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UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES

04006148 - Antigua I (Rodriguez) 19 copias


FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS

DEPARTAMENTO DE HISTORIA

HISTORIA ANTIGUA I (ORIENTE) CÁT. B

PROF. ASOC. A CARGO: DRA. SUSANA MURPHY

1er cuatrimestre 2011

Egipto en el pensamiento europeo

Autora: Helen Whitehouse

Tomado de : J. M. Sasson (ed.), Civilizations of the Ancient Near East, Vol 1, Massachusetts,
Hendrikson Publishers, 2006, (1a.ed.1995), pp. 15-32.
Traducción : Irene Rodríguez

Egipto a través de la mirada occidental

Hasta la invasión napoleónica de Egipto en 1798, la visión occidental de la civilización faraónica


se obtenía a partir del filtro de la cultura grecorromana. Con la conquista árabe de 641 d.C., Egipto
se había desplazado de la órbita del mundo bizantino y de la esfera cultural del Mediterráneo; el
país y sus antiguos monumentos se tornaron relativamente inaccesibles para los viajeros
occidentales, y esta nueva lejanía fue acompañada por la pérdida de gran parte del conocimiento de
su antigua civilización, un conocimiento que no reviviría en Occidente hasta el crecimiento de los
estudios clásicos durante el Renacimiento.
De allí en adelante, la tradición clásica proveyó tanto la evidencia material como literaria para el
antiguo Egipto, y ambas fuentes fueron responsables de cierta distorsión. Los textos reflejaban los
fenómenos religiosos y culturales de las últimas etapas de la civilización faraónica; también
llevaban la impronta de sus autores grecorromanos, quienes a menudo expresaban su admiración
ante los logros del antiguo Egipto, pero a veces quedaban perplejos ante sus contemporáneos
egipcios y los relatos que éstos hacían de su propia cultura. Su enorme lejanía temporal y su
naturaleza esotérica se han destacado desde que los primeros griegos visitaron Egipto en el siglo
VII a.C. A partir de las fuentes clásicas, el Occidente recibió sus ideas sobre la primacía de Egipto
en las artes y oficios, matemática, astronomía y arquitectura monumental; la secreta naturaleza de
su religión y de su escritura jeroglífica, sus elaboradas prácticas funerarias y la diversidad de sus
dioses, para los que se hallaron equivalentes en el panteón griego, pero cuyas formas,
frecuentemente zoomórficas, podían despertar incredulidad y rechazo tanto como asombro.
También se reflejaba en estas fuentes la elevada posición de la diosa Isis en la religión egipcia,
desde la dinastía XXVI hasta el fin de la época romana, momento en que también se la veneraba
ampliamente fuera de Egipto.
Entre los textos clásicos que circulaban en el Renacimiento se hallaban las descripciones
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fundamentales de Egipto realizadas por Heródoto, Diodoro de Sicilia y Estrabón; los relatos de
Plutarco (siglo I d. C.) y Apuleyo (siglo II d. C.) acerca del culto de Isis; y las observaciones del
escritor Ammiano Marcelino, del siglo IV d. C., sobre los obeliscos egipcios transportados a
Roma. La estima que profesaban los humanistas a Platón otorgó un peso particular a sus
observaciones, que, aunque dispersas, manifestaban admiración ante el arte y la sociedad egipcios,
como también su alta consideración por la antigüedad y sabiduría de la civilización faraónica.
Sin embargo, el molde neoplátónico de los estudios renacentistas sumó un sesgo significativo de
cuño propio: en su intento por reconciliar las percepciones religiosas e intelectuales del mundo
antiguo con el cristianismo, los estudiosos de la época se sentían muy atraídos por los discursos
filosóficos de la antigüedad tardía que se referían al misticismo y a la revelación. De particular
interés resultaban las obras de Plotino (siglo III d. C.) y Jámblico (siglos III-IV), y un conjunto de
textos referidos a lo oculto, la iniciación y la magia, el Corpus Hermeticum. El autor putativo de
este texto, Hermes Trimegisto (la forma griega del nombre del “tres veces grande”, Thoth, el dios
egipcio de la sabiduría, la escritura y la matemática) fue aceptado como un personaje histórico,
contemporáneo de Moisés y sabio precursor de la cristiandad.
Un filtro clásico similar operó sobre la cultura material egipcia. Hasta mediados del siglo XVIII, la
evidencia visible de este hecho en el Occidente consistía mayormente en monumentos y
antigüedades exportadas hacia el Imperio Romano de Occidente luego de la conquista de Egipto en
el año 30 a.C., u obras creadas en Occidente con un estilo “egiptizante”. Muchas de estas últimas
eran francos pastiches, y la categoría mencionada en primer término contenía piezas que no eran
típicas de la cultura faraónica, elegidas para adecuarse a la interpretación romana de la misma. Este
conjunto de materiales se completó, aunque sin sufrir alteraciones radicales, con la cantidad
relativamente pequeña de antigüedades que llegaron a Europa entre el siglo XVI y fines del siglo
XVIII.
Los estudios humanísticos del Renacimiento dieron forma al concepto occidental del antiguo
Egipto, pero las sucesivas fases de la civilización occidental lo modificaron con sus propias
preocupaciones culturales. En el siglo XVII, el crecimiento del interés científico prohijó nuevos
intentos de evaluar la antigua cultura egipcia sobre la base de la evidencia disponible; las primeras
colecciones de antigüedades egipcias se formaron en ese momento, y los viajes al Cercano y al
Lejano Oriente se volvieron una experiencia más familiar. Aunque esta experiencia aportó
conocimiento de primera mano sobre Egipto, también tendió a confirmar la impresión recibida de
las fuentes clásicas acerca de su carácter marcadamente ajeno, e inició el proceso de asimilar a
Egipto con otras culturas orientales.
La progresiva “orientalización” de Egipto alcanzó su punto culminante en el siglo XVIII: no sólo
se consideró entonces a Egipto como ubicado dentro de una esfera oriental generalizada y se lo
comparó incluso con culturas del remoto Lejano Oriente, sino que además, con frecuencia no se
establecía una clara distinción entre su antigua civilización faraónica y su contemporánea islámica.
La posición de Egipto en un marco mental de lo exótico – y su consecuente alejamiento- se hace
explícita en la máxima de Goethe: “Las antigüedades chinas, indias y egipcias son siempre meras
curiosidades: es algo muy bueno familiarizarse con el mundo al que pertenecen, pero resultan de
poca utilidad en términos de cultura moral y estética” (Wilhelm Meister, 3.5).
La corriente de pensamiento orientalista parece haber ganado un espacio creciente durante las
décadas finales del siglo XVIII, adquiriendo un tinte romántico que parece haber permeado
algunos de los intereses y actividades de la expedición de Napoleón, dando a esta empresa el color
de una aventura oriental. Esta corriente se prolongó durante el siglo XIX, y se manifestó tanto en
aproximaciones mentales a Egipto como en obras de arte y literatura que mezclaban lo antiguo y lo
moderno en una imagen pintoresca de Egipto que producía excitación y repulsión a la vez. Esta
percepción mixta también operaba, indudablemente, en el nivel popular del turismo: para los
visitantes occidentales que se trasladaban en gran número a Egipto desde la década de 1840 en
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adelante, el país otorgaba la primera experiencia de antigüedades faraónicas y cultura islámica al
mismo tiempo.
Las asociaciones bíblicas del antiguo Egipto también han constituido un importante elemento de su
recepción en el Occidente, reforzando el interés en Egipto como parte de la herencia
judeocristiana, pero también caracterizándolo en términos de opresión, grandiosos monumentos, y
la caída final de una sociedad arrogante basada en la tiranía. Egipto era la tierra donde José había
sido mayordomo del faraón, donde habían estado cautivos los israelitas, donde se produjo el Éxodo
bajo la conducción de Moisés; también el hogar de la niñez de Cristo y el lugar de nacimiento de la
vida monástica.
Los peregrinos cristianos desde la antigüedad tardía en adelante, al cruzar el país en su camino
hacia o desde Jerusalem, buscaron identificar y visitar los lugares relacionados con estos episodios,
y la visión bíblica de Egipto fue la más aceptada hasta que fue desplazada por el resurgimiento de
las percepciones clásicas durante el Renacimiento. De allí en adelante, siguió funcionando como
un factor de complementación: los primeros intentos de retratar un ambiente egipcio en el arte
occidental se produjeron al ilustrar temas religiosos, y la conexión bíblica confería respetabilidad y
relevancia a algunos de los primeros enfoques académicos de Egipto en la Europa posterior a la
Reforma.
La vinculación con la Biblia hebrea ha mantenido su importancia en la mirada del hombre común
acerca de Egipto, en la que aún se sostiene con fuerza el interés por identificar los lugares (y las
fechas) relacionadas con el Éxodo mosaico. En el siglo XIX, estos vínculos proveyeron la base
para recaudar los fondos que permitieron las primeras exploraciones arqueológicas de Egipto, y
también constituyeron una fértil fuente de inspiración para la ficción, la pintura y la escultura,
función que en el siglo XX se ha transferido al cine.
Como objeto de estudio, discurso e imitación artística, Egipto ha mantenido una presencia
constante -por no decir un papel predominante- en la cultura occidental a partir del Renacimiento.
Además de los impulsos fundamentales otorgados al estudio de Egipto por la expedición de
Napoleón en 1798, que condujo a su debido tiempo al desciframiento de los jeroglíficos
(anunciado por Jean Francois Champollion en 1822) y la creación de la egiptología como
disciplina académica, otros sucesos han causado de tanto en tanto un aumento de la atención y del
interés en el tema. La periódica excavación y reubicación de los obeliscos egipcios traídos por los
Césares en la Roma moderna, la publicación del Voyage d´Egypte (1751), y en la historia más
reciente, la apertura del Canal de Suez (1869), el descubrimiento de la tumba de Tutankhamón
(1922) y la exhibición en EE.UU de la muestra “Los tesoros de Tutankhamón” (1976-1979), todo
ello ha impulsado un nuevo interés, manifestado a nivel del público por un aumento en el uso de
imágenes egipcias.
A menudo, el término “revival egipcio” se ha aplicado a la moda de formas faraónicas en la
arquitectura y el diseño posterior a la aventura egipcia de Napoleón, pero su aplicación en singular
no es tan exacta. No ha existido un único revival egipcio que alimentara la creatividad occidental y
engendrara nuevas formas, sino varios pequeños, cada uno a su modo ligeramente distinto, y la
mayor parte de ellos dejó relativamente pocos elementos duraderos y significativos en la cultura
occidental. El pensamiento renacentista ha tenido un efecto perdurable en la formación de gran
parte de la base conceptual para la percepción de Egipto en el Occidente, y sus ideas han
sobrevivido a la transformación radical del conocimiento provocada por el crecimiento de la
egiptología. Irónicamente, las dos áreas en las que Egipto parece haber hecho una significativa
contribución a la cultura occidental –el uso simbólico de los jeroglíficos en contextos visuales y
literarios, y el campo de las creencias místicas- son aquellas que se encuentran particularmente
afectadas por distorsiones o errores conceptuales.
Las concepciones occidentales acerca de Egipto han operado a menudo en términos de oposición
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cultural: la dependencia de las fuentes clásicas desde el Renacimiento en adelante tendió a
promover una polaridad en la que la civilización egipcia se ubicaba en oposición a la clásica, como
una alternativa que podía ser rechazada como totalmente ajena, o adoptada como viable y
deseable. Los modos de pensamiento generados por esta perspectiva continuaron siendo poderosos
mucho tiempo después de que se hiciera accesible una visión mucho más directa de Egipto. Un
sesgo clásico puede observarse en el trabajo de las primeras aproximaciones académicas a Egipto
con posterioridad al desciframiento, y ha continuado activo a lo largo del siglo XX al ocasionar
ciertas reacciones como la entusiasta recepción del arte egipcio como alternativa a la tradición
occidental con sus formas basadas en el mundo clásico. En los años recientes se ha agregado una
nueva dimensión, con publicaciones que enfatizan la base africana de la cultura egipcia, tratando
de extender su significación y postulando una sustancial contribución egipcia al desarrollo de la
civilización griega.
Una polaridad igualmente potente, la de Oriente y Occidente, se manifestó en la tendencia a ver o a
caracterizar a Egipto dentro de una esfera oriental, bloqueando a menudo la posibilidad de realizar
una evaluación sin prejuicios de la cultura faraónica, pero también realzando su atractivo como
alternativa. Aunque la tensión producida por estas polaridades puede haber impedido una
comprensión adecuada, no ha carecido de resultados creativos en la cultura occidental.

