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Esta extraordinaria colección de relatos acerca de niñas malas, mujeres


perversas y esposas insatisfactorias incluye a casi todas las grandes escritoras
contemporáneas: Djuna Barnes, Jamaica Kincaid, Katherine Mansfield, Leonora
Carrington, Colette, Grace Paley, Elizabeth Jolley, Jane Bowles y muchas otras.
Elizabeth Jolley describe el raro fenómeno de una mujer que confía en sí misma;
Leonora Carrington cuenta la historia de una mujer que se transforma en hiena y
de una hiena que transformada en mujer sale al mundo dispuesta a matar.
Algunos de los relatos celebran la tenacidad, otros la astucia, todos tienen algo en
común: restaurar a la aventurera y a la revolucionaria como modelos auténticos
para todas las mujeres, en todas partes.
NIÑAS MALAS, MUJERES PERVERSAS

Una antología de relatos. Selección de

Angela Carter

EDHASA
Título original:

Wayward Girls & Wicked Women: An Anthology of Stories

Traducciones de:

Benito Gómez Ibáñez: Idilio en Guatemala.

Enrique Hegewicz: Mujeres y niñas.

Marita Osés: Introducción, La última cosecha, La debutante, Historias de Gloria,


Life, Tres fábulas feministas, Contrato matrimonial, Violeta, Las ciruelas, Los
amoríos de lady Purple, La tierra, Oke de Okehurst, Chica, Tía Liu y Notas sobre
las autoras.

Francesc Parcerisas: La adolescente.

Susana Rodríguez: La luna de lluvia y La larga espera.

Primera edición: marzo de 1989

Selección, Introducción y notas

© Angela Carter, 1986

© Edhasa, 1989

ISBN: 84-350-1329-4

Depósito legal: B.2.995-1989

Impreso en España

Printed in Spain
Introducción

ANGELA CARTER

«Niñas malas, mujeres perversas»: por supuesto, el título de esta


recopilación es irónico. Muy pocas de las mujeres de estas historias son culpables
de actos delictivos, aunque todas tienen una cierta Inclinación por ellos y, en mi
opinión, una o dos son realmente diabólicas, o poseen el potencial para serlo. Es el
caso de la abominable adolescente de «La adolescente», de Katherine Mansfield,
por ejemplo; egoísta, orgullosa, grosera con su madre, descortés con los extraños,
despiadada con su hermano pequeño. (Si bien la propia Katherine Mansfield, que
era una aventurera comedida y se jactaba de su reputación de niña mala, aparece
aquí en el papel de narradora, como una mujer de una buena voluntad tan clara
que los críos confían sin reparos en ella cuando los invita a comer costosos
helados.)
Sin embargo, la mayoría de las niñas y mujeres diversamente caracterizadas
que pueblan estas historias habrían parecido mucho, muchísimo peores si
hubieran surgido de mentes masculinas. Habrían sido brujas depredadoras y
borrachas; estafadoras; niñas de una precocidad monstruosa, embusteras y
tramposas; rompecorazones promiscuas. Por el contrario, aquí se nos presentan
como si fueran perfectamente normales.
En general, las escritoras se portan bien con los personajes femeninos. Tal
vez demasiado bien. Es cierto que las mujeres cometemos muchos menos delitos
que los hombres: no tenemos las mismas oportunidades de hacerlo. Pero, si
analizamos la ficción que escribimos, vemos que nos cuesta mucho censurar
nuestros actos aun cuando hayamos delinquido. Tenemos tendencia a considerar
las circunstancias atenuantes, que dificultan la tarea de imputar culpas y vuelven
imposible la de juzgar o incluso la de llegar a reconocer efectivamente la
responsabilidad para asumir luego la terrible carga del remordimiento que tan
bien resume la frase de Samuel Beckett: «mi crimen es mi castigo».
No se me ocurre ningún personaje femenino de la ficción literaria escrita
por mujeres que se enfrente con esta revelación final de horror moral. Nosotras
perdonamos; no juzgamos.
De las mujeres que protagonizan estas historias, sólo una se ajustaría
cabalmente a las características dostoyevskianas: la heroína de la historia de
George Egerton, «Contrato matrimonial». «Contrato matrimonial» está escrita con
un realismo documental del más duro estilo; es casi demasiado desgarrador para el
género de ficción, hasta el punto de que se sospecha que su origen podría ser un
recorte de periódico. Y resulta que existen circunstancias atenuantes para lo que en
un principio parecía un crimen sin explicación, para el que no cabía perdón
alguno; circunstancias atenuantes de lo más enternecedoras, de modo que el lector
se ve sobrecogido por la compasión.
En el desenlace, George Egerton absuelve a su heroína, pero de la manera
más peculiar: hace que se vuelva loca. Al parecer, la mujer no sabía lo que hacía ni
lo sabrá nunca. Al final de la historia, loca, se siente feliz por primera vez desde el
comienzo del relato. De una manera bastante horrenda, su delito no es su castigo
sino el instrumento de su recompensa.
Lo que le ocurre al peregrino sagrado en el pueblo marroquí, en «La larga
espera», de Andrée Chedid, es un acontecimiento de otro orden; no es tanto un
asesinato como un triunfo sobre la historia.
Pero, en términos generales, para la mujer, la moralidad no tiene nada que
ver con la ética; significa moralidad sexual, y nada más que moralidad sexual. Ser
una niña mala se suele asociar con tener relaciones prematrimoniales; ser una
mujer perversa tiene que ver con el adulterio. Esto significa que para una mujer es
mucho más fácil llevar una vida intachable que para un hombre: lo único que tiene
que hacer es evitar las relaciones sexuales como si se tratase de la peste. ¡Qué
hipocresía!
Por ello, he tenido el cuidado de escoger niñas malas que no fueran
libertinas sexuales. La heroína de mi propia historia, «Los amoríos de lady Purple»,
es una libertina sexual con una conducta por completo reprochable, pero, al mismo
tiempo, no es real. Es una muñeca creada por un hombre, quien ideó toda su
biografía como «mujer fatal» y le dio vida porque deseó intensamente que
existiera. Si ella lo destruye en el preciso momento en que despierta a la vida es,
ante todo, por culpa de él, por ser lo bastante estúpido para idear cosas tan
espantosas.
A Life, la heroína de la maravillosa historia de Bessie Head, se la considera
mala, hasta perversa, no porque distribuya sus favores sexuales sino porque cobra
por ellos, y, haciéndolo, rompe la fácil armonía del pueblo y convierte sus
relaciones íntimas en transacciones monetarias. Introduce el siglo XX en un pueblo
africano que se halla fuera del tiempo, y pagará por ello en manos del hombre que
se cree en el derecho de actuar así porque la ama.
Si no te ajustas a las normas, sino que intentas empezar un nuevo juego, no
necesariamente prosperarás; ni siquiera es seguro que el nuevo juego sea mejor
que el anterior. Pero ello no significa que no valga la pena intentarlo.
La mayoría de las mujeres de estos relatos, si bien no cosechan grandes
éxitos, por lo menos procuran esquivar el papel de víctimas mediante el uso
juicioso de su ingenio, y todas tienen en común una cierta obstinación, una especie
de malicia, aunque las historias sean muy variadas y procedan de todo el mundo.
La madre de «La última cosecha», de Elizabeth Jolley, es una de las pocas
estafadoras femeninas del mundo de la ficción. Las voraces y maníacas
protagonistas de «Idilio en Guatemala», de Jane Bowles, pertenecen a esa clase de
mujeres con las que uno no desearía que su hijo o su hermano se relacionasen. Al
parecer, la joven de «La luna de lluvia», de Colette, intenta deshacerse de su
marido por medios ocultos, y no la induce a ello motivo más noble que el del
despecho.
La Violeta de Frances Towers no está exenta de cierta brujería doméstica
con tendencia a lo genuinamente perverso, si bien el relato está contado con algo
de ligereza. La historia de Vernon Lee trata de una esposa aburrida que prefiere un
fantasma a su marido; desde luego, es consciente de que nada bueno puede salir
de eso, pero ¿acaso esto la frena? Por supuesto que no. La debutante de Leonora
Carrington cede su lugar a una hiena en su propio baile de presentación en
sociedad, con las previsibles consecuencias desastrosas. La heroína menor de edad
de Grace Paley en «Mujeres y niñas» constituye una amenaza cierta para los
jóvenes. Pero… ¿qué es lo que debemos hacer para ser buenas? La madre de
Jamaica Kincaid aporta algunas sugerencias, y las fábulas agridulces de Suniti
Namjoshi vienen a decirnos que, haga lo que haga una mujer, en última instancia
nunca estará realmente bien.
Pero la protagonista de «Las ciruelas», de Ama Ata Aidoo, una estudiante
de Ghana en Europa, está por completo en lo cierto; con una clarividencia fuera de
lo común, con la suficiente clarividencia y con la dosis también suficiente de la
necesaria dignidad virulenta, se ve etiquetada de «mala» si no está alerta todo el
tiempo. «Las ciruelas» forma parte del libro Nuestra hermana aguafiestas: Reflexiones
desde la profundidad de unos ojos negros.
Todas las historias que he elegido son reflexiones a partir de una mirada de
soslayo, oblicua, penetrante. (Algunas son además muy divertidas.)
Y todas estas mujeres distintas entre sí, poseen algo más en común: cierto
sentido de autoestima, por trastornado que esté. Se saben dignas de algo más que
lo que el destino les ha deparado. Están preparadas para conspirar e intrigar; para
arrebatar; para luchar; para salir de su madriguera y hacerse con esa porción extra
ya sea de amor, de dinero, de venganza, de placer o de respeto. Aun en la derrota,
no se dan por vencidas; como la tía Liu de la última historia del libro, son mujeres
«que saben de la vida».
La última cosecha

ELIZABETH JOLLEY

En clase de labores domésticas tuve que deshilvanar las sisas porque


Piernas Inquietas dijo que estaban mal, y luego chamusqué el cuello de mi vestido
porque la plancha estaba demasiado caliente.
—¡Y para colmo, por el derecho! —refunfuñaba Piernas Inquietas mientras
se afanaba en la pila intentando sacar la mancha chamuscada.
Después se rompió la aguja de la máquina de coser y no había otra de
recambio, lo que realmente la enfureció, y, para acabar de empeorar todo, Peril
Page destrozó sin querer su patrón al recortarlo equivocadamente.
—¡No pienso volver nunca más ahí! —anuncié, mientras cogía un poco de
pan y lo untaba de una espesa capa de mantequilla, una costumbre que a mi madre
nunca le había importado demasiado, ni siquiera cuando estábamos escasos de
provisiones. Mi madre estaba sentada a la mesa de la cocina cuando llegué a casa,
pensando en qué haría de comer a mi hermano, y no hizo ningún comentario, por
lo que yo repetí:
—No quiero volver a ver ese sitio. No volveré más.
De modo que tanto mi hermano como yo dejábamos la escuela antes de lo
debido, y él ahora abandonaba los trabajos, uno tras otro, a veces sin esperar
siquiera a que le pagasen.
—Bueno, supongo que te hubieran dicho que te marchases antes del
examen —se limitó a señalar, exactamente lo mismo que mi hermano le había
dicho cierta vez, cuando ella casi lo mató por sostener que la escuela buscaba
sacarse de encima a los que previsiblemente iban al fracaso—. ¿Qué le puedo
comprar? —añadió.
—¿Qué te parece unos menudillos de cordero con tocino? —le sugerí, y me
preparé otra rebanada con mantequilla; dejar la escuela de aquella manera tan
repentina me había dado hambre.
Entonces se le iluminó la cara y, mientras se disponía a subir a la terraza
para ir a la compra, me dijo:
—Mañana puedes venir conmigo y ayudarme a acabar antes.
Así que al día siguiente fui a South Heights con ella a limpiar aquellos
apartamentos tan elegantes. Son tan lujosos que uno de ellos hasta tiene el lavabo
tapizado de piel, aunque a mi madre no le gusta porque le atasca el aspirador.
—Veamos cuánto pesamos —dije después de que mi madre echara un
vistazo a la ropa sucia.
—Mira qué desorden —dijo—. Hoy me tengo que dedicar sin falta a la
cocina y a la nevera, que últimamente he dejado a un lado.
Ella prefería que salieran a comer, lo que hacían casi siempre.
—Es cuando traen a las chicas que lo ponen hecho un cisco —se quejó—.
Pelos por todas partes, medias aquí y allá y grasa en la cocina. ¡No me explico por
qué querrán cocinar!
—Veamos cuánto pesamos —repetí, subiéndome a la pequeña báscula rosa.
—Tengo que hacer de vientre —dijo mi madre.
—Bueno, pues pésate antes y después.
—¡Para qué!
—Por pura curiosidad —contesté y, al bajar de la báscula, me di en la
cabeza con el borde del armario recubierto de espejos del cuarto de baño.
—La verdad es que en estos sitios tan caros —dijo mi madre mientras me
frotaba la cabeza— todo son inconvenientes, ¡y ni siquiera tienen puerta trasera!
Imagínate, si tuvieran puerta trasera pondrías un pie fuera y aparecerías muerta
veinte pisos más abajo. Y otra cosa: las lavadoras desaguan en los baños. Con todo
el dinero que cuestan estos apartamentos y uno huele a basura nada más entrar en
el edificio, y todo el día se oye caer el agua de los retretes.
Curiosamente, su peso no había variado una vez que hubo ido al lavabo.
Trabajamos como locas, pues mi madre esperaba a unas personas que ocuparían el
número once durante unas horas.
—Quiero que lo encuentren bien agradable —me indicó, entregándome la
llave para que yo me adelantara—. En cuanto acabe aquí, bajaré.
Mientras me marchaba me gritó:
—Pon sábanas en el congelador, las negras, revisa que el baño esté bien y
coloca las revistas de fotos y el ambientador en la mesita de noche. —Estaba
convencida de que la gente disfrutaba más con las sábanas frescas. —No hay nada
peor que achicharrarse en la cama —concluyó.
La idea se le había ocurrido a mi madre cuando estuvo en la cárcel por
segunda vez, después de que tomara prestado el coche de la señora Lady para
llevar a mi hermano de vacaciones por razones de salud. Fue en la prisión donde
pensó en ello, me contó después. Le había impresionado mucho el hecho de que la
gente llevara una vida terriblemente aburrida sin expectativas agradables y sin
probar los placeres que, a su juicio, existían sobre la faz de la Tierra para ser
disfrutados.
—No gozan de ningún placer —aseguraba—. Tal vez el cine, de vez en
cuando, pero eso es sólo mirar las vidas de otra gente.
Así que se propuso firmemente conseguir trabajo en algunas casas de South
Heights y muy pronto empezó a limpiar varios de los apartamentos de lujo de
aquel lugar.
Tenía sus propias llaves e iba y venía según lo requiriese el trabajo y cuando
le venía en gana.
—Aquello es «súper» —dijo, utilizando una de mis expresiones para
describir el sitio.
Entonces, poco a poco, fue invitando a la gente de nuestra calle —y a otros
más tarde, a medida que corría la noticia— para que probaran los placeres que
forman parte de la vida normal de la gente rica. Me refiero a que, cuando los
apartamentos estaban vacíos, o sea, cuando sus dueños estaban en la oficina o en la
peluquería o en el club de golf o montando a caballo o en viajes de negocios y esas
cosas que hacen los ricos, dejaba entrar a otras personas.
El primero en hacerlo fue el anciano que vivía en la galería trasera del
colmado de la esquina, y luego el propio tendero.
—Han pasado muchas privaciones —decía mi madre.
Los dejaba estar en el planta baja del señor Baker una hora a la semana
mientras ella cepillaba y doblaba los atractivos atuendos de ese señor y le lavaba
los platos. Lo admiraba, aunque nunca lo había visto, y apreciaba todas sus
pertenencias. Una vez afirmó que no habría podido trabajar para personas a las
que no quisiera.
—¿Cómo puedes amar a alguien a quien no has visto nunca? —le pregunté.
—Oh, conozco todo lo suyo, todo lo que necesito saber; incluso las tallas de
sus camisas y los colores de sus calcetines me dicen muchísimo —respondió.
Y luego añadió que amar significaba un montón de cosas, como observar en
qué gastaba la gente su dinero y qué les interesaba en la vida: comprar pan y
verduras o libros y discos. Todas estas cosas la conmovían, decía.
—Hasta sus píldoras son interesantes —decía—. Puedes aprender muchas
cosas sobre la gente sólo con mirar en el armario de su cuarto de baño.
La primera vez que fui con ella, rompí un cenicero; me sentí terriblemente
mal y no le enseñé los pedazos hasta la hora de marcharnos. Ella garabateó toda
una cuartilla de South Heights —le encantaba utilizar su bolígrafo verde— para
dejarle una nota al señor Baker:
«Siento mucho lo del cenicero. Intentaré encontrar un sustituto adecuado»,
escribió, e hizo un honrado montoncito con los pedazos junto a la nota.
—No te preocupes —me dijo—. La vieja Bola de Billar del ático tiene un
armario lleno de cosas que nunca usa. Hasta tiene una vajilla de veinticuatro
piezas, de esas que ya no se ven en estos tiempos. Allá encontraremos algo. Es
fácil. Le debe cera al señor Baker y una hora de su secadora eléctrica, así que
quedarán en paz.
Siempre estaba tomando prestadas cosas de unos para dárselas a otros y
devolviendo luego los favores, sin que los interesados tuvieran la más ligera idea.
Como iba diciendo, los viejos venían una vez a la semana, se sentaban en el
dormitorio, decorado con un empapelado lleno de brazos, piernas y cuerpos
desnudos, y ella les servía café en una bandeja, con un chorrito de coñac francés. Se
instalaban en esos sillones porque era desde donde mejor dominaban la piscina
para ver a las chicas. Siempre había montones de chicas bonitas en South Heights
sin otra cosa que hacer que estar tumbadas al sol.
Uno de los problemas de mi madre era su gusto por las cosas caras, que no
sabía de dónde le venía. A menudo se sentaba a la mesa de nuestra cocina con una
servilleta blanca sobre la falda.
—Recuérdalo siempre: son servilletas. Sólo la gente vulgar las llama
«serviettes» —afirmaba, y luego me enseñaba a coger el cuchillo con la palma de la
mano sobre el mango—. Es muy importante —decía.
Como fuera, se sentaba a comer un aguacate, con su servilleta y todo, tras lo
cual me ordenaba a veces que bajara a la calle a buscar patatas fritas.
—Tan sólo espero que lo hayan pasado bien —me dijo mi madre aquella
tarde mientras limpiábamos el número once—. Es terrible ser jóvenes y recién
casados y estar obligados a vivir con la enorme familia de ella. Apostaría a que no
tienen una cama para ellos en aquella casa, para no hablar de un dormitorio. ¡Toda
esa familia a su alrededor todo el tiempo! Los matrimonios jóvenes tienen que
estar solos. Aquí habrán tenido un poco de paz y tranquilidad —agregó, mirando
con aprobación el confortable apartamento, alfombrado y recogido, que había
dejado disfrutar a aquella joven pareja por una mañana—. Ahora los matrimonios
jóvenes no tienen por qué tener hijos a menos que verdaderamente lo deseen, así
que espero que hayan empleado su sentido común y los adelantos de la ciencia —
continuó diciendo mi madre.
Siempre hablaba mucho mientras trabajaba, y, según contaba, cuando yo no
estaba con ella hacía muecas frente a los espejos y hablaba con su imagen la mayor
parte del tiempo.
—Bebés —dijo—. Ventosidades, pañales mojados, lloros para comer y luego
vómitos por todos lados. Y apenas el bebé deja de serlo, todo son caprichos. Quiero
esto y quiero lo otro, cortes de pelo y ropa y discos y zapatos y dinero y más
dinero. Y después de un bebé, siempre viene otro con más pipis y más vómitos.
¡Nunca me digas que no te he avisado!
Lavó las sábanas negras y las metió en la secadora.
—Abre un poco las ventanas —me dijo—. Aquí huele a tostadas quemadas
y a ingles perfumadas. A los jóvenes siempre se les queman las tostadas: se olvidan
de ellas con tanto besuqueo. Vamos a ventilar bien toda la casa antes de que los
Blacksons vuelvan, para que no se den cuenta de lo que ha pasado aquí.
De camino a casa, mi madre estuvo pensando qué podría hacer de cenar a
mi hermano, y en el supermercado se quedó de pie pensando y pensando y todo lo
que se le ocurrió comprar fue unas barritas de pescado y un paquete de caramelos
blandos.
Por algún motivo, mi hermano parecía altísimo en la cocina.
—¡Sabes que siempre he vomitado el pescado! —Estaba de un humor de
perros—. Y hace años que no pruebo los caramelos.
Encendió un pitillo y se marchó sin cenar.
—Si comiera un poco… —suspiró mi madre.
Se preocupaba demasiado por mi hermano, y el portazo que éste dio al
marcharse la entristeció, de modo que dijo que no tenía hambre.
—Si comiera, y encontrase un trabajo y viviese —dijo—. Es todo lo que
pido.
A veces, los fines de semana íbamos juntas a ver el valle del abuelo. Había
un buen trecho en autobús. Teníamos que apearnos en la milla veintinueve, cruzar
el riachuelo Medulla y subir una carretera comarcal con matorrales y arbustos a
ambos lados hasta que llegábamos a unos acres de pasto que eran el comienzo del
terreno del abuelo. Mi madre atravesaba con esfuerzo la cerca de alambre, llena de
odio por el fango y el aire puro del campo. Maldecía en alta voz al viejo por
aferrarse a la tierra y maldecía el dinero sepultado en los campos de malas hierbas,
inmovilizado en los promontorios de granito en lo alto de las laderas, donde los
árboles muertos alzaban sus escuálidos brazos, lastimeros, como suplicando algo al
cielo. Maldecía el lugar porque ya nada podía crecer entre aquellas retorcidas
raíces desnudas, después de que el agua se hubiera llevado la capa superior de
tierra. Maldecía las pocilgas, sólidamente construidas con hierro acanalado años
atrás, y las traviesas del antiguo ferrocarril, hechas de madera de eucalipto, ahora
inservibles, pero tan indestructibles que era imposible sacarlas.
No podía vender la tierra porque el abuelo todavía vivía en un asilo de
ancianos y se empeñaba en conservar la granja aunque no pudiese hacer nada con
ella. Hasta los corderos se morían en ese lugar: o se morían de hambre o perecían
ahogados, según la época del año. Siempre era así: o sequía o inundaciones, nunca
una situación más afortunada entre los dos extremos.
Había allí una casa de maderas desgastadas por la intemperie, rodeada de
un amplio pórtico elevado, que podría haber sido bonita y agradable.
—¿Por qué no vivimos allí? —le pregunté una vez.
—¿Cómo íbamos a ir al trabajo? —dijo mi madre—. Está muy alejado de
todo.
Y mi hermano comentó:
—La única que tiene que ir a trabajar eres tú.
Creí que mi madre lo mataría. Le dijo que era un patán holgazán que no
servía para nada.
—¡No eres más que un hijo de puta! —le chilló.
Él hizo girar los ojos hasta que sólo se le vio el blanco.
—Bueno, querida dama —dijo poniendo una voz gangosa y espesa como si
hubiera estado bebiendo—. Querida dama —repitió— si yo soy un hijo de puta,
entonces usted debe de ser una puta. —Y tenía una pinta tan idiota, ahí de pie, que
tuvimos que ver el lado cómico de la situación y nos desternillamos de risa.
La casa se caía a pedazos. Los colonos eran tan incompetentes que mi madre
sospechaba que el hombre tenía otro trabajo. La joven esposa estaba cubierta de
ronchas a fuerza de colocarse demasiado cerca de la estufa y los críos siempre
llevaban los pañales mojados. Toda la familia tenía eccema. Cuando nacía una
ternera, nunca llegaba a ponerse de pie; era esa clase de lugar.
Cada vez que íbamos, mi madre casi lloraba por el ultraje que representaba
aquella tierra, que no era suya, y caminaba fatigosamente junto a las cercas, llena
de rencor por la maleza y las piedras que ganaban terreno.
Cuando visitábamos al abuelo, éste quería saber cosas de la granja —así la
llamaba—, y mi madre trataba de inventar algo que pudiera complacerlo. No le
contaba que las estacas de la cerca se estaban desmoronando y que las matas de
ricino habían invadido el patio de tal forma que no se podía llegar al granero.
Había un viejo albaricoquero en medio del prado, tan grande como una
casa, y era una pesada carga para nosotros pues teníamos que recoger la fruta en el
momento adecuado.
—¡No cojas esa rama! —gritaba mi madre—. La quiero para los Atkinsons.
El abuelo debía algo de dinero a esta gente y mi madre se sentía mejor si les
regalaba unos albaricoques. También le gustaba llevar fruta al hospital para
halagar un poco el orgullo y la dignidad del abuelo.
Me ataba un delantal a la cintura, con unos bolsillos bien hondos para meter
la fruta, y, a pleno sol del mediodía, tenía que subir a coger los albaricoques.
Cuando suponía que mi madre no me miraba, arrancaba la fruta verde, incluso
ramas enteras si podía, para no tener que cogerlas más adelante.
—¡Aquéllas no! —gritaba mi madre desde el suelo—. Ésas no están a punto
todavía. Tendremos que volver mañana por ellas.
Esa vez perdí los estribos, así que me arranqué el delantal y lo lancé al
suelo, pero quedó enganchado en una maldita rama, cargado de frutas y fuera de
nuestro alcance, tanto desde el árbol donde yo me hallaba como desde el suelo.
—¡Espera! ¡Espera a que te agarre y verás! —exclamaba mi madre furiosa
trotando alrededor del árbol.
No bajé hasta que se calmó, y para entonces habíamos perdido el autobús y
tuvimos que esperar a que parase algún coche, lo que ya no es tan fácil como era
antes. Con la pequeña localidad a un costado, la carretera parecía muy larga y
desolada y daba la impresión de no llevar a ningún lado. Cuando oscureció, todos
los perros comenzaron a ladrar como si se hubieran vuelto locos, y me invadió una
terrible sensación de soledad.
—Ojalá estuviéramos en casa —dije, mientras pasaban los coches sin
detenerse.
—Espera un minuto —dijo mi madre, y en la oscuridad robó una ramita de
romero del seto de alguien—. Esto tiene un perfume fantástico —comentó,
estrujándolo entre sus toscos dedos y dándomelo a oler—. Ya verás cómo
enseguida nos recogerá alguien —me consoló.
Otro día, un domingo por la mañana en que hacía mucho frío, mi madre
decidió que teníamos que ir de todas formas. Yo estaba muy resfriada, pero ella
dijo:
—El aire del campo te irá bien —y luego añadió—: si antes no te mata.
El cucú cantaba y cantaba.
—¡Escucha! —me dijo—. Ese pájaro canta realmente toda la escala. —E
intentaba silbar como el cucú, pero no dejaba de reírse y, claro, uno no puede silbar
mientras se ríe.
Luego pasamos al lado de unos corderos, acurrucados en un redil natural
de aulagas y hierbas largas y marchitas, cubiertas de brillante escarcha, donde el
tronco renegrido de un árbol quemado y caído hacía las veces de entrada para los
animales.
—Rápido —dijo mi madre—. Agarremos un cordero y cojamos un poquito
de lana para el abuelo.
—Pero no son nuestros.
—¡Qué más da!
Y antes de que pudiera detenerla ya había saltado el tronco y se hallaba en
medio de las ovejas. Se produjo una algarabía terrible. En medio de aquel jaleo,
consiguió hacerse con un poquito de lana.
—Está horriblemente sucia y gastada —se lamentó, estirando los jirones con
sus fríos dedos—. Creo que en mi vida había visto una lana tan miserable —
agregó.
Aquella noche estuvo ocupada con la lana. Primero la colocó en la mesa de
la cocina.
—¿Qué peinado querrá la señora esta semana? —dijo dirigiéndose a la lana.
Se puso a lavarla y peinarla para intentar mejorar su aspecto. Luego la
volvió a poner sobre la mesa y estuvo paseándose alrededor de ella, hablándole y
mirándola desde todos los ángulos. ¡Menuda risa! Yo me desternillaba; me reí
hasta tener dolor de estómago.
—La enrollaré en tus tenacillas de pelo —dijo por fin.
Pero aun después de haber estado toda la noche en una tenacilla, aquello no
tenía aspecto de nada.
—Me siento avergonzada de esta lana —dijo mi madre.
—Pero no es nuestra.
—Ya lo sé, pero me avergüenzo igualmente —respondió.
Así que, cuando fue a casa del señor Baker, cortó un pedazo diminuto de la
suave y sedosa alfombra blanca del cuarto de baño, de una parte en que no se
notaría, la envolvió con mucho cuidado en un trozo de papel de estaño y a última
hora de la tarde fuimos a visitar al abuelo. Lo encontramos sentado, con una manta
a cuadros sobre sus pobres piernas paralizadas y el tablero de damas a su lado.
Solía jugar a las damas —siempre con las negras—, pero los otros ancianos de la
habitación se habían quedado dormidos y no tenía con quién disputar una partida.
—Aquí tiene un poquito de lana de la esquila, papá —dijo mi madre,
inclinándose y dándole un beso.
Al abuelo se le iluminó la cara.
—Qué detalle traérmelo, todo un detalle —dijo, mientras sacaba el recorte
de alfombra de nailon de su envoltorio—. Es muy bueno, espeso y suave —
continuó, palpando la sedosa tersura, y sonrió a mi madre mientras ella trataba de
adivinar en su rostro un posible rasgo de desaprobación o desencanto.
—Hoy en día hacen cosas maravillosas con las ovejas, papá —dijo ella.
—Desde luego —respondió él sin dejar de acariciar el trocito de alfombra.
—¿Le gusta, papá? —le preguntó con ansiedad—. Le gusta, ¿verdad?
—Oh, sí, me gusta —la tranquilizó él.
Me pareció ver un destello de desilusión en sus ojos, pero la verdad es que
los ojos de los ancianos parecen estar siempre llenos de lágrimas.
Mi madre estaba muy cansada, tanto que se adormilaba junto a la cama,
pero jugó tres partidas de damas y se dejó ganar en todas, mientras yo miraba la
tele en el pequeño comedor con la enfermera de noche. Y luego nos tuvimos que
marchar porque mi madre tenía por delante todo un día de trabajo en South
Heights. El trabajo que le esperaba no era mucho, pero tenía que organizar un
montón de cosas y, durante el regreso a casa, comentó que necesitaría todo su
ingenio.
Por las escaleras tropecé y me caí encima de ella.
—¡Ay! ¡Me he clavado tus huesos! —Estaba realmente tan flaca que te
hacías daño si te golpeabas con ella.
—Bueno, ¿qué esperabas que fuese?, ¿una maravilla sin huesos? ¡Cómo iba
a caminar si no tuviera huesos que me sostuviesen!
La situación era en verdad terrible. Mi madre llevaba una vida muy dura.
En primer lugar, era una gran trabajadora y no sabía decir que no a la gente, de
modo que siempre tenía mucho trabajo pendiente, además de las otras cosas que
hacía. Y nuestra vivienda era muy fea, estrecha y sucia. A ella le hubiera encantado
tener una casa bonita y elegante y hubiera deseado, más que nada en el mundo,
que mi hermano se sacara de encima lo que ella denominaba su profunda
infelicidad. Mi madre no sabía de dónde le venía ésta, pero consideraba que era el
motivo de todos sus gruñidos y su aversión por la buena comida. También deseaba
que él tuviera alguna ambición, algún objetivo en su vida: siempre me estaba
hablando de eso.
¿Por qué no querría el viejo vender sus tierras? No le servía para nada
conservarlas. La terquedad del abuelo forzó a mi madre a desear que muriese.
Nunca me lo dijo, pero yo podía imaginar lo que ella debía de estar sintiendo,
porque me di cuenta de que yo misma deseaba su muerte, ¡todas las noches lo
deseaba! ¡Imagínate, desear realmente la muerte de alguien!
La razón de ello es que nos habría solucionado un poco la vida.
Al día siguiente tuvimos que madrugar mucho porque, aunque sólo tenía
que limpiar un apartamento, había organizado en el ático una recepción de boda
encargando la comida. La dueña del ático, Bola de Billar —como la llamaba mi
madre—, se había ido tres meses de viaje y durante aquel tiempo ella había
aprovechado al máximo la vivienda.
—Es un conjunto de habitaciones espléndido —decía mi madre cada vez
que íbamos allá.
Cierta vez se probó una de las pelucas de Bola de Billar, una de ésas de
color gris azulado y muy encrespadas, que le quedaba feísima, y estuvo haciendo
muecas en el espejo.
—Parezco un águila peluda con esto —dijo.
Y cuando se puso un gorro de baño, ¿sabes?, uno de esos que figuran
pétalos de flor…, ¡estaba tan divertida que casi me muero de risa!
Bola de Billar era tan rica que había hecho instalar un ascensor especial en el
flanco del edificio para que construyeran una piscina, una vez terminado aquél.
Allá, en lo alto, tenía su propia piscina.
—Aquí me entran vértigos —comentó mi madre—. Dime, ¿voy bien
peinada por detrás?
Le dije que sí. Siempre estaba preguntando si iba bien peinada por detrás; la
verdad es que estaba muy mal, pero nunca se lo confesé porque para qué habría
servido: no tenía tiempo para ocuparse de su cabello.
—Un día escribiré un libro —dijo mi madre.
Estábamos colocando cuidadosamente los vasos y cubiertos de plata en la
mesa que habíamos apoyado contra la ventana. A lo lejos se veían el río azul y la
carretera principal con coches que parecían pequeños escarabajos de colores,
traqueteando sin rumbo, de arriba abajo.
—Sí, voy a escribir este libro —dijo—. Quiero que se publique como librillo
de bolso.
—Querrás decir como libro de bolsillo.
—Sí, lo que digo: librillo de bolso; con una foto en la tapa de una chica con
el vestido desgarrado, atada a un poste en medio del desierto. Y en todas las
historias habría vinos caros y ciudades europeas y nombres de cuadros y edificios
famosos y gente rica con ropa cara y joyas preciosas, muy elegantes, ¿sabes?, pero
haciendo y diciendo cosas horribles. El público me lo sacaría de las manos. Pondría
escenas de gente comiendo y haciendo el amor al mismo tiempo. A lo mejor
querrían hacer una película porque es lo que le gusta a la gente. Se llama oferta y
demanda.
—Es un buen título.
Se quedó un momento pensativa.
—No había pensado en el título.
Tuvo que interrumpir su sueño porque llegó el de la casa de recepciones
con sus bandejas de madera llenas de huevos al curry y albóndigas, y los invitados,
que habían abandonado aprisa la ceremonia, estaban empezando a llegar. Mi
madre distribuyó por todas las habitaciones de la casa flores de plástico y, tan
pronto como llegaron los novios y su séquito, comenzamos a servir.
—En estas ocasiones, la gente de veras come bien —murmuró mi madre. Le
encantaba verlos disfrutar—. ¿En qué otro sitio podrían tener una recepción tan
bonita por este precio?
Incluso había sacado las gruesas toallas de Bola de Billar e hizo correr
discretamente la voz de que el invitado que quisiera hacer uso de las instalaciones,
podía darse una ducha. Se los invitaba a disfrutar del cuarto de baño, con agua
caliente sin límites.
—Enséñales cómo funcionan esos grifos tan elegantes —me susurró—. Con
seguridad no habrán visto un cuarto de baño como éste en su vida.
Y, repartiendo sonrisas a diestro y siniestro —era una anfitriona estupenda,
todo el mundo lo dijo—, continuó sirviendo bebidas y comida a los felices
invitados.
En medio de todo aquello, mi madre me dijo al oído:
—El poder vivir una ocasión como ésta arranca toda la vulgaridad de sus
vidas, y sin hacer daño a nadie. Incluso las cosas sórdidas están bien si están en el
entorno adecuado y no hacen daño a nadie…
En ese preciso instante el timbre de la puerta empezó a sonar sin cesar.
—¡Oh, Dios mío!
Ése era el único temor de mi madre: el miedo a ser descubierta y cogida.
—¡Abre el balcón! —me ordenó, empujándome hacia las puertas dobles—.
Por aquí, a ver la preciosa vista —dijo alzando la voz por encima del murmullo, las
risas y la comida—. Salgan afuera con sus helados y vean el mundo —agregó,
levantando los brazos hacia el cielo. Consiguió que se amontonaran fuera, en el
estrecho espacio que rodeaba la piscina.
—Prohibido bañarse —bromeó—. Por lo menos, vestidos.
Me dejó con los desconcertados invitados y salió disparada hacia la puerta.
Yo intentaba oír algo y aparentar tranquilidad, pero estaba muy nerviosa. Quizá
Bola de Billar había vuelto antes de lo previsto y ¿qué explicación íbamos a darle
cuando viera a toda aquella gente en su ático? No podía oír nada y me latía el
corazón tan fuerte que pensé que me iba a caer muerta delante de todo el mundo.
Pero, transcurridos unos instantes, mi madre estaba de regreso.
—¡Un invitado sorpresa trae suerte a la pareja! —anunció, haciendo entrar
de nuevo a la gente para servir el champán.
La invitada sorpresa lo pasó de maravilla. Mi madre se había olvidado de
que había dicho a la anciana señora Myer, que vivía en el extremo de nuestra calle,
que podía ir cuando quisiera a poner en remojo los pies o a hacer su colada en el
ático, y ella había elegido aquel día para hacer ambas cosas. Un par de invitados
también lavaron algo de ropa para probar las máquinas.
—No hay nada tan bonito como la ropa limpia —dijo mi madre. Y luego
propuso un brindis especial—: ¡Por el amigo ausente!
Estaba pensando con cariño en Bola de Billar, me explicó.
—¡Por el amigo ausente!
Al poco rato se acabó el champán.
—¿Tengo la nariz roja? —me musitó preocupada mientras pronunciaban los
discursos.
Siempre tenía la nariz roja, y aún más cuando bebía cualquier tipo de
alcohol o cuando gritaba a mi hermano. Iba detrás de él y le preguntaba si tenía la
nariz roja, como si a él le importase. Nunca entendimos por qué le preocupaba
tanto.
—No —le dije.
—¡Oh! ¡Menos mal! —suspiró.
Tardamos una eternidad en poner las cosas en orden. Mi madre estaba
terriblemente cansada, pero muy contenta con el éxito del día. Parecía volar por el
apartamento cantando y hablando.
—Arregla eso —me dijo—. Un ser humano no puede obligar a otro a hacer
nada. Pero si eres madre, es tu deber hacerlo. Los bebés comen, vomitan y se hacen
pipí, se sientan y gatean y caminan y hablan, pero después de todo eso lo único
que tienes que procurar es obligarlos a hacer las cosas que deben hacer en este
mundo. Por eso siempre estoy vociferando de esta manera y, créeme, ¡es realmente
duro!
—Sí —le dije, y luego, no sé por qué, me puse a llorar. La verdad es que
sollozaba muy alto. Sé que aquellos hipidos sonaban horribles, pero no podía
evitarlo.
—¡Oh, te he hecho trabajar demasiado!
Mi madre era muy buena; me hizo sentar en el sofá, puso la tele y preparó
una taza de chocolate caliente para las dos antes de irnos a casa.
Aunque el abuelo era un anciano y su muerte era de esperar, en realidad
nos cogió por sorpresa y, claro, todo cambió de repente. La muerte es así. Mi
madre dijo que había sido como si en cinco minutos, de golpe, tuviera ochenta y
siete acres para vender, además de la casa. Ella tenía un montón de cosas que hacer
pero no quería dejar en la estacada a la gente de South Heights, así que fue a
trabajar como de costumbre y limpiamos los apartamentos a toda velocidad.
Como era invierno, el viejo Fred y el dueño del colmado no tenían nada que
mirar en la piscina, de modo que mi madre les puso el tocadiscos del señor Baker y
les dio los auriculares. Por suerte había dos, y ya sabes lo que pasa cuando te los
pones: te da la sensación de que estás cantando con la música; es como si tuvieras
la cabeza en maravillosos cojines de voces y sientes la música en pleno cerebro.
—¡Ven y escucha a este par de viejos cascarrabias! —me dijo mi madre
haciéndome señas, y casi nos morimos de risa oyéndolos dar balidos y lamentos,
en la creencia de que estaban metidos en aquellas canciones. Parecían dos viejas
ovejas descarriadas.
—¡Qué bien lo están pasando, escucha!
Creí que mi madre iba a estallar en llanto de tanto que se reía detrás de la
puerta de la sala.
—Me alegro tanto de haber pensado en ello —dijo—. ¡Hagas lo que hagas,
no dejes que te vean riendo de esta manera!
Mi madre decidió que se ocuparía de vender ella misma el terreno, porque
no quería que ningún agente pusiera sus sucias manos en un porcentaje de la
tierra. Había un hombre interesado en comprarla, al que mi madre había tenido en
reserva durante años. Creo que era un cirujano oculista, Oscar Harvey, aunque
según ella habría debido tener una banda de música con aquel nombre. Bueno,
pues el doctor Harvey quería el valle —lo había dicho hacía siglos— y mi madre
había tenido que rehusarse.
Aquel fin de semana fuimos los tres, mi madre, yo y mi hermano, a poner
un poco de orden y asegurarnos de que los colonos no se marchaban llevándose
cosas que habían pertenecido al abuelo y que ahora eran de mi madre.
Creo que nunca el campo me había parecido tan bonito. Siempre me
quejaba y quería volver a casa nada más llegar allí, pero aquella vez era diferente.
Los pájaros armaban un gran jolgorio.
—Es como si fuera música —dijo mi madre.
Las urracas parecían acariciar la mañana con sus cantos mientras subíamos
lentamente por el húmedo prado.
—Se llama tierra de verano —nos explicó mi madre.
De repente oímos un extraño ruido a nuestras espaldas. Era mi hermano,
que corría y corría ladera arriba, ¡corría como si se hubiera vuelto loco! Y gritaba, y
ése era el ruido que habíamos oído. No reconocimos su voz; era como la voz de un
hombre, una voz que llenaba el valle con sus gritos. Tampoco lo habíamos visto
nunca correr de aquella manera. Sus delgados brazos y piernas volaban en todas
direcciones y su voz se elevaba en el viento.
—Creo que está riéndose —dijo mi madre, inmóvil en el barro, sin darse
cuenta de que se hundía. De golpe, mientras lo contemplaba, se le saltaron las
lágrimas—. ¡Creo que está feliz! —agregó—. ¡Es feliz!
No podía creerlo, y yo pensé que nunca la había visto tan feliz en toda su
vida.
Continuamos caminando hasta la casa. El colono estaba junto al cobertizo y
acababa de poner en marcha el tractor; lo había desplazado muy despacio hasta la
puerta, como si fuera un animal enfermo, y allá se había detenido, parecía que para
abrir un cortafuegos antes de que se concretara la venta.
No veíamos a mi hermano por ningún lado, hasta que distinguí sus
delgados dedos blancos tanteando las matas de ricino del patio.
—¡Socorro! —Y sus dedos estrujaban las hojas y el aire y volvían a
desaparecer— ¡Socorro! ¡Socorro!
—¡Está atrapado! —dijo mi madre riendo.
Se abrió paso por el patio invadido de hierbajos, mientras mi hermano
aparecía y desaparecía, fingiendo que estaba realmente atrapado. Ella quiso
cogerlo, perdió el equilibrio y se cayó, y los dos se rieron como idiotas. Es curioso,
¿sabes?: era tan gracioso que por una vez no sentí frío en ese lugar.
Mi madre y yo empezamos a barrer y limpiar la casa de inmediato. Habían
hecho algunas reparaciones y, en conjunto, no estaba tan mal como esperábamos.
La casa constaba de tres habitaciones un poco pequeñas y una cocina bastante
grande. En realidad, el abuelo nunca había vivido allí; hasta muy entrado en años
no había podido comprar la tierra y luego había ido los fines de semana. Siempre
había añorado el campo.
—Siempre hablaba de tener una granja —contaba mi madre.
Y me explicaba cuánto había deseado vivir allá y cómo había ido instalando
todo poco a poco hasta que tuvo el ataque. Después de eso, claro, no pudo ir más
porque se necesitaban tres personas para moverlo y qué iba a hacer allá afuera
paralizado como estaba, y entonces vinieron todos aquellos años tan tristes en el
hospital.
—No está mal esto —continuó—. ¡Adondequiera que mires por estas
ventanas es bonito y este pórtico alrededor es una gran cosa! Más tarde, cuando
acabemos, nos sentaremos ahí.
Entró mi hermano, que venía realmente entusiasmado con la idea de poner
estacas nuevas y alambre y pintura, y no dejaba de preguntarle:
—¿Qué te parece si pinto la casa?
—Oh, ya lo hará el nuevo propietario —dijo mi madre, con la cabeza en la
cocina de leña, intentando descubrir el tiro y la manera de limpiarlo.
—Bueno, ¿y si pintara los cobertizos?
Parecía interesado de verdad. Como ella estaba ocupada no le hizo caso, así
que él salió afuera otra vez.
En seguida oímos el motor del tractor y cómo arañaba las rocas a medida
que iba ladera arriba en dirección a la parte de maleza que había que limpiar para
ajustarse a la normativa. Mi madre salió al pórtico a sacudir los colchones.
—Ven y mira —me llamó.
Y allá estaba mi hermano, sentado al volante del tractor y con expresión
orgullosa, como si supiera con exactitud qué era lo que tenía que hacer.
—¡Parece un príncipe, subido a esa máquina!
Mi madre estaba encantada. Como era de esperar, él hizo un poco el payaso
cuando giró, fingiendo que se caía. Después se paró y se bajó como si tuviera que
empujar aquella mole. Dio contra las rocas con un gran estruendo y el colono se
quedó mirándolo.
—Hace años que el tractor no subía allí —le dijo a mi madre.
Lo cierto es que pasamos un día estupendo y, en el autobús de vuelta a casa,
mi hermano se durmió, pues no estaba acostumbrado al aire puro. Tenía la nariz y
las orejas de un vivo color rojo y mi madre no dejaba de mirarlo en silencio,
pensando y pensando.
Al día siguiente mi hermano se fue para allá solo, para intentar terminar
todos los cortafuegos, porque el contrato no podía firmarse hasta que tanto éstos
como las cercas estuvieran hechos. Antes de marcharse le dijo a mi madre qué
tenía que encargar y hacer enviar. De repente parecía estar al corriente de todo. El
cambio producido en él parecía un milagro; incluso estuvo amable conmigo.
Además de ocuparnos de la venta, había que organizar el funeral del
abuelo. M madre quería que tuviera una lápida, así que se presentó en el
marmolista con una inscripción: «En vano es que os levantéis tan temprano y
vayáis tras el pan de las preocupaciones; porque Él da Descanso a sus Amados».
—No sabía que supieras la Biblia.
—No —dijo mi madre—. Estaba en el periódico de esta mañana en ese
pequeño recuadro «texto para hoy» o algo así, y creo que es muy bonito y muy
adecuado. No me importaría que me lo pusieran a mí; pero, como yo estoy todavía
tras el pan de las preocupaciones y de momento no soy la «Amada», se lo pondré
al abuelo.
El precio del terreno no planteó problema alguno: ese doctor Harvey
realmente deseaba tenerlo. Se había interesado por el valle hacía años, cierta vez
que estábamos allá y él detuvo su coche demasiado tarde para evitar quedarse
enfangado al final del camino. Mi madre tuvo que decirle que no estaba a la venta,
aunque le aseguró que hubiera dado su brazo derecho con tal de poder venderlo,
pero le prometió que si algún día lo ponía a la venta se lo haría saber de inmediato.
Luego nos tuvimos que marchar para no perder el autobús, así que no pudimos
ayudarlo a sacar el coche del fango. Como el fin de semana siguiente ya no estaba,
supimos que de alguna manera había conseguido sacarlo.
—Podrías venirte conmigo —me dijo mi madre el día que tenían que
firmarse los papeles—. No te vendrá mal saber cómo se llevan estos asuntos; la
mejor manera de entender estas cosas es verlas con tus propios ojos.
Mi hermano ya había ido al valle con el primer autobús. Ahora que la finca
era nuestra por completo, todo el tiempo que pasaba allí le parecía poco, por más
que estuviera a punto de pasar a otras manos. Mi madre se había quedado muy
pensativa, mirándolo correr por nuestra pequeña y miserable calle.
También a mí me venía a la memoria continuamente la casa de maderas
desgastadas en lo alto del campo soleado, y me encontré comparándola todo el
rato con el horrible terreno trasero donde teníamos nuestra habitación y cocina.
Conociendo lo que se veía desde las ventanas de la casita, comprendía ahora que
en casa no teníamos nada que contemplar, aparte de los cubos de basura y de la
gente hablando, gritando, tosiendo y escupiendo y siempre con prisas, llevando el
mismo tipo de vida dura y vertiginosa que mi madre. Desde luego, el dinero de la
venta cambiaría mucho su vida, de modo que no dije nada, y ella tampoco dijo
mucho, aunque parecía discutir consigo misma.
—Por supuesto que el sitio no significa nada: ninguno de nosotros procede
de allá ni ha vivido en él —oía cómo mascullaba para sí mientras caminábamos.
Nadie puede hacer nada con una finca —al margen de la cantidad de acres
que tenga— si no tiene dinero. Naturalmente, mi madre necesitaba el dinero, así
que me cuidé bien de decir en voz alta: «¿No sería bonito vivir allá durante un
tiempo?». Yo adivinaba que mi hermano pensaba lo mismo, aunque nunca decía
nada, pero lo vi leyendo una revista sobre aves de corral que debía de haber cogido
de la barbería. De pequeño nunca jugó mucho; mi madre siempre decía que había
dejado de jugar demasiado pronto. Pero a menudo traía un gato extraviado y le
pedía si podía quedárselo y jugar con él, y lo acariciaba con una ternura que nunca
le habíamos visto manifestar con otras cosas. Le gustaba caminar varias calles más
allá hasta la casa de una mujer que tenía gallinas en el patio trasero, y se quedaba
de pie durante horas contemplándolas a través de una estaca rota de la cerca, quizá
porque había heredado algo de la sangre granjera del abuelo.
Me estaba preguntando si mi madre estaría pensando las mismas cosas que
yo, cuando llegamos al despacho del abogado. También estaba allí el doctor, muy
bien vestido, y no se me pasó por alto la mirada de aprobación de mi madre a su
camisa bien planchada. La habitación era marrón, cálida y confortable, con madera
barnizada y piel por todas partes, y una ventana en lo alto de la pared por la que
entraban los rayos del sol, como una especie de haz de luz con polvo en
suspensión que se reflejaba en la esquina del gran escritorio.
Creo que nunca podré olvidar aquella habitación, porque lo que sucedió allí
cambió nuestras vidas de una forma que nunca hubiera soñado.
Bueno, nos sentamos todos e intentamos escuchar lo que leía el abogado.
Todo me sonaba muy extraño: entendía algunas palabras, como «acres». Y «pies» y
«hectáreas», pero era como estar con Piernas Inquietas de nuevo. Oía hablar de
cientos y miles de dólares y parecía un poco como en la escuela. Empecé a pensar
en vestidos que me gustarían y en el peinado que me haría, mientras el abogado
seguía pasando las páginas. Me rendí y ya no intenté comprender cosas como «el
título de propiedad», «finca con gravámenes o libre de ellos», así que en su lugar
pensé en unas botas altas y un abrigo negro con solapas blancas, que creo que era
de piel con un sombrerito redondo que hacía juego.
Todos estaban muy ocupados escribiendo sus nombres uno detrás de otro
en diferentes papeles.
—Aquí —decía el abogado, que se llamaba Rusk— y aquí —decía
señalando con su blanco dedo para que mi madre supiera dónde poner su nombre.
De pronto mi madre se inclinó hacia adelante.
—Estoy un poco mareada —murmuró.
¡Oh, cómo me asusté! Le di un codazo.
—¡No te desmayes aquí delante de ellos! —dije, tremendamente turbada.
El señor Rusk pidió un vaso de agua a la secretaria.
—Gracias, querida —dijo mi madre y sorbió el agua.
Yo estaba algo asustada, porque la verdad es que nunca había visto a mi
madre beber agua fría de un trago de aquella manera.
—¿Está mejor ahora? —dijo el doctor Harvey, propietario de tanto dinero y
ahora dueño del precioso valle, mirando a mi madre con amabilidad.
Era un verdadero caballero y además atento, por lo que se veía.
—Verá usted —dijo mi madre de pronto, y la nariz se le sonrojó
intensamente como cuando está llena de vino o enfadada con mi hermano o, como
sucedió en este caso, cuando se le ocurre una idea—. Mire —le dijo al doctor—.
Papá deseó ardientemente vivir en aquella casa y estar en el valle. Durante toda su
vida no deseó otra cosa que tener su propia granja. Lo llevaba en la sangre y lo era
todo para él, pero nunca pudo ver su deseo satisfecho. Y usted, que también ha
esperado tanto tiempo el valle —continuó—, comprenderá, amando la tierra como
usted la ama, cómo me siento ahora. Siento —dijo—, siento que si pudiera estar en
el valle y vivir en la casa y plantar ahí una cosecha y estar allí sólo hasta que
madure, siento que papá, tu abuelo —se volvió hacia mí—, siento que descansaría
mejor en su último reposo.
Se quedaron mirando a mi madre y ella les devolvió la mirada.
El doctor sonrió con cordialidad.
—Bueno —dijo.
Oh, era un hombre generoso, y acababa de pagar a mi madre toda la
cantidad que ella había pedido.
—No veo nada malo en ello —agregó.
—No consta en el contrato —dijo el señor Rusk bastante contrariado, pero el
doctor hizo un gesto con la mano para apaciguar la indignación del viejo Rusk.
—Es un acuerdo entre caballeros. —Y se acercó a mi madre y lo sellaron con
un apretón de manos.
—Ésta es la mejor manera —dijo mi madre, sonriendo desde debajo de su
gastado sombrero marrón.
Luego el abogado y el doctor tuvieron una pequeña discusión y por fin el
abogado aceptó añadir por escrito que podíamos vivir en la casa y quedarnos en el
valle hasta que madurase una última cosecha. De modo que firmaron el acuerdo.
—Mis mejores deseos para su cosecha —dijo el doctor, saliendo de detrás
del escritorio y estrechando de nuevo la mano de mi madre.
—Gracias —dijo ella.
—Ya está todo arreglado y firmado —dijo mi madre a mi hermano por la
noche.
Los pocos días de trabajo en el campo parecían haberlo cambiado. Tenía un
aspecto fuerte y estaba bronceado y, por una vez en su vida, tenía una ligera
expresión en los ojos. Normalmente nunca revelaba nada de sí mismo mediante
una mirada o una palabra, excepto para ser desagradable. Mi madre lo disculpaba
siempre diciendo que este mundo no estaba hecho para él, y que su mal carácter
provenía de no poder explicarse esto a sí mismo ni a nadie, y que, como no podía
explicárselo, tampoco sabía qué hacer. A mí me pareció ver algo de tristeza en sus
ojos, aun cuando habíamos hecho un gasto extra para la cena y teníamos jamón y
helado de vainilla.
Ella le contó que podríamos quedarnos allá por una última cosecha.
—Entonces, pintaré la casa.
—¡Buena idea! —dijo mi madre—. Compraremos la pintura, pero no hay
necesidad de precipitarse: podemos tomarnos nuestro tiempo para ir haciendo las
cosas. Necesitaremos alguna clase de vehículo.
—No tienes permiso de conducir —le dije a mi hermano.
En cualquier otro momento me hubiera enviado bien lejos de un golpe por
haberle dicho aquello.
—Me examinaré —dijo tranquilamente.
—No hay prisa —dijo mi madre.
—Pero una cosecha no dura mucho.
—Dura lo suficiente —dijo mi madre.
Por la noche estuvo estudiando catálogos que había recogido en el camino
de vuelta a casa, y escribió una carta que salió a echar ella misma.
Mi madre sentía dejar a la gente de South Heights de aquella manera, pero
después del acuerdo entre caballeros todo parecía haber cambiado y tenía un poco
de prisa. Su cerebro ya estaba tramando.
—Cuando cambie el tiempo invitaremos a todos los de nuestra calle a una
barbacoa —dijo—. Podrían venir en el autobús de las once y caminar hasta las
dehesas del fondo. Será como probar un poco de placer, algo diferente. No hay
nada como un cambio para la gente aunque sea sólo un día; es tan bueno como
unas vacaciones.
La primera noche en la casita fue muy tranquila.
—Espero que nos acostumbremos a esto —dijo mi madre.
Yo tenía la intención de despertarme y disfrutar de la salida del sol por
entre la maleza, pero me dormí y me lo perdí.
Poquito a poco mi madre fue adquiriendo cosas. Oh, era fantástico salir a
gastar; escoger cosas nuevas como una tetera y unas sillas de madera que mi
madre quiso comprar porque eran muy sencillas.
Y luego llegaron sus plantas. El carretero bajó las cajas, unas especies de
cestitas de madera con agarraderas, y las fue colocando en el borde del pórtico.
Estaban envueltas en arpillera, cada una etiquetada con nuestro nombre, y dentro
de ellas había un montón de plantitas diminutas, cientos de ellas. Cuando se
marchó el carretero mi hermano tomó uno de los pequeños recipientes de plástico;
nunca lo había visto hacer nada con tanta delicadeza.
—¿Qué son?
—Nuestra cosecha. La última cosecha.
—Sí, ya lo sé, pero ¿qué son?
—¿Éstos? Son un bosque de eucaliptos —dijo mi madre.
La miramos.
—Pero esto tardará años y años en crecer.
—Lo sé —dijo.
Parecía indiferente, pero por la forma en que se le estaba poniendo roja la
nariz supe que estaba tan encantada como nosotros con los diminutos arbolitos.
Naturalmente, ella había tenido la idea, pero a nosotros nos sacudió —me refiero a
la sorpresa—, y tuvimos que reponernos.
—Pero, ¿y el doctor Harvey?
Podía imaginarlo, pálido y paciente en su coche en medio de la solitaria
carretera que atraviesa este valle, mirando con nostalgia su casa y sus campos y sus
dehesas y sus laderas de maleza y arbustos.
—Bueno, no hay nada en el acuerdo de caballeros que le impida venir a su
finca cuando lo desee y hacernos una visita —dijo mi madre—. Empezaremos a
plantar mañana —añadió—. Elegiremos los mejores lugares y los limpiaremos de
maleza y de hierbas muertas a medida que avancemos. Tengo instrucciones
completas de cómo se hace. —Echó un vistazo a su reloj nuevo. —Se está haciendo
tarde, voy a comprar patatas fritas —dijo—. Supongo que desde aquí voy a tener
que recorrer kilómetros para encontrarlas. —Nos siguió hasta el interior de la casa
para coger el bolso. —Podréis hacer vuestros estudios por correspondencia —
prosiguió—. ¡Hasta yo podría hacer algún curso! —Estaba oscureciendo aprisa—.
Encended un buen fuego —dijo.
La oímos bajar en coche por el camino y, al tomar la carretera, nos llegó un
chirriar de marchas. Mi hermano hizo una mueca, pues no podía soportar que se
maltratase a las máquinas, pero estuvo de acuerdo conmigo en que probablemente
ella no había podido evitarlo, ya que hacía tiempo que no se sentaba frente a un
volante.
La debutante

