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DEPARTAMENTO DE HISTORIA
Tomado de : J. M. Sasson (ed.), Civilizations of the Ancient Near East, Vol 1, Massachusetts,
Hendrikson Publishers, 2006, (1a.ed.1995), pp. 15-32.
Traducción : Irene Rodríguez
La supremacía de los relatos clásicos como fuente de información sobre los antiguos sitios y
monumentos egipcios fue asegurada durante un largo tiempo por falta de informes actualizados.
Eran escasos los viajeros occidentales que se aventuraban un poco más al sur de Cairo, donde
visitaban los sitios relacionados con la infancia de Cristo y cruzaban el Nilo para ver las pirámides
de Giza. La literatura de peregrinación a la Tierra Santa desde la Edad media en adelante contiene
breves descripciones de Egipto, que se vuelven más extensas hacia el fin del siglo XVI en los
relatos de piadosos peregrinos como el polaco Nicolás Radziwill, que publicó su Hierosolymitana
peregrinatio… en 1601.
Desde mediados del siglo XVI en adelante aparecieron los primeros relatos de Egipto per se,
escritos por viajeros con intereses específicos. Estos incluían al botánico y médico Prospero
Albino, quien visitó Cairo y el Delta alrededor de 1580, y al anónimo veneciano, quizá un
residente de Cairo, cuyo manuscrito con el relato de su viaje Nilo arriba, en 1589, hasta la segunda
catarata, “sin ningún otro propósito que el de contemplar numerosos y espléndidos edificios”,
sobrevive en Florencia.
Durante el siglo XVII la búsqueda de estos objetivos se hizo más común. Se publicaron extensos
relatos de los europeos que vivían en Cairo, como el francés Jean Copin o Benoit de Maillet, y de
viajeros como el romano Pietro della Valle, quizá el primer europeo que realizó algo similar a una
excavación arqueológica en su visita de 1616. En 1646, el matemático y astrónomo inglés John
Graves publicó su Pyramidographia, el primer examen científico de estos monumentos, fruto del
trabajo realizado en Giza siete años antes.
El alcance y variedad de los viajes a Egipto aumentó con la actividad de sucesivos agentes
comisionados para adquirir antigüedades y registrar inscripciones y monumentos por orden del
soberano francés: el padre J. B. Vansleb, Paul Lucas, y especialmente, el padre Claude Sicard,
cuya exploración del Alto Egipto en las dos primeras décadas del siglo XVIII acrecentó
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notablemente el conocimiento de la topografía del Valle del Nilo y sus antiguos sitios. La
aparición a mediados del siglo de los relatos de los viajes por el Nilo de Richard Pococke (1743-
1745) y Frederick Ludvig Norden (1751) constituyeron un hito en los estudios egipcios,
proveyendo una inusitada cantidad de información; sumado a esto, el libro de Norden presentaba
muy buenas ilustraciones.
Estas dos publicaciones solían encontrarse en la biblioteca de todo anticuario y caballero educado
de la época, y tanto Pococke como Norden se hicieron miembros de la Sociedad Egipcia de
Londres. Esta institución tuvo una vida corta (1741-1743), pero su existencia es prueba del gusto
creciente por Egipto en los círculos de anticuarios, manifestado en la considerable cantidad de
libros sobre temas egipcios publicados en este período. La expedición de Napoleón puede
considerarse como el climax de este interés creciente, y también como el inicio de una nueva etapa
en el estudio de Egipto.
Además del género de viajes y la topografía, y la categoría especial de obras sobre la escritura
jeroglífica, la religión fue parte de los principales temas de estudio previos al desciframiento. Estas
obras se basaban casi exclusivamente en la tradición clásica, y presentaban una síntesis de la
información sobre las divinidades que podía seleccionarse de los textos grecorromanos. El tenor
esencial de tales trabajos no cambió demasiado respecto de los primeros ensayos, tales como el
tratado sobre los dioses egipcios del humanista de Ferrara Celio Calcagnini, publicado
póstumamente en 1544, hasta las grandes compilaciones como el Pantheon Aegyptiorum (1750-
1752), en tres volúmenes. Se trataba de un área de estudio que no podía avanzar sin el
conocimiento de la lengua egipcia, de modo que el cuerpo de información disponible permaneció
estático hasta mediados del siglo XIX.
Hasta el desciframiento, la naturaleza de los jeroglíficos egipcios y la lengua que representaban fue
objeto de mucha especulación y de numerosos errores conceptuales. En la cultura occidental, la
discusión substancial más antigua sobre los jeroglíficos giró en torno de un concepto intelectual de
los mismos, más que en torno a su forma concreta. A partir de las fuentes clásicas, los estudiosos
renacentistas recibieron la idea de que la escritura jeroglífica era un sistema simbólico, en el que
cada imagen transmitía un concepto totalmente abstracto que podía ser “leído” por los iniciados.
Esta idea resultaba atractiva para el molde platónico del pensamiento de la época, y albergaba la
noción de que las inscripciones jeroglíficas eran el repositorio de la sabiduría divina, una escritura
que constituía un sistema universal, quizá el vehículo original y perfecto del discurso humano.
