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INTRODUCCIÓN

Copyright © 1998. Editorial Cuarto Propio. All rights reserved.

Déotte, Jean-Louis. Catástrofe y olvido: las ruinas, Europa, el museo, Editorial Cuarto Propio, 1998.
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RENAN: LA NACIÓN COMO OLVIDO


EN COMÚN

Joël Roman, en su introducción a la conferencia de Renan “¿Qué


es una nación?”1 (1882) sostiene que la nación es un concepto político
moderno ampliamente aceptado y que, sin embargo, ha sido muy poco
problematizado. Sobre todo en Francia, donde la filosofía política intenta
deducir el principio nacional fundándose en el reconocimiento de la
continuidad del principio de legitimidad dinástica y de la larga duración
de la centralización monárquica y territorial. “Una sorpresa espera a quien
busque consejo por el lado de las ciencias políticas y de la filosofía política.
El más eficaz, tenaz y sangriento de los conceptos políticos de los siglos
XIX y XX, prácticamente no ha sido objeto de estudios sistemáticos. Es
el gran impensado de nuestra tradición política, ya sea porque se le toma
como un puro dato que no vale la pena ser interrogado; ya sea porque
se le considera inalcanzable, bajo la influencia de la lucha mundial de
clases o las exigencias del mercado internacional. En ambos casos, es
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claro que la nación debe desaparecer, condenada a encarnar de manera


residual un pasado que se desea revuelto, o peor, condenada a cristalizar
los arcaísmos que provoca necesariamente la entrada a la modernidad.
En este panorama cuasi desierto, probablemente junto con el Discurso a
la nación alemana de Fichte, la conferencia de Renan es una excepción”2.
Algunos textos escritos en el fragor de los acontecimientos permiten
reconstituir el contexto creado por el conflicto franco-alemán de 1870: La
guerra entre Francia y Alemania y Cartas a David Friedrich Strauss. Estos


1
Presses Pocket, 1992.

2
Será conveniente agregar estos otros textos fetiches: Otto Bauer, La question des
nationalités et la socialdemocratie (1907); Friedrich Meinecke, Weltbürgertum und
Nationalstaat (1907); Federico Chabod, L´idea di nazione (1947).

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textos de Renán, que son comunicaciones destinadas a ser publicadas


en Alemania durante la guerra, son la prueba de que la guerra no era
total, puesto que intelectuales de ambos bandos mantenían relaciones
epistolares poniendo entre paréntesis los combates que iban a decidir la
suerte de los franceses, en particular la pérdida de Alsacia y Lorena. Sin
embargo, no habría que reducir la legitimidad de la argumentación de
Renan a la defensa exclusiva de las provincias perdidas, ni tampoco a su
tesis sobre una Europa federal, verdadero tribunal armado de las naciones
que se dan por tarea intervenir para prevenir los desbordes de un Estado
europeo que desea transformar la vocación universalista de su cultura
en extensión territorial.
Como más tarde en Patocka, a propósito del conflicto de 1914-
1918, o como en el caso de Jaspers, después de la catástrofe del Extermi-
nio, la pregunta por Europa está ligada indisociablemente a la pregunta
por su ruina. Siendo éste un punto central, puesto que no es del todo
inevitable que un proyecto federal se alimente de la ruina (Suiza, Estados
Unidos, etc.).
Es el propio Renan quien afirma que Europa ya no podrá descansar
sobre la pareja fundadora franco-alemana (o sobre el trío británico, fran-
cés, alemán), porque Alemania no supo reconocer que debía su unidad
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a Francia, a la que le adeudaba tanto en los hechos como en el derecho,


la nación. Y así se lo escribe a Strauss: Alemania no supo reconocer su
deuda, al sacar provecho de una mala política imperial, de un Napoleón
III versátil, inconstante y mal aconsejado por una claque de generales
y dipomáticos estúpidos, para dar al derecho de las nacionalidades una
acepción peligrosa. Para Renan no es en absoluto escandaloso que una
nación (Francia) dé a otras naciones la idea de nación, ni que Alemania
se haya constituido como nación en contra de Francia, puesto que esa
es la ley del género (nacional). Justamente, este es un nuevo género de
discurso inventado por los revolucionarios, que tiene como frase canó-
nica “El pueblo soberano decide que...”. De este modo sostiene: “La
Revolución Francesa fue, a decir verdad, el hecho generador de la idea
de unidad alemana... Una nación no toma completa conciencia de sí
misma sino bajo presión extranjera. Francia existía desde antes de Juana
de Arco y Carlos VII; sin embargo, es bajo el peso del dominio inglés