Fuentes previas a la expedición francesa

La supremacía de los relatos clásicos como fuente de información sobre los antiguos sitios y
monumentos egipcios fue asegurada durante un largo tiempo por falta de informes actualizados.
Eran escasos los viajeros occidentales que se aventuraban un poco más al sur de Cairo, donde
visitaban los sitios relacionados con la infancia de Cristo y cruzaban el Nilo para ver las pirámides
de Giza. La literatura de peregrinación a la Tierra Santa desde la Edad media en adelante contiene
breves descripciones de Egipto, que se vuelven más extensas hacia el fin del siglo XVI en los
relatos de piadosos peregrinos como el polaco Nicolás Radziwill, que publicó su Hierosolymitana
peregrinatio… en 1601.

Desde mediados del siglo XVI en adelante aparecieron los primeros relatos de Egipto per se,
escritos por viajeros con intereses específicos. Estos incluían al botánico y médico Prospero
Albino, quien visitó Cairo y el Delta alrededor de 1580, y al anónimo veneciano, quizá un
residente de Cairo, cuyo manuscrito con el relato de su viaje Nilo arriba, en 1589, hasta la segunda
catarata, “sin ningún otro propósito que el de contemplar numerosos y espléndidos edificios”,
sobrevive en Florencia.

Durante el siglo XVII la búsqueda de estos objetivos se hizo más común. Se publicaron extensos
relatos de los europeos que vivían en Cairo, como el francés Jean Copin o Benoit de Maillet, y de
viajeros como el romano Pietro della Valle, quizá el primer europeo que realizó algo similar a una
excavación arqueológica en su visita de 1616. En 1646, el matemático y astrónomo inglés John
Graves publicó su Pyramidographia, el primer examen científico de estos monumentos, fruto del
trabajo realizado en Giza siete años antes.

El alcance y variedad de los viajes a Egipto aumentó con la actividad de sucesivos agentes
comisionados para adquirir antigüedades y registrar inscripciones y monumentos por orden del
soberano francés: el padre J. B. Vansleb, Paul Lucas, y especialmente, el padre Claude Sicard,
cuya exploración del Alto Egipto en las dos primeras décadas del siglo XVIII acrecentó
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notablemente el conocimiento de la topografía del Valle del Nilo y sus antiguos sitios. La
aparición a mediados del siglo de los relatos de los viajes por el Nilo de Richard Pococke (1743-
1745) y Frederick Ludvig Norden (1751) constituyeron un hito en los estudios egipcios,
proveyendo una inusitada cantidad de información; sumado a esto, el libro de Norden presentaba
muy buenas ilustraciones.

Estas dos publicaciones solían encontrarse en la biblioteca de todo anticuario y caballero educado
de la época, y tanto Pococke como Norden se hicieron miembros de la Sociedad Egipcia de
Londres. Esta institución tuvo una vida corta (1741-1743), pero su existencia es prueba del gusto
creciente por Egipto en los círculos de anticuarios, manifestado en la considerable cantidad de
libros sobre temas egipcios publicados en este período. La expedición de Napoleón puede
considerarse como el climax de este interés creciente, y también como el inicio de una nueva etapa
en el estudio de Egipto.

Además del género de viajes y la topografía, y la categoría especial de obras sobre la escritura
jeroglífica, la religión fue parte de los principales temas de estudio previos al desciframiento. Estas
obras se basaban casi exclusivamente en la tradición clásica, y presentaban una síntesis de la
información sobre las divinidades que podía seleccionarse de los textos grecorromanos. El tenor
esencial de tales trabajos no cambió demasiado respecto de los primeros ensayos, tales como el
tratado sobre los dioses egipcios del humanista de Ferrara Celio Calcagnini, publicado
póstumamente en 1544, hasta las grandes compilaciones como el Pantheon Aegyptiorum (1750-
1752), en tres volúmenes. Se trataba de un área de estudio que no podía avanzar sin el
conocimiento de la lengua egipcia, de modo que el cuerpo de información disponible permaneció
estático hasta mediados del siglo XIX.

El enigma de los jeroglíficos

Hasta el desciframiento, la naturaleza de los jeroglíficos egipcios y la lengua que representaban fue
objeto de mucha especulación y de numerosos errores conceptuales. En la cultura occidental, la
discusión substancial más antigua sobre los jeroglíficos giró en torno de un concepto intelectual de
los mismos, más que en torno a su forma concreta. A partir de las fuentes clásicas, los estudiosos
renacentistas recibieron la idea de que la escritura jeroglífica era un sistema simbólico, en el que
cada imagen transmitía un concepto totalmente abstracto que podía ser “leído” por los iniciados.
Esta idea resultaba atractiva para el molde platónico del pensamiento de la época, y albergaba la
noción de que las inscripciones jeroglíficas eran el repositorio de la sabiduría divina, una escritura
que constituía un sistema universal, quizá el vehículo original y perfecto del discurso humano.