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La interpretación de los jeroglíficos según Horapollo
El jeroglífico que representa el equipo del escriba –una paleta, un pote para el agua y un recipiente
para contener el tallo de junco utilizado para la escritura- sirve en la lengua egipcia como
ideograma o signo determinativo para “escritura”, “escribir” y palabras relacionadas. Horapollo le
asigna correctamente los significados “letras egipcias” y “escriba” (Hieroglyphica I, 38). Pero se
equivoca al identificar la paleta con una especie de cedazo de juncos utilizado para hacer pan, y
agrega por lo tanto el significado “cedazo”, con la observación de que “cualquiera que come
debería conocer sus letras”, una explicación que añadía brillo a un juego de palabras con los
términos “educación” y “alimentación” en egipcio. Finalmente, ofrece una interpretación
puramente alegórica del signo como expresión de “límite”: “porque el individuo educado ha
llegado a un refugio seguro, sin deambular ya entre los males de la vida”.
Esta mezcla de hechos y fantasía, con oscuros juegos de palabras e imaginativas alegorías que
recubrían a menudo un fragmento de información correcta, son típicas del texto de Horapollo.
Fueron los aspectos crípticos y alegóricos del texto los que primero atraparon la imaginación de los
estudiosos y artistas occidentales. Aún en la actualidad, cuando ya se conoce la naturaleza fonética
de los jeroglíficos egipcios y existen programas de computación para escribir nuestros nombres en
jeroglíficos, las concepciones populares de Egipto todavía buscan alguna otra dimensión
misteriosa para su escritura.
La naturaleza simbólica de los jeroglíficos fue un concepto fundamental en la obra del jesuita
matemático y lingüista Athanasius Kircher (1602-1680), cuyos esfuerzos para leer inscripciones
jeroglíficas, principalmente las de los obeliscos egipcios ubicados en Roma, fueron los más
destacados que se realizaron en Europa antes del desciframiento. Gracias a los manuscritos
reunidos por Nicolas-Claude Fabri de Peiresc y Pietro della Valle, Kircher realizó significativos
progresos con la lectura del copto, la última forma nativa de la lengua egipcia, escrita con el
alfabeto griego. Luego se introdujo en los estudios de jeroglíficos, en los que su trabajo se vio
fatalmente influido por su adhesión a la idea de la naturaleza esotérica y simbólica de la escritura,
que expuso y reiteró en sus numerosas publicaciones. Kircher no sólo “leyó” inscripciones de corte
metafísico en los obeliscos, sino que compuso algunas más, en honor de la reina Cristina de Suecia
y del papa Alejandro VII.
En el siglo siguiente, en su perceptivo análisis de los jeroglíficos, The Divine Legation of Moses
(El legado divino de Moisés) (1738-1741), el obispo William Warburton se burló del intento de
Kircher, realizado por medio de los textos “que contienen filosofía, no egipcios, para explicar e
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ilustrar los antiguos monumentos no filosóficos”, pero la verdadera naturaleza de la escritura
continuó siendo un misterio. La aproximación orientalista del siglo XVIII produjo soluciones tan
fantasiosas como la identificación de Joseph Turberville Needham, en 1761, de una supuesta
vinculación entre la lengua egipcia y la china. Hasta el descubrimiento de la bilingüe Piedra de
Rosetta, durante la campaña egipcia de Napoleón, los jeroglíficos estaban destinados a permanecer
como un enigma. La noción de que podrían conformar un sistema simbólico siguió ejerciendo una
atracción intelectual incluso después de que Champollion demostrara exitosamente que la escritura
era un sistema que empleaba fonogramas combinados con signos que indicaban el significado.
Egipto místico
Las doctrinas herméticas influyeron en los tratados rosacruces de comienzos del siglo XVII, y la
descripción alegórica del descubrimiento de la sepultura de Christian Rosencreutz en una bóveda
secreta, repleta de extraños tesoros y símbolos geométricos, recuerda los relatos sobre las
pirámides en la literatura árabe. Esta descripción influyó en el imaginario masónico de fines del
siglo XVIII y también creó un escenario que se completó cuando comenzó la exploración
arqueológica de Egipto, al descubrirse las tumbas reales. (La maldición que persiguió a los
descubridores, tan pregonada al descubrirse la tumba de Tutankhamón, parece haber constituido el
aporte del siglo XX a este escenario).
El tipo de imágenes egipcias explotado por la francmasonería también ha constituido una rica
fuente de simbolismo para otras sectas y sociedades secretas. Uno de estos grupos es la Sociedad
Teosófica fundada por Elena Petrovna Blavatsky, cuyo credo oculto se reveló en Isis Unveiled
(1877). Las diversas formas de rosacrucismo revividas en Europa a fines del siglo XIX y en
Estados Unidos en el siglo XX también utilizaron imágenes egipcias. Un notable edificio moderno
de carácter egiptizante es el museo del Parque Rosacruz en San José, California. En un nivel
popular, los ecos lejanos de los estudios herméticos del Renacimiento pueden descubrirse
actualmente en las concepciones sobre Egipto que enfatizan los aspectos místicos o mágicos.
Mezclada con los estudios cabalísticos, la astrología, el tarot, la espiritualidad y las doctrinas de las
sectas místicas orientales, una extraña y parcial visión de la religión egipcia ha hecho su
contribución al submundo de las creencias.
Entre estas antigüedades, se destacaban los doce obeliscos llevados a Roma por diversos
emperadores, desde Augusto a Constantino I. Su reutilización para el embellecimiento de la ciudad
moderna, especialmente por parte de los papas Sixto V, que desenterró cuatro entre 1586-1589, y
Pío VI, que hizo erigir tres en el período de 1786-1792, establecieron el obelisco como parte del
repertorio moderno de monumentos. Los obeliscos también impulsaron un interés en las
antigüedades egipcias y especialmente en la escritura jeroglífica, ya que sus largas inscripciones
proveían la más sustancial evidencia disponible de esta escritura.