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que la palabra Francia adquiere un acento particular. Un yo, para tomar


el lenguaje de la filosofía, se forma siempre en oposición con un otro yo.
Francia hizo que Alemania se forjara como nación”3.
Este arranque de Alemania no fue reactivo (como lo sugiere la idea
de un yo que se constituye contra otro yo pre-existente), sino afirmativo;
en la medida que le correspondió a Francia dar a los demás la idea de
nación, siendo ése su máximo legado universal. Francia no podía sino
favorecer la constitución de una nación alemana, incluso en torno a
Prusia. ¿Acaso no había hecho lo mismo con Italia? Pero allí donde Italia
supo saldar su deuda ofreciendo Niza y Savoya a Francia, en el marco
del don y del contra-don, Alemania olvidó esta deuda y aprovechando la
debilidad del benefactor, su desfallecimiento, extremó la ventaja de joven
nación embriagada por la inconciencia de sus propios límites –que de
hecho no había alcanzado todavía–, hasta el punto de poner en peligro
su integridad física.
La pérdida de ambas provincias va a acarrear, a juicio de Renan, la
desintegración total del cuerpo político francés. La ética del don fue rota
por Alemania, lo que no legitima la idea de una revancha, si bien hace
necesaria la reflexión sobre el objeto mismo del don; objeto que queda
ausente. Por un lado, porque nada fue devuelto en contrapartida (un
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territorio, el de Luxemburgo, contra la idea de nación); por otro lado, por


el hecho de una deformación del objeto mismo. Mientras Francia donó
a Alemania una estricta idea política (la nación, cuya existencia se define
como el legado aceptado en común y por consentimiento mutuo de una
aglomeración de hombres), Alemania le devolvió y le impuso una idea
etnográfica. Hubo, entonces, perversión del intercambio internacional,
porque dejó de haber identidad de naturaleza entre lo que fue dado y lo
que fue restituido; siendo que el don de la nación configuraba el cuadro
propio de los intercambios. De hecho, lo que estaba en juego era el don

3
La guerre entre la France el l’Allemagne, op. cit. pp. 84-85. ¿Acaso el lenguaje (“fi-
losófico”) no se hace espontáneamente fichteano a la hora de pensar la nación en
otros términos que los del pensamiento político? Es preciso mencionar, al respecto,
la gran admiración que tenía Renan por Fichte.

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del intercambio, la donación del cuadro, el don de la posibilidad nueva


(no dinástica) de dar; en definitiva, el don del don.
Sin embargo, hay que considerar que la posibilidad misma de las
relaciones entre don y contra-don reside en la violencia, en una arbi-
trariedad. Como se ha dicho, el don de la nación a Alemania se hizo
por la vía interpuesta de una guerra (revolucionaria). Pero, entonces,
¿la perversión originaria no está en el campo francés? La donación se
convirtió en anexión de territorios alemanes desde el Primer Imperio.
Finalmente, si era normal que Alemania se unificara contra Francia,
podrían haberlo hecho declarándole la guerra. Devolviéndole, en suma,
la idea de nación. Pero desde la partida la guerra donante francesa había
pervertido la donación, al transformar la liberación de Alemania en una
ocupación que se apoyaba en los partidos menos liberales. De ahí la
inmediata decepción de los alemanes, perceptible todavía en las cartas
de Strauss. Incluso si Renan no quiere darse cuenta, el don de la nación
estaba envenenado desde el principio. Esto, porque la distinción entre
la idea política de nación y la idea etnográfica no es para nada simple:
ya sea porque hay una necesaria imposición de la identidad del donante,
un nombre propio, el de un pueblo singular que, al firmar, impone su
singularidad (Francia contrafirmando la Declaración de los Derechos del
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Hombre); ya sea porque retorna en la donación aquello que debía hacer


olvidar: la arbitrariedad de un origen, ya que la donación de la idea de
nación era, como se verá, la de un deber de olvido. De un olvido activo
del origen y del pasado.
Desde ese momento la política nacional tendrá que ser una política
del olvido, con el riesgo de enfrentarse a un pasado que desea permane-
cer. Ya sea porque el objeto dado se encarga de sustantificar al donador,
proporcionándole una identidad que puede ser la de un sujeto colectivo
(un pueblo “especial”) etnográfico; ya sea que el trabajo del duelo de la
pertenencia etnográfica no pueda ser llevado a término por las institu-
ciones que tiene a su cargo. La perversión del intercambio quizás no era
accidental, sino constitutiva.
Se trata de comprender, a estas alturas, cuáles son las características
de la idea de nación que condujeron a Renan a ver en la “devolución”
alemana una perversión. Luego de la derrota francesa, el diferimiento

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guerrero fue el de un derecho nacional entendido sobre una base étnica