La obra Hieroglyphica de Horapollo, recuperada a principios del siglo XV y publicada en varias


ediciones y traducciones desde 1505 en adelante, cobró especial importancia para esta
interpretación. Este texto romano tardío contiene descripciones de 189 jeroglíficos con cierta
información exacta, y denota alguna conexión distante con las fuentes egipcias. De mayor
influencia para las ideas occidentales fueron las interpretaciones alegóricas de Horapollo acerca de
los signos descriptos, lo que dio origen a la teoría y práctica de los jeroglíficos en las obras de
artistas como Alberto Durero, quien ilustró el manuscrito de la traducción latina de los
Hieroglyphica obsequiado al emperador Maximiliano en 1514.

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La interpretación de los jeroglíficos según Horapollo

El jeroglífico que representa el equipo del escriba –una paleta, un pote para el agua y un recipiente
para contener el tallo de junco utilizado para la escritura- sirve en la lengua egipcia como
ideograma o signo determinativo para “escritura”, “escribir” y palabras relacionadas. Horapollo le
asigna correctamente los significados “letras egipcias” y “escriba” (Hieroglyphica I, 38). Pero se
equivoca al identificar la paleta con una especie de cedazo de juncos utilizado para hacer pan, y
agrega por lo tanto el significado “cedazo”, con la observación de que “cualquiera que come
debería conocer sus letras”, una explicación que añadía brillo a un juego de palabras con los
términos “educación” y “alimentación” en egipcio. Finalmente, ofrece una interpretación
puramente alegórica del signo como expresión de “límite”: “porque el individuo educado ha
llegado a un refugio seguro, sin deambular ya entre los males de la vida”.

Esta mezcla de hechos y fantasía, con oscuros juegos de palabras e imaginativas alegorías que
recubrían a menudo un fragmento de información correcta, son típicas del texto de Horapollo.
Fueron los aspectos crípticos y alegóricos del texto los que primero atraparon la imaginación de los
estudiosos y artistas occidentales. Aún en la actualidad, cuando ya se conoce la naturaleza fonética
de los jeroglíficos egipcios y existen programas de computación para escribir nuestros nombres en
jeroglíficos, las concepciones populares de Egipto todavía buscan alguna otra dimensión
misteriosa para su escritura.

Las posibilidades creativas de la escritura simbólica fueron ampliamente demostradas por


Francesco Colonna en los textos y grabados de su “novela de anticuario”, Hypnerotomachia
Polifili (1499): los signos en sí mismos no presentaban la forma externa de los jeroglíficos
egipcios. El diseño llegó a utilizarse en la obra de numerosos artistas y medallistas del
Renacimiento, y sus principios quedaron demostrados en una colección definitiva, los
Hieroglyphica de Pierio Valeriano (1556), en los que se ilustraban y explicaban cientos de signos,
la mayoría basados en imágenes totalmente ajenas a los antiguos egipcios. Como sistema de
escritura-imagen, la escritura simbólica conformaba la base de la extensa literatura de emblemas, y
la palabra “jeroglífico” llegó a utilizarse, más allá de cualquier asociación explícita con lo egipcio,
para indicar cualquier elemento simbólico o codificado, como el Monas Hieroglyphica de John
Dee (1554), símbolo y resumen de su sistema de filosofía alquímica.

La naturaleza simbólica de los jeroglíficos fue un concepto fundamental en la obra del jesuita
matemático y lingüista Athanasius Kircher (1602-1680), cuyos esfuerzos para leer inscripciones
jeroglíficas, principalmente las de los obeliscos egipcios ubicados en Roma, fueron los más
destacados que se realizaron en Europa antes del desciframiento. Gracias a los manuscritos
reunidos por Nicolas-Claude Fabri de Peiresc y Pietro della Valle, Kircher realizó significativos
progresos con la lectura del copto, la última forma nativa de la lengua egipcia, escrita con el
alfabeto griego. Luego se introdujo en los estudios de jeroglíficos, en los que su trabajo se vio
fatalmente influido por su adhesión a la idea de la naturaleza esotérica y simbólica de la escritura,
que expuso y reiteró en sus numerosas publicaciones. Kircher no sólo “leyó” inscripciones de corte
metafísico en los obeliscos, sino que compuso algunas más, en honor de la reina Cristina de Suecia
y del papa Alejandro VII.

En el siglo siguiente, en su perceptivo análisis de los jeroglíficos, The Divine Legation of Moses
(El legado divino de Moisés) (1738-1741), el obispo William Warburton se burló del intento de
Kircher, realizado por medio de los textos “que contienen filosofía, no egipcios, para explicar e
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ilustrar los antiguos monumentos no filosóficos”, pero la verdadera naturaleza de la escritura
continuó siendo un misterio. La aproximación orientalista del siglo XVIII produjo soluciones tan
fantasiosas como la identificación de Joseph Turberville Needham, en 1761, de una supuesta
vinculación entre la lengua egipcia y la china. Hasta el descubrimiento de la bilingüe Piedra de
Rosetta, durante la campaña egipcia de Napoleón, los jeroglíficos estaban destinados a permanecer
como un enigma. La noción de que podrían conformar un sistema simbólico siguió ejerciendo una
atracción intelectual incluso después de que Champollion demostrara exitosamente que la escritura
era un sistema que empleaba fonogramas combinados con signos que indicaban el significado.

Egipto místico

El conocimiento esotérico y el concepto de iniciación relacionado con él no eran desconocidos en


la cultura egipcia, en particular en el contexto del pensamiento y la práctica religiosos en los
períodos tardío y helenístico-romano, pero la fuerte asociación de Egipto con el misticismo en el
pensamiento occidental debe más a la tradición de interpretación que a una comprensión adecuada
de las fuentes egipcias nativas. El acento otorgado a lo oculto durante el descubrimiento
renacentista de Egipto ejerció una enorme influencia en las concepciones posteriores. Ya en 1614,
Isaac Casaubon se refería a Hermes Trimegisto como un personaje dotado de realidad histórica, y
demostró que los textos del Corpus Hermeticum eran una compilación hecha en la época de la
Roma imperial. Aún así, los escritos (y el personaje en sí mismo) mantuvieron su autoridad y
acompañaron otros materiales egipcios.

Las doctrinas herméticas influyeron en los tratados rosacruces de comienzos del siglo XVII, y la
descripción alegórica del descubrimiento de la sepultura de Christian Rosencreutz en una bóveda
secreta, repleta de extraños tesoros y símbolos geométricos, recuerda los relatos sobre las
pirámides en la literatura árabe. Esta descripción influyó en el imaginario masónico de fines del
siglo XVIII y también creó un escenario que se completó cuando comenzó la exploración
arqueológica de Egipto, al descubrirse las tumbas reales. (La maldición que persiguió a los
descubridores, tan pregonada al descubrirse la tumba de Tutankhamón, parece haber constituido el
aporte del siglo XX a este escenario).

La evolución de la francmasonería especulativa durante el siglo XVIII requirió de la construcción


de una mitología apropiada y de un pasado antiquísimo para el movimiento, y sus orígenes se
elaboraron de acuerdo con los intereses de los anticuarios de la época, reflejados en los escritos de
influyentes figuras masónicas como Andrew Michael Ramsay, autor de Les Voyages de Cyrus
(1727). El concepto de Egipto como repositorio de la sabiduría antigua y la cuna de la primera
arquitectura monumental lo tornó especialmente apropiado para la elaboración de las imágenes
masónicas. Los egipcios fueron considerados como los primeros “masones operativos”, y las ideas
extraídas de los aspectos místicos e iniciáticos del culto grecorromano de Isis se incorporaron a la
historia y al ritual. El texto de Plutarco De Iside et Osiride tuvo un papel significativo: a través de
su descripción de la estatua de Isis-Atenea en Sais (la actual Sa al- Hagar), el concepto de la figura
velada de la diosa, que acarrea la muerte a quien ose quitarle el velo, se tornó una metáfora
frecuente de sabiduría revelada.