De los monumentos egipcios, sólo se conocían bien las tres grandes pirámides de Giza, registradas
en los relatos de peregrinos e ilustradas de manera rudimentaria en numerosas publicaciones desde
el siglo XV en adelante. Aunque los autores clásicos habían establecido de forma correcta el hecho
de que se trataba de lugares de sepultura real, una rica suma de leyendas había crecido en torno de
ellas: relatos sobre el descubrimiento de cámaras secretas en su interior que contenían fabulosos
tesoros y misteriosos escritos eran familiares para la literatura árabe medieval, mientras que la
interpretación cristiana las identificaba con los graneros de José.
A las vinculaciones funerarias conocidas, el Renacimiento sumó ideas acerca de la fama y gloria
inmortal de los grandes hombres a quienes estos monumentos conmemoraban, o la geometría pura
de sus formas, símbolo de la materia original, el alma o el fuego; esta última, una imagen tomada
de Platón (Timeo, 56.B). Las teorías que atribuyen un origen místico a las pirámides o encuentran
significados astronómicos o numéricos en su arquitectura han florecido desde ele siglo XVII hasta
la actualidad y han engendrado una extensa literatura de piramidología. Un influyente colaborador,
con su obra Our Inheritance in the Great Pyramid (1864) y otras obras posteriores, fue el
astrónomo inglés Charles Piazzi Smyth: fue el deseo de corroborar los resultados de su
investigación lo que lanzó a W. M. Flinders Petrie (1853-1942), la figura dominante en el
desarrollo de la arqueología egipcia, en su carrera en la especialidad.
A partir de su inclusión entre las Siete Maravillas del Mundo (un listado conocido desde, al menos,
el siglo II a.C.), las pirámides también asumieron un lugar significativo en la historia de la
arquitectura en Occidente. Fantásticos paisajes con pirámides aparecían en los grabados de las
Maravillas, la serie de Maarten van Heemskerck (1570), que mostraba los distinguidos
estereotipos. Sin embargo, en las representaciones occidentales, el tamaño descomunal de las
pirámides reales era invariablemente reemplazado por las proporciones atenuadas del monumento
funerario del edil Gayo Cestio, en la Puerta Ostiense de Roma (12 a. C.), único sobreviviente de al
menos tres pirámides similares que había en la ciudad, y prototipo de prácticamente todas las que
se diseñaron o construyeron en Europa y en América.
A principios del siglo XVII, se hicieron conocidas dos antigüedades romanas que sirvieron como
material de base para el conocimiento de Egipto. La primera era un gran pavimento de mosaico
que databa de aproximadamente el año 100 a.C., que representaba el paisaje del valle del Nilo en
la época de la inundación. Se registró en Palestrina (la antigua Praeneste, al este de Roma) en
1614, y posteriormente se hizo conocida en numerosos grabados, el primero de los cuales se
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publicó en 1668. Proveyó una representación excepcional del paisaje egipcio que sirvió como
complemento visual de los relatos clásicos sobre Egipto.
La Mensa Isiaca, a veces denominada Tabula Bembina, por el cardenal Pietro Bembo, el primer
coleccionista relacionado con la misma, ejerció también una fuerte influencia. Se trataba de un
objeto similar a una mesa, decorado en cobre, plata y niello[1], con escenas de culto e
inscripciones jeroglíficas. Fue tallada por Enea Vico en 1559 y se hizo ampliamente conocida
como tema de una monografía publicada en 1605 por el numismático veneciano Lorenzo Pignoria.
Aceptada como una antigüedad faraónica (aunque los estudiosos modernos prefieren datarla en la
época imperial romana), llegó a ser un documento clave para el estudio de la religión y la
iconografía egipcias, y apareció en prácticamente todas las publicaciones sobre la antigüedad,
transformándose además en un motivo de diseño sumamente popular, posición que retuvo hasta
bien entrado el siglo XIX.
Ambas obras sirvieron como importantes fuentes para estudios artísticos y anticuarios, ampliando
el conocimiento de las antigüedades egipcias disponibles en Europa. Sin embargo, la descripción
imaginativa de los paisajes y monumentos egipcios floreció también durante el siglo XVIII. Uno
de los primeros y más influyentes ejemplos es la historia de la arquitectura mundial publicada en
Viena por Johann Bernhard Fischer von Erlach (1721), que incluía extravagantes paisajes con
pirámides (un derivado de la tradición de las Siete Maravillas), fabulosas vasijas “antiguas” y un
panorama exhaustivo de los sitios famosos del valle del Nilo. En pocas décadas, la creciente
literatura de viajes y exploración en Egipto y el Levante proveía imágenes más realistas de los
sitios antiguos, pero éstos también podían constituirse en estímulo para visiones más excitantes,
tales como las imágenes de viajeros explorando las tenebrosas ruinas egipcias realizadas por el
pintor boloñés Mauro Tesi (publicadas en forma póstuma como grabados en 1787). Tesi jamás
visitó Egipto, pero siguió las instrucciones de su mecenas, el conde Francesco Algarotti. El artista
francés Louis-Francois Cassas, que estuvo allí como parte de un viaje al Oriente a mediados de la
década de 1780, produjo unas imágenes extraordinariamente novelescas de las pirámides de Giza y
de otros monumentos, con imágenes de antiguos sacerdotes y devotos empequeñecidos ante la
gigantesca arquitectura que llegaba hasta las nubes. Se publicaron en su Voyage pittoresque de la
Syrie, de la Phénicie, de la Palestine, et de la Basse Égypte, al año siguiente de la invasión
francesa a Egipto (1799).