(ethnos): especie de deber y de derecho de pertenencia justificado por un
ethos, una lengua, y por los intereses comunes de un pueblo singular.
Interpretación etnográfica de la nación, según Renan, que resume
de este modo los pretendidos principios fundadores convergentes de la
raza (el pueblo), de la lengua, de la religión, de la comunidad de intereses,
de la geografía (la tierra como suelo). Estratégicamente, estos principios
van a ser movilizados para dar una interpretación de la idea de nación
justificando el reintegro al Estado alemán de antiguas provincias arran-
cadas dos siglos atrás. Debidamente jerarquizados, éstos son elementos
constitutivos del derecho de sangre (derecho y deber de pertenencia) que
legitimaron el derecho de regreso en Alemania Federal4. Sobre esta base, la
comunidad que se instituye no puede sino ser orgánica. Y Renan precisará
más todavía: zoológica. Filosóficamente, esta institución sólo se valida en
relación a la ley. Es lo que resume la concepción voluntarista de la nación
alemana de Fichte: “Tomado en su acepción más alta, partiendo de la
idea de un mundo intelectual en general, un pueblo es el conjunto de
hombres que viven en sociedad y se reproducen sin cesar por sí mismos,
tanto espiritual como naturalmente, obedeciendo a una cierta ley especial,
en cuyo seno se desarrolla el elemento divino.
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“La comunidad de esta ley especial es la que en el mundo eterno,


y por consiguiente en el mundo temporal, reúne esta masa en un todo
natural y homogéneo. Esta es una ley que en cuanto a su fondo puede ser
comprendida: es lo que hemos constatado en los Alemanes considerados
como pueblo primitivo”5.
Estamos obligados a interrogarnos sobre la responsabilidad de un
pueblo singularmente elegido, en la base misma de su ley “especial”.
Hay aquí una especialidad alemana que, probablemente, puede sólo
tener validez para Alemania, y que puede ser asumida necesaria y


4
El libro fue escrito antes de la unificación de Alemania. (N. de E.)

5
Fichte, Discours à la nation allemande (1807), Costes, trad. Molitor, p. 123.

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paradojalmente por otros pueblos. ¿Cuál es esta ley especial que hace de
un pueblo, el pueblo? ¿Qué es un pueblo universal?
La rectificación de Renan (que es una tentativa para remediar
un grave atentado a los intercambios internacionales) apunta a los
constituyentes etnográficos del deber de pertenencia. ¿Es así como se
funda una nación? ¿Por extensión? ¿Por anexión territorial realizada sin
el consentimiento de las comunidades concernidas; sin interrogar el
derecho de los pueblos a disponer de sí mismos; en suma, ignorando la
soberanía? La argumentación de “¿Qué es una nación?” es fuerte, puesto
que muestra la inconsistencia para lo político de la noción de raza (de
religión, de lengua, de intereses comunes, de suelo). Un pueblo no es
sino la mezcla precaria de razas. La ciencia (la razón etnográfica) puede
alcanzar a describir en un momento preciso cuáles son los componentes
de este pueblo, sin por ello llegar a conducir una política determinada.
En primer lugar, porque esta mezcla es un devenir; no es lo que
ha sido y no será lo que es (¿qué puede ser una entidad estable para un
historiador?). En segundo lugar, porque no hay puente entre la ciencia
y la política. Autonomía de la ciencia, autonomía de lo político: estricta
política kantiana. “La raza, como la entendemos nosotros los historia-
dores, es algo que se hace y se deshace. El estudio de la raza es capital
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para el científico que se ocupa de la historia de la humanidad. No tiene


aplicación en política.
“La conciencia instintiva que ha presidido la confección de la carta
de Europa no ha tomado en cuenta la raza, y las primeras naciones de
Europa son naciones de sangre esencialmente mezclada”6. Poco a poco,
siguiendo el hilo del análisis, los constituyentes étnicos de una nación o
de una religión se deshacen o, más bien, se hacen al mismo tiempo que
se deshacen (Israel es para él un ejemplo perfecto de religión “étnica”, que
se vuelve universal –católica–, por su contenido y por la conversión de
numerosos no judíos; Israel, de este modo, no es una raza o pertenencia)7,


6
Op. cit., p. 48.

7
Le judaïsme comme race et comme religion (1883), op. cit., p. 201.

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puesto que cada uno es cogido en una lógica de desposeimiento-recupe-


ración de tal envergadura, que hay que resignarse a no identificar origen
fundador alguno. Renan muestra que una gestión étnica puede tornarse
en contra de sus promotores alemanes, y deja instalada una característica
que será esencial para su definición de la nación: “¡Cuidado! Esta politica
etnográfica no es segura. La explotan hoy día contra otros, pero la verán
darse vuelta contra ustedes mismos. Es seguro que los Alemanes, que han
hizado tan alto la bandera de la etnografía, no verán con buenos ojos que
vengan los Eslavos a analizar por su cuenta el nombre de los pueblos de
Saxe y de Lusace, a buscar las huellas de los Wiltzes o de los Obotritas,
a pedir cuentas de las masacres en masa y de las ventas en masa que los
Othones hicieron de sus abuelos. Para todos es bueno saber olvidar”8.
(El subrayado es mío). “Amo la etnografía; es una ciencia que provoca
un extraño interés; pero como la quiero libre, la deseo sin aplicación
política”: no es posible imaginar una ciudadanía que varíe en función
de los descubrimientos científicos, armándose un día para los Celtas, al
día siguiente para los Alemanes y al día subsiguiente para los Eslavos.
El análisis de las lenguas europeas introduce otra multiplicidad,
según la misma lógica, de tal manera que su recorte no corresponde al
de la etnografía, ni tampoco al de las religiones, ni tampoco al de los
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intereses. Por lo demás, el individualismo reinante (el “egoísmo”) no