LEONORA CARRINGTON

En la época en que yo iba a ser presentada en sociedad, iba a menudo al


zoo. Solía ir con tanta frecuencia que conocía mejor a los animales que a las chicas
de mi propio grupo. De hecho, iba al zoo todos los días para evadirme de la
sociedad. El animal que llegué a conocer mejor fue una joven hiena. Ella también
me conocía; yo le enseñaba francés[1] y ella a cambio me enseñaba su lenguaje. Así
pasamos muy buenos ratos.
Mi madre había organizado un baile en mi honor para el primero de mayo.
Me quitaba el sueño sólo pensarlo; siempre he detestado los bailes, sobre todo los
que se celebran en mi honor.
El primer día de mayo fui a visitar a la hiena por la mañana muy temprano.
—¡Qué aburrimiento! —le dije—. Esta noche tengo que asistir a un baile en
mi honor.
—Qué suerte tienes —me dijo ella—. A mí me encantaría ir. No sé bailar,
pero, por lo menos, podría conversar un poco.
—Va a haber cantidad de comida —dije yo—. He visto camiones llenos de
cosas en dirección a mi casa.
—¡Y tú aquí lamentándote! —dijo la hiena con expresión de desagrado—. A
mí sólo me dan una comida al día y es una porquería.
Tuve una idea tan brillante que casi me dio un ataque de risa.
—Podrías ir en mi lugar.
—No nos parecemos lo suficiente; de lo contrario, iría —dijo la hiena muy
apesadumbrada.
—Escucha —le dije—, nadie ve muy bien a la hora del crepúsculo; nadie te
distinguirá en medio de todos los invitados si te disfrazas un poco. De cualquier
forma, tienes más o menos mi talla. Eres mi única amiga. Te lo suplico.
Se quedó pensando en mi proposición, aunque yo sabía que estaba
deseando decir que sí.
—Hecho —anunció de pronto.
Como era muy temprano, no había muchos vigilantes cerca. Abrí
rápidamente la jaula y corrimos hacia la calle. Cogí un taxi y pronto estuvimos en
casa, donde todo el mundo dormía. Una vez en mi habitación, saqué el vestido que
tenía que ponerme aquella noche. Era un poco largo y a la hiena le costaba caminar
con mis zapatos de tacón alto. Tenía unas manos demasiado peludas como para
parecerse a las mías, así que le busqué unos guantes. Cuando el sol entró en mi
habitación, dio varias vueltas por ella, tratando de mantenerse erguida. Estábamos
tan absortas que, cuando mi madre entró a darme los buenos días, casi abrió la
puerta antes de que la hiena pudiera ocultarse debajo de mi cama.
—Tu habitación huele mal —dijo mi madre mientras abría la ventana—.
Antes de la noche date un baño perfumado con mis sales.
—Sí, claro —le dije.
No se quedó mucho rato, supongo que porque el olor era demasiado fuerte
para ella.
—No bajes tarde a desayunar —dijo mi madre antes de marcharse de la
habitación.
Lo más difícil fue disfrazarle la cara. Lo estuvimos pensando durante horas
y horas, pero ella rechazaba todas mis propuestas. Por fin dijo:
—Creo que tengo la solución. ¿Tenéis criada?
—Sí —dije perpleja.
—Bien, escucha. Llámala y, cuando entre, me abalanzaré sobre ella y le
arrancaré el rostro; esta noche me pondré su rostro encima del mío.
—No es práctico —dije yo—. Seguramente se morirá si se queda sin rostro;
encontrarán el cuerpo y nos meterán en la cárcel.
—Tengo suficiente hambre para comérmela —replicó la hiena.
—¿Y los huesos qué?
—También los huesos. ¿Está decidido?
—Sólo si me prometes matarla antes de arrancarle la cara; de lo contrario, le
dolería mucho.
—A mí me da igual.
Bastante nerviosa, llamé a Marie, la criada. Nunca lo habría hecho si no
hubiera detestado tanto los bailes. Cuando Marie entró, me volví de cara a la pared
para no ver. Reconozco que fue rápido. Un breve grito y se había acabado.
Mientras la hiena comía, yo miré por la ventana.
Transcurridos unos minutos, dijo:
—Ya no puedo más; quedan todavía los dos pies, pero si tienes una bolsita
me los comeré más tarde.
—En la cómoda encontrarás un bolso con flores de lis bordadas. Saca los
pañuelos y cógelo.
Hizo lo que le indiqué. Luego dijo:
—Date vuelta y mira qué guapa estoy.
La hiena se estaba contemplando en el espejo y admirando el rostro de
Marie. Se había comido toda la parte de alrededor con mucho cuidado, de forma
que sólo había dejado lo que necesitaba.
—Lo has hecho muy bien —le dije.
Al atardecer, cuando la hiena acabó de vestirse, anunció:
—Me siento en muy buena forma. Creo que esta noche voy a dar el golpe.
Aguardamos a que sonara la música en el piso de abajo, y entonces le dije:
—Ahora baja y recuerda: no te acerques a mi madre porque seguro que
reconocerá que no soy yo. No conozco a nadie aparte de ella. ¡Buena suerte! —le
dije dándole un beso, aunque olía muy mal.
Había caído la noche. Agotada por las emociones del día, cogí un libro y me
senté junto a la ventana abierta. Recuerdo que estaba leyendo Los viajes de Gulliver,
de Jonathan Swift. Habría transcurrido una hora cuando se presentó el primer
signo de mala suerte: entró un murciélago por la ventana, dando grititos. Los
murciélagos me dan un miedo espantoso, así que me escondí detrás de una silla
con los dientes castañeteando. Mientras permanecía de rodillas, oculta tras la silla,
oí un estruendo en la puerta que apagó el ruido del aleteo. Mi madre entró blanca
de furia, y dijo:
—Acabábamos de sentarnos a la mesa, cuando la cosa que estaba en tu sitio
se ha levantado de un brinco y ha dicho a voces: «Huelo un poco mal, ¿eh? Bien, en
lo que a mí respecta, ¡yo no como pasteles!». Luego se ha arrancado el rostro y se lo
ha comido. Y de un gran salto ha desaparecido por la ventana.
Historias de Gloria

ROCKY GÁMEZ

Todas las niñas sueñan con ser algo cuando sean mayores. A veces, estas
aspiraciones son totalmente ridículas, pero por proceder de la mente de una niña
se perdonan y, con el tiempo, se olvidan. Son los pequeños sueños normales de los
que la vida bebe su sustancia. Todo el mundo ha aspirado a ser algo en uno u otro
momento, y muchas de nosotras hemos deseado ser muchas cosas. Recuerdo que
deseaba con tal intensidad ser monaguillo que cada vez que me encontraba delante
de una imagen hacía una reverencia, ya estuviera en una iglesia o en una casa
particular. Cuando esta aspiración quedó olvidada, quise ser un piloto kamikaze
para estrellarme contra la iglesia que no permitía que las niñas ayudasen en el
altar. Tras lo cual viví una gran transición: quise ser enfermera, luego doctor, más
tarde bailarina de variedades, y por último elegí ser maestra de escuela. Todo lo
anterior obtuvo su perdón y quedó en el olvido.
Por el contrario, mi amiga Gloria nunca fue más allá de desear una cosa y
sólo una: quería ser un hombre. Mucho después de que yo me marchara a estudiar
a la universidad para aprender los enredos de ser educadora, mi hermana pequeña
me escribió unas cartas largas y alarmantes en las que me contaba que había visto a
Gloria a toda velocidad por la calle en un antiguo Plymouth, tocando la bocina a
todas las chicas que paseaban por la acera. En una carta me decía que la había
distinguido en la oscuridad de un teatro manoseando a otra chica. En otra, me
decía que había visto a Gloria saliendo de una taberna con una prostituta de cada
brazo. Pero lo más molesto fue cuando me contó que había visto a Gloria en una de
esas tiendas que abren de siete a once, con un corte de pelo masculino y lo que,
según parecía, eran unos polvos oscuros a ambos lados de la cara que imitaban una
barba.
Rápidamente me senté a escribirle una carta en la que le manifestaba mi
preocupación y cuestionaba su cordura. Una semana más tarde recibí de ella una
abultada carta. Decía así:
Querida Rocky:
Aquí me tienes, lápiz en mano para saludarte y esperando que goces de una
inmejorable salud, tanto física como mental. En cuanto a mí, estoy bien, gracias a Dios
Todopoderoso.
El tiempo en el valle es una mierda. Como seguramente habrás leído o escuchado
por la radio, hemos tenido un huracán llamado Camille, un verdadero asesino que ha dejado
a muchas familias sin techo. Nuestra casa sigue en pie, pero el valle parece Venecia sin
góndolas. Como las calles están inundadas, no puedo ir a ningún lado. Mi pobre coche está
sumergido, pero está bien. Creo que el buen Dios nos envió una tormenta asesina para que
me quedara en casa sentada y pensara seriamente en mi vida, que es lo que he estado
haciendo estos tres últimos días.
Tienes razón, mi más querida amiga, ya no soy una niña. Ya es hora de que empiece
a pensar qué hago con mi vida. Desde que te marchaste para trabajar en la escuela, he
estado saliendo con una chica llamada Rosita, y ahora le he pedido que se case conmigo. No
está bien andar por ahí jodiendo sin las bendiciones de Dios. En cuanto pueda utilizar el
coche veré qué puedo hacer.
Tu hermana está en lo cierto; he estado saliendo con prostitutas, pero ahora que he
conocido a Rosita, todo va a cambiar. Quiero ser un marido digno de su respeto, y cuando
tengamos hijos, no quiero que piensen que su padre fue un borracho inútil.
Puede que pienses que estoy loca al hablar de ser padre, pero, de veras, Rocky, creo
que puedo. Nunca te he hablado de algo tan personal como lo que voy a decirte, pero,
créeme, es verdad. Cada vez que hago tú ya sabes qué, soy como un hombre. Ya sé que estás
riéndote en este momento, pero, Rocky, es la pura y santa verdad. Si no me crees, te lo
enseñaré algún día. De todas formas, no falta mucho para que vengas para las Navidades.
Te lo mostraré y te prometo que no te reirás ni me llamarás idiota como siempre.
Mientras tanto, como ahora estás cerca de la biblioteca de la universidad, puedes ir
y comprobarlo por ti misma. Una mujer puede ser padre si la naturaleza le ha dado
suficiente semen como para penetrar a una mujer. Apuesto a que no lo sabías. Lo que
demuestra que no hace falta ir a la universidad para saberlo todo.
La sombra que tu hermana vio en mi cara no es carbón ni nada que yo me
restregara en la cara para que pareciera una barba. Es de verdad. A las mujeres también les
puede crecer la barba, si se afeitan todos los días para estimularla. Me importa un bledo que
tú o tu hermana penséis que es ridículo. A mí me gusta, y a Rosita también. Dice que estoy
empezando a parecerme a Sal Mineo. ¿Sabes quién es?
Bueno, Rocky, creo que por esta vez termino aquí. No te sorprendas si Rosita está
embarazada cuando vengas en Navidad. Tendré una caja entera de Lone Star para mí y
una de Pearl para ti. Hasta entonces, se despide tu mejor amiga.
Un abrazo, Gloria.
Aquellas Navidades no fui a casa. Sufrí un grave accidente de automóvil
con un amigo mío poco antes de las vacaciones y tuve que quedarme en el
hospital. Mientras estaba en traumatología, con casi todos los huesos de mi cuerpo
hechos añicos, una de las enfermeras me trajo una carta de Gloria. Ni siquiera
podía abrir el sobre para leerla y, como creía estar al borde de la muerte, no me
importó que la enfermera me la leyese. Si aquella carta contenía algún dato que
pudiera impresionar a la enfermera, tampoco me importaba. La muerte es hermosa
en la medida en que concede absolución, y, una vez que se ha dado el último
suspiro, todos los pecadillos son perdonados.
—Sí —le dije a la respetable enfermera—, puede leerme la carta.
Aquella mujer de mirada severa encontró un rincón cómodo a los pies de
mi cama y, ajustándose las gafas en su enorme nariz, empezó a leer.
Querida Rocky:
Aquí me tienes, lápiz en mano, para saludarte y esperando que goces de una
inmejorable salud tanto física como mental. En cuanto a mí, estoy bien, gracias a Dios
Todopoderoso.
La enfermera hizo una pausa para mirarme y sonrió maternalmente.
—¡Oh, parece una persona muy dulce!
Asentí.
El tiempo en el valle es una mierda. Ha estado lloviendo desde el día de Acción de
Gracias y ya casi estamos a finales de diciembre y sigue lloviendo. En lugar de crecerme un
pene, creo que me va a salir una cola, como un renacuajo. ¡Je, je, je!
La respetable enfermera se sonrojó un poco y carraspeó.
—Qué gráfico, ¿no?
Yo volví a asentir.
Bueno, Rocky, no hay muchas novedades en esta gilipollez de ciudad, aparte de que
Rosita y yo nos hemos casado. Sí, lo has oído bien, me he casado. Nos casamos en la iglesia
de Santa Margarita, pero no fue el tipo de boda que seguramente te estarás imaginando.
Rosita no iba vestida de blanco y yo no llevaba un esmoquin, como me hubiera gustado.
La enfermera arrugó tanto la frente que le aparecieron dos profundos
surcos. Cogió el sobre y lo dio vuelta para ver el remitente, y luego reanudó la
carta con la expresión más estupefacta que he visto en mi vida.
Deja que te lo explique. Desde la última vez que te escribí, fui a hablar con el cura
de mi parroquia y le confesé lo que era. Al principio se mostró muy comprensivo y dijo que
fuera lo que fuese, seguía siendo una hija de Dios. Me animó a ir a misa todos los domingos
y hasta me dio una caja de sobres para entregar mi limosna semanal. Pero luego, cuando le
pedí si podía casarme con Rosita en su iglesia, casi me echó a la calle.
La enfermera sacudió despacio la cabeza y su rostro se contrajo
intensamente. Quería decirle que no leyese más, pero mis mandíbulas estaban
como inmovilizadas por un cerco de hierro y no podía emitir ningún sonido
inteligible. Ella interpretó mis esfuerzos como un gemido y continuó leyendo
mientras se sonrojaba más y más.
Me dijo que no sólo era una aberración a los ojos de Dios, sino también una locura a
los ojos del Hombre. ¿Te das cuenta? Primero me dice que soy una hija de Dios; luego,
cuando quiero hacer lo que la Iglesia ordena en su séptimo sacramento, soy una aberración.
Te digo una cosa, Rocky: cuanto más vieja me hago, más confusa estoy.
Pero déjame continuar de todos modos. Esto no me desanimó en lo más mínimo. Me
dije a mí misma: Gloria, no dejes que nadie te diga que no eres hija de Dios, aunque seas un
poco rara. ¡Eres hija de Dios! Y tienes todo el derecho a contraer matrimonio por la Iglesia
y que tu Padre del Cielo santifique la clase de amor que desees elegir.
La enfermera sacó un pañuelito blanco y se secó la frente y la parte superior
del labio.
Así que, mientras iba camino a casa después de que me hubieran hecho sentir como
una miserable, o lo que aberración signifique, se me ocurrió una brillante idea. Y ahora
viene lo que sucedió. Un chico que trabaja en el mismo matadero que yo me invitó a su
boda. Rosita y yo asistimos a la ceremonia religiosa, que se celebró en tu ciudad natal, y nos
sentamos tan cerca como pudimos de la balaustrada del altar, lo bastante cerca para oír lo
que decía el sacerdote. Simulamos que ella era la novia y yo el novio arrodillados ante el
altar. Cuando llegó el momento de pronunciar las promesas del matrimonio, lo hicimos las
dos, mentalmente, claro, para que nadie pudiera oímos y escandalizarse. Hicimos paso a
paso lo mismo que mi amigo y su novia, salvo besamos, pero hasta deslicé un anillo en el
dedo de Rosita, diciendo con el pensamiento: «Yo te entrego este anillo en prueba de mi
amor y mi fidelidad».
Todo fue como de verdad, Rocky, excepto que no íbamos vestidas para la ocasión.
Pero las dos estábamos elegantes. Rosita llevaba un precioso vestido moteado de color lila,
de tela suiza, que me costó 5,98 dólares en J. C. Penny. No quise gastarme tanto dinero en
mí, porque Dios sabe el tiempo que pasará hasta que vuelva a ponerme un vestido, así que
fui a casa de una de tus hermanas, la gorda, y le pedí si me podía prestar una falda. Estaba
tan contenta de saber que iba a ir a la iglesia que me abrió su armario y me dejó elegir lo
que quisiera. Escogí algo sencillo: una falda negra con un perrito de aguas monísimo en un
costado. Y luego hasta me rizó el pelo y me peinó. La próxima vez que me veas estarás de
acuerdo en que me parezco a Sal Mineo.
La enfermera dobló la carta con parsimonia, la volvió a meter en el sobre, y,
sin decir palabra, desapareció de la habitación, sin dejar tras ella más que el eco de
sus pasos apresurados.
Cuando salí del hospital, volví al valle a recuperarme de las heridas del
accidente. Gloria estaba muy contenta de que no regresara a la universidad para el
segundo semestre. Aunque no me sentía precisamente en condiciones de seguir su
ritmo de actividad, por lo menos podía servirle de oyente en aquel breve período
de felicidad que vivía con Rosita.
Digo breve porque, pocos meses después de casarse, Rosita anunció a
Gloria que estaba embarazada. Gloria la llevó al médico de inmediato y, cuando se
confirmó el embarazo, vinieron a toda velocidad en su coche recién comprado para
que fuera la primera en saber la noticia.
Gloria tocó la bocina desde afuera y yo salí de la casa cojeando. No había
visto a Rosita hasta aquel día. Era menuda y de aspecto dulce; tenía el cabello
castaño claro y sonreía permanentemente. Un poco torpe en su manera de
expresarse, pero para Gloria, que no era precisamente un dechado de brillantez,
estaba bien.
Aquel día, Gloria era toda sonrisas. Su rostro de tez oscura estaba radiante
de felicidad. Incluso fumaba un puro colocado en una comisura de la boca y
agarrado con los dientes.
—¿No te dije en una de mis cartas que podía hacerse? ¡Vamos a tener un
hijo! —dijo, sonriendo.
—¡Venga, Gloria, no te enrolles! —me reí yo.
—¿Crees que estoy bromeando?
—¡Sé que estás bromeando!
Se inclinó hacia Rosita, que estaba sentada al lado del asiento del conductor,
me agarró la mano y la apoyó sobre el estómago de ella.
—¡Aquí está la prueba!
—Oh, mierda, Gloria. ¡No te creo!
Rosita se volvió y me miró, pero sin sonreír.
—¿Por qué no le crees? —quiso saber.
—Porque es biológicamente imposible. Es… absurdo.
—¿Estás tratando de decir que es una locura que yo tenga un hijo?
Sacudí la cabeza.
—No, no es eso lo que quiero decir.
Rosita adoptó una actitud defensiva. Yo me aparté del coche y me apoyé en
mis muletas, sin saber cómo reaccionar frente a aquella mujer a quien ni siquiera
conocía. Ella empezó a hablar intentando hacerme tragar toda esa sarta de
estupideces acerca de las secreciones vaginales que pueden ser tan potentes como
la eyaculación del hombre y tener la capacidad de engendrar un hijo. Yo me callé
de inmediato y la dejé hablar a sus anchas. Cuando terminó su perorata,
persuadida de que me había convencido por completo, Gloria sonrió con expresión
triunfante y me preguntó:
—¿Qué tienes que decir ahora, Rocky?
Moví la cabeza lentamente a uno y otro lado.
—No sé, la verdad es que no lo sé. Una de dos: o tu mujer está chalada o es
una maldita embustera. En cualquier caso, me da un miedo tremendo.
—Vigila tu lenguaje, Rocky —espetó Gloria—. Estás hablando con mi
mujer.
Me disculpé y di una excusa para volver a casa. Pero, de alguna manera,
Gloria se dio cuenta de que algo me rondaba por la cabeza cuando me alejé
cojeando. Dejó a Rosita en casa y, en menos de una hora, ya había vuelto y tocaba
la bocina desde afuera. Llevaba un paquete de seis cervezas.
—De acuerdo, Rocky; ahora que estamos solas, dime lo que te ronda por la
cabeza.
Me encogí de hombros.
—¿Qué quieres que te diga? Ya estás convencida de que está embarazada.
—¡Lo está! —me aclaró Gloria—. El doctor Long me lo ha confirmado.
—Sí, pero no es eso lo que estoy intentando decirte.
—¿Qué estás intentando decirme?
—Espera que vaya a casa y traiga mi libro de biología. Hay un capítulo
sobre la reproducción humana que quisiera explicarte.
—Bueno, de acuerdo. Pero más te vale que me convenzas, porque, de lo
contrario, te voy a hacer saltar las muletas de una paliza. No me gustó que
llamases embustera a Rosita.
Después de explicarle a Gloria por qué era biológicamente imposible que
hubiera dejado embarazada a Rosita, estuvo pensando en silencio durante un buen
rato mientras se bebía casi todas las cervezas que había traído. Al ver que una
gruesa lágrima le surcaba la mejilla, me entraron ganas de utilizar una de mis
muletas para golpearme. Pero, al mismo tiempo, me dije a mí misma: «¿Para qué
sirven los amigos sino para avisarnos cuando nos comportamos como idiotas?».
Gloria puso en marcha el coche.
—Muy bien, Rocky. ¡Largo de mi coche! Se me podría haber ocurrido algo
mejor que venir perdiendo el culo para decirte que me había sucedido algo bueno
en la vida. Desde que te conozco no has hecho otra cosa que estropearme la vida.
¡Largo! Tal como me siento ahora, podría partirte una de esas muletas en tu
escuálido culo, pero prefiero ir a casa y matar a esa jodida Rosita.
—¡Oh, Gloria, no lo hagas! Irás a la cárcel. Hacer niños no es la cosa más
importante del mundo. Lo importante es intentarlo. Y piensa en lo divertido que es
si lo comparas con ir a la silla eléctrica.
—¡Sal de este coche, ahora!
La obedecí.
Life

BESSIE HEAD

En 1963, cuando se establecieron por primera vez las fronteras entre


Botswana y Sudáfrica, que serían refrendadas en forma definitiva con la
independencia de Botswana en 1966, todos los ciudadanos originarios de Botswana
tuvieron que volver a su país. En las viejas épocas coloniales todo era más confuso,
y el tráfico de gente en ambas direcciones había constituido un flujo constante
durante años y años. En la mayoría de los casos, en especial si se trataba de
jornaleros emigrantes que trabajaban en las minas, su período de asentamiento era
breve, pero mucha gente se había instalado con un empleo fijo. A estos últimos les
destrozaron la vida enviándolos de nuevo a la placidez provinciana de un país
eminentemente rural. A su regreso, trajeron consigo rasgos de una cultura
extranjera y costumbres urbanas que habían asimilado. La gente de los poblados
reaccionó como les es propio: asimilaron lo que les gustó, lo que los beneficiaba
(por ejemplo, las iglesias para practicar el culto y curarse por la fe, que se
extendieron como el fuego); lo que les perjudicaba, lo rechazaron. El asesinato de
Life formó parte de este rechazo.
Life había salido del poblado con sus padres, para ir a Johannesburgo,
siendo una niña de diez años. A su regreso, diecisiete años más tarde, cuando ellos
ya habían muerto, se halló con que, de acuerdo con la tradición del poblado, seguía
teniendo un hogar allí. Al decir que su nombre era Life Morapedi, los habitantes
del poblado la llevaron de inmediato y con toda cortesía al patio de los Morapedi,
situado en la parte central del poblado. El patio familiar había permanecido
intacto, tal como lo habían dejado, pero ofrecía un aspecto patético y desolado. La
techumbre de paja de las chozas de barro tenía placas de porquería en los sitios
donde las hormigas habían hecho sus nidos, y las estacas de madera que
apuntalaban las vigas del techo de las chozas se habían inclinado hacia un lado
pues las hormigas las habían carcomido por la base. El arbusto de caucho había
crecido de modo desproporcionado y encerraba el patio en una melancolía de
sombras que dejaban fuera la luz del sol. En el suelo del patio se enmarañaban
infinidad de hierbas y hierbajos, fruto de muchas estaciones lluviosas.
Las futuras vecinas de Life, un grupo de mujeres, no se apartaron de su
lado.
—Podemos ayudarte a poner en orden tu patio —dijeron con amabilidad—.
Estamos contentas de que uno de nuestros hijos haya vuelto a casa.
Estaban impresionadas por la elegancia de aquella chica de ciudad. Por lo
común, ellas llevaban vestidos viejos y guardaban sus mejores ropas para
ocasiones especiales como las bodas, y aun esas cosas mejores podían ser vulgares
estampados de algodón. La muchacha llevaba un costoso vestido de lino de color
crema, entallado de forma que realzaba su figura alta y llena. Tenía un aire
brillante, vivaz y amistoso y se reía de un modo franco y escandaloso. Hablaba con
rapidez y con cierto nerviosismo, pero ello concordaba con toda su personalidad.
—Va a traernos un poquito de luz —se decían unas a otras las mujeres, al
salir en busca de sus herramientas de trabajo. Siempre declaraban ir en busca de
«la luz», y con ello querían decir que siempre estaban alertas para recibir ideas
nuevas que refrescaran la vulgaridad y la rutina de la vida del poblado.
Una mujer que vivía junto al patio de los Morapedi ofreció a Life su casa
hasta que hubiera arreglado la suya. Agarró las flamantes maletas nuevas y
precedió a Life a su nueva casa, en la que ésta se vio pronto rodeada de todo tipo
de cautivadoras atenciones. Colocaron una silla baja en un lugar a la sombra para
que se sentase, y una niñita se le acercó tímidamente con un recipiente de agua
para que se lavara las manos; a continuación, le pusieron delante una bandeja con
carne y avena para que pudiera recuperarse del largo viaje a casa. Las otras
mujeres se dirigieron al patio llenas de energía, con azadones para arrancar las
hierbas malas y hierbajos, cubos de tierra para revestir de nuevo las paredes de
barro e incluso dos hombres —a los que habían encontrado desocupados— para
que arreglasen la peligrosa inclinación de las estacas de madera de la choza de
barro. La gente de allá solía tener este tipo de gestos, pero les complacía además
advertir que la recién llegada parecía poseer una interminable corriente de dinero
que prodigaba con generosidad. Si el grupo de trabajo de su patio le sugería que la
carne de cabra, cocida lentamente en una enorme cazuela de hierro, contribuiría a
dar un impulso al trabajo, Life sacaba al instante dinero para comprar, no sólo la
cabra, sino también té, leche, azúcar, botes de avena o cualquier cosa por la que los
trabajadores manifestaran su preferencia, de modo que las dos semanas que
tardaron en embellecer el patio de Life les parecieron una prolongada fiesta de
bodas, única ocasión en que la gente solía comer tanto.
—¿Cómo es que tienes tanto dinero, querida hija? —le preguntó por fin una
de las mujeres, llena de curiosidad.
—En Johannesburgo, el dinero fluye como el agua —replicó Life, con su risa
alegre y nerviosa—. Sólo tienes que saber cómo conseguirlo.
Las mujeres recibieron con reparos esa información. Pensaron para sus
adentros que su niña no debía de haber llevado una vida muy ejemplar en
Johannesburgo. La economía y la honradez eran los dos temas dominantes de la
vida del poblado y todo el mundo sabía que no se puede ser honrado y rico al
mismo tiempo. Contaban cada céntimo y sabían cómo se lo habían ganado: con
mucho esfuerzo. No concebían que el dinero pudiera ser un inagotable pozo sin
fondo; siempre tenía un final y era difícil de conseguir en aquella tierra seca y
semidesértica. Se dijeron que pronto se forjaría un futuro; tarde o temprano las
chicas inteligentes siempre encuentran trabajo en correos.
Life había tenido el tipo de carrera profesional que una ciudad como
Johannesburgo ofrece a infinidad de mujeres negras. Había sido cantante, reina de
belleza, modelo de publicidad y prostituta. Ninguna de estas ocupaciones existía
en el poblado: para las mujeres sin estudios estaba el trabajo en el campo y las
tareas domésticas; para las instruidas, la enseñanza, la enfermería o el trabajo de
oficina. La primera ola de mujeres que Life atrajo hacia sí fueron las campesinas y
amas de casa, que constituían el núcleo más conservador del poblado. No tardaron
en darle la espalda cuando empezaron a desfilar los hombres en un ir y venir
interminable. Lo que causaba escándalo era que Life era la primera y la única
mujer del poblado que se vendía a sí misma como un negocio: los hombres le
pagaban por sus servicios. La actitud de la gente hacia el sexo era amplia y
generosa. Se reconocía como una parte necesaria de la vida humana, que debía
estar siempre disponible, como la comida y el agua; de lo contrario, la vida se
extinguía o uno se ponía espantosamente enfermo. Para evitar estas catástrofes,
hombres y mujeres tenían relaciones sexuales intensas, pero de un modo
respetable y humano que dejaba en segundo término las consideraciones
económicas. Cuando corrió la noticia de que eso se había convertido en un negocio
en el patio de Life, llegó una segunda ola de mujeres: las cerveceras del poblado.
Las cerveceras se habían emancipado hacía un tiempo y formaban una
pandilla alegre y adorable. Se emborrachaban todos los días y se las podía ver
tambaleándose por el poblado, por lo general con una criatura de ojos muy
abiertos sujeta a la cadera. Hablaban y se reían de un modo escandaloso, se daban
palmadas en la espalda y habían creado su propio lenguaje:
—Amigos, sí. Maridos, uh, uh, no. ¡Haz esto! ¡Haz lo otro! Queremos
gobernamos nosotras solas.
Pero también ellas estaban sujetas al respetable orden de la vida del
poblado. Muchos hombres pasaban por sus vidas, pero todos eran compañeros
pasajeros. El acuerdo habitual era:
—Madre, tú me ayudas y yo te ayudo.
Esto era una gran patraña. Los hombres se quedaban, vivían de los recursos
de las mujeres y en todo ese tiempo apenas se desprendían de uno o dos rands de
su dinero. Transcurridos unos tres meses ellas les pedían cuentas:
—Compañero —decía la mujer—: el amor es el amor, y el dinero es el
dinero. Me debes dinero.
Y él no volvía a poner los pies por allá, pero otro bribón ocupaba su puesto.
Y la historia se repetía una y otra vez. En Life reconocieron a su reina y, como
ocurre con todas las reinas, se situaron al margen de sus actividades; nunca
intentaron sacar dinero del constante río de hombres, porque no sabían cómo, pero
les gustaba su patio. Muy pronto las juergas y el alboroto de la ciudad de
Johannesburgo tuvieron su duplicado, a menor escala, en la parte central del
poblado. Los hombres y las mujeres se tambaleaban por allí borrachos y riéndose,
y la comida y la bebida manaban como leche y miel. La gente del poblado
circundante observaba este fenómeno con la boca contraída y comentaba
sombríamente:
—Todos serán destruidos un día, como Sodoma y Gomorra. Life, al igual
que las cerveceras, tenía su propio lenguaje. Cuando sus amigos le hicieron patente
su sorpresa ante las ingentes cantidades de carne, huevos, hígado, riñones y arroz
que comían en su patio —comidas que, además, constituían un lujo que sólo
podían permitirse de vez en cuando, pero que nunca habrían imaginado comprar
—, ella respondió de forma desenfadada y espontánea:
—Estoy acostumbrada a manejar mucho dinero.
Ellos no le creyeron; eran demasiado formales como para confiar en este
tipo de suerte con cimientos tan frágiles, y, como un intento de compensar
cualquier fatalidad que pudiera ocultarse a la vuelta de la esquina, llevaban a
menudo sus propios pollos, escuálidos, criados en sus patios, como presentes para
la ronda de comidas del día.
Una de las filosofías de la vida de Life, que recordarían temblando meses
después, era: «Mi lema es: vive rápido, muere joven y que tu cadáver tenga buen
aspecto». Decía todo esto con la alegría pura y libre de una mujer que había
quebrantado todos los tabúes sociales. Pero nadie la siguió hasta aquellas
vertiginosas alturas.
Pocos meses después de la llegada de Life al poblado, abrieron el primer
hotel con bar. Inicialmente, todas las mujeres lo evitaron e incluso las cerveceras
consideraron que no habían caído tan bajo (asociaban el bar con la idea de vender
sus cuerpos). El bar se convirtió en el ámbito favorito de la actividad de Life, pues
simplificaba el trabajo de concertar las citas para el día siguiente. Ningún hombre
se cuestionó su comportamiento ni se preguntó cómo habían permitido que se
llegase a aquella situación tan poco natural. En el poblado podían tener de forma
gratuita todo el sexo que deseasen, pero parecía fascinarles la idea de pagar por
ello, por primera vez. Pronto llegaron a un nivel en que se comunicaban con Life
en un lenguaje taquigráfico:
—¿Cuándo?
Y ella contestaba:
—A las diez.
—¿Cuándo?
—A las dos.
—¿Cuándo?
—A las cuatro.
Y así una y otra vez.
Se movía en el bullicio de las conversaciones triviales y muchas palmaditas
en el trasero. Estaba en su ambiente, y sus ojos negros febriles, chispeantes y
brillantes recorrían la barra buscando todo y nada al mismo tiempo.
Una noche, la muerte entró silenciosamente en el bar. Era Lesego, el
ganadero, que acababa de llegar del puesto donde tenía el ganado, en el que había
estado ocupado durante un período de tres meses. Los hombres del poblado se
creaban su propia reputación, y la de Lesego era una de las más respetadas y
admiradas. La gente decía de él:
—Cuando Lesego tiene dinero y tú lo necesitas, te dará lo que tiene y no te
pondrá problemas en cuanto a la fecha de su devolución…
También lo admiraban por otra razón: por su lucidez y la tranquila
ecuanimidad de su pensamiento. A veces, a la gente le costaba resolver una
cuestión o descubrir la verdad de un tema que se debatía. Él tenía una forma
especial de mantener la cabeza serena, escuchar los argumentos y pronunciar
siempre la sentencia final:
—Bueno, la verdad de esta cuestión es…
Era también uno de los ganaderos más prósperos, con un saldo de siete mil
rands en el banco, y siempre que volvía se dedicaba a pasear y comadrear o asistía
a la reunión kgotla del poblado, por lo que la gente tenía un dicho: «Bueno, me
tengo que marchar a trabajar. No soy como Lesego, que tiene dinero en el banco».
Como de costumbre, los ojos brillantes y al acecho de Life recorrieron
febrilmente el bar. Aquella noche efectuaron la ronda dos veces de la misma
manera, y cada una de ellas se detuvieron por un breve instante en la tenue
expresión oscura y concentrada del rostro de Lesego. No había ningún otro
hombre en el bar con aquella expresión; todos tenían caras pusilánimes,
expresiones vacías. Él era lo más parecido que había visto desde hacía tiempo a los
gangsters de Johannesburgo con los que se había relacionado: los mismos gestos
mesurados y precisos, la misma fuerza, el mismo control. A su alrededor, los
hombres se apaciguaban y empezaban a conversar con él en voz baja y seria; le
hablaban de las noticias del día, que nunca llegaban a los puestos remotos donde
se hallaba el ganado. A diferencia de los otros hombres, que tenían que acercarse a
ella, la tercera vez que los ojos de Life recorrieron la sala, él se mantuvo firme, giró
con lentitud la cabeza y la echó apenas hacia atrás como ordenándole en silencio:
—Ven.
Ella se acercó de inmediato al extremo del bar donde él se hallaba.
—Hola —dijo él con una voz sorprendentemente tierna, y una sonrisa pasó
por un momento por su rostro oscuro y reservado.
Así era Lesego en realidad: un hombre amable y tierno, al que le gustaban
las mujeres y que había tenido tanto éxito en aquel terreno que daba por supuestos
su dominio y su triunfo. Pero se miraron desde sus diferentes mundos y llegaron a
conclusiones fatales: ella vio en él el poder y la maldad de los gangsters; él, la
frescura y la sorpresa de un tipo de mujer absolutamente nuevo. Él solía
abandonar a todas las mujeres después de un tiempo porque le aburrían, y, como
le sucede a quien lleva una vida rutinaria y corriente, le atraía ese aire nervioso que
ella poseía.
Enseguida se levantaron y salieron juntos. Un silencio de desconcierto cayó
sobre el bar. Los hombres intercambiaron miradas y, sin necesidad de hablar,
supieron que, mientras Lesego estuviera allí, todas las citas se habían anulado. Y,
como formulando en voz alta sus pensamientos, Sianana, un amigo de Lesego,
comentó:
—Lesego sólo quiere probar, como hemos hecho todos nosotros, porque es
algo nuevo. La dejará a un lado cuando descubra que está podrida hasta la
médula.
Pero Sianana iba a descubrir que no acababa de entender a su amigo.
Durante una semana, Lesego no se dejó ver por sus lugares de paseo habituales, y
cuando volvió a aparecer fue para anunciar que iba a casarse. La noticia fue
recibida con fría hostilidad. No se hablaba de otra cosa; era tan imposible como
que se estuviese cometiendo un crimen delante de sus narices. Una vez más,
Sianana se erigió en portavoz. Abordó a Lesego, que iba de camino al poblado
kgotla:
—Me sorprenden mucho los rumores que corren acerca de ti, Lesego —le
dijo sin rodeos—. No te puedes casar con esa mujer. Es una auténtica zorra.
Lesego le aguantó la mirada con firmeza y luego le dijo con su estilo
sosegado e indiferente:
—¿Quién no lo es aquí?
Sianana se encogió de hombros. Era incapaz de sutilezas; pero allí no era
cuestión de un trato comercial sino humano, aunque era difícil decir si eso
representaba una ventaja. A Lesego le gustaba cortar una discusión como aquélla
con una frase directa. Mientras caminaban juntos, Sianana sacudió la cabeza varias
veces como indicando que algo importante se le escapaba, hasta que, por fin,
Lesego le dijo sonriendo:
—Me ha hablado de su mala vida. Ya se ha acabado.
Sianana se limitó a apretar los labios y a guardar silencio.
También Life dio la noticia, después de casada, a todas sus amigas
cerveceras.
—Se acabó mi mala vida —les dijo—. Ahora ya soy una mujer casada.
Seguía pareciendo feliz y nerviosa. Todo le llegaba con demasiada facilidad:
hombres, dinero y, ahora, el matrimonio. Las cerveceras no tardaron en advertirle,
con la misma sorpresa que habían demostrado ante la carne y los huevos, que
había muchas mujeres en el poblado que se habían consumido por Lesego. Ella se
sintió muy halagada.
Sus vidas, al menos la de Lesego, no cambiaron mucho con el matrimonio.
A él le seguía gustando darse una vuelta por el poblado; había llegado la estación
de las lluvias y la vida de los ganaderos era fácil en aquella época, pues había
suficiente agua y pastos para los animales. No era el tipo de hombre que se mete en
las cosas de la casa, y durante esa época hizo sólo tres precisiones con respecto a la
vida doméstica. Se hizo cargo de todo el dinero; ella tenía que pedírselo y
explicarle en qué iba a gastarlo. Luego, no le gustó que el aparato de radio sonara
escandalosamente todo el día.
—Las mujeres que lo tienen encendido todo el día no tienen nada en la
cabeza —dijo.
Por fin, la miró desde una gran altura y comentó con tono tranquilo:
—Si vuelves a ir con esos hombres otra vez, te mataré.
Lo dijo con tales indiferencia y serenidad como si no esperase que su poder
y dominio fueran a tropezarse con ningún reto.
Ella no tenía la preparación mental suficiente para analizar qué era lo que le
había afectado, pero le pareció que algo le propinaba un golpe tremendo detrás de
la cabeza. Al instante sucumbió al impacto y empezó a desintegrarse a gran
velocidad. El curso de la vida cotidiana del poblado era mortalmente aburrido en
su insulsa monotonía jamás interrumpida; los días transcurrían uno tras otro,
yendo a buscar agua, triturando maíz, cocinando. Pero, en el interior de todo
aquello, había un fuerte tira y afloja entre la gente. La tradición exigía que la gente
se ocupara del prójimo, y a lo largo de toda la jornada había un tráfico constante de
gente entrando y saliendo de las vidas de los demás. Si había que enterrar a
alguien, este acontecimiento exigía la comprensión y solidaridad de todos; había
préstamos de dinero, recién nacidos, penas, problemas, regalos. Durante mucho
tiempo, Lesego había sido el rey de este mundo; cada día, una larga hilera de gente
se presentaba ante él en busca de algo o deseando darle algo en muestra de
gratitud a cambio de un favor pasado. Aquí residía la fuerza elemental de la vida
del poblado. Todo esto despertaba en la gente respuestas solidarias y emocionales,
y las recompensaba llenando un vacío que era un enorme y asfixiante bostezo.
Cuando la despojaron de su nerviosismo y de la juerga barata, Life cayó en el
bostezo; no poseía nada en su interior que la ayudara a enfrentarse con aquel estilo
de vida que también para ella había llegado. Las cerveceras seguían estando allí;
les seguía agradando su patio porque Lesego tenía buen carácter y porque todo lo
que ocurría en él —como los ancianos agazapados en los rincones con regalos:
«Lesego, hoy he tenido suerte cazando. He atrapado dos conejos y quiero
compartir uno contigo…» —no era más que el tipo de vida tswana que también
ellas vivían. En armonía con el nuevo estado de su reina, dijeron:
—Somos mujeres y tenemos que hacer algo.
Recogieron tierra y estiércol y remozaron y decoraron el patio de Life. Le
iban a buscar el agua, le trituraban el maíz y, al parecer, las cosas tenían un aspecto
bastante normal, pues a Lesego también le gustaba una jarra de cerveza. Nadie
advirtió la expresión de angustia que se había apoderado del rostro de Life. El
aburrimiento de la jornada diaria la asfixiaba hasta casi matarla, y, mirara donde
mirase, desde las cerveceras a su marido, o a cualquiera que los visitara, no
encontraba a nadie a quien poder comunicar lo que se había convertido en un
auténtico dolor físico. Después de un mes de soportarlo, se hallaba al borde de una
crisis. Una mañana habló de su agonía a las cerveceras.
—Creo que he cometido un error. La vida de casada no está hecha para mí.
Y ellas respondieron en actitud comprensiva:
—Sólo te estás acostumbrando a ella. Después de todo, es distinta de la vida
de Johannesburgo.
Los vecinos fueron aun más lejos. Estaban impresionados por un
matrimonio que pensaron que nunca prosperaría. Empezaron a decir que no se
debía juzgar nunca a un ser humano, porque siempre tenía una parte buena y una
mala, y que Lesego había convertido a una mala mujer en una buena, cosa que
nunca se había visto. En el preciso instante en que habían comenzado a hacer tales
comentarios y a asentir en señal de aprobación, Sodoma y Gomorra estallaron de
nuevo por todos lados. A Lesego le habían avisado, entrada la noche, que las
terneras recién nacidas de su puesto se estaban muriendo, y a la mañana siguiente
se marchó temprano en su camión.
Con un inmenso suspiro de alivio, la antigua mujer salvaje y temeraria
despertó de un estado próximo a la muerte. El aparato de radio volvió a vociferar,
la comida a manar, y hombres y mujeres a salir tambaleándose completamente
borrachos. Bastó su alboroto para ahuyentar a todos los huéspedes indeseados, que
movieron la cabeza con expresión severa: cuando Lesego regresase, le dirían que
aquella mujer no era la esposa que se merecía.
Tres días después, Lesego se presentó de improviso en el poblado. Todas las
terneras estaban anémicas y tenía que llevarlas al veterinario para que les diera
una inyección. Atravesó el poblado en su camión hasta el campamento del
veterinario. Una de las cerveceras lo vio y se precipitó alarmada a prevenir a su
amiga.
—El marido ha vuelto —le susurró temerosa, apartando a Life.
—¡Aj! —replicó ella irritada.
Puso fin al alboroto, despidió a los hombres y a la bebida, si bien una rabia
salvaje la estaba llevando a escapar de aquel tipo de vida que para ella era como
una muerte. Le dijo a uno de los hombres que se verían a las seis. Sobre las cinco,
Lesego entró en el patio con las terneras. No había nadie afuera para saludarlo.
Saltó del camión, caminó hasta una de las chozas y abrió la puerta de par en par.
Life estaba sentada en la cama. Alzó la mirada en silencio y malhumorada. A él le
sorprendió un poco, pero tenía la mente ocupada con las terneras. Tenía que
instalarlas en el patio para que pasaran la noche.
—Haz un poco de té —le dijo—. Tengo mucha sed.
—No hay azúcar —dijo—. Tendré que ir a buscar.
Se sintió algo irritado, pero volvió deprisa con las terneras, y su mujer salió
del patio. Lesego acababa de instalar las terneras cuando se acercó un vecino, muy
enojado.
—Lesego —le dijo sin más rodeos—, te dijimos que no te casaras con esa
mujer. Si vas al patio de Radithobolo la encontrarás en la cama con él. ¡Ve y
comprueba con tus propios ojos que tienes que dejar a esta mala mujer!
Lesego lo miró fijamente un instante; luego, con su paso habitual, como si
en su vida no existiesen las prisas o el caos, fue a la choza que utilizaban como
cocina. Había una lata llena de azúcar. Se volvió para agarrar un cuchillo que
guardaba en un rincón, uno de los grandes que utilizaba para matar al ganado, y lo
deslizó en su camisa. A continuación, sin modificar su paso, fue caminando al
patio de Radithobolo. Parecía desierto, pero la puerta de una de las cabañas estaba
medio abierta, y otra, cerrada. De un puntapié abrió la puerta que estaba cerrada y
el hombre que había en su interior gritó asustado. Al ver a Lesego dio un brinco y
se refugió en un rincón. Lesego le hizo señas con la cabeza de que saliese de la
habitación. Pero Radithobolo no fue lejos; quería divertirse, así que se acurrucó
contra las sombras del arbusto de caucho. Esperaba presenciar la típica escena de
marido y mujer: el marido airado maldiciendo hasta desgañitarse, y la mujer
histérica con embustes y excusas. Pero Lesego salió de la habitación con un enorme
cuchillo en la mano, manchado de sangre. Al ver el cuchillo, Radithobolo se
desplomó desmayado en el suelo. Había algunas personas más en el patio, y se
refugiaron junto al arbusto de caucho al ver aquel cuchillo.
Muy pronto se oyó el clamor de los lamentos. La gente empezó a correr en
todas direcciones con las manos en la cabeza gritando «¡oh! ¡oh! ¡oh!», con total
desconcierto. Pasó bastante rato hasta que a alguien se le ocurrió llamar a la
policía. Estaban así de aturdidos porque un asesinato, de frente y violento, era el
suceso menos habitual y más extraño de la vida del poblado. Parece que Lesego
fue el único que conservó la sangre fría aquella noche. Estaba sentado
tranquilamente en su patio, cuando la policía llegó de pronto. Lo miraron
horrorizados y empezaron a cubrirlo de reproches por aparentar aquella
impavidez.
—Has acabado con una vida humana y estás tan ancho —le decían
enfadados—. Te van a colgar por esto. Truncar una vida humana es un delito muy
serio.
No lo colgaron. Mantuvo aquella mirada indiferente y fría, de estar por
encima de las circunstancias, hasta el mismo día del juicio. Entonces alzó la vista,
miró al juez y dijo con toda calma:
—Bueno, lo cierto de este asunto es que yo acababa de llegar del puesto de
ganado. Aquel día había tenido problemas con mis terneras. Llegué a casa tarde y,
como tenía sed, le pedí a mi mujer que hiciese té. Dijo que no teníamos azúcar y
salió a comprar. Después de esto, llegó mi vecino, Mathata, y me dijo que mi mujer
no estaba en la tienda sino en la choza de Radithobolo. Me dijo que fuera al patio
de Radithobolo y viera lo que estaba haciendo. Pensé que, antes, comprobaría si
había azúcar en la cocina, y encontré una lata llena. Aquello me disgustó y
sorprendió. Entonces me pareció que el corazón se me llenaba de fuego. Pensé que
si estaba haciendo algo malo con Radithobolo, como me había dicho Mathata, era
mejor que la matase, porque no entiendo que una mujer pueda ser tan corrupta…
Lesego había hecho aquello durante años: juzgar los aspectos de la vida de
un modo directo y simple. El juez, que era blanco, y por lo tanto no versado en las
tradiciones tswana y sus polémicas, se quedó tan impresionado por el
comportamiento de Lesego como los propios hombres del poblado.
—Es un crimen pasional —dijo compadecido—. De modo que hay
circunstancias atenuantes. Pero segar una vida humana no deja de ser un delito
grave, por lo que lo condeno a cinco años de cárcel…
Sianana, el amigo de Lesego que iba a hacerse cargo de sus asuntos
mientras estuviera en prisión, fue a visitar a Lesego, todavía sacudiendo la cabeza.
Algo se le escapaba de todo aquel asunto, como si hubiera sido planeado desde el
principio.
—Lesego —le dijo con profundo pesar—, ¿por qué mataste a aquella zorra?
Tenías un par de piernas para dar media vuelta y marcharte. Te podrías haber
largado. ¿Estás intentando demostramos que aquí nunca se cruzan los ríos? Hay
mujeres y hombres buenos, pero raramente unen sus vidas. Siempre estos líos y
estos disparates…
En aquella época era muy famosa una canción de Jim Reeves: Esto es lo que
ocurre cuando dos mundos entran en colisión. Cuando las cerveceras estaban borrachas
solían cantarla y se ponían a llorar. Tal vez ellas tuvieran la última palabra de todo
aquel asunto.
Idilio en Guatemala