Egipto ya era, evidentemente, una buena propuesta comercial para la publicación al comienzo de
esa década: en 1791, los editores romanos Bouchard y Gravier habían publicado Monumens
Egyptiens, en dos volúmenes, una extraordinaria compilación iconográfica que mezclaba grabados
de antigüedades tomados de Montfaucon, Caylus y otras fuentes anticuarias con las fantásticas
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creaciones de Fisher von Erlach, Giovanni Battista Piranesi y otros. Las publicaciones resultantes
de la expedición de Napoleón – el Voyage dans la Basse Égypte et la Haute Égypte (1802) y la
oficial Description de l´Égypte (1809-1828) – serían mucho más que suficientes para satisfacer la
demanda de material visual, pero las creaciones del siglo XVIII continuaron ejerciendo una
considerable influencia en la imaginación, como sucede con las pinturas de Cassas para los diseños
escénicos en el siglo XIX. En verdad, los propios artistas de la Description perpetuaron la tradición
imaginativa, incluyendo una mirada fantasiosa en su tratamiento de cada uno de los grandes
templos que registraron, en el estilo grandioso y visionario del siglo XVIII.
Como objeto de la evaluación estética o del estudio del arte o de la historia, no se otorgaba a las
antigüedades egipcias el mismo status que a las clásicas, e incluso no eran consideradas como
material adecuado para tales estudios hasta el siglo XVIII. Su recepción, para entonces, resultó
generalmente negativa: la escultura egipcia, la forma artística más familiar en el Occidente, fue
juzgada como estática e inexpresiva en comparación con el “naturalismo” de las estatuas griegas, y
la arquitectura faraónica, en la medida en que se la conocía, se consideraba desagradablemente
monumental. La escultura y la pintura (no tan conocidas hasta el siglo XIX) resultaban
particularmente problemáticas en razón de la diferente naturaleza de la representación
bidimensional en Egipto: ajenos a las herramientas del arte occidental para la perspectiva, fueron
fatalmente considerados como primitivos por largo tiempo. No fue sino hasta el siglo XX que su
base conceptual fue investigada en el trabajo pionero de Heinrich Schäfer en Von ägyptischer
Kunst (1919; edición inglesa, Principles of Egyptian Art, 1974).
En contraste con esto, la visión clásica permeaba el primer estudio sistemático de la escultura
egipcia, emprendido por Johann Joachim Winckelmann en su Geschichte der Kunst der Altertums
(1764). Distinguió escrupulosamente las obras genuinas de los pastiches e imitaciones romanos, a
los que ubicó en la última de las tres divisiones cronológicas del arte egipcio (la central era la del
arte producido bajo el dominio persa y griego). Dada su perspectiva del surgimiento y caída del
arte antiguo – su evolución a partir de la necesidad, hasta el cultivo consciente de la belleza por
parte de los griegos, y su caída en la ornamentación vacua bajo los romanos – Winckelmann estaba
obligado a realizar una evaluación negativa del “primitivo” arte egipcio (y una evaluación
falsamente basada en las premisas de la cultura11/19griega, como señaló un crítico perspicaz y
anticipado, el filósofo J. G. von Herder). Sin embargo, esta perspectiva era generalmente
compartida.
No obstante, se evidencia un creciente interés en el arte egipcio a fines del siglo XVIII, por el
hecho de que en 1785, la Académie des Inscriptions et Belles- Lettres de París estableció un
premio para un ensayo cuyo tema era “¿Cuál era el estado de la arquitectura en Egipto y qué
pudieron haber tomado los griegos de allí?” La tesis ganadora, un acertado relato cuyo autor era
Antoine- Chrysostome Quatremere de Quincy, no se publicó hasta 1803, cuando la expedición
francesa había alterado radicalmente la naturaleza de la evidencia. Pero la pregunta plantea la base
esencial sobre la que el arte y la arquitectura egipcios serían evaluados por algún tiempo: Egipto
era considerado como el precursor de Grecia, el que daba los primeros pasos vacilantes en la
representación de la figura humana y en el desarrollo de rasgos arquitectónicos tales como la
columna y el arco, que fueron perfeccionados y sistematizados por griegos y romanos. De este
modo asumió un lugar adecuado en la enseñanza de la historia de la arquitectura en el siglo XIX,
como se ejemplifica en la pintura alegórica de Thomas Cole, The Architect´s Dream (El Sueño del
Arquitecto) (1840), donde la Gran Pirámide y la sala hipóstila de un templo egipcio se destacan en
el comienzo de una perspectiva de la arquitectura occidental.
En general, la recepción del arte egipcio siguió siendo bastante negativa – incluso el padre
fundador de la egiptología alemana, Carl Richard Lepsius, escribió en su informe sobre los logros
de la expedición prusiana a Egipto (1842-1845) acerca de las “limitaciones infantiles que
caracterizan al arte egipcio”. El crecimiento de las colecciones en los grandes museos, sin
embargo, y las publicaciones generadas por el nuevo tema de la egiptología hicieron que el arte
egipcio se tornara más accesible. Especialmente influyente fue The Manners and Costums of the
Ancient Egyptians (1837), de Sir John Gardner Wilkinson, que abrevaba en el material recopilado
y copiado por este viajero inglés durante más de una década de trabajo en Egipto.