permite a la religión fundar de cualquier manera una sociedad (la religión
se convirtió en libre opinión, dejando de ser religión de Estado).
Y para terminar con este cuadro, incluso si la comunidad de inte-
reses establece un poderoso vínculo entre los seres humanos, ello no es
suficiente para hacer una nación: “La comunidad de intereses hace los
tratados de comercio. Hay en la nacionalidad una parte de sentimiento:
es alma y cuerpo a la vez; un Zollverein no es una patria”9.
Un mercado común, nacional o europeo, no sabría suplir la frag-
mentación general convertida en loteo común desde que el sitio teológico-


8
Op. cit., p. 49.

9
Op. cit., p. 52.

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político cristiano (el principio dinástico) fue arruinado. La definición


ya bien conocida de la nación (siempre sacada de su contexto) parece
un puro voluntarismo, operando sobre un fondo en el que todas las
entidades substanciales (raza, lengua, etc.) se hacen y al mismo tiempo
se deshacen: “La existencia de una nación (perdonad la metáfora) es
todos los días un plebiscito, así como la existencia del individuo es una
afirmación perpetua de vida”10.
Creación continuada por auto-posición del sujeto colectivo, auto-
performatividad de la nación: el modelo parece corresponder al cogito
cartesiano, tratándose no ya de una singularidad entendida subjetiva-
mente, sino de una sociedad singular, que debe reconfirmarse en cada
momento, en una temporalidad discontinuista, donde nada puede estar
asegurado de antemano. La adhesión voluntaria y el consentimiento
repetido serían las palabras claves de una definición de la nación que no
le debe nada ni a la naturaleza ni a la trascendencia: “Hemos expulsado
las abstracciones metafísicas y teológicas de la política... esto es menos
metafísico que el derecho divino, menos brutal que el derecho preten-
didamente histórico”11.
Definición deliberadamente inmanente, cuasi-actualista, que con-
duce necesariamente a dar un rol definitivo a la relación común con
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el pasado: “Una nación es un alma, un principio espiritual. Estas dos


cosas que, a decir verdad, no hacen más que una, contituyen esta alma,
este principio espiritual. Una está en el pasado, la otra en el presente.
Una es la posesión en común de un rico legado de recuerdos; la otra es
el consentimiento actual, el deseo de vivir juntos, la voluntad de hacer
valer la herencia indivisa que se ha recibido”.
Se impone la idea de un patrimonio común, de un culto cuasi-roma-
no de los ancestros, de un pasado heroico de glorias comunes. Teniendo,
sin embargo, una coloración trágica que, en un primer momento, puede


10
Op. cit., p. 55.

11
Ibid.

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parecer inevitable (“los sacrificios comunes”), para introducir luego una


dimensión paradojal en relación al consentimiento12.
Pero antes de analizar este nuevo pendiente, convendrá preguntarse
lo que son las condiciones de posibilidad del consentir. La afectividad de
la adhesión, ¿no supone la existencia de una experiencia común, cuyos
marcos permanecerían incambiados para todos, tanto en el momento
mismo como en el devenir ? Sólo se puede consentir en aquello en lo
que tenemos todos una experiencia común, incluso si cada uno le pro-
porciona una interpretación y un testimonio diferentes, de acuerdo a
un principio de multiplicidad de los puntos de vista o de división de las
voces, según la expresión de J. L. Nancy. Es, justamente, este consentir
el que transforma el “alguien” de la experiencia pre-reflexiva, empírica,
en el “nosotros” político, reflexivo.
Pero, ¿qué ocurrirá si son desmantelados los cuadros de la experiencia
singular y colectiva; si ya no “se” está seguro de poder dar testimonio de
un mismo acontecimiento; si el pasado –al no poder ya asegurar nada o al
ser imposible su repetición– deja que sobrevengan acontecimientos que
arruinan toda posibilidad de ser inscritos, y, por lo tanto, de atestiguar
por ellos? No se puede compartir con toda una filosofía política la fe
ingenua en la existencia; es decir, el realismo del dato. Efectivamente,
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¿cómo se puede consentir en común si lo que ha podido existir no ha


dejado huella? Esta será la pregunta que habrá que plantear a Habermas:
la del cuadro de la experiencia histórica; ya que no se certifica el dato,
sino su archivo; es decir, su repetición. Es la repetición la que hace ser: no
hay acontecimiento sin superficie de inscripción. La nación, sus teatros
de memoria, su historiografía, sus museos, sus escuelas, constituyeron
esa superficie de inscripción. Superficie cuyo estado de lugar se realiza
en el après-coup13.