La veta del misticismo egipcio fue particularmente explotada con la expansión de la


francmasonería en la Europa continental, a través de los escritos de Carl Friedrich Köppen, Ignaz
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von Born y el “Hermano Decius” (Karl Leonard Reinhold), pero también fue afectada por el
“Ritual egipcio” diseñado por el tristemente célebre Conde Alessandro di Cagliostro (Giuseppe
Balsamo), cuya vivienda en París estaba extravagantemente decorada con jeroglíficos y estatuillas
de los dioses egipcios. Aunque menos prominentes desde el siglo XVIII, los elementos egipcios
nunca desaparecieron del todo del escenario masónico. Se han construido viviendas e interiores de
edificios en estilo egipcio, y ciertos detalles decorativos, como las estatuillas de Senenmut, el
arquitecto de Hatshepsut, ubicadas a ambos lados de la entrada del templo masónico de Spokane,
Washington (1924), pueden representar una discreta alusión a las creencias de la francmasonería.

El tipo de imágenes egipcias explotado por la francmasonería también ha constituido una rica
fuente de simbolismo para otras sectas y sociedades secretas. Uno de estos grupos es la Sociedad
Teosófica fundada por Elena Petrovna Blavatsky, cuyo credo oculto se reveló en Isis Unveiled
(1877). Las diversas formas de rosacrucismo revividas en Europa a fines del siglo XIX y en
Estados Unidos en el siglo XX también utilizaron imágenes egipcias. Un notable edificio moderno
de carácter egiptizante es el museo del Parque Rosacruz en San José, California. En un nivel
popular, los ecos lejanos de los estudios herméticos del Renacimiento pueden descubrirse
actualmente en las concepciones sobre Egipto que enfatizan los aspectos místicos o mágicos.
Mezclada con los estudios cabalísticos, la astrología, el tarot, la espiritualidad y las doctrinas de las
sectas místicas orientales, una extraña y parcial visión de la religión egipcia ha hecho su
contribución al submundo de las creencias.

Las fuentes visuales y su interpretación

En la evaluación de la cultura material de Egipto, la ciudad de Roma tuvo un papel dominante


hasta bien entrado el siglo XVIII como la fuente principal de antigüedades egipcias. Algunas
habían permanecido a la vista desde la caída del Imperio Romano, pero la mayoría vio la luz a
medida que el desarrollo urbano desde el siglo XV en adelante reveló las esculturas egipcias y
“egiptizantes” que habían sido llevadas a la ciudad o creadas para uso tanto religioso como secular.
Estos objetos no conformaban un cuerpo de materiales que permitiera una evaluación apropiada
del arte egipcio: reflejaban la imagen romana de Egipto, en la que predominaban las piezas
relacionadas con el culto de Isis, o las elegidas para causar una impresión de exotismo, como las
numerosas esculturas de animales. Sin embargo, constituían el corpus fundamental que fue
dibujado, estudiado y posteriormente publicado. Algunos estuvieron destinados a transformarse en
referencias visuales claves, como la serie de estatuillas que representaban a Antinoo, el favorito del
emperador Adriano, posando al estilo clásico con la vestimenta de un faraón egipcio.

Entre estas antigüedades, se destacaban los doce obeliscos llevados a Roma por diversos
emperadores, desde Augusto a Constantino I. Su reutilización para el embellecimiento de la ciudad
moderna, especialmente por parte de los papas Sixto V, que desenterró cuatro entre 1586-1589, y
Pío VI, que hizo erigir tres en el período de 1786-1792, establecieron el obelisco como parte del
repertorio moderno de monumentos. Los obeliscos también impulsaron un interés en las
antigüedades egipcias y especialmente en la escritura jeroglífica, ya que sus largas inscripciones
proveían la más sustancial evidencia disponible de esta escritura.

El aumento de la actividad comercial de Occidente en Egipto durante el siglo XVII favoreció la


exportación y la formación de las primeras colecciones de antigüedades desde la época romana. El
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área restringida de donde eran extraídas se reflejaba en el predominio del equipamiento funerario,
que iba desde los sarcófagos hasta los amuletos y las figuras de ushebtis, exportadas a Europa
desde los cementerios ubicados al sur de las pirámides de Giza – el mismo lugar que había provisto
a los boticarios con “momias como medicamento” desde la Edad Media. La mayor parte de los
“gabinetes de curiosidades” de la época contenían al menos algunos de estos ítems, a menudo
obtenidos de manera fortuita de los mercaderes y comerciantes cuyas transacciones los llevaban a
Cairo o Alejandría. A veces, los europeos residentes en Egipto o en el Medio Oriente por motivos
profesionales reunían colecciones más extensas, como el orfebre francés Louis Bertier, cuyo hogar
en Cairo era un verdadero museo de historia natural y antigüedades (las últimas llegaron con él a
Florencia en 1640-1641), o Robert Huntington, el capellán inglés de la Compañía de Levante, que
donó manuscritos y antigüedades a la Universidad de Oxford en 1683. La formación sistemática de
colecciones desde Europa, como la emprendida por Peiresc - quien entregaba listas de pedidos a
agentes y cuyos esfuerzos para conseguir manuscritos fueron fundamentales para el inicio de los
estudios de copto- era excepcional.

De los monumentos egipcios, sólo se conocían bien las tres grandes pirámides de Giza, registradas
en los relatos de peregrinos e ilustradas de manera rudimentaria en numerosas publicaciones desde
el siglo XV en adelante. Aunque los autores clásicos habían establecido de forma correcta el hecho
de que se trataba de lugares de sepultura real, una rica suma de leyendas había crecido en torno de
ellas: relatos sobre el descubrimiento de cámaras secretas en su interior que contenían fabulosos
tesoros y misteriosos escritos eran familiares para la literatura árabe medieval, mientras que la
interpretación cristiana las identificaba con los graneros de José.

A las vinculaciones funerarias conocidas, el Renacimiento sumó ideas acerca de la fama y gloria
inmortal de los grandes hombres a quienes estos monumentos conmemoraban, o la geometría pura
de sus formas, símbolo de la materia original, el alma o el fuego; esta última, una imagen tomada
de Platón (Timeo, 56.B). Las teorías que atribuyen un origen místico a las pirámides o encuentran
significados astronómicos o numéricos en su arquitectura han florecido desde ele siglo XVII hasta
la actualidad y han engendrado una extensa literatura de piramidología. Un influyente colaborador,
con su obra Our Inheritance in the Great Pyramid (1864) y otras obras posteriores, fue el
astrónomo inglés Charles Piazzi Smyth: fue el deseo de corroborar los resultados de su
investigación lo que lanzó a W. M. Flinders Petrie (1853-1942), la figura dominante en el
desarrollo de la arqueología egipcia, en su carrera en la especialidad.

A partir de su inclusión entre las Siete Maravillas del Mundo (un listado conocido desde, al menos,
el siglo II a.C.), las pirámides también asumieron un lugar significativo en la historia de la
arquitectura en Occidente. Fantásticos paisajes con pirámides aparecían en los grabados de las
Maravillas, la serie de Maarten van Heemskerck (1570), que mostraba los distinguidos
estereotipos. Sin embargo, en las representaciones occidentales, el tamaño descomunal de las
pirámides reales era invariablemente reemplazado por las proporciones atenuadas del monumento
funerario del edil Gayo Cestio, en la Puerta Ostiense de Roma (12 a. C.), único sobreviviente de al
menos tres pirámides similares que había en la ciudad, y prototipo de prácticamente todas las que
se diseñaron o construyeron en Europa y en América.

A principios del siglo XVII, se hicieron conocidas dos antigüedades romanas que sirvieron como
material de base para el conocimiento de Egipto. La primera era un gran pavimento de mosaico
que databa de aproximadamente el año 100 a.C., que representaba el paisaje del valle del Nilo en
la época de la inundación. Se registró en Palestrina (la antigua Praeneste, al este de Roma) en
1614, y posteriormente se hizo conocida en numerosos grabados, el primero de los cuales se
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publicó en 1668. Proveyó una representación excepcional del paisaje egipcio que sirvió como
complemento visual de los relatos clásicos sobre Egipto.

La Mensa Isiaca, a veces denominada Tabula Bembina, por el cardenal Pietro Bembo, el primer
coleccionista relacionado con la misma, ejerció también una fuerte influencia. Se trataba de un
objeto similar a una mesa, decorado en cobre, plata y niello[1], con escenas de culto e
inscripciones jeroglíficas. Fue tallada por Enea Vico en 1559 y se hizo ampliamente conocida
como tema de una monografía publicada en 1605 por el numismático veneciano Lorenzo Pignoria.
Aceptada como una antigüedad faraónica (aunque los estudiosos modernos prefieren datarla en la
época imperial romana), llegó a ser un documento clave para el estudio de la religión y la
iconografía egipcias, y apareció en prácticamente todas las publicaciones sobre la antigüedad,
transformándose además en un motivo de diseño sumamente popular, posición que retuvo hasta
bien entrado el siglo XIX.