La mayor accesibilidad trajo consigo una aproximación más abierta a estos estudios, y para
mediados del siglo XIX, teóricos del diseño como Owen Jones en Lectures on the Results of the
Great Exhibition of 1851 (segunda serie, 1853), y Gottfried Semper en Der Stil in den teschnischen
und tektonischen Künsten oder praktische Aesthetik (1860-1863) escribían con entusiasmo sobre el
uso disciplinado del diseño y del color en Egipto, o sobre la fidelidad de su arquitectura y
ornamentación a las formas naturales de las que habían evolucionado. El arte egipcio había
asumido su lugar entre la riqueza de estilos históricos entre los que los artistas y diseñadores del
siglo XIX seleccionaban y tomaban prestados elementos confiadamente, y su estudio académico,
aunque todavía tenía un largo camino por recorrer, al menos se liberó de los intentos anteriores de
ubicarlo en una perspectiva clásica.
El ejemplo más antiguo de las formas egipcias imitado por el arte occidental es la obra de los
escultores Cosmati del siglo XIII en Roma, quienes modelaron sus esfinges y leones según los
antiguos ejemplos visibles en la ciudad. Su uso de estos modelos no constituía, sin embargo, una
adopción consciente de las formas egipcias. No fue sino hasta el siglo XVI que las antigüedades y
monumentos egipcios se utilizaron de esta manera; en esa época, la pirámide, el obelisco y la
esfinge entraron en el repertorio arquitectónico y decorativo de Occidente y se aclimataron tanto
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allí que llegaron a perder algunas de sus connotaciones egipcias.
En 1586, el único obelisco que permanecía en pie en Roma desde la antigüedad fue desplazado a
una corta distancia de su ubicación original para honrar con su presencia el área situada frente a la
nueva basílica de San Pedro; desde entonces, la popularidad del obelisco como monumento nunca
ha disminuido. Su forma elegante, en gradual disminución, ejecutada en una variedad de
materiales, desde granito hasta nieve, y con ocasionales inscripciones “jeroglíficas”, se ha
empleado por toda Europa y América para conmemorar victorias, grandes acontecimientos, o a los
muertos, o simplemente para servir como un punto focal en un paisaje. Durante el siglo XIX, el
hábito de la Roma imperial de erigir obeliscos importados revivió en París (Place de la Concorde,
1836), en Londres (“Aguja de Cleopatra”, en el Embankment, a orillas del Támesis, 1878), y en
Nueva York (Central Park, 1880), donde la erección del monumento estuvo acompañada por la
celebración de ritos masónicos. Inevitablemente, el obelisco fue empleado para usos menos
grandilocuentes, como sucedió cuando se colocó un par de ellos, con “jeroglíficos” incluidos, a
ambos lados del predio correspondiente a la Compañía Harinera del Obelisco de Ballard y Ballard,
en Memphis, Tennessee (1924).
A partir de su presencia en Roma, tanto la pirámide como el obelisco llegaron a considerarse como
componentes arquitectónicos esenciales de una ciudad antigua, razón por la que aparecían en
pinturas del siglo XVI en adelante, inclusive cuando la ciudad representada no era ni Cairo ni
Roma. Llegaron a tener una particular y dramática importancia en el género de paisajes con ruinas
en el siglo XVIII, particularmente en las vistas y capricci pintados por Hubert Robert (1733-1808).
Su status como la quintaesencia de los monumentos de la antigüedad también garantizó que se los
incluyera en el repertorio de construcciones para jardines en el siglo XVIII. La pirámide
conservaba a veces su carácter funerario de monumento en honor de un gran hombre, y en otras
oportunidades, más prosaicamente, servía como cámara frigorífica.
En una veta más seria, la pirámide también era importante para la teoría arquitectónica de la
segunda mitad del siglo XVIII. Como la construcción arquetípica de forma geométrica simple y
perfecta, aparecía en diseños primitivistas, especialmente en la obra de los arquitectos franceses
Étienne Louis Boullée (1728-1799) and Claude- Nicolas Ledoux (1736-1806). El estilo griego
dórico, que proporcionó la base para mucha arquitectura “primitiva”, se modificaba a menudo con
rasgos egipcios, tales como el plan inclinado, típico de las paredes y pasadizos de los templos
faraónicos, o un agrandamiento de las proporciones o del trabajo de albañilería, en concordancia
con las ideas acerca de su carácter monumental.
Al igual que la pirámide y el obelisco, también la esfinge se transformó en un adorno típico para
los jardines, función que comenzó a cumplir en época tan temprana como la mitad del siglo XVI,
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cuando se ubicó un par de ellas en la entrada de una gruta en el jardín de la Villa Orsini en
Bomarzo, Italia. Como par de guardianes de puertas o pasadizos –y ocasionalmente como
guardianes de los muertos, sosteniendo o flanqueando un sarcófago, las esfinges retuvieron su
función egipcia y a veces, incluso su forma típica: una cabeza humana, generalmente masculina y
de la realeza, sobre un cuerpo de león. No obstante, a menudo adquirieron algunas de las
características de la esfinge clásica –femenina y alada- , y la cabeza a veces se ha transformado en
retrato, como el ejemplo moderno de la esfinge de Gladys, duquesa de Marlborough, creada en los
años ´20 para el jardín acuático del palacio de Blenheim, en Inglaterra.
En las dos primeras décadas del siglo XIX, la moda egipcia en arquitectura, vestido, diseño de
interiores y prácticamente todas las formas de las artes decorativas disfrutó de una predecible
fama, luego de la campaña de Napoleón. Algunos de los primeros y mejores ejemplos fueron
creados por diseñadores y artesanos que trabajaron para Napoleón y su círculo inmediato. Muchos
de sus diseños consistían en la aplicación de los motivos egipcios a las elegantes formas
neoclásicas, más que en la creación de de nuevas formas a partir de los modelos faraónicos; “lo
que se debe tener en cuenta”, como dice la duquesa de Guermantes en la novela de Marcel Proust
El mundo de Guermantes (1921), “es que el Egipto de los ebanistas del Imperio no tiene nada que
ver con el Egipto histórico.”