12
J. Roman señala con razón que “se mide aquí el carácter apresurado de aquellos
que propusieron la referencia renaniana para sostener la idea de una adhesión
voluntaria a la nacionalidad francesa”.

13
Après-coup : retroactivo, a posteriori. Se ha preferido mantener el término en
francés, porque define de manera más precisa la operación señalada, ya que

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No se trata de plantear a Renan las preguntas que no se podía


plantear, sino introducir una sospecha en aquellos que utilizan este
pensamiento (como también en aquellos que pertenecen a una era que
se podría llamar precatastrófica, en que el suelo común estaba desde la
partida asegurado a los seres humanos).
El historiador de los llamados “lugares de memoria” enfrenta un
riesgo: sólo puede haber consentimiento con existencias a las que les haya
sido dado registrar las huellas de acuerdo a unos protocolos de institución
de la memoria nacional; sobre las ruinas, como escribe P. Nora acerca de
la memoria “viva” de un grupo. Pero el mismo riesgo lo corre el historia-
dor que describe estos protocolos que dan lugar a la memoria nacional,
a la identidad política. Este supone que un acontecimiento histórico
siempre puede ser recuperado por la historiografía y por los diferentes
teatros de memoria de la modernidad. ¿Qué ocurriría, sin embargo, con
un acontecimiento no inscriptible, irrepetible, como estos huracanes que
dejan pasmados a los instrumentos de control meteorológicos? ¿Acaso el
físico podría sostener razonablemente que, después del terremoto, nada
ha tenido lugar si nada ha sido inscrito en sus aparatos, cuando todo a
su alrededor no es más que ruina y devastación? ¿No escuchará el clamor
de la naturaleza y de los seres humanos; clamor que será testimonio de
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un daño, que la justicia intentará convertir en perjuicio, como siempre


defectuosamente, estableciendo una suerte de cuadro común para juz-
gar sobre un litigio entre la desmesura natural (y por lo tanto histórica,
puesto que el acontecimiento de que se trata es el huracán) y la medida
social?14 La inscripción del acontecimiento sólo tendrá lugar por el desvío
del tribunal. Por tribunal no hay que entender solamente la institución
jurídica sino más allá, sus procedimientos, su trabajo de pesquiza, la
identificación de objetos testimoniales, la autentificación crítica, el

operativamente remite –en el psicoanálisis lacaniano– a las impresiones o huellas


mnémicas que adquieren su sentido y eficacia en un tiempo posterior al de su
primera inscripción (N.d.T).

14
Para esa distinción, remito a esa obra fundamental que es Le Différend de J.
F. Lyotard.

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registro, la comparecencia de las partes, la decisión, la ejecución, etc. En


síntesis, todo aquello que caracteriza tanto a la historiografía como a la
museografía. Pero antes que todas estas instituciones modernas, incluso
antes de la institución misma del tribunal, está la figura del Juez, tal
como aparece en el Antiguo Testamento, aún antes de la existencia de
un reino teocrático y de sus instituciones. El Juez es aquel que intenta
acoger la demanda de aquel que ha sufrido un daño y que el tribunal
no ha registrado.
El Juez no tiene archivos: el actuario no tiene huellas que comu-
nicar, y sin embargo, hay algo que queda suspendido en este no man’s
land entre el dato y la huella. Puesto que no es repetible y autentificable
a partir de la huella, no es –en términos estrictos– un acontecimiento.
Y sin embargo ello ocurrió: una ruina de acontecimiento.
La dificultad de esta cuestión puede resumirse en la afinidad que
crea el latín entre el acontecimiento (el caso, casus), proveniente de cadere
(caer) y la ruina, que viene de ruere (caer, desmoronarse). Aquí se abre
un campo, definido por preguntas como las siguientes: ¿qué es lo que
arruina un acontecimiento que cae sobre una superficie de inscripción
singular o colectiva (una experiencia, un testimonio) ? ¿Qué experiencia
se puede tener de lo que ya llega arruinado? ¿Qué otra huella puede dejar
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que no sea más que cenizas? Hay un impensado de la experiencia colectiva


y singular en el corazón del pensamiento político de ayer y de hoy, que
la urgencia contemporánea debe tomar en consideración. Y a la inversa,
una ruina ¿no es acaso un acontecimiento, puesto que experimenta la
caída? O, entonces, ¿no habrá que entender de esta manera la herencia
patrimonial que se supone proporciona un asidero al consentimiento
mutuo; es decir, como ruina monumental, fundamental, también en mo-
vimiento? Habrá dos interrogaciones para desarrollar: una, concerniente
a una necesaria política patrimonial, política del museo, del museo de
historia, sin la que no existiría la nación en el sentido de Renán; política
del pasado sólo en cuanto yacen en ella acontecimientos excepcionales
(advenimientos, catástrofes); otra, concerniente a los cuadros de la
experiencia del acontecimiento, si se derrumba siempre como ruina y
si incendia todo lo que puede circunscribirlo; vale decir, el inscribir, el
identificar, el rememorar, el conocer: operaciones, todas, de síntesis.

