Julianne, para que
limpie su imagen de mujeriego y puedan conseguir un contrato muy
importante para la compañía de los Toussaint.
Daisy se había graduado con honores en su maestría a distancia. Su nota
fue sobresaliente. Además de los cursos online con el Chef Arnaud, gracias
a quien tenía más clientes y en el horizonte la posibilidad de abrir una
nueva sucursal de Happy Sugar en Louisville, ella se había apuntado a un
curso de repostería que iba a llevarla durante una semana a Madrid. Oliver
le dijo que iría con ella, primero, porque no quería estar separado de su
lado, y segundo, porque tenía algunos amigos en España con los que podría
entablar ciertas conversaciones para gestionar una compañía que se
encargara de brindar seguridad profesional para clientes de alto perfil.
—Espero que le vaya bien —replicó Daisy, al tiempo que reparaba en
una figura elegante, aunque de expresión jovial y distante al mismo tiempo,
que entraba a la recepción. Le hizo un gesto a Oliver para que siguiera su
mirada—. Yo creo que, considerando que somos tan poquitos aquí, a juzgar
por la forma en que acaba de abrazar el recién llegado a Julianne, siendo
Ryder tan posesivo con tu hermana, debe tratar del tal Dereck. Si no lo
fuera, lo más probable es que el gesto le hubiera ganado un puñetazo. —
Oliver echó la cabeza hacia atrás y se rio—. En todo caso, Oliver, me alegro
mucho de que estemos celebrando aquí con tu hermana.
Él asintió con una sonrisa. Aquel era un momento importante para todos,
en especial porque su hermana tuvo el generoso gesto de incluir en su
discurso de agradecimiento a los invitados —porque Julianne no era
Julianne si no dejaba saber exactamente lo que pensaba, en especial durante
su propia boda—, e indicar que estaba muy feliz porque Daisy sería pronto
su cuñada.
—Qué rápido has aprendido las idioteces de mi cuñado, cariño. Y sí, mis
padres están felices, y la madre de los Toussaint vino exclusivamente de
Francia. Creo que le ha tomado gran cariño a mi hermana.
De repente, Oliver agarró a Daisy de la mano y empezó a alejarse de la
pista de baile. Cuando estuvieron bastante alejados, la apoyó contra una
pared que evitaba que cualquier curioso en la propiedad de sus padres los
encontrara.
—Oliver… —murmuró cuando sintió la dureza masculina, a través de la
ropa.
—Ese vestido me lleva loco, Daisy —replicó, al tiempo que levantaba la
falda del vestido concho de vino para después deslizar su dedo medio entre
los muslos femeninos—. Estás húmeda, y fuiste incapaz de decir que
necesitas mis caricias —dijo frotándole el clítoris, antes de introducir un
dedo en el íntimo canal.
—Verte en esmoquin produce ese efecto —replicó con la respiración
alterada, mientras las caricias sensuales incrementaban su ritmo.
—Quizá tenga que usarlo más seguido —murmuró, besándola y
disfrutando los gemidos que ella hacía. Continuó su intensa y sensual
acometida— o privarte de este orgasmo por no haberme dicho que lo
necesitabas.
Daisy le mordió el labio inferior a Oliver como respuesta, y le agarró la
dureza viril sobre la tela del pantalón azul oscuro. Él gruñó de gusto.
—Nos privaríamos mutuamente, ¿acaso te parece bien? —preguntó
meneando las caderas contra los dedos de Oliver, porque estaba cerca del
clímax. Aquello consideraba que era lo más indecente que había hecho
alguna vez, no porque se tratara de un encuentro sensual en un sitio al aire
libre, sino porque, joder, estaban en una celebración de boda nada menos.
—Me parece fatal —replicó, devorándole la boca y bebiéndose su grito
de placer, cuando sus dedos impulsaron a Daisy al borde del exquisito
abismo de lujuria. Mientras las paredes suaves succionaban sus dedos, él
empezó a besarle el rostro con dulzura, esperando a que ella regresara a la
Tierra por completo. Poco a poco, Daisy abrió los ojos—. Hola, cariño mío
—dijo con una sonrisa complacida. Le gustaba poner esa expresión de
saciedad en ella. Apartó los dedos del sexo femenino, le acomodó las
bragas. Le alisó el vestido con la mano que no había estado tocando la parte
más sensitiva de su prometida.
—Eres terrible y una mala influencia para el decoro —murmuró Daisy
—, pero no voy a quejarme. Más tarde voy a cobrármelas.
Oliver esbozó una sonrisa amplia.
—Así lo espero, cariño —replicó—. Me gusta vivir estos momentos
contigo, así como cada pequeña experiencia que tenemos la posibilidad de
disfrutar.
Daisy suspiró y abrazó a Oliver. Él la rodeó con sus brazos fuertes.
—Jamás he amado a nadie del modo que te amo a ti. —Se apartó un
poco para elevar el rostro hacia él—. Gracias por haber hecho todo lo
posible para que yo confiara en ti, y nos diera una oportunidad.
—Las palabras no serán suficientes para describir todo lo que provocas
en mí, en todos los aspectos, así que, futura señora Clarence, voy a tomar
cada pequeño instante que tenga ante mí para demostrártelo.
Cobijados por el ruido lejano de la música, abrigados por un manto de
estrellas en el firmamento, el final de la batalla emocional había llegado del
todo para Oliver y Daisy. No existían más temores, inseguridades ni
resentimientos, sino solo un montón de sueños por cumplir juntos hasta el
final de sus días.
Después del caos siempre regresaba la calma, y aquellos que luchaban
hasta el final obtenían una recompensa. ¿En el caso de Oliver y Daisy? Un
final feliz.
AGRADECIMIENTOS