JANE BOWLES

Cuando el viajante llegó a la pensión, el viento soplaba fuerte. Antes de


entrar a tomar la sopa caliente en la que había estado pensando, dejó el equipaje
nada más pasar la puerta y caminó unas cuantas manzanas para hacerse una idea
de la ciudad. Llegó a un arco muy ancho a través del cual vio una llanura en la
distancia. Creyó distinguir unas figuras sentadas en torno a una hoguera lejana;
pero no estaba seguro, porque el viento le hacía saltar las lágrimas.
«Qué deprimente —pensó, dejando caer la mandíbula—. Pero no importa.
Anímate. Probablemente será un grupo de chicos y chicas sentados alrededor de
una fogata y pasándoselo bien. El mundo es el mundo; al fin y al cabo no hay nada
nuevo, y un trozo de césped es igual de verde en un sitio que en otro.»
Dio la vuelta y anduvo de prisa, bordeando los muros de piedra de las casas
bajas. Le preocupaba un poco el que no pudiera reconocer la puerta de la pensión.
—Se supone que en los Estados Unidos no existe variación alguna —dijo
para sí—. Pero esta arquitectura española lo supera todo; es tan monótona…
Llamó a una puerta y enseguida apareció una niña con la cabeza pelada.
Con fuerte acento norteamericano, le preguntó:
—¿Es ésta la Pensión Espinoza?
—¡Sí!
La niña le hizo pasar, conduciéndolo hacia una fuente en el centro de un
patio cuadrado. Miró al estanque y la niña también.
—Hay cuatro peces dentro —le dijo ella en español—. ¿Quiere que trate de
cogerle uno?
El viajante no le entendió. Permaneció allí, incómodo, deseando ir a su
habitación. La niña seguía intentando atrapar un pez cuando su madre, la dueña
de la pensión, salió y fue hacia ellos. Era una mujer bastante gruesa, pero tenía un
rostro pequeño y afilado y llevaba gafas sujetas al vestido por una cadena de oro.
Le estrechó la mano y, en un inglés bastante bueno, le preguntó si había tenido un
viaje agradable.
—Quiere ver los peces —explicó la niña.
—No faltaba más —dijo la señora Espinoza, removiendo con destreza las
manos en el agua—. Casi, casi —dijo riendo cuando uno de los peces se le escurrió
entre los dedos.
El viajante asintió con la cabeza.
—Me gustaría ir a mi habitación —dijo.
El norteamericano quedó un poco decepcionado de su cuarto. Había cuatro
camas de bronce puestas en fila, todas ellas muy viejas y un poco torcidas.
—¡Dios mío! —exclamó para sí—. Tendrán que quitar algunas camas. Me
dan escalofríos.
Del techo colgaba un cordón. En el extremo, a la altura de su nariz, había
una bombilla diminuta. La encendió y se miró las manos a la luz. Las tenía sucias y
agrietadas. Entró una criada descalza con una palangana y una jarra.
Calendarios decoraban las paredes del comedor, y en cada mesa había una
jarra de cristal esmeradamente tallado. Varias personas habían empezado a comer
en silencio. Una niña hablaba en voz alta.
—Esta noche no iré al concierto de la banda, mamá —decía.
—¿Por qué no? —preguntó su madre con la boca llena. Miró seriamente a
su hija.
—Porque no me gusta oír música. ¡Lo detesto!
—¿Por qué? —inquirió su madre con aire ausente, tomando otro bocado
grande. Hablaba con voz grave, como de hombre. Su cabeza, que sobresalía poco
entre los hombros, estaba cubierta de rizos negros. Tenía una barbilla fuerte y la
piel oscura y áspera; sin embargo, poseía unos ojos azules muy bellos. Se sentaba
con las piernas separadas y un brazo descansando sobre la mesa. La niña no
mostraba parecido con la madre. Era delicada, de cabellos tiesos, de ese extraño
color claro que a menudo se da en los mulatos. Tenía los ojos tan pálidos que casi
parecían blancos.
Cuando entró el viajante, la niña se volvió a mirarlo.
—Ya hay nueve personas que comen en esta pensión —dijo de inmediato.
—Nueve —repitió su madre—. Muchas bocas.
Dejó el plato a un lado con aire de cansancio y alzó la vista hacia el
calendario de la pared que tenía al lado. Por fin se dio la vuelta y vio al extranjero.
Como ya había terminado de comer, siguió con interés la comida del recién
llegado. Por un momento, se encontró con su mirada.
—Que aproveche —le dijo, cabeceando suavemente, y luego miró la sopa
hasta que el viajero la terminó—. Mis pastillas —le dijo a Lilina, extendiendo la
mano sin volver la cabeza. Para divertirse, Lilina vació el frasco entero en la mano
de su madre.
—Ahí tienes las pastillas —dijo.
Cuando la señora Ramírez se dio cuenta de lo que había pasado, le dio a
Lilina una tremenda bofetada en la cara con la mano que sostenía las pastillas,
dejándolas pegadas por la piel húmeda y la cabeza de la niña. El viajante se volvió.
Se sintió tan molesto y al mismo tiempo tan disgustado por lo que acababa de ver,
que decidió buscar otra pensión aquella misma noche.
—El músico vendrá enseguida —dijo la camarera, poniéndole delante la
carne—. Por cincuenta centavos le tocará todas las canciones que quiera oír. En una
noche no habrá tiempo suficiente. —Miró hacia Lilina, que chillaba como un cerdo
apuñalado. —Para entonces ella no estará en el comedor.
—Esas pastillas me cuestan tres quetzales el frasco —se quejó la señora
Ramírez.
Un joven se acercó desde una mesa vecina y examinó el frasco vacío. Meneó
la cabeza y comentó:
—¡Qué barbaridad!
—¡Qué niña tan mala eres, Lilina! —dijo una señora inglesa que estaba
sentada a bastante distancia de los demás.
Todos los comensales levantaron la cabeza. La inglesa tenía el rostro y el
cuello completamente rojos de irritación. Hablaba en inglés.
—¿Es que no pueden comportarse como personas civilizadas? —preguntó.
—¡Usted cállese! —replicó el joven, que había dejado de observar el frasco
de pastillas vacío. Sus compañeros se rieron a carcajadas—. Muy bien, niña —
siguió en inglés—. ¿Quieres un chicle?
Ante su última salida, sus compañeros no podían tenerse de risa, y los tres
se levantaron y salieron del comedor. Se oyeron sus carcajadas desde el patio,
donde se reunieron en torno a la fuente, con el cuerpo doblado.
—Es una vergüenza para los adultos —manifestó la señora inglesa.
Lilina había empezado a sangrar por la nariz, y salió precipitadamente.
—¡Y dile a Consuelo que se dé prisa en venir a cenar! —gritó su madre
cuando ella salía.
En aquel momento llegó el músico. Era un hombre de corta estatura vestido
con un traje negro y una camisa sucia.
—Bueno —dijo la madre de Lilina—. Al fin ha venido.
—Estaba cenando con mi tío. ¡El tiempo pasa, señora Ramírez! ¡Gracias a
Dios!
—¡Nada de gracias a Dios! ¿Cuándo se ha visto que se cene sin música?
El violinista se dejó caer en una silla y, agachándose mucho, empezó a tocar
con todas sus fuerzas.
—¡Valses! —gritó la señora Ramírez por encima de la música. Parecía
petulante y, al mismo tiempo, como si estuviera a punto de llorar. En realidad, el
extranjero estaba seguro de haber visto rodar una lágrima por sus mejillas—. ¿Va
usted esta noche al concierto de la banda? —le preguntó ella; hablaba muy bien
inglés.
—No sé. ¿Y usted?
—Sí, con mi hija Consuelo. Si es que la infortunada muchacha se presenta
alguna vez a cenar. No le gusta comer. Sólo bailar. Baila como una verdadera
mariposa. Tiene mi sangre francesa. Es mucho mejor persona que la pequeña,
Lilina, que siempre está haciendo daño; a mí, a su hermana, a sus amigas. Espero
que Dios tenga piedad de ella. —Al decir eso derramó un par de lágrimas que
enjugó con la servilleta.
—Bueno, es joven todavía —comentó el extranjero.
—Sí, es joven —convino la señora Ramírez de todo corazón. Le sonrió con
dulzura y pareció muy contenta.
Entretanto, Lilina estaba en su habitación, inclinada sobre la palangana
blanca en la que se lavaban las manos, dejando que la sangre goteara en ella.
Respiraba fuerte, como alguien que tratara de fingir cólera.
—¡Deja de respirar así! Pareces un viejo —le dijo su hermana Consuelo, que
estaba echada en la cama con un ladrillo caliente sobre el estómago.
Consuelo era morena y menuda, de cara ancha y lisa y cráneo sumamente
estrecho. Tenía un carácter desabrido, lo que es un caso frecuente entre las
adolescentes que apenas hacen sino soñar con un enamorado. Lilina, que era
pendenciera y no sentía curiosidad hacia el mundo de los adultos, odiaba a su
hermana más que a nadie que conociera.
—Dice mamá que si no bajas pronto a cenar, te pegará.
—¿Por eso es por lo que te sangra la nariz?
—No —dijo Lilina.
Se apartó de la palangana y su mirada cayó sobre el corsé de su madre, que
estaba encima de la cama. Lo cogió con un movimiento rápido, y lo llevó al patio,
donde lo arrojó al estanque. Consuelo, asustada por la apropiación del corsé, se
levantó apresuradamente y se arregló el pelo.
—Demasiadas molestias para una chica de mi edad —dijo para sí, dándose
palmaditas en el vientre. Al cruzar el patio vio pasar a la señorita Córdoba, que
llevaba la cabeza muy alta mientras se colocaba unas horquillas en el moño de la
nuca. Al caminar detrás de ella, Consuelo se sintió como un sapo o un escarabajo.
Entraron juntas en el comedor.
—¿Por qué no esperas hasta medianoche para causar impresión? dijo la
señora Ramírez a Consuelo.
La señorita Córdoba, al creer que aquel sarcasmo iba dirigido a su persona,
se detuvo y se puso rígida. Entornó los ojos y permaneció inmóvil. La señora
Ramírez, que era muy cobarde, le dedicó una extraña y estúpida sonrisa.
—¿Cómo va de salud, señorita Córdoba? —le preguntó con voz queda, y
luego, sintiéndose confusa, señaló al extranjero y le preguntó si conocía a la
señorita Córdoba.
—No, no; no me conoce —afirmó ésta, tendiendo ceremoniosamente la
mano; el extranjero la estrechó. No se mencionaron nombres.
Consuelo se sentó junto a su madre y comió vorazmente, con ojos tristes. La
señorita Córdoba sólo pidió fruta. Se sentó mirando a la oscuridad del patio,
dejando a los demás comensales una vista de su nuca. Al cabo de un rato, abrió
una carta y empezó a leer. Los demás la observaron con atención. Los tres jóvenes
que antes habían reído de tan buena gana, ahora sonreían como idiotas, esperando
que volviera a presentarse una ocasión semejante.
El músico tocaba un vals a petición de la señora Ramírez, que hacía lo
posible por atraer de nuevo la atención del extranjero. «Tra la la la», cantaba, y con
el fin de expresar mejor la belleza del vals, juntó los brazos frente al pecho y
empezó a mecerse de un lado para otro.
—¡Ay, Consuelo! A ella es a quien le toca bailar el vals —le dijo al extranjero
—. Esta noche habrá mucha gente en la plaza, y hace tanto viento. Creo que
deberías traerme el chal, Consuelo. Está refrescando mucho.
Mientras esperaba la vuelta de Consuelo, se puso a tiritar y a escarbarse los
dientes.
El viajante pensó que estaba loca y que era un poco molesta. Había venido
como comprador de una importante empresa textil. Una vez terminado su trabajo,
por alguna razón decidió quedarse otra semana, tal vez porque siempre había oído
que unas vacaciones en un país extranjero era algo deseable. Ya había lamentado
su decisión, pero no tenía barco hasta el lunes siguiente. Al final de la cena sentía
tal desesperación, que su rostro mostraba una expresión extrañamente joven y
sensible. Para animarse un poco, empezó a pensar lo que comería dentro de tres
semanas, sentado a la mesa de su madre el día de Acción de Gracias. Se alegrarían
mucho de oír que no se había divertido en el viaje, porque siempre habían
considerado como una especie de traición el que alguien de la familia expresara
deseos de viajar. Pensaban que llevaban buena vida, y él se sentía inclinado a estar
de acuerdo con ellos.
Consuelo había vuelto con el chal de su madre. Volvió a perderse en sus
ensoñaciones cuando su madre le dio un pellizco en el brazo.
—Bueno, Consuelo, ¿vas a ir al concierto de la banda, o te vas a quedar aquí
sentada como un maniquí? Supongo que el señor no vendrá con nosotras, pero a
nosotras nos gusta la música, de manera que levántate, vamos a despedirnos de este
caballero y a ponernos en camino.
El viajante no había entendido el discurso. Por tanto, quedó muy
sorprendido cuando la señora Ramírez le dio unas palmaditas en el hombro y le
dijo severamente, en inglés:
—Buenas noches, señor. Consuelo y yo vamos al concierto. Lo veremos
mañana, en el desayuno.
—Pero si yo también voy al concierto —dijo, presa del pánico por si lo
dejaban solo con toda una velada por delante.
La señora Ramírez enrojeció de placer. Caminaron los tres juntos por la calle
mal iluminada, acompañados por un grupo de famélicos perros callejeros.
—Esas ventanas de rejas antiguas son verdaderamente muy bonitas —dijo
el viajante a la señora Ramírez—. Son tan viejas como las mismas montañas,
¿verdad?
—Si quiere ver edificios bonitos, debe ir a la capital —le aconsejó la señora
Ramírez—. Son muy nuevos y limpios.
—Creía que esos edificios viejos constituían lo más interesante de este país,
aparte de los indios y de las costumbres locales.
Durante un rato siguieron andando en silencio. Un niño se acercó a ellos
con intención de venderles caramelos.
—Cinco centavos —dijo.
—De ninguna manera —contestó el viajante. Le habían advertido de que los
nativos tratarían de estafarle, y se encolerizaba cada vez que se le acercaban con
sus mercancías.
—Cuatro centavos…, tres centavos…
—¡No, no, no! ¡Márchate!
El niño echó a correr delante de ellos.
—Me apetece un caramelo —le dijo Consuelo.
—¿Y por qué no lo has dicho, entonces? —inquirió él.
—No —dijo Consuelo.
—No lo dice en serio —explicó su madre—. No logra aprender inglés. Tiene
pájaros en la cabeza.
—Ya veo —dijo el viajante.
Consuelo parecía ofendida. Cuando llegaron al final de la calle, la señora
Ramírez se detuvo e inclinó la cabeza como un toro.
—Atiende —le dijo a Consuelo—. Escucha, desde aquí se oye la música.
—Sí, mamá. Es verdad.
Permanecieron inmóviles, escuchando el débil eco de la marimba que
llegaba hasta ellos. El viajante suspiró.
—Por favor; si vamos a ir, acerquémonos —dijo—. Si no, no tiene sentido.
Cuando llegaron, la plaza ya estaba llena de gente. Los viejos se sentaban en
bancos bajo los árboles, y los jóvenes daban vueltas de un lado para otro: las chicas
en una dirección y los chicos en otra. Los músicos tocaban en el interior de un
quiosco que se alzaba en medio de la plaza. La señora Ramírez llevó a Consuelo y
al extranjero a la línea de las muchachas, y no habían andado más de un minuto
cuando adoptó un paso cómodo con expresión muy parecida a la de alguien que
descansara en un sofá.
—Tenemos tres horas —le dijo a Consuelo.
El extranjero miró alrededor. Muchas chicas iban descalzas y eran indias
puras. Seguían la fila fuertemente agarradas entre sí, y a menudo se retorcían de
risa.
Los músicos tocaban una melodía informe pero de aire agresivo que
alcanzaba muchos puntos culminantes sin fin. El percusionista era el hombre que
acababa de tocar el violín en la pensión de la señora Espinoza.
—¡Mire! —dijo animadamente el viajante—. ¿No es ése el hombre que acaba
de tocar para nosotros en la cena? Apuesto a que debe de estar un poco cansado.
—Sí, el mismo —dijo la señora Ramírez—. La rata asquerosa. Me gustaría
sacarlo a rastras del quiosco. ¿Te acuerdas del que había en el Gran Hotel,
Consuelo? Se paraba en todas las mesas, señor, y jamás en la vida he visto unos
dientes tan bonitos. No dejó de sonreír desde el momento en que entró en el salón
hasta que salió. Ése tiene la vista fija en los zapatos mientras toca, y parece que le
gustaría matarnos a todos.
Unos muchachos corpulentos arrojaron confetis al rostro del viajante.
«Me pregunto… —dijo para sí—. Me pregunto qué clase de diversión sacan
con dar vueltas y vueltas a este pequeño parque y tirarse confetis unos a otros.»
En la fila de los chicos se producía un tumulto constante sobre alguna cosa.
Cuanto más anchas se hacían sus sonrisas, más sospechaba el extranjero que
tramaban algo, probablemente contra él, porque al parecer era el único turista que
había allí aquella noche. Finalmente se sintió tan inquieto que echó a andar
mirando a las estrellas e incluso cerrando los ojos durante tramos cortos, porque le
parecía que en cierto modo eso lo hacía menos visible. De pronto vio a la señorita
Córdoba. Estaba al otro lado de la calle, comprando caramelos a un niño.
—¡Señorita!
Agitó la mano desde su sitio y luego salió alegremente de la fila y cruzó la
calle. Se quedó a su lado, jadeando, y ella se ruborizó bastante sin saber qué
decirle.
La señora Ramírez y Consuelo se detuvieron y permanecieron inmóviles
como dos estatuas, siguiéndolo con la mirada, mientras las filas pasaban a cada
lado de ellas.
Lilina miraba por la ventana a unos niños que jugaban en la esquina de la
calle, a la luz de un farol. Uno de ellos sacaba una culebra del bolsillo y luego
volvía a guardarla. Lilina ansiaba tener la culebra. Eligió los juguetes que, según su
criterio, la revestirían de mayor poder o responsabilidad a ojos de los niños.
Pensaba que si podía conseguir la culebra, tal vez daría una pequeña
representación llamada «Lilina y la víbora», cobrando la entrada. Se imaginó
llevando ropa de fantasía y dejando que la culebra se retorciera bajo el cuello de su
vestido. Salió de su cuarto y se dirigió a la calle. El viento era más fuerte que antes
e, incluso desde donde se encontraba, la música llegaba a sus oídos. Sintió frío y se
apresuró hacia los niños.
—¿Por cuánto venderías la culebra? —preguntó al niño de más edad,
Ramón.
—¿Te refieres a Victoria? —dijo Ramón. Su voz empezaba a cambiar y tenía
una sombra encima del labio superior.
—Victoria es demasiado reina para que la tengas tú —dijo uno de los niños
más pequeños—. Es una belleza, y tú no lo eres.
Todos rieron estrepitosamente, incluso Ramón, que enseguida dio la
impresión de ser muy estúpido. Lanzaba risitas tontas, como una niña. A Lilina se
le encogió el corazón. Estaba decidida a conseguir la culebra.
—¿Vais a dejar de reíros alguna vez para empezar a tratar conmigo? Si no lo
hacéis, volveré a casa, porque mi madre y mi hermana vendrán pronto y no me
dejarían quedarme aquí, hablando con vosotros. Soy de buena familia.
Eso calmó a Ramón, que ordenó a los chicos que se callaran. Sacó a Victoria
del bolsillo y jugó con ella en silencio. Lilina miró fijamente a la culebra.
—Ven a mi casa —dijo Ramón—. Mi madre querrá saber por cuánto la
vendo.
—De acuerdo. Pero rápido, y no quiero que éstos vengan con nosotros —
repuso Lilina, señalando a los demás chicos.
Ramón les ordenó volver a su casa y reunirse con él más tarde en el jardín
que había cerca de la catedral.
—¿Dónde vives? —le preguntó Lilina.
—En la calle de las Delicias, número seis.
—¿Es tuya la casa?
—La casa es de mi tía Gudelia.
—¿Es más rica que tu madre?
—Pues sí.
No volvieron a dirigirse la palabra.
En casa de Ramón había ocho habitaciones que daban al patio, pero sólo
una estaba amueblada. En ese cuarto guisaba y dormía la familia. Su madre y su tía
estaban sentadas una enfrente de otra, en sillas pintadas de colores vivos. Ambas
eran gruesas e iban vestidas de negro. La única luz la desprendía un brasero de
carbón de leña que ardía en el suelo.
Habían comprado las sillas aquella misma mañana, y en consecuencia se
sentían animadas y alegres. Cuando llegaron los niños, estaban cantando a coro
una cancioncilla.
—¿Por qué no compramos algo para beber? —sugirió Gudelia cuando
dejaron de cantar.
—Ya veo que te estás volviendo loca —dijo la madre de Ramón—. Te pones
muy desagradable cuando bebes.
—No, no me pongo desagradable —protestó Gudelia.
—Madre —terció Ramón—. Esta niña viene a comprar a Victoria.
—No te he visto nunca —le dijo la madre de Ramón a Lilina.
—Ni yo —dijo Gudelia—. Yo soy Gudelia, la tía de Ramón. Ésta es mi casa.
—Yo me llamo Lilina Ramírez. Quiero comprar a Victoria, que es de
Ramón.
—A Victoria —repitieron en tono grave.
—Ramón le tiene mucho cariño a Victoria, lo mismo que Gudelia y yo —
dijo la madre—. Es una pena que vendiéramos a Alfredo, el loro. Lo vendimos por
muy poco. Cantaba y bailaba. Cuidamos a Victoria desde hace mucho, y nos ha
salido muy cara. Come mucha carne.
Era evidente que se trataba de una mentira. Todos miraban a Lilina.
—¿Dónde vives, cariño? —preguntó Gudelia a Lilina.
—En la capital, pero ahora estoy en la pensión de la señora Espinoza.
—Todos los días me la encuentro en el mercado —comentó Gudelia—.
María de la Luz Espinoza. Hace mucha compra. ¿Cuánta gente tiene en su casa?
¿Cinco, seis?
—Nueve.
—¡Nueve! ¡Santo Dios! ¿Tiene muchos animales?
—Desde luego —confirmó Lilina.
—Vamos —dijo Ramón a Lilina—. Salgamos fuera a tratar este asunto.
—Quiero mucho a esa culebra —recordó la madre de Ramón, mirando
fijamente a Lilina.
—Victoria…, Victoria —suspiró la tía.
Lilina y Ramón treparon por un agujero que había en la pared y se sentaron
juntos en medio de unos arbustos.
—Escucha —comenzó Ramón—. Si me das un beso, te regalaré a Victoria.
Tienes los ojos azules. Me he fijado cuando estábamos en la calle.
—¡Oigo lo que estás diciendo! —gritó su madre desde la cocina.
—¡Qué lástima, qué lástima! —dijo Gudelia—. Dar a Victoria a cambio de
nada. Tu madre se quedará sin comida. Yo puedo comprar la mía, pero ¿qué hará
tu madre?
Lilina, impaciente, se puso en pie de un salto. Vio que no iban a parte
alguna, y a diferencia de la mayoría de sus compatriotas, siempre estaba deseosa
de terminar las cosas cuanto antes.
Volvió a toda prisa a la cocina, abrió mucho los ojos para asustar a las dos
señoras y gritó tan fuerte como fue capaz:
—¡Véndanme esa culebra ahora mismo o nunca volveré a poner los pies en
esta casa!
Las dos mujeres no estaban acostumbradas a tales manifestaciones de ira
por el solo hecho de acordar un precio. Se levantaron de las sillas y empezaron a
deambular por la habitación, recogiendo cosas y volviéndolas a dejar en el suelo.
No estaban muy seguras de lo que debían hacer. Gudelia estaba tremendamente
inquieta. Iba de acá para allá con la mano debajo del pecho, atisbando con cautela a
todas partes. Finalmente, se escabulló al patio y desapareció.
Ramón sacó a Victoria del bolsillo. Acordaron un precio y Lilina se marchó,
llevándola en una cajita.
Mientras, la señora Ramírez y su hija volvían del concierto a casa. Las dos
estaban de mal humor. Consuelo no estaba dispuesta a decir una palabra. Parecía
enfadada con las casas ante las que pasaban y suspiraba a cada cosa que decía su
madre.
—No tienes alegría en el corazón —decía la señora Ramírez—. Sólo
venganza. —Como Consuelo se negó a responder, continuó: —A veces me parece
que voy con una asesina.
Se paró en medio de la calle y miró al cielo.
—¡Jesús María! —exclamó—. No permitáis que diga esas cosas de mi propia
hija.
Tomó del brazo a Consuelo.
—Venga, vamos. Apresurémonos. Me duelen los pies. ¡Qué ciudad tan fea!
Consuelo empezó a lloriquear. La palabra asesina, la había herido
profundamente. Aunque en su imaginación no tenía una idea muy clara de lo que
era una asesina, sabía que constituía un insulto grave, contrario a todos los usos si
se aplicaba a una joven educada. Le asustaba de tal manera el hecho de que su
madre hubiera utilizado semejante palabra refiriéndose a ella, que llegó a sentir
náuseas en el estómago.
—¡No, mamá, no! —gritó—. ¡No digas que soy una asesina! ¡No lo digas!
Le empezaron a temblar las manos y sus ojos ya estaban llenos de lágrimas.
Su madre la abrazó y por un momento permanecieron estrechamente unidas.
Cuando Consuelo y su madre llegaron a la pensión, María, la criada, estaba
de pie junto a la fuente, mirando al agua. El viajero y la señorita Córdoba estaban
charlando, sentados uno al lado del otro.
—¿Es que no le interesa el amor? —preguntaba el extranjero.
—No…, no —respondió la señorita Córdoba—. La vida de la ciudad, los
negocios, el teatro…
Parecía un tanto displicente respecto al teatro.
—Pues es curioso —dijo el viajante—. En mi país, a la mayoría de las
muchachas les atrae el amor. Claro que hay algunas interesadas en tener una
carrera, o en los negocios o en el teatro. Pero he oído decir que, en lo más recóndito
de su corazón, esas mujeres ansían un hogar y todo lo que ello lleva aparejado.
—¿Y qué? —dijo la señorita Córdoba.
—Pues sí —dijo el viajero—. ¿No espera usted siempre, en lo más hondo de
su alma, que algún día aparezca el hombre adecuado?
—No…, no…, no… ¿Y usted? —dijo con indiferencia.
—¿Quién, yo? No.
—¿No?
Era la mujer más abstraída con que había hablado jamás.
—Miren, señoras —dijo María a Consuelo y a su madre—. ¡Miren lo que
flota en el estanque! ¿Qué es eso?
Consuelo se inclinó sobre el estanque y agitó un poco el agua con la mano.
Al fin sacó el corsé rosa de su madre.
—¡Pero mamá! —exclamó sorprendida—. Es tu corsé.
La señora Ramírez examinó el corsé empapado. Estaba cubierto de fango
del fondo del estanque. Se acercó a una silla y se sentó, ocultando la cara entre las
manos. Empezó a mecerse hacia atrás y hacia delante, sollozando blandamente. La
señora Espinoza salió de su habitación.
—Mi hermana Lilina lo tiró al estanque —anunció Consuelo a todos los
presentes.
La señora Espinoza miró el corsé.
—Tiene arreglo. Puede arreglarse —afirmó, acercándose a la señora
Ramírez y rodeándola con los brazos—. Mire, amiga mía. Mi querida amiga, ¿por
qué no se va a la cama a dormir un poco? Ya pensará mañana en que lo limpien.
—¿Cómo podemos soportarlo? ¡Oh!, ¿cómo podemos soportarlo? —
preguntó implorante la señora Ramírez, con los bellos ojos rebosantes de pena; y
con voz temblorosa, añadió—: A veces apenas tengo más fuerza que un gorrión.
Me gustaría enviar a mis hijas a los cuatro vientos, y dormir, dormir, dormir.
Al oír tales palabras, Consuelo dijo con voz suave:
—¿Y por qué no lo haces, mamá?
—¿Lo ven? —continuó su madre—. Son como dos puñales clavados en mi
corazón.
—No, no lo son —afirmó la señora Espinoza—. Son flores que dan color a
su vida.
Se quitó las gafas y las limpió en la blusa.
—Puñales en mi corazón —repitió la señora Ramírez.
—Tome un poco de sopa caliente —recomendó la señora Espinoza—. María
se la hará, yo la invito, y luego podrá irse a la cama y olvidar todo esto.
—No, creo que me quedaré aquí sentada, gracias.
—Mamá va a tener uno de sus ataques —previno Consuelo a la criada—. Le
dan de cuando en cuando. En vez de enfadarse se pone como un niño, y no se
preocupa de comer ni de dormir, sino que se queda sentada en una silla o le da por
pasear, y su cara tiene una expresión muy diferente a la habitual.
La criada asintió con la cabeza y Consuelo se fue a dormir.
—Tengo sangre francesa —decía la señora Ramírez a la señora Espinoza—.
Por esa razón soy muy delicada; demasiado delicada para mi marido.
La señora Espinoza pareció preocupada por la confesión de su amiga. No le
interesaba el cotilleo ni lo que la gente contara de su vida. Para la señora Ramírez,
la dueña era como un hombre, y a veces tenía sueños en los que aparecía
convertida en hombre.
El viajante se divertía mucho.
—¡Que me aspen! —exclamó—. Todo esto por un corsé viejo. Hay personas
que no tienen nada que pensar en este mundo. Pero es divertido; tan divertido
como un barril lleno de monos.
A la señorita Córdoba no le resultaba tan divertido.
—Es una pena —afirmó—. Es una verdadera lástima que se haya
estropeado el corsé. ¿Qué hace usted en este país?
—Compro tejidos. Bueno, los compraba; ahora paso aquí unas vacaciones
cortas hasta que salga el próximo barco para los Estados Unidos. Echo de menos a
la familia y estoy deseando volver. No entiendo lo que la gente pretende sacar de
los viajes.
—Ah, sí, sí. Seguro que sí —dijo cortésmente la señorita Córdoba—. Y
ahora, si me disculpa, me voy dentro a dibujar un poco. No vaya a olvidárseme en
esta tierra de campesinos.
—¿Acaso es usted artista? —preguntó el extranjero.
—Dibujo vestidos —contestó mientras salía.
—¡Vaya por Dios! —pensó el viajante cuando ella se hubo marchado—. Me
han dejado aquí solo, y todavía no tengo sueño. Este patio vacío es tan aburrido y
tan poco interesante…; y por lo que se refiere a la señorita Córdoba, es un iceberg.
Pero me gusta su cuello. Tiene un cuello de cisne, tan largo, blanco y delgado…, la
clase de cuello que tienen las chicas soñadas. Aunque más parece una virgen que
un cisne.
Se volvió y observó que la señora Ramírez seguía sentada en la silla. Cogió
la suya y se acercó a ella.
—¿Me permite? —preguntó—. Veo que ha decidido tomar un poco el aire
de la noche. No es mala idea. A mí tampoco me apetece mucho acostarme.
—No —convino ella—. No quiero irme a la cama. Me quedaré aquí sentada.
Me gusta sentarme fuera de noche, si estoy bien abrigada, y mirar a las estrellas.
—Sí, es una gran fuente de paz —asintió el viajero—. Hoy día la gente no lo
hace a menudo.
—¿No le gustaría mucho ir a Italia? —le preguntó la señora Ramírez—. Los
árboles frutales y las flores deben de ser maravillosos por la noche.
—Bueno, yo diría que aquí tiene bastantes flores y frutales. ¿Para qué quiere
ir a Italia? Apuesto a que allí no hay tanta variedad de fruta como aquí.
—¿No? ¿Hay muchas flores en su país?
El viajante fue incapaz de decidirse.
—En realidad —continuó la señora Ramírez—, me gustaría estar en
cualquier otro sitio; en su país o en Italia. Me apetecería vivir en alguna parte
donde la vida fuera hermosa. Me importa muchísimo el que la vida sea hermosa o
fea. A la gente que vive aquí le importa poco. Porque no piensan. —Se llevó un
dedo a la frente. —Me encanta todo lo bonito: casas bonitas, jardines bonitos,
canciones bonitas. De muchacha estaba verdaderamente loca de felicidad:
haciendo cosas, pensando, saliendo y entrando. Era tan feliz que mi madre tenía
miedo de que me cayera y me rompiera una pierna o tuviera un accidente de
alguna clase. Era una mujer muy religiosa, pero no recuerdo que de niña me diera
cuenta de esas cosas. Siempre me levantaba antes que nadie, aparte de los indios, y
todas las mañanas me iba con ellos al mercado a hacer la compra para todas las
casas. Eso lo hice durante muchos años. Incluso cuando era muy pequeña. Me
resultaba muy fácil hacer cualquier cosa. Me encantaba aprender inglés. Tenía un
profesor, y solía arrodillarme ante mi padre para que el profesor se quedara más
tiempo conmigo todos los días. Me paseaba por los parques cuando mis hermanas
estaban durmiendo. Tenía unos ojos muy grandes —hizo un círculo con dos dedos
— y relucientes como dos diamantes. Estaba siempre tan arrebatada… —Agitó el
aire con el puño apretado y explicó: —Así. Como una tormenta. Mis hermanas me
llamaban Sofía la impetuosa. Al tiempo que me llamaban Sofía la impetuosa, yo
estaba enamorada de mi tío, Aldo Torres. Antes no venía mucho a casa, pero oí
decir a mi madre que se había quedado sin dinero y que teníamos que darle de
comer. Éramos muy ricos, y cada año nos hacíamos más. Yo le tenía mucha lástima
y pensaba en él todo el tiempo. Nos enamoramos el uno del otro, y cuando no
había nadie que pudiera vernos, nos besábamos y abrazábamos. Habría vivido con
él en una cabaña de hojas. Se casó con una mujer que tenía algo de dinero y que
también lo quería mucho. Cuando se casó, engordó y empezó a gastarle muchas
bromas a mi padre. Yo estaba contenta de que fuera más rico, pero lo sentía mucho
por mí. Entonces, mi hermana Juanita, la mayor, se casó con un hombre muy
acaudalado. Todos nos alegramos mucho por ella y celebramos una boda por todo
lo alto.
—Debió quedarse con el corazón destrozado cuando su tío, Aldo Torres, se
marchó con otra, después de haberlo querido tanto cuando era pobre.
—Sí, me gustaba mucho —dijo ella.
Su memoria pareció abandonarla de pronto, y ya no parecía interesada en
hablar más del pasado. El viajante se sintió incómodo.
—Me gustaría viajar —continuó la señora Ramírez—, mucho, mucho; y creo
que sería estupendo llevar la vida de una actriz, sin hijos. ¿Sabe una cosa?, me
siento inclinada por naturaleza a querer y besar a los hombres.
—Bueno —dijo el viajante—, nadie besa tanto como quisiera. La mayoría de
las personas están frustradas. Se sorprendería usted de la cantidad de gente que
hay en mi país, frustrada y al mismo tiempo bien parecida.
La señora Ramírez volvió el rostro hacia él. La única bombillita iluminada
apenas arrojaba la luz suficiente para permitirle mirar en sus bellos ojos. Aún había
lágrimas recientes en sus pestañas, que agrandaban sus ojos hasta tal extremo que
parecían tener el doble de su tamaño normal. Al mirarlo, ella contuvo el aliento.
—¡Oh, mi hombre querido! —le dijo de pronto—. No quiero separarme de
usted. Vamos a donde lo pueda tener en mis brazos.
El viajante se sentía excitado. Ella le había cogido la mano y se la apretaba
muy fuerte.
—¿Adónde quiere ir? —preguntó estúpidamente.
—A su cama.
Cerró los ojos y esperó a que respondiera.
—Muy bien. ¿Está segura?
Asintió vigorosamente con la cabeza.
«No hay duda —se dijo el viajante— de que ésta es una de esas cosas que
uno no quiere recordar a la mañana siguiente. Querré quitármela de encima como
un perro que se sacude el agua del lomo. Pero ¿qué puedo hacer? Ya hemos ido
demasiado lejos. Pronto volveré a casa y todo el asunto no será más que una
pompa de jabón entre otras muchas pompas de jabón.»
Empezaba a sentirse inspirado y no lo entendía, porque no había bebido.
«Una pompa de jabón entre otras muchas pompas de jabón», se repitió a sí
mismo. Su vida interior no era muy definida, pero por lo general estaba bien
controlada. Fueron juntos a su habitación.
—¡Ah! —dijo la señora Ramírez después de que hubieron cerrado la puerta
—, esto me hace feliz.
Se dejó caer cruzada sobre la cama, como si estuviera agotada. Sus pies
quedaron en el aire y su respiración jadeante llenó la habitación. El viajante pensó
que jamás había visto a una persona comportarse de aquella manera a menos que
estuviera saturada de alcohol, y no sabía qué hacer. Según todas sus normas y las
de sus amigos, la mujer no era muy atractiva para acostarse con ella.
Ella se estaba desabrochando el cuello del vestido. Debajo de la almohada
guardó el broche con el que se sujetaba el escote.
—Estoy muy gorda —dijo—. Muy gorda.
Le sonreía con mucha ternura. Por alguna razón, eso lo excitó; se quitó la
ropa a su vez y se acostó a su lado. Era muy huesudo y estaba tan frío como una
almeja, pero ella era una mujer verdaderamente apasionada, no se dio cuenta de
nada.
—¿De veras quiere que sigamos con esto? —dijo él, pues era incapaz de
encontrar palabras nuevas para una situación que desde luego era diferente a
cualquier otra que hubiera experimentado jamás.
La mujer se abalanzó sobre él y le tocó la cara y el cuello con excitación
febril.
—¡Santo Dios! —exclamó. Estaban en pleno acto sexual—. ¡Santo Dios! He
esperado este momento durante veinte años, y creo que ni el cielo mismo puede
ser más maravilloso.
El viajante apenas escuchó esa observación. Tenía el rostro oculto entre la
almohada y sentía punzadas de culpabilidad en medio del placer. Cuando todo
terminó, ella le dijo:
—Esto es lo único que quiero hacer siempre. —Le dio unas palmaditas en
las manos y le sonrió. —¿También tú eres feliz? —le preguntó.
—Sí, claro —dijo él. Se levantó de la cama y salió al patio.
«Desde luego, esta mujer estaba en malas condiciones —pensó—. Ha sido
casi como la muerte misma.»
No quería pensar más. Se quedó junto al estanque tanto tiempo como le fue
posible. Cuando volvió, ella estaba de pie frente a la cómoda, arreglándose el pelo.
—Me avergüenzo del aspecto que tengo —dijo—. No refleja mi estado de
ánimo.
Se echó a reír y él le dijo que tenía un aspecto perfecto. Ella lo arrastró de
nuevo a la cama.
—No me mandes a mi habitación —le dijo—. Me encanta estar aquí contigo,
cielo mío.
Rompía el alba cuando el viajante despertó. La señora Ramírez seguía a su
lado, durmiendo a pierna suelta. Tenía el brazo doblado bajo la nuca, encima de la
almohada.
«¡Dios mío! —dijo para sí el viajante—. Mejor será que salga de aquí.»
La zarandeó tan fuerte como pudo.
—Señora Ramírez. Señora Ramírez, despierte. ¡Despierte!
Cuando finalmente despertó, pareció llevarse un susto de muerte. Se volvió
y lo miró con los ojos en blanco durante un rato. Antes de que él observara cambio
alguno en su expresión, sintió que la mano de ella se movía por su cuerpo.
—Señora Ramírez —dijo—. Me preocupa que se levanten sus hijas y
organicen un alboroto. Ya sabe, que empiecen a lamentarse por su falta o algo
parecido. Me parece que su sitio está allí.
—¿Qué? —preguntó ella. Él se había retirado al otro extremo de la cama.
—Digo que, en mi opinión, debería irse a su habitación, pues ya ha
amanecido.
—Sí, cariño, me iré a mi habitación. Tienes razón.
Con un movimiento furtivo, se acercó a él y lo rodeó con sus brazos.
—Luego te veré en el comedor, y no dejaré de mirarte porque te quiero
mucho.
—No sea loca —replicó él—. No querrá que se le note nada en la cara. No
querrá que la gente adivine lo que pasa. Debemos mostrarnos indiferentes el uno
con el otro.
Ella se llevó la mano al corazón.
—¡Ay! —exclamó—. Eso es imposible.
—Venga, señora Ramírez. Sea sensata, por favor. Mire, váyase a su
habitación y ya hablaremos de esto por la mañana…, o mejor dicho, dentro de un
rato.
—Yo no puedo mostrarme indiferente.
Para ilustrar sus palabras, lo miró fijamente a los ojos.
—Lo sé, lo sé —convino él—. Es usted una mujer muy apasionada. Pero,
¡por Dios!, estamos en un absurdo país hispánico.
Saltó de la cama y ella lo siguió. Cuando la señora Ramírez se puso los
zapatos, la acompañó a la puerta.
—Adiós —dijo.
Ella apoyó la mejilla en las manos juntas y levantó la vista hacia él. El
viajante cerró la puerta.
La señora Ramírez se sentía demasiado feliz para irse a la cama de
inmediato, de manera que se acercó a la cómoda y sacó de ella una virgencita de
azúcar rancio que rompió en tres pedazos. Se acercó a Consuelo y la zarandeó con
fuerza. Consuelo abrió los ojos y al cabo de algún tiempo, con irritación, le
preguntó a su madre qué quería. La señora Ramírez metió la golosina en la boca de
su hija.
—Come, cariño —dijo—. Es la virgencita de la cómoda.
—¡Ay, mamá! —suspiró Consuelo—. ¿Quién sabe lo que harás a
continuación? Ya es de día y todavía estás vestida. Estoy segura de que en estos
momentos no hay en todo el mundo ninguna otra madre vestida. Por favor, no me
hagas comer ahora más virgen. Mañana comeré otro poco. Pero ya es mañana,
¿verdad? Vaya lío. No me gusta.
Cerró los ojos y trató de dormir. En su rostro había una expresión de hondo
disgusto. Esta vez el ataque de su madre era un poco alarmante.
La señora Ramírez se acercó entonces a la cama de Lilina y la despertó. La
niña abrió los ojos de par en par y enseguida se puso en tensión, porque creyó que
iba a reñirla por lo del corsé y también por haber salido sola después de oscurecer.
—Hola, pequeñina —dijo su madre—. Come un poco de virgen.
Lilina estaba encantada. Comió la golosina rancia y se dio palmaditas en el
estómago para mostrar lo contenta que estaba. La culebra dormía en una caja,
junto a su cama.
—Y ahora dime, ¿qué has hecho hoy? —preguntó su madre.
Había olvidado completamente lo del corsé. Lilina estaba rebosante de
alegría. Pasó los dedos por los labios de su madre, metiéndoselos luego en la boca.
La señora Ramírez trató de hacer presa en los dedos, como un perro. Entonces se
rió a carcajadas.
—Mamá, cállate, por favor —rogó Consuelo—. Quiero dormir.
—Me he comprado una culebra, mamá —anunció Lilina.
—¡Bien hecho! —exclamó la señora Ramírez.
Y tras meditar un poco con la mano de su hija entre las suyas, se fue a la
cama.
La señora Ramírez se estaba vistiendo en su habitación mientras hablaba
con sus hijas.
—Quiero que os pongáis los vestidos de fiesta —dijo—, porque voy a
invitar al viajante a comer con nosotras.
Consuelo ya estaba enamorada del viajante y sentía muchos celos de la
señorita Córdoba, que, según la conclusión a la que había llegado, era su novia.
—Me figuro que ya habrá invitado a almorzar a la señorita Córdoba —
manifestó—. Han estado hablando cerca del estanque casi desde el amanecer.
—¡Santa Catarina! —gritó airadamente su madre—. Tienes los ojos del loco
que ve flores donde sólo hay boñigas de vaca.
Se cubrió la cara con una profusión de polvos que tenían un tinte violeta
claro y se echó sobre los hombros un pañuelo de gasa verde, prendiéndolo con un
broche en forma de palo de golf. Luego, ella y las niñas, que llevaban vestidos de
satén rosa, salieron al patio y se sentaron juntas, un poco retiradas del sol. El loro
estaba cantando y columpiándose en su percha hacia delante y hacia atrás. La
señora Ramírez empezó a cantar con él; su voz era un poco más baja que la del
loro.
Pastores, Pastores, vamos a Belén

a ver a María y al Niño también.

Dirigía al loro con la mano. Una señora anciana, la madre de la señora


Espinoza, daba vueltas alrededor del patio. Se detuvo un momento a jugar con la
pulsera de conchas marinas que llevaba la señora Ramírez.
—¿Quieres un dulce? —le preguntó.
—No puedo. Tengo muy mal el estómago.
—¿Quieres un dulce? —repitió.
La señora Ramírez sonrió y levantó la vista al cielo. La anciana le dio unas
palmaditas en la mejilla.
—Guapa —dijo—. Eres guapa.
—¡Mamá! —gritó la señora Espinoza, que salía a la carrera de su habitación
—. ¡Ven a la cama!
La anciana se aferró a los travesaños de la silla de la señora Ramírez como
un pájaro testarudo, y su hija se vio obligada a abrirle las manos para poder
llevársela.
—Lo siento, señora Ramírez —se disculpó—. Pero ya sabe lo que pasa
cuando una se hace vieja.
—Mala cosa —comentó la señora Ramírez. Miraba al viajante y a la señorita
Córdoba. Ambos le daban la espalda—. Lilina —dijo—, ve a invitarle a comer con
nosotras…, vamos. No, por escrito. Tráeme papel y pluma.
«Cariño —escribió cuando volvió Lilina—. ¿Querrás comer luego en mi
mesa? Las niñas también estarán conmigo. Las tres te enviamos nuestro afecto
sincero. Le he dicho a Consuelo que ordene a la criada colocar todos los platos a la
misma mesa. Sinceramente tuya, Sofía Piega de Ramírez.»
El viajante leyó la nota, aceptó, y poco después estaban todos sentados a la
mesa del comedor.
«Pero todo esto es más raro que una novela —dijo para sí—. Aquí estoy,
sentado a la mesa de esta gente con la sensación de haber pasado aquí toda la vida,
y la verdad del asunto es que sólo he estado en esta pensión unas catorce o quince
horas en total. Ni siquiera un día entero. Ayer me sentía tan deprimido que creía
estar en una isla de zulúes. El ser humano es el animal más extraño de todos.»
La señora Ramírez había dispuesto la mesa para sentarse junto al extranjero,
y apretó el muslo contra él durante el tiempo que tardó en tomar la sopa. El
viajante no tenía buen apetito. Se sentía animado y con ganas de hablar.
Después de comer, la señora Ramírez decidió salir a dar un paseo en vez de
echarse la siesta. Se puso los guantes y cogió una sombrilla para protegerse del sol.
Tras caminar un rato, llegó a un camino largo, completamente desolado salvo unas
pocas ruinas y algunos árboles altos y hermosos que lo bordeaban. Miró alrededor
y meneó la cabeza al imaginarse el terrible terremoto que había destruido la
ciudad, famosa por haber sido en otro tiempo la más bella de todo el hemisferio
occidental. Frente a ella, hacia el final del camino, podía ver el volcán llamado
Fuego. Se santiguó y se mordió los labios. Había salido a pasear con la idea de
pensar en su amante, pero la vista del volcán, que había hecho erupción muchos
siglos atrás, alejó de su mente toda ensoñación amorosa. Con la imaginación vio
derrumbarse los muros de las casas, y los techos cayendo sobre las cabezas de los
niños pequeños…, y a las madres, con las faldas cubiertas de barro, corriendo
desesperadas por las calles.
«Los inocentes —dijo para sí—. Estoy segura de que Dios tenía una razón
perfecta para ello, pero ¿cuál podría ser? ¡Santa María, pero cuál podría ser! Si
semejante desorden ocurriese otra vez en esta tierra, me convertiría en una
absoluta gelatina, en una idiota impotente.»
Volvió a mirar el volcán que tenía frente a ella, y aunque nada había
cambiado, le pareció que había pasado una nube por delante del sol.
«Estás loca —prosiguió— si piensas que un terremoto volverá a derribar
esta ciudad. Tú no pasarás por la desgracia que sufrieron esas madres, porque
ahora todo es diferente. Dios ya no manda esas grandes pruebas, como las plagas y
el diluvio por todo el mundo.»
Agradeció a su estrella el que viviera en aquella época, y no antes. Se sentía
desfallecer ante la idea de las mujeres que se habían visto obligadas a vivir antes de
que ella naciera. Había oído decir que el futuro también iba a ser muy turbulento a
causa de las guerras.
«¡Ay! —exclamó para sí—. ¡Estoy rodeada de precipicios!»
Salir a pasear no había sido buena idea, después de todo. Volvió a pensar en
el viajante y cerró los ojos durante un momento.
—¡Mi amante! ¡Amante querido! —musitó; y recordó los libritos con letras
doradas en la portada, libros de amor, que había leído de muchacha, cuando no
soportaba la carga de una familia. Tales libritos le habían hecho pensar que el saber
leer constituía la habilidad más meritoria y placentera. Por supuesto, nunca
rozaban los aspectos más vulgares del amor, pero años después no encontraba raro
que fuera por aquellos objetivos físicos por los que suspiraban los héroes y
heroínas. Jamás encontró dificultades para asociar dichos y cancioncillas con las
manifestaciones más groseras del amor.
Se desvió por otro camino para no mirar de frente el volcán, que se le
aparecía de manera constante. Pensó en el viajante sin acordarse realmente de él.
Le brillaban los ojos con el placer de estar enamorada, y decidió que había sido
muy estúpida al pensar en un terremoto justo en el día en que Dios le había
preparado un lecho de rosas.
—Gracias, gracias —susurró hacia Él—, desde lo más profundo de mi
corazón. ¡Ah!
Se alisó el vestido por el pecho. Todo la complacía de repente. Observó que
más adelante había un convento muy grande, en estado bastante ruinoso, frente al
cual jugaban unos niños. Y no muy lejos, también se veía un pabellón pequeño.
Resultaba difícil entender por qué estaba situado en aquella parte, donde no había
ningún jardín propiamente dicho, ni árboles, ni césped; sólo basura y algunos
arbustos. Ofrecía el extraño y estático aspecto de un barco encallado. La señora
Ramírez lo miró con disgusto; de todos modos, era un quiosco pequeño y le hacía
mucha falta una mano de pintura. Pese a estar cansada, pronto se vio subiendo los
endebles escalones, con la cara encendida de miedo por si cedían y caía al suelo.
Dentro del quiosco extendió un periódico sobre el banco y se sentó. Enseguida
desaparecieron de su mente todos los sueños acerca de su amante y se sintió
incómoda por el calor. Impaciente, movió los pies por el suelo ante la idea de tener
que volver andando. Se levantó polvo y tuvo que taparse la boca con el pañuelo.
«¡Ojalá viniera a sacarme en brazos de este quiosco!», dijo para sí.
Se quedó inmóvil, viendo jugar a los niños en el polvo frente al convento.
Uno de ellos era bastante más alto que los demás. Mientras contemplaba sus
juegos, inclinó la cabeza hacia delante y se durmió.
No llegaban turistas, de modo que los niños más pequeños decidieron
acercarse a la plaza principal al encuentro de los autobuses para vender sus
caramelos y postales. El de más edad anunció que se quedaría.
—Estás chalado —le dijeron los otros—. Completamente loco.
Los miró con altivez y no contestó. Los demás echaron a correr por el
camino, gritando que iban a ganar mil quetzales.
El muchacho se quedó porque hacía un rato había observado que había
alguien en el quiosco. Incluso desde donde estaba, sabía que era una mujer, porque
veía que su vestido era de colores brillantes como un jardín de flores. Llevaba largo
rato allí sentada, y se preguntó si no estaría muerta.
«Si está muerta —pensó—, llevaré su cuerpo a cuestas hasta la ciudad.»
La idea le entusiasmó y se acercó al pabellón conteniendo el aliento. Entró y
se inclinó sobre la señora Ramírez, pero al ver que era gorda y bastante mayor, y
sin duda madre de una buena y rica familia, se asustó y su fantasía se desvaneció.
Pensó en marcharse, pero luego cambió de idea y le movió un pie. No hubo
respuesta alguna. Continuó durmiendo con la boca abierta. El muchacho le cogió
un buen trozo de carne del antebrazo entre el pulgar y el índice, y lo retorció con
fuerza. Ella se despertó con un estremecimiento y miró perpleja al muchacho.
El chico tenía ojos tiernos.
—La he despertado —dijo— porque tengo que marcharme a casa, y aquí no
está usted segura. Antes, había aquí un hombre, en el estrado de los músicos,
tratando de mirar bajo sus faldas. Ya sabe que cuando uno está dormido, la gente
hace cosas raras. También había unos borrachos cantando una canción obscena ahí
abajo, justo a sus pies. Si la hubiera oído, se le habrían puesto coloradas las orejas.
Se lo puedo asegurar.
Se encogió de hombros y escupió en el suelo. Parecía realmente disgustado.
—¿Qué te pasa? —le preguntó la señora Ramírez.
—¡Bah! Esta ciudad me da asco. Quiero ser carpintero en la capital, pero no
puedo. Mi madre está sola. Todos mis hermanos y hermanas han muerto.
—¡Ay! —exclamó la señora Ramírez—. ¡Qué triste debe de ser para ti! Yo
tengo una casa muy bonita en la capital. Si no tuvieras que quedarte con tu madre,
mi marido a lo mejor te colocaba de carpintero.
Los ojos del muchacho centellearon.
—Me voy con usted —dijo—. Mi tío está con mi madre.
—Sí —dijo la señora Ramírez—. Quizá podamos hacerlo.
—Mi novia está allí, en la ciudad —continuó el muchacho—. Antes vivía
aquí.
La señora Ramírez cogió la larga mano del muchacho entre las suyas. La
palabra novia le había evocado muchas cosas.
—Siéntate, siéntate —le dijo—. Siéntate aquí, a mi lado. Yo también tengo
novio. Ahora está en su habitación.
—¿Dónde trabaja?
—En los Estados Unidos.
—¡Qué suerte tiene usted! Pero mi novia no lo querría a él más que a mí. Me
quiere hasta la muerte. Me lo dice siempre que se lo pregunto. Y si usted se lo
preguntara, le diría lo mismo. Es la verdad.
La señora Ramírez tiró de él hasta que se sentó junto a ella en el banco. El
muchacho estaba confuso y miraba hacia la carretera por encima del hombro. Ella
le hacía cosquillas en el dorso de la mano y le sonreía con coquetería. El muchacho
la miró y su rostro pareció ablandarse.
—Tiene los ojos azules —dijo.
La señora Ramírez no podía esperar un momento más. Le tomó la cabeza
con las dos manos y lo besó varias veces en los labios.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó.
Al muchacho le encantaban su elegante vestido, sus ojos azules y sus
modales femeninos. Tomó en sus brazos a la señora Ramírez con verdadera
ternura.
—Te quiero —dijo. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y como se sentía
rebosante de amabilidad y gratitud, añadió—: Quiero a mi novia y te quiero a ti
también.
La ayudó a bajar los escalones del quiosco y, con el brazo alrededor de su
cintura, la condujo a un lugar recóndito en los terrenos del convento.
El viajante estaba tumbado en la cama, consumido por un sentimiento de
culpa. Había vuelto a pasar la noche con la señora Ramírez, y se preguntaba si su
madre leería aquel asunto en sus ojos cuando volviera. Nunca había hecho antes
nada parecido. Hasta ahora, jamás había tenido un comportamiento sin
precedentes y se sentía como un monstruo de dos cabezas; como si en cierto modo
hubiese pasado del universo real a otro distinto, al mundo que de pequeño
siempre había imaginado lleno de asesinos, de huérfanos y de niños cuyas madres
salían a trabajar. Metió la cabeza entre las manos y se preguntó si alguna vez
podría olvidar a la señora Ramírez. Recordó haber leído que las carreras de
muchos hombres habían quedado truncadas por mujeres que tenían cierto dominio
físico sobre ellos, del cual les resultaba imposible escapar. Sabía que tales mujeres
siempre eran malas y que jamás eran norteamericanas. Aunque también estaba
seguro de que no se parecían a la señora Ramírez. Era horrible haber hecho algo
que sus amigos no habían hecho antes que él, y que tampoco harían después.
Estaba convencido de que aquella experiencia debía permanecer en secreto, y nada
le sentaba peor que tener un secreto. Le gustaba imaginar que él y el grupo a
quienes consideraba amigos suyos hablaban libremente de todo lo que había en su
alma y en su corazón. Él también empezaba a hablar a las mujeres de esa manera
liberada; les hablaba mucho, e instaba a sus amigos a que hicieran lo mismo. Se dio
cuenta de que él y la señora Ramírez jamás hablaban, y aquello le horrorizó.
«Somos como dos gorilas», dijo para sí, encogiéndose de hombros.
Cierto era que había estado con una o dos prostitutas, pero no se las había
llevado a su cama, ni tampoco había permanecido con ellas más de una hora.
Además, habían sido chicas norteamericanas, de cabellos rubios y rizados, que le
habían recomendado sus amigos.
«Bueno —pensó—, es inútil que me destroce los nervios. Lo hecho, hecho
está, y de todos modos creo que podría disculpárseme por las razones siguientes;
primera, que estoy en un país extraño que casi me ha sacado de quicio; segunda,
que he comido guisos raros, a los que no estoy acostumbrado, y que vivo a una
altitud considerablemente grande para mí, y tercera, que hace tres semanas enteras
que no hablo con ningún compatriota.»
Se sintió mucho más contento después de haber enumerado las
circunstancias atenuantes, y añadió:
«Cuando suba al barco me despediré del muelle con un gesto y al fin me
libraré de estos disparates; y si alguna vez trata el jefe de enviarme fuera del país,
le diré: “¡Ni por un millón de dólares!”»
Deseó cambiar de pensión si fuera posible, pero ya había pagado por lo que
quedaba de semana. Era muy ahorrativo, exactamente como le correspondía. Se
tumbó de nuevo en la cama, muy satisfecho de sí mismo, pero pronto volvió a
sentirse culpable, y como un viejo caballo de tiro pasó otra vez por el laborioso
proceso de tranquilizarse a sí mismo.
Lilina había metido a Victoria en una caja y paseaba con ella por la ciudad.
No lejos de la plaza principal había una mercería cuya dueña era judía. Lilina
había ido varias veces con su madre a comprar lana. Conocía al hijo de la
propietaria, con quien se paraba a hablar a menudo. Era muy callado, pero a Lilina
le gustaba. Decidió ir a la tienda con Victoria.
Cuando entró, la madre del niño estaba detrás del mostrador, estampando
unos viejos rollos de tela con tinta púrpura. Vio a Lilina y sonrió alegremente.
—Enrique está en el patio. Eres muy amable de venir a verlo. ¿Por qué no
nos visitas más a menudo?
Estaba muy deseosa de complacer a Lilina, porque conocía el alcance de la
fortuna de la señora Ramírez y se sentía orgullosa de tenerla de cliente.
Lilina se dirigió a la puertecita que conducía al patio, detrás de la tienda, y
la abrió. Enrique estaba agachado sobre el polvo, junto a la pila de lavar. Lilina se
sorprendió al ver que el niño tenía la cabeza vendada. Desde lejos las vendas
sucias daban la impresión de ser un turbante blanco.
Se acercó un poco más y vio que estaba colocando unas canicas en fila.
—Buenos días, Enrique —le saludó.
Enrique reconoció su voz y, sin volver la cabeza, empezó a recoger despacio
las canicas y a guardárselas una a una en el bolsillo.
Su madre había seguido a Lilina al patio. Cuando vio que Enrique, en vez
de ponerse en pie y saludar a la niña, continuaba absorto en las canicas, se acercó a
él y le dio un fuerte empujón en el brazo.
—Deja en paz las dichosas canicas y habla con Lilina —ordenó.
Enrique se levantó y se acercó a Lilina, mientras su madre, inclinándose con
dificultad, terminaba de recoger las canicas que había dejado en el suelo.
Lilina miró la gran mancha de color rojo oscuro que había en el vendaje de
Enrique. Los dos volvieron a la tienda. A Enrique no le gustaba estar con Lilina.
Siempre que ella aparecía en la tienda, apenas podía esperar a que se marchara.
Se acercó a un rollo de tela estampada y empezó a desenvolverlo. Cuando
hubo extendido varios metros, empezó a seguir con el dedo índice las evoluciones
del dibujo. Lilina, sin comprender que aquel gesto era un insulto cuidadosamente
disimulado, lo observó con cierto interés.
—Tengo algo dentro de esta caja —dijo al cabo de un rato.
Enrique, al oír que se acercaban los pasos de su madre, se volvió y sonrió
con tristeza a la niña.
—Enséñamelo, por favor —dijo.
Lilina alzó la tapa y tendió a Enrique la caja de la culebra.
—Ésta es Victoria —dijo.
Enrique pensó que era preciosa. La sacó de la caja sosteniéndola con mucha
firmeza por debajo de la cabeza. Luego alzó el brazo hasta que los ojos de la
culebra quedaron a la altura de los suyos.
—Buenos días, Victoria —le dijo—. ¿Te gusta estar en la tienda?
Esas palabras molestaron a su madre. Se había escabullido por el otro lado
del mostrador porque la culebra la aterrorizaba.
—Hablas como si estuvieras borracho —dijo a Enrique—. Esa culebra no
entiende una palabra de lo que dices.
—Es muy bonita —manifestó Enrique.
—Volvamos a meterla en la caja y llevémosla a la plaza —dijo Lilina. Pero
Enrique no la oyó, tan encantado estaba con la sensación de tener a Victoria en la
mano.
Su madre volvió a hablar.
—¿Has oído lo que te ha dicho Lilina? —gritó—. ¿O es que la venda te tapa
los oídos lo mismo que la cabeza?
Había pensado que aquella observación era punzante e ingeniosa, pero
comprendió que carecía de sentido.
—Bueno, vete con la niña —añadió.
Lilina y Enrique salieron juntos en dirección a la plaza. La niña había vuelto
a guardar a Victoria en su caja.
—¿Por qué vamos a la plaza? —preguntó Enrique.
—Porque vamos con Victoria.
Se habían juntado seis o siete autobuses en una de las calles que rodeaban la
plaza. Procedían de la capital y de otras ciudades más pequeñas de la región. Los
pasajeros que no iban más lejos ya se habían apeado y estaban en grupo, charlando
y comprando comida a los vendedores. Una señora llevaba un abanico de cartón
con un anuncio de cerveza. Se estaba abanicando, pero no sólo a ella, sino también
a todo el que pasara a su lado.
Los chóferes calentaban los motores, y algunos trataban de llevar los
autobuses a una posición más ventajosa para la salida. A Lilina le entusiasmaban el
ruido y la gente. En cambio, Enrique había buscado un sitio tranquilo, y ahora
estaba a la sombra de un árbol. Al cabo de un rato la niña corrió hacia él
anunciándole que iba a soltar a Victoria de la caja.
—Y luego veremos lo que pasa —le dijo.
—¡No, no! —insistió Enrique—. Reptará por debajo de los autobuses y
morirá aplastada. Las culebras viven en los bosques o en las peñas.
Lilina le prestaba poca atención. Pronto estuvo en cuclillas al borde de la
acera, desatando afanosamente la cuerda que envolvía la caja de Victoria.
A Enrique le empezaba a doler la cabeza y se encontraba un poco mal. Se
preguntó si podría salir de la plaza, pero decidió que no tenía valor. Aunque se
había levantado viento, el sol calentaba mucho y el árbol le daba poca sombra.
Miró a Lilina durante un rato, pero pronto apartó la vista de ella y, en cambio,
empezó a pensar en su propia muerte. Estaba seguro de que hoy le dolía la cabeza
más que de costumbre. Aquello lo sumió en la más negra de las melancolías, como
le ocurría siempre que recordaba el día en que se había caído y atravesado el
cráneo con un clavo oxidado. Hasta donde podía recordar, la vida siempre le había
sido preciosa y parecía serlo aún más ahora, cuando comprendía que podía
interrumpirse de manera violenta. No le gustaba Lilina; tal vez porque
intuitivamente sospechaba que era una persona que podría caerse una y otra vez
sobre el mismo montón de cristales rotos y gritar siempre con la misma intensidad.
Para entonces, Victoria se había arrastrado bajo los autobuses y ya estaba
completamente aplastada. Cuando los autobuses se marcharon. Enrique vio lo que
había pasado. Sólo la cabeza de la culebra, cercenada del cuerpo, permanecía
intacta.
Se acercó a donde estaba Lilina.
—¿Ya te vas a casa? —le preguntó, mordiéndose el labio.
—Mira qué cabeza tan chica tiene. Debía de ser una culebra muy pequeña
—dijo Lilina.
—¿Te vas a casa? —volvió a preguntarle.
—No. Voy a la catedral, a jugar en los columpios. ¿Quieres venir? Voy a ir
corriendo.
—Yo no puedo correr —dijo Enrique, tocándose las vendas con los dedos—.
Y no estoy seguro de que quiera ir al parque.
—Bueno —dijo Lilina—. Me adelantaré y allí estaré si decides venir.
Enrique estaba muy cansado y un poco mareado, pero decidió seguirla al
parque para preguntarle por qué había dejado que Victoria se metiera debajo de
los autobuses.
Cuando llegó, Lilina ya se estaba columpiando. Se sentó en un banco cerca
de los columpios y levantó la vista hacia ella. Cada vez que los pies de Lilina
rozaban el suelo, intentaba preguntarle por Victoria, pero la pregunta se le
quedaba en la garganta. Al fin se puso en pie, metió las manos en los bolsillos y le
preguntó a gritos:
—¿Vas a conseguir otra culebra?
No era eso lo que quería decirle. Lilina no le contestó, pero lo miró fijamente
desde el columpio. A Enrique le resultaba imposible saber si había oído o no su
pregunta.
Al fin clavó el talón en el suelo y paró el columpio.
—Tengo que irme a casa —dijo—, o mi madre se enfadará conmigo.
—No —cortó Enrique, sujetándola del vestido—. Ven conmigo y deja que te
invite a un helado.
—Iré —dijo Lilina—. Me encantan.
Se sentaron juntos en un tiendecita y Enrique compró dos helados.
—Me gustaría tener un columpio colgado del techo de mi casa —dijo Lilina
—. Haría que me sirvieran el desayuno y la comida mientras me columpiara.
Esa idea la divirtió, y empezó a reírse tan fuerte, que el helado se le escurrió
de la boca cayéndole por la barbilla.
—Desayuno, comida, cena y baño en el columpio —continuó—. Y hacer
pipí desde el columpio sobre la cabeza de Consuelo.
Enrique se iba poniendo cada vez más nervioso, porque se estaba haciendo
tarde y seguían sin hablar de Victoria.
—¿Podría columpiarme contigo en tu casa? —le preguntó a Lilina.
—Sí. Tendríamos dos columpios y tú también podrías hacer pipí sobre la
cabeza de Consuelo.
—Me encantaría —dijo Enrique.
Su pregunta parecía cada vez más difícil de formular. Para entonces tenía la
impresión de que más semejaba una declaración de amor que una simple
pregunta. Finalmente, lo intentó de nuevo.
—¿Vas a comprar otra culebra?
Pero siguió sin poder preguntarle por qué había tenido tan poco cuidado.
—No —contestó Lilina—. Voy a comprar un conejo.
—¿Un conejo? Pero los conejos no son tan inteligentes ni tan bonitos como
las culebras. Será mejor que compres otra culebra como Victoria.
—Los conejos tienen muchos hijos —observó Lilina—. ¿Por qué no
compramos a medias un conejo?
Enrique lo pensó durante un rato. Empezó a sentirse casi alegre, y hasta un
poco malvado.
—De acuerdo —dijo—. Compraremos dos conejos, un macho y una hembra.
Acabaron los helados y, cada vez más entusiasmados, hablaron de los
conejos.
De camino a casa, Lilina apretó la mano de Enrique y le llenó de besos las
mejillas. El niño se puso colorado de placer.
Se despidieron en la plaza, tras prometer que se verían de nuevo por la
tarde.
Era un día nublado, bastante más fresco de lo habitual, y la señora Ramírez
decidió vestirse con la ropa de luto, que siempre llevaba consigo. Se colgó del
cuello un collar de varias vueltas de cuentas negras y se dio muchos polvos en la
cara. Ella y Consuelo empezaron a pasear despacio por el patio. Consuelo se sonó
la nariz.
—¡Ay, mamá! —dijo—. ¿No es cierto que en el mundo abunda más la
tristeza que la felicidad?
—No sé por qué piensas en eso —contestó su madre.
—Porque he hecho un recuento de mis días felices y de mis días tristes. Hay
muchos más días tristes, y ahora estoy en la mejor edad de una chica. No hay más
que lucha, incluso en los bailes. Si un hombre me dijera que preferiría bailar a
luchar, no le creería.
—Es cierto —convino su madre—. Pero no todos los hombres son así. Hay
algunos tan tiernos como corderitos. Aunque no muchos.
—Me siento como una anciana. Creo que tal vez me sentiré mejor cuando
me case.
Pasaron despacio por delante de la puerta del viajante.
—Me voy dentro —dijo Consuelo de repente.
—¿No vas a sentarte en el patio? —le preguntó su madre.
—Con todos esos niños chillando, las gallinas, el perro blanco y el loro
parloteando, no. Y hace un día horrible. ¿Por qué?
La señora Ramírez no encontró ninguna razón para que su hija debiera
quedarse en el patio. En cualquier caso, prefería estar sola si el extranjero decidía
hablar con ella.
—¿Qué perro blanco? —preguntó.
—La señora Espinoza les ha comprado a los niños un perro blanco.
Soplaba el viento y los niños se perseguían unos a otros por el patio. La
señora Ramírez se sentó en una sillita con las manos entrelazadas sobre el regazo.
Se le ocurrió la idea de que posiblemente la mayoría de los días iban a ser fríos y
ventosos en vez de lo contrario, y de que vendrían muchos exactamente iguales a
aquél. Inconscientemente, siempre había pensado que aquellos días eran los
preferidos de Dios, aunque nunca habían sido muy de su agrado.
El viajante estaba haciendo la maleta con la vivacidad de quien está
acostumbrado a realizar pequeñas excursiones lejos del redil encantado, para
volver casi de inmediato.
«¡Vaya! —dijo alegremente para sí—. Seguro que he sido un poco
casquivano en este lugar, pero la pesadilla ya ha terminado.»
Casi era la hora del autobús. Sacó las maletas al patio y se aturdió al ver a la
señora Ramírez allí sentada. Decidió ser amable.
—Señora —dijo, acercándose a ella—. Debo despedirme hasta que
volvamos a vernos.
—¿Cómo dice? —preguntó ella.
—Tomo el autobús de las doce. Regreso a casa.
—¡Ah! Debe de estar muy contento de volver. —No pensó en desviar la
mirada de su rostro— ¿Va usted en barco? —preguntó, poniendo más fuerza en la
mirada.
—Sí. Cinco días en barco.
—Qué maravilloso debe de ser. ¿O tal vez se marea?
Se llevó la mano al estómago.
—Nunca en la vida me he mareado en un barco.
Ella no dijo nada.
El viajante retrocedió y tropezó con el loro, que se columpiaba en su percha;
dio un rápido paso al frente cuando el loro se inclinó para darle un picotazo.
—¿Quiere usted que vaya a ver a alguien en los Estados Unidos?
—No. Supongo que no tardará mucho en volver.
—No, no creo que vuelva otra vez por aquí. Bueno…
Tendió la mano y ella se puso en pie. Estaba muy impresionante con la ropa
de luto. Él miró el collar que le cubría el pecho.
—Pues adiós, señora. Me alegro mucho de haberla conocido.
—Adiós, señor, y que Dios lo proteja en el viaje. Quizá vuelva otra vez.
Nunca se sabe.
El viajante meneó la cabeza y se dirigió hacia el muchacho indio que
aguardaba junto a su equipaje. Salieron a la calle y la pesada puerta se cerró de
golpe. La señora Ramírez echó una mirada por el patio. Vio que la señorita
Córdoba se retiraba de la puerta entreabierta de su dormitorio, desde donde había
estado mirando.
La adolescente