Esta moda no fue un nuevo punto de partida sino más bien la culminación del desarrollo ya en
marcha en las artes decorativas de fines del siglo XVIII, cuando los diseños egiptizantes habían
comenzado a aparecer en muebles, trabajo en metal, cerámica (la firma inglesa Wedgewood
producía piezas egiptizantes en la década de 1770) e incluso interiores completos. La creación de
Piranesi de una decoración egipcia para el Caffé degli Inglesi en Roma en los años de 1760 marca
el inicio de tales intentos, y sus diseños de chimeneas de corte egiptizante fueron quizá la única
fuente influyente para artistas posteriores.
Tales creaciones no se veían, sin embargo, con entusiasmo generalizado, y la clase de reacción que
provocaba entre sus contemporáneos la decoración para un café realizada por Piranesi (“más
adecuada para adornar el interior de un sepulcro egipcio que una sala de conversación social”, en
la opinión del artista galés Thomas Jones) tuvo eco en los opiniones hostiles que se hicieron sobre
diseños posteriores, tales como los interiores y muebles egipcios creados por el experto inglés
Thomas Hope para su casa de Londres y publicados en su Household Furniture and Interior
Decoration (1807).
A pesar de ello, la moda, que cayó en desuso una vez disminuida la excitación por la expedición
francesa en Egipto, reapareció esporádicamente a lo largo del siglo XIX y sobrevive actualmente
de forma irregular. A diferencia de los ebanistas del Imperio, los diseñadores posteriores, munidos
de textos de arqueología, han logrado imitar paredes pintadas de tumbas y piezas mobiliarias
genuinamente egipcias, siendo las sillas de la tumba de Tutankhamón las favoritas en el siglo XX.
La decoración egipcia también se empleó para el interior de algunos de los museos que alojaban
las primeras colecciones, tales como la sala central del Neues Museum en Berlín (1848-1850). El
objetivo era ubicar ese material “ajeno” en un contexto que lo hiciera más fácil de comprender-
una suerte de extensión didáctica de los pintorescos escenarios egiptizantes creados para algunas
de las primeras colecciones, como la Sala Egipcia de la Villa Borghese en Roma (1782). Con
similar espíritu didáctico, la mayor parte de las grandes exposiciones internacionales de mediados
del siglo XIX en adelante presentaban recreaciones de la arquitectura egipcia; en su visión
globalizante que pretendía abarcar todos los estilos históricos, también utilizaron una plétora de
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diseños egiptizantes para el trabajo en metal, la cerámica y las joyas.
Una innovación significativa del siglo XIX fue la aplicación de los diseños egipcios a un amplio
espectro de la arquitectura. El estilo se popularizó por la expedición francesa y su difusión se hizo
posible por el aumento de la información publicada, lo que facilitó la adaptación de sus
características. Se reconoció rápidamente el potencial del estilo “comercial egipcio”- de la manera
más vistosa en la Sala Egipcia, Piccadilly, en 1812, en Londres. Unos débiles ecos de este muy
imitado edificio se encuentran en el diseño del Bazar y Salón de Té de la señora Trollope en
Cincinnati, Ohio (1829). El frente de muchos locales comerciales y lugares de entretenimiento
adoptaron rasgos del estilo egipcio, y la idea recibió un notable empuje después del descubrimiento
de la tumba de Tutankhamón, cuando los cines y teatros en particular recibieron un espléndido
tratamiento, como en el caso del teatro Egipcio de Grauman en Hollywood, el primero de muchos
ejemplos en América.
La arquitectura del siglo XIX también exploró las vinculaciones funerarias de Egipto, no sólo en
las tumbas y monumentos individuales sino también en el diseño de imponentes entradas a los
cementerios, algunos de los cuales, construidos en Norteamérica, constituyen ejemplos notables.
Sorprende observar que se aplicaron las formas faraónicas a las nuevas creaciones de la industria y
de la ingeniería – puentes colgantes y de ferrocarril, estaciones, fábricas, edificios públicos- y a
instituciones relacionadas con la justicia y la ciencia, donde el tamaño y la imponencia de las
formas egipcias, sumadas a la idea de sabiduría antigua, parecían adecuadas. Entre los más
impactantes diseños están el de John Haviland para la Penitenciaría Estatal de Trenton, New Jersey
(1832- 1836) y los Tribunales en Nueva York (1835-1838). Estos últimos, conocidos como “las
Tumbas”, fueron el lúgubre escenario del encarcelamiento del principal personaje del relato
Bartleby, de Herman Melville, con su patio interno semejante “al corazón de las pirámides
eternas”. Con menor seriedad, a medida que avanzaba el siglo, una cantidad de zoológicos también
recibieron el tratamiento egipcio, en una curiosa mezcla de metas exóticas y comerciales: el
Templo Egipcio del zoológico de Antwerp (1856-1861), con sus inscripciones jeroglíficas y las
cartelas del rey Leopoldo I, es el más impactante.
En la pintura y la escultura occidental, la imagen de Egipto permaneció por largo tiempo incluida
en lo clásico. Las divinidades egipcias tales como Isis y Osiris podían aparecer en obras como los
frescos de Pinturicchio, para glorificar los orígenes pseudoegipcios de la familia Borgia (1492-
1495, en la Sala dei Santi, de las salas de los Borgia en el Vaticano), o en manuales como el de
Vincenzo Cartari, Les imagini con la sposizioni de i dei de gli antichi (1556), pero su aspecto era
esencialmente clásico, con el agregado de una vestimenta exótica (a menudo basada en los trajes
orientales contemporáneos) para distinguirlas. Rara vez se trataba de representar una atmósfera
egipcia; un ejemplo poco común -y marcadamente relacionado con la visión de los anticuarios- es
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el uso que hizo Nicolas Poussin de los detalles del mosaico del Nilo de Palestrina en el fondo de su
cuadro La Sagrada Familia en Egipto (1658; ahora ubicada en el Hermitage, San Petersburgo).