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En el fondo, habría en el sustrato del consentimiento, una nueva


política cultural de la nación, una política de los lugares de memoria
que, como sabemos, fue lo esencial de la política cultural de la IIIa
República15, cultura de las glorias, pero quizás de manera constitutiva,
cultura de los duelos, en la que se asienta la unidad y la identidad de la
nación republicana y soberana.
Una política de la cultura del duelo. “En el pasado, una herencia
de gloria y pesares que compartir; en el futuro, un mismo programa a
desarrollar. Haber sufrido, gozado, esperado juntos, he aquí algo que
vale más que aduanas comunes y fronteras conformes a determinadas
ideas estratégicas; esto es lo que se entiende pese a las diversidades de
raza y de lengua.
“Lo decía hace un momento: ‘haber sufrido juntos’; sí, el sufrimiento
en común une más que la alegría. De hecho, en medio de los recuerdos
nacionales, los duelos valen más que los triunfos, porque conducen el
esfuerzo en común”16.
Tanatocracia, política del sacrificio, del sacrificio pasado o presente,
del sacrificio venidero, política sacrificial coherente en el cuadro de una
ética del intercambio-don. Sacrificio que da lugar a un arte oficial, según
el régimen de la representación: la estatuaria pública. Política de la estela,
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y como lo mostrará Ph. Lacoue-Labarthe17, política de la mímesis y del


tipo que se imprime, onto-tipo-logía. Petrificación de un pueblo en cada
una de sus plazas públicas.
Ahora bien: en Renan hay algo más que este oficio del pasado; una
dimensión del olvido activo que lo hace estrictamente contemporáneo
(Blanchot, Derrida, Habermas, Primo Levi, Lyotard, N. y P. Loraux). Ya
que sólo se instituye lo político más por el olvido activo que por el trabajo
del duelo voluntario. Consentir sería, entonces, abrigar el deseo común de
olvidar el pasado. O sea, adherir por un lado, romper por el otro. ¿Cuál


15
Les lieux de mémoire. Obra colectiva editada bajo la dirección de P. Nora. La
République, La Nation, les France. (7 tomos).

16
Op. cit., p. 54.

17
Typographie. In: Mimesis des articulations, 1975

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introducción 27

es el pasado que debe ser tomado en cuenta para la moderna definición


de la nación? El de las pertenencias étnicas (religiosas, territoriales, etc).
En un mismo momento: hacer el día, que la noche deshacerá,
siendo ésta la formula del olvido pasivo; pero también, hacer la noche,
tejer el olvido, en provecho del día, deshilachando la textura nocturna,
fórmula del olvido activo.
Fórmula compleja, por cierto, ya que no se trataría para Renan de
hacer regresar todo, según el principio del Eterno Retorno (querer que
todo regrese, hasta lo más infame). El tribunal debiera incluso desposeer
al Juez: todas las demandas no deben ser oídas; debe haber una selección
(terrible palabra, hoy).
No se trata de llevar al conocimiento de la nación la totalidad de las
antiguas pertenencias populares. El historiador las conoce de sobra, pero
están cargadas de una fuerza terrible. Es un saber que no todos pueden
compartir. Mnemosina es la madre de la patria, pero esta memoria debe
promover un culto previo al olvido.
La tarea del historiador (del conservador) que instituye el sitio
común de la nación es de envergadura. Existe por una parte lo que está
en su deber exponer y lo que debe quedar en las reservas del museo.
De cierta manera, debe escribir con una escritura nocturna (blanca),
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describir nuestros múltiples orígenes étnicos, para surtir una cuasi-ciencia,


una etnografía esotérica; y, un buen día, compelido a la acción, debe
deshacer esta trama, ignorar este saber que porta consigo, en germen, el
exterminio de todos los pueblos europeos (la guerra de las neo-etnias,
guerra inacabable, a diferencia de las guerras que realizaban las tribus
“salvajes”, puesto que la diferenciación en acto no puede tener límites, y
que las multiplicidades de razas, de lenguas, de religiones, no coinciden
ni se confirman. Multiplicidad en la multiplicidad).
Como se ha visto, la etnografía no sabría fundar positivamente lo
político; hay que hacer su duelo del culto a las raíces étnicas, lingüísti-
cas, biológicas, etc. Pero todavía es preciso conocerlas. Ya que, ¿cómo se
podría olvidar aquello que no se conoce?
Pregunta que configura la otra ladera de la pregunta clásica, platóni-
ca: ¿cómo buscar lo que no se conoce? No se puede olvidar positivamente
más que aquello que ha sido previamente inscrito. Para Renan, el filólogo,