KATHERINE MANSFIELD

Con el vestidito azul, los pómulos ligeramente sonrosados, sus ojos azules
azules, y los rizos dorados recogidos como si se los hubiesen sujetado por primera
vez —recogidos como para que no la molestasen cuando alzase el vuelo—, la hija
de la señora Raddick parecía que acabase de descender del radiante firmamento.
La mirada tímida, ligeramente sorprendida y profundamente admirada de la
señora Raddick parecía confirmarlo; pero su hija no estaba demasiado
entusiasmada —¿por qué iba a estarlo?— de haber ido a parar a la escalinata del
casino. Era lógico, se aburría: estaba aburrida como si el cielo se hallase repleto de
casinos con santos viejos y catarrosos como croupiers y coronas con las que jugar.
—¿Seguro que no le importa llevarse a Hennie? —dijo la señora Raddick—.
¿De veras? Ahí está el coche, pueden ir a tomar el té y nos volveremos a encontrar
aquí mismo, en este mismísimo escalón, dentro de una hora, ¿de acuerdo? ¿Ve?, a
mí me gustaría que pudiese entrar. No ha estado nunca y vale la pena verlo. Me
parece de simple justicia.
—Oh, calla de una vez, mamá —dijo la muchacha, hastiada—. Anda,
vamos. No hables tanto y vámonos. Además llevas el bolso abierto; vas a volver a
perder todo el dinero.
—Lo siento, hijita —dijo la señora Raddick.
—¡Oh, entremos, venga! Quiero ganar dinero —dijo aquella voz impaciente
—. A ti todo te va bien… ¡pero yo no tengo ni cinco!
—Toma…, coge cincuenta francos, hija, ¡coge cien!
Y vi cómo la señora Raddick apretujaba unos billetes en su mano mientras
pasaban por las puertas giratorias.
Hennie y yo permanecimos unos instantes en las escaleras, contemplando a
la gente. Tenía una sonrisa anchurosa, encantadora.
—Mira —dijo—, allí va un bulldog inglés. ¿Permiten entrar con perros aquí?
—No, está prohibido.
—Es un perrazo de pelotas, ¿eh? Ojalá tuviese yo uno. Son la mar de
divertidos. Asustan a todo el mundo, pero nunca son muy fieros con los…, con sus
amos. —De pronto me dio un pellizco en el brazo. —Fíjate, mira a esa vieja. ¿Quién
será? ¿Por qué mira de ese modo? ¿Va a apostar?
Aquella criatura anciana, vetusta, que lucía un vestido de satén verde, capa
de terciopelo negro y un sombrero blanco con plumas moradas, avanzó
penosamente, subiendo lentamente las escaleras como si la moviesen tirando de
distintas cuerdas. Tenía la mirada perdida al frente y reía, asentía y rezongaba sola,
aprisionando con sus garras lo que parecía ser una mugrienta bolsa de cuero.
Pero precisamente en aquel instante apareció de nuevo la señora Raddick
con… ella y otra señora que rondaba un poco más atrás. La señora Raddick vino
corriendo hacia mí. Tenía el rostro encendido, alegre, era una persona distinta. Era
como una mujer que se despide de sus amigos en el andén de la estación sin un
minuto que perder antes de que el tren arranque.
—¡Ah, todavía está aquí, qué suerte que no se haya ido! ¡Espléndido! He
pasado unos momentos horribles con… ella —dijo indicando en dirección a su hija,
que permanecía absolutamente imperturbable, desdeñosa, mirando al suelo,
jugando con la punta del pie sobre el escalón, a kilómetros de distancia—. ¡No la
dejan entrar! He jurado y perjurado que tenía veintiún años. Pero no quieren
creerme. Y le he mostrado al portero el billetero; no me he atrevido a hacer más.
No ha servido de nada. Se ha echado a reír… Y ahora acabo de encontrarme con la
señora MacEwen, de Nueva York, acaba de ganar trece mil en la Salle Privée, y
quiere que vuelva con ella mientras le dura la racha. Naturalmente, no puedo dejar
a… a ella. Pero si usted fuese tan amable…
En ese instante «ella» levantó la mirada; simplemente despreciaba a su
madre.
—¿Y se puede saber por qué no puedes dejarme sola? —dijo enfurecida—.
¡Mentira podrida! ¿Cómo te atreves a dar una escena así? Es la última vez que
salgo contigo. Realmente no hay palabras para describirlo. —Y miró a su madre de
arriba abajo— Tranquilízate un poco —añadió con superioridad.
La señora Raddick estaba desesperada, lo que se dice realmente
desesperada. Se estaba «muriendo» por volver a entrar con la señora MacEwen,
pero al mismo tiempo…
Me armé de valor.
—¿Te importaría… te importaría venir a tomar el té con nosotros?
—Sí, sí, perfecto. Estará encantada. Eso es exactamente lo que yo quería,
¿verdad que sí, guapita? Señora MacEwen… Estaré aquí mismo dentro de una
hora…, o menos, yo ya…
La señora R. corrió escaleras arriba. Pude ver que volvía a llevar el bolso
abierto.
De modo que quedamos los tres solos. Pero en realidad no fue culpa mía.
Hennie también parecía derrengado. Cuando llegó el coche ella se arrebujó
en su abrigo oscuro…, para escapar a toda contaminación. Incluso sus piececitos
parecían sentir desprecio por tener que llevarla escaleras abajo, hasta donde
estábamos nosotros.
—Lo siento muchísimo —murmuré cuando el coche se puso en marcha.
—Oh, no se preocupe —dijo ella—. No tengo el menor deseo de aparentar
veintiún años. Quién iba a quererlo, teniendo diecisiete. Lo que me repugna —dijo
estremeciéndose ligeramente— es la estupidez, y que un viejo gordo me mire de
arriba abajo. ¡Animales!
Hennie le dirigió una ojeada y luego se puso a mirar por la ventanilla.
El coche se detuvo frente a un enorme palacio de mármoles blancos y
rosados con naranjos que flanqueaban las puertas metidos en tiestos dorados y
negros.
—¿Quieres entrar con nosotros? —sugerí.
Dudó, echó una ojeada, se mordió el labio, y por fin se resignó.
—Bueno, no parece haber nada mejor —dijo—. Anda, Hennie, bájate.
Yo entré primero —para buscar mesa, naturalmente— y ella me siguió. Pero
lo peor fue tener a su hermanito, que sólo contaba doce años, con nosotros.
Aquello era lo último, la gota que colmaba el vaso: tener a aquel niño pisándole los
talones.
Encontré una mesa. Tenía claveles y platitos rosas con servilletitas azules
para el té dobladas en forma de vela.
—¿Nos sentamos aquí?
Ella apoyó resignadamente la mano sobre el respaldo de una silla blanca, de
enea.
—Lo mismo da. ¿Por qué no? —dijo.
Hennie se encogió para pasar tras ella y se acomodó como pudo en un
taburete que había al otro extremo. Se sentía totalmente desplazado. Ella ni
siquiera se quitó los guantes. Se limitó a bajar la mirada y tamborilear con los
dedos sobre la mesa. Cuando se dejaron oír las débiles notas de un violín,
parpadeó un segundo y volvió a morderse los labios. Silencio.
Llegó la camarera. Yo casi no me atrevía a preguntarle:
—¿Té o café? ¿Té chino… o té helado con limón?
La verdad es que lo mismo le daba. Todo era igual. En realidad no quería
nada. Hennie musitó:
—Chocolate.
Pero en cuanto la camarera se hubo dado media vuelta, le gritó
despreocupadamente:
—¡Oiga, tráigame un chocolate a mí también!
Mientras esperábamos sacó una pequeña polvera dorada con un espejito en
la tapa, sacudió la pobrecita borla como si la detestase y se espolvoreó su
maravillosa naricita.
—Hennie —dijo—, llévate esas flores —y señaló con la borla de la polvera
los claveles, mientras yo le oía murmurar—: No aguanto que haya flores en una
mesa. —Evidentemente le debían haber estado produciendo un gran dolor, puesto
que llegó a cerrar los ojos mientras yo retiraba las flores.
La camarera regresó con los chocolates y el té. Puso las grandes y
espumosas tazas ante ellos y me sirvió una copa de color claro. Hennie metió la
nariz en su taza, volvió a reaparecer durante un instante temible con una
temblorosa burbuja de nata en la punta, y enseguida se la limpió con la servilleta,
convertido en todo un caballero. Me pregunté si sería capaz de atreverme a
llamarle la atención hacia su chocolate. Ni lo había visto —no se había dado cuenta
de que estaba allí— hasta que inesperadamente, casi por casualidad, dio un sorbo.
La contemplé ansiosamente y vi que un ligero temblor recorría su cuerpo.
—¡Está insoportablemente dulce! —dijo.
Un muchachito con una cabeza como una pasa y cuerpo de chocolate se
acercó con una bandeja de pasteles —hileras y más hileras de pequeñas rarezas, de
delicadas inspiraciones, de diminutos y sabrosos sueños. Y empezó
ofreciéndoselos a ella.
—Oh, no, no tengo nada de apetito. Retírelos.
Luego se los ofreció a Hennie, que me dirigió una rápida mirada, y éste
debió encontrar una respuesta satisfactoria, pues tomó un rollo de chocolate con
nata, un éclair de café, un merengue relleno de crema de castañas y un pequeño
cornete relleno de fresas naturales.
Ella casi no pudo soportar aquel espectáculo. Pero cuando el muchachito se
dio media vuelta, lo llamó levantando el plato.
—Bueno, deme uno —dijo.
Las tenacillas de plata depositaron uno, dos, tres pastelillos, y una tarta de
cerezas.
—No sé por qué me pone tantos —dijo ella, casi sonriendo—. No me los
voy a comer, ¡sería incapaz de acabármelos!
Empecé a sentirme mucho más tranquilo. Di un sorbo al té, me recosté en la
silla, e incluso le pregunté si podía fumar. Ella se detuvo al escuchar mi pregunta,
sosteniendo en vilo el tenedor, puso unos ojos enormes y sonrió de verdad.
—No faltaría más —dijo—. Siempre espero que la gente fume.
Pero en aquel instante, Hennie protagonizó una verdadera tragedia. Ensartó
el cornete de pastel con demasiada fuerza y el dulce saltó partido por la mitad.
Una mitad cayó sobre la mesa. ¡Qué vergüenza! Se puso tan rojo que incluso tenía
las orejas encarnadas, y una mano temblorosa reptó por la mesa para retirar los
restos del cuerpo delictivo.
—¡No eres más que un animal! —dijo ella.
¡Cielo santo! Tuve que apresurarme a rescatarlo y pregunté rápidamente:
—¿Vas a estar mucho tiempo en el extranjero?
Pero ella ya se había olvidado de Hennie. Y también de mí. Estaba
intentando recordar algo… Parecía que se hallase en otro planeta.
—No…, no lo sé… —dijo lentamente, respondiendo desde aquel mundo
lejano.
—Supongo que debes preferirlo a Londres —dije—, es más… más…
Al ver que no continuaba volvió a la realidad y me contempló, confusa.
—¿Más qué?
—En fin…, más alegre —exclamé haciendo un gesto con el cigarrillo.
Pero mi afirmación fue ponderada a lo largo de todo un pastelillo. Y, aun
así, lo único que pudo responder con seguridad fue:
—¡Bueno, eso depende!
Hennie había terminado. Todavía estaba sonrojado.
Tomé la carta de encima de la mesa.
—Hennie, ¿qué te parecer un helado? ¿Mandarina y jengibre? No, tal vez
algo más refrescante. ¿Qué me dices de una crema de piña al natural?
Hennie aprobó con entusiasmo mi sugerencia. La camarera acudió con
presteza y tomó nota del encargo. Y entonces ella levantó la vista.
—¿Ha dicho mandarina y jengibre? Me encanta el jengibre. Que me traigan
uno. —Y se apresuró a añadir: —Es una lástima que la orquesta continúe tocando
esas cosas del año de la catapún. Las navidades pasadas nos tocó bailar todo el rato
con música como ésta. ¡Me revuelve las tripas!
Pero en realidad era una melodía muy agradable. Ahora que le presté
atención, me pareció una musiquilla reconfortante.
—Este lugar me gusta bastante, ¿a ti no, Hennie? —pregunté.
Hennie espetó:
—¡Es despampanante! —Había pretendido decirlo en voz baja, pero le salió
como en una especie de feroz chillido.
¿Bonito? ¿Aquel lugar? ¿Despampanante? Por primera vez ella miró a su
alrededor, intentando ver a qué nos referíamos… Parpadeó; sus hermosos ojos
demostraban sorpresa. Un caballero muy apuesto, de avanzada edad, le devolvió
la mirada observándola a través de su monóculo prendido de una cinta negra. Pero
ella ni siquiera lo había visto. Como si en el sitio en el que se hallaba existiese un
agujero en el espacio. Ella miraba hacia adelante pero no lo veía.
Por fin las cucharillas planas descansaron sobre los platitos de cristal.
Hennie parecía realmente agotado, pero ella se puso los guantecitos blancos como
si tal cosa. Tuvo alguna dificultad con el reloj de pulsera de diamantes; no le dejaba
subirse el guante. Tiró de él —intentando romper aquel objeto ridículo—, pero el
reloj no quería romperse. Finalmente tuvo que resignarse a pasar el guante por
encima. Después de aquello comprendí que no podía soportar aquel lugar ni un
segundo más y, efectivamente, mientras yo procedía al vulgar acto de pagar el té,
se levantó rápidamente y empezó a salir.
Ya volvíamos a estar afuera. Había empezado a anochecer. El cielo estaba
salpicado de diminutos luceros; los reverberos estaban encendidos. Mientras
esperábamos a que el coche viniese a buscarnos, permaneció sobre un escalón,
como había hecho anteriormente, jugueteando con un pie, y mirando hacia el
suelo.
Hennie saltó hacia adelante para abrir la puerta y ella subió y se dejó caer en
el asiento con un suspiro; ¡qué suspiro!
—Dígale —murmuró— que vaya todo lo aprisa que pueda.
Hennie dirigió una mueca de contento a su amigo el conductor, y dijo:
—Allie veet! —luego recuperó su compostura y tomó asiento en la banqueta
situada delante de nosotros.
La polvera dorada volvió a hacer su aparición. De nuevo la pobre borla fue
zarandeada; y una vez más hubo aquel veloz y mortalmente secreto intercambio
de miradas entre el espejito y ella.
Hendimos la ciudad negra y dorada como una tijera rasgando un brocado.
Hennie tenía grandes dificultades aparentando que no se agarraba a nada.
Y, naturalmente, cuando llegamos al casino la señora Raddick no estaba. Ni
sombra de ella en las escalinatas, ni el menor rastro.
—¿Quieres quedarte en el coche mientras voy a ver?
¡De ningún modo! ¡Quedarse, ella! Por nada del mundo. Que se quedase
Hennie. No soportaba esperar sentada en el coche. Esperaría en las escaleras.
—Es que no me gusta nada la idea de dejarte —murmuré—. Preferiría no
dejarte en las escaleras.
Ante esas palabras se echó el abrigo hacia atrás; se dio la vuelta y me miró;
sus labios se abrieron:
—Vaya por Dios, ¿y por qué? A mí…, a mí no me importa lo más mínimo.
Me…, me gusta esperar. —Y de repente sus mejillas se ruborizaron y sus ojos se
hicieron más oscuros. Por un instante pensé que iba a echarse a llorar. —Dé…
déjeme, por favor —balbuceó, con voz cálida e impaciente—. Me gusta. ¡Me
encanta esperar! De verdad…, ¡me gusta! Siempre estoy esperando…, en toda clase
de sitios…
Su oscuro abrigo se abrió, y su blanco cuello —y todo su cuerpo suave y
juvenil revestido por el trajecito azul— apareció como una flor que empezara a
brotar de un oscuro capullo.
Tres fábulas feministas

SUNITI NAMJOSHI

Historia de un caso

Después del incidente, la pequeña R. se quedó traumatizada. El lobo no está


muerto. El guardabosques es el lobo. Si no, ¿cómo es que estuvo allí justo a
tiempo? Se lo explica a su madre. Madre no está contenta. Piensa que el
guardabosques es sumamente simpático. Se muere la abuela. El lobo no está
muerto. El lobo se casa con madre. R. no está contenta. R. es una chiquilla. Madre
piensa que el lobo es sumamente simpático. Le rogamos que vea al psiquiatra. El
psiquiatra explicará que en general los lobos son sumamente simpáticos. R. se lo
toma al pie de la letra. Está bien ser lobo. Mamá es un lobo. Ella es un lobo. El
psiquiatra es un lobo. Mamá y el psiquiatra, y también el guardabosques, están
sumamente tensos.
Una habitación privada

La quinta vez, las cosas fueron distintas. Le dio sus instrucciones, le entregó
las llaves (incluida la pequeña) y se marchó solo cabalgando. Volvió a aparecer
exactamente cuatro semanas más tarde. La casa estaba limpia, los suelos encerados
y la puerta de la habitación pequeña no había sido abierta. Barbazul estaba
asombrado.
—Pero, ¿no sentías curiosidad? —le preguntó a su esposa.
—No —respondió ella.
—Pero, ¿no deseabas descubrir mis secretos más íntimos?
—¿Por qué? —le replicó la mujer.
—Bueno —dijo Barbazul—, es lo normal. ¿No deseabas saber quién era yo
en realidad?
—Sois Barbazul y mi esposo.
—Pero el contenido de la habitación. ¿No deseabas ver lo que hay en el
interior de esa habitación?
—No —dijo la criatura—, creo que tenéis derecho a poseer una habitación
privada.
Aquello lo irritó de tal manera que la mató en aquel mismo instante. En el
juicio alegó provocación.
Leyenda

Había una vez un monstruo hembra. Vivía en el fondo del mar, a seis mil
metros de profundidad, y fue sólo una leyenda hasta que un día los científicos se
reunieron para pescarla. La arrastraron hasta la costa, la cargaron en un camión y
finalmente la colocaron en un vasto anfiteatro donde se aprestaron a efectuar su
disección. Pronto se vio que estaba embarazada. Alertaron a las fuerzas de
seguridad y precintaron todas las puertas, porque eran hombres responsables y no
querían correr riesgos con los cachorros del monstruo, pues quién sabe el daño que
habrían podido causar si se los hubiera dejado sueltos por el mundo. Pero el
monstruo hembra murió con su camada de monstruos enterrada en su seno.
Abrieron las puertas. La carne del monstruo empezaba a despedir mal olor. Varios
científicos sucumbieron a los gases. No se rindieron. Trabajaban en turnos y con
mascarillas. Al final, rascaron los huesos de la criatura hasta que quedaron bien
limpios y contemplaron su brillante esqueleto. El esqueleto puede verse en el
Museo Nacional. Debajo se puede leer: «El temido monstruo hembra. Los gases de
esta criatura son nocivos para los hombres».
Y a continuación figuran los nombres de los científicos que dieron su vida
para descubrirlo.
La luna de lluvia