A mi hermana, Karen, porque sin ella mi vida sería un caos de ideas


inconexas. Gracias a Dios, al universo, por las hermanas que contribuyen a
hacerte crecer como ser humano. Te amo, hermana querida.
Mi agradecimiento a mis lectoras beta: Vicky, María Soledad y Sonia. El
cariño, apoyo, y paciencia que tienen para leer una y otra vez cada
manuscrito es un tesoro.
A Andrea Polola, porque si no hubiera insistido en que Oliver Clarence
merecía una historia, quizá este libro no se habría escrito.
A mis amigas más cercanas, aquellas que escuchan incansablemente mis
ideas, y comparten sus mundos conmigo. Las quiero hasta el infinito.
SOBRE LA AUTORA

Escritora de novela romántica y ávida lectora del género, a Kristel


Ralston le apasionan las historias que transcurren entre palacios y castillos
de Europa. Aunque le gustaba su profesión como periodista, decidió dar
otro enfoque a su carrera e ir al viejo continente para estudiar un máster en
Relaciones Públicas. Fue durante su estancia en Europa cuando leyó varias
novelas románticas que la cautivaron e impulsaron a escribir su primer
manuscrito. Desde entonces, ni en su variopinta biblioteca personal ni en su
agenda semanal faltan libros de este género literario.
En el 2014, Kristel dejó su trabajo de oficina con horario regular en una
importante compañía de Ecuador, en la que ejercía como directora de
comunicación y relaciones públicas, para dedicarse por completo a la
escritura. Desde entonces ya tiene publicados diecinueve títulos, y ese
número promete continuar en ascenso. La autora ecuatoriana no solo trabaja
de forma independiente en la plataforma de Amazon, KDP, sino que posee
también contratos con editoriales como Grupo Editorial Planeta (España y
Ecuador), HarperCollins Ibérica (con su sello romántico, HQÑ), y Nova
Casa Editorial.
Su novela "Lazos de Cristal", fue uno de los cinco manuscritos finalistas
anunciados en el II Concurso Literario de Autores Indies (2015), auspiciado
por Amazon, Diario El Mundo, Audible y Esfera de Libros. Este concurso
recibió más de 1.200 manuscritos de diferentes géneros literarios de 37
países de habla hispana. Kristel fue la única latinoamericana, y la única
escritora, de novela romántica entre los finalistas. La autora también fue
finalista del concurso de novela romántica Leer y Leer 2013, organizado
por la Editorial Vestales de Argentina, y el blog literario Escribe Romántica.
Kristel Ralston ha publicado varias novelas como Tentación al amanecer,
Votos de traición, Un hombre de familia, Reckless, Estaba escrito en las
estrellas, Entre las arenas del tiempo, Brillo de luna, Mientras no estabas,
Punto de quiebre, La venganza equivocada, El precio del pasado, Un
acuerdo inconveniente, Lazos de cristal, Bajo tus condiciones, El último
riesgo, Regresar a ti, Un capricho del destino, Desafiando al corazón, Más
allá del ocaso, entre otras. Las novelas de la autora también pueden
encontrarse en varios idiomas tales como inglés, francés, italiano, alemán,
hindi, y portugués.
La autora fue nominada por una reconocida publicación de Ecuador,
Revista Hogar, como una de las mujeres del año 2015 por su destacado
trabajo literario. En el mismo año, participó en la Feria Internacional del
Libro de Guadalajara, en el estand de Amazon, como una de las escritoras
de novela romántica más vendidas de la plataforma y en calidad de finalista
del II Concurso Literario de Autores Indies. Repitió la experiencia,
compartiendo su testimonio como escritora de éxito de Amazon KDP en
español, en marzo del 2016, recorriendo varias universidades de la Ciudad
de México, y Monterrey.
Kristel ha sido jurado del Concurso Literario Indie de Amazon,
ediciones 2020 y 2021. Ella es la primera escritora ecuatoriana de novela
romántica reconocida nacional e internacionalmente. Ella ha fijado su
residencia temporal en Guayaquil, Ecuador, y cree con firmeza que los
sueños sí se hacen realidad. La autora disfruta viajando por el mundo y
escribiendo novelas que inviten a los lectores a no dejar de soñar con los
finales felices.
Instagram: @KristelRalston
Grupo VIP de Facebook: Entre Páginas con Kristel
Síguela en Amazon: https://www.amazon.com/~/e/B00EN6SYYG

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