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28 jean-louis déotte

sobre estas cuestiones la ciencia debiera establecer la condición de po-


sibilidad de la cura, de la catharsis nacional. En efecto, ha sido de gran
utilidad el hecho de señalar que si las conquistas germánicas “bárbaras”
fueron exitosas y cuajaron en tierras occidentales, ello se debió fundamen-
talmente a dos razones. La primera es que los conquistadores olvidaron
su paganismo para abrazar el cristianismo de los vencidos; la segunda es
que, de la misma manera, olvidaron su propia lengua para tomar la de
los vencidos18. Los vencidos triunfaron gracias al don olvidadizo de los
orígenes de los vencedores.
La fuerza de Renan es la de sustituir un principio de genealogía, un
principio de discontinuidad, mediante el olvido activo; a un principio
de identidad fijado en criterios de raza, religión y lengua, un principio
de colección, de agregación, cuya coherencia es siempre problemática.
Es en esta perspectiva en la que se debe interpretar la página del olvido:
“El olvido, y diré incluso el error histórico, son un factor esencial de la
creación de una nación, y es así como el progreso de los estudios histó-
ricos es un peligro para la nacionalidad. La investigación histórica saca
a la luz los hechos de violencia que tuvieron lugar en el origen de todas
las formaciones políticas, incluso de aquellas en que las consecuencias
han sido de las más benéficas. La unidad se hace siempre brutalmente;
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la reunión de la Francia del Norte con la Francia del Mediodía fue el


resultado de un exterminio y de un terror continuo durante un siglo
entero. El rey de Francia que, si se me permite decirlo de este modo, es
el tipo ideal de un cristalizador secular; el rey de Francia, que ha realizado
la más perfecta unidad nacional que se conozca; el rey de Francia, visto
de cerca, ha perdido su prestigio; la nación que había formado lo ha
maldecido, y, hoy en día, sólo los espíritus cultivados saben cuánto valía
y lo que hizo... Ahora bien: la esencia de una nación es que todos los
individuos tengan muchas cosas en común, y también, que todos hayan
olvidado muchas cosas. Ningún ciudadano francés sabe si es burgundo,


18
Op. cit., p. 40.

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introducción 29

alano, taifales, visigodo; todo ciudadano francés debe haber olvidado la


Noche de San Bartolomé, las masacres del Mediodía en el siglo XIII”19.
En lo concerniente a la memoria, el ciudadano moderno está
preso entre dos obligaciones. Por un lado, debe cultivar en común la
rememoración de los sacrificios; no se trataría de olvidar, puesto que los
monumentos luchan contra el olvido pasivo. Por otro lado, se trata de
olvidar lo más rápido posible las pertenencias pasadas, llegando incluso
a respetar los errores históricos: no hay que remover el fondo del vaso,
no hay siquiera tener que llegar a pedir perdón, lo que significaría tener
conocimiento del crimen. ¡Olvidad pasivamente!
No hay siquiera que evitar el error (que sería el de Renan y de sus
adeptos) que haría del olvido pasivo, de la ignorancia sabiamente man-
tenida, la condición del estar-juntos, más aún si siempre hay riesgo de
exterminio; es decir, de política armada de desaparición, de individuos
como de pueblos; política conducida contra la memoria. Ni siquiera es
un error, porque eso no se puede.
La orden de olvidar pasivamente es contradictoria en los términos. Un
acto tal no puede ser ejecutado (actuado) pasivamente.
Y sin embargo la orden ha sido (siempre) dada. Es contradictoria,
pero no más que aquella otra orden dirigida a la modernidad: “¡Sean
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autónomos!”. Double bind20.


Por lo demás, es evidente que esto no se olvida (pasivamente), ya
que este tipo de crímenes (la desaparición, el escamoteo de las huellas
del crimen) que jamás han sido inscritos, de los que no se conserva la
huella, justamente para olvidarlos (activamente), regresan eternamente.
Eterno retorno de lo que no ha sido inscrito, de lo desaparecido, de lo
sumergido21. Un espíritu; es decir, un espectro. Lo que habría que llamar
el espíritu, lo inmemorial, de una nación: los crímenes cometidos para
edificar esta nación, en tanto no han sido inscritos. ¿El espíritu francés,

19
Op. cit., pp. 41-42
20
En inglés en el original (N. de E.).
21
W. Benjamin: París, capitale du XIXème siècle. Cap: L’ennui, l’éternel retour. Primo
Levi: Les naufragés et les rescapés.