COLETTE

—Yo podría —me dijo la madura señorita—, sí, podría perfectamente


llevarle en persona la copia mecanografiada, ya que no le agrada la idea de
enviarla por correo.
—¿De veras? Sería muy amable por su parte. No sería necesario que se
tomara la molestia de venir a buscar mi manuscrito; salgo a caminar todas las
mañanas, así que podría traérselo a medida que lo fuera escribiendo.
—Es un hábito muy sano —dijo la señorita Barberet.
Esbozó una ligera sonrisa, mientras se llevaba la mano al hombro derecho,
un poco más abajo de la oreja, para arreglar uno de los dos pequeños tirabuzones
de rubios cabellos con algunas hebras blancas, que llevaba sujetos a la nuca por un
lazo de tafetán negro. Este detalle de su peinado no impedía que la señorita
Barberet tuviera un aspecto correcto y agradable, desde los ojos de color azul
pálido hasta sus delgados pies, desde la fina boca prematuramente envejecida
hasta la mano delicada cuya piel transparente dejaba entrever el movimiento de
sus huesecillos. Su impecable cuello blanco planchado y su vestido de un negro
uniforme sugerían la compañía de un par de manguitos de lustrina, atributo de los
antiguos escribientes. Pero las mecanógrafas, que no escriben, ya no usan esos
manguitos hasta el codo…
—¿Se ha quedado usted de momento sin secretaria, señora?
—No… La muchacha que copiaba mis manuscritos acaba de casarse. Pero
no tengo secretaria. La verdad es que no sé qué hacer con una secretaria. Todo lo
escribo yo. Y, además, mi apartamento es tan pequeño que oiría demasiado la
máquina de escribir…
—¡Oh! Comprendo, comprendo —dijo la señorita Barberet—. Por mi parte,
trabajo para un señor que sólo escribe en la mitad derecha de las hojas. Otra vez
escribí a máquina por un tiempo para el señor Henri Duvernois, quien no aceptaba
más que papel amarillo claro.
Con una sonrisa de suficiencia, perdonó sin distinciones todas las manías de
quienes emborronan papeles y ordenó dentro de una carpeta —no dejé de observar
que el color del cartón combinaba con el azul de mi papel— las aproximadamente
sesenta hojas que yo había llevado.
—Yo vivía en este barrio, en otras épocas. Pero ya no lo reconozco… Han
modificado, han construido; hasta la calle ha desaparecido, o al menos ha
cambiado de nombre. ¿Estoy en lo cierto, señorita?
La señorita Barberet se quitó las gafas con un gesto amable, de modo que
sus ojos azules dejaron de verme y su mirada sin propósito se perdió en el vacío.
—Sí, creo que sí —dijo con poca convicción—. Debe de estar en lo cierto.
—¿Hace mucho que vive aquí?
—Sí, sí —dijo con voz animada. Pestañeó como si estuviera mintiendo.
—Creo que antes había una hilera de casas, enfrente, que ocultaba la
pendiente…
Me puse de pie para aproximarme a la ventana y salí del círculo de claridad
que la pantalla de metal verde proyectaba sobre la mesa. Pero no logré ver gran
cosa del paisaje exterior. Las luces de la ciudad no hacían mella en el azul del
atardecer, que llegaba temprano en febrero. Levanté con la frente la cortina de
estameña y apoyé la mano sobre la falleba. Al instante experimenté el ligero
vértigo, más bien agradable, que suele acompañar a los sueños de caídas y de
vuelos… Pues yo apretaba en la mano la extraña falleba, la sirenita de metal
fundido cuya forma mi palma no había olvidado después de tantos años. No pude
evitar volverme bruscamente con aire inquisitivo.
La señorita Barberet no se había vuelto a colocar las gafas, de modo que no
advirtió nada… Mi interrogación se desplazó de su rostro servicial y miope hasta
las paredes de la habitación, cubiertas casi por completo con oscuros grabados en
acero enmarcados de negro, litografías en color que reproducían a Chaplin —la
mujer rubia con un collar de terciopelo negro— y a Henner, e incluso marcos de
paja —una labor en desuso—, cuyos dorados tubos ninguna muchacha de hoy en
día sabe ya cómo unir. Quedaban algunas pulgadas de empapelado desnudo entre
una ampliación fotográfica y un manojo de espigas de centeno: pude distinguir en
él unas rosas que apenas conservaban su color, unas campanillas violeta que se
habían vuelto grises y unas fibrillas azuladas de follaje; en una palabra, la sombra
de un ramo, repetido cien veces de un extremo a otro del muro y que yo no podía
dejar de reconocer. Las dos puertas, a la derecha y a la izquierda de la chimenea
tapiada y convertida en estufa, también me resultaron inteligibles y, más allá de
sus dos hojas idénticas y cerradas, reviví todo lo abandonado hacía largo tiempo.
Tuve el presentimiento de que, detrás de mí, la señorita Barberet debía de
estar impaciente, y reanudé la conversación.
—Es bonita esta vista…
—Sobre todo, hay mucha claridad por tratarse de un primer piso.
Permítame que ordene sus páginas, señora; veo que hay un error de numeración.
La tres está después de la siete, y no encuentro la dieciocho…
—Eso no me extraña, señorita Barberet. Ordene, ordene…
«Sobre todo, hay mucha claridad…» ¿Claridad, en ese entresuelo en el que,
casi en todas las estaciones del año y a cualquier hora del día, yo encendía una
pequeña araña bajo el rosetón del cielo raso? En ese mismo cielo raso se extendió
una súbita aurora amarilla. La señorita Barberet acababa de encender una copa de
cristal veteado que semejaba ónix, y éste reflejaba su luz sobre el rosetón central, el
mismo rosetón ornamental bajo el cual, antaño, una rama de metal dorado florecía
en cinco corolas de opalina azul.
—¿Muchos errores, señorita Barberet? En especial, muchas tachaduras.
—¡Oh! Suelo trabajar con manuscritos con muchas más correcciones. ¿Cómo
desea que le haga la segunda copia? ¿En violeta o en negro?
—En negro. Dígame, señorita…
—Me llamo Rosita, señora. De cualquier modo, es más bonito que Barberet.
—Señorita Rosita, voy a abusar de su amabilidad… Advierto que he traído
mi texto completo, y no tengo borrador. Si me mecanografiara la página sesenta y
dos podría llevármela para retomar el hilo…
—Pero claro, señora, enseguida. En cuestión de unos minutos; sin
vanagloriarme, mecanografío deprisa. Siéntese, por favor.
Lo único que yo quería era, justamente, quedarme unos minutos, buscar en
esta habitación las trazas, si las había, de mi estancia; asegurarme de que no me
equivocaba, asombrarme ante un empapelado preservado por las sombras que,
con el correr de los años, no se había convertido en desfigurados jirones. «Sobre
todo, hay mucha claridad…» Una operación de saneamiento, o simplemente la
especulación, había, pues, demolido, en el lado opuesto de la calle, todas las casas
adosadas que antaño me ocultaban la desconocida ladera de una colina
parisiense…
A la derecha de la chimenea —una pequeña estufa de leños, flanqueada por
su provisión de tablas, losas alquitranadas y viejos listones de madera, que emitía
un suave ronquido— veía una puerta y, a la izquierda, otra igual. Por la de la
derecha solía entrar en el dormitorio. La de la izquierda daba a un reducido
vestíbulo, que se prolongaba en el cuartucho que yo había convertido en cuarto de
baño instalando una media bañera y un calentador de gas. Otra habitación, muy
oscura, bastante grande, que no utilizaba, servía de trastero. En cuanto a la
cocina… Aquella minúscula cocina me devolvió a mis recuerdos con una extrema
riqueza de colores; su antiguo verdulero, recubierto de cerámica azul, recibía en
invierno la visita de un rayo de sol que se deslizaba hasta el hornillo también
pasado de moda, encaramado sobre unas altas patas levemente Luis XV. Cuando,
como suele decirse, no resistía más, me dirigía a la cocina, donde siempre
encontraba algo que hacer: pulir el tubo articulado del gas, pasar un trapo de rejilla
húmedo por la cerámica azul, vaciar el agua de algún ramo marchito y devolverle
al vaso su diafanidad con un puñado de sal gruesa…
Dos grandes alacenas, al estilo de las alacenas para confituras, una bodega
que sólo guardaba una estantería para botellas y ninguna botella…
—Enseguida acabo, señora…
Lo que me hubiera agradado especialmente ver era la habitación de la
derecha, mi dormitorio con su solitaria ventana cuadrada y su antigua alcoba a la
que yo le había quitado sus puertas. ¡El maravilloso dormitorio, sombreado en una
parte y luminoso en la otra! Habría sido adecuado para una pareja feliz y
clandestina, pero en cambio me había sido destinado cuando estaba sola y distaba
mucho de ser feliz…
—Muchas gracias. No necesito un sobre; doblaré la hoja y la pondré en el
bolso…
La puerta de entrada crujió, abierta por alguien sin duda con gesto enérgico.
Un sonido despierta menos recuerdos que un perfume, pero, no obstante, reconocí
éste y me estremecí al mismo tiempo que la señorita Barberet. Luego se oyó que
una segunda puerta, la de mi cuarto de baño —una puerta de una madera delgada,
melodiosa como una lámina de xilófono—, se cerraba más suavemente.
—Señorita Rosita, si mi trabajo va bien, volveré el lunes por la mañana
sobre las once.
Simulando equivocarme, me dirigí hacia la derecha de la chimenea. Pero
entre la puerta y yo se interpuso la señorita Barberet, infinitamente atenta:
—Perdón. Es por allí…
Una vez fuera, no pude evitar sonreírme al advertir que había descendido
los peldaños sin recelo ni equivocaciones, y que mis pies aún conocían, por así
decirlo, de memoria la escalera. Desde la acera, observé mi casa de arriba abajo,
irreconocible bajo un afeite de revoque. Incluso el vestíbulo estaba completamente
disfrazado, y ahora, con su zócalo de cerámica verde y rosado, hacía pensar en la
funesta frescura de las villas de la Riviera construidas en serie. La antigua lechería,
a la derecha de la entrada, vendía ahora acordeones y banjos. Pero, a la izquierda,
El Palacio de la Golosina permanecía intacto, con excepción de una capa de pintura
de color crema. Grageas rosadas en tazones, tarros repletos de confites de grosella,
menta de color esmeralda y caramelos beige… Y los cuadraditos de café, y las
ácidas medialunas de naranja… Y los bombones lenticulares envueltos en plata
como pastillas vermífugas, con perfume de anís… En el fondo de la tienda reconocí
también, bajo su nueva capa de pintura, los centenares de cajoncitos de salientes
ombligos, el mostrador bajo con molduras, toda la bonita carpintería de las tiendas
de la época del Segundo Imperio, y la antigua balanza, con sus brillantes platillos
de cobre balanceándose bajo el fiel como columpios.
Sentí un súbito deseo de comprar aquellos rectángulos negros de regaliz,
conocidos como «pastelillos de Pontefract», con un sabor tan vigoroso que,
después de ellos, todo parece incomible… Una sexagenaria malva me atendió. Esto
es lo que había sobrevivido de la hermosa confitera rubia de antaño, que tanto
amaba el cielo azul. No me reconoció y, en medio de mi turbación, le pedí
bombones de menta, que detesto. El lunes siguiente tendría ocasión de regresar a
buscar los pastelillos de Pontefract, que tan mal gusto dan a los huevos frescos, al
vino tinto y a todos los demás comestibles.
He tenido oportunidad de experimentar a mis expensas que la tentación del
pasado es en mí más vehemente que la sed de conocer el futuro. La ruptura con el
presente, la vuelta hacia atrás y la brusca aparición de un trozo fresco, inédito, del
pasado —ocurra esto por azar o por una búsqueda paciente— van acompañadas
por un impacto tal que nada puede comparársele, y del que sería incapaz de
brindar una definición sensata. Jadeando de asma entre la nube azulada de las
inhalaciones y el vuelo de las páginas desprendidas de él una a una, Marcel Proust
perseguía un tiempo concluido. Los escritores no tienen en absoluto la función, ni
la aptitud, de amar el porvenir. Ya tienen bastante trabajo con la obligación de
inventar constantemente el de sus héroes, que, por otra parte, extraen de su propio
pasado. Si yo me sumerjo en el mío, ¡qué vértigo! Y cuando le llega el momento de
emerger, imprevisto, de ofrecer a la luz del presente su cabeza de sirena mojada,
sus engañosos ojos de habitante de las profundidades, lo estimo con mayor fuerza.
Me revela no sólo la persona que fui, sino la que habría deseado ser. ¿Qué sentido
tiene emplear medios e individuos ocultos con el fin de conocerla mejor? Los
adivinos y los astrólogos, los que leen el Tarot y las quirománticas no están
interesados en mi pasado. Entre las figuras, las espadas, las copas, y los posos de
café, mi pasado se inscribe en tres frases. La vidente desentierra rápidamente las
«vicisitudes» pasadas, algunos «éxitos» sin consecuencias definidas, y sobre todo
ello planta enseguida la rosa de yeso de un hoy desprovisto de misterio, de un
mañana del que nada espero.
Entre los adivinos, son raros aquellos a quienes nuestro contacto concede el
efímero don de la premonición. He conocido a algunos que se remontaban
victoriosos en el tiempo; recogían de mi pasado imágenes precisas, de una
veracidad cegadora, y luego me sumergían en un atrayente desorden de gente
muerta, niños de otra época, fechas y sitios, para, por fin, aterrizar de un salto en
mi futuro:
—Dentro de tres años, dentro de seis años, su situación se consolidará…
¡Tres años! ¡Seis años! Exasperada, los desdeñaba y olvidaba sus promesas.
Pero subsiste la tentación, y un deseo ardiente y preciso al que no cedo, de
subir unos pisos por la escalera o manipular un ascensor, detenerme en un rellano
y llamar tres veces… Un día podría oír, tras la puerta, mis pasos que se acercan y
mi propia voz, malhumorada, que me pregunta:
—¿Quién es?
Me abro a mí misma y, por supuesto, llevo mi ropa de antaño: algo así como
una falda plisada de tela escocesa oscura y una camisola de cuello alto. A mi perra
de 1900 se le eriza el pelo al verme duplicada, y tiembla… Falta la continuación.
Aunque, para ser una pesadilla, es una buena pesadilla.
Al entrar en casa de la señorita Barberet yo acababa, por primera vez en mi
vida, de regresar a casa. La coincidencia me obsesionó durante los días siguientes.
Me atraía, me excitaba. ¿Quién me había recomendado a la señorita Barberet?
Precisamente mi joven mecanógrafa, que dejaba su empleo para casarse. Se casaba
con un buen muchacho que «llevaba», como suele decirse, un gimnasio en el barrio
de Grenelle, y que ella se había empeñado en presentarme. Mientras él me
explicaba, con la certeza de interesarme vivamente, que hoy los barrios fabriles son
la fortuna de los gimnasios, yo escuchaba su leve acento provinciano.
—Soy de B…, como toda mi familia… —dijo él incidentalmente.
«… Y como el autor de lo que para mí fueron agudos sinsabores», concluí
para mis adentros. Sinsabores sentimentales, se entiende. Son los menos dignos de
ser relatados, pero a veces se comportan de igual modo que una herida que
esconde un fragmento de cabello: cicatrizan mal.
Este segundo hombre de B… se había desvanecido, después de cumplir con
sus obligaciones hacia mí, que consistieron en arrojarme, con propósitos
desconocidos, en un lugar conocido. Me había parecido tierno, algo torpe, como
suelen serlo los jóvenes a quienes la gimnasia mal entendida fatiga y adormece,
moreno, con bellos ojos meridionales, como a menudo son los nativos de B… Se
llevaba con él a la exaltada muchacha, delgada hasta la exageración, que copiaba
mis manuscritos desde hacía tres años y lloraba sobre ellos cuando mi relato
terminaba mal…
El lunes siguiente, alrededor de las once, llevé a la señorita Barberet el
mediocre fruto —doce páginas— de un trabajo sin amor. No tenía ninguna prisa
por contar con la doble copia de un mal bosquejo, ninguna, pero sí por
experimentar el placer, el riesgo de enfrentarme con el antiguo y pequeño
apartamento. «Lo haré una vez más —me decía—, pero después buscaré otra
diversión.» Sin embargo, mi mano dotada de memoria buscó en el marco de la
puerta el bonito galón de cuentas, mi pretenciosa campanilla de otras épocas, y
encontró un botón eléctrico.
Una persona desconocida me abrió de inmediato, me contestó apenas con
un gesto y me introdujo en la habitación de las dos ventanas, donde la señorita
Barberet vino a reunirse conmigo.
—¿Ha trabajado bien, señora? ¿El mal tiempo no le ha resultado fastidioso?
Su manita fría se retiró con presteza de la mía y dispuso en su exacto lugar,
sobre el hombro derecho, muy cerca del cuello, los dos tirabuzones anudados con
un lazo negro. Me sonreía con la solicitud moderada que profesan las enfermeras
de buena formación, las nurses de los dentistas importantes y las personas, de edad
y Función mal definidas, que suele haber en los institutos de belleza.
—Una mala semana para mí, señorita Rosita. Además, tendrá dificultades
para leerlo.
—No lo creo, señora. Una escritura redonda raramente es ilegible.
Me miraba con aire amable; detrás de sus gruesos cristales, el azul de sus
ojos parecía diluirse.
—¿Sabe?, cuando llegué, creí haberme equivocado de piso; la persona que
me abrió…
—Sí. Es mi hermana —dijo la señorita Barberet, como si, satisfaciéndola,
hubiera querido limitar mi indiscreción.
Pero, cuando nos invade la curiosidad, no experimentamos la más mínima
vergüenza…
—¡Ah! Es su hermana… ¿Trabajan ustedes juntas?
La transparente piel de la señorita Barberet se estremeció sobre sus
pómulos.
—No, señora. En estos últimos tiempos la salud de mi hermana ha
precisado de ciertos cuidados.
Esta vez no me atreví a insistir más. Aún me demoré unos instantes en mi
salón convertido en despacho para contemplar su claridad incrementada, agucé en
vano el oído tratando de captar lo que pudiera resonar en el corazón de la casa y
en el fondo de mí misma, y me fui cargada con un romántico botín de conjeturas.
¿Y si la hermana enferma fuera loca melancólica? ¿O languideciera de un amor
desgraciado? ¿O estuviera aquejada de alguna monstruosidad por la que se la
mantenía oculta? Así soy cuando me dejo llevar por la imaginación.
En los días que siguieron no tuve ocasión de seguir desarrollando mi
extravagancia personal. Por esas fechas, F. I. Mouthon me había solicitado una
novela por entregas para Le Journal. Este hombre, con cabello rizado y aire
perspicaz, ¿estaría cometiendo su primera equivocación? Con toda honestidad, yo
había objetado que jamás podría escribir un folletín apropiado para el público de
un gran periódico.
F. I. Mouthon, que parecía estar mejor informado sobre este tema que yo
misma, se había limitado a guiñar sus ojitos de elefante, sacudir su ensortijada
cabeza y encoger sus macizos hombros, de modo que comencé a escribir una
novela por entregas que en vano alguien buscará entre mis obras. Sólo la señorita
Barberet alcanzó a conocer los primeros capítulos antes de que yo los destruyera.
Pues, a fin de cuentas, yo no me equivocaba: no sabía escribir una novela por
entregas.
Al regresar de mi segunda visita a la señorita Barberet, releí las cuarenta
páginas mecanografiadas.
Y me juré a mí misma que trabajaría de un tirón, como suele decirse, que
prescindiría del mercado de las pulgas[2] y del cine, e incluso de los almuerzos en
el Bois… No se trataba, sin embargo, de Armenonville ni de la Cascade, sino de
agradables e improvisadas comidas sobre el césped, que eran aún mejores cuando
Annie de Pène, una encantadora amiga, me acompañaba. A partir de febrero no
escasean los días cálidos. Cogíamos nuestras bicicletas, un pan fresco rebosante de
mantequilla y de sardinas, dos pastelillos de salchicha, adquiridos en una
charcutería cercana a La Muette, y unas manzanas, y envolvíamos todo junto a una
cantimplora llena de vino blanco… En cuanto al café, lo bebíamos al lado de la
estación de Auteuil, bien negro, bien insípido, pero ardiendo, y almibarado a
fuerza de azúcar…
Pocos recuerdos han conservado para mí un valor sentimental como el de
estas comidas sin cubiertos ni mantel, estos paseos sobre dos ruedas. El cielo
límpido, las gotas de lluvia, los copos de nieve, la hierba rala y chamuscada, la
familiaridad con los pájaros… Estas imágenes bucólicas se adaptaban a cierto
estado de ánimo que distaba mucho de ser feliz, temeroso pero perseverante en la
esperanza. Gracias a ellas yo acertaba a enfriar una pena de lágrimas escasas y
reacias, un dolor sin excesos de pasión, en pocas palabras, un amor que se había
iniciado con tan poca fortuna que su desenlace había sido aún más desafortunado.
¿Es posible que el recuerdo de estos períodos, en que los remedios más anodinos
triunfaban sobre un mal que yo suponía grave, palideciera con facilidad? En
alguna ocasión los he comparado con los «blancos» que separan los capítulos de un
libro y que les infunden aire y orden. El lenguaje de la imprenta, sin asomo de
malicia, da el nombre de belle page[3] a estos claros de blancura donde el texto,
reprimido, comienza en mitad de una página. Tengo grandes deseos —es cierto
que algo tardíamente— de llamar «días hermosos» a esos días en los que el trabajo,
los paseos, la amistad ocupan la mayor parte del tiempo, en detrimento del amor.
Días hermosos, sensibles a la luz, llenos de involuntarios descubrimientos de los
sentidos desganados e inactivos… No hacía mucho que había gozado de estas
vacaciones, cuando conocí a la señorita Barberet.
Durante tres semanas no volví a su casa, y con motivo. Como mi novela por
entregas me llenaba de disgusto cada vez que intentaba introducir en ella algo de
«movimiento» y de aventura rápida y una pizca de terror, había acometido la
redacción de unos cuentos para La Vie Parisienne. De modo que subí las cuestas de
su distrito reanimada y con paso ligero. Al no saber si a la señorita Barberet le
gustarían los pastelillos de Pontefract, compré para ella unos cuantos ramos de
campanillas blancas reunidos en un solo manojo, que aún no habían perdido su
tenue perfume de azahar.
Detrás de la puerta, oí acercarse su taconeo sobre la tarima sin alfombrar.
Reconozco los pasos antes que la figura, la figura antes que el rostro. Se estaba bien
tanto fuera como dentro de la habitación de las dos ventanas. Entre las
ampliaciones fotográficas, los «estudios» de sotobosques y los marcos de paja con
lazos rojos, el sol de febrero terminaba de destruir en el empapelado los últimos
contornos de mis rosas y mis campanillas azules…
—¡Esta vez, señorita Rosita, no vengo con las manos vacías! Aquí hay unas
flores para usted y dos cuentos, veintinueve páginas manuscritas…
—Es demasiado, señora, demasiado…
—Es la cantidad requerida. Se necesitan trece páginas de escritura apretada
para un cuento de La Vie Parisienne.
—Me refería a las flores, señora…
—Eso no tiene importancia. Y, ¿sabe?, creo que el lunes le traeré…
Detrás de las gafas, la señorita Barberet tenía los ojos clavados en mí, sin
ocultar ya que estaban rojos, heridos, húmedos de amargura y tan tristes que
interrumpí mi frase. Ella hizo un gesto con la mano y murmuró:
—Perdóneme, tengo problemas…
Pocas mujeres conservan la dignidad cuando lloran. La madura señorita
apesadumbrada lloraba sin ostentación, reprimiendo con pudor el temblor de sus
manos y de su voz. Enjugó sus ojos y sus gafas, y esbozó una especie de sonrisa
con un lado de la boca.
—Hay días… Es a causa de la pequeña, quiero decir, de mi hermana.
—Está enferma, ¿es verdad?
—En cierto sentido, sí… No tiene ninguna enfermedad —dijo con vivacidad
—. Todo comenzó cuando se casó. Eso le cambió el carácter. Está muy irritable. Ya
se sabe que no todas las parejas marchan bien…
No me agradan demasiado las desgracias conyugales de los demás, a las
que les reprocho un inevitable parentesco con mis decepciones personales. De
modo que me dispuse a abandonar de inmediato a la doliente Barberet y a su
hermana mal casada. Pero, en el momento de dejarla, un rayo de sol atravesó una
ampolla del ordinario vidrio de una de las ventanas y proyectó, sobre la pared
opuesta, el pequeño halo de arco iris al que, en otras épocas, yo llamaba la «luna de
lluvia». La aparición de este astro ilusorio me precipitó con tanta crudeza en el
pasado que me quedé donde estaba, inmóvil, hechizada…
—Mire, señorita Rosita… Qué bonito…
Apoyé el dedo sobre el muro, en el centro del pequeño astro cercado por
siete colores.
—Sí —dijo ella—. Conocemos bien ese reflejo. A mi hermana le produce
miedo, imagínese.
—¿Miedo? ¿Cómo es posible? ¿Miedo? ¿Por qué? ¿Cómo lo explica ella?
Mi fogosidad provocó una sonrisa en la señorita Barberet.
—¡Oh! Ya sabe…, tonterías, invenciones de una niña nerviosa… Ella dice
que es un presagio. Lo llama su pequeño sol triste, y dice que sólo brilla para
anunciarle algo malo. Dios sabe qué otra cosa… Como si las refracciones del
prisma pudieran en verdad influir…
La señorita Barberet sonrió con aire de superioridad.
—Tiene usted razón —dije con cobardía—. Pero ésas son hermosas fantasías
de poeta. Su hermana es poeta sin saberlo.
Los azules ojos de la señorita Barberet se posaron en el sitio ocupado por el
colorido fantasma, al que una nube pasajera acababa de oscurecer.
—Es sobre todo una muchacha poco razonable.
—¿Ella vive en la otra… en otra ala del apartamento?
La mirada de la señorita Barberet resbaló hasta la puerta cerrada, a la
derecha de la chimenea.
—Otra ala, es mucho decir. Ellos eligieron… Su dormitorio y su lavabo
están separados de mi habitación.
Hice «sí, sí» con la cabeza, pues un perfecto conocimiento del lugar me lo
permitía.
—¿Se parece a usted su hermana?
Yo hablaba con esa voz afable y monótona que se emplea con los
durmientes para lograr que respondan desde el fondo de sus sueños.
—¿Parecerse? ¡No, por Dios! En primer lugar, hay bastante diferencia de
edad entre nosotras, y ella es morena. Por otra parte, en cuanto al carácter, no
tenemos nada que ver una con la otra.
—¡Ah! Es morena… Uno de estos días tendrá que presentármela. Sin prisas.
Le dejo mi manuscrito. Si no vengo el lunes…, ¿desea que le pague las copias que
me ha hecho?
La señorita Barberet se sonrojó y rehusó, luego volvió a sonrojarse y aceptó.
Y, aunque me detuve en la antecámara para hacerle una recomendación superflua,
no me llegó ningún ruido desde mi dormitorio, y nada reveló la presencia de la
hermana morena.
«Ella lo llama su pequeño sol triste. Dice que le anuncia algo malo. ¿Qué es
lo que le legué entonces a ese reflejo, con apariencia de astro, coronado de vapores,
donde el rojo está para siempre separado del violeta? ¿No lo habré contemplado
demasiado? Antes, con los vientos intensos y los cielos nublados se oscurecía,
resucitaba, desaparecía, y su capricho me arrancaba por un momento de mi estado
de espera…»
Confieso que, mientras descendía la ladera de la colina parisiense, me
abandonaba a la exaltación. El juego de las coincidencias proyectaba una falsa luz
inesperada sobre mi vida. Comenzaba a prometerme que «la historia Barberet»
figuraría en un lugar de honor en la galería fantástica que poblamos en secreto, y
que estamos más dispuestos a abrir a los desconocidos que a quienes nos rodean,
la galería reservada a las premoniciones, a los fenómenos del falso reconocimiento,
a las visiones y predicciones. En ella alojaba ya la historia de la mujer con la bujía,
la historia de Jeanne D…, la historia de la mujer que leía el Tarot y del chiquillo
que montaba a caballo…
En todo caso, la historia Barberet, apenas esbozada, me servía de «cura de la
becada». Así llamaba yo —y llamo todavía— a un conjunto de sucesos mediocres y
bienhechores, que asemejo al vendaje de arcilla húmeda y ramitas, prodigioso
entablillado que la becada dispone alrededor de su pata cuando una bala la
quiebra. Una sesión de cine sirve como cura de la becada, con la condición de que
los filmes sean bastante mediocres. Pero una velada en compañía de amigos
inteligentes, un poco angustiados, valerosos y desprovistos de ilusiones, destruye
por el contrario la cura. La música sinfónica por lo general arranca el vendaje, y me
deja desollada. Vertidas por una voz monótona e indiferente, las sentencias y las
predicciones actúan sobre mí como compresa y tisana…
«Voy a contarle la historia Barberet a Annie de Pène…», comencé a decirme.
Pero luego no le conté absolutamente nada. El oído perspicaz de Annie, sus ojos
inquietos de color castaño dorado, ¿no habrían acaso advertido y censurado en mi
relato aquello que revelaba una sed que no tenía otro fin que volver sobre lo
conocido, que adornar como algo nuevo lo ya pasado? «Aquella ventana, Annie,
donde una muchacha abandonada, como yo misma en otras épocas, dedica la
mayor parte de su tiempo a esperar, a escuchar…»
No le dije nada a Annie. Es conveniente disfrutar en soledad de un juguete
que, por algún color, algún barniz ácido, alguna fortuita deformación de su
sombra, anuncia que entraña peligro. Pero me dispuse a traducir en lenguaje trivial
«la historia Barberet» para mi costurera por horas, una robusta morena que cosía y
planchaba para otros como descanso de su actuación como cantante de opereta en
Orán. Para escucharme, Marie Mallier dejó por un momento de aplastar frunces
con la uña de un pulgar cruel, sopló sobre su dedo y atendió, con la aguja en alto…
—¿Y luego?
—Eso es todo.
—¡Ah! —dijo Marie Mallier—. Creía que era más bien un comienzo.
La palabra me encantó. Leí en ella el más romántico presagio, y me juré a mí
misma que conocería sin demora a la hermana morena, mal casada, que habitaba
en mi sombrío dormitorio y sentía tanto temor ante mi «luna de lluvia».
Estas peticiones, estos insignificantes regalos de la fatalidad, los
ofrecimientos que ésta me hizo y que me habrían permitido huir de mí misma,
transformarme, colmarme de matices, podrían haber alcanzado éxito si no me
hubiera faltado compañía, la influencia de alguien para quien la diferencia entre lo
que realmente sucede y lo que no sucede, entre el hecho y su posibilidad, entre el
suceso y su narración, sea mínima.
Mucho más tarde, cuando conocí a Francis Carco, comprendí que él habría
interpretado, por ejemplo, mi estancia en Bella-Vista y el encuentro con Barberet
con imaginación desenfrenada. Habría desprendido de todo ello la verdad
catastrófica, lo inacabado, lo interrumpido, que estimulan el despliegue de la
imaginación, del miedo, en fin, de la poesía. Años después comprendí cómo un
poeta utiliza la ornamentación trágica. Y atribuye a una mera crónica de sucesos la
fascinación de un rostro inanimado y blanco tras un cristal.
A falta de un compañero entusiasta, me aferré a una visión razonable de las
cosas, en especial del espanto y de la alucinación. Era lo más indicado, puesto que
yo vivía sola. Algunas noches, recorría con cuidado mi pequeño apartamento y
abría las persianas para permitir que el resplandor nocturno jugueteara en el cielo
raso, mientras aguardaba la luz del día… A la mañana siguiente, cuando mi
conserje me traía el café con leche, entraba blandiendo en silencio la llave que
había encontrado en la cerradura, por fuera. La mayor parte del tiempo, yo no
pensaba en los peligros que lo desconocido puede deparar, y acogía con poco
respeto a los fantasmas.
Así procedí, el lunes siguiente, con una ventana del apartamento de la
señorita Barberet, donde entré en el preciso instante en que un viento de marzo de
grandes alas marinas arrasaba todos los papeles. La señorita Barberet se llevó las
manos a la cabeza y lanzó un grito, al tiempo que cerraba los ojos. Empuñé con
mano experta la sirena de hierro forjado y trabé la ventana en un abrir y cerrar de
ojos.
—¡Al primer intento! —se admiró la señorita Barberet—. ¡Qué
extraordinario! Yo raras veces lo consigo. ¡Dios mío, se han volado todas las copias!
¡La novela del señor Vandérem! ¡El cuento del señor Pierre Veber! ¡Vaya viento!
Por fortuna, había colocado su texto en la carpeta… Aquí está la copia, señora, y el
duplicado. Hay muchos rastros de goma. Si quiere que repita las páginas
corregidas, será para mí un placer hacerlo esta noche, después de cenar…
—Debería usted buscar otros placeres, señorita Rosita. Vaya al cine. ¿Le
agrada el cine?
Ella dejó entrever una avidez de niña, que acentuó sus finas arrugas
alrededor de la boca.
—¡Lo adoro, señora! Tenemos un cine muy bueno en el barrio, a cinco
francos el asiento, que pasa buenas películas. Pero, en este momento, no puedo de
ningún modo…
Se interrumpió y clavó la mirada en la puerta de la derecha de la chimenea.
—¿Siempre la salud de su hermana? ¿No podría su marido encargarse
de…?
A mi pesar, estaba imitando su manera mojigata de dejar las frases en
suspenso. Se ruborizó, y dijo deprisa:
—Su marido no vive aquí, señora.
—¡Ah! No vive aquí… ¿Y ella qué hace? ¿Espera que él vuelva?
—Yo… Sí, eso creo…
—¿Todo el tiempo?
—Día y noche.
Me levanté bruscamente y empecé a recorrer la habitación a grandes
zancadas, de la ventana hasta la puerta, de la puerta a la pared del fondo, de la
pared del fondo a la chimenea, la misma habitación donde antaño yo había
esperado día y noche.
—¡Es idiota! —grité—. ¡Es lo último que hay que hacer! ¿Me entiende? ¡Lo
último!
La señorita Barberet estiraba maquinalmente el tirabuzón de cabellos que le
acariciaba el hombro, mientras seguía mi ir y venir con su rostro de ángel
marchito.
—Si yo conociera a su hermana le diría en la cara que ha elegido la táctica
más deplorable, la más… la más torpe…
—¡Ah, señora! ¡Cómo me agradaría que se lo dijese! Tendría más peso si
viniera de usted y no de mí. Ella no tiene reparo en decirme que las solteronas no
pueden opinar sobre ciertos temas. En lo que, por otra parte, puede estar
totalmente equivocada…
La señorita Barberet bajó los ojos e hizo un leve gesto de descontento.
—Una idea fija no siempre es una buena idea. Ella está ahí, con su idea fija.
Cuando no puede más, baja a la calle. Dice que tiene ganas de comprar bombones.
Dice: «Voy a telefonear…». ¡A otros! ¡Y cree que me engaña!
—¿No tiene usted teléfono?
Levanté los ojos hacia el techo. Una diminuta abertura en la cornisa
delataba aún el paso del cable del teléfono. Yo, en este mismo lugar, había tenido
teléfono. Podía implorar sin necesidad de salir de casa.
—Todavía no, señora. Por supuesto, lo haremos instalar.
Se sonrojó, como cada vez que se tocaba el tema del dinero o de la falta de
dinero, y, al parecer, tomó una resolución extrema:
—Señora, ya que usted opina como yo que mi hermana se equivoca al
obcecarse, si tuviera unos minutos…
—Tengo unos minutos.
—Avisaré a mi hermana.
Atravesó la antecámara en lugar de abrir la puerta de la derecha de la
chimenea. Se movía grácilmente, con sus menudos pies arqueados. Regresó casi de
inmediato, turbada y con el borde de los párpados irritado.
—¡Oh! No sé cómo disculparme… Ella es terrible. Dice «no y no», dice
«¿por qué te metes?», dice «quiero que todo el mundo me deje en paz»… Sólo dice
cosas desagradables…
La señorita Barberet moqueó su pena, se frotó la nariz, se afeó como si lo
hiciera adrede. Pensé que tenía demasiados miramientos con esas dos señoritas, y
giré el picaporte de la puerta de la derecha, que me reconoció y me obedeció sin
hacer ruido. No atravesé el umbral de mi dormitorio, cuyas persianas,
semicerradas, lo llenaban de una oscuridad verdosa. En el fondo de la habitación,
sobre un sofá-cama que parecía no haber sido movido del sitio que en otras épocas
yo le había asignado, una mujer joven estaba acostada, acurrucada, y dirigía hacia
mí el impreciso óvalo de su rostro. Por unos momentos, sentí que rozaba lo que
sólo los sueños se atreven a crear: hostil, dolorida, obstinadamente esperanzada,
tenía ante mí a mi joven yo que nunca volvería a ser, a la que continuaba
repudiando y añorando.
Pero fuera del sueño, el goce de lo fabuloso no perdura. Mi joven yo se
levantó, habló y no fue entonces más que una desconocida cuya voz disipó todo lo
que me resultaba precioso e inexplicable.
—Señora… Pero le había dicho a mi hermana… Rosita, ¿en qué estás
pensando? Mi habitación está desordenada, no me encuentro bien. Usted
comprenderá, señora, por qué no he podido recibirla…
Apenas había dado dos o tres pasos hacia mí. A pesar de la penumbra,
advertí que era algo menuda, pero de porte erguido y segura de sí misma. Fuera,
una nube dejó al descubierto el sol y me permitió distinguir la configuración de su
rostro, la nariz regular y dura, un arco ciliar pronunciado y un pequeño mentón
romano. Hay una doble seducción cuando, sobre unos rasgos bien modelados, se
tropieza con la juventud y la severidad.
Adopté un aire amable para hablar a esta joven mujer que me estaba
indicando que me marchara.
—Comprendo perfectamente, señora. Pero su hermana sólo es culpable de
haber creído, imagínese, que yo podría serle útil. Se ha equivocado. Señorita
Rosita, ¿como siempre, la copia para el lunes próximo?
Las dos hermanas no se percataron de la facilidad con que encontré la
puerta empapelada en el fondo de la habitación, atravesé el pequeño vestíbulo
oscuro y cerré tras de mí. Rosita me alcanzó abajo:
—Señora, señora, ¿no estará enfadada?
—En lo más mínimo. ¿Por qué? Es bonita su hermana… Por cierto, ¿cómo se
llama?
—Adèle. Pero prefiere que la llamen Délia. Su apellido de casada es
Essendier, la señora de Essendier… Ha quedado desolada, querría verla…
—¡Y bien! Me verá el lunes —acordé con aire digno.
En cuanto me quedé sola, la trampa de las coincidencias perdió su atractivo,
el resplandor de la rue des Martyrs a mediodía disipó el encanto del dormitorio y
de la muchacha encogida «día y noche». A lo largo de la abrupta pendiente,
¡cuántos pollos colgados boca abajo, cuántas piernas de cordero al alcance de la
mano, gruesas salchichas, barriles de cerveza esmaltados y decorados con escenas
campestres, naranjas apiladas como antiguas balas de cañón, manzanas demasiado
maduras, plátanos demasiado verdes, endibias anémicas, racimos de dátiles,
narcisos, rosadas bragas «milanesas», enaguas— pantalón con incrustaciones que
semejaban crema chantillí, bolsitas para la fabricación casera de medicamentos
estomacales, medias de seda mercerizadas…! ¡Cuántos postizos —conocidos como
«chichis»—, corbatas vendidas de a tres, amas de casa informes, rubias en
chancletas, morenas con bigudíes, eperlanos nacarados, jóvenes carniceros rollizos
como ángeles…! Tal abundancia, que no había sufrido cambio alguno, me abría el
apetito y me devolvía enérgicamente a la realidad.
¡Lejos de mí esas Barberet! Esa mujer sin modales, llorona, abúlica, que
debía de haber excedido los límites de la paciencia marital… Acorralado entre una
irreprochable solterona temblorosa y una mujer celosa, ¡vaya vida para un hombre!
Así, mientras deambulaba por las tiendas, yo incriminaba a la señora Délia
Essendier, llamada Adèle… «Adèle… Tes belle…» Delante de una suntuosa tienda
de alimentación, yo canturreaba la tonta canción ya pasada de moda; admiraba las
naranjas entre el arroz revuelto y el café rezumante, las rojas manzanas y los
verdes guisantes. Así como en Niza uno desea comprar todo el mercado de las
flores, aquí habría comprado un lote de comestibles, desde las lechugas tempranas
hasta los paquetes azules de sémola. «Adèle… T'es belle…», canturreaba…
—En mi opinión —dijo bajo mis narices una muchacha del lugar, de mirada
insolente—, La viuda alegre es mucho más actual.
No repliqué nada porque esta rubia robusta, con su rizado semanal,
sólidamente plantada y azucarada con una espesa capa de polvo, era, después de
todo, el portavoz de la generación que estaba destinada a devorar a la mía.
Sin embargo, yo no era vieja y, sobre todo, no aparentaba mi verdadera
edad. Pero una vida íntima ensombrecida e incierta, una soledad que nada tenía
que ver con la paz, restaban vivacidad y amenidad a mi rostro. Nunca había
atraído tan poco a los hombres como en aquellos años cuya fecha exacta escondo
aquí. Sólo bastante después me tributaron de nuevo miradas verdaderamente
ardientes y ofensivas, y esa cordialidad de la concupiscencia que impulsa a un
admirador, llegado el momento de besarnos la mano, a propinarnos un delicado
pellizco en una nalga…
El lunes siguiente, una mañana bochornosa de marzo con un cielo azul
blanquecino, en un París polvoriento y sorprendido que extendía por las calles un
exceso de junquillos y anémonas, subí lentamente la pendiente de Montmartre. Los
vestíbulos de los edificios de apartamentos abiertos de par en par arrojaban ya su
aire fresco a la calle, con el olor carbónico de los braseros que se han dejado
extinguir. Llamé a la puerta de la señorita Rosita; no me abrió, y acogí con placer la
idea de que estaba ausente, ocupada en comprar unos pálidos escalopes o una
choucroute ya preparada… Para descargar mi conciencia, llamé una segunda vez.
Algo rozó con suavidad la puerta y el parqué crujió.
—¿Es usted, Eugenio? —preguntó la voz de la señorita Barberet.
Hablaba casi en susurros, y alcancé a oír su respiración junto a la cerradura.
Como si quisiera disculparme, grité:
—¡Soy yo, señorita Rosita! Traigo unas hojas manuscritas…
La señorita Barberet emitió un débil «¡ah!» pero no abrió la puerta. Cambió
de voz y adquirió un tono afectado:
—¡Oh, señora! No sé dónde tengo la cabeza… Enseguida estoy con usted…
Un pestillo se deslizó y la puerta se entreabrió.
—Tenga mucho cuidado, señora, podría tropezar… Mi hermana está
tendida en el suelo.
No habría empleado más cortesía y moderación si hubiera dicho: «Mi
hermana ha ido al correo». En efecto, tropecé con un cuerpo cuya horizontalidad,
las puntas de los pies alzadas hacia el cielo, el pálido borrón de las manos y el
rostro me sumergieron en un estado de pusilanimidad por el que siento aversión.
Apartándome del cuerpo, pregunté, para aparentar que ofrecía ayuda:
—¿Qué tiene? ¿Desea que llame a alguien?
Entonces advertí que la señorita Rosita, tan sensible, no parecía muy
turbada.
—Es un malestar…, una especie de aturdimiento sin gravedad. Basta con
traer el frasco de sales y una servilleta húmeda.
Salió deprisa. Me di cuenta de que ella no había alcanzado a encender la
luz, y encontré sin dificultades la llave a la derecha de la puerta. Una lámpara de
techo en forma de plato y bordes acanalados iluminó pobremente la antecámara.
Me incliné sobre la muchacha acostada, que yacía con mucha corrección, con la
falda extendida hasta los tobillos. Tenía uno de sus brazos plegado, con la mano a
la altura de la oreja y la palma hacia afuera, de tal modo que parecía en posición de
imponer atención, y su cabeza estaba ligeramente vuelta hacia el hombro. Una
muchacha muy bonita, en verdad, refugiada en un desvanecimiento enojoso. Oí
que la señorita Barberet, en el dormitorio, abría y cerraba un cajón, golpeaba la
puerta de un armario…
Los segundos me parecieron muy largos, mientras observaba el paragüero,
la mesa de caña; en especial, una cortina con dibujos argelinos despertó en mí la
añoranza de un tapiz con follajes, bastante bonito, que en otras épocas pendía en
ese mismo sitio. Cuando bajé los ojos hacia la muchacha inmóvil, advertí que, por
una delgada rendija entre sus párpados, me estaba espiando. Me sentí, no sé bien
por qué, desagradablemente sorprendida, como si se tratara de un engaño. Me
incliné sobre la falsa desvanecida y le apliqué el remedio que se recomienda para
los desmayos, es decir, una severa bofetada. La recibió con un ofendido gruñido y
se sentó de un salto.
—¡Vaya! ¿Ya está mejor? —exclamó Rosita, que traía una servilleta húmeda
y una botella de vinagre para ensalada.
—Como ves, la señora me ha golpeado en las manos —dijo Délia con
frialdad—. ¿Cómo no pensaste en ello? Ayúdame a ponerme en pie, por favor.
Me sentí obligada a ofrecerle mi brazo. De ese modo, sosteniéndola, penetré
en el dormitorio de donde ella prácticamente me había echado.
En la habitación resonaban los ruidos de la calle, que penetraban por la
ventana abierta. Con fidelidad, reconocí en ellos el contraste entre los alegres
sonidos y una luz triste. Y conduje a la joven simuladora hasta el sofá cama.
—Rosita, ¿tendrías la gentileza de traerme un vaso de agua?
Comenzaba a comprender que las dos hermanas se trataban de un modo
áspero. Mientras las pasitos de Rosita se alejaban hacia la cocina, me dispuse a
dejar la cabecera de su hermana menor. Pero, con un movimiento imprevisto, Délia
me cogió la mano, me atrajo hacia ella y anudó sus brazos en torno a mis rodillas,
contra las que apoyó con suavidad su cabeza.
Es necesario recordar que en aquella época de mi vida yo no tenía aún hijos,
y que la amistad, a mi alrededor, tomaba una apariencia de pudor, de camaradería
brusca y de insensibilidad. Hay que tener también en cuenta que, durante muchos
meses, ese gran pan reconstituyente que son los besos, los abrazos fuertes, el fresco
contacto con la infancia y la juventud, se había mantenido apartado de mí, era un
bien lejano y perdido. De tal modo, la súbita efusión de una muchacha
desconocida, el murmullo de sollozos y el repentino abrazo me aturdieron. El
regreso de Rosita me encontró en la misma postura, y los exigentes brazos se
aflojaron.
—He dejado correr el agua del grifo unos minutos —explicó la hermana
mayor—. Señora, no sé cómo pedirle disculpas.
De pronto sentí rencor hacia la señorita Barberet por ese aire de solicitud
mundana, por los dos tirabuzones que bailaban sobre su hombro derecho y su leve
jadeo.
—Mañana por la mañana tengo que comprar unos retales en el mercado de
Saint-Pierre —interrumpí—. Podría venir a buscar las copias y usted podría darme
noticias de… esta joven… No, quédese aquí. Conozco el camino.
¿Qué se agita en la espesura? No, no es un conejo. Ni una culebra. Ni un
pájaro, que se desplaza con pasos más menudos. Sólo el lagarto es tan ágil, tan
apto para cubrir con rapidez un largo trayecto, y tan imprudente… Es un lagarto.
Esa gran mariposa que vuela a lo lejos —siempre he tenido mala vista—, ¿dice
usted que es una Machaon? No, es una Flambé. ¿Por qué? Porque esta que estamos
viendo planea admirablemente, como sólo la Flambé puede hacerlo, mientras que
la Machaon tiene un vuelo batiente. «Mi marido, un hombre tan tranquilo…», me
decía una amiga. ¿Tan tranquilo? No veía que él se pasaba todo el día chupándose
la lengua. Creía que masticaba chicle, sin advertir la diferencia entre el mascado de
la goma y la succión nerviosa de la lengua. Por mi parte, yo creía que este hombre
tenía problemas, o que la presencia de su mujer lo exasperaba…
Desde que había conocido a Délia Essendier, había llegado a «repasar» las
lecciones que me brindaban mi instinto, los animales, los niños, la naturaleza y mis
inquietantes semejantes. Me parecía que más que nunca tenía necesidad de saber
por mí misma, y sin discutirlo con nadie, que a la dama con la que me cruzo le
aprieta el zapato izquierdo; que mi interlocutor aparenta beberse mis palabras y no
me escucha; que tal mujer que se engaña diciendo que no ama a ese hombre, no
puede evitar seguirlo magnetizada en cuanto él aparece, pero siempre volviéndole
la espalda. Un perro que tiene malas intenciones cojea a veces por nerviosismo…
Los niños y los seres que conservan dentro de sí algún rasgo ingenuo de la
infancia son casi indescifrables, lo reconozco. No obstante, en el rostro del niño hay
un único punto revelador, inestable, un espacio comprendido entre las fosas
nasales, los ojos y el labio superior, donde afloran las ondas de un delito interior.
Es algo fugaz, fulminante. Sea cual fuere la edad del niño, este mínimo destello de
culpabilidad convierte al niño en un adulto destruido. He visto cómo una mentira
grave, en una niña, deformaba sus fosas nasales y convertía su labio superior en un
labio leporino…
—Dígame, Délia…
…pero en los rasgos de Délia nada era explícito. Se refugiaba en una sonrisa
—ante mí— o en el mal humor dedicado a su hermana mayor, o bien se sepultaba
en una oscura espera, en la que se instalaba como en el portillo de una torre de
vigilancia. Sobre su sofá cama, cubierto con una tela verde estampada con
capuchinas azules —último coletazo de la moda de los estampados liberty—, se
recostaba a medias, apretaba contra sí un abultado cojín, apoyaba en él el mentón y
casi no se movía. Quizá se daba cuenta de que su postura beneficiaba su belleza, a
menudo un tanto áspera.
—Pero dígame, Délia, cuando se casó, ¿no tuvo el presentimiento de que…?
Instalada como estaba, con la falda estirada hasta los tobillos, parecía más
bien meditar que esperar. Puesto que la meditación profunda no se preocupa por
ser expresiva, Délia Essendier, incluso cuando hablaba, no volvía los ojos hacia mí.
Prefería mirar la ventana entreabierta, reserva de aire, fuente de sonidos, vivero
verdeado por sus cortinas verdes y azules. O bien clavaba los ojos en las pantuflas
con que calzaba sus pies. Yo también, antaño, compraba esas pequeñas pantuflas
que imitan el brocado de seda, sin tacones, con un peludo pompón sobre el
empeine. En aquella época costaban trece francos con setenta y cinco, y su tejido de
mala calidad se ajaba con rapidez. La joven reclusa voluntaria que tenía frente a mí
no se preocupaba por los zapatos. Para ser una reclusa, sólo lo era a medias, ya que
salía por las mañanas, compraba sus provisiones de ardilla, pan fresco, nueces,
huevos y manzanas: los escasos alimentos que bastaban para saciar el apetito de las
dos hermanas.
—No me ha contado, Délia…
No. No me había contado nada. Su rápida ojeada me castigaba por
imaginar, por carecer de memoria. ¿Qué hacía yo allí, en un lugar que debería
haber estado prohibido para mí, junto a una mujer lo bastante joven como para que
nada señalara su condición de esposa, y que no manifestaba poseer virtudes, ni
nobleza, ni siquiera la inteligencia de un animal despierto y afectuoso? Se trataba,
insisto, de un período de mi vida en el cual la maternidad y el amor dichoso no me
habían proporcionado aún sus maravillosos lugares comunes.
En ese entonces me habrían podido reprochar las compañías que elegía —
quienes lo intentaron fueron muy mal acogidos por mí— y mis amigos se habrían
asombrado al encontrarme, por ejemplo, recorriendo la avenida del Bois junto a un
palafrenero arrugado que llevaba y traía los caballos alquilados por una escuela de
equitación. Era un viejo jockey desgraciado, venido a menos, que tenía el aspecto de
un guante viejo. Pero sabía muchas cosas sobre los temas hípico y canino,
enfermedades, curas, brebajes de fuego capaces de devolver la vida o de quitarla, y
yo amaba su sustanciosa conversación, pese a que me enseñó demasiado sobre los
artificios comerciales que se emplean para vender los animales.
Yo no habría precisado saber, digamos, que untan con cerumen las orejas de
un french bull cuando tiene los pabellones algo fláccidos… El resto de su ciencia era
cautivadora. Con una riqueza esencialmente más reducida, Marie Mallier tenía
mucho encanto. Si alguna persona de las que me rodeaban se hubiera mostrado
quisquillosa con respecto a los actos y los gestos que Marie Mallier llamaba de un
modo genérico «cantar opereta en una gira», yo no lo habría tolerado. Sometida a
aprobaciones efímeras, Marie Mallier tuvo predilección, entre todos los pecados,
por coser y planchar, un deleite que brindaba escasos frutos. Pues la sal de una
ocupación, considerada inocente por la mayoría, puede tener más encanto que
muchos otros actos condenables.
«Hacer un remiendo sin que se formen pliegues en las esquinas —decía
Marie Mallier—, y que las pequeñas uniones de los hilos por el revés queden bien
destacadas, me produce el mismo efecto que partir un limón.» Nuestros pecados
no obedecen tanto a una disposición como a una predilección. Socorrer con
entusiasmo a una persona desconocida, depositar en ella esperanzas que
desalentarían la sensatez y la amistad de nuestros iguales, adoptar violentamente a
un niño que no es nuestro, arruinarnos, con gran obstinación, por un hombre al
que probablemente odiamos, son todas extrañas manifestaciones de una lucha
contra nosotros mismos, que tanto recibe el nombre de desprendimiento como de
espíritu de contradicción. En la proximidad de Délia Essendier, me volvía
vulnerable, inclinada a las ofrendas vanidosas, como una interna de escuela que
vende sus libros para adquirir un rosario, una cinta, una sortija, y los desliza
temblorosa en el pupitre de su compañera predilecta.
Sin embargo, yo no amaba a Délia Essendier, y la compañera predilecta que
buscaba ¿no era acaso mi propio yo de otras épocas, su forma triste adherida, como
un pétalo entre dos hojas, a los muros de un aposento levemente maldito?
—Délia, ¿no tiene por aquí una fotografía de su marido?
Desde el día en que sus brazos habían apretado mis rodillas, ningún otro
reclamo silencioso había surgido de Délia, salvo, cuando yo me ponía en pie, un
gesto para retenerme por la mano, el gesto de una muchacha torpe que no ha
aprendido a coger, a ofrecer con franqueza la palma; sólo tiraba un poco de mis
dedos y los soltaba enseguida, como disgustada, para volverse luego hacia la
ventana casi siempre abierta. La primavera había llegado, rauda, atravesada por
suaves chaparrones. Siguiendo la sugerencia de su mirada, yo me dirigía hacia la
ventana y miraba a los transeúntes, o más bien a sus cabezas cubiertas, pues todos
llevaban sombrero en esa época. Cuando, abajo, el portal engullía a un hombre que
caminaba a grandes trancos, vestido con un abrigo azul, yo contaba a mi pesar los
segundos y calculaba el tiempo que un visitante apresurado habría necesitado para
atravesar el vestíbulo, subir hasta el piso y llamar a la puerta. Pero nadie llamaba,
y mi respiración recuperó su ritmo normal…
—¿Le escribe su marido, Délia?
Sintiéndose herida, la reservada joven, a quien yo interrogaba sin
miramientos, contestara o no a mis preguntas, me miró de arriba abajo con aire
ofendido. Pero ya no me preocupaban sus actitudes desdeñosas, de modo que
repetí:
—Sí, le pregunto si su marido le escribe alguna vez.
Mi pregunta sobresaltó a Rosita, que en ese momento atravesaba la
habitación. Se detuvo súbitamente, como a la espera de la respuesta de su
hermana.
—No —dijo por fin Délia—. No me escribe, y hace bien. No tenemos nada
que decirnos.
Ante esto, Rosita abrió, azorada, la boca y los ojos. Luego continuó su
camino con paso ligero y, a punto ya de desaparecer, levantó las dos manos hasta
la altura de las orejas. Este gesto de indignación reavivó mi curiosidad, que a veces
se apaciguaba. También debo confesar que, devuelta a mi pasado desagradable y
atrayente, encontraba chocante que Délia —Délia y no yo— estuviera echada en el
sofá cama, entreteniéndose en quitarse y volverse a poner sus pequeñas pantuflas,
mientras que yo, fatigada de un asiento incómodo, me levantaba para ir y venir
por la habitación, empujar la mesa más cerca de la ventana con fingida negligencia,
medir el espacio antaño ocupado por un oscuro armario…
—Délia, ¿fue usted quien eligió este empapelado?
—Desde luego que no. Yo hubiera preferido un papel floreado, como el del
living-room.
—¿Qué living-room?
—La habitación grande.
—¡Ah, ésa! No es un living-room, puesto que ustedes no viven en ella. Yo
diría más bien el estudio, ya que su hermana trabaja allí.
Como los días ya eran más largos, yo distinguía el color de los ojos de Délia
—alrededor de sus dilatadas pupilas se extendía un anillo de un gris verdoso
oscuro— y la blancura de su tez, similar al color de piel de los meridionales, que
ostentan una palidez sin matices desde la frente hasta los pies. Me lanzó una
mirada de obstinada desconfianza.
—Mi hermana puede perfectamente trabajar en un living-room, si eso le
place.
—Lo esencial es que ella trabaja, ¿no es así? —repliqué con vivacidad.
De un puntapié, lanzó a lo lejos una de sus pantuflas.
—Yo también trabajo —dijo con voz tensa—. Lo que sucede es que no se ve.
Me fatigo, ¡oh!, me fatigo… aquí… aquí…
Tocaba su frente, se apretaba las sienes. Con cierto desprecio, observé sus
manos de perezosa, sus dedos delicados, con las puntas afiladas y curvadas hacia
arriba, sus palmas carnosas. Me encogí de hombros.
—¡Vaya trabajo, una idea fija! Debería usted sentir vergüenza, Délia.
Ella se dejaba arrastrar con facilidad por cóleras de adolescente sin
educación ni voluntad.
—¡Pensar no es lo único que hago! —gritó—. ¡Yo…, yo trabajo a mi modo!
¡En mi cabeza!
—¿Está preparando una novela?
Yo había hablado en son de burla, pero Délia no se percató de nada y,
halagada, se apaciguó.
—¡Oh! En realidad, no… Algo parecido, pero mejor.
—¿Qué es eso que dice que es mejor que una novela, hija mía?
Pues yo me permitía llamarla así cuando ella parecía precipitarse en una
suerte de infantilismo brutal, de irresponsabilidad. Ella titubeaba siempre ante este
apelativo, y me gratificaba con una ojeada brillante e inquieta, con un sobresalto
involuntario.
—¡Ah! No puedo contarlo —dijo, con tono de suficiencia.
Volvió a dedicarse a pescar cerezas de un cucurucho de periódico. Cogía los
huesos y apuntaba hacia la ventana abierta. Rosita atravesó la habitación, atareada,
y reprendió a su hermana sin detenerse:
—Délia, no deberías tirar los huesos a la calle…
¿Qué hacía yo allí, en ese desierto? Un día, llevé unas cerezas más sabrosas.
Otro día en que le había llevado a Rosita un manuscrito lleno de correcciones, le
dije:
—Espere… ¿No podría rehacer esta página en… en la esquina de una mesa,
no importa dónde? Allí, mire, ahí estará bien. Sí, sí, tengo suficiente luz. Sí, tengo
mi pluma…
Apoyada sobre un velador mal asegurado, recibía desde la izquierda la luz
de la única ventana, y desde la derecha la atención de Délia. Para mi sorpresa, se
puso a trabajar. Recamaba con gran delicadeza bolsos y galones por los que la
moda de esa época se apasionaba.
—¡Qué hermosa habilidad, Délia!
—No es una habilidad, es un oficio —dijo Délia con tono disgustado.
Pero no le desagradaba, según creo, entregarse ante mis ojos a una
ocupación tan grata como un esparcimiento. Las agujas finas como cabellos de
acero, las perlas de granos multicolores, el cañamazo, los manipulaba con la
destreza de un ciego, siempre recostada a medias en un extremo del sofá cama. De
la habitación vecina llegaba el lenguaje cortado de la máquina de escribir, el
rezongo de su pequeño rodillo, en cada línea, y su campanilla cristalina. ¿Qué
hacía yo en ese desierto? No era un desierto. Yo abandonaba, en casa, tres
habitaciones estrechas y cerradas, mis libros, el perfume que me gustaba esparcir,
mi lámpara… Pero no se vive de una lámpara, de un perfume, de páginas leídas y
releídas. Tenía además amigos, camaradas: Annie de Péne, la mejor de las mejores.
Así como el más preciado aguardiente no calma el hambre feroz de una gruesa
salchicha, la amistad probada y delicada no nos despoja del gusto por lo nuevo y
dudoso.
En casa de Rosita, en casa de Délia, estaba asegurada contra el riego de
hacer confidencias. Mi pasado escondido subía conmigo las escaleras conocidas, se
sentaba en secreto junto a Délia, colocaba en su lugar, según el antiguo orden, los
muebles emigrados, reanimaba los colores de la «luna de lluvia» y afilaba una vieja
arma que había servido contra mí.
—¿Es un oficio que usted ha elegido, Délia?
—No exactamente. Lo recuperé este año, en enero, porque me permite
trabajar en casa.
Abrió sus finas tijeras.
—Me hace bien tocar cosas puntiagudas.
Una especie de gravedad de joven loca sentaba bien a Délia; no creí que
fuera oportuno animarla con algo más que una mirada inquisitiva.
—Cosas puntiagudas —repitió—: tijeras, agujas, alfileres… Me hacen bien.
—¿Quiere que le presente un tragasables, un lanzador de cuchillos y un
puerco espín?
Se dignó reír y, al oír su risa melodiosa, lamenté que no fuera feliz más a
menudo. Una poderosa voz femenina, en la calle, entonó el grito de las verduleras.
—¡Oh! Es el carro de las cerezas —murmuró Délia.
Sin perder el tiempo en ponerme mi sombrero de fieltro, bajé, con la cabeza
descubierta, y compré un kilo de cerezas claras. Al correr para evitar un coche,
tropecé con un hombre parado delante de mi puerta.
—Un poco más, señora, y sus cerezas…
Sonreí a ese transeúnte tan típicamente parisiense, con el rostro vivaz,
algunas hebras blancas en sus negros cabellos y hermosos ojos fatigados de
grabador o linotipista. Encendía un cigarrillo sin despegar la mirada de la ventana
del entresuelo. La cerilla encendida le quemó los dedos; la dejó caer y se volvió.
Un grito de placer —el primero que yo oía surgir de los labios de Délia—
me recibió al entrar, y la joven mujer apoyó el dorso de mi mano contra su mejilla.
Sintiéndome inexplicablemente recompensada, yo la miraba comer las cerezas,
depositar los rabos y los huesos en la cubierta de una caja de alfileres. Su expresión
de egoísmo y de glotonería satisfecha no la despojaba del encanto que nos hace
sentir atraídos por los niños violentos, refugiados en sus pasiones y que no se
preocupan por agradar.
—¿Sabe, Délia? Abajo, en la acera…
Dejó de comer, con una gruesa cereza hinchándole la mejilla.
—¿Qué pasó abajo, en la acera?
—Hay un hombre que mira su ventana. Un hombre muy atento, ya lo creo.
Se tragó la cereza y escupió precipitadamente el hueso.
—¿Cómo es?
—Moreno, un rostro… agradable, algunas canas en sus cabellos negros.
Tiene la punta de los dedos amarillenta, como de un hombre que fuma mucho.
Con un movimiento brusco Délia recogió bajo el cuerpo sus pies descalzos y
esparció por el suelo los ligeros instrumentos de su trabajo.
—¿Qué día es hoy? Viernes, ¿no es así? Sí, viernes.
—¿Es su enamorado del viernes? ¿Tiene uno para cada día de la semana?
Me lanzó la ultrajante mirada que los adolescentes reservan a quienes los
tratan como a «bebés grandes».
—No puedo esconderle nada.
Se levantó para recoger sus enseres de bordado, agitó contra la luz un
delicado y antiguo bolsito que estaba copiando, y advertí que sus manos
temblaban. Se volvió hacia mí con una gentileza forzada:
—Es agradable mi enamorado del viernes ¿no es verdad? ¿Le gusta?
—Me gusta, pero no parece tener buena cara. Debería cuidarlo.
—¡Oh! Lo cuido, no se preocupe por él…
Comenzó a reír de un modo alocado, hasta que la sacudió un acceso de tos.
Cuando cesó de toser y reír, se apoyó contra un mueble como si la hubiera
invadido el vértigo, trastabilló y se sentó.
—Es la fatiga —murmuró.
Sus negros cabellos, sueltos, no descendían más allá de sus hombros.
Recogidos, descubrían sus orejas, y este peinado desordenado de niña acentuaba la
regularidad del perfil, su carácter infantil e inexorable.
«Es la fatiga.» Pero ¿qué fatiga? ¿Una vida poco saludable? No menos
saludable que la mía, tan saludable como la de cualquier mujer o muchacha que
vive en París. Unos días antes, Délia se había tocado la frente, se había oprimido
las sienes: «Es de aquí que me fatigo… y de aquí…». La idea fija, sí, el ausente, el
Essendier infiel. En vano yo había contemplado aquella belleza perfecta —
analizándolo bien, no había un solo defecto en el rostro de Délia— para buscar la
expresión del dolor, es decir, del amor.
Ella permanecía sentada, algo jadeante, con sus afiladas tijeras apoyadas
sobre su vestido negro, en el extremo de una cadena de acero. Mi atención no la
molestaba, pero después de unos instantes volvió a ponerse de pie, como alguien
que reemprende su carrera mientras se reprocha haberse retrasado. La luz y los
ruidos de la calle, al cambiar, me anunciaron el fin de la tarde, y me dispuse a
marcharme. Detrás de mí, irreprochablemente delgada y con un rubio apagado, se
mantenía de pie la señorita Rosita. Desde hacía un tiempo yo había perdido el
hábito de mirarla; me pareció vieja. Asimismo me pareció que, a través de la
puerta grande abierta, debía de habernos escuchado bromear sobre el enamorado
del viernes. En el mismo instante caí en la cuenta de que, mientras frecuentaba a
las hermanas Barberet, había dejado a un lado sin motivo a la mayor, salvo las
breves relaciones que manteníamos por su profesión y las expresiones de cortesía,
las consideraciones meteorológicas, los comentarios sobre la carestía de la vida y el
cine. Pues jamás la señorita Rosita se habría permitido una pregunta tocante a mi
vida personal, a mi evidente libertad de mujer sola. Pero ¿cuántos días hacía que
yo no le había testimoniado algún tipo de interés a la señorita Rosita? Me sentí
incómoda por ello y, como Délia se dirigía al lavabo, decidí ser «amable» con la
señorita Rosita. Una trabajadora ejemplar, llena de virtudes y de distinción natural,
que mecanografiaba el manuscrito de Vandérem, las novelas por entregas de
Arthur Bernède y mis páginas cubiertas de correcciones, merecía ciertas
consideraciones.
Con las manos juntas palma contra palma, sus dos pequeños tirabuzones
sobre el hombro derecho, ella esperaba pacientemente que yo me fuera. Al
acercarme, vi que no me prestaba ninguna atención. Lo que miraba era la espalda
de Délia, que salía. Endurecidos, sus ojos de un azul pálido no se separaban de la
figura pequeña, algo española, de su hermana y de los negros cabellos que
arreglaba con gesto distraído. Y, al igual que interpretamos como adivinación
nuestros sustos y estremecimientos, pensé, mientras descendía por la colina de
París, coloreada de rosa por sus altas casas: «En el interior de esta Rosita, limitada
y poco brillante, debo buscar la explicación de un pequeño enigma, empollado bajo
el colchón de un diván de una habitación con una única ventana donde una joven
mujer pretende, absorbida por su obstinación y su temperamento celoso, revivir un
momento de mi propia vida. Quizá la testaruda joven sabe poco del pequeño
enigma. Y aunque supiera más, jamás me diría nada. Su misterio, o su aparente
misterio, es un don gratuito que ha recibido de la naturaleza, así como habría
podido recibir un mechón rubio entre sus cabellos negros, una marca en la
mejilla…».
Sin embargo, seguí recorriendo las aceras, donde la presencia de las
porteras en sus sillas, los juegos de los niños y las trayectorias de los balones
obligaban al transeúnte, a partir de junio, a una especie de contradanza, dos pasos
adelante, dos pasos atrás, apártese y regrese. El olor de los fregaderos obstruidos,
en junio, se adueña de los hermosos crepúsculos rosados. Por contraste, yo amaba
mi barrio del oeste y su sonoridad de corredor vacío. Una sorpresa me esperaba
allí, en forma de telegrama: Sido, mi madre, llegaba al día siguiente a París para
quedarse tres días. Después de éste, sólo hizo un último viaje desde su pequeña
comarca.
Mientras ella estuvo allí, no me ocupé de las señoritas Barberet. No es su
estancia lo que me interesa relatar. Pero su exigente presencia devolvía mi vida a la
dignidad, a la solicitud. Delante de ella debía fingir una juventud similar a la suya,
seguirla en sus impulsos. Quedé horrorizada al verla tan pequeña, adelgazada,
febril en su alegría cautivante y casi como acosada. Pero todavía distaba mucho de
dar crédito a la idea de que ella pudiera morir. ¿Acaso no emprendía, en un solo
día, la tarea de ir a comprar semillas de pensamiento, de asistir a una ópera bufa,
de ver una colección legada al Louvre? ¿No llegaba acaso cargada con tres potes de
grosella aromatizada con frambuesa, con los primeros capullos de rosas envueltos
en un pañuelo húmedo; no había cosido para mí, en un cuadrado de cartón, los
granos barométricos de la avena silvestre?
Como siempre, se abstuvo de hacerme preguntas sobre mis más íntimas
preocupaciones. La parte amorosa de mi vida le inspiraba, según creo, una grande
y maternal repugnancia. Pero yo tenía que vigilar mis palabras, mi rostro;
desconfiar de su mirada, capaz de leer a través de la carne que ella había creado.
Le agradaba escuchar noticias de mis amigos y amigas, de mis camaradas más
recientes. Omití sin embargo contarle la historia Barberet.
Sentada a la mesa delante de mí, apartaba el plato sin terminarlo y me
interrogaba más sobre lo que yo deseaba escribir que sobre lo que había escrito.
Nunca he soportado otra crítica semejante a la de Sido, pues, aunque creía en mi
vocación de escritora, dudaba de mi carrera. «No olvides que sólo tienes un don —
decía—. Pero ¿qué es un don? Un don nunca le ha bastado a nadie.»
Se embriagaba con el aire parisiense como una jovencita de provincias, y se
agotaba. La devolví a su tren, con la inquietud de dejarla sola y la satisfacción de
saber que, algunas horas más tarde, llegaría a su pequeña morada sin comodidades
y sin peligros.
Después de su partida, nada me parecía digno de ser intentado. La sana
melancolía, el orgullo, los méritos que ella depositaba en mí… Había vivido tanto
tiempo lejos de ella que se habían vuelto efímeros. No obstante, una vez que se
hubo ido, volví a mi sitio en el hueco profundo de mi ventana, encendí
nuevamente mi lámpara diurna con su verde pantalla; pero estaba impelida por la
necesidad, más que por el amor a una obra bien hecha. Y trabajé hasta que llegó el
momento de subir, en metro, la cuesta que me agradaba bajar a pie.
La señorita Rosita vino a abrirme. Por fortuna, lanzó un pequeño «¡ah!» al
verme, lo que detuvo en mis labios una similar exclamación de sorpresa. En menos
de quince días, la madura señorita se había convertido en una solterona. Un
pequeño moño de asistenta reemplazaba el lazo y los dos tirabuzones; llevaba un
delantal anudado en la cintura. Tocó maquinalmente su hombro derecho y
balbuceó:
—Me encuentra desarreglada… He tenido unos días muy agitados…
Apreté su mano enjuta y delicada, que se fundió en la mía. Un perfume
bastante vulgar, mezclado con el olor que se desprendía de una sartén donde se
calentaba aceite de fritura, me devolvió el recuerdo del pequeño apartamento y de
la hermana menor.
—¿Se encuentra bien? ¿Y su hermana?
Hizo un movimiento con los hombros carente de un sentido preciso.
Agregué, con un involuntario orgullo:
—¿Sabe? Tuve a mi madre en casa por unos días… ¿Y qué se ha hecho de
Délia? ¿Sigue tan trabajadora? ¿Puedo saludarla?
La señorita Rosita bajó la cabeza como hacen los carneros cuando reúnen
coraje para luchar:
—No, no puede. Es decir, puede, pero no veo para qué querría saludar a
una criminal.
—¿Cómo?
—A una criminal. Yo tengo que quedarme aquí. Pero a usted, ¿qué puede
interesarle una criminal?
Incluso su cortesía había cambiado. La señorita Rosita continuaba siendo
cortés, pero pronunciaba con profunda indiferencia unas palabras que podían
interpretarse como monstruosas. Ni siquiera reconocí su minúsculo cuello blanco,
reemplazado por un ordinario bordado hecho a máquina de color azul celeste.
—Pero, señorita Rosita, yo no podía imaginar… Le traía…
—Muy bien —dijo con prontitud—. ¿Quiere pasar por aquí?
Penetré en la amplia habitación, mientras la señorita Rosita obstruía con
destreza el acceso al dormitorio de Délia. Desplegué mi manuscrito bajo la
insoportable luz de las ventanas sin cortinas, di indicaciones como si se tratara de
una extraña. Como una extraña, Rosita escuchaba, decía: «Muy bien… Perfecto…
En negro y en violeta… Estará listo para el viernes». Los frecuentes e inútiles
«Señora… Sí, señora… ¡Oh, señora…!» habían desaparecido de sus réplicas.
También de su conversación había suprimido los bucles…
Como en las épocas del despertar de mi curiosidad, conservé en un
principio la paciencia; luego la perdí bruscamente y bajé apenas la voz para
preguntarle desde muy cerca a la señorita Barberet:
—¿A quién ha matado?
Sorprendida, la pobre mujer esbozó un gesto desesperado y se apoyó con
las dos manos en la mesa:
—¡Ah, señora! Aún no ha sucedido, pero él va a morir.
—¿Quién?
—Pues su marido, Eugenio…
—Su marido… ¿El que ella esperaba día y noche? Creía que él la había
abandonado…
—Abandonado es una forma precipitada de decirlo. No se llevaban bien,
pero no vaya a creer que era por culpa de él. Eugenio es un muchacho muy gentil.
Y nunca dejó de enviarle a mi hermana algo de lo que ganaba, ¿sabe? Pero a ella, a
ella se le metió en la cabeza que tenía que vengarse.
En la creciente perturbación que iba invadiendo a la señorita Barberet, creí
distinguir el desvarío con que un viejo veneno de amor cumplía su cometido… La
rivalidad trivial, peligrosa, entre la hermana bonita y la hermana desabrida. Un
mechón, escapado del descuidado rodete de Rosita, se convirtió ante mis ojos en el
símbolo de la vehemencia desatinada. La «luna de lluvia» brilló con sus siete
colores sobre la pared de mi antiguo refugio, librada a unas enemigas que estaban
a punto de acusarse, de batirse…
—Señorita Rosita, por favor… ¿No exagera usted un poco? Es una
acusación muy grave, dese cuenta…
Le hablaba sin brusquedad, pues temo a los locos capaces de causar daño, a
los que monologan en la calle sin vernos, a los borrachos violáceos que amenazan
al vacío y caminan en zigzag… Quise volver a coger mi manuscrito, pero el rollo
de papel, capturado por Rosita, le servía para recalcar sus frases. Hablaba con
violencia, sin elevar la voz:
—He dicho bien, señora, vengarse. Cuando se dio cuenta de que él ya no la
amaba, se dijo: «Ya verás, te tendré». Entonces le lanzó un maleficio.
Sus palabras fueron tan inesperadas que me regocijaron, lo que no pasó
inadvertido para Rosita.
—No se ría, señora. Verdaderamente parece que usted no sabe de qué se ríe.
Un objeto metálico cayó al suelo, del otro lado de la puerta, y Rosita se
estremeció.
—¡Vaya! Ahora, las tijeras… —dijo para sí misma.
Debió de leer en mi rostro algo así como el deseo de encontrarme lejos de
allí y quiso tranquilizarme:
—No tenga miedo. Ella sabe que usted está aquí; pero, si usted no entra en
su dormitorio, no vendrá.
—No tengo miedo —dije con acritud—. ¿Qué le dio al marido? ¿Una droga?
—Lo convocó. ¿Sabe lo que eso quiere decir, convocarlo?
—No…, es decir, tengo una idea, pero los detalles…, los detalles los ignoro.
—Convocar es hacer venir a una persona por la fuerza. Ese pobre
Eugenio…
—¡Espere! —exclamé en voz baja—. ¿Cómo es su cuñado? ¿No es un
hombre moreno, con algunas canas en sus cabellos negros? ¿Tiene bastante mala
cara, con el color de las personas que tienen una lesión cardíaca? ¿Sí? Entonces fue
a él a quien vi hace, digamos dos semanas.
—¿Dónde?
—Allí, abajo, miraba la ventana de mi…, la ventana del dormitorio de Délia;
parecía estar esperando. Incluso le advertí a Délia de que tenía un enamorado bajo
su ventana…
Rosita unió las manos:
—¡Oh, señora! ¡Y usted no me dijo nada! ¡Quince días!
Dejó caer los brazos a lo largo del delantal. Sus ojos claros mostraban un
reproche que carecía de sentido para mí. Me miraba sin verme, con las gafas en la
mano, con una mirada intensa y poco precisa.
—Señorita Rosita, ¿no estará diciendo que acusa a Délia de realizar
maleficios y brujerías?
—¡Claro que sí, señora! Lo que ella ha hecho se llama convocar, pero es lo
mismo.
—Escuche, Rosita, ya no estamos en la Edad Media… Reflexione un poco…
—¡Pero he reflexionado, señora; no hago otra cosa! Ella no es la única en
hacer lo que hace. Es algo corriente. Fíjese que no estoy diciendo que tengan éxito
todos los días… ¿Nunca había oído hablar de esto?
Hice un gesto de negación, y mi interlocutora se encogió ligeramente de
hombros, como si juzgara que mi educación había sido bastante insuficiente. En
alguna parte, un reloj anunció las doce del mediodía, y yo me puse de pie para
irme. Ensimismada, Rosita me siguió, en una actitud maquinal de cortesía. En el
vestíbulo sombrío, la luz de la lámpara del techo con forma de plato le esculpía los
rasgos de una dama anciana y delgada.
—Rosita —le dije—, si su hermana se extrañara de que yo no hubiera
pedido verla…
—No se extrañará —dijo, agitando la cabeza—. Está muy ocupada haciendo
daño.
Me miró con una ironía de la que no la creía capaz.
—Además, ya sabe, no es un buen momento para verla. No está muy bonita
en estos días. No sería muy justo que lo estuviera.
De pronto recordé las singulares palabras de Délia: «Me hace bien tocar
cosas puntiagudas, tijeras, alfileres…». Presa de un nefasto deseo de murmuración,
me incliné sobre la oreja de Rosita y se las repetí.
Ella me cogió con familiaridad del brazo y me arrastró afuera, hasta el
rellano.
—Le devolveré sus hojas mecanografiadas mañana por la tarde, a las seis y
media o siete. Váyase, ella va a pedirme el almuerzo.
El placer que yo había supuesto que gozaría cuando dejé a Rosita Barberet,
no lo experimenté. Sin embargo, al examinar la extravagancia, la ambición de esta
anécdota que intentaba emular a una crónica de sucesos, llegué a la conclusión de
que no le faltaba nada, salvo la naturalidad. Un defecto de inocencia estropeaba su
excitante color, su cariz de cháchara de comadres, drama de herboristería, receta
de filtro. A decir verdad, no me agrada lo pintoresco cuando está basado en un
sentimiento odioso. Ya en mi barrio, comparé la historia Barberet con la «historia
de la calle Truffaut», y esta última me pareció mucho más agradable, con su círculo
de bravas mujeres de Batignolles que, con las manos unidas sobre una mesa de
comedor, conversaban con el más allá, recibían noticias de sus hijos difuntos, de
sus maridos muertos; no indagaron mi nombre, pues había sido presentada por el
peluquero de la calle y hasta me dieron de paso el consejo de desconfiar de una
dama X… Sucedió que el consejo resultó excelente. Pero el principal atractivo de la
reunión residía en el lugar aislado de los ruidos, el tapete de la mesa ribeteado con
una orla que hacía juego con la de las cortinas, el espíritu de un joven marinero,
asistente asiduo, invisible y travieso, que volvía en días determinados y se
encerraba en el aparador para hacer tintinear tazas y platos. «¡Ah, ése…!»,
suspiraba con indulgencia la voluminosa dueña de la casa.
—Le consientes todo, mamá —le reprochaba su hija médium—. Pero sería
una lástima que rompiera la taza azul.
Al acabar la sesión, estas damas servían a la concurrencia un té descolorido
y tibio… ¡Qué paz, qué gentileza en casa de estas anfitrionas cuya sociabilidad sólo
dependía de un mundo extraterrestre! ¡Cuán agradable me resultaba también esa
curandera, la señorita Lévy, que se encargaba de curar las almas y los cuerpos y
pedía a cambio tan poco dinero! Hacía fricciones, imponía las manos, en el secreto
de las profundas porterías de las pálidas porteras, en los cuartuchos de artistas de
la calle Biot y en el café de la Fauvette. Bordaba bellos caracteres hebraicos en
pequeños saquitos para llevar colgados del cuello: «Puede estar tranquila sobre la
eficacia, está preparado con las manos de la inocencia». Y mostraba sus hermosas
manos, suavizadas por las pomadas y los ungüentos, para después agregar: «Si
esto no marcha mejor mañana, puedo encender en su nombre, cuando me vaya, un
cirio a Nuestra Señora de las Victorias. Yo me llevo bien con todo el mundo».
Ciertamente, yo no era, en el tema de las magias inocentes y populares, la
novicia que había simulado ser ante la señorita Barberet. Pero, con mis sibilas de
diez y veinte francos, sólo había querido divertirme, escuchar la íntima riqueza de
antiguos vocablos exclusivos, abandonar mis manos a manos tan extrañas, tan
pulidas por el contacto con otras manos humanas, que yo me beneficiaba a través
de ellas, en un momento, como si hubiera estado en contacto directo con la
muchedumbre, de un relato insignificante y locuaz, de un analgésico, en fin, de
todo aquello que se destina a los niños…
Por el contrario, estas Barberet enemigas… Un callejón sin salida
perturbado por malas intenciones, ¿en eso se había convertido el pequeño
apartamento donde antaño yo había sufrido sin amargura, bajo la vigilancia de mi
«luna de lluvia»? De este modo, yo reflexionaba sobre aquello que, dentro de lo
inexplicable, me había más o menos pertenecido merced a obtusos intermediarios,
criaturas disponibles cuyo vacío refleja fragmentos de destinos, mentirosas
modestas y vehementes visionarias. Ninguna me había hecho daño, ninguna me
había asustado. Pero estas dos hermanas tan diferentes…
Había almorzado tan poco que me alegré de ir a cenar a un modesto
albergue, de cuya dueña se decía: «Esa mujer gorda que cocina tan bien». Fue
extraño que no encontrara, bajo la suave luz de sus lámparas, a alguno de aquellos
a quienes llamamos «amigos» y que de vez en cuando, en efecto, son afectuosos.
Creo recordar que con el conde de Adelsward de Fersen coroné mi orgía —buey à
l’ancienne y sidra normanda— con dos horas de cine. Fersen, rubio, con un tostado
de color ladrillo, escribía versos y no se sentía atraído por las mujeres. Pero estaba
tan bien conformado para gustar a éstas que una exclamó al verlo: «¡Ah! ¡Qué
desperdicio de algo tan bueno!». Intolerante e instruido, tenía un carácter irascible,
y escondía tras sus frecuentes estallidos una timidez básica. Cuando salimos del
restaurante, Gustave Téry acababa de dar comienzo a su tardía cena. Pero el
fundador de L’Œuvre no me brindó más recibimiento que lanzarme una de sus
miradas de búfalo, como cada vez que estaba harto de polémicas y se sentía
acosado. Esférico, con paso ligero, entró como un cúmulo impulsado por el viento.
Si no me equivoco, esa noche yo reconocía de inmediato a las personas con las que
me cruzaba, pero éstas parecían tener una aptitud singular para desplazarse y
desaparecer. El último encuentro fue con una muchacha que acechaba a los
peatones desde un rincón de la acera, un centenar de pasos más adelante de donde
yo habitaba. No olvidé decirle unas palabras, así como al gato vagabundo que le
hacía compañía. Una luna amplia y cálida, una luna amarilla de junio, iluminaba
mi regreso. La mujer, de pie sobre su corta sombra, le hablaba al gato Mimine. Sólo
se interesaba por la meteorología, o al menos eso es lo que parecía a juzgar por sus
extrañas palabras. Desde hacía seis meses la veía con un informe abrigo y un
sombrero de alas caídas, con un pequeño penacho militar, que ocultaba la parte
superior de su rostro.
—El tiempo está templado —me dijo a guisa de saludo—. Pero no hay que
creer que esto vaya a durar: la niebla está suspendida a todo lo largo del río.
Cuando está formada por grandes bocanadas aisladas, como fogatas de hierba, es
señal de buen tiempo. Y usted, ¿caminando como siempre?
Le ofrecí uno de los cigarrillos que me había dado Fersen. Ella se mantuvo
fiel al barrio durante más tiempo que yo, con su sombra acurrucada a sus pies, esta
pastora sin ovejas que hablaba de fogatas de hierba y llamaba río al Sena. Confío
en que, desde hace mucho y para siempre, duerma sola, y sueñe con heniles, con
amaneceres que endurecen el rocío en escarcha, con brumas que se adhieren al
agua que fluye y se deslizan con ella…
El pequeño apartamento que por aquella época yo ocupaba provocaba la
envidia de mis ocasionales visitantes. Pero pronto supe que no lograría retenerme
por mucho tiempo. No era que sus tres habitaciones —digamos dos habitaciones y
media— fueran incómodas, pero ponían en evidencia los objetos impares que, en
otro entorno, habrían sido pares. No poseía más que uno de los dos hermosos
jarrones de porcelana transformados en lámpara. El segundo sillón Luis XV,
ausente, extendía en otra parte sus delgados brazos ofreciendo reposo a alguien
que no era yo. Mi biblioteca baja esperaba en vano, y la espera aún, la otra
biblioteca baja. Estas amputaciones mobiliarias sólo me incomodaban a mí, y
Rosita Barberet no pudo por menos que exclamar: «¡Oh, es un verdadero nido!»,
mientras unía sus manos enguantadas en un gesto de admiración. Un débil rayo de
luz —Honnorat no estaba aún libre de presiones, y las siete en el péndulo de
Carlos X señalaban con exactitud siete horas después del mediodía— llegaba hasta
mi escritorio, atravesaba una pequeña garrafa de vino de Lunel y rozaba al pasar
un ramito de esas rosas de junio que en junio, en París, se venden por docenas.
Me alegré de ver de nuevo a Rosita correcta, vestida de negro, con su
lencería blanca en el cuello. La moda de la época gustaba de las esclavinas cortas
cuyos faldones, cruzados por delante, se sujetaban detrás de la espalda. La señorita
Barberet sabía cómo llevar un sombrero de París, es decir, un sombrero muy
simple. Pero parecía haber repudiado definitivamente los dos pequeños
tirabuzones sobre el hombro. El ala de su sombrero descendía sobre el triste moño
en espiral, símbolo de todas las renuncias, que remataba su pobre nuca encanecida,
y resguardaba su rostro deteriorado por las preocupaciones. Mientras llenaba para
Rosita un vaso de vino de Lunel, sentí deseos de ofrecerle también carmín para los
labios, polvo, algún afeite reparador…
Comenzó por rechazar el vino de color topacio encendido y los bizcochos.
—No estoy acostumbrada, señora. Únicamente bebo agua con unas gotas de
vino y a veces un poco de cerveza.
—Sólo un trago. Es un vino para niños.
Bebió un trago, lanzó una exclamación, bebió otro más y otro mientras hacía
muecas, pues no había aprendido a ser sencilla salvo en su interior. Entretanto,
admiraba todo lo que su miopía no le permitía distinguir. Pronto tuvo una mejilla
roja y una mejilla pálida, y unas fibrillas de sangre en sus escleróticas alrededor del
azul reavivado de sus iris. Una mujer madura habría rejuvenecido, pero la señorita
Barberet no era más que una mujer todavía joven madura a destiempo.
—Es un brebaje mágico —dijo con su sonrisa entre comillas.
Como si retomara un parlamento de teatro, suspiró:
—¡Ah! Si ese pobre Eugenio…
Por sus palabras comprendí que no tenía mucho tiempo, y quise saber
cuánto.
—¿Su hermana ha salido? ¿No la espera?
—Le he dicho que le traería las copias y que pasaría también por casa del
señor Vandérem y del señor Lucien Muhlfeld para aprovechar la salida. Si tiene
prisa por cenar, tiene sopa de verduras que quedó de ayer, una alcachofa cocida y
compota de ruibarbo.
—Por otra parte, el restaurante que está a la derecha, bajando por su calle…
La señorita Barberet sacudió la cabeza.
—No. Ella no sale. Ya no sale nunca.
Sorbió una gota de vino del fondo de su vaso y luego cruzó con decisión los
brazos sobre mi escritorio, justo delante de mí. El declinante sol se detuvo un
momento sobre los rasgos de su cara, a medias caliente, a medias fría, y sobre un
broche de turquesa que cerraba su cuello. Quise acudir en su ayuda y evitarle los
preámbulos.
—Le confieso, Rosita, que ayer no comprendí bien lo que usted me contó…
—Ya me había dado cuenta —dijo con una ruidosa risita—. Primero creí
que se burlaba un poco de mí. Una persona tan instruida como usted… Para
decirlo en pocas palabras, mi hermana está a punto de hacer que muera su marido.
Por la memoria de mi madre, señora, que va a matarlo. Han pasado seis lunas y se
acerca la séptima, que es la luna fatal. El pobre desgraciado sabe que está
convocado; además, ya tuvo dos accidentes, de los que se recuperó por completo,
pero de todos modos es un handicap que lo coloca en un estado de menor
resistencia y que le hace más fácil la tarea a ella…
En el primer aliento habría sobrepasado las cien palabras, si su precipitación
y, sin duda, el calor del vino no le hubieran estrangulado un poco la voz.
Aproveché su acceso de tos:
—Señorita Rosita, una sola pregunta. ¿Por qué querría Délia hacer morir a
su marido?
Ella levantó las manos como si quisiera indicar que no se sentía responsable
y que era impotente.
—¡Ah! En cuanto a eso, ¡vaya uno a saber la verdadera razón! Son las
razones habituales entre un hombre y una mujer: tú ya no me quieres y yo aún te
quiero, y tú quieres mi muerte, y vuelve te lo suplico, y querría verte en el
infierno…
Lanzó un violento «¡ah!» e hizo una mueca.
—Si todas las parejas que no se entienden terminaran en homicidio, mi
pobre Rosita…
—¡Pues claro que lo hacen! —se irritó—. ¡No tienen reparos en hacerlo!
—No son más que unos pocos casos de la crónica de sucesos.
—Porque sucede en familia. Por lo general, no se detiene a nadie. Se habla
un poco en el barrio. ¡Vaya a buscar los vestigios! Las armas de fuego y los venenos
están pasados de moda. Mi hermana lo sabe muy bien. Y la confitera de abajo, ¿qué
hizo acaso con su marido? Y el lechero del 57, ¿no es bastante curioso que se haya
quedado dos veces viudo?
Su precioso vocabulario de vendedora distinguida se desmigajaba, y
adelantaba el mentón como una gárgola. De un manotazo, echó hacia atrás el
sombrero que le apretaba la frente. Me desagradó tanto como si se hubiera
sujetado la liga en el muslo sin excusarse. Descubrió una amplia frente que yo
nunca había observado en toda su extensión, con los costados biselados, por donde
yo imaginaba que debían de escaparse las confidencias, los secretos, peligrosos o
no. Sin embargo, no me atreví a encender enseguida la lámpara.
—Rosita —dije con seriedad—, ¿acostumbra usted decir… lo que acaba de
decirme… a cualquiera?
Clavó con franqueza su mirada en la mía.
—Se burla usted, señora. ¿Habría acudido tan lejos si hubiera tenido cerca a
alguien que mereciera mi confianza?
Le tendí la mano y ella la cogió. Sabía apretar la mano, con firmeza,
cálidamente, y sin prolongar el apretón.
—Si cree que Délia le causa daño a su marido, ¿por qué no intenta usted
compensar ese mal, puesto que le desea el bien, según creo, al menos, a Eugenio
Essendier?
Me miró desanimada.
—¡No puedo, señora! Sería necesario que hubiera habido amor entre
Eugenio y yo. ¡Y nunca lo hubo! ¡Nunca lo hubo, nunca!
Sacó de su bolso un pañuelo y lloró, cuidando de no mojar su pequeño
cuello almidonado. Creí haber comprendido todo. «Claro, claro, los celos…» De
inmediato, las acusaciones de Rosita —y ella misma— se me hicieron sospechosas,
y giré la llave de mi lámpara.
—¿No me estará despidiendo, señora? —preguntó con ansiedad.
—En absoluto, en absoluto —dije con poca firmeza.
La verdad es que me costaba soportar, bajo la potente luz de la lámpara, su
rostro con los ojos enrojecidos, su sombrero echado hacia atrás como el de una
mujer ebria. Pero Rosita apenas había comenzado a hablar.
—Eugenio nunca se habría interesado por mí —dijo con humildad—. Si se
hubiera interesado por mí, incluso una sola vez, estaría en condiciones de luchar
contra ella, ¿comprende?
—No, no comprendo. Como ve, tengo mucho que aprender. ¿Le atribuye
usted tanta importancia al hecho de haber…, de haber pertenecido a un hombre?
Cruzó los brazos sobre la mesa y tendió la cabeza hacia mí de un modo casi
provocador:
—¿Y usted? ¿No se lo atribuye?
Preferí reír.
—No, no, Rosita. Por desgracia, no soy tan frívola. Pero tampoco creo que
eso constituya un lazo, que quedemos marcadas…
—¡Bueno! Se equivoca, simplemente. La posesión le da el derecho de llamar,
de convocar, como se dice. ¿Usted nunca «llamó» a nadie?
—Sí —dije riendo—. Pero debía de ser sordo. No me respondió.
—Porque usted no llamó lo suficiente, por las buenas o por las malas. Mi
hermana sí que llama. Si usted la viera… Está irreconocible. Hace un buen trabajo,
puedo asegurarle.
Se quedó en silencio y, por unos instantes, dejó visiblemente de pensar en
mí.
—Pero a él, a Eugenio, ¿no puede advertirle?
—Le he advertido. Pero Eugenio es un escéptico. Me dijo que tenía bastante
con una chiflada, que la segunda chiflada le haría un favor dejándolo en paz. Tiene
bolsas bajo los ojos y está del color de la manteca. De cuando en cuando tose, pero
no del pecho; tose por palpitaciones del corazón. Me dijo: «Lo único que puedo
hacer por usted es prestarle Fantomas. Es exactamente lo que le interesa…». Lo que
prueba —añadió la señorita Barberet con una amarga sonrisa— que los hombres
más inteligentes pueden razonar como imbéciles. Confundir las historias
fantásticas con cosas tan verdaderas…, con manejos tan criminales…
—Pero, ¿de qué manejos habla? —prorrumpí.
La señorita Barberet desplegó sus gafas y se las puso, bien caladas en las
magulladuras oscuras que aquéllas habían marcado a cada lado de su transparente
nariz. Su mirada se fijó con precisión; recuperó su seguridad y una expresión
escrutadora.
—¿Sabe usted —murmuró— que nunca es demasiado tarde para llamar?
¿Comprende que se puede llamar por las buenas o por las malas?
—Lo sé porque usted me lo ha explicado.
Empujó mi lámpara un poco hacia un lado y se inclinó aún más hacia mí.
Estaba acalorada, y nada me resulta tan penoso como el olor humano, a menos que
lo encuentre —cosa bastante poco usual— embriagador. Para colmo, repetía en el
aliento el vino al que no estaba habituada. Quise ponerme de pie, pero ella ya
había comenzado a hablar.
Lo que no está escrito en ninguna parte, salvo por manos torpes en
cuadernos escolares, o en papel gris cuadriculado, delgado, plegado y cortado,
amarillento en los bordes y cosido con hilo de algodón rojo; lo que la bruja legó al
curandero, que el curandero vendió a la que padece obsesiones de amor y que la
obsesionada cedió a alguna otra mujer presa de una maldición; lo que la
credulidad y la memoria mancillada de una joven pura pueden recoger en los
antros que una insondable ciudad alberga entre una sala moderna de cine y un bar-
express; todo eso oí de labios de Rosita Barberet, transmitido a ella y alabado por
viudas victoriosas, esposas lúbricas, novias abandonadas y atentatorias: las
desenfrenadas fantasías de las mujeres solas…
—… Se dice un nombre, únicamente el nombre, cien veces, mil veces el
nombre de la persona… Por lejos que ésta esté, acaba por oírlo. Sin comer, sin
beber, todo el tiempo que se pueda soportar, se dice el nombre, ninguna otra cosa
más que el nombre. ¿Recuerda un día en que Délia se sintió mal? De pronto
sospeché… En nuestro barrio hay muchos que repiten el nombre…
Murmullos, una fe estúpida e incluso una costumbre del barrio… ¿Eran ésas
las fuerzas, los filtros que consiguen el amor, deciden sobre la vida y la muerte,
hacen mover a esa altiva montaña que es un corazón indiferente?
—Un día en que usted llamó y mi hermana estaba tendida en el suelo detrás
de la puerta…
—Sí, lo recuerdo. Usted me preguntó: «¿Es usted, Eugenio?».
—Ella me había dicho: «Rápido, rápido, él viene, lo siento, rápido, cuando
entre tiene que pasar sobre mí, ¡es muy importante!». Pero era usted.
—Era yo, simplemente.
—Se quedó acostada allí, aunque usted no lo crea, más de dos horas. Y un
poco después, volvió a lo de las puntas. Los cuchillos, las agujas de bordar… Es
algo muy conocido pero muy peligroso. Si no se posee fuerza suficiente, las puntas
pueden volverse en contra de uno. ¿Pero cree usted que a ésa le va a faltar fuerza?
Si yo llevara la vida que ella lleva, ya estaría muerta; yo no tengo ningún apoyo.
—¿Y ella sí lo tiene?
—Por supuesto. Siente odio. Eso la alimenta.
Esta Délia tan joven, hermosa con una hermosura un poco arrogante, con la
suave mejilla que apoyaba en mi mano… Era la misma que jugaba con veinte
pequeños rayos brillantes que ella deseaba que fueran mortales, y con sus agudas
puntas trazaba flores de perlas…
—… Pero no bordó más bolsos. Trabajaba con las agujas, les ensuciaba las
puntas…
—¿Cómo ha dicho?
—Digo que las ensuciaba sumergiéndolas en una mezcla.
Y Rosita Barberet se internó por el camino, sembrado de desperdicios, al
que son arrastrados los que practican una magia innoble. Lo recorrió sin pestañear,
sin omitir una sola palabra, pues la capacidad de sentir aversión no es una virtud
femenina. No permitió que yo ignorase de ningún modo a qué se sometía su
hermana —la misma que amaba las cerezas frescas— con la esperanza de causar
daño. Era muy joven, con uno de esos cuerpos un poco menudos que los brazos de
un hombre estrechan con facilidad y, bajo unos negros cabellos rizados, la palidez
que un amante anhela colorear de púrpura…
Felizmente, la narradora cambió de dirección, se puso a hablar sólo de la
muerte, y yo respiré. La muerte no es nauseabunda. Discurrió sobre la muerte
inminente de ese pobre Eugenio, que se parecía tanto a la muerte del marido de la
confitera… ¿Y el farmacéutico, que estaba todo negro cuando murió?
—… Tiene que reconocer, señora, que el hecho de que a un farmacéutico le
ajuste las cuentas de tal modo su mujer, ¡es el mundo al revés!
Lo reconocí plenamente. Incluso, con una cierta complacencia. ¿Qué podían
importarme el farmacéutico y el desgraciado marido de la confitera? Lo único que
yo esperaba de la minuciosa narradora era una última imagen: Délia, que llegaba a
la encrucijada donde se encuentran, entre vapores aportados por la ilusión de cada
una, las servidoras del pie hendido…
—Bien, ¿y el diablo, Rosita?
—¿Qué diablo, señora?
—El diablo puro y simple, supongo. ¿Acaso su hermana le da un nombre en
particular?
Un honesto asombro se pintó en el rostro de Rosita, y sus cejas se elevaron
hasta lo alto de su amplia frente.
—Pero, señora, ¿de qué está hablando? El diablo es para los imbéciles. El
diablo, imagínese…
Se encogió de hombros y, tras las gafas, lanzó una mirada desafiante al
desacreditado Satanás.
—¡El diablo! Admitiendo que exista, ¡echaría todo a perder!
—Rosita, me recuerda usted ahora a una joven mujer que decía: «El buen
Dios, ¡qué embuste! Pero nada de bromas en mi presencia sobre la Virgen
María…».
—Cada uno tiene sus propias ideas, señora. ¡Dios mío! ¡Las ocho menos
diez! Ha sido usted muy amable al recibirme —suspiró, con un tono que revelaba
su decepción.
Pues yo no le había ofrecido ni ayuda ni complicidad. Volvió a colocarse —
por fin— el sombrero sobre la frente. Justo a tiempo, recordé que no le había
pagado su último trabajo.
—¿Quiere un sorbo de Lunel antes de ponerse en camino, señorita Rosita?
Involuntariamente, al tratarla otra vez de «señorita» la apartaba de mí.
Bebió de un trago el dorado vino y la felicité por ello.
—¡Oh! Tengo la cabeza firme —dijo.
Pero, como se había quitado las gafas, me buscaba con una mirada vaga y,
al salir, tropezó con el marco de la puerta y le hizo un leve gesto de disculpa.
Una vez que se hubo ido, el aire de la noche irrumpió en la habitación.
Suponiendo que la exasperación en que su visita me había sumido era auténtica
fatiga, cometí la equivocación de acostarme temprano. Mis sueños se resintieron
por esa causa y, a través de ellos, supe que aún no estaba libre de las dos hermanas
enemigas —ni de otro recuerdo—. Mi sobresaltado sueño respetaba unas veces mi
auténtica personalidad, y me identificaba en otras con Délia. Tendida a medias
como ella en nuestro sofá cama, en la parte sombría de nuestro dormitorio, yo
«convocaba» con un reclamo poderoso, pronunciando un nombre mil veces
repetido, a un hombre que no se llamaba Eugenio…
El amanecer me encontró empapada en esas lágrimas abundantes que
vertimos durante el sueño, y que siguen brotando cuando, despiertos, ya no
sabemos retroceder hasta su fuente. El nombre mil veces repetido se desvanecía,
perdía su virtud nocturna. Le dije adiós en mi interior, rechacé su eco empujándolo
hacia el pequeño apartamento donde había sufrido con gusto, y que ahora
abandonaba a otras existencias femeninas, sofocadas, audaces, apasionadas por los
conjuros, que sabían cómo instalar el maleficio entre las tareas cotidianas y el cine
del sábado, entre la colada de la ropa y los escalopes fritos…
Cuando aquella corta noche llegó a su fin, me prometí no subir más la
colina parisiense de calles abruptas y bulliciosas. El porte furtivo de Rosita, su
graciosa manera de caminar apoyando apenas sus delicados pies, y los dos
pequeños tirabuzones de cabello que jugueteaban sobre su hombro, todo lo
convertí en recuerdo de un día para otro. Con aquella Délia que no quería que la
llamaran Adèle tuve un poco más de trabajo. Tanto que, cuando ya habían
transcurrido unos quince días, intenté cruzarme accidentalmente con ella. Una vez,
la vi hurgando entre unos retales cerca de la puerta de una gran tienda y, tres días
después, la encontré comprando pastas en una tienda de comestibles italiana. La
hallé pálida y disminuida como una convaleciente que ha salido demasiado
pronto, con un color nacarado bajo los ojos y sumamente bonita. Un mechón de
cabellos, sobre su frente, le rozaba las cejas. En lo más profundo de mí algo
indecible se agitó y habló en su favor. Pero no respondí.
Otra vez la vi de espaldas y alcancé a reconocer su andar. Íbamos por la
misma acera y tuve que disminuir el ritmo de mi marcha para no adelantarme.
Pues ella avanzaba con pasitos cortos, hacía de tanto en tanto una pausa, como si
estuviera sin aliento, y reanudaba su paso. Por fin, un domingo en que volvía con
Annie de Pène del mercado de las pulgas y que, cargadas de tesoros tales como
lámparas de opalina y platos de Rubelles, descansábamos bebiendo una limonada,
vi a Délia Essendier. Llevaba un vestido cuyo negro, a la luz del sol, se tornaba
violeta, como le sucede a las telas teñidas. Se detuvo no muy lejos de nosotras, en
un puesto de frituras ambulante, se hizo llenar un gran cucurucho con ellas y las
comió con apetito. Luego se quedó de pie por unos momentos con aire indolente.
El sombrero que llevaba hacía recordar, por su forma, los capuchones del
Renacimiento y, por debajo del pequeño mentón romano de Délia, cruzaba la
venda de crespón blanco de las viudas.
Contrato matrimonial