La mensa ocupaba un lugar prominente en la primera colección importante de grabados de las


antigüedades egipcias, el Thesaurus hieroglyphicorum, publicado por el diplomático bávaro Goerg
Herwarth von Hohenburg alrededor de 1610. Posteriormente, los libros de Athanasius Kircher
sobre los jeroglíficos egipcios incluyeron una notable variedad de ilustraciones seleccionadas en
toda Europa. Pero las compilaciones más importantes aparecieron en las obras enciclopédicas del
siglo siguiente: el segundo volumen de L´Antiquité expliquée, de Bernard de Mountfaucon (1719-
1724) presentaba ilustraciones de antigüedades relacionadas con la religión egipcia, incluyendo
muchas de las esculturas ubicadas en Roma, y el Recueil d´antiquités (1752-1767), en siete
volúmenes, de Anne Claude Philippe de Tubieres, conde de Caylus, incluía varios pequeños
objetos egipcios de la colección del propio autor, con un destacable comentario histórico y
artístico.

Ambas obras sirvieron como importantes fuentes para estudios artísticos y anticuarios, ampliando
el conocimiento de las antigüedades egipcias disponibles en Europa. Sin embargo, la descripción
imaginativa de los paisajes y monumentos egipcios floreció también durante el siglo XVIII. Uno
de los primeros y más influyentes ejemplos es la historia de la arquitectura mundial publicada en
Viena por Johann Bernhard Fischer von Erlach (1721), que incluía extravagantes paisajes con
pirámides (un derivado de la tradición de las Siete Maravillas), fabulosas vasijas “antiguas” y un
panorama exhaustivo de los sitios famosos del valle del Nilo. En pocas décadas, la creciente
literatura de viajes y exploración en Egipto y el Levante proveía imágenes más realistas de los
sitios antiguos, pero éstos también podían constituirse en estímulo para visiones más excitantes,
tales como las imágenes de viajeros explorando las tenebrosas ruinas egipcias realizadas por el
pintor boloñés Mauro Tesi (publicadas en forma póstuma como grabados en 1787). Tesi jamás
visitó Egipto, pero siguió las instrucciones de su mecenas, el conde Francesco Algarotti. El artista
francés Louis-Francois Cassas, que estuvo allí como parte de un viaje al Oriente a mediados de la
década de 1780, produjo unas imágenes extraordinariamente novelescas de las pirámides de Giza y
de otros monumentos, con imágenes de antiguos sacerdotes y devotos empequeñecidos ante la
gigantesca arquitectura que llegaba hasta las nubes. Se publicaron en su Voyage pittoresque de la
Syrie, de la Phénicie, de la Palestine, et de la Basse Égypte, al año siguiente de la invasión
francesa a Egipto (1799).

Egipto ya era, evidentemente, una buena propuesta comercial para la publicación al comienzo de
esa década: en 1791, los editores romanos Bouchard y Gravier habían publicado Monumens
Egyptiens, en dos volúmenes, una extraordinaria compilación iconográfica que mezclaba grabados
de antigüedades tomados de Montfaucon, Caylus y otras fuentes anticuarias con las fantásticas
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creaciones de Fisher von Erlach, Giovanni Battista Piranesi y otros. Las publicaciones resultantes
de la expedición de Napoleón – el Voyage dans la Basse Égypte et la Haute Égypte (1802) y la
oficial Description de l´Égypte (1809-1828) – serían mucho más que suficientes para satisfacer la
demanda de material visual, pero las creaciones del siglo XVIII continuaron ejerciendo una
considerable influencia en la imaginación, como sucede con las pinturas de Cassas para los diseños
escénicos en el siglo XIX. En verdad, los propios artistas de la Description perpetuaron la tradición
imaginativa, incluyendo una mirada fantasiosa en su tratamiento de cada uno de los grandes
templos que registraron, en el estilo grandioso y visionario del siglo XVIII.

Egipto en la historia del arte

Como objeto de la evaluación estética o del estudio del arte o de la historia, no se otorgaba a las
antigüedades egipcias el mismo status que a las clásicas, e incluso no eran consideradas como
material adecuado para tales estudios hasta el siglo XVIII. Su recepción, para entonces, resultó
generalmente negativa: la escultura egipcia, la forma artística más familiar en el Occidente, fue
juzgada como estática e inexpresiva en comparación con el “naturalismo” de las estatuas griegas, y
la arquitectura faraónica, en la medida en que se la conocía, se consideraba desagradablemente
monumental. La escultura y la pintura (no tan conocidas hasta el siglo XIX) resultaban
particularmente problemáticas en razón de la diferente naturaleza de la representación
bidimensional en Egipto: ajenos a las herramientas del arte occidental para la perspectiva, fueron
fatalmente considerados como primitivos por largo tiempo. No fue sino hasta el siglo XX que su
base conceptual fue investigada en el trabajo pionero de Heinrich Schäfer en Von ägyptischer
Kunst (1919; edición inglesa, Principles of Egyptian Art, 1974).

La tensión entre lo clásico y lo egipcio como sistemas opuestos se ve claramente en acción en el


ámbito de los juicios artísticos. Subyace en la primera evaluación elogiosa del arte egipcio en
Occidente, realizada por el arquitecto y diseñador italiano Piranesi, tanto en sus escritos teóricos
como en sus diseños. El “Apologetical Essay in Defense of Egyptian and Tuscan Architecture” que
encabezaba su colección de diseños para chimeneas, Diverse maniere d´adornare i cammini
(1769) abogaba por la superioridad del arte egipcio y etrusco con preferencia sobre el griego, y su
apoyo se manifestó visualmente en los motivos utilizados en las mismas. Las creaciones
egiptizantes entre ellos, (basadas mayormente en el material publicado por Caylus) han sido una de
las más perdurables influencias en otros artistas y arquitectos. Aunque debe considerarse como
parte de la polémica reinante contra los devotos de la antigua Grecia, la mirada positiva que
Piranesi tenía del arte egipcio era digna de ser apreciada, por su captación perceptiva de la
estilización de la escultura egipcia en respuesta a diferentes metas artísticas.

En contraste con esto, la visión clásica permeaba el primer estudio sistemático de la escultura
egipcia, emprendido por Johann Joachim Winckelmann en su Geschichte der Kunst der Altertums
(1764). Distinguió escrupulosamente las obras genuinas de los pastiches e imitaciones romanos, a
los que ubicó en la última de las tres divisiones cronológicas del arte egipcio (la central era la del
arte producido bajo el dominio persa y griego). Dada su perspectiva del surgimiento y caída del
arte antiguo – su evolución a partir de la necesidad, hasta el cultivo consciente de la belleza por
parte de los griegos, y su caída en la ornamentación vacua bajo los romanos – Winckelmann estaba
obligado a realizar una evaluación negativa del “primitivo” arte egipcio (y una evaluación
falsamente basada en las premisas de la cultura11/19griega, como señaló un crítico perspicaz y
anticipado, el filósofo J. G. von Herder). Sin embargo, esta perspectiva era generalmente
compartida.

No obstante, se evidencia un creciente interés en el arte egipcio a fines del siglo XVIII, por el
hecho de que en 1785, la Académie des Inscriptions et Belles- Lettres de París estableció un
premio para un ensayo cuyo tema era “¿Cuál era el estado de la arquitectura en Egipto y qué
pudieron haber tomado los griegos de allí?” La tesis ganadora, un acertado relato cuyo autor era
Antoine- Chrysostome Quatremere de Quincy, no se publicó hasta 1803, cuando la expedición
francesa había alterado radicalmente la naturaleza de la evidencia. Pero la pregunta plantea la base
esencial sobre la que el arte y la arquitectura egipcios serían evaluados por algún tiempo: Egipto
era considerado como el precursor de Grecia, el que daba los primeros pasos vacilantes en la
representación de la figura humana y en el desarrollo de rasgos arquitectónicos tales como la
columna y el arco, que fueron perfeccionados y sistematizados por griegos y romanos. De este
modo asumió un lugar adecuado en la enseñanza de la historia de la arquitectura en el siglo XIX,
como se ejemplifica en la pintura alegórica de Thomas Cole, The Architect´s Dream (El Sueño del
Arquitecto) (1840), donde la Gran Pirámide y la sala hipóstila de un templo egipcio se destacan en
el comienzo de una perspectiva de la arquitectura occidental.

En general, la recepción del arte egipcio siguió siendo bastante negativa – incluso el padre
fundador de la egiptología alemana, Carl Richard Lepsius, escribió en su informe sobre los logros
de la expedición prusiana a Egipto (1842-1845) acerca de las “limitaciones infantiles que
caracterizan al arte egipcio”. El crecimiento de las colecciones en los grandes museos, sin
embargo, y las publicaciones generadas por el nuevo tema de la egiptología hicieron que el arte
egipcio se tornara más accesible. Especialmente influyente fue The Manners and Costums of the
Ancient Egyptians (1837), de Sir John Gardner Wilkinson, que abrevaba en el material recopilado
y copiado por este viajero inglés durante más de una década de trabajo en Egipto.