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acaso? No ya el espíritu, en el sentido de una palabra espirituosa, sino


la Francia del Sur, los cátaros, los Camisards. El Museo del desierto. Es
por esto que los reyes de Francia han sido maldecidos por la nación que,
sin embargo, habían forjado.
Se podría plantear la hipótesis, en Renan, de una restricción de las
luces sólo hacia algunos, a los hombres cultivados; puede que abrigue
el temor extremo de una marejada étnica, de un exterminio, de una
purificación étnica, si todos se enteraran por la historiografía y por la
etnografía, de que son herederos de víctimas. Pero, consecuentemente,
no debiera esperar una adhesión de todos a la nación. Los lugares de
memoria, de los que los museos son una pieza esencial, no son lugares
de apropiación de un patrimonio que se trataría de conmemorar en co-
mún. Por un lado, porque el olvido activo precede a toda memoria. Este
olvido, ontológicamente primero, no es obra del tiempo. Por el contrario,
lo condiciona. Este olvido originario es el que permite la inscripción que
el tiempo se encargará de confirmar o de borrar. La diferencia no es muy
distante respecto de la cura psicoanalítica, en que el analizante inscribe
acontecimientos que le han ocurrido, pero que hasta ese momento no
había podido inscribir y tomar a cargo, dejando que los afectos desligados
atribularan penosamente su existencia. Se trataría, entonces, de proseguir
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el trabajo de los historiadores de lugares de memoria, que muestran que


estos lugares han sido fabricados –pieza por pieza, en todos los sentidos
que puede tener el término fábrica–; esto es, que la memoria es un asunto
de artificio, y por lo tanto, necesariamente, de olvido; que presupone
siempre el olvido.
Es preciso desapropiarse, arruinar mediante el análisis histórico un
afecto, una masa sentimental, una queja, que hasta ahora no había podido
encontrar superficie de inscripción alguna, un Juez. Poner en palabras
y en imágenes, proporcionar representaciones. O más bien, actuar para
que las masas sentimentales, los paquetes de afectos, sean emboscados
por representaciones de palabras e imágenes. Hay que imaginar para ello
instituciones del colectivo. Instituciones políticas del olvido. Lo que fue
la tragedia para la Ciudad griega.
Por un lado, porque las catástrofes históricas deben quedar abiertas,
porque han sido el lugar de acontecimientos que no eran solamente

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introducción 31

históricos, sino que podrían haber abierto la historia. Hay que continuar
pudiendo conjugarlas en futuro anterior: en este sentido, no pertenecen
sólo al pasado de los seres humanos. Para retomar el ejemplo que Renan
cita explicitamente: la revuelta de los Camisards. A lo que se podría
agregar un ejemplo que no cita en el texto sobre la nación: la Comuna
de París. Y para no dejar de ser franceses y contemporáneos: Mayo 68,
la gruta de Ouvéa22.
Es evidente que se dibuja a partir de ahí, un vasto programa eu-
ropeo, en el que nosotros, Europeos, podemos comprometernos: una
igual voluntad de olvido activo. Que supone poder disponer del registro
objetivo de la historia europea. Una política cultural de la distanciación
y no de la identificación mimética. Una purgación colectiva mediante
el conocimiento y no por el pathos. Una cierta práctica museal de la his-
toriografía y de la etnografía brechtiana23, retomando los términos con
que Brecht caracteriza su dramaturgia: “Algunos desplazamientos de acento
por los que se efectúa el paso del teatro dramático al teatro épico” (1930).
¿Por qué el Museo está en el corazón de una política cultural cohe-
rente? Porque por esencia es universal, público y cosmopolita. Porque
precede, necesariamente, al olvido de las pertenencias étnicas e históricas.
Porque instituye el olvido activo. Porque suspende los destinos.
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Si Renan se sorprende de que después del don de la nación, la devo-


lución de éste haya sido una política etnográfica, es porque obnubilado
por el saber (filológico) en sus relaciones a lo político, no pudo ver que
una política cultural podía ser algo distinto que una política del sacrificio,


22
La gruta de Ouvea, situada en Nueva Caledonia (territorio francés de ultramar),
fue escenario en 1988 de un sangriento asalto que un grupo de élite de la Gen-
darmería Francesa realizó contra un grupo de independentistas, que se habían
refugiado en ella, tras dar muerte a unos policías en el ataque a una comisaría. Este
acontecimiento ocurrió una semana antes de las elecciones en que fue reelegido
F. Mitterand, siendo Charles Pasqua ministro del Interior, durante el período
llamado “de cohabitación”. (N. de T.)

23
Ph. Ivernel: Le tournant polítique de l’esthétique. Benjamin et le théatre épique. In:
Weimar. Le tournant esthétique. Actes du colloque de Cerisy-la-Salle, 1988.

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aún habiendo comprendido que con la noción de duelo colectivo, lo que


podría estar en juego era la institución del olvido activo.
Si no se es capaz de conducir el análisis hasta este punto, la nación
(Europa) será devuelta, necesariamente, en términos de etnias.
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