GEORGE EGERTON

En la parte trasera de una casa, construida recientemente con otras más y un


poco a la ligera en un elegante barrio, dos albañiles están levantando una pared de
ladrillo de color ocre. Detrás de ellos se ven los restos de un inmenso y antiguo
jardín. Sólo la vigencia del arriendo lo libra de las garras de los especuladores. Hay
un manzano cubierto de flores, y, sobre el césped, un magnífico olmo, derribado
por hallarse en el límite de una «parcela deseable»; por los rincones más
inesperados crecen hermosos arbustos y una adelfilla se esfuerza por enrojecer sus
bayas en medio de un montón de escombros vertidos por los porteros. En el
césped pisoteado yacen una urna de granito, fragmentos de un escudo hábilmente
esculpido, una mano con armadura y un casco de caballero, reliquias de alguna
antigua casa bien, derribada para hacer sitio al creciente número de gente
acomodada. La carretera de enfrente está apenas comenzada, y las pulcras carretas
de los carniceros se hunden en el fango blando mezclado con el rojo polvo de
ladrillo, cristales rotos y virutas; sin embargo, muchas de las casas están ocupadas,
y el indomable hollín londinense ha conseguido ya que algunas de las cortinas
«artísticas» baratas se vean sucias. Una placa de latón de la Compañía de Seguros
Prudential adorna la verja de Myrtle House; y otra de la Escuela Universitaria
Femenina, la de Evergreen Villa. En el frente del patio vallado y adornado con
vidrieras de colores de tres ostentosas casas que dan sobre Gladstone, Cleopatra y
Lobelia, pueden leerse, en letras ornamentales, los nombres de Victoria, Albert y
Alexandria. Una gente se muda al número 26 al son del martillo de los carpinteros
del 27, y una serie de cochecitos de niños, paseantes y fox terriers de dudoso
pedigrí obstaculizan los movimientos de los hombres que llevan la caldera de la
cocina al 28.
Uno de los dos hombres, bajo, de aspecto fuerte y de unos cincuenta años,
de cabello entrecano y una barba castaña de cuatro días en su pronunciada
barbilla, silba Barbara Allen suavemente, mientras aplasta con cuidado el ladrillo y
recoge el cemento sobrante de las junturas. El otro, alto y moreno, un hombre
grandote con el labio inferior caído, unos ojos bonitos, pero perversos, y una voz
musical, dirige su mirada al camino que lleva a una calle lateral.
—Aquí viene la dama propietaria de esta envidiable casa. Quiero que me
preste una jarra. ¡Eh, señora! ¡Que me jodan si no está más borracha que una cuba!
Mírala, Seltzer, ¿no es una preciosidad? ¿No es un modelo de mujer de un tío
decente? Me pone malo. ¡Eh, para, quieta! ¡No sabe dónde está! —dice riéndose.
Pero la mujer, que recorre el camino haciendo eses y con paso vacilante, ni
ve ni oye; está más allá de todo eso. Tantea el camino hasta la puerta trasera de la
casa contigua y, balanceándose sobre sus pies, intenta encontrar el bolsillo de su
falda. Le falta mucho para cumplir los treinta y posee una figura bien desarrollada.
Lleva los pliegues de la parte posterior de la falda desgarrados y colgando, y se le
ve la enagua rayada; la chaqueta es de buen género, con ribetes de seda, pero está
llena de polvo y manchada con yeso. Tiene la cara congestionada y sucia, y un
escaso flequillo de un castaño dorado le sale disparado de la pálida frente. El
sombrero le cae de lado; el reloj se balancea de un lado a otro en el extremo de una
gruesa cadena de oro, y los botones de su chaleco de punto se abren de par en par
en el lugar donde se sujeta el seguro; lleva una cesta en el brazo izquierdo. Se
agarra a la pared y rebusca torpemente la llave, mascullando algo ininteligible, y
tratando con todas sus fuerzas de mantener los ojos abiertos. El hombre alto la
observa sin ocultar su repugnancia, y le suelta una grosería. El hombre de pelo
cano deja la paleta y, limpiándose las manos en el delantal, se dirige hacia ella.
—¿Buscando la llave, señora? Permita que la ayude; ¡cuatro ojos ven más
que dos!
—No la encuentro. Soy una mala mujer… una mala mu… jer —dice ella,
sacudiendo la cabeza con aire solemne, con los párpados caídos y las pupilas
dilatadas.
Mientras tanto, él ha buscado en su bolsillo y ha abierto la cesta —que está
vacía, salvo una novelita rosa y unas cuantas grosellas salvajes en una bolsa de
papel—. Menea su cabeza de un lado a otro y se dice a sí mismo: «¡Se ha quedado
sin compra!».
—Aquí no está, señora. ¿Está segura de que la llevaba?
Ella asiente estúpidamente tres veces.
—¿Tiene la llave de la puerta principal? —pregunta el otro.
Ella frunce el entrecejo, hace ademán de levantarse la falda para mirar en el
bolsillo de la enagua y se tambalea.
—Espere, señora, espere —dice el hombrecillo, cogiéndola al vuelo—. Usa
tus largas piernas para saltar el muro, compañero, y mira si puedes hacer que entre
—agrega, dirigiéndose a su compañero.
El otro asiente. Se oye girar la llave en la cerradura desde dentro y el
hombre se asoma a la puerta.
—Se ha llevado la llave y la ha perdido, esto es lo que ha hecho. Es una
buena persona; una chica muy trabajadora, sí, señor —y, cogiendo la paleta y un
ladrillo, se pone a cantar con una dulce voz de tenor.
El hombrecillo la ayuda a entrar en la casa; atraviesan el pasillo y llegan al
salón. Le desata las cintas del sombrero, le saca la chaqueta y la sienta en un sillón.
—¡Duerma un poquito y se sentirá bien!
Ella le agarra la mano de manera ridícula y se le llenan los ojos de lágrimas.
—¡Déjeme, señora, déjeme, y duerma un poquito!
Se detiene en la cocina y mira a su alrededor. Está muy bien amueblada; en
la mesa, las cosas del desayuno están sin lavar sobre la bandeja: porcelana
elegante, servilletas y tapetes, todo hecho un lío. Sacude la cabeza, pone carbón en
la cocina, cierra la puerta con cuidado y vuelve al trabajo.
—¿Qué? ¿Has metido a la bella en la cama? —dice el hombre grandote
riendo—. Prefiero que sea de Jones antes que mía. ¡Eligió una bonita madre para
sus hijos, sí, señor! Sí, los tres mocosos que han salido hace un rato son de él.
—El tipo debe de tener dinero —dice el hombrecillo—. Es una casa muy
bonita y muy bien decorada: piano, alfombras, cómodas con espejos.
—¡Oh, Jones está bien situado! Es un tío listo, ese Jones. Sólo que tiene un
genio de mil demonios. Durante casi veinte años trabajó de camarero en el
Buckingham; acepta apuestas y siempre está en todo. Mira, conozco a Jones desde
que era un chiquillo; su primera mujer era una especie de prima de la mía, una
mujer lista también. Cogió a ésta porque pensó que les sacaría más dinero a los
inquilinos porque ella es una cocinera de primera y él había comprado la casa con
hipoteca, y además sería la madre de sus hijos. Pero con ella los inquilinos no
aguantarán, y ¡buena está para los niños! ¡Si fuera mía —dijo, colocando un ladrillo
—, le partiría la cara!
—¡Tal vez no! —le dice el hombrecillo—; es decir, si la comprendieras. Y si
no es culpa suya, ¿qué?
—¡Si no es culpa suya! ¿De quién es entonces?
—No estoy en condiciones de contestar eso, porque no conozco las
circunstancias; pero podría ser que le viniera de familia.
—Vaya, me dejas pasmado. Había oído decir —continúa, mostrando toda
su blanca dentadura en una sonrisa— que las patas de palo se heredaban, pero
jamás había oído decir lo mismo de la ginebra.
—Se ve que no eres un hombre leído —dice el hombrecillo, con un dejo de
superioridad—. Antes yo pensaba igual. Mi mujer bebe. (Lo dice como
mencionando un hecho sin importancia que no requiere comentario alguno.)
Entonces cayó en mis manos un libro sobre «herencia», lo que pasa de padres a
hijos, ¿sabes?, y me puse a investigar cosas sobre su familia. Me lo tomé muy en
serio, ya lo creo; quería ser justo con ella. Y entonces me dije: «Sam, no puede hacer
nada, es como el color de su cabello», que era rubio como el oro iluminado por el
sol. Su abuelo bebió hasta que se murió y su mujer crió a la madre de mi mujer
para trabajar de criada —fue cocinera en un hotel de Aylesbury—. Bueno, se casó
con el limpiabotas; habían ahorrado un poquillo y se compraron un hostal con
tierras y un huerto y esas cosas, y les fue bien por un tiempo. Entonces él se dio a la
bebida. Nunca he podido averiguar la historia de su familia; a lo mejor tampoco
era cosa suya. Era un Weller, y ella siguió sus pasos al poco tiempo, lo cual,
teniendo en cuenta la historia de su padre, era de esperar. Mi mujer me explicaba
que muchas noches ella y su hermano tenían que esconderse en el huerto. Bueno,
rompieron y a él le llegó el aviso de que tenía que dejar la casa, y ¿qué hace? Pues
se cuelga del sauce que había junto al pozo, y cuando ella va a buscar un cubo de
agua se lo encuentra. Aquello la hizo beber más que nunca, y luego se quedó de
repente en un derrame cerebral. Unas señoras se llevaron a los niños y los pusieron
en una escuela. (Mientras habla, trabaja concienzudamente.) Pues bien, un fin de
semana largo de Pentecostés, hace veintiocho años, fui con un compañero mío a
ver a un tío suyo que tenía una granja de patos y la vi. Estaba más guapa que
nunca y había tanta diferencia entre ella y las chicas de la ciudad como entre la
leche fresca y el agua con yeso. A mí me iban bien las cosas, eran mejores tiempos;
tenía tres oficios, y cuando uno flojeaba trabajaba en otro. Fui a trabajar allá y
salimos juntos y nos montamos la casa y nos casamos y fui todo lo feliz que se
puede ser durante seis años. Entonces nuestro hijo mayor se quemó estando ella
fuera de casa y lo llevaron al ambulatorio, pero se murió al cabo de una hora, y
cuando fuimos a buscarlo estaba envuelto en vendajes blancos como una de las
momias del Museo Británico. A mi mujer la afectó mucho, pues no parecía
reconocerlo de ninguna manera. Y fue después de aquello cuando me di cuenta de
que había empezado con las copas. Al principio, me enfadé muchísimo; incluso
una vez le puse un ojo morado. Pero luego cayó en mis manos aquel libro —
siempre me ha gustado leer— y me enteré de cosas de su familia y vi que ella no
podía evitarlo. Fue cada vez peor y después de dos años vinimos a la ciudad; me
moría de vergüenza. Entonces fuimos a ver a mi anciana madre, que vivía en Kent
con una hermana viuda, y le dije enseguida: «Madre, tienes que quedarte con los
chicos. No quiero que caiga la maldición sobre ellos y no voy a dejar que se
estropeen»; y se los llevé y le enviaba dinero regularmente, tanto en las buenas
épocas como en las malas. Al principio, ella se puso como una fiera, y le di una
oportunidad; la llevé a verlos y le dije: «Deja la bebida, mujer, y los tendrás otra
vez en casa». Lo intentó, lo creo de veras, pero te aseguro que no podía, lo llevaba
en la sangre, como el color de su piel. Entonces dejé la casa. Cuando le coge muy
fuerte empeña todo para conseguir alcohol; yo empeño mis propias cosas los lunes
por la mañana y las saco el sábado por la noche, para tenerlas a salvo. La patrona
se cuida de las suyas y así a ella no le queda mucho de que disponer. Yo no puedo
soportar el alcohol, pero tampoco me va el pegar sermones sobre el tema; y por eso
me llaman Sam el Seltzer, y por eso me compro la comida en la calle. —El
hombrecillo continúa colocando los ladrillos cuidadosamente uno encima de otro.
—Esta mañana le has soltado un par de gruñidos a tu señora porque llegaba un
poco tarde, y yo he pensado que tenías una gran suerte de que ella viniera a
traértela, guapa y limpia. ¡Hace veinte años que no me traen la comida en una
fiambrera!
Se produce un silencio. El hombre corpulento parece pensativo y dice de
repente:
—Bueno, yo no podría hacerlo, yo no podría; es todo lo que te digo. ¿Por
qué no la metes en algún sitio?
—Ya lo hice, pero, Dios mío, no fue nada bueno. Siempre estaba pensando
que se quemaría, o que se caería por la calle y la llevarían en camilla al hospital y
los niños irían detrás diciendo: «¡fiambre!», y no podía dormir pensando en todo
esto, así que la fui a buscar. Fuimos muy felices durante seis años y es más de lo
que muchos tipos tienen en toda su vida y —agrega con una extraña timidez— fue
la única mujer que me importó desde el primer momento en que la vi con un
ramillete de amapolas y de aquella hierba que llaman «colas ondulantes», tan
guapa como en un cuadro. Y no me casé con ella porque supiera cocinar, ésa no es
ninguna razón para casarse con una mujer y menos para mí. Y no querría que los
chicos —los llamo chicos, pero, que Dios los bendiga, ya están creciditos y les va
bien—, no querría que pensasen que había sacado de casa a su madre. No —
agrega, dando una fuerte paletada de cemento—, su destino es mi destino, ¡y no
soy el tipo de tío que saca a patadas a la mujer por algo que ella no puede evitar de
ningún modo! —concluye, colocando otro ladrillo encima del último y recogiendo
el cemento sobrante.
El hombretón se restriega los ojos con el reverso de la mano y dice tragando
saliva:
—¡Chócala, compañero! ¡Qué diablos, no sé si decirte que eres un maldito
arcángel o un maldito blandengue!
La mujer sigue repantigada tal como la han dejado, con los pies medio
salidos de las botas a medio abrochar y las manos colgando. El sol se filtra en la
habitación y, en la sala de estar del piso de arriba, un reloj toca las cuatro con toda
precisión. Una mujer que está sentada escribiendo en una mesa entre dos ventanas
alza la vista con un suspiro de alivio, y se humedece los labios resecos. En el suelo,
junto a ella, hay una pila de hojas manuscritas con apretada caligrafía; va tirando
las páginas a medida que las termina.
Escribe por dinero, porque debe, porque es el instrumento de que dispone
para abrirse camino. Está nerviosa, agitada; le parece que cada uno de sus dedos
tiene una terminación nerviosa ardiendo en la yema. Ha tirado a un lado las
pantuflas porque le duelen los pies, y ahora está escribiendo febrilmente, porque
las pasadas semanas estuvo experimentando la agonía de una etapa estéril, en la
que su cerebro parecía tan árido como una llanura de arena y su imaginación no
daba flor alguna; en su desesperación, sintió como si sus emociones la hubieran
dejado vacía y acribillada, y lloró por su esterilidad mental. Le ha llegado la
medida de su éxito y su público espera; ¿qué sucedería si no tuviera nada que
ofrecerles? Esa idea la ha consumido, le ha susurrado en sueños por la noche, le ha
robado el sabor de la comida durante el día. Pero aquella mañana, una idea
apareció y creció, creció de un modo maravilloso, y ella estuvo trabajando desde
muy temprano. Su patrona se olvidó de subirle el almuerzo y ella no se dio cuenta
de la omisión, pero ahora siente que su débil cuerpo se rinde al cansancio;
terminará el capítulo y comerá algo. Ha oído unas pisadas en el piso de abajo.
Escribe hasta que toca la media, tira la última hoja de papel con un suspiro
sollozante de alivio. Toca la campanilla enérgicamente y espera paciente. Nadie
responde a su llamada. Vuelve a llamar: oye un estruendo abajo, como de
porcelana contra el suelo, y un pesado cuerpo que se desploma con un ahogado
gemido. Tiembla, escucha y luego desciende.
La mujer se ha caído en el umbral de la puerta del salón. A su lado hay una
mesita, cristales rotos y flores de cera desparramadas. Cuando oye los suaves
pasos oculta su rostro.
—¿Se ha hecho daño? ¿Necesita ayuda?
La levanta, la ayuda a ir hasta su dormitorio y a tumbarse en la cama
deshecha, y se dirige a la cocina. Una mirada de fatigado hastío cruza su rostro
cuando mira la porquería de la mesa. Oye que llaman a la puerta trasera y va a
abrir. Tres niños miran con curiosidad y cautela al interior, niños londinenses de
mirada despabilada y conocimiento precoz de los aspectos más oscuros de la vida.
Entran de la mano. El mayor indica a los otros que se sienten, desaparece por el
pasillo y escudriña por la rendija de la puerta; luego vuelve con expresión
satisfecha y hace un gesto de asentimiento a los otros.
—Me temo que vuestra madre no está bien —dice la mujer con timidez,
pues los niños la ponen nerviosa.
Tres pares de ojos la examinan con atención para comprobar si es sincera.
—¡Nuestra madre está en el cielo! —dice el chiquillo, como repitiendo una
fórmula—. ¡Ésta es nuestra madrastra, y está borracha!
—¡Johnny! —llama la mujer desde la habitación.
El rostro del niño se endurece, frunciendo sombríamente el entrecejo, y ella
advierte que levanta la mano en un acto reflejo como para esquivar un golpe y que
a los pequeños les cambia el color de la cara y se aprietan unos contra otros. Él se
dirige a la madrastra… y se oye un murmullo de voces.
—¡Dice que tengo que prepararle el almuerzo! —dice cuando vuelve a
aparecer, y atiza el mortecino fuego—. ¿No ha tomado nada desde la mañana?
Ella esquiva la respuesta preguntando:
—Y vosotros, niños, ¿habéis comido algo?
—Nos hemos llevado pan —dice, abriendo un monedero—. ¡No hay nada y
padre le dio medio soberano esta mañana!
—Te daré algo de dinero si vienes arriba, y luego podrás prepararme el
almuerzo.
El chiquillo es hábil, posee una agudeza precoz y utiliza la treta de dirigir
hacia arriba los ojos sin variar la postura de la cara. La hace sentirse incómoda, de
modo que se queda aliviada cuando ha tomado su almuerzo y se ha librado de él.
Está inquieta, perturbada, y comprende que eso significa mudarse de nuevo. ¡Qué
dura es la vida de la mujer que trabaja! Está tan sola. El silencio la oprime, la casa
parece estar llena de susurros; no puede sacarse de encima ese extraño
sentimiento. Lo experimentó la primera vez que entró en ella; las habitaciones eran
bonitas y las alquiló, pero esa sensación no la abandonaba.
Se pone el sombrero y sale a la calle a medio asfaltar. Camina hasta una
avenida iluminada. A lo largo de la acera se alinean los carros de los vendedores
ambulantes; maridos y mujeres con el inevitable cochecito de bebé miran los
precios de las mercancías; las muchachas pasean cogidas del brazo, devolviendo al
pasar la mirada o la broma de los muchachos. Los acentos de los peatones, las
voces estridentes de los vendedores, los trompicones de la gente la irritan; se da
vuelta con lágrimas en los ojos. Su soledad le duele en lo más hondo y decide
afiliarse a un club femenino: cualquier cosa para huir de ella. Se detiene cerca de la
puerta para buscar la llave y advierte la presencia del niño junto a la entrada
lateral. Este retrocede ocultándose en la sombra al verla. De pie junto a la ventana,
ella mira al exterior, a la lóbrega noche estival. Se acerca un hombre silbando por la
calle y el niño corre a su encuentro. Ve cómo se inclina para escucharlo mejor y
luego entran en la casa. Enciende la luz de gas e intenta leer; la aterran las escenas
que sabe que se producirán, y tiembla cuando la puerta de abajo se cierra de golpe
y oye el eco de las pisadas que recorren el pasillo.
Se oye el gruñir apagado de la voz del hombre y las respuestas de la mujer;
luego, ambas voces van elevándose discordantemente, un chillido ahogado y una
ruidosa caída, pisadas por el pasillo, un portazo, y ambos levantan la voz
discutiendo, con la voz del chiquillo entremezclándose. Un golpe, ruido de
porcelana y cristales rotos. Silencio. Se ha quedado sin aliento de pura excitación;
un forcejeo en el pasillo rompe la calma: va a echarla a la calle. Algo se arrastra,
empujones, los pies rascan contra el suelo, el desafiante «no te atreverás, no te
atreverás» de la mujer, en respuesta a sus masculladas amenazas. Va a lo alto de
las escaleras y grita:
—¡No le haga daño, espere hasta mañana para razonar con ella, no le haga
daño!
—¡Razonar con ella, señora! No hay forma de razonar con las de su calaña;
echarla es la única manera. ¿No, no? ¡Bestia borracha!
El hombre y la mujer forcejean en el pasillo; el chaleco de ésta se desgarra a
la altura del pecho y el pelo se le suelta. Pierde el equilibrio y se cae, mientras él la
arrastra hacia la puerta. Ella se agarra a las sillas, al paragüero, y los hace caer al
suelo; y la mujer, que lo observa todo, corre escaleras arriba y entierra su rostro en
los cojines del sofá. Luego se oye un portazo y la mujer que llama desde afuera y
golpea la puerta y chilla. Se abren las ventanas y se asoman cabezas; entonces el
chiquillo la deja entrar y parece que se abre una tregua.
A la mañana siguiente, una interina le lleva el desayuno y hasta la hora del
almuerzo ella no aparece. Lleva una bata limpia de color rosado y el cabello muy
bien peinado; su piel tiene un tono rosado y blanco, pero tiene los ojos hinchados,
una moradura en la sien y un profundo arañazo en una mejilla. Mantiene la cabeza
inclinada con aire hosco y trastea con las cosas del almuerzo. Luego, se le acerca y
se queda de pie con los ojos fijos en el suelo; la luz de la ventana que tiene a su
espalda hace brillar la pelusa dorada que tiene en la parte trasera de su recio
cuello.
—Siento lo de ayer, señora, estuve muy mal; pero no se irá, ¿verdad? No
volveré a hacerlo. Descuéntelo del alquiler, pero perdóneme. ¿Lo hará, señora?
Está violenta y se sonroja; su rostro gesticula de un modo que tal vez parece
peor porque posee rasgos duros y no tiene facilidad para expresar emociones.
Tiene en cambio la atractiva lozanía de la juventud y de los colores vivos.
—No hablaremos más del asunto. Lo siento mucho; no estoy acostumbrada
a estas escenas y me descompuso un tanto. Estaba asustada, creí que la lastimaría.
La expresión de la mujer cambia y, al elevar sus pesados párpados blancos,
parece mirar oblicuamente con un curioso brillo en los ojos. Su voz es ronca.
—¡Ese mocoso se lo dijo, el muy lagarto! ¡Pero me las pagará, me las pagará!
Una incómoda sensación de disgusto se remueve en la mujer, y dice con
mucha serenidad:
—Pero no puede esperar que un hombre que llega a casa y la encuentra en
aquel estado se sienta satisfecho.
—No, pero no debería… —Se palpa a sí misma y se pasa la mano por la
frente.
La otra mujer la observa con suma atención, como hace con la mayoría de
las cosas, como material de estudio. No es que sea menos compasiva desde que
empezó a escribir, sino que el hábito de analizar es siempre más fuerte. Ve ante sí a
una mujer de constitución voluptuosa, con un cuello macizo y blanco como la
leche, que surge de su bata rosada; tiene una mandíbula cuadrada y prominente,
una nariz corta y recta y las cejas claramente marcadas; es atractiva y repelente de
un modo singular.
—Usted no sabe lo que me pasa, señora…
No dice nada más, pero es evidente que algo la aflige y que se está
conteniendo. Por la noche, cuando los niños están en la cama, la oye subir a la
habitación de éstos; se oyen golpes rápidos y un gemido asustado. Y a la mañana
siguiente la despierta el grito de un niño y la voz de la mujer que profiere
amenazas en voz baja:
—¿Queréis callaros? —Un gemido. —¿Os calláis? Os voy a enseñar a
pelearos. —Más gritos ahogados, asustados.
Tiene la tenue sensación de que la mujer está asfixiando al niño con la ropa
de cama. Le preocupa, y nunca la mira cuando le lleva el desayuno. La otra lo nota
y la observa con aire furtivo. A la hora de comer, le sorprende ver que ha estado
bebiendo otra vez. En un intento de ser bondadosa, le dice:
—Prometió ser buena, señora Jones. Me parece una lástima que beba. ¿Por
qué lo hace? ¡Es usted muy joven!
Su voz es naturalmente tierna, y sus palabras tienen un efecto inesperado: la
mujer se cubre el rostro con las manos y le empiezan a temblar los hombros. De
pronto, grita:
—No sé. Me pongo a pensar. He tenido problemas. No he conocido nunca
una mujer que bebiese sólo por el gusto de beber; casi siempre hay una causa. No
piense que soy una mala mujer, señora, de verdad que no lo soy, sólo que tengo un
problema. —Habla con precipitación, como si no pudiera evitarlo, como si el
desahogarse fuera una necesidad. —Tuve una hijita —dice bajando la voz—, sin
estar casada… Acaba de cumplir tres años y es tan linda… Nunca ha visto un
cabello como el suyo, señora; es como de seda, y tiene unos ojos de un azul
purísimo, y unas pestañas así de largas —indicando un palmo con la mano— y
una piel blanca como la leche. La añoro todo el día. —Se le llenan los ojos de
lágrimas que se desbordan. —Yo era cocinera en una gran empresa y él era el
jefe… Estaba completamente loca por él. Cuando llegó el momento, fui a casa de
mi hermanastra y ella me cuidó. Le pagué y cuando volví a trabajar se quedó con
la niña. Solía verla una o dos veces a la semana. Pero la quería más a ella que a mí,
y yo no podía soportarlo, me volvía loca, me sentía celosa de todo el que la tocaba.
Entonces Jones (siempre había ido detrás de mí), que lo sabía, me prometió que la
tendría si me casaba con él. Yo no quería casarme, sólo la quería a ella, y no podía
tenerla conmigo, y me prometió —dice con resentimiento—, me juró que podría
tenerla. Lo acepté con aquella condición y él siempre lo retrasaba, y cuando yo iba
a verla él me armaba la bronca y una vez que estuvo enferma no me dejó enviarle
dinero, a pesar de que tenía todo lo que yo había ahorrado antes de casarme con
él… Aquello me hizo odiarlo… La veo tan pocas veces, y la llama mami a ella—,
eso me mata…, siento que mi cabeza va a estallar… ¡Y se echó a reír cuando le dije
que si hubiera sido sólo por él, no me habría casado!
—Pobrecilla, es duro. Si él hizo una promesa, tendría que haberla
mantenido. ¿No le ha dicho que si la tuviera aquí no bebería? —¿Para qué? Dice
que nunca tuvo la intención de cumplirla; que un hombre no está tan tonto como
para cumplir una promesa que hace a una mujer sólo para conseguirla. Sabe que
me provoca, pero es tan celoso que no soporta ni oír hablar de ella. Dice que
descuidaría a sus hijos y la insulta y dice que no quiere ningún bastardo cerca de
sus hijos. Esto hizo que los odiase primero a ellos, criaturas insoportables…
—Sí, pero los pobres niños no tienen ninguna culpa.
—No, pero me la recuerdan y los odio con sólo verlos. —Hay tanto odio
concentrado en su voz que la mujer se estremece. —Hace tiempo que no tengo
dinero que enviarle, pero el marido de mi hermana la quiere tanto como si fuera
suya, aunque tienen siete más. Detesto ver cosas en los escaparates; yo siempre la
llevaba tan guapa… Hace un tiempo recibí una carta diciendo que no estaba muy
bien y eso me hizo volver a beber. Usted ha sido amable conmigo desde que llegó
aquí, por eso se lo cuento. Ahora no piense de mí cosas peores de las que merezco.
Recoge las cosas con tristeza, con la mandíbula contraída y una extraña luz
centelleando en sus ojos. La otra mujer está abrumada; se siente ante una de esas
espeluznantes tragedias que los espectadores son incapaces de evitar. Aquella
mujer, con su feroz devoción por la hija del hombre que la engañó; su matrimonio,
al que llegó embaucada por una promesa que nunca hubo intención de cumplir; y
los hijastros, que aumentaban su odio atroz por los mismos atributos infantiles que
despertarían amor en otras circunstancias. Se queda una semana más, pero cada
gemido de los niños, cada nuevo altercado la saca de quicio, y se marcha, no sin
antes hablar con toda la sinceridad y toda la simpatía de su corazón con la mujer
de cuyo destino tiene un abrumador e inexplicable presentimiento.
Las lágrimas de sus ojos al marcharse han conmovido a la muchacha, pues
es poco más que eso, y le ha prometido que tratará de ser mejor, como ella misma
dice, en su infantil expresión. Durante unos días las cosas han ido bien, y ha tenido
paciencia con los niños. Uno de ellos ha estado enfermo y lo ha cuidado, y hoy les
ha hecho un pastel de manzana y los ha enviado al parque, y canta mientras hace
su trabajo; está limpiando su habitación. Es el día de las carreras. Él tiene todo el
día libre y se ha ido al hipódromo. Le ha dado cinco chelines antes de marcharse
por la mañana, diciéndole que puede enviarlos a la «cría».
Ella se ha conmovido, le ha cepillado el abrigo y lo ha besado
espontáneamente. Ha tenido sentimientos buenos hacia él durante toda la mañana.
Advierte un botón suelto en su chaqueta de trabajo, que muy pocas veces trae a
casa, y se la lleva a la cocina para coserlo. No tiene nada en los bolsillos, salvo una
lista de «acontecimientos» recortada de algún periódico deportivo; pero el forro
del bolsillo superior está roto y, al examinarlo, percibe el ruido de un papel. Sonríe.
¿Y si fuera un billete de cinco? Está bien enterada de su afición por apostar. Desliza
dos dedos por dentro del forro y lo extrae: un telegrama. Sigue sonriendo, pues
piensa que será una pista de alguna de sus ganancias. Lo abre, lo lee y cambia de
expresión. Le sube la sangre al rostro, hasta que un triángulo de venas sobresale de
su frente como una cuerda de color púrpura. La garganta parece a punto de
estallarle y en el cuello se refleja el latir de su corazón; su labio superior ha
desaparecido por completo debajo del inferior y los ojos están entornados. La
mosca que no deja de zumbar en la ventana la pone en tal estado de nervios que
agarra una bota de la mesa y la envía contra el cristal; la bota atraviesa el vidrio y
aterriza en el patio, liberando a la mosca al mismo tiempo. Luego trata de volver a
leerlo, pero tiene una mancha roja ante los ojos. Sale, recorre el sendero en
dirección a las casas en construcción donde trabajan los albañiles, y se lo alarga al
hombre bajito diciendo con voz ronca:
—Léalo, estoy ofuscada, no puedo verlo bien.
El hombre corpulento deja de silbar y la mira con curiosidad. Está
totalmente sobria; la congestión ha dado paso a una palidez plomiza y unos
espasmos le recorren el rostro. Se mantiene inmóvil, con las manos caídas a ambos
lados, a pesar de que la consume la impaciencia. El hombrecillo se limpia las
manos, saca sus gafas y lee con lentitud: «Susie se muere, ven inmediatamente, no
hay esperanzas. Te esperamos desde sábado, hemos escrito dos veces».
Un minuto de silencio, luego un ronco alarido que parece surgir de las
profundidades de su pecho. Ambos hombres se asustan; al grandullón se le cae un
ladrillo y un carpintero de la casa se asoma a la ventana.
—¡Desde el sábado! —grita ella—. Hoy es miércoles. ¡Dígame cuándo lo
enviaron! —Presa de la agitación, sacude al hombrecillo, que estudia con calma el
papel, con la vacilación propia de su clase.
—Stratford, siete y cuarenta y cinto.
—¡Pero la fecha, hombre, la fecha!
—El veinte.
—Hoy —dice con un gemido— es veintidós. Así que llegó el lunes y hoy es
miércoles y han escrito ya dos veces. Debió de llegar cuando le fui a comprar
cerveza y lo escondió. Pero ¿y las cartas?… El bicho de su hijo…, maldito sea…
¡Aah, espera y verás!
Comienza a maldecir con una expresión tan feroz que los hombres
tiemblan; luego, metiendo el fatídico papel por dentro del vestido a la altura del
pecho, se apresura hacia la casa y pocos minutos después la ven salir, atándose el
sombrero a la carrera.
—¡Vaya! Qué cosa tan rara, ¿eh? —dice el hombretón, recuperando el color
—. ¿Y quién es Susie?
El hombrecillo no dice nada; sólo balancea un ladrillo en la palma de su
mano antes de colocarlo en su sitio, pero sus labios se mueven en silencio.
En la sala de una casa de estrechos pasillos, ubicada en medio de una hilera
de simples edificios de dos pisos de una calle pobre de Stratford, hay un pequeño
ataúd blanco sobre una mesa cubierta con una sábana blanca nueva.
Hay flores por todos lados, desde el brezo blanco enviado por la mujer del
tendero con una tarjeta en la que dice «Con todo mi cariño» en grandes letras
plateadas, hasta el ramillete de acianos de un centavo de parte de una amiguita.
Susie tiene sus diminutas manos dobladas, y su carita cerúlea parece gris y
comprimida entre los volantes de percal satinado profusamente ojeteados del
interior de su ataúd. Se respira el inevitable ambiente festivo que un día libre,
aunque sea triste, imprime en el hogar de un trabajador. Los niños llevan el pelo
rizado y sus vestidos de domingo, porque van a ir al cementerio en un elegante
carro tirado por caballos negros de larga cola. Están sentados en las escaleras y lo
comentan entre susurros.
Los hombres han venido a la hora de la comida, la han mirado, silenciosos e
impasibles, y se han ido al Dog and Jug a beber una cerveza que les lavara la
tristeza que la visión de Susie muerta pudiera haberles suscitado.
Todas las mujeres del barrio han tomado una taza de té y cada una de ellas
ha explicado sus propias penas, ha explicado la muerte de cada uno de sus
parientes, hasta el tercero o cuarto grado, con la minuciosidad de cada detalle sin
importancia característica de su clase. Los incidentes de la agonía de Susie han sido
descritos con todos los añadidos morbosos o pintorescos que podrían surgir en
numerosos ensayos o que podría dictar la imaginación del narrador. Todos los
rincones de la casa están abarrotados de gente, porque el funeral será a las tres.
—¡Parece de satén!, ¿verdad? ¡Es lo más bonito que he visto en mi vida! —
dice una mujer señalando los volantes.
—Sí, el señor Triggs tenía mucho cariño a Susie y se ha esforzado al
máximo. ¡Es un funerario estupendo y va a mandar el caballo con los penachos
blancos! ¿No parece un angelito?
Y así van entrando y saliendo, mientras en la cocina un círculo de matronas
cotillea sobre la madre.
—Es una bestia sin sentimientos, aunque sea medio hermana suya, señora
Waters —dice una gorda matrona—. ¡Deja morir a este angelito inocente sin verla,
por no hablar ya del entierro! ¡No tengo paciencia con este tipo de personas!
El rodar de unas llantas y el chirriar de unos neumáticos corta en seco su
discurso, y enseguida suena la aldaba torpemente. Las cabezas miran en todas
direcciones alargando el cuello; uno de los niños abre la puerta y entra la mujer.
¡Con la bata rosada! Cuando todo el mundo sabe que no empeñar tu cama o
las bañeras o cualquier otra cosa disponible para comprarte una falda negra o un
sombrero de luto o, por lo menos, uno de paja con adornos negros, es la falta de
decoro más grande que se puede infligir a los pobres, los más escrupulosos en
cuanto a las convenciones del luto, aparte de la corte alemana. La hermanastra es
una mujer callada, de expresión tierna, con la raya del pelo muy cargada, y muy
parecida a ella en la barbilla prominente. Se adelanta y la lleva a la habitación; las
mujeres dan un paso atrás y hablan susurrando.
—¿Por qué no me mandaste a buscar? —pregunta con aire feroz, dando la
espalda al ataúd.
—Te escribimos el viernes y, como no venías, volvimos a escribirte el
domingo. Jim no podía ir y yo no me separé de ella ni un segundo, y Tiny y el
pequeño Jim tenían paperas y Katie tenía que cuidarlos; pero un compañero de Jim
fue al Buckingham el lunes por la mañana y se lo dijo, y luego enviamos un
telegrama y no pudimos hacer nada más, ni que hubiera sido nuestra propia hija.
Hay una resignación instalada en su voz; lo ha repetido infinidad de veces.
—Se quedó con las cartas y nunca me dijo nada y he encontrado el
telegrama por casualidad. ¿Cuándo van a enterrarla?
—A las tres —le dice, desconcertada ante aquel rostro sin expresión.
—Entonces déjame sola con ella, ¡venga! —dice con brusquedad.
La mujer sale, cierra la puerta y escucha. De la habitación no sale ni un solo
murmullo, ni un sollozo, ni un lamento. Las mujeres escuchan en silencio cuando
ella se lo explica; están habituadas a las feroces pasiones de la humanidad, y los
celos son comunes entre sus hombres. Transcurrido un rato, uno de los niños dice,
con una expresión de respeto y admiración en el rostro:
—Mamá, está cantando.
Van a la puerta y escuchan: está canturreando una canción sin pies ni
cabeza que solía cantarle cuando era un bebé; y las mujeres palidecen, pero tienen
miedo de entrar. Durante más de una hora oyen cómo le habla y le canta. Luego
llega un hombre para cerrar el ataúd y la encuentran en el sofá con la niña muerta
en su regazo, con los pies colgando ocultos bajo sus calcetines de algodón blanco,
como si fueran las piernas de una gran muñeca de cera.
Ella deja que se la cojan sin decir una palabra, observa cómo la colocan entre
los volantes blancos, y deja que la saquen de la habitación. Se sienta muy erguida
en la cocina, con la misma sonrisa extraña en sus labios y las manos colgando. Se
marchan sin ella. Cuando regresan, sigue sentada con las manos colgando, como si
no se hubiera movido nunca.
—Madre, ¿por qué han plantado a Susie en la tierra? Madre, ¿no me
contestas? ¿Crecerá? —pregunta uno de los niños, y algo contenido en la pregunta
la hace volver en sí.
Se levanta dando un grito y con la mirada salvaje, y mira a su alrededor
como buscando algo. Está de pie y le tiemblan todos sus miembros. Tiene la cara
desagradablemente congestionada y el triángulo color púrpura en la frente, y le
late el pulso en la garganta. Los niños se apartan de ella asustados y la hermana la
observa con ojos temerosos y compasivos.
—¡Siéntate, Susan, querida; siéntate y toma un poco de té!
—No, tengo que irme…, tengo que irme…, tengo que… —balbucea,
balanceándose vacilante sobre uno y otro pie. Le cuesta pronunciar las palabras y
omite la mitad de la frase.
—Si pudiera llorar le iría bien, ¡pobrecilla! —dice la matrona gorda.
—¡Dale algo de la cría! —dice una mujer con un ojo amoratado.
La hermana se dirige a un cajón de la cómoda y revuelve algunas
chucherías; encuentra por fin un collar de cuentas azules con un broche de latón y
se lo entrega. Ella lo coge dando un sórdido grito, como el de un animal
profundamente dolorido, y lo acuna, gime y lo besa, pero todo ello sin lágrimas; y
luego, antes de que puedan darse cuenta, ya se ha ido por el pasillo y la puerta se
cierra de un portazo. Cuando la abren y miran afuera, ella corre calle abajo como
una loca, con la falda hinchada al viento, las rosas cabalgando en su sombrero, bajo
una llovizna finísima.
Tocan las seis; la lluvia sigue cayendo con más intensidad y, a través de su
monótono goteo, resuenan con fuerza los golpes de un martillo y el salpicar de las
grandes gotas en las vigas nuevas de una casa sin tejado.
—¿Vienes, colega? —pregunta el hombre grandullón—. ¿No? Bueno, ¡hasta
luego!
Se echa al hombro su maletín de paja, se sube el cuello de la chaqueta y sale
silbando. El hombrecillo recoge sus herramientas, se ata un saco a la espalda y se
agazapa hasta un cuadrado de ladrillos —han colocado algunas tablas sueltas unas
horas antes a modo de protección para la lluvia—; enciende la pipa y espera su
regreso con paciencia. Está hambriento, y su rostro enjuto parece contraerse a la
luz de la cerilla cuando la enciende, pero espera pacientemente.
Cuando ella llega, todo está ya envuelto en sombras, pues ha venido
caminando desde Liverpool Street, ajena a la recia lluvia que ha traído el viento del
sudoeste. La gente la exaspera. Siente ganas de pegarles. Una furia feroz hervía en
sus entrañas cada vez que una niña reía, cada vez que un hombre hablaba del
ganador. Sentía ganas de escupirles, de hacerles muecas o de insultarlos. Lleva el
vestido empapado. El tinte de las rosas ha embarrado el oro de su flequillo y le
corre por la frente como si tuviera allí una herida abierta. La luz de la cocina está
encendida y su cena preparada y suena el agua hirviente en el fogón. Sobre la taza
hay un sobre amarillo; lo abre, da más gas a la luz y lo lee: «Hoy he tenido suerte.
Voy a casa de Johnson, volveré mañana por la noche temprano».
Lo deposita en la mesa con una extraña sonrisa. Lleva el collar de cuentas en
la mano, y no deja de enrollárselo en el dedo. Luego se dirige en silencio al pie de
las escaleras y escucha.
El hombrecillo ha vigilado cómo entraba y está de pie en el sendero con la
vista alzada hacia la casa. Aparece una luz en la ventana trasera de arriba, pero
debe proceder de las escaleras: es demasiado tenue para ser la de la habitación.
Inclina la cabeza como aguzando el oído, pero la fuerte lluvia y el goteo del tejado
en algunas láminas de zinc sueltas lo dominan todo. Se retira un poco y ve una
sombra que cruza las cortinas. Sus pisadas crujen sobre los ladrillos y piedras
sueltas. Por el sendero de entrada a la casa contigua sale corriendo una mujer y
abre la puerta.
—¿Es usted el señor Sims?
—No, señora, soy uno de los obreros.
Ha dejado abierta la puerta de la cocina, de la que sale un rayo de luz, por
lo que puede ver que es una mujer delgada y con una mirada angustiada.
—Creía que era el señor Sims, el vigilante. Mi bebé tiene espasmos. Quería
pedirle que fuera corriendo a buscar al doctor, al final de la hilera de casas; no me
atrevo a dejarlo y mi hermana es coja. ¿Puede ir usted? ¡No está lejos!
Espera una respuesta, y aunque él no ha oído nada, ella sale corriendo
mientras grita:
—¡Ya va! Vaya, vaya. Dígale que es el bebé de la señora Rogers, Hawthorn
House, número 23.
Vacila un momento. La sombra se mueve de un lado a otro de la cortina y
parece como si una segunda sombra, más pequeña, navegara en sus pliegues. ¿O
sólo fue una ráfaga de viento que agitaba la cortina? Y ¿son imaginaciones suyas o
ha oído un grito ahogado? Y ¿procedía de aquella habitación o del bebé de la
señora Rogers? El hombrecillo es presa de la angustia; siente que un espíritu
maligno personificado en el bebé de la señora Rogers le está jugando una mala
pasada, para provocar la catástrofe que él se ha quedado para impedir. Está
desgarrado internamente. No tiene excusa alguna para no ir; no se atreve a explicar
el horror secreto que lo ha hecho permanecer allí sin cenar bajo la lluvia, vigilando
la casa donde duermen los tres niños huérfanos de madre. Se vuelve y corre hasta
la calle lateral tropezando con los escombros, y llega sin aliento a la casa de la
esquina donde arde un farol rojo en la verja. Llama. Cuánto rato lo hacen esperar.
Le parecen siglos, y por su cerebro van desfilando imágenes como en un
caleidoscopio; el mismo rojo de la lámpara añade color a la horrenda tragedia que
ve representada en su agitada imaginación.
—El doctor ha salido. No volverá hasta dentro de un rato, pero en la
esquina está el doctor Phillips —explica la elegante doncella.
La puerta se cierra.
—Sí, el doctor Phillips está en casa; espere un minuto —le dice,
acompañándolo a una sala de espera.
Se sienta en el borde de la silla con su gorro mojado en la mano. Hay otras
dos personas esperando: una niña con la cara hinchada y un hombre con aspecto
enfermizo.
Se abre la puerta, alguien hace un gesto, el hombre entra. Él mira el reloj.
Pasan cinco minutos, siete, diez. Cada uno le parece una hora. Quince. Y la cara de
la mujer cuando regresó y los niños asustados (su compañero les había hecho
preguntas a la hora de comer), ¡y la sombra en la habitación donde éstos dormían!
¿Por qué tenían que cogerle espasmos al bebé de la señora Rogers precisamente
aquella noche? Parecía como si tuviera que ser así. Diecisiete. No, no iba a esperar
más. El miedo extraño e inexplicable que aprisiona el alma del hombrecillo le da
valor, aunque la casa decorada con tanta elegancia le inspira respeto. Sale al
recibidor, abre la puerta y toca la campana. Sale la misma muchacha.
—¡Pero bueno! En mi vida… ¡Si lo acabo de hacer pasar! ¿No puede usted
esperar su turno? Qué manía.
Un joven pálido con gafas que baja las escaleras pregunta:
—¿Qué desea, buen hombre?
La muchacha sacude la cabeza y desaparece.
—No puedo esperar, señor. El bebé de la señora Rogers, Hawthorn House,
número 23 Pelham Road, en la esquina, tiene convulsiones. Quiere que vaya el
doctor tan pronto como pueda.
—De acuerdo, iré enseguida.
El hombrecillo se apresura a regresar, tratando de sumar todo el tiempo que
ha estado fuera: veinticinco minutos, deben de haber sido veinticinco, tal vez
veintisiete. La puerta del patio de la señora Rogers está abierta, y una muchacha se
asoma al tiempo que él recorre el sendero.
—¡El doctor no estaba; el doctor Phillips viene enseguida!
Mientras habla, sus ojos están fijos en la ventana de la casa de al lado. Está a
oscuras y en silencio. No presta atención al «gracias» de la muchacha y oye con un
suspiro de alivio cómo se aleja renqueando por el sendero.
¿Qué ha ocurrido mientras ha estado fuera en aquel alarde de compasión?
¿Ha ocurrido algo? Al fin y al cabo, ¿por qué tenía que ser presa de aquella
espantosa idea de tragedia? Se sube a un montón de ladrillos y se asoma al muro:
oscuridad y silencio. Vuelve a recorrer el sendero y se dirige a la parte frontal de la
casa. Una luz mortecina ilumina la cristalera de encima de la puerta, mostrando el
nombre «Ladas», nada más; y aun así, el hombre siente un escalofrío. La lluvia ha
empapado su chaqueta y se le escurren hilillos de agua desde el cuello. Se rasca la
cabeza desconcertado, mascullando para sí:
—Tengo miedo y no sé de qué tengo miedo. Quería vigilar; tal vez pedirle
fuego. No es culpa mía que se interpusiera el bebé de la señora Rogers… Pero no
era razón suficiente para casarse. —Y, enfilando la calle, se encamina a su casa.
Deja de llover y aparece una luna llorosa, y el agua sigue cayendo del tejado
con un sonido hueco. Arriba, en una habitación de la parte de atrás de la casa
sumida en el silencio, un pálido rayo de luna centellea sobre un hilo oscuro que se
abre camino en el suelo desde la mancha junto a una de las camas, pasa por debajo
de la puerta, y forma otra mancha espantosa en el rellano superior de las escaleras,
de un espeso color rojo, como de jarabe de melaza, haciéndose más negra a medida
que se solidifica, con un nauseabundo borde seroso. En el piso de abajo, hay una
mujer sentada en una silla con sus manos colgando a ambos lados. Las tiene rojas,
como si las hubiera sumergido en tinte. En su regazo tiene un collar de cuentas
azules, y está profundamente dormida. Y sonríe dormida, porque Susie está
jugando en un prado, un gran prado cubierto de rojas amapolas, y sus ojos azules
sonríen jubilosos, y sus rizos dorados están coronados de amapolas, y sus
piececitos blancos bailan retozones, y su túnica funeraria ojeteada aletea al viento,
y sus diminutas manos pálidas esparcen puñados de amapolas, amapolas rojas
como la sangre, sobre tres tumbas abiertas.
Violeta

FRANCES TOWERS

La única persona a la que Violeta no podía manejar era la propia señora de


la casa. Desde el principio, la señora Titmus se negó, obstinada como era, a aceptar
a Violeta; en parte, porque Sofía la había contratado sin pedir referencias. Qué
descuidada, y qué peligroso. A su edad, pensaba la señora Titmus, yo hubiera
podido hacer los trabajos de esta casa sin darle ninguna importancia. Me hubiera
alegrado de poder hacer algo útil. Profundamente egoísta, pensó la señora Titmus,
y holgazana; a la espera de agarrar la primera oportunidad que la libre de realizar
cualquier pequeño esfuerzo.
Pero para Sofía, que se había hecho cargo de la casa durante seis semanas,
aquello se había convertido en un monstruo que se alimentaba de la médula de sus
huesos. Así pues, Violeta, al entrar en la casa y tomar las riendas en sus inquietas
manos de una pequeñez ridícula, le pareció un ángel de salvación. Desde el
principio, el monstruo comió de su mano. Al instante recuperó el aspecto
ordenado y brillante de los viejos tiempos. Los zócalos adquirieron un brillo
oscuro, el mobiliario, una pátina de exquisito color de oporto, y la plata relucía
como si la acabasen de labrar. Cualquier tipo de remordimiento que pudiera haber
tenido Sofía de que una casa tan grande podía ser demasiado para aquella
menudencia, quedó disipado por el aire tranquilo y competente de Violeta. Pero
los efectos de ésta no fueron puramente físicos.
Con el tiempo, a Sofía le pareció que, hasta que Violeta no hubo pisado
aquella casa, el modelo de sus vidas no se le había hecho evidente. Ella fue el
punto focal que relacionó entre sí los diferentes planos en que vivían. Dio unidad a
todo el dibujo, de modo que pudieron advertir los valores que hasta el momento
habían permanecido sumergidos en el subconsciente. Con sus sonrisas afectadas y
el brillo repentino de luz en sus ojos opacos, sus gestos y señales de cabeza, Violeta
iluminó los rincones ocultos de sus mentes, corrió las cortinas y reveló los temores
y pasiones de sus corazones, husmeó sus secretos, se abalanzó sobre ellos y los
exhibió como ratones muertos, y metió mano en sus destinos.
La primera mañana, cuando llevó el té a Sofía a su habitación, envuelta en
su bata rosa inmaculada con los puños vueltos a la altura de los codos, Sofía se dio
cuenta de que aquellos ojos de un negro tan denso observaban el aspecto
desgreñado y los ojos hinchados que ella era consciente de presentar recién
despertada.
Invadida por una extraña y humillante sensación de ser indigna de las
atenciones de aquella lozana sirvienta, aceptó la bandeja preparada con toda
meticulosidad.
—Pero si me has traído la tetera estilo Reina Ana —dijo sorprendida al ver
aquel tesoro reservado para invitados de honor.
—Quería ser exquisita de buena mañana. Eso ayuda a entonarse para el
resto del día —dijo Violeta, inesperadamente—. La señora ha bajado a ver si había
encendido el fuego. Al verla en bata y con su trenza fuera de sitio, no hubiera
dicho que era la señora de la casa. Me ha asustado bastante. Qué agradable debe de
ser despertarse en esta habitación, señorita, con flores y cosas de éstas. Dicen que
no se debe dormir con flores en la habitación; pero debo decir que es muy
agradable, y tan dulce y femenino… Supongo que la hace sentirse magníficamente
por dentro. La señora me dijo que sólo tostadas para desayunar, ¿no? Pero ¿y el
señor? A los caballeros les gusta un par de trozos de tocino y un huevo frito. Lo
veo un poco delgado, como si pasara hambre. Se ha levantado muy temprano y ha
estado cazando babosas en el jardín, y le he llevado una taza de té. Parecía muy
sorprendido. Pobre anciano caballero, tan amable y bueno que parece. Creo que le
prepararé un desayuno como Dios manda.
—Tienes que hacer lo que diga mi madre —dijo Sofía mientras sorbía el té.
—Muy bie… ¡oh! —dijo Violeta, dando un traspié con sus zapatos de tacón
alto.
Pero, cuando Sofía bajó a desayunar, vio consternada que la muchacha
había hecho justicia por su cuenta.
¡Dios mío! Qué falta de tacto. Y para colmo, el señor Titmus empeoró las
cosas.
—¡Jo, jo jo! Parece que me van a malcriar.
La señora Titmus lo miró con desprecio. Cuando en sus ojos se adivinaba
aquella mirada pálida, ciega, como si les hubieran extraído todo su color azul,
Sofía, experta en interpretar signos y portentos, sabía que se estaba preparando
una tormenta. Sus hermanas bebieron el café a toda prisa y se fueron disparadas a
coger el tren a Londres de las ocho y quince. Tenían su profesión y sabían
arrinconar los problemas domésticos.
—Parece que alguien —dijo la señora Titmus clavando en el anciano
caballero aquella mirada vidriosa y opaca— estuvo vagabundeando por la casa
esta noche, encendiendo las luces. No he podido pegar ojo.
Sofía empezó a charlar sin ton ni son de las noticias que traía el periódico.
Corría el año 1938.
—¡Qué tonta eres sacando las cosas de quicio de esta manera! No entiendes
nada de lo que hablas —dijo la señora Titmus, con una malicia que estaba por
completo fuera de lugar.
—Francamente, madre, creo que tengo derecho a expresar una opinión.
—No recuerdo haber comido nunca un desayuno mejor que éste —dijo el
señor Titmus, intentando echar un poco de aceite en aquellas aguas revueltas.
¿Era posible, se preguntó Sofía exasperada, que una persona tan lela, tan
inocente, pudiera haberla engendrado?
—Creo que habrá una guerra y que estallaremos en mil pedazos —dijo en
voz alta y actitud vengativa.
En aquel momento, las perspectivas de guerra parecían una calamidad de
menor importancia que la pérdida de Violeta, que era más que inminente.
—Bueno, si estallamos, estallaremos. No se puede evitar, y no podemos
hacer nada al respecto —dijo la señora Titmus, con el tono aburrido del que no
desea oír nada más de un tema fatigoso.
Se levantó y retiró su silla hacia atrás.
—Toca la campanilla —dijo— para que la chica venga a recoger.
—Tenemos que darle tiempo a que termine de desayunar, la pobrecilla —
señaló el señor Titmus con aire jovial.
Se produjo un silencio espantoso. La señora Titmus miró fijamente a su
marido con los ojos otra vez blancos de rencor.
—¿Qué has dicho? ¿Qué palabra has empleado para la criada?
—Lo que papá quiere decir, madre —dijo Sofía, precipitándose a un lugar
donde ningún ángel se hubiera aventurado a asomar ni la punta de un dedo—, es
que es la cosa más diminuta que ha visto en su vida, como un mico o algo así.
—Bien, no quiero micos rondando por mi casa —fue el disparo final de su
madre mientras salía de la sala.
—¡Vaya, vaya, vaya! Parece que tu madre está contrariada por algo. Espero
que no hayáis sido respondonas con ella, querida mía. Me he fijado en que las
chicas tenéis tendencia a ser descaradas.
—Padre —dijo Sofía—, para describir a unas amargadas mujeres entraditas
en sus treinta no se suele aplicar un término como ése.
Empezó a recoger los platos del desayuno con manos nerviosas y algo
temblorosas.
«¿Qué le pasará?» —pensó el señor Titmus. En lo más profundo de su
conciencia, se preguntó por qué hubo de casarse con una fiera y ser padre de
fierecillas.
«No me gustan; ni una sola de ellas» —se dijo a sí mismo perversamente en
las profundidades oscuras de su ser—. «Esta muchacha es más fea que un caballo»
—pensó, contemplándola con una expresión compasiva en sus inocentes ojos de
suave color azul.
¡Oh, qué viejo cascarrabias estaba hecho en su esencia íntima! ¡Qué
desagradable y vicioso! Cuando las cosas lo superaban, tenía un atroz lenguaje
particular para expresar la exasperación que bullía en su interior. Pensaban que era
Papá Noel, ¿verdad? ¿Pensaban que era un dócil animalillo doméstico? ¡Ja! A veces
le impresionaba su propia perversidad. A veces temía el castigo de Dios. ¡Y si Él se
llevase a una de las chicas! Cuando Beatriz tuvo neumonía, él no podía probar
bocado ni conciliar el sueño, no aceptaba la comida. Si Dios hiciera una cosa así, le
partiría el corazón.
Pero, en ocasiones, experimentaba aquellos destellos de gloria; era como si
las puertas del Cielo se abrieran. De repente le venía a la cabeza una frase poética,
o sentía que las cuerdas de su corazón tocaban Los corderos pueden pastar en paz, y
entonces se sentía tan ligero y sagrado como un espíritu santo.
Tenía una expresión tan melancólica que Sofía tuvo remordimientos de
conciencia.
—Perdona, padre. Es que estoy muy cansada. Esta sensación oculta de
drama todo el tiempo… ¿Nunca has deseado morir?
—¡No, no! —dijo el señor Titmus, asustado—. Con gusanos que son tus
criados —dijo en un susurro, mirando al vacío, y se marchó furtivamente, mientras
sus deformes pantuflas le golpeaban contra los talones.
Sofía dejó caer las manos a ambos lados. Si hubiera abierto un armario y
encontrado un esqueleto sonriente, no se habría sentido más espeluznada.
—He oído sin querer lo que ha dicho —dijo Violeta, apareciendo de pronto
quién sabe de dónde, con una bandeja en la mano—. Si desea al diablo, señorita, lo
atraerá hacia usted. Perdone, pero sería más sensato desear casarse. Nunca se sabe
—añadió con aire sombrío.
Sus dulces ojos negros se posaron en el rostro de Sofía y se quedaron fijos en
él, como obstinadas abejas. Eran tan profundamente negros como el azabache, y no
se podía distinguir si lo que había en ellos era compasión o un descarado impudor.
Sofía le lanzó una mirada de reproche y salió de la sala con paso majestuoso
y una dignidad de jirafa.
Pocos días después, buscando refugio de la tensión doméstica, se fue a su
dormitorio y cogió de la estantería un libro encuadernado en piel. Tenía grabado
en letras doradas el título Morte d’Arthur, de Malory, y todas las páginas estaban en
blanco, menos las ocupadas por su escritura pequeña y puntiaguda.
«Notre domestique —escribió Sofía, con aquella tinta verde que le gustaba—
no es un pinche de cocina cualquiera. Podría haber lavado las copas de vino de los
Borgias, o mirado a través de las cerraduras de los Médicis. Tengo la sensación de
que es capaz de oír a los ratones que corretean furtivamente tras las paredes de
nuestras mentes. Yo oí uno el otro día, en un lugar poco habitual. Padre citó a
Shakespeare y me asustó. Ahora sé que es un hombre muy solo. La domestique
también lo sabe. Él ama sus rosas más que a su mujer o a sus hijas. Le duele que las
arranquen de modo indiscriminado. Lalage es cruel. Corta lo que quiere y llena los
jarrones. Cuando entra en una habitación, sacude las flores que otra persona ha
colocado, y le rechinan los dientes, como diciendo: “¡Qué poco artístico! ¡Qué falta
de sensibilidad!”. Es una persona perezosa y exquisita y, como los santos,
desprende un perfume delicioso. Éste procede, por supuesto, de una botella y no
de sus huesos; pero es tan suyo que esta última fuente parece ser la verdadera.
Tiene manos y cejas muy atractivas, y es casi la única persona de la que podría
utilizarse, sin ninguna clase de escrúpulos, el agua con que se ha bañado.
»Estoy muy preocupada por Bea. El otro día se le cayó del bolso un anillo
de casada. Se precipitó a recogerlo y yo fingí que no lo veía. Fue siniestro; como
encontrar un huevo de serpiente en un cajón y saber que por la noche, mientras
uno dormía, han ocurrido cosas extrañas. Un ratón al otro lado de la pared. Y, sin
embargo, su rostro menudo, bastante cínico, permanece impávido, y se sigue
riendo a su manera: silenciosa, interior. Es su clandestinidad lo que duele, tan
furtiva. Y, con todo, ¿qué quieres, en nuestra familia…? Me temo que V. ha oído
ese ratón. “Hay algo en Beatriz que me hace pensar en una dama divorciada,
siempre tan mundana y llena de clase. Una mujer de mundo, señorita, ya sabe lo
que quiero decir. Si usted tuviera que llevar uno de sus sombreros…, ¡pues estaría
ridícula!”
»Se lo dije a Bea y se sumió en uno de sus silenciosos ataques de risa.
“¡Pobre Sofía querida! —dijo—. ¡Procura que se lleve bien con mamá! Tu cara
estaba empezando a tener el aspecto de un viejo bolso de piel.” Lo dijo sin mala
intención.
»¿Acaso mamá odia a Violeta por alguna razón profunda, intuitiva?
»“Señor, señora. En mi vida había visto tantas cajas de pastillas y frascos de
medicinas. Hacen pensar en hospitales y en la muerte. No es bueno pensar tanto en
la propia salud… Me atrevería a decir que hace que el fin llegue antes.”
»Oí la voz de madre, algo irritada.
»“Puedes dejar mi dormitorio. Prefiero hacerlo yo misma.” No lo prefería
cuando era yo la que hacía el trabajo de la casa. Prefería escribir sus conferencias
para el Instituto Femenino.»
Sofía cerró el libro y lo volvió a colocar en la estantería. En aquella casa, con
aquel título, estaría bien a salvo de miradas curiosas. Era su consuelo, su otro yo.
Lalage y Beatriz sonsacaron a Violeta y cambiaron impresiones. Era para
ellas una fuente de diversión sin límites.
El amigo de Violeta la había dejado.
—No importa. No me ha roto el corazón —dijo ella—. No era amor, era
deseo.
Lanzó una mirada a una fotografía colocada encima de la chimenea de
Lalage.
—Perdone, señorita, pero este caballero tiene un rostro encantador.
Supongo que, si le regala flores, deben de ser bien bonitas; gardenias y eso. Pero no
es un tipo al que se pueda tener en vilo. Tiene su orgullo. Nunca se lo pedirá dos
veces, jamás. —Suspiró. —Yo nunca recibí nada de Bert, aparte de un poco de
brezo seco que le arrancó a una gitana. Era un mezquino. Su lema era “todo a
cambio de nada”. Supongo que se casará pronto, señorita, ¿verdad?
—¿Qué es lo que te hace pensar eso?
—Pelirroja y ojos castaños, y luego, sus piernas, señorita…, como botellas
de champán. Ahora que, la señorita Sofía es diferente. Sólo un hombre muy
espiritual elegiría a la señorita Sofía, y luego la amaría hasta el fin de los tiempos.
Tienes que acostumbrarte para que te entre, como se suele decir, y es el tipo más
duradero.
—¡Será bruja! —dijo Sofía cuando le repitieron estos comentarios, y, por
algún motivo, se sintió al mismo tiempo desconcertada y gratificada.
Bea podría haberlo notado. Sus pequeños ojos verdes podrían haber
escudriñado por entre sus pestañas con un destello penetrante. «Conque espiritual,
¿eh? Eso explica todas esas idas y venidas a la iglesia de San Petroc.»
Pero Lalage era demasiado indolente, demasiado indiferente. El corazón de
alguien podía partirse en dos, y ella ni lo notaría.
Fue algo extraño, pero, un día, Christian Todmarsh no le envió gardenias
sino orquídeas. Ella miró su fotografía en actitud pensativa. Sí, tenía una expresión
orgullosa. Lo perdería fácilmente y sin remedio. Lo llamó por teléfono y su
compromiso se anunció pocos días después.
—Cuando llego a una casa, siempre pasan cosas —comentó Violeta con una
caída de ojos.
—El señor y sus rosas —dijo un día, mirando por la ventana con un trapo
para quitar el polvo en la mano—. Está muy bien tener una pasión, aunque sólo
sea por las flores. Mi último caballero la tenía por los cuadros. Eran tan raros. Era
casi imposible que te gustase mirarlos. Dijo algo que nunca olvidaré. Dijo que
había un pintor extranjero que pintaba mujeres como si fueran rosas y rosas como
si fueran mujeres. Este tipo de cosas no se olvidan con facilidad. Hacen que la vida
sea diferente…, nos dan ideas y eso. La señora no tiene nada que ver con una rosa
—añadió pensativa, casi entre dientes—; pero la señorita Lalage sí. Sale de ella.
Violeta continuó patinando despreocupadamente sobre aquella delgada
capa de hielo. Parecía una lástima que un caballero con tal pasión por las rosas no
tuviera una rosa en su corazón. La señora era como un viento del Este. Hacía que
uno se marchitase de golpe. Pero no iba a echar a Violeta. Mientras estuvieran los
que la apreciaban, Violeta se quedaría donde estaba. La necesitaban. ¡Oh, con qué
desesperación la necesitaban! No entendía cómo se las habían arreglado sin ella.
Parecía estar moviéndose todo el tiempo al son de una melodía secreta. La
señora Titmus detestaba su forma de poner la mesa, haciendo posturas y piruetas
como una bailarina de ballet, colocando los vasos y los saleros con un giro de
muñeca, como si interpretase una música muda, retrocediendo teatralmente para
contemplar el resultado de su trabajo con la cabeza inclinada hacia un lado,
esperando la siguiente señal de la invisible batuta. Era todavía más irritante oírla
cantar abajo, abandonada con estridencia a su emoción, con esos horribles y
vulgares altibajos del cantor callejero que busca atormentar el corazón.
Pero había otras cosas aun peores.
—No me gusta la chica y nunca me gustará —dijo la señora Titmus—. No
deja tranquilo a tu padre. La he pillado llevándole una taza de chocolate caliente a
media mañana. Es tan insensato que no tengo la menor duda de que se lo habrá
bebido.
—Pero ¿qué hay de malo en ello? Lo hizo con buena intención. No es una
mala chiquilla —dijo Sofía nerviosa, aunque sabía que era más que inútil intentar
atenuar los delitos de Violeta.
—¡Tonterías! Vosotras, chicas, estáis idiotizadas con ella. Es un demonio.
Siempre está diciendo cosas —dijo la señora Titmus, contrayendo la boca—. Ayer
estaba poniendo sábanas limpias en mi cama y dijo: «Mire, señora, diamantes a lo
largo de todo el pliegue central».
—¿Diamantes? —preguntó Sofía desconcertada.
—Sí; habían doblado mal la sábana, como lo hacen siempre en esa
lavandería, y había unos cuadraditos. Yo ni me hubiera fijado. «Son presagios de
muerte», dijo ella. No me gustó como me miraba. Si estuviera sola y enferma, no
me gustaría estar en manos de esta chica.
«¡Qué morboso!», pensó Sofía. Ésta era una faceta nueva de Violeta. ¿No
terminan nunca los descubrimientos que hacemos sobre los más cercanos y
queridos?
Miró a su madre como si fuese la primera vez que la veía. El rostro delgado,
la nariz aguileña y el moño griego en la nuca la hacían parecer una tetera, ¿no? O el
ídolo hindú de bronce macizo que, por lo que ella podía recordar, había estado
toda la vida sobre la mesa del vestíbulo: la cabeza de Lakshmi, la diosa, traída por
algún antepasado y con la señal roja de Brahmin en la frente.
Tetera o diosa. Poseía algo de ambas en su constitución. Había consolado a
sus hijas y les había inspirado miedo. «Y ahora que somos adultas de mediana
edad —pensó Sofía (que se vanagloriaba de afrontar los hechos desagradables,
hasta el punto de ser culpable, casi siempre, de afirmaciones exageradas)—, ya no
tenemos necesidad de consuelo, pero nos quedan los restos del miedo. Todavía me
asusta que pueda leer mis pensamientos. Sigo temblando cuando se le ponen los
ojos en blanco. Esta casa, tan decadente y tan bonita, es, en parte, su creación, pero
hace tiempo que dejó de interesarle. Ha adquirido ideas extrañas sobre el dinero y
no se gastará un céntimo.»
La atmósfera de un lugar es algo misterioso. Así como el papel de la pared
se superpone a otro y a otro, hasta alcanzar un grosor de tal vez varios milímetros,
una atmósfera se asienta sobre la otra a medida que se suceden los inquilinos de
una vieja mansión. Se podía sentir (siempre y cuando uno fuera una criatura algo
exquisita y fantasiosa como Sofía) que la atmósfera de los Titmus debía parte de su
riqueza y estilo a lo que había ido absorbiendo de ellos desde los días de la reina
Ana. Le gustaba pensar que el sonido del clavicordio se había metido en la vieja
madera. El olor de las bolas perfumadas era, quizá, parte del olor peculiar de los
Titmus…, ligeramente fuerte, con un vestigio de cuero de Rusia y polvo de pétalos
que flotaba por la casa y penetraba en todas sus pertenencias e incluso se
desprendía de los paquetes que enviaban a ultramar. Todos sus seres habían
dejado huellas casi invisibles. Los muebles lo sabían. Tenían esa mirada muda pero
consciente, como si parte de la personalidad de los moradores se hubiera
transferido a ellos, alimentándolos y enriqueciéndolos. ¿Era demasiado fantasioso,
se preguntaba Sofía, creer que últimamente habían adquirido un brillo más oscuro,
extraño, un destello como el del reflejo de unos ojos negros y dulces?
Por cierto, había un sonido que había acompañado a la casa desde el día en
que se acabó de construir: el sonido de las campanas de San Petroc. Ahora habían
adquirido un significado mágico para Sofía, como los álamos aromáticos del patio
de la iglesia y la luz que penetraba por la ventana este.
—El pastor está en la sala de estar con la señora. Pero ha venido a verla a
usted, señorita —le anunció Violeta, irrumpiendo de repente una tarde en que
Sofía confiaba intimidades a su libro.
El corazón le dio un vuelco.
Violeta le clavó sus suaves ojos negros. En su rostro apenas podía
adivinarse la ligerísima traza de una sonrisa triunfal.
—¿Ha preguntado por mí? —dijo Sofía, dándose media vuelta.
—No ha preguntado propiamente, pero hay cosas que se saben sin palabras.
La señora no va a su iglesia, ¿verdad? Claro, ésa no es la parroquia de él. En
realidad, ustedes pertenecen a San Matthew. Creo que predica como los ángeles.
Siempre tan profundo. El servicio de té de plata, ¿verdad, señorita? Y enseguida
prepararé unos bollos.
Sofía bajó lentamente las escaleras. Si le hubieran dicho que iba a
encontrarse con un arcángel no se habría sentido más asustada, más torpe. Nunca
había buscado la compañía de aquel hombre que había sido tan suyo en sueños
que no podía soportar el enfrentarse a la cruda realidad. No podía librarse del
sentimiento de que el amor no deseado era la forma más vil de traicionar al amado.
Se había liberado de la mente y del corazón de él sin que él lo supiese. ¿Cómo iba a
perdonarla? Ella se había creado un mundo en el que él era su amante porque ella
no podía evitarlo. Pero estaba segura de que con un soplo de realidad su mundo
estallaría en pedazos y ella quedaría hecha trizas. Y sin embargo una excitación
terrible y dolorosa llenaba su corazón.
—Soy la rosa de Siria y el lirio del valle —se dijo al verse reflejada en el
sombrío espejo veneciano del vestíbulo, hablando como en su mundo de ensueños.
Porque seguro que debía de ser todavía un sueño. No podía ser que él se hubiera
entrometido en el mundo real, donde la gente se saluda con un apretón de manos,
y toma el té y conversa.
Lo extraño fue que cuando entró en la sala, el corazón del señor Chandos
dio un inesperado vuelco de reconocimiento. Desde lo profundo de su ser, una voz
le dijo: «Éste es el rostro que he estado buscando. Ésta es la mujer de mis sueños».
Pero Sofía, al mirar los brillantes ojos pálidos del color del mar, fríos como
aguamarinas, pensaba: «No podré resistir la agonía de amar a este hombre». El
contacto de su mano la dejó helada. Notó algo extraño y terrorífico, como si
hubiera tenido una rana en la palma de la mano. Sintió frío en la cabeza y un
hormigueo, como si el contacto con la extraña carne del amado se la hubiera
congelado. Se frotó la mano en los pliegues de su vestido, pero seguía sintiendo
aquel destello desconocido, helado.
«Sofía se está comportando como una tonta —pensó la señora Titmus—. Si
pudiera enseñarles.» Pues, en sus sueños, seguía siendo la chica de antaño; otra
Lalage, pero mucho más vivaz e intensa. Lalage nunca conocería los triunfos que
ella había saboreado. Recordaba aquel vestido que había llevado y que había
prendado a todo el mundo en el Baile de Caza de aquel año. Él la había besado en
el hombro, a oscuras. No podía oír la Invitación al vals sin recordarlo. ¡Qué amante
había sido! Pero lo había perdido hacía tiempo. Nunca lo identificaba con el
anciano señor Titmus, aunque ambos eran la misma persona. Le parecía extraño
tener que estar casada con aquel viejo impostor. Un día le había oído decir en el
cuarto de baño: «Y ahora, ¿dónde ha escondido mi navaja de afeitar? ¡La vieja…
gata!». ¡Qué traidor! La había afectado profundamente.
Acudió en ayuda de su hija, torpe e inútil.
—Mi hija dice que los cantos de San Petroc son preciosos. Ella tiene un gran
sentido musical y una afinación perfecta, lo cual es bastante raro, ¿verdad? Eso
dicen.
El señor Chandos sonrió y miró a Sofía. No podía apartar los ojos de aquel
rostro. Tenía unos rasgos que lo fascinaban, como un mapa antiguo con sus
inscripciones de «Aquí hay dragones» y otras indicaciones extrañas. Era un rostro
único. Las caras nuevas, por lo general, resultan familiares. No nos sorprenden por
su carácter desconocido, sino que con mucha facilidad quedan relegadas a las
diferentes categorías de rostros que dibujamos mentalmente. Sólo la historia nos
ofrece por excepción un rostro con un rasgo de un encanto desconocido, irresistible
y distinto. Para el señor Chandos, el rostro de Sofía Titmus poseía esta cualidad. Su
dulce nombre aterciopelado le fascinaba.
—Usted no comulga. No la hubiera olvidado —dijo el señor Chandos,
formando una pirámide con las yemas de sus dedos y apoyando sobre ella la
barbilla.
—No, no. Soy una oveja perdida. Entré una tarde para oír los cánticos y
luego usted hizo una homilía; y citó a Donne. Y luego tuve que afiliarme a su
congregación. Pero, ¿cómo lo sabía?
—Un miembro de su casa, Violeta Wilson, me lo dijo.
(¡Esa chica!, pensó la señora Titmus con un ligero escalofrío, como si una
oca hubiera pasado por encima de su tumba, y Sofía, absorta y como hechizada,
empezó a pensar en cosas de brujas, de tal forma que su propia voz, en medio del
triple círculo que parecía haberse tejido alrededor de ella, le parecía extraña.)
—¿Le gustó mi sermón, señorita Titmus?
—¿No se lo he dicho ya? Veo que los sacerdotes tienen sus vanidades, como
otros artistas.
Qué hueca y lejana le sonaba su propia voz, como el eco de la voz de un
desconocido en una gruta.
Semanas más tarde se decía a sí misma asombrada: «No tenía idea de que
era tan fácil. No tenía ni idea. Ni idea».
Porque lo inimaginable había sucedido. Había dejado de ser un arcángel,
para ser su propio Paul.
Pensó que todo el mundo se daría cuenta, cuando entró en la casa, flotando
con la luna enredada en su cabello. Pero cuando miró a la sala de estar, nadie
parecía saber que algo tremendo había sucedido. Estaban haciendo cosas tontas,
sin importancia, pobres desdichados apegados a las cosas terrenas, y le lanzaron
una mirada indiferente y sin brillo.
Se retiró y vio a Violeta saliendo del estudio del señor Titmus. Llevaba una
bandeja de té. Había servido al viejo caballero en la mejor porcelana de su mujer y
en el plato de plata, que todavía contenía restos de las tostadas con mantequilla
prohibidas, que tanto le gustaban. Un ramillete de flores silvestres en un vaso de
vino coronaba el efecto general festivo y afectuoso. Violeta estaba jugando su juego
favorito de saltarse las reglas de la señora. Estaba regando el anciano corazón
marchito. Proyectaba sobre él rayos de amor y lo despertaba de nuevo. Estaba
malcriando al viejo gato en su hora de declinación.
—¡Pobre anciano caballero! —dijo con una mirada de soslayo—. Le gusta
que le dediquen un poco de atención.
Sonrió con seguridad y autocomplacencia y luego, al fijarse en el rostro de
Sofía, casi se le cae la bandeja.
—¡Oh, señorita! ¿Qué pasa? ¡El deseo de su corazón hecho realidad, eso es
lo que es! Qué contenta estoy.
En su cara había una extraña expresión de triunfo.
Al fin y al cabo, es mérito suyo, pensó Sofía.
—Siempre que llego a una casa pasan cosas —dijo Violeta entre dientes.
De pronto, Sofía recordó una baraja de cartas grasienta que había
descubierto un día buscando algo en un cajón de la cocina.
—¿Haces solitarios aquí abajo por las noches? —le había preguntado, con
una punzada de compasión.
—No los hago —había replicado Violeta—. Me salen como quiero que
salgan. Es maravilloso lo que te dicen, si posees el don.
Ahora Sofía estaba conmovida y la rodeó con su brazo.
—Nunca olvidaré que te lo debo a ti —le dijo con suavidad.
—No tiene importancia, señorita —dijo Violeta, dejando caer los párpados.
Había en su cara una expresión inescrutable, como si supiera lo que ella sabía—. Y
ahora está la señorita Beatriz. Pero las cartas no le salen bien. Todavía no, no. Un
hombre casado, diría yo, señorita.
—¿Qué quieres decir? No debes decir esas cosas. ¡En mi vida había oído
tamaña tontería! —dijo Sofía, profundamente alarmada.
—¡Oh, no se preocupe, señorita! Puede confiar en mí. Soy tan secreta como
una tumba. —Y desapareció por la puerta de servicio en dirección a sus aposentos.
En dirección al as de espadas y a los ratones, pensó Sofía con un leve
estremecimiento. El Amor, pensó, y la Muerte, manejados en la mesa de la cocina
por aquellas manos pequeñas y astutas.
Así que, de alguna manera, estaba preparada para aquel terrorífico
momento en que la señora Titmus subió las escaleras y fue hasta su habitación.
Su mirada, enfermiza y descompuesta, como si su orgullo se hubiera
desmoronado, hirió a Sofía y la sorprendió.
Miró por detrás del hombro y cerró la puerta con aire furtivo.
—Sofía —dijo en un estado lamentable y con una voz extrañamente
enigmática—, esa chica…, la he visto. Estaba marcando rombos en el mantel.
—¡Oh, querida madre, tiene que irse de inmediato! —gritó Sofía, rodeando
la escuálida figura de su madre con sus brazos.
Porque ahora sabía que Violeta, con deseos de muerte en su corazón, era tan
peligrosa como tener en casa un leopardo amaestrado.
Las ciruelas[*]

AMA ATA AIDOO

Ella era una joven mamá que paseaba a su bebé en un cochecito. Más
adelante, le diría a Sissie que lo hacía con mucha frecuencia. Fue y se detuvo donde
estaba Sissie, en el puesto redondo del centinela, y miró la ciudad y el río.
Había un castillo
que, según el folleto,
era uno de los más grandes de toda
Alemania.
¿Alemania?
¿El país de los castillos?
Y ¿quién era aquel
Príncipe,
aquel Dueño y Señor
que había construido uno de
los castillos más grandes de todos,
que poseía las
tierras
más extensas, el
número de
siervos más elevado?
Y te preguntabas,
mirando el río,
a cuántas
vírgenes
habrá desflorado en sus noches de bodas
nuestro Soberano Dueño y Señor
mientras sus jóvenes
esposos, en
una agonía de ojos inyectados
y chirriar de dientes, su
virilidad
herida…
Pero «no todos los días son iguales», dijo el viejo
muro de la ciudad
y ahora el castillo es un albergue juvenil.
—¿Eres hindú? —le preguntó a Sissie.
—No —respondió ella.
Sabiendo que podría pasar por ello
si no fuera por el cabello.
Tal vez había oído su respuesta. Tal vez no. Pero seguía hablando; las
palabras salían a borbotones de su boca, como si hubiera planeado aquel encuentro
e incluso escrito los comentarios iniciales.
—Sí, me gustan mucho los hindúes. Trabajaban en el supermercado. Eran
muy simpáticos.
—¿Qué hindúes?
—Aquellos dos. Fue antes del invierno pasado. Durante mucho tiempo. Y
luego se marcharon. Me gustan mucho.
Sissie pensó que habrían sido de sexo masculino.
Hecho descartado.
Dos hindúes en una pequeña ciudad que alberga a
los siervos,
esclavos del Señor que
poseía uno de los
castillos más grandes de toda
Alemania…
Es un
largo viaje de
Calcuta a
Munich:
los aviones te traen aquí.
Pero ¿qué más hacen
las aves migratorias del mundo,
empezando con tan
pocas plumas también, que
caen
y
caen
y
caen
desde constantes vuelos y distancias?
Mi
vecino antillano y su mujer hicieron las maletas una mañana para irse a
Canadá, diciendo:
—Dicen que
los salarios
allá son bastante
suculentos.
Así que se fueron a Liverpool
a esperar un barco
que tendría que haber zarpado al
día siguiente. O eso era lo que pensaban ellos.
Pero llegó al muelle
Meses
más tarde.
No
Me
Preguntes
cómo se las arreglaron
con dos críos.
Pero
todos los viajes terminan en la puerta de una casa, y
también ellos
llegaron a Canadá,
donde
él, mi vecino,
murió
demasiado pronto:
un absurdo accidente en relación con
cámaras subterráneas,
suministros de oxígeno y
ordenadores que se echan una
siesta…
antes de que
firmaran los contratos.
Ella, la viuda de mi vecino,
resolvió dirigirse con los niños a
una prima lejana que
debía de estar
viviendo en
Newark,
New Jersey.
Pero no se habían visto
desde hacía años
desde que
la viuda de mi vecino se marchó de
Las Islas para hacer de niñera
en Gran Bretaña,
mientras que su
prima lejana se dirigía a los
EE.UU.,
Donde
todos sabemos que
un negro puede hacer más dinero
que cualquier otro de piel oscura
en cualquier otro lugar
de la Commonwealth…
¿Sí?
Pero aparte de
mantener correspondencia con
lejanas primas niñeras,
otros deberes nos reclaman:
la viuda de mi vecino antillano
desconocedora de que
cuando el Canadian Pacific
se dirigía a Nueva Inglaterra
a su prima lejana
la alcanzó un disparo…
«Todos los negros pueden morir:
todos posibles francotiradores
y
a ellos les da igual.»
¿Las plumas?
Ellas
caen
y
caen
y
caen, sobre
muchos
mares y
tierras,
hasta que
la última ala
cae: y
con la piel expuesta a los
vientos fríos o al
calor,
helada o
requemada,
nos
morimos.
Sissie miró a la joven madre y se le ocurrió que Allí,
Allí
al borde de un bosque de pinos en
el corazón de Baviera, entre las ruinas de uno de los
castillos
más grandes de toda
Alemania,
NO PUEDE SER NORMAL
que a una joven
ama de casa alemana
le gusten
dos hindúes
que trabajan en
supermercados.
—Mi marido se llama
ADOLF
y nuestro hijito también.
—¿De dónde eres? —le preguntó a Sissie.
—De Ghana.
—¿Está cerca de Canadá?
Tal vez
sudamericano precolombino con un poquito
de imaginación,
pero ¿esquimal?
No.
Demasiada
diferencia
en el color de la piel
forma de los ojos…
Gracias por el cumplido, señora,
Pero
no.
—Me gustaban mucho los dos hindúes que trabajaban en el supermercado
—insistió—. ¿Y dónde está Ghana?
—En África Occidental. La capital se llama Accra. Está…
—Ah, ya, ya, es el país donde tienen al presidente Nukurumah, ¿no?
—Sí.
—Mi nombre es Marija. Pero personalmente me gusta el nombre inglés,
Mary. Por favor, llámame Mary. ¿Cómo te llamas?
—¿Mi nombre? Mi nombre es Sissie. Pero también solían llamarme Mary.
En la escuela.
—Mary… Mary… Mary. ¿Dices que te llamaban Mary en la escuela?
—Sí.
—¿Cómo a mí?
—¿Sí?
—¿Por qué?
—Procedo de una familia cristiana. Es el nombre que me impusieron
cuando me bautizaron. También está bien para la escuela, y el trabajo y para ser
una señorita.
—Mary, Mary… ¿Y eres africana?
—Sí.
—¡Pero es un nombre alemán! —dijo Marija.
¿Mary?
Pero es un nombre inglés, dijo Jane.
María, Marlene.
Es un nombre sueco, dijo Ingrid.
Marie es un nombre francés, dijo Michelle.
Naturalmente
Naturally
Naturellement
Natürlich!
Mary es el nombre de cualquier persona pero…
Es un precario consuelo que en algunos lugares,
los pacientes y sufridos
misioneros no lleguen tan lejos
como para
llamar al púlpito
a un hombre y a su mujer que
luchan por la noche
ni
les den latigazos
delante de
toda la congregación de los
REDIMIDOS
Pero con mi hermano,
fueron
demasiado
lejos.
Le enseñaron, entre otras cosas,
entre muchas otras cosas,
que
para que un niño crezca
y sea
una persona digna del cielo,
tiene
que tener,
por encima de todo,
un nombre cristiano.
Y ¿para qué le va a servir a un nativo que
tiene
sistemas de dar
a un niño
a una niña
dos
tres nombres o
más?
Yaw Mensah Adu Preko Oboroampa Okotoboe
Oh, hermano mío…
Hubo un día en que
las voces cantaron
los cuernos sonaron
los tambores redoblaron para
aclamar a
Yaw
por haber nacido en jueves
Preko
simplemente para exaltar a Yaw
Mensah
el tercero de una serie de varones
Adu
nombre del padre
después de un antepasado venerable,
Okotoboe
para ensalzar el poder de Adu.
No, hermano mío,
ya no
nos importa
esta
mierda
antropológica:
Un hombre podrá tener
diez nombres.
Todos serán lo mismo:
pagana
hereje
abominable idolatría a
juicio de
Dios,
quien, bendito sea,
es un
anciano
caballero
europeo
bastante
agradable
con una barba blanca al viento.
… Y está sentado flanqueado a ambos lados por ángeles que pasan lista a
Los Elegidos.
Señor,
permite que nosotros, Tus Siervos, vayamos en paz
a nuestro descanso,
nuestro olvido, y que nunca
nos atrevamos a esperar
que los ángeles que pasan lista en
latín, probablemente,
retuerzan sus lenguas tan delicadas
para pronunciar nombres como
Gyaemehara,
puesto que, querido Señor, Vuestros
Ángeles, como Vos,
son occidentales
blancos
ingleses, para ser exactos.
¡Oh, amado César visionario!
No hay otra clase de
ángeles, aparte de
Lucifer, pobre Diablo Negro.
Marija era cariñosa.
Demasiado cariñosa
para Baviera, Alemania,
por lo que había aprendido hasta el momento.
Se reía con facilidad. Sus pequeños dientes salientes, blancos y relucientes,
en contraste con sus finos labios pintados de un rojo vivo.
Los dientes blancos
solían ser una de las
poco agraciadas características de los
monos y los
negros.
Todo eso ha
cambiado ahora.
Los dientes blancos están de moda, hermano mío,
porque Alguien está
haciendo
dinero a costa de
los dientes blancos.
—Me gusta ser tu amiga, ¿sí? —preguntó Marija ilusionada.
—Sí.
—¿Y te llamo Sissie…, puedo?
—Claro.
—Y ¿qué nombre es éste, «Sissie»?
—Oh, no es más que una forma bonita de llamarme «hermana»[4] la gente
que me quiere mucho. En especial si no hay muchos bebés hembras en la familia…
una de las pocas maneras en que un concepto originario de nuestras viejas
tradiciones ha quedado bien expresado en inglés.
—¿Sí?
—Sí… Aunque, incluso en este caso, tuvieron que imponer la palabra
inglesa de algún modo.
—Tu gente presta mucha atención a las pequeñas cosas de los demás, ¿sí?
—Sí, porque, hace mucho tiempo, los demás era todo lo que la gente tenía.
—Ah, ya. Y tú, ¿tienes muchos hermanos y ninguna hermana?
—No. Bueno, en mi caso no funciona así. Me llaman Sissie por otra cosa.
Otra razón… relacionada con la escuela y con estar con muchos chicos que me
trataban como si fuera su hermana…
—¿Ah sí?
—Sí.
—Me gustaban muchos aquellos hindúes. Cuando te oigo hablar inglés me
haces pensar en ellos.
Una herencia común. Un
dudoso convenio que nos dejó
saqueados de
nuestro oro
nuestra lengua
nuestra vida —mientras nuestros
dedos muertos estrujaban
el inglés— una
dudosa arma elaborada
en otro lugar para dar poder a un
alma que ya ha
huido.
UNA VEZ, dijo ella,
yo también conocí a un hindú
en Gottingen o por allá.
Mis sentimientos eran confusos,
no querían, o sólo querían,
escuchar a cualquier otro
amigo de cualquier otro lugar:
«Somos víctimas de nuestra Historia y nuestro
Presente. Colocan demasiados obstáculos en el
Camino del Amor. Y ni siquiera podemos disfrutar
En paz de nuestras diferencias.»
D’accord
D’accord.
Mi hindú había vivido en
Alemania «durante unos cuantos años».
Estaba claro que también durante unos cuantos
años, había sido doctor, farmacéutico general para
las dolencias imaginarias de los
barrios residenciales de Alemania.
Lo miré
y se me despertaron
imágenes del recuerdo,
reconstruidas de los relatos
de otros viajeros sobre personas enfermas en
Calcuta.
—¿Por qué te has quedado
aquí?
—¿Qué quieres decir?
—¿Por qué no volviste
a casa?
—¿Adónde?
—¿Tanto
te necesitan
aquí
como doctor?
Mi voz se iba elevando nerviosa,
yo estaba a punto de estallar en sollozos.
—Mmmm —gruñó él—,
una de esas Idealistas, ¿eh?
Yo, a la defensiva:
—De acuerdo.
Si soy idealista
¡déjame ser idealista!
—¿Dices que eres de
Ghana?
—¡Sí!
—Pues bien —dijo, sonriendo encantado—.
Aquí hay tantos doctores de Ghana
ejerciendo, como hindúes… de hecho
aun más, si consideramos las medias de población respectivas.
—Lo sé.
Lo sé.
Mis estúpidos temores en aumento,
él sacudiendo la cabeza y chasqueando la lengua.
Pero preguntándose al mismo tiempo qué
le haría hacer.
Yo sin saber qué decir.
Pero teniendo que aceptar
—Ir a trabajar a un
hospital estatal es una
esclavitud
innecesaria…
A menos que seas uno de los buenos
ansioso de utilizar
camas estatales
fármacos estatales
tiempo estatal para pacientes
civilizados y privados,
magnates de los negocios,
otros astutos funcionarios
que sólo saben cómo
tratar al público despóticamente,
colocar hermanos masones y
compañeros de clase,
cualquier
bribón que pueda pagar por
él o por su
mujer.
—500 por un chico,
400 por una chica.
¿Qué tiene de sorprendente
que cueste un poco más hacer un niño?
Ocupados como estamos
en construir en serio,
firmes, sólidos cimientos para
nuestras dinastías de zombies?
Pero luego.
—Tratarán al doctor como a un perro
si pueden hacerlo.
Y él, mi hindú, en un
orden social que
se congeló hace mil años,
se moriría de hambre
hoy
si no «abriera una
consulta privada
en cualquier rincón de su
patria».
Un hijo de Dios atendiendo a los
hijos de Dios, que, aun siendo
los propios bebés de Dios,
no pueden pagar el
Seguro Social, sino que viven del
aire y de las glorias de los ricos que
van y vienen:
alimento excelente para el
alma, sin duda:
pobre dieta para un bebé.
Así que, por favor,
no me hables de la
fuga de
cerebros.
¿Quién de nosotros se queda en estos días
sino aquellos de nosotros que tienen miedo
a no sobrevivir en el extranjero,
por una u otra razón?
Oftalmólogo de Gambia en Glasgow,
especialista de pulmón filipino en Boston,
especialista de cáncer brasileño en
Brooklyn o
Basilea o
Nancy.
Mientras en casa,
dondequiera que se encuentre,
cuerpos con los miembros y los sentidos deshechos
dejan
sus corazones sanos para
ser trasplantados al
pecho de los vecinos blancos…
y
tropas de pacificación y otros voluntarios
que en sus ciudades de origen tal vez no
se acercarían a pacientes
aquejados de alergia, junto con
la incompetencia local
preparan
extrañas cajas para
los entierros…
Quedaron en que Marija iría a recoger a Sissie al albergue juvenil ex castillo
al día siguiente alrededor de las cinco de la tarde y la llevaría a su casa.
Las cinco era una buena hora para planear una salida. Porque,
generalmente, Sissie y los demás jóvenes regresaban del criadero de abetos sobre la
una o las dos. A eso de las tres ya habían terminado de almorzar. Patatas, estofado
alemán, queso, col fermentada, pescado en alguna de sus formas, otros alimentos.
Y siempre, tres tipos de pan distintos: pan blanco, pan negro y pan de centeno.
Toneladas de mantequilla. Frascos de mermelada. De hecho, las porciones de cada
comida eran suficientes para mantener durante un mes a un trabajador de canteras
de dos metros. Todo lo cual estaba muy bien para los jóvenes. Así que incluso
después de un copioso desayuno, cada uno de ellos tenía que llevarse uno o dos
bocadillos gigantescos para tomar a media mañana.
Se atiborraban.
Oh sí:
lindos cerditos adolescentes de
Europa
África
Latinoamérica
Oriente Medio,
dándose cuenta tan
rápidamente como sólo los jóvenes son capaces,
de que quizás allí en
Baviera,
junto al Salz, que fluía dulcemente,
nadie necesitaba su trabajo
desde luego, no su fuerza muscular:
Por supuesto, no lo necesitaban en ninguna de las maneras que Sissie había
conocido, como miembro de INVOLOU:
Ayudando a un pueblo a construir la escuela,
con un sentido misionero de la gratificación,
excavando un pozo con nuevas técnicas
convirtiendo una
carretera local de séptima categoría en una
carretera local de segunda…
Y cuando pasas por allí, años más tarde,
te sube un calor desde el pecho,
cuando ves un
mercado nuevo
donde habías compartido el
arroz Jolof,
sin carne
apenas suficiente
cocido desigualmente.
Por todo el Tercer Mundo,
oyes la misma historia;
los gobernantes
dormidos a todas las cosas
en todo momento,
conscientes sólo de los
ricos, a los que reúnen en un
coma,
intravenosamente…
Para que
no se vea que estaban
comiendo, a no ser por el
ocasional churrete delator
en la periferia de la boca.
Y cuando se despiertan sobresaltados,
miran a su alrededor con
ojos que no ven, como simples
sonámbulos en una pesadilla.
En consecuencia,
no se hace nada en
pueblos y ciudades,
si
no existen voluntarios,
locales e indiferentes.
Los hay de otras clases:
importados
ilusionados,
cariñosa ayuda extranjera
que, con el tiempo, cobrará
mil
por cada caballo de vapor invertido.
Sissie y sus compañeros tenían que estar allí, riendo, cantando, durmiendo
y comiendo. Sobre todo comiendo.
Así que
se atiborraban
con una cierta serenidad
que estaba por encima de toda comprensión.
No sentían necesidad de preocuparse por quién debería desear que
estuvieran allá comiendo. ¿Por qué iban a hacerlo? Aunque el mundo sea duro, no
está mal que te paguen por tener un orgasmo…, ¿no? Naturalmente, luego, cuando
lleguemos a ser
Diplomáticos
catedráticos visitantes
expertos locales en áreas sensibles
o bien
personas de esas sin escrúpulos,
habremos perdido incluso esta pequeña conciencia de que, en primer lugar,
se nos envió una invitación…
Mientras tanto, todo lo que Sissie y sus compañeros tenían que hacer como
trabajo estaba en el criadero de abetos; cubrir con turba las bases y los tallos de los
brotes de los abetos. Protegerlos del frío del próximo invierno. Los chicos cargaban
la turba con palas en las carretillas y la llevaban hasta las chicas que la esparcían.
En el jardín había también campesinos bávaros. Mujeres de mediana edad.
Al principio, los jóvenes no sabían situarlos. Luego, se dieron cuenta de que eran
empleados de algún ente público y de que, en realidad, ellos estaban
desempeñando su trabajo. Algunos de los jóvenes no estaban a gusto plantando
pequeños abetos. Especialmente los europeos. Poco acostumbrados como estaban a
ser útiles en sus hogares de clase media, se habían alistado como voluntarios
internacionales con la esperanza de llegar hasta las multitudes de la tierra
castigadas por la pobreza. Mala suerte: algunos de sus amigos no habían podido
siquiera salir de casa. Demasiadas solicitudes. Durante algún tiempo, les habían
hecho creer a algunos que irían aunque sólo fuera al sur de Italia. Pero ahora se
encontraban en el sur de Alemania, ¡plantando futuros árboles de Navidad!
Las damas bávaras iban todos los días a supervisar el trabajo que realizaban
los jóvenes. O, para ser más exactos, iban sólo para estar con ellos, junto a ellos,
animarlos. Y cuando tenían la sensación de que die schönenkinder se tomaban el
trabajo demasiado en serio, se les acercaban y les daban palmaditas en la espalda,
uno tras otro, diciéndoles que fueran más despacio. Seguramente ellas sabían con
toda certeza lo que los jóvenes sólo podían adivinar: que todo aquel jaleo no era
más que una excusa para conseguir que las voces de los niños del mundo
resonaran libremente por entre los viejos bosques.
Después
de cada experiencia traumatizante
la Madre Tierra se recupera.
Esto es verdad, por supuesto,
pero con bastante esfuerzo,
por lo apaleada que está.
No está de más que la ayudemos
de vez en cuando.
Las señoras bávaras iban vestidas de negro: todas y cada una de ellas, cada
día.
Viudas
viudas
todas viudas,
por lo que había aprendido hasta el momento.
Necesitaron la sangre de sus maridos
para mezclar el cemento para
erigir los muros del
Tercer Reich. Pero
sus cimientos se desmoronaron antes de que los muros
terminaran de ser construidos.
Dios mío,
Dios mío,
cómo me recuerda esto a los
reyes Abome de Dahomey.
Por eso
se preguntan,
se preguntan si, en caso de
dejar de cultivar los abetitos, quizás
otra cosa,
sembrada allí
hace muchos, muchos años, en
aquellos bosques bávaros,
¿BROTARÍA?
Marija fue a buscar a Sissie y la llevó a su casa, que resultó hallarse al otro
extremo del pueblo. El edificio, una casita de campo exquisitamente nueva, era la
última de una hilera de casitas exquisitamente nuevas, favorecidas por el follaje de
verano de las enredaderas.
Como las demás, tenía un jardín trasero donde Sissie vio varios tipos de
verduras plantadas. Reconoció a un viejo, viejo amigo. El tomate. Aunque tan
uniformes y exuberantes, aquellos tomates parecían extraños frutos exóticos.
Sensuales, color carmesí, pulidos.
De todas formas, había árboles frutales auténticos en el jardín. Sissie pidió a
Marija que se paseara con ella mientras trataba de identificar las manzanas, las
peras, las ciruelas, rememorando las ilustraciones de sus libros de texto escolares:
Paisajes conocidos
territorios familiares
pampas de Australia
estepas de Eurasia
praderas de América
kumis
coníferas
nieve.
Aunque allá afuera, al sol africano,
hundían sus raíces durante siglos árboles gigantescos y
pequeñas plantas
florecían y
morían,
sin que las notas de geografía
los mencionaran.
Entraron en la casa, se sentaron, charlaron de esto y aquello, y por último
tomaron café con galletas.
Marija se resistía a que Sissie se marchase temprano. Le explicó que el turno
de Adolfo Mayor duraba todo el día y media noche. Por lo tanto, no había
necesidad de hacer la cena. Podía improvisar una comida ligera y así cenar las dos
juntas. Tenía mucho queso, salchichas, fruta y, sí, sí, carne fría…
—¿Carne?
—Carne, ¿sí?
—Ah, ya.
Sí, claro que Adolfo Mayor vendría a casa, pero tarde, muy tarde, y tan
cansado que no comería nada. No habían acabado de pagar la exquisita casa
nueva, informó Marija a Sissie, por lo que Adolfo Mayor tenía que hacer horas
extraordinarias, muchas horas extras.
Cuando finalmente Sissie logró convencer a Marija de que tenía que
regresar al albergue juvenil, Marija sacó de inmediato dos bolsas de papel de
estraza llenas de manzanas, peras, tomates y ciruelas.
Pero
las ciruelas.
Qué ciruelas.
Aquellas ciruelas.
Sissie nunca había visto ciruelas antes de ir a Alemania. No, nunca había
visto ciruelas de verdad, vivas. Ciruelas en almíbar, sí. Secas, en almíbar,
confitadas, en lata…
Alabado sea el Señor por todas las cosas muertas.
Primer plato:
crema de espárragos
treinta meses en una lata
de aluminio.
Segundo plato:
pollo moriturus con
salsa de curry precocinada
en Shepherds Bush:
y como estamos aprendiendo a tomar
postres —sello auténtico de una clase ociosa—
ciruelas en lata
peras en lata
manzanas en lata
albaricoques
cerezas.
Hermano,
la lógica interna es así de dura:
la única forma de acabar siendo
buitres culturales
es alimentarse de carroña desde el principio.
No puedes alcanzar los
moribundos objetivos de una
educación peligrosa empleando
fuerzas vivas.
En consecuencia, como
«Los fantasmas saben hacer sus cálculos»,
el doctor Intelectual Nacidomuerto
—con perfecta razón—
se puede romper el alma reclutando
cadáveres académicos en Europa.
Espectrales por la edad
o simplemente vulgares.
Sissie había visto ciruelas por primera vez en su vida en Frankfurt, y lo
mismo le había ocurrido con las peras, los albaricoques y otros frutos del
Mediterráneo y zonas templadas. En las semanas siguientes iba a verlos a
montones allá donde fuera, a lo largo y ancho de Alemania. Estaban en pleno
verano y las paradas de fruta estaban repletas. Ella había decidido que, por el
hecho de ser fruta, toda le gustaba, pero sus dos preferidas iban a ser las peras y las
ciruelas. Y se atiborraba de ellas. Así que tenía buenas razones para sentirse
fascinada por la calidad de las cerezas de Marija. Tenían un tamaño, lustre y
suculencia que no había visto en ninguno de aquellos países extranjeros. De lo que
se daba cuenta, sin embargo, era de que aquellas ciruelas bávaras debían su gloria,
tanto a sus ojos como a su paladar, no a aquel precioso y negro suelo bávaro, sino a
otras cualidades que ella misma poseía en aquel mismo momento:
Juventud
paz espiritual
sensación de libertad:
conciencia de que eres un artículo escaso,
sentirse
amado.
Nuestra Hermana se sentó, acariciando con la lengua las orondas ciruelas
con un color de piel casi como el suyo, mientras Marija le contaba que las había
elegido especialmente para ella, del único árbol del jardín.
En los días siguientes, Marija fue al castillo cada tarde a las cinco a buscar a
Sissie. Evitaban la calle principal y tomaban un sendero a
través del parque donde paseaban a Adolfo Pequeño un rato antes de
dirigirse a casa. A veces se sentaban y conversaban. O, más bien, Marija
preguntaba mientras Sissie, en sus respuestas, le hablaba a su amiga de su
loco país y su
todavía más loco continente.
Otras veces, se sentaban sin más, cada una absorta en sus pensamientos. De
tanto en tanto una de ellas miraba a la otra. Si sus miradas se cruzaban, se
sonreían. Al final de cada jornada, volvía al castillo más tarde que la noche
anterior. Y también más cargada. Porque siempre había un par de bolsas de papel
de estraza, llenas de golosinas, fruta y ciruelas. Siempre había ciruelas. Sissie se
percató de que Marija las cogía veinticuatro horas antes y las tenía toda la noche en
una bolsa de polietileno; era un proceso que ablandaba las ciruelas y las libraba de
su sabor excesivamente fuerte, conservando un suave aroma dulce.
Sí,
el trabajo es el amor hecho visible.
Y por ello los compañeros de Nuestra Hermana en el albergue juvenil, antes
castillo, la conocían con el nombre de «La Portadora de Golosinas Después de
Apagar la Luz».
La cena era a las siete. Y, habida cuenta de las cantidades servidas y de la
abundancia general y de que no había nada que hacer después aparte de cantar
canciones y charlar, la mayoría de los jóvenes estaban listos para retirarse pronto a
dormir. Sólo que el entorno era perfecto para desvelar a cualquiera. Pues ¿quién
conoce un mejor inspirador de amores adolescentes, al estilo europeo, que
un antiguo castillo en ruinas al borde de un
melancólico bosque de abetos, en la
orilla de un río de suave fluir que
despide destellos de plata
bajo el sol
de medianoche?
Así que había muchas manos entrelazadas y besuqueos a lo largo de los
pasillos adoquinados. Miradas pensativas clavadas en los remolinos plateados del
río.
Las promesas realizadas no iban a cumplirse. Pero, ¿a quién le importaba?
El amor siempre es mejor cuando está
predestinado…
Si Sonja Simonian, judía,
segunda generación de inmigrantes de
Armenia a Jerusalén
se enamora de Ahmed Mahmoud bin
Jabir, de Argelia…,
¿quién se atreve a
tener esperanzas? ¿O a no tenerlas?
Otros se perdían completamente en el gran romanticismo del conjunto. La
mayoría de los compañeros de habitación de Sissie eran de ese tipo de niños. Sin
embargo, también ellos permanecían despiertos. Se podían meter en sus literas,
pero hacían batallas de almohadas, esperando su regreso, una hora más o menos
antes de media noche. Esto tampoco era sorprendente, porque estaban en pleno
verano y los días eran muy largos.
Tan pronto como oían el sonido de su figura que se aproximaba, saltaban de
la cama, al grito de uno de ellos que decía:
—¡Las ciruelas!
Gritando y aullando como cachorros, saltaban sobre ella, agarraban las
inevitables bolsas de papel marrón y devoraban su contenido. Ya nadie podía irse
a dormir hasta que hubiese desaparecido la última ciruela.
Estaba Gertie, de Bonn; libre, ligera… era Gertie.
Jayne, de East Putney, Londres, cuya madre destrozó los oídos de Sissie con
su acento:
—¡Querida, Jayne ha estado fuera todo el día!
Nuestra Hermana, cuyos profesores, nativos británicos y de formación
británica, se habían pasado horas moldeando su lengua con los entresijos de la
Pronunciación Recibida…
Marilyn. Llevó a Sissie a ver su universidad de magisterio una tarde. Estaba
en las afueras de Londres. Y la primera cosa que hizo fue señalar a Sissie la única
chica negra del campus. Con el triunfo escrito en su rostro.
Siempre ocurre así.
A los nueve años, una pieza de exhibición;
a los dieciocho, un encanto.
¿Qué serás
a los treinta?
Un perro entre los dueños, el
más magistral de los
perros.
Papá es el ministro de Educación
en mi país. Sabe dónde está la
calidad. Así que, la
educación y otras
cosas esenciales, las encarga directamente a
Europa. Y realmente es
mejor si vamos allá.
Nos matriculó
cuando teníamos seis meses,
nunca es demasiado pronto, ya sabes…
Sissie tenía un fuerte poder de convocatoria en la Baja Baviera. Parecía que
cualquier función abierta que se organizase para los voluntarios se convertía en un
éxito automático si ella se hallaba presente.
Porque para aquellos nativos, la mera presencia de la chica africana era algo
extraordinario.
Algunos de ellos se habían cruzado con negros en algún viaje esporádico a
Munich. Negros que, ya fueran soldados americanos de las bases militares de la
OTAN o estudiantes africanos, siempre eran de sexo masculino y hablaban alemán
con bastante fluidez. Y por lo tanto, no resultaban tan exóticos.
Mientras que Nuestra Hermana no sólo era de sexo femenino, sino que
además no hablaba alemán. Decían que hablaba bien el inglés. Lo cual no cambiaba
las cosas. El inglés podría ser un idioma familiar, pero ellos ni lo hablaban ni lo
entendían.
En cuanto a la señorita africana, ah… h… h…, mirad su vestido. Qué
encantador. Y se quedaban boquiabiertos mirándola, señalando su sonrisa. Su
nariz. Sus labios. Y les brillaban los ojos. Sin esperar que ella se sintiese molesta.
Ésta es la razón por la cual, hermano mío,
tú y yo
nos quedaremos
impresionados con
la aeronáutica y todas esas
acrobacias cuando
nos traigan un
marciano que respira o un
peludo viajante
de la luna
de diez ojos…
Y entretanto, ¿quién era esta Marija Sommer que monopolizaba aquella
curiosidad que brindaba tanta amenidad con su simple presencia? ¿Una simple
ama de casa casada con un obrero de fábrica?
Y echaban chispas.
Y estaban rabiosos. Aquel último residuo de la aristocracia y aquellos
adulones tradicionales: el pastor, el alcalde y el maestro de escuela… al lado de la
última advenediza.
Los primeros nuevos llegaron con la Construcción Nacional de la preguerra,
que había ampliado el tamaño del viejo pueblo. Porque, en aquellos bosques de
pinos, decían que el Líder había hecho construir una de esas industrias químicas
que servían al Imperio. Decían que en laboratorios muy muy grandes de aquella
planta química, se realizaban experimentos con hierbas, con animales y con el
hombre. Pero especialmente con el hombre; atrocidades que sólo con oírlas un
hombre adulto se orinaría encima, y si las viera chillaría en sueños por lo menos
durante un año entero.
Después de la guerra, convirtieron la estructura en otra planta química para
la fabricación de analgésicos. Y llegó más gente al pueblo. Y con la gente, los
servicios sociales y sus jefes. La mayoría de estos jefes, en especial los que tenían
algo que ver con el dinero, se consideraban suficientemente importantes como para
ser un foco de atención.
Y entonces, ¿por qué no eran ellos o sus mujeres los que acompañaban a la
señorita africana? ¡Debe de haber algún error con esa Marija Sommer!
¿Por qué siempre se está paseando con la chica negra? —preguntó el
director de la sucursal local de un banco.
Sommer no habla inglés y la africana no habla alemán. ¿Quién entonces les
hace de intérprete? —preguntó el director de un supermercado.
¿De qué hablarán? —se preguntaba un agente de seguros.
¡No debe llevarla a su casa todos los días!
¡Debe de estar volviéndose neurótica!
Es una perversidad.
¡ALGUIEN TIENE QUE DECÍRSELO A SU MARIDO!
Inesperadamente, los vecinos de Marija se hicieron importantes. Pues ¿no
eran ellos los que estaban cerca del drama? Y, por una vez en sus vidas, sus tardes
se llenaron de significado: se sentaban y espiaban las idas y venidas de las dos. Un
grupo de ellos siempre lograba una excusa para ir a ver a Marija en los momentos
en que sabían que Sissie estaba con ella, fingiendo, sin embargo, que no era a causa
de ella por lo que iban a verla. Entonces, ocultos tras su idioma, acribillaban a
Marija a preguntas, se quedaban mucho más rato del razonable, incluso según su
propio parecer, y luego las dejaban solas, pero sólo cuando notaban que ya sería
demasiado si se quedaban mucho tiempo más.
Mientras tanto, Marija le explicaba a Sissie que había gente que ella ni
siquiera recordaba, que la saludaba por la calle y a menudo la detenía para
preguntarle cosas muy familiares, como si fueran amigos de toda la vida. Marija
siempre estaba tranquila.
Pero algo de todo aquel alboroto llegó a afectarla, de modo que las dos
mujeres acordaron por fin retrasar sus encuentros un par de horas.
Esto mejoró relativamente las cosas. No oscurecía hasta tarde, pues era
verano, y los días, largos. Sin embargo, en las horas que constituían el anochecer, la
criatura humana reaccionaba a los trabajos del cuerpo y sucumbía a un sentimiento
de cansancio. Hacia las ocho, las actividades del día habían finalizado y dado paso
a las de la noche. La calle principal estaba desierta y la misteriosa quietud
característica de la noche envolvía las moradas humanas, aunque el sol brillase.
Marija estaba un poco rara la primera vez que fue a buscar a Sissie por la
noche. Tenía un resplandor en los ojos que a la chica africana le habría resultado
inquietante si la sonrisa que parecía estar siempre en danza en sus labios no
hubiera estado también allí. Estaba sofocada y colorada. Sissie podía sentir el calor.
Y siempre había tenido que cumplir una serie de formalidades antes de que
Sissie pudiera marcharse del albergue. Como buscar a uno de los tutores del
campamento y decirle que iba salir. Y dejarlo dicho en recepción.
Aquella noche, las cosas resultaron más difíciles de lo normal. El tutor del
campamento consideraba que era demasiado tarde y el conserje dijo tajantemente
que salir a aquellas horas iba en contra de las normas.
Sissie estaba allí de pie, con expresión ansiosa, mientras Marija discutía con
ellos en su idioma y lo único que conseguía era irritarlos todavía más.
El conserje era inamovible. Al final, el tutor cedió y de mala gana le explicó
al conserje que, a pesar de las reglas, estaba claro que no podían negarle nada a la
señorita africana.
Una vez fuera, Marija dio un suspiro de alivio afirmando que no hubiera
podido soportar que hubiesen impedido que Sissie la acompañase a casa.
En cuanto a Nuestra Hermana, no hizo más comentarios sobre el tema. Lo
que pensaba era que la situación no era para tanto. Pues si hubiera sido por ella,
podría haber permanecido con sus compañeros, quedando en verse al día siguiente
a una hora más temprana.
—Estoy tan contenta de que esta noche vayamos a casa, Sissie —insistió
Marija.
—Yo también —asintió Sissie.
Soplaba una brisa fresca. El río era de un gris oscuro a la luz crepuscular y
lamía quedamente el malecón de piedra y cemento. Era uno de esos momentos en
el tiempo en que uno se siente seguro, como si toda la realidad estuviera hecha de
lo que puede verse, olerse, tocarse y explicarse.
—Sissie —comenzó Marija, pronunciando su nombre de aquella forma tan
especial. Como si estuviera haciendo un esfuerzo consciente para que la música
contenida en él no muriese demasiado rápido, sino que se prolongase hasta
distancias lejanas.
—Sí, Marija —respondió ella.
—Te he hecho un pastel.
—Mmmmm —se relamió Nuestra Hermana, fingiendo estar más ilusionada
por la noticia de lo que en realidad estaba.
Lo cierto es que se sentía incómoda.
Desde que había llegado a aquel país ya había engordado unos cuatro kilos
y medio. Por lo tanto, ya no era capaz de sentirse entusiasmada ante el hecho de
que alguien hubiera hecho un pastel, del tipo que fuese, en su honor. ¿Aunque tan
sólo fuera una estudiante africana inconsciente?
¿Quién no sabe que
la obesidad y
la fealdad son lo
mismo, una
invitación a un
no sé qué coronario o algo así?
¿Que
los hidratos de carbono debilitan
sea como sea
?
Además, hermana mía,
si quieres creer a los
hermanos
cuando
te
dicen
lo gordas
que les gustan sus
mujeres,
piensa en las
formas de las que escogen
para casarse;
qué
delgadas
qué
estilizadamente
delgadas.
—Es un pastel de ciruelas —continuó Marija.
—¡Ah! —exclamó con suavidad Nuestra Hermana. Angustiada.
Recordando que los pasteles que hacía la gente de aquel país eran muy dulces y
que a ella no le gustaban las cosas demasiado dulces.
Continuaron caminando. Contentas simplemente de estar vivas. Pero, al
rato, se cruzaron con una pareja de ancianos que se detuvieron de golpe. Dos pares
de ojos que se salían de sus órbitas. El anciano que hablaba en su idioma: un
montón de palabras; señalando a su propio brazo y luego al de Sissie, luego al
suyo, luego al de ella, de nuevo a su propio brazo y otra vez al de Sissie. Pobre
anciano, respirando con dificultad y sudando. La anciana que hablaba en su
idioma con mucha ansiedad. Muchas palabras. Marija que sonreía, sonreía,
sonreía. Sissie que pedía a Marija una explicación de lo que estaba sucediendo.
Marija que se sonrojaba como un T-O-M-A-T-E. Marija sofocada pero sin querer
contestar a la pregunta de Sissie.
Sí, hermana mía,
ciertas cosas que
realmente
nos ocurren mientras paseamos son
más raras
que ciertas situaciones cómicas que surgen
cuando vas a un país extranjero.
Continuaron caminando. Por la calle principal de la ciudad. Las alegrías
internas se habían esfumado, demasiado conscientes de los aspectos tristes del ser
humano.
¿Quién era Marija Sommer?
Una hija de la
autodenominada
raza con mayor línea real de
la humanidad,
la Casa de Ario,
la heredera de un
legado que te haría
inclinar
la cabeza
de vergüenza y
llorar.
¿Y Nuestra Hermana?
Una mujercita
negra que
si las cosas hubieran ido como debieran,
y el tiempo no tuviera una forma de
reducir a la nada los sueños
del Hombre,
no
habría
estado
allí,
paseando
por los lugares que
habían pisado los
pies del Führer:
A-C-H-T-U-N-G!
Llegaron a casa de Marija. Sólo entonces, Sissie se dio cuenta de que el
Pequeño Adolfo no había venido con ellas.
—¿Dónde está el Pequeño Adolfo, Marija?
—Se ha quedado en casa, durmiendo…
—Claro, claro —se dijo Sissie para sí. Había olvidado que era mucho más
tarde y que aquéllas no eran horas para sacar a un bebé a pasear. Marija seguía
hablando.
—Deseaba estar sola. Conversar contigo… ¿Sabes, Sissie?, a veces una desea
estar sola. Aun sin el hijo al que tanto se quiere. Sólo un ratito… quizá.
Terminó vacilando, mirando a Sissie, que no tenía hijos, como para que le
diera su aprobación. Para que la reconfortara. Que no estaba diciendo
barbaridades.
Es una
herejía.
En
África,
Europa,
en todos lados.
Esto es algo
que no debe salir
de los labios de una buena madre:
toca madera.
Sissie estaba callada. Pensaba que ella no sabía de bebés. Pero, de todas
formas, ¿acaso Marija no estaba sola muy a menudo?
Con todo,
¿quién dijo también que
estar sola no es lo mismo que
estar
sola?
Entraron en la casa. Como siempre, estaba muy tranquila. Fueron
directamente a la cocina, que, al parecer, hacía las veces de salita de estar. Era
grande y cómoda.
—Siéntate, Sissie.
Las sillas eran unos artilugios modernos de fibra artificial. Y dos de ellas
habían sido colocadas más juntas, como si Marija lo hubiera querido así. Sissie se
sentó en una de ellas.
Marija tomó el jersey que Sissie había llevado, a pesar de que el día había
sido muy caluroso. Pues a Nuestra Hermana parecía no importarle el calor que
hiciese. No se fiaba nunca de aquel clima que cambiaba tan a menudo y de manera
tan brutal, acostumbrada como estaba a la promesa eterna del calor tropical.
Marija le preguntó a Sissie si se tomaría un café.
Sissie le dijo que no, que todavía no. Pero, ¿había agua? Sissie se había
percatado de que, por alguna razón, el pedir agua parecía desconcertar a sus
anfitriones y anfitrionas, independientemente de la región del país donde se
encontrasen. Al parecer, ellos no bebían agua bajo ningún concepto.
—Sí —dijo Marija—, pero, ¿no te apetece un poco de zumo de casis?
Era del jardín de su madre. El casis. Crecía a montones. Y cada verano
desde que era pequeña su único placer era hacer conservas de casis —en
mermelada, en zumos…—. Y ahora todavía iba a casa de sus padres a ayudar. O,
más bien, iba a darse el placer, la belleza, el gusto de disfrutar de la época de la
cosecha: de estar con mucha gente, la familia. Trabajar en grupo. Si se hubieran
conocido antes, podría haber llevado a Sissie a su casa aquel año. No quedaba
lejos. Su casa. Estaba segura de que Sissie le hubiera gustado mucho a su madre.
Sissie sorbía la exquisita bebida… Marija le preguntó si le gustaría ver al
Pequeño Adolfo. Sissie dijo que sí, levantándose. Pero Marija le dijo que podía
terminarse la bebida. Después subirían a ver al pequeño Adolfo, y a Sissie, ¿le
gustaría tal vez que le enseñara la parte superior de la casa? Pues hasta entonces
siempre se habían quedado abajo.
Sissie asintió. Luego prosiguió diciendo lo precioso que le parecía el niño.
La madre sonrió, encantada. Ya le había dicho a Sissie que Adolfo iba a ser su hijo
único. Había tenido complicaciones en el parto y el doctor le había aconsejado no
tener más. Podría poner su vida en peligro. Y, con una sonrisa todavía más amplia,
dijo que, ya que Adolfo iba a ser su único hijo, estaba muy contenta de que fuese
un varón.
Toda mujer de bien
en sus cabales
diría lo
mismo
en Asia,
Europa
en todos lados:
pues
aquí, bajo el sol,
ser mujer
no es
no puede ser
nunca será un
juego de niños
por lo que había aprendido hasta ahora…
Así que ¿por qué echar una maldición a tu hijo
deseando que sea mujer?
Además, hermana mía,
las filas de los desdichados están
repletas,
están repletas.
Ahora Marija estaba diciendo que sentía tanto, tanto no poder ir a visitar a
Sissie a África. Pero rezaba porque, algún día, el Pequeño Adolfo pudiese ir, tal
vez.
Y está siempre
SUDÁFRICA
y
RHODESIA,
¿sabes?
—¿Sissie?
—Sí, Marija.
—Tú eres de África. Y, oh, es maravilloso. Muy maravilloso. Y viajas
mucho. ¿Pero a qué otros lugares me dijiste que habías ido?
—A Nigeria.
—¿Ah sí?
—Sí.
—Niigeria. Ahhh!, Nii-ge-ria. ¿Qué fuiste a hacer a Niigeria? Sissie abrió la
boca para contestarle. Pero, al parecer, Marija deseaba saber otra cosa antes.
—Nii-ge-ria. ¿Cómo es Niigeria?
—Oh, como mi país. Pero en grande. O, más bien, tiene en grande todo lo
que mi país tiene.
Sissie le dijo a Marija que siempre que los amigos extranjeros sólo podía
visitar un país de África, los convencía de que fueran a Nigeria.
Marija estaba sorprendida, porque aquello le parecía muy poco patriótico
por parte de Sissie.
—¿Por qué, Sissie?
Nuestra Hermana intentó explicarse. Que, en su opinión, Nigeria no sólo
poseía todas las características típicas de cualquier país africano, sino que las
presentaba con mayor intensidad. Por lo tanto, ¿qué sentido tiene convencer a un
amigo de que vaya a ver la versión en miniatura de algo, cuando lo auténtico está
allá?
Nigeria.
Nigeria nuestro amor
Nigeria nuestra pena.
De los hijos de África
su semejanza
Oh Nigeria.
Más que nada somos todos,
más que nuestro calor
nuestra inocencia
nuestra humanidad
nuestra fealdad
nuestra riqueza
nuestra belleza
un gran espejo de
nuestros problemas
nuestras tragedias
nuestras glorias.
Mon ami,
las peleas domésticas de
África se convierten en
GUERRA en
Nigeria:
—¿Y Ghana?
—¿Ghana?
¿Ghana?
Tan sólo una
porción diminuta de territorio precioso en
África… le
impusieron la grandeza
una vez.
Pero tenía ojos que no veían…
Eso fue hace mucho tiempo…
Ahora se dedica a recoger minúsculos trozos
de comida no-digerida de la
basura del mundo industrial…
Oh Ghana.
Sissie se estremeció.
—¿Qué te ocurre?
—Tengo frío.
—Te traigo el jersey, ¿eh?
—No, no es el aire lo que me da frío. Se me pasará enseguida.
—¿Has estado en algún otro lugar de África?
—Sí.
—¿Dónde?
—En el Alto Volta…
—Y ¿dónde está el Alto Volta?
—Encima de Ghana.
—¿Qué fuiste a hacer?
—Turismo.
Marija se rió.
¿Acaso sería Alto Volta también bonito?
—Sí —dijo Sissie—. Pero de una forma más pobre, más seca, más triste.
—¿Sí?
—Sí.
Ignoraba que pensara así entonces.
Lo iba a saber.
La Biblia habla del
desierto
Lleva a tus ojos a ver el
Alto Volta, hermano mío…
Tierra seca. Arboles desgarrados. Piedras.
La carretera desde la frontera de Ghana a
Ouagadougou era
¡invisible!
Los franceses, con
su desprecio característico y
su sentido
casi
infantil de la perfidia,
habían
asfaltado,
hacía mucho tiempo,
dos estrechas
franjas de tierra, para vehículos de motor.
Cada uno de la anchura de
una rueda.
Resultado: Cuando se cruzaban dos vehículos, ambos tenían que salirse de
las franjas asfaltadas, sumergiéndose en el polvo y las piedras, o fango y piedras,
según la época del año. En una época en que no había diferencia alguna entre las
franjas y el resto, tres amigos viajaban por aquel camino. Las franjas eran una
sucesión de baches mortales, y el resto, tan sólo una larga zanja. Mientras lo
recorrían, el automóvil se cayó en un bache y se incendió. El destino los salvó. Pues
entre los tres, todo lo que sabían de automóviles era cómo sacar una rueda y
arreglar el pinchazo, y nada más. Pero, tanteando a ciegas en medio del humo, el
más listo de los tres arrancó algunos cables y el humo cesó. Estaban en medio de
ninguna parte, por lo cual, todo lo que podían hacer era sentarse junto a la
carretera y esperar a que llegara ayuda. Al poco pasó un francés. Los amigos le
preguntaron por qué el país permitía que su carretera internacional estuviera en
aquel estado, años después de la independencia.
—El propio presidente la utiliza todos los días —dijo el francés,
encogiéndose de hombros, y partió en su coche.
Una historia conocida y desesperante.
Pobre Alto Volta, también.
Hay países
más ricos, mucho
más ricos en este continente
en los que
los problemas nacionales más graves
permanecen
ocultos mientras
los grandes hombres viven sus
grandes vidas
dentro de ellos…
Al final del día, los tres amigos llegaron a una minúscula ciudad provincial
francesa llamada Ouagadougou. Allá, en medio del calor del Sahara y del calor del
ecuador, colgaban tiras de algodón en las ventanas a modo de nieve, porque era la
fiesta de Navidad.
También nosotros sabemos,
¿o no?, de países de
África en los que las
esposas de los
presidentes proceden de
Europa.
Traen a sus hermanos o…, ¿quién sabe?,
a dirigir la
Economía.
Excelente idea…
¿Cómo va a poder un
negro dirigir bien
si sus
pelotas y su cartera no están
agarradas por
expertas Manos Blancas?
Y los presidentes y sus
primeras damas
gobiernan desde el Norte
Provenza, Ginebra, Milán…
Y se dirigen al sur, a África,
una vez al año
de vacaciones.
Mientras tanto,
¡mira!
En las capitales,
ex convictos de las cárceles
europeas conducen los autobuses de la ciudad y
los obreros negros de la construcción
sudan bajo el sol tropical, construyendo
pistas de patinaje sobre hielo para
la Gente Bonita…
Mientras otros Negros permanecen sentados con la mirada perdida
u
ocupados, escupiendo sus pulmones.
IGUAL QUE EN LOS BUENOS VIEJOS TIEMPOS
ANTES DE LA INDEPENDENCIA.
Sólo que
¡el presente es
mu-u-u-cho
mejor!
Pues
en estos gloriosos días en que
los analfabetos tuberculosos
arrancan ñames de la tierra con sus
manos sangrantes,
los ministros y comisionados
firman
concesiones
de minas y maderas
mientras beben champán, a cambio de
trigo amarillo que
la gente no puede comer.
Y, por la tarde,
sus esposas van en Mercedes-Benz a
la peluquería, para acicalarse para
el acontecimiento nocturno
mientras en el mercado
los buenos ñames se pudren por
falta de transporte y
los pocos que logran moverse
se envían por
cuatro céntimos
a lugares del extranjero como
bonitos objetos de adorno
en mesas de lujo.
Tenemos que cantar y bailar
porque algunos africanos lo lograron.
LA EDUCACIÓN SE HA VUELTO DEMASIADO
CARA. EL PAÍS NO PUEDE
GARANTIZARLA A TODO EL MUNDO.
Dios mío,
¿qué podemos hacer entonces
con los niños que no van a la escuela,
cuando
nuestros representantes e intérpretes,
los académicos de medio pelo
en política de poca monta
se corren las juergas de su vida
sonriendo en cócteles y en
mesas de conferencias?
Por lo menos ellos lo lograron, ¿no?
No,
no sólo de gari o de ugali
vive el hombre.
En consecuencia
no nos quejamos de los
costosos viajes a
«facultades» extranjeras donde
los nombran doctores honorarios
y lo celebran con té e
insípidos pasteles sajones
hechos por señoras sajonas todavía más insípidas…
Tampoco nos importa
que cuando regresan aquí,
habiendo hipotecado el país
por más de mil años
para mantenerse sobre nuestras espaldas
con navíos capitalistas y aviones fascistas,
nos
digan
que el agua de sus
tazas de wáter
es mejor que la que beben
los aldeanos…
Oh, gloria.
Mientras
el cólera se cobra las vidas
de sanos y fuertes pescadores,
los demás, bajo
techos llenos de goteras y calles sin iluminar,
harán repicar los tambores
y cantarán
bailarán
con
alegría
este año del aniversario de los lingotes de hierro
porque
tiene un apasionante atractivo
el morir a manos de un
hermano
que
lo
consiguió.