La mayor accesibilidad trajo consigo una aproximación más abierta a estos estudios, y para
mediados del siglo XIX, teóricos del diseño como Owen Jones en Lectures on the Results of the
Great Exhibition of 1851 (segunda serie, 1853), y Gottfried Semper en Der Stil in den teschnischen
und tektonischen Künsten oder praktische Aesthetik (1860-1863) escribían con entusiasmo sobre el
uso disciplinado del diseño y del color en Egipto, o sobre la fidelidad de su arquitectura y
ornamentación a las formas naturales de las que habían evolucionado. El arte egipcio había
asumido su lugar entre la riqueza de estilos históricos entre los que los artistas y diseñadores del
siglo XIX seleccionaban y tomaban prestados elementos confiadamente, y su estudio académico,
aunque todavía tenía un largo camino por recorrer, al menos se liberó de los intentos anteriores de
ubicarlo en una perspectiva clásica.

Egipto en el arte, la arquitectura y el diseño occidental

El ejemplo más antiguo de las formas egipcias imitado por el arte occidental es la obra de los
escultores Cosmati del siglo XIII en Roma, quienes modelaron sus esfinges y leones según los
antiguos ejemplos visibles en la ciudad. Su uso de estos modelos no constituía, sin embargo, una
adopción consciente de las formas egipcias. No fue sino hasta el siglo XVI que las antigüedades y
monumentos egipcios se utilizaron de esta manera; en esa época, la pirámide, el obelisco y la
esfinge entraron en el repertorio arquitectónico y decorativo de Occidente y se aclimataron tanto
12/19
allí que llegaron a perder algunas de sus connotaciones egipcias.

En 1586, el único obelisco que permanecía en pie en Roma desde la antigüedad fue desplazado a
una corta distancia de su ubicación original para honrar con su presencia el área situada frente a la
nueva basílica de San Pedro; desde entonces, la popularidad del obelisco como monumento nunca
ha disminuido. Su forma elegante, en gradual disminución, ejecutada en una variedad de
materiales, desde granito hasta nieve, y con ocasionales inscripciones “jeroglíficas”, se ha
empleado por toda Europa y América para conmemorar victorias, grandes acontecimientos, o a los
muertos, o simplemente para servir como un punto focal en un paisaje. Durante el siglo XIX, el
hábito de la Roma imperial de erigir obeliscos importados revivió en París (Place de la Concorde,
1836), en Londres (“Aguja de Cleopatra”, en el Embankment, a orillas del Támesis, 1878), y en
Nueva York (Central Park, 1880), donde la erección del monumento estuvo acompañada por la
celebración de ritos masónicos. Inevitablemente, el obelisco fue empleado para usos menos
grandilocuentes, como sucedió cuando se colocó un par de ellos, con “jeroglíficos” incluidos, a
ambos lados del predio correspondiente a la Compañía Harinera del Obelisco de Ballard y Ballard,
en Memphis, Tennessee (1924).

Como conmemoración de los muertos, el obelisco ha compartido la naturaleza funeraria de la


pirámide, y en varios de los primeros ejemplos (como también en representaciones artísticas), la
forma del monumento podía estar a medio camino entre los dos, designándoselo a menudo con el
término italiano guglia. El uso de pirámides en relieve por parte de Rafael, para los monumentos
de la familia Chigi en Santa Maria del Popolo, Roma (1516), inició su larga historia sepulcral en
Occidente como mausoleos, monumentos, catafalcos o incluso decoración funeraria, como la
pirámide colocada en la fachada de la iglesia de Saint Denis en París, cuando se trasladaron allí los
restos de Luis XVI y María Antonieta en 1815. La popularidad de las pirámides a un nivel más
modesto queda atestiguada por los numerosos ejemplos en los cementerios municipales del siglo
XIX.

A partir de su presencia en Roma, tanto la pirámide como el obelisco llegaron a considerarse como
componentes arquitectónicos esenciales de una ciudad antigua, razón por la que aparecían en
pinturas del siglo XVI en adelante, inclusive cuando la ciudad representada no era ni Cairo ni
Roma. Llegaron a tener una particular y dramática importancia en el género de paisajes con ruinas
en el siglo XVIII, particularmente en las vistas y capricci pintados por Hubert Robert (1733-1808).
Su status como la quintaesencia de los monumentos de la antigüedad también garantizó que se los
incluyera en el repertorio de construcciones para jardines en el siglo XVIII. La pirámide
conservaba a veces su carácter funerario de monumento en honor de un gran hombre, y en otras
oportunidades, más prosaicamente, servía como cámara frigorífica.

En una veta más seria, la pirámide también era importante para la teoría arquitectónica de la
segunda mitad del siglo XVIII. Como la construcción arquetípica de forma geométrica simple y
perfecta, aparecía en diseños primitivistas, especialmente en la obra de los arquitectos franceses
Étienne Louis Boullée (1728-1799) and Claude- Nicolas Ledoux (1736-1806). El estilo griego
dórico, que proporcionó la base para mucha arquitectura “primitiva”, se modificaba a menudo con
rasgos egipcios, tales como el plan inclinado, típico de las paredes y pasadizos de los templos
faraónicos, o un agrandamiento de las proporciones o del trabajo de albañilería, en concordancia
con las ideas acerca de su carácter monumental.

Al igual que la pirámide y el obelisco, también la esfinge se transformó en un adorno típico para
los jardines, función que comenzó a cumplir en época tan temprana como la mitad del siglo XVI,
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cuando se ubicó un par de ellas en la entrada de una gruta en el jardín de la Villa Orsini en
Bomarzo, Italia. Como par de guardianes de puertas o pasadizos –y ocasionalmente como
guardianes de los muertos, sosteniendo o flanqueando un sarcófago, las esfinges retuvieron su
función egipcia y a veces, incluso su forma típica: una cabeza humana, generalmente masculina y
de la realeza, sobre un cuerpo de león. No obstante, a menudo adquirieron algunas de las
características de la esfinge clásica –femenina y alada- , y la cabeza a veces se ha transformado en
retrato, como el ejemplo moderno de la esfinge de Gladys, duquesa de Marlborough, creada en los
años ´20 para el jardín acuático del palacio de Blenheim, en Inglaterra.

En las dos primeras décadas del siglo XIX, la moda egipcia en arquitectura, vestido, diseño de
interiores y prácticamente todas las formas de las artes decorativas disfrutó de una predecible
fama, luego de la campaña de Napoleón. Algunos de los primeros y mejores ejemplos fueron
creados por diseñadores y artesanos que trabajaron para Napoleón y su círculo inmediato. Muchos
de sus diseños consistían en la aplicación de los motivos egipcios a las elegantes formas
neoclásicas, más que en la creación de de nuevas formas a partir de los modelos faraónicos; “lo
que se debe tener en cuenta”, como dice la duquesa de Guermantes en la novela de Marcel Proust
El mundo de Guermantes (1921), “es que el Egipto de los ebanistas del Imperio no tiene nada que
ver con el Egipto histórico.”

Esta moda no fue un nuevo punto de partida sino más bien la culminación del desarrollo ya en
marcha en las artes decorativas de fines del siglo XVIII, cuando los diseños egiptizantes habían
comenzado a aparecer en muebles, trabajo en metal, cerámica (la firma inglesa Wedgewood
producía piezas egiptizantes en la década de 1770) e incluso interiores completos. La creación de
Piranesi de una decoración egipcia para el Caffé degli Inglesi en Roma en los años de 1760 marca
el inicio de tales intentos, y sus diseños de chimeneas de corte egiptizante fueron quizá la única
fuente influyente para artistas posteriores.

Tales creaciones no se veían, sin embargo, con entusiasmo generalizado, y la clase de reacción que
provocaba entre sus contemporáneos la decoración para un café realizada por Piranesi (“más
adecuada para adornar el interior de un sepulcro egipcio que una sala de conversación social”, en
la opinión del artista galés Thomas Jones) tuvo eco en los opiniones hostiles que se hicieron sobre
diseños posteriores, tales como los interiores y muebles egipcios creados por el experto inglés
Thomas Hope para su casa de Londres y publicados en su Household Furniture and Interior
Decoration (1807).