En el siglo XIX, el género de la pintura histórica egipcia cobró peso propio, sostenido por la
información proporcionada por la nueva disciplina académica de la egiptología. Resultó destacado
en la obra de pintores históricos tales como Edwin Long (1829-1891), Lawrence Alma-Tadema
(1836-1912) y Edward Poynter (1836-1919). Otros realizaban incursiones en ese campo cuando la
ocasión lo requería: los murales de John Singer Sargent sobre el judaísmo y el cristianismo, en la
biblioteca pública de Boston, incluían dramáticas escenas del faraón y los hijos de Israel (1895),
para los que el artista llevó a cabo una visita preparatoria a Egipto. Con mucha frecuencia, el tema
de estas pinturas históricas se extraía de los relatos bíblicos relacionados con Egipto; escenas
similares aparecieron en la Biblia ilustrada por Gustave Doré (1866) y en las publicaciones de los
hermanos Dalziel en Inglaterra. Grandiosas en su tamaño, estas imágenes solían estar recargadas
de detalles arqueológicamente precisos.
En las exposiciones de la segunda mitad del siglo XIX aparecieron esculturas de características
similares, con temas bíblicos ampliamente favorecidos, seguidos en popularidad por Cleopatra
“bravía, voluptuosa, apasionada, tierna, malévola, terrible y llena de venenosos y arrebatadores
encantos”, según la descripción de Nathaniel Hawthorne referida al modelo en arcilla del escultor
de ficción Kenyon en The Marble Faun (1860). La realidad detrás de la fervorosa descripción es la
imponente Cleopatra de mármol realizada por el amigo del escritor, William Wetmore Story
(exhibida en 1862). Tanto en pintura como en escultura, los temas egipcios podían exhibir un
elemento erótico permitido por su naturaleza exótica, reflejando esa “horrenda sensualidad” que
William Makepiece Thackeray percibió al visitar Egipto, en Notes of a Journey from Cornhill to
Grand Cairo (1846).
En términos de inspiración visual más que de imitación, Egipto no ejerció demasiada influencia en
el arte occidental hasta el siglo XX: Edgar Degas (1834-1917), con sus apreciativos bocetos de las
antigüedades egipcias, era poco común para su época. En el siglo XX, escultores y pintores como
Wassily Kandinsky (1866-1944), Jacob Epstein (1880-1959) y David Hockney (1937- ) han
coleccionado arte egipcio o utilizado sus formas en el propio. Hockney es el más reciente en una
distinguida línea de artistas que ha respondido al imaginario de la ópera de Mozart La Flauta
Mágica con vívidos diseños para la puesta en escena (Glyndebourne, Inglaterra, 1978). Las
primeras representaciones de Egipto en el teatro no tenían, aparentemente, la escenificación
adecuada, pero desde fines del siglo XVIII en adelante existe una profusión de diseños para
escenarios egiptizantes que enfatiza típicamente los aspectos grandiosos de la arquitectura
faraónica, cualidad que luego sería adoptada con entusiasmo por Hollywood.
Como fuente de inspiración para la ficción occidental, el antiguo Egipto hizo su primera aparición
en el teatro, donde hubo un uso esporádico de argumentos que involucraban a los dioses o reyes
míticos egipcios en obras de teatro o ballets desde fines del siglo XVII en adelante. Una comedia
francesa titulada Las momias de Egipto (Jean Francois Regnard y Charles Riviere du Fresny,
1696) es quizá el intento más antiguo de encarar el tema a través del humor, un favorito de los
dibujantes de animación del siglo XX.
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Significativamente, Egipto ha participado con mayor consistencia en el mundo de la ópera, con sus
proporciones épicas, desde la Isis de Jean Baptiste Lully (1677) hasta la presentación de música y
teatro Ra, de R. Murray Schafer, y el Akhnaten, de Philip Glass (1984). Numerosos compositores
han contribuido al género: entre los más conocidos se hallan Rameau, Mozart, Rossini, Massenet y
Verdi. De este último, Aída (1871) es el más conscientemente “correcto” de esos intentos, escrito
para un escenario diseñado por el egiptólogo francés Auguste Mariette; ha proporcionado muchas
oportunidades para el espectáculo faraónico desde su primera presentación, celebrando la apertura
de la Ópera de Cairo.
Los numerosos ballets egipcios creados durante los últimos tres siglos han resultado menos
duraderos que las óperas, y han sobrevivido generalmente sólo por su música, que ha entrado a
formar parte del repertorio de conciertos. Entre ellos, es destacable Khamma, de Claude Debussy,
como una de las muchas manifestaciones musicales del interés del compositor por Egipto. La obra
fue escrita en 1911-1912 y Charles Koechlin completó la orquestación; Khamma no se representó
como ballet sino hasta 1947.
Durante el siglo XVIII se publicaron una cantidad de novelas con argumentos ubicados total o
parcialmente en Egipto. Zadig, de Voltaire (1747), en la que el héroe babilónico huye a Egipto, es
una muestra típica del carácter mixto y orientalizante de estas obras. La más influyente fue Séthos,
de Jean Terrasson (1731), un relato del triunfo de una reina justa y de su hijo sobre los
conspiradores, con un argumento que se basaba en una simple oposición entre el bien y el mal.