Ahora dicen que la carretera
a Ouagadougou es de primera categoría,
que la han reparado con dinero prestado por
los que saben dónde sembrar
—aun en un desierto—
para cosechar un millón de veces más.
—¿Y ahora has venido a Alemania? —preguntó Marija.
—Sí —repuso Nuestra Hermana.
Pero antes de Baviera, había estado en Francia, Bélgica, Holanda. Un día en
Salzburgo, seis en los dos Berlines.
Berlín Occidental,
tan llamativa como
una prostituta tímida en una
bulliciosa fiesta de despedida
a bordo de un barco que se hunde.
Berlín Oriental,
tranquila como una casa encantada
la tarde de un domingo.
Dada la neutralidad de sus gustos, a Sissie no le gustó ninguna de las dos.
—Sissie, ¿quién paga todos esos viajes?
—Marija, hubo una época en que estaba de moda ser africano. Y
compensaba mucho ser un estudiante africano. Y si eras un estudiante africano con
ganas de viajar, viajabas.
Movimientos de Juventudes Cristianas
Movimientos de Juventudes Musulmanas
La Conferencia de los No-creyentes para la Juventud
Los Comités Coordinados para Estudiante
del Mundo Libre
Las Primeras Internacionales para Juventudes Socialistas,
Campos de Trabajo Internacionales para
Estudiantes No Alineados…
«Es dinero bien gastado.
Nadie tiene la culpa de que no sepan
cómo emplear sus
asombrosos recursos naturales.
»¡Pero antes
hay que apoyar a sus líderes
por siempre jamás!
»Y es bastante lícito
lograr la presencia de
una
o dos de estas personalidades,
para adornar sus aburridos discursos y resoluciones.
»Sabemos
lo
que
queremos:
las líneas aéreas también dan sus beneficios.»
Y algunos de nosotros nos parábamos preguntándonos
cuánto tiempo iba a durar aquello.
Marija tenía los ojos enrojecidos. Decía que desde que había conocido a
Sissie le habría gustado tener más educación para poder viajar… No como
cualquier turista. Sissie le dijo que lo sentía. Como no deseaba compasión, Marija
sonrió, diciendo que era una suerte tener al Pequeño Adolfo, que iría a la
universidad, viajaría y regresaría a contarle todos sus viajes.
—Sí —dijo Sissie.
Recordando a su propia madre,
a quien enviaba
versiones
descaradamente mutiladas
de sus viajes.
¿Cartas?
Una vez por viaje, aunque un viaje dure
toda una vida.
Se quedaron sentadas y el tiempo pasó volando. El falso crepúsculo había
dado paso a la verdadera noche. La oscuridad había traído sus regalos de silencio y
pesadez, haciendo que el más despreocupado de los mortales se preguntase,
estando solo, sobre el lugar que ocupaba en todo aquello.
Sissie había estado mirando al suelo de un modo inconsciente, sin
percatarse de que Marija la había estado observando todo el rato. Cuando Sissie
levantó la cabeza y sus ojos se encontraron, a Marija se le arrebolaron las mejillas.
Intensamente rojas.
Sissie se sintió incómoda, sin saber la razón. La atmósfera cambió.
Al comienzo de su amistad, Sissie había pensado un par de veces, mientras
caminaban por el parque, el delicioso romance que habría vivido con Marija, si una
de las dos hubiera sido un hombre.
En especial si ella, Sissie, hubiera sido un hombre. Había imaginado y
paladeado las lágrimas, su angustia al saber que su amor era maldito. Pero se
habrían hecho promesas el uno al otro que, como es natural, no habrían superado
la prueba de su cumplimiento. Había imaginado las lágrimas de Marija…
Aquello era un juego, un juego que la había absorbido de tal manera que
había olvidado quién era, y que era una mujer. En su imaginación, era uno de esos
chicos negros en una de esas relaciones con muchachas blancas en Europa.
Recordando algunas historias que había oído, se estremeció, horrorizada.
Primera Norma:
el invitado no Deberá Comer Sopa de Palmito.
Demasiado íntimo, demasiado pesada.
Pero mis hermanos no saben,
o, si lo saben, se olvidan.
¿Sí?
Hay
excepciones,
preciosas excepciones,
¿éxitos maravillosos?
Pero ¿y los demás?
Lloro a
los Negros que perdieron el juicio
—a todo Negro que haya perdido el juicio—
porque un sastre de pobres
no se puede permitir el lujo de tirar sus
retales:
Cuerpos Negros Preciosos
convertidos en cadáveres de un gris elefante,
desparramados por todo el mundo occidental,
echados en las vías del tren para que
los expresos de medianoche los desfiguren
todavía un poco más,
expuestos a chorros de agua fría
enterrados bajo matorrales y nieve
con el pene mutilado.
Marija dijo quedamente:
—¿Querrás comer algo ahora, Sissie?
—No, Marija, no tengo hambre. Es muy tarde, creo que tendría que
regresar.
—Yo tampoco tengo hambre. Pero has dicho que te gustaría ver al Pequeño
Adolfo, ¿verdad? ¿Y puedo enseñarte también el piso de arriba de la casa?
—De acuerdo —dijo Sissie, saliendo lentamente de su miseria para entrar en
un mundo donde la necesidad de pagar las hipotecas y de irse de vacaciones hacía
que las habitaciones de los matrimonios estuvieran vacías y pudieran ser visitadas
por los extraños.
Ambas se pusieron en pie y se estiraron. Mientras subían las escaleras, a
Sissie se le borraron todas las imágenes de la modernidad del siglo XX. Por el
contrario, debido a lo avanzado de la noche, le parecía como si no estuviera
ascendiendo sino descendiendo hasta el fondo de una primitiva caverna. A la
derecha, a la izquierda, otra vez a la derecha, ya.
Sissie silbó.
«La que silba
o es puta
o bien es una bruja», decían los viejos.
Sissie silbó.
No conocía dioses desagradables.
Sólo había oído hablar de ellos.
Lo cierto es que la habitación parecía haber sido excavada en una roca
gigantesca existente en la imaginación del arquitecto. Triángulos y rincones
perdidos por todos lados. Paredes blancas. Una cama blanca gigante, blanda, que
esperaba ser utilizada.
Habla bajito
pisa suavemente.
Es un lugar sagrado
un santuario de sueños velados.
Y en verdad Sissie estaba segura de que no tenía derecho a estar allí. ¿Y
Marija? Sissie no podía relacionarla con aquel dormitorio de aspecto desolado o
con su sencilla elegancia funeraria. Pero, de cualquier forma, allí estaba ella,
moviéndose silenciosa, aquella extraña Marija, tocando esto y aquello, como si
también fuese la primera vez que entraba en aquel cuarto.
Había una mesilla a cada lado de la cama. En una no había nada. La otra
tenía un libro, un pañuelo… Justo enfrente del lecho había un tocador empotrado,
una estantería en forma de media luna que salía de la pared, haciendo que esa
parte de la habitación pareciese un bar. En la estantería se alineaban productos
embotellados de la industria cosmética. Frágiles armas para una guerra feroz. Se
erguían, altos y elegantes, con cuellos estilizados y abdómenes panzudos, con
tapones dorados que brillaban sobre cuerpos que exudaban una delicada
femineidad en su exquisitez de color pastel. Cremas rosas y azules. Más lociones
rosas y azules. Alimentos para la piel, de color blanco lechoso o verde aguacate,
que pregonaban solemnes orígenes científicos.
Sissie no tenía la más ligera idea del uso que se hacía de algunos de ellos.
Todos tenían aspecto de ser caros. Algunos estaban todavía dentro de la caja, por
lo que no parecía que se utilizasen en exceso.
Sissie sintió los dedos fríos de Marija en su pecho. Marija acariciaba el pecho
de Sissie con los dedos de una mano mientras con la otra tanteaba su talle una y
otra vez, buscando algo a lo que agarrarse.
La mano izquierda la hizo despertar a la realidad del abrazo de Marija. El
calor de sus lágrimas en su cuello. El ardor de sus labios contra los suyos.
Impulsivamente, como se hace en una pesadilla, Sissie se soltó. Lo hizo con
mucho esfuerzo, lo que era innecesario; de modo que golpeó sin querer a Marija en
la mejilla derecha con el dorso de la mano derecha.
Todo ocurrió en un segundo. Dos personas mirándose fijamente. Dos bocas
abiertas de incredulidad.
Sissie pensó en su casa natal. En el tiempo en que era una niña en el
poblado. En lo mucho que le gustaba dormir en la alcoba cuando llovía, envuelta
por completo en una de las telas akatado de su madre, mientras ésta trituraba fufu
en la antealcoba que también hacía las veces de cocina cuando llovía. Oh,
acurrucarse envuelta en la tela de madre mientras llovía. Cada vez que llovía.
Y ahora, ¿dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Quién manejaba
las cuerdas que la habían atraído hasta aquellas tierras de abetos donde no mucho
tiempo atrás los seres humanos alimentaban sus piras funerarias con otros seres
humanos, y donde ahora una joven ama de casa aria besaba a una joven negra con
tal desesperación, en medio de su cámara nupcial, en la intimidad de su clase
media baja? ¿Un nido de amor en una buhardilla que ahora sólo parece un nido,
pues el amor se fue con las hipotecas y las expectativas de vacaciones?
La voz de Marija le llegó desde muy lejos, leve, temblorosa y henchida de
lágrimas viejas.
—Éste es nuestro dormitorio. El de Adolfo Mayor y yo.
¿Quién es Adolfo Mayor?
¿Cómo es?
Adolfo Mayor, el padre del Pequeño Adolfo,
naturalmente.
¿Pero cómo va a creer uno en la existencia de este ser? Te haces amiga de
una mujer. Una mujer cualquiera. Y tiene un hijo. Y visitas su casa. Invitada por la
mujer, claro. Todas las tardes durante muchos días. Y cada vez te quedas durante
horas, pero nunca ves al marido, y una tarde la mujer te atrapa en un abrazo, sus
dedos fríos en tu pecho, sus lágrimas cálidas en tu cara, sus labios ardientes en tus
labios. ¿Te vas a tu poblado de África y dices…, qué dices, incluso desde el
principio de la historia: que conociste a una mujer casada? No, no resultaría fácil
hablar de esta mujer blanca con alguien del poblado… Mira qué pálida se ha
puesto de pronto, mientras se mueve temblorosa, como perdida en su propia casa.
Marija lloraba en silencio. En uno de sus ojos empezaba a apuntar el brillo
de una lágrima. Sólo del ojo izquierdo. El ojo derecho estaba completamente seco.
Sissie sintió dolor al ver aquella lágrima solitaria. Que siempre brota de un solo
ojo. De pronto Sissie comprendió. Lo había visto una vez y no lo iba a olvidar
jamás. Vio el cuadro del humo espeso que era como una nube de lluvia sobre las
chimeneas de Europa…
S
O
L
E
D
A
D
Cayendo siempre en forma de lágrima del ojo de una mujer.
¿Así que era aquello?
Negreros y traficantes de esclavos prepotentes.
Descubridores solitarios.
Aventureros caminantes y cazadores de leones.
Misioneros que se arriesgaban a acabar en la olla de los
caníbales para llevar el mundo a las hordas paganas.
Especuladores de oro, diamantes, uranio y cobre,
para no hablar del petróleo.
Predicadores del apartheid y celosos educadores.
Guardianes de la Paz Imperial y propietarios
de plantaciones homicidas.
El Señor Comandante y la Señora
Esposa del Comandante.
Miserables rufianes y desgraciadas prostitutas cuya única
distinción en la vida fue que al menos fueron mejores que
los nativos…
Cuando la habitación empezó a dar vueltas alrededor de ella, Sissie supo
que tenía que aguantarse las ganas de llorar. ¿Por qué iba a llorar por ellos? De
hecho, era más fuerte en ella el deseo de preguntarle a alguien por qué el mundo
entero ha tenido que pagar y está pagando todavía la desdicha de algunas
personas. Allá estaba. Seguía cayendo.
Una vez, hace muchos años, una misionera fue a la costa de Guinea. No a
buscar el polvo de oro legendario que hacía relucir las arenas de la orilla. Tal vez
no. Sino para ser la directora de una escuela femenina… Transcurrido un tiempo,
dicen que se convirtió en una acechante tigresa cuyas inmensas mamas jamás
alimentaron a un cachorro. Dedicó primero su juventud y luego el resto de su vida
a educar y enderezar a chicas africanas. Pero había en ellas una cosa que no podía
soportar ni entender, y era que «nunca decían la verdad» y siempre se estaban
riendo por lo bajo. La volvían loca.
Dicen que lo que le descompuso el alma fue que una noche, en una de sus
rondas nocturnas regulares, descubrió a dos chicas juntas en una cama. Aunque
era noche cerrada, dicen que vieron que primero se ponía pálida. Luego, colorada.
—¡Por Dios, niña!
¿Es que tu madre es salvaje?
No, señorita.
—¿Es tu padre salvaje?
—No, señorita.
—Entonces,
¿por
qué
vosotras
sois
salvajes?
Risitas, risitas, risitas.
Atrevidas niñas africanas
que se tronchan
al oír y
ver
a una mujer soltera europea
descompuesta ante
dos niñas en la misma cama.
Pero,
señora,
no se trata
simplemente
de salvajes…
Por lo aprendido hasta ahora.
Viva
la maravilla del inglés
el glorioso
eufemismo.
Porque,
señora,
no es exactamente s-a-l-v-a-j-e
sino un
D-e-l-i-t-o
un Pecado
S-o-d-o-m-í-a,
por lo aprendido hasta ahora.
Sissie miró a la otra mujer y volvió a desear que, por lo menos, fuera un
chico. Un hombre.
—¿Y por qué lloras? —le preguntó a la otra.
—Por nada —le respondió la otra.
Y ¿cómo
se consuela a la
que llora por
una pérdida colectiva?
Volvieron a la enorme cocina. Tenían que hacerlo. Y Marija tendría que
haber puesto la mesa para dos. Sacar los fiambres fríos. Lonjas de jamón frío.
Lonjas de cordero frío. Trozos de pollo frío. Rodajas de salchichas frías. Lonjas de
queso. Aceitunas. Pepinillos en vinagre. Chucrut. Todo frío como una piedra. Pero
todo sacado del frigorífico o de algún rincón de la cocina con una afectuosa
familiaridad.
A Sissie siempre le chocaría aquello. Comida fría. Aun después de haber
enseñado a su lengua a aceptarla, nunca llegó a entender por qué la gente comía
comida fría. Comer alimentos cocinados normalmente que se habían enfriado, sin
preocuparse en volver a calentarlos, ya era bastante desagradable. Pero llegar a
enfriar la comida para comérsela después, estaba por encima de su entendimiento.
Al final, decidió que tendría algo que ver con los cutis blancos, los cabellos rubios
sedosos y los climas muy fríos.
Marija preparó café y llevó el pastel. Plano, esponjoso y, encima, el rojo
oscuro y derretido de la jalea de ciruelas. Ciruelas. Aquello sí que era una
mermelada de fiesta. Sin embargo, también estaba claro que ninguna de las dos
tenía el estómago como para comer pastel de ciruelas. Ni ninguna otra cosa.
Cortaban trocitos pequeños, en intervalos muy espaciados, se los metían en la
boca, masticaban, tragaban, masticaban, tragaban.
Marija preguntó a Sissie por su familia.
—Siete de nosotros somos hijos de mi madre y dieciséis de mi padre.
Las dos estallaron en una carcajada. Después de la risa, Sissie explicó a
Marija más cosas sobre su familia…, sobre la poligamia. Sobre lo que le habían
parecido sus ventajas, pero admitiendo también que, básicamente, era muy injusto.
Cuando Sissie se dio cuenta de que ya habían roto el hielo, se le ocurrió
también que si Quienquiera que nos creó nos dio tanta capacidad para la pena,
también nos había dotado de risa para hacer que la vida, de alguna forma, fuera
más llevadera.
—¿Cuándo es tu cumpleaños? —preguntó Marija a Sissie. Esta última le dio
una respuesta.
Habían sido gemelos.
Su madre estaba embarazada tres meses
antes del gran terremoto, y
estuvieron diez meses en su seno.
Ella también preguntó a Marija su fecha de nacimiento. Por pura cortesía.
Sabiendo además que se iba a olvidar de aquello y de muchas otras cosas. Ella, que
nunca recordaba el día en que había nacido.
Como de costumbre, Marija acompañó a Sissie hasta la puerta del albergue
juvenil. Entonces, de repente, cuando se daban las buenas noches, Sissie se acordó
de que se marchaba dentro de una semana. Dentro de unos días se habría
marchado.
Adiós a
uno de los castillos más grandes de toda Alemania,
a la pompa silenciosa y a las miserias podridas.
Adiós a Marija. Sabía que no podía hablarle a Marija de su partida
inminente de la región. Aquella noche no. No era aquélla una noche para sugerir
lucubraciones sobre el paso del tiempo, o sobre nuestra mortalidad.
Veía que hay tantos adioses como holas, y que nos morimos en cada
separación. Sissie no tenía el tipo de valor que se necesitaba para comunicar a
Marija, a esas horas, que pronto se iría de aquella región.
Se separaron. Cuando entró en su dormitorio, descubrió que todos sus
compañeros estaban durmiendo. Tanto mejor, pues ni ella ni Marija se habían
acordado de la habitual bolsa de papel y su delicioso contenido.
En los pocos días que quedaban, los jóvenes dejaron de ir al criadero de
abetos. En su lugar, como punto final del programa, los llevaron por los pueblos de
Baviera, a ver los festivales y conocer las danzas populares. Siempre había un aire
de fiesta en los lugares donde iban. Y bebían en famosas jarras en forma de zapato,
les presentaban a funcionarios de distrito y locales que les hablaban de las
reformas educativas y de las aportaciones de su país a la ayuda extranjera
internacional destinada a las naciones en desarrollo. Y de paz…
Por lo aprendido hasta ahora,
una se pregunta si sus
esposas habrán sido alguna vez
cerdos de Guinea para probar
a píldora y otros
medicamentos
como dicen
que ocurre con
las mujeres de los mineros, con
las mujeres de los agricultores de los
rincones remotos de las
repúblicas bananeras y otros
denominados países en vías de desarrollo.
Oh.
Déjame llorar por
el Hombre al que traicionamos
el Hombre al que asesinamos.
Pues
¿qué otro hombre vive
aquí
que se atreva a decir a
estos guardianes de mi paz, y
a aquellos
benefactores explotadores
que olviden
mis problemas de
ignorancia
enfermedad
pobreza…
que interrumpan
sus mediocres préstamos humanos
que se metan
las píldoras donde
les quepan?
Conozco a un
profesor de geopolítica loco
al que nadie escucha:
que dice
que el peligro no ha sido nunca
la superpoblación.
Porque
la Tierra tiene capacidad para sostener
más del doble de los millones de gente
y suficiente para alimentarla.
Pero
preferimos
matar
que
pensar
o
sentir.
Hermano mío,
el nuevo juego es tan
eficiente,
menos sucio…
Un puñado de miembros arrugados
tan sólo
un puñado de semillas marchitas.
Ah-h-h,
Señor,
sólo una mujer Negra
puede
«agradecer
una humanidad suicida»
con su
muerte.
Llegó su última noche. Poco después de que Sissie y sus compañeros
llegaran de un viaje por los famosos lagos y montañas de la región, le dijeron que
Marija la estaba esperando en recepción. Se cambió rápidamente y salió a su
encuentro.
Marija pudo ver que Sissie estaba cansada. Tal vez no tan cansada como
para que la conversación se le hiciera pesada. Pero hacerle atravesar la ciudad
hasta su casa hubiera sido excesivo. Acordaron, pues, dar sólo un paseo alrededor
del castillo y mirar el río. Marija había traído al Pequeño Adolfo y Sissie la notaba
algo excitada. Pero como no sabía cómo decirle que aquélla era su última noche en
la ciudad, esperó a que ella empezara a hablar.
—Mañana al mediodía vienes a comer a casa, ¿sí? Voy a cocinar. Adolfo
Mayor estará en casa.
Sissie le dijo suavemente:
—No puedo ir. Lo siento.
La otra detuvo sus pasos de inmediato, soltando el cochecito del niño. Su
reacción asustó al niño, que empezó a llorar. Su madre lo cogió en brazos e intentó
consolarlo. Se había puesto muy pálida. Y luego muy colorada. Sissie estaba casi
encantada con esta magia del sonrojarse y palidecer. Al conocer a Marija había
tenido su primer encuentro personal con el fenómeno.
—¿Por qué no puedes venir?
En este momento, Sissie empezó a sentirse avergonzada y desdichada, pues,
aparte de todo lo demás, temía que, en su agitación, a Marija se le cayera el niño de
los brazos.
—¿Por qué no puedes venir?
—Tenía que habértelo dicho antes. Mucho antes, Marija.
—¿Qué? —preguntó Marija, mientras volvía a colocar a su hijo, algo más
tranquilizado, en el cochecito. Está claro que a las madres no se les caen los niños
así como así.
—Me voy mañana.
—¿Adónde vas?
—Vuelvo al norte.
—¿Qué norte?
—Frankfurt, Hannover, Gotinga, donde estaré en otro campamento de la
frontera oriental. Luego, después del campamento, regresaré a mi país.
—¿Y te tienes que ir ahora a ese campamento? ¿Mañana mismo?
—Sí, Marija. Tengo que aparecer por allá por lo menos unos días.
—Esto es muy triste, Sissie.
Lo era. La tristeza no estaba en sus palabras sino en su voz. Sus ojos. De
pronto, del otro lado del río llegó una bocanada de aire, como si hubiese pasado un
fantasma. Y lo que quedaba del día se replegó sobre sí mismo y murió.
¿Tal vez
hay ciertos encuentros
que no deberían producirse?
¿Niños que no deberían nacer?
Que llegan sin nada que nos enriquezca,
demasiado breve la duración de su estancia…
Sólo
nos dejan
las penas y dolores de
lo-que-podría-haber-sido-pero-no-fue
¿Tiempo y energías perdidas que
destrozan nuestra juventud
nos hacen más viejos, pero
no más sabios,
más pobres a pesar de todo?
—Y, de todas formas, dentro de un mes volverán a abrir mi universidad.
—Un mes, Sissie; ¿y te vas ahora?
No se iban a quedar paradas allí para siempre, así que, sin ser conscientes
de lo que hacían, Marija empezó a empujar de nuevo el cochecito de su hijo,
mientras Sissie le seguía el paso.
Sissie se sentía absolutamente acorralada.
—Un mes no es demasiado cuando se viaja —dijo a la defensiva.
—¿Ah, no?
—Y además tengo que hacer dos paradas por el camino.
—¿Por qué?
—Tengo que visitar a algunas personas.
—¿Aquí? ¿En Alemania?
—Una aquí. En Hamburgo.
—¿Qué hace en Hamburgo? ¿Quién está allá?
—Es una amiga. Una chica…
—…
—Cuando me marché de mi país, su madre me hizo prometer que no
volvería a casa sin haber visto a su hija con mis propios ojos. —¿Por qué?
—Para poder decirle cómo está realmente.
—¿Sí?
—Sí. ¿Sabes? En el fondo, a nuestra gente no le acaba de gustar que sus hijos
vengan a Europa o a cualquier otro sitio al otro lado del mar.
—¿Por qué?
—Porque les puede suceder cualquier cosa.
—Pero a la gente que está en casa, también le puede pasar algo, ¿no?
—Marija, no es fácil ser razonable en todo momento.
—Sí —asintió Marija en voz baja, consciente tal vez de que en ocasiones
también a ella le costaba ser razonable. Luego, dijo con timidez—: Los
estudiantes… ¿escriben cartas a sus casas?
—Sí —respondió Sissie—. Pero si no puedes mirar a alguien a los ojos,
¿cómo puedes saber si está diciendo la verdad?
—No puedes —corroboró la otra mujer.
—¿Y si está hablando desde el otro lado de los mares?
—Es imposible, ¿no?
—Sí, Marija. Por eso nuestra gente tiene un dicho que afirma que el que
diga que su testigo está en Europa es un embustero.
—¿Testigo? ¿Qué es testigo?
—Como en los juicios, alguien que habla a tu favor.
—Eso es un abogado.
—No. No necesariamente. Me refiero a alguien que puede demostrar que
está en una posición que le permite saber que el acusado no dijo o hizo lo que se le
imputa.
—Ah, ya. Y ¿qué dice tu gente de los testigos?
—Que el que insista en que su testigo está en Europa es un embustero.
Marija soltó una risita que traicionó su estado de ánimo anterior.
—¿Y qué vas a hacer a Londres?
—Voy a ver a un amigo.
Volvió a sonrojarse vivamente.
—Ya, ya, ya. Vas a ver a un amigo. Es muy importante, ¿verdad? Y te tienes
que ir de aquí enseguida, ¿verdad?
Sissie se estaba poniendo un poco nerviosa con Marija y la excitación que le
producía aquella noticia. Desde luego, sería muy agradable ir a ver a Quien fuese.
Pero, que fuera tan importante, ya no estaba tan segura. ¿Acaso Marija sentía
celos?
Marija le dijo:
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Me olvidé. Lo siento, Marija.
—Es muy triste que te hayas olvidado.
¿Por qué
pensamos siempre
que los otros están
locos,
sólo porque nos quieren?
Sissie se sentía como una hija de puta. No una puta. Una hija de puta.
Marija dijo temblorosa:
—¿Sabes lo que he hecho, Sissie?
—No. ¿Qué has hecho?
—Sí. Encargué un conejo al carnicero. Me lo ha traído hoy. Es tierno y
limpio. Lo cocinaba especialmente en tu honor. Mañana lo cocinaré… Adolfo
Mayor estará en casa… Comeremos todos juntos. Yo. El Pequeño Adolfo. Adolfo
Mayor.
—Oh. Bueno, Marija, yo no puedo ir. Escucha, ¿sabes cómo programan a un
visitante extranjero como yo? Han enviado toda clase de billetes, tren, avión, todo
con las reservas confirmadas.
—…
—Marija, no puedo hacer nada. Creo incluso que el jefe del campamento…
—Pero no me lo dijiste. Y yo dije, el domingo haré conejo para Sissie.
De improviso, algo estalló en Sissie, como si fuera fuego. No sabía
exactamente de qué se trataba. No era doloroso. No dolía. Por el contrario, era un
calor agradable. Porque mientras observaba a la otra mujer allí de pie,
mordisqueándose los labios, agarrando con fuerza el cochecito del niño y tan
descompuesta, ella, Sissie, sentía ganas de reír, y reír y reír. Era evidente que
estaba disfrutando al ver a aquella mujer dolida. No era algo que hubiese deseado.
Y tampoco parecía que pudiese controlarlo, esa dulce sensación inhumana de ver
retorcerse a otro ser humano. El descubrimiento de que herir a alguien puede
producir placer la golpeó como una piedra. Un placer intenso, tridimensional, un
deleite exclusivamente masculino, estimulante más allá de toda medida. Y se
preguntaba si también aquello sería un don de Dios al hombre.
—¿Por qué no me lo dijiste antes de hacer todos estos planes? —preguntó
Sissie a la otra mujer.
—Era una sorpresa para ti —respondió Marija con timidez.
—Bueno, mala suerte. Tendréis que comeros mi porción de conejo.
La perplejidad de Marija no tenía límite.
Sissie se daba cuenta de ello. Lo veía en sus ojos incrédulos, en sus manos
inquietas y en sus labios, que no dejaba de mordisquear.
Pero, oh, su piel. Parecía que la piel de Marija fuese al compás de sus
emociones, encendiéndose y apagándose como un letrero luminoso. Y mirándola a
la luz del sol estival del crepúsculo, Sissie no pudo dejar de pensar que debía de
ser algo muy peligroso eso de ser blanco. Te hacía estar horriblemente indefenso,
terriblemente vulnerable. Como haber nacido sin piel o algo así. Como si el
Creador hubiera dado forma al cuerpo humano y luego lo hubiera metido en una
bolsa de polietileno en lugar de darle la capa protectora ordinaria, y lo hubiera
soltado en el mundo.
Dios mío, se preguntaba, ¿será ésta la razón por la cual en general tienen
que ser extremadamente feroces? ¿Es así como se sienten seguros aquí, sobre la
tierra, bajo el sol, la luna y las estrellas?
En aquel momento se dio cuenta de que si seguía aquella línea de
pensamiento, podía hacer alguna locura… Por fortuna, Marija continuaba
hablando.
—Decía…, decía, Sissie, ¿a qué hora te vas mañana?
—… Perdona, no te había oído bien… A una hora espantosa, muy de
mañana. Muy temprano.
—A las seis y treinta, ¿verdad? Sólo hay un tren que vaya de aquí a Munich
a primera hora de la mañana.
—Sí…, sí. Debe de ser ése.
—Iré a despedirte.
—¿Por qué te vas a molestar? No tienes por qué perder horas de sueño… Y,
de todas formas, detesto las despedidas de última hora.
Marija se limitó a mirarla con fijeza. Y ella comprendió que su última frase
había sido totalmente innecesaria. Se produjo una prolongada pausa durante la
cual ninguna de las dos dijo una palabra. Luego Marija reanudó su batalla.
—Iba a cocinarlo con salsa francesa, el conejo, mit vine und garlic und käse…,
queso. ¿Sabes, Sissie?
Y Sissie se percató por primera vez de que, en el poco tiempo que había
durado su amistad, cuanto peor se sentía Marija, más alemán se volvía su inglés.
—Marija —dijo Sissie, intentando no traslucir su enojo—, has dicho que
Adolfo Mayor estaría en casa mañana.
—Sí.
—Mmmm. ¿Seguro que el conejo no era para él?
—Pues no…, sí…, pero… pero…
—Bueno, haremos ver que era para él y nos animaremos… Además, no está
bien que una mujer disfrute cocinando para otra mujer. Bajo ningún concepto. No
se hace. No es posible. Las comidas especiales son para los hombres. Son el único
sexo al cual el Creador le dio una boca para disfrutar de la comida. Y la mujer, la
eterna cocinera, nunca está tan contenta como cuando ve a un hombre disfrutando
lo que ella le ha cocinado; ¿eh, Marija? Así que dale el conejo a Adolfo Mayor y
observa cómo lo disfruta. Por mí. Y aun mejor, por ti misma.
También esta vez Marija observó a Sissie con una extraña concentración.
Pero no entendía ni una sola palabra. Porque, por serio que pareciese, Sissie sólo
estaba contando un chiste bastante sutil.
Después de hacer daño
intentamos ser graciosos
y caernos de bruces,
olvidándonos de que para
el que sufre
la Comedia es
la Tragedia y
ésta es la
respuesta al
acertijo.
Se dijeron adiós y se separaron.
Al día siguiente, al despuntar el alba, Sissie se marchó del albergue junto
con otros del grupo que también iban hacia el norte del país.
Dejó uno de los castillos más grandes de toda
Alemania…
Su río
su foso seco
sus gritos silenciosos en las mazmorras
se los llevó el tiempo…
Ambiciosos propietarios guerreros
y sus
blanqueados huesos.
El tren llegó al cabo de pocos minutos de esperarlo. Entonces Sissie vio a
Marija corriendo hacia ellos, con una bolsa de papel de estraza en la mano. Sin que
viniera a cuento, pensó en que Marija debía de haberse levantado muy temprano.
Marija chocó contra Sissie, la abrazó, sonriendo y con la sospechosa lágrima
brillándole ya en las pestañas.
—Oh, Marija —dijo Sissie.
Y eso fue todo lo que pudo decir. Luego, el tren estaba allí. Se quedaron de
pie mirándose, sin encontrar palabras, que, de todas formas, hubieran sido vacías.
Por fin, Marija se inclinó y besó a Sissie en la mejilla. Nuestra Hermana no
dio rienda suelta a un sentimiento de ultraje que le brotaba, reconociendo en aquel
gesto una maldita costumbre.
Mientras tanto, sus compañeros de viaje le hacían señas para que se diera
prisa y subiera al tren. Marija le tiró a las manos la bolsa de papel cuando se
apresuraba a subir al vagón. Era un tren local y no iba muy lleno.
Ella sentada junto a la ventana, el tren que anunciaba la partida, Marija que
hablaba precipitadamente.
—Sissie, si tienes tiempo, en Munich, si el tren te da tiempo, Sissie, antes de
ir al norte, por favor, no te lo pierdas, párate en Munich, aunque sólo sea para
pasar un rato… Por favor, Sissie, tal vez sólo un par de horas. Tal vez esta mañana.
Y te vas por la tarde. ¿Sí?
—¿Sí, Marija?
—Porque München, Sissie, es nuestra ciudad, Baviera. Nuestra propia
ciudad… Tan bonita que tienes que verla, Sissie. Te iba a llevar allá. Las dos. A
pasar un día. Por favor, Sissie, visita München. Hay mucha música. Museos.
El tren empezó a moverse. Allí, en el andén, estaba Marija. Para quienes las
cosas son sólo lo que parecen, una joven mujer bávara…, no una adolescente, pero
tampoco anciana, con cabello castaño corto, muy corto, sonriendo, sonriendo,
sonriendo, mientras una enorme lágrima le corría mejilla abajo.
¿München
Marija
Munich?
No, Marija.
Puede que ella lo prometa,
pero no que lo cumpla.
No perderá
un minuto precioso
para ver Munich y perder un tren.
Marija,
nada del
mundo occidental es una
necesidad…
Ninguna ciudad es santa,
ningún lugar es sagrado.
Ni Roma,
ni París,
ni Londres…
Ni Munich, Marija,
y los porqués y paraqués
deberían ser evidentes.
Munich no es más que un sitio…
otra conexión donde encontrar a
un hermano y cambiar impresiones.
Ella dijo: —Hola Hermano.
Él dijo: —Hola Hermana.
—Soy de Surinam.
—Yo soy de Ghana.
Se sentaron en un restaurante de la estación
comieron con fornidos obreros alemanes
la versión centroeuropea de un
plato afrohispanocaribeño:
carne, maíz y guindillas
¿te gusta?
Y hablaron de
Barcelona y de toros,
España…
Donde un viejo
está sentado sobre los sueños de un pueblo…
Donde dicen que no hay
discriminación contra los NEGROS
¿Ah, sí?
Cuando un imperio está en declive,
cae,
sus esclavos son
perdonados
tolerados
amados.
Podría suceder otra vez, hermano,
está sucediendo ahora…
Deja pues a la Pantera que mantenga
afilados
sus garras y
colmillos…
Munich, Marija,
es el Adolfo Original de los tipos agitadores
y pendencieros que buscaban
un
Führer…
Munich es
el primer ministro Chamberlain
apresurándose a salir de su isla para
apaciguar,
mientras las Mamás Judías
recién enviudadas se preguntaban
qué cacerolas y sartenes
podían salvar.
En 1965
Rhodesia se proclamó independiente
y el primer ministro dijo, lógicamente,
desde su isla:
—La situación
no ha cambiado,
no podemos luchar contra
nuestros propios parientes.
O algo así.
Ah. München,
Marija,
Munich…
Es una lástima, Marija.
Pero
son los seres humanos,
no los lugares,
los que forman los recuerdos.
¿Nein?
El tren estaba decidido a devolver a Nuestra Hermana a sus orígenes.
Pronto la ciudad desapareció de la vista. Era demasiado pronto para tener hambre,
pero por curiosidad abrió la bolsa marrón. Había bocadillos de salchicha, algunos
dulces, una lonja de queso y ciruelas.
Mujeres y niñas

GRACE PALEY

Mi abuela dio a luz a mi madre no hace demasiado tiempo. Pero también


dio a luz a otros muchos niños y niñas. La abuela decía que no era exactamente por
amor, pero lo cierto es que nunca ha sido capaz de llamar a las cosas por su
nombre. Era una mujer imaginativa que se pasaba todo el día leyendo historias y
toda la noche suspirando, de modo que, para lograr relacionarse un poco con ella,
mi