A pesar de ello, la moda, que cayó en desuso una vez disminuida la excitación por la expedición
francesa en Egipto, reapareció esporádicamente a lo largo del siglo XIX y sobrevive actualmente
de forma irregular. A diferencia de los ebanistas del Imperio, los diseñadores posteriores, munidos
de textos de arqueología, han logrado imitar paredes pintadas de tumbas y piezas mobiliarias
genuinamente egipcias, siendo las sillas de la tumba de Tutankhamón las favoritas en el siglo XX.

La decoración egipcia también se empleó para el interior de algunos de los museos que alojaban
las primeras colecciones, tales como la sala central del Neues Museum en Berlín (1848-1850). El
objetivo era ubicar ese material “ajeno” en un contexto que lo hiciera más fácil de comprender-
una suerte de extensión didáctica de los pintorescos escenarios egiptizantes creados para algunas
de las primeras colecciones, como la Sala Egipcia de la Villa Borghese en Roma (1782). Con
similar espíritu didáctico, la mayor parte de las grandes exposiciones internacionales de mediados
del siglo XIX en adelante presentaban recreaciones de la arquitectura egipcia; en su visión
globalizante que pretendía abarcar todos los estilos históricos, también utilizaron una plétora de
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diseños egiptizantes para el trabajo en metal, la cerámica y las joyas.

Una innovación significativa del siglo XIX fue la aplicación de los diseños egipcios a un amplio
espectro de la arquitectura. El estilo se popularizó por la expedición francesa y su difusión se hizo
posible por el aumento de la información publicada, lo que facilitó la adaptación de sus
características. Se reconoció rápidamente el potencial del estilo “comercial egipcio”- de la manera
más vistosa en la Sala Egipcia, Piccadilly, en 1812, en Londres. Unos débiles ecos de este muy
imitado edificio se encuentran en el diseño del Bazar y Salón de Té de la señora Trollope en
Cincinnati, Ohio (1829). El frente de muchos locales comerciales y lugares de entretenimiento
adoptaron rasgos del estilo egipcio, y la idea recibió un notable empuje después del descubrimiento
de la tumba de Tutankhamón, cuando los cines y teatros en particular recibieron un espléndido
tratamiento, como en el caso del teatro Egipcio de Grauman en Hollywood, el primero de muchos
ejemplos en América.

La arquitectura del siglo XIX también exploró las vinculaciones funerarias de Egipto, no sólo en
las tumbas y monumentos individuales sino también en el diseño de imponentes entradas a los
cementerios, algunos de los cuales, construidos en Norteamérica, constituyen ejemplos notables.
Sorprende observar que se aplicaron las formas faraónicas a las nuevas creaciones de la industria y
de la ingeniería – puentes colgantes y de ferrocarril, estaciones, fábricas, edificios públicos- y a
instituciones relacionadas con la justicia y la ciencia, donde el tamaño y la imponencia de las
formas egipcias, sumadas a la idea de sabiduría antigua, parecían adecuadas. Entre los más
impactantes diseños están el de John Haviland para la Penitenciaría Estatal de Trenton, New Jersey
(1832- 1836) y los Tribunales en Nueva York (1835-1838). Estos últimos, conocidos como “las
Tumbas”, fueron el lúgubre escenario del encarcelamiento del principal personaje del relato
Bartleby, de Herman Melville, con su patio interno semejante “al corazón de las pirámides
eternas”. Con menor seriedad, a medida que avanzaba el siglo, una cantidad de zoológicos también
recibieron el tratamiento egipcio, en una curiosa mezcla de metas exóticas y comerciales: el
Templo Egipcio del zoológico de Antwerp (1856-1861), con sus inscripciones jeroglíficas y las
cartelas del rey Leopoldo I, es el más impactante.

La disponibilidad de las publicaciones egiptológicas para proveer modelos para la arquitectura en


el siglo XIX tendió a ejercer una influencia paralizante; la vitalidad imaginativa fue ahogada por el
excesivo conocimiento arqueológico. En varios aspectos, sin embargo, el arte y el diseño siguieron
estando (incluso hasta la actualidad) curiosamente vueltos hacia atrás, prefiriendo las imágenes del
Egipto anterior al desciframiento, que resultan tan pintorescas como aceptables para la tradición
occidental. Un voluminoso monumento planificado para el canal de Suez en 1867 tuvo su origen
en uno de los grabados de pirámides realizados por Fischer von Erlach en 1721, y el tipo de
imágenes egipcias utilizadas para la ilustración de las tapas de discos populares en las décadas de
1970 y 1980 refleja más los enfoques de Piranesi y Cassas, con su sentido de gran escala y
misterio, que el registro arqueológico.

En la pintura y la escultura occidental, la imagen de Egipto permaneció por largo tiempo incluida
en lo clásico. Las divinidades egipcias tales como Isis y Osiris podían aparecer en obras como los
frescos de Pinturicchio, para glorificar los orígenes pseudoegipcios de la familia Borgia (1492-
1495, en la Sala dei Santi, de las salas de los Borgia en el Vaticano), o en manuales como el de
Vincenzo Cartari, Les imagini con la sposizioni de i dei de gli antichi (1556), pero su aspecto era
esencialmente clásico, con el agregado de una vestimenta exótica (a menudo basada en los trajes
orientales contemporáneos) para distinguirlas. Rara vez se trataba de representar una atmósfera
egipcia; un ejemplo poco común -y marcadamente relacionado con la visión de los anticuarios- es
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el uso que hizo Nicolas Poussin de los detalles del mosaico del Nilo de Palestrina en el fondo de su
cuadro La Sagrada Familia en Egipto (1658; ahora ubicada en el Hermitage, San Petersburgo).

En el siglo XIX, el género de la pintura histórica egipcia cobró peso propio, sostenido por la
información proporcionada por la nueva disciplina académica de la egiptología. Resultó destacado
en la obra de pintores históricos tales como Edwin Long (1829-1891), Lawrence Alma-Tadema
(1836-1912) y Edward Poynter (1836-1919). Otros realizaban incursiones en ese campo cuando la
ocasión lo requería: los murales de John Singer Sargent sobre el judaísmo y el cristianismo, en la
biblioteca pública de Boston, incluían dramáticas escenas del faraón y los hijos de Israel (1895),
para los que el artista llevó a cabo una visita preparatoria a Egipto. Con mucha frecuencia, el tema
de estas pinturas históricas se extraía de los relatos bíblicos relacionados con Egipto; escenas
similares aparecieron en la Biblia ilustrada por Gustave Doré (1866) y en las publicaciones de los
hermanos Dalziel en Inglaterra. Grandiosas en su tamaño, estas imágenes solían estar recargadas
de detalles arqueológicamente precisos.

En las exposiciones de la segunda mitad del siglo XIX aparecieron esculturas de características
similares, con temas bíblicos ampliamente favorecidos, seguidos en popularidad por Cleopatra
“bravía, voluptuosa, apasionada, tierna, malévola, terrible y llena de venenosos y arrebatadores
encantos”, según la descripción de Nathaniel Hawthorne referida al modelo en arcilla del escultor
de ficción Kenyon en The Marble Faun (1860). La realidad detrás de la fervorosa descripción es la
imponente Cleopatra de mármol realizada por el amigo del escritor, William Wetmore Story
(exhibida en 1862). Tanto en pintura como en escultura, los temas egipcios podían exhibir un
elemento erótico permitido por su naturaleza exótica, reflejando esa “horrenda sensualidad” que
William Makepiece Thackeray percibió al visitar Egipto, en Notes of a Journey from Cornhill to
Grand Cairo (1846).

En términos de inspiración visual más que de imitación, Egipto no ejerció demasiada influencia en
el arte occidental hasta el siglo XX: Edgar Degas (1834-1917), con sus apreciativos bocetos de las
antigüedades egipcias, era poco común para su época. En el siglo XX, escultores y pintores como
Wassily Kandinsky (1866-1944), Jacob Epstein (1880-1959) y David Hockney (1937- ) han
coleccionado arte egipcio o utilizado sus formas en el propio. Hockney es el más reciente en una
distinguida línea de artistas que ha respondido al imaginario de la ópera de Mozart La Flauta
Mágica con vívidos diseños para la puesta en escena (Glyndebourne, Inglaterra, 1978). Las
primeras representaciones de Egipto en el teatro no tenían, aparentemente, la escenificación
adecuada, pero desde fines del siglo XVIII en adelante existe una profusión de diseños para
escenarios egiptizantes que enfatiza típicamente los aspectos grandiosos de la arquitectura
faraónica, cualidad que luego sería adoptada con entusiasmo por Hollywood.