Aunque se trataba esencialmente de una reelaboración de los relatos clásicos de Egipto, con una
narración bastante opaca, su popularidad fue grande; con el tiempo, constituyó la inspiración para
la obra Thamos, König in Ägypten (1773) de Tobias von Gebler, para la que Mozart escribió la
música incidental, y más aún, fue una fuente de inspiración, junto con los relatos orientalizantes de
C. M. Wieland y las obras masónicas de Ignaz von Born, para La Flauta Mágica, en la que el
compositor colaboró con su colega masón Emanuel Schikaneder.
Las posibilidades de la novela histórica egipcia fueron totalmente reconocidas en el siglo XIX, al
disponerse de mayor información. Uno de sus cultores más notables fue el egiptólogo alemán
Geog Ebers. Le Roman de la momie, de Teóphile Gautier, publicada en 1858, es tal vez la obra
más celebrada en su género; llegó a ser enormemente popular y sirvió como inspiración para varias
obras de teatro y ballets (y aparentemente, también estimuló el interés de Degas por Egipto).
Gautier explotó hábilmente tanto el aspecto bíblico de Egipto (el protagonista masculino, Pöeri, se
revela al final como Moisés) como el ambiente exótico en el que también se deleitaban los pintores
orientalistas del siglo XIX (uno de ellos, J. J. A. Lecomte de Noüy, representó episodios del libro
en pinturas exhibidas en los Salones de París de 1872 y 1887). La mirada amablemente satírica de
Gautier respecto del nuevo mundo de la arqueología egipcia introdujo, bajo la forma del Dr.
Rumphius y de Lord Evendale, dos personajes que se tornarían estereotipos en la imagen popular
de la egiptología: el profesional pedante e irascible y su mecenas, el lánguido aristócrata inglés.
Los estereotipos de la ficción servirían luego para dar color a las percepciones acerca de las
personas reales activas en ese campo de estudios. Otro estereotipo poderoso, el sacerdote egipcio,
maestro de la magia, fue creado por Edward Bulwer-Lytton en el personaje de Arbaces, sensual,
imperioso y astuto, pero destruido finalmente por el cataclismo en Los últimos días de Pompeya
(1834).
Un uso más sutil y metafísico de los temas egipcios se manifestó en la literatura americana después
del desciframiento de los jeroglíficos desde 1820 en adelante. La revelación de la naturaleza literal
de la escritura revivió, paradójicamente, el interés en su potencial simbólico, en particular en la
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noción de que el signo jeroglífico era una imagen que duplicaba la realidad, y en la función
putativa de la escritura como primera forma de comunicación humana. Se dijo que los textos
egipcios habían sido la fuente de la que Joseph Smith tradujo el Libro del Mormón (1830) y el
Libro de Abraham (1842). Los jeroglíficos e imágenes egipcias relacionadas aparecen en las obras
de escritores como Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne y Herman Melville, especialmente en
su Moby Dick (1851), donde el personaje de Queequeg es una especie de jeroglífico total y
viviente.
Las imágenes relacionadas con el río Nilo y sus fuentes misteriosas también se destacaban en la
literatura americana de la época, una referencia que no sorprende en un país donde a menudo se
trazaba un paralelismo entre el río más célebre de la antigüedad y el gran sistema del Missouri-
Mississippi-Ohio. El área ubicada al norte de la confluencia de los ríos Ohio y Mississippi, que
presenta la forma de triángulo invertido del delta del Nilo, se conocía como “Pequeño Egipto”, con
la ciudad de Cairo, Illinois, en su vértice, y a lo largo del “Nilo americano” crecieron pueblos
como Karnak y Tebas, en Illinois, y Memphis, en Tennessee.
En este siglo, Akhenatón, el faraón “hereje” (originalmente llamado Amenofis IV, 1353-1336 a.C.)
ha comenzado a gozar de cierta popularidad ficticia, como reflejo de un interés laico en los
aspectos no ortodoxos de su reinado. Desde 1880, aproximadamente, cuando se hizo ampliamente
conocida la evidencia recuperada en el sitio de su capital, El Amarna, en Egipto Medio, su
personalidad, el culto monoteísta del disco solar que él instituyó, y el parecido entre los textos
religiosos del culto y los salmos hebreos ha estimulado el interés entre escritores y pensadores
occidentales, entre ellos, Sigmund Freud, en Moisés y el monoteísmo (1939).
El Egipto de la ficción o el drama, aunque estereotipado como un lugar de épica grandeza, misterio
u orientalismo exótico, posee generalmente un carácter positivo. Como imagen literaria, puede
aparecer bajo una luz más negativa, como “la tierra de la Memoria”, el paisaje desolado del
“Ozymandias” de Percy Bysshe Shelley (1817), en el que el viajero contempla los últimos
vestigios de una orgullosa civilización que ha sucumbido al tiempo. Egipto, el hogar de las eternas
pirámides, puede ser también el arquetipo de la ruina, la decadencia y la esterilidad. Al final de
Petersburg, la novela de Andrei Bely (1913) el protagonista, Ablenkhov, un supuesto parricida y
revolucionario fracasado, abandona finalmente el estudio de Immanuel Kant y se dirige a redactar
una monografía egiptológica a la sombra de la Esfinge.
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NOTA: En la presente traducción, realizada para uso de los alumnos de la cátedra, se han omitido
las citas bibliográficas.
1
[1] Un líquido oscuro utilizado para decorar, que se obtiene fundiendo plata, cobre, plomo y sulfuro. (N. de
la T.)
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