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Juan busca a Jesús para comunicarle que sus amigos quieren conocerle y porque siente deseos de

decirle: “¡Permíteme que te ame!”.- ■ Jesús camina solo por una pequeña vereda, un caminito
entre dos campos de cultivo. Juan se dirige hacia Él por un sendero completamente distinto que
hay entre las tierras; al final le alcanza, al pasar por una zanja. Juan, tanto en la visión de ayer
como en la de hoy es muy joven. Tiene una cara sonrosada e imberbe, de hombre apenas hecho.
Siendo, además, rubio, no se ve en él ni una señal de bigote o de barba, sino sólo el color rosado
de las mejillas lisas, el rojo de los labios y la luz risueña de su hermosa sonrisa y mirada pura, no
tanto por su color de turquesa oscuro cuanto por la limpieza de su alma virgen que en ella puede
verse. La cabellera, castaña clara, larga y suave, va flotando en el aire al ritmo de su paso, que es
tan veloz que parece que corriera. Llama cuando está para saltar un seto: “¡Maestro!”. Jesús se
detiene y se vuelve con una sonrisa. Juan: “Maestro, te he buscado tanto… Me dijeron en la casa
que te hospedas que habías salido en dirección de la campiña… Pero no exactamente a dónde. Y
tenía miedo de no hallarte”. Juan habla levemente inclinado, por respeto. Y, no obstante, su
actitud y su mirada, que dirige a Jesús, es claramente de confianza. Jesús: “He visto que me
buscabas y he venido hacia ti”. Juan: “¿Me has visto? ¿Dónde estabas, Maestro?”. Jesús: “Allí” y
Jesús señala un grupo de árboles lejanos que, por el color del ramaje, yo diría que son olivos. “Allí
estaba. Oraba y pensaba en lo que diré esta tarde en la sinagoga. Pero en cuanto te vi lo dejé
todo”. Juan: “¿Pero cómo has podido verme si yo apenas puedo distinguir ese lugar, escondido
detrás de aquel promontorio?”. Jesús: “Y, sin embargo, ya ves que he salido a tu encuentro porque
te he visto. Lo que los ojos no logran, lo logra el amor”. ■ Juan: “Así es, el amor lo hace. ¿Entonces,
me amas, Maestro?”. Jesús: “Y tú, ¿me amas, Juan, hijo de Zebedeo?”. Juan: “Mucho, Maestro.
Creo haberte amado siempre. Antes de haberte conocido, mucho antes, mi alma te buscaba y
cuando te vi me dije: «He aquí al que buscas». Yo creo que te he encontrado, porque así lo siente
mi alma”. Jesús: “Tú lo dices Juan y estás en lo justo. También Yo he venido hacia ti porque mi
alma te ha sentido. ¿Durante cuánto tiempo me amarás?”. Juan: “Siempre, Maestro. Ya no quiero
amar a otra cosa que no seas Tú”. Jesús: “Tienes padre, madre, hermanos y hermanas; tienes la
vida, y, con la vida, la mujer y el amor. ¿Serás capaz de dejar todo eso por Mí?”. Juan: “Maestro…
no lo sé… pero me parece, si no es soberbia el decirlo, que tu amor ocupará en mí el lugar de
padre, madre, hermanos y hermanas y aún el de mujer. Estaré satisfecho, completamente
satisfecho, si Tú me amas”. Jesús: “¿Si mi amor te causare dolores y persecuciones?”. Juan: “No
serán nada si Tú me amas”. Jesús: “¿Y el día en que debiese morir…?”. Juan: “No. Eres joven,
Maestro… ¿Por qué morir?”. Jesús: “Porque el Mesías ha venido a predicar la Ley en su verdad y a
llevar a cabo la Redención. El mundo aborrece la Ley y no quiere redención. Por esto persigue a los
enviados de Dios”. Juan: “¡Oh, que esto no suceda! ¡No des este anuncio de muerte a quien te
ama!… Pero aunque tuvieras que morir, yo te seguiría amando. ■ ¡Permíteme que te ame!”. Juan
tiene una mirada suplicante. Mucho más inclinado que antes, camina al lado de Jesús, parece
como si le mendigara amor. Jesús se detiene. Le mira, le atraviesa con la mirada de sus profundos
ojos, y, poniéndole la mano sobre su cabeza inclinada, le dice: “Quiero que tú me ames”. Juan está
feliz y exclama: “¡Oh Maestro!”. Por más que en su pupila brille una lágrima, ríe con esa boca suya
bien formada; toma la mano divina, la besa en el dorso y la aprieta sobre su corazón.

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