Egipto en la literatura y el teatro occidental

Como fuente de inspiración para la ficción occidental, el antiguo Egipto hizo su primera aparición
en el teatro, donde hubo un uso esporádico de argumentos que involucraban a los dioses o reyes
míticos egipcios en obras de teatro o ballets desde fines del siglo XVII en adelante. Una comedia
francesa titulada Las momias de Egipto (Jean Francois Regnard y Charles Riviere du Fresny,
1696) es quizá el intento más antiguo de encarar el tema a través del humor, un favorito de los
dibujantes de animación del siglo XX.
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Significativamente, Egipto ha participado con mayor consistencia en el mundo de la ópera, con sus
proporciones épicas, desde la Isis de Jean Baptiste Lully (1677) hasta la presentación de música y
teatro Ra, de R. Murray Schafer, y el Akhnaten, de Philip Glass (1984). Numerosos compositores
han contribuido al género: entre los más conocidos se hallan Rameau, Mozart, Rossini, Massenet y
Verdi. De este último, Aída (1871) es el más conscientemente “correcto” de esos intentos, escrito
para un escenario diseñado por el egiptólogo francés Auguste Mariette; ha proporcionado muchas
oportunidades para el espectáculo faraónico desde su primera presentación, celebrando la apertura
de la Ópera de Cairo.

Los numerosos ballets egipcios creados durante los últimos tres siglos han resultado menos
duraderos que las óperas, y han sobrevivido generalmente sólo por su música, que ha entrado a
formar parte del repertorio de conciertos. Entre ellos, es destacable Khamma, de Claude Debussy,
como una de las muchas manifestaciones musicales del interés del compositor por Egipto. La obra
fue escrita en 1911-1912 y Charles Koechlin completó la orquestación; Khamma no se representó
como ballet sino hasta 1947.

Durante el siglo XVIII se publicaron una cantidad de novelas con argumentos ubicados total o
parcialmente en Egipto. Zadig, de Voltaire (1747), en la que el héroe babilónico huye a Egipto, es
una muestra típica del carácter mixto y orientalizante de estas obras. La más influyente fue Séthos,
de Jean Terrasson (1731), un relato del triunfo de una reina justa y de su hijo sobre los
conspiradores, con un argumento que se basaba en una simple oposición entre el bien y el mal.
Aunque se trataba esencialmente de una reelaboración de los relatos clásicos de Egipto, con una
narración bastante opaca, su popularidad fue grande; con el tiempo, constituyó la inspiración para
la obra Thamos, König in Ägypten (1773) de Tobias von Gebler, para la que Mozart escribió la
música incidental, y más aún, fue una fuente de inspiración, junto con los relatos orientalizantes de
C. M. Wieland y las obras masónicas de Ignaz von Born, para La Flauta Mágica, en la que el
compositor colaboró con su colega masón Emanuel Schikaneder.

Las posibilidades de la novela histórica egipcia fueron totalmente reconocidas en el siglo XIX, al
disponerse de mayor información. Uno de sus cultores más notables fue el egiptólogo alemán
Geog Ebers. Le Roman de la momie, de Teóphile Gautier, publicada en 1858, es tal vez la obra
más celebrada en su género; llegó a ser enormemente popular y sirvió como inspiración para varias
obras de teatro y ballets (y aparentemente, también estimuló el interés de Degas por Egipto).
Gautier explotó hábilmente tanto el aspecto bíblico de Egipto (el protagonista masculino, Pöeri, se
revela al final como Moisés) como el ambiente exótico en el que también se deleitaban los pintores
orientalistas del siglo XIX (uno de ellos, J. J. A. Lecomte de Noüy, representó episodios del libro
en pinturas exhibidas en los Salones de París de 1872 y 1887). La mirada amablemente satírica de
Gautier respecto del nuevo mundo de la arqueología egipcia introdujo, bajo la forma del Dr.
Rumphius y de Lord Evendale, dos personajes que se tornarían estereotipos en la imagen popular
de la egiptología: el profesional pedante e irascible y su mecenas, el lánguido aristócrata inglés.
Los estereotipos de la ficción servirían luego para dar color a las percepciones acerca de las
personas reales activas en ese campo de estudios. Otro estereotipo poderoso, el sacerdote egipcio,
maestro de la magia, fue creado por Edward Bulwer-Lytton en el personaje de Arbaces, sensual,
imperioso y astuto, pero destruido finalmente por el cataclismo en Los últimos días de Pompeya
(1834).

Un uso más sutil y metafísico de los temas egipcios se manifestó en la literatura americana después
del desciframiento de los jeroglíficos desde 1820 en adelante. La revelación de la naturaleza literal
de la escritura revivió, paradójicamente, el interés en su potencial simbólico, en particular en la
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noción de que el signo jeroglífico era una imagen que duplicaba la realidad, y en la función
putativa de la escritura como primera forma de comunicación humana. Se dijo que los textos
egipcios habían sido la fuente de la que Joseph Smith tradujo el Libro del Mormón (1830) y el
Libro de Abraham (1842). Los jeroglíficos e imágenes egipcias relacionadas aparecen en las obras
de escritores como Edgar Allan Poe, Nathaniel Hawthorne y Herman Melville, especialmente en
su Moby Dick (1851), donde el personaje de Queequeg es una especie de jeroglífico total y
viviente.

Las imágenes relacionadas con el río Nilo y sus fuentes misteriosas también se destacaban en la
literatura americana de la época, una referencia que no sorprende en un país donde a menudo se
trazaba un paralelismo entre el río más célebre de la antigüedad y el gran sistema del Missouri-
Mississippi-Ohio. El área ubicada al norte de la confluencia de los ríos Ohio y Mississippi, que
presenta la forma de triángulo invertido del delta del Nilo, se conocía como “Pequeño Egipto”, con
la ciudad de Cairo, Illinois, en su vértice, y a lo largo del “Nilo americano” crecieron pueblos
como Karnak y Tebas, en Illinois, y Memphis, en Tennessee.

En comparación con la riqueza de personajes históricos y mitológicos ofrecidos por la civilización


clásica, Egipto ha brindado pocas figuras individuales como protagonistas de la ficción o el drama.
Cleopatra ha resultado la más perdurable, evocada en su juventud por George Bernard Shaw, en su
madurez por Shakespeare, en la persona de Elizabeth Taylor por Hollywood, cantando la música
de Handel y Samuel Barber, y enfrentando a Asterix, el galo, en la historieta de Goscinny y
Uderzo. Casi invariablemente, se la transportó de su verdadero entorno griego ptolemaico a la
opulencia de un Egipto faraónico imaginario, sazonado con rasgos orientales. Las figuras bíblicas
de Moisés y de José han aparecido, la primera en forma oculta en la novela de Gautier, y
abiertamente en las películas de Cecil B. de Mille Los diez mandamientos (1923 y 1956), y la
segunda en la voluminosa novela de Thomas Mann José y sus hermanos, en cuatro volúmenes
(1933-1943), para cuya parte egipcia el autor investigó exhaustivamente en el lugar en 1930.

En este siglo, Akhenatón, el faraón “hereje” (originalmente llamado Amenofis IV, 1353-1336 a.C.)
ha comenzado a gozar de cierta popularidad ficticia, como reflejo de un interés laico en los
aspectos no ortodoxos de su reinado. Desde 1880, aproximadamente, cuando se hizo ampliamente
conocida la evidencia recuperada en el sitio de su capital, El Amarna, en Egipto Medio, su
personalidad, el culto monoteísta del disco solar que él instituyó, y el parecido entre los textos
religiosos del culto y los salmos hebreos ha estimulado el interés entre escritores y pensadores
occidentales, entre ellos, Sigmund Freud, en Moisés y el monoteísmo (1939).

El Egipto de la ficción o el drama, aunque estereotipado como un lugar de épica grandeza, misterio
u orientalismo exótico, posee generalmente un carácter positivo. Como imagen literaria, puede
aparecer bajo una luz más negativa, como “la tierra de la Memoria”, el paisaje desolado del
“Ozymandias” de Percy Bysshe Shelley (1817), en el que el viajero contempla los últimos
vestigios de una orgullosa civilización que ha sucumbido al tiempo. Egipto, el hogar de las eternas
pirámides, puede ser también el arquetipo de la ruina, la decadencia y la esterilidad. Al final de
Petersburg, la novela de Andrei Bely (1913) el protagonista, Ablenkhov, un supuesto parricida y
revolucionario fracasado, abandona finalmente el estudio de Immanuel Kant y se dirige a redactar
una monografía egiptológica a la sombra de la Esfinge.

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NOTA: En la presente traducción, realizada para uso de los alumnos de la cátedra, se han omitido
las citas bibliográficas.
1

[1] Un líquido oscuro utilizado para decorar, que se obtiene fundiendo plata, cobre, plomo y sulfuro. (N. de
la T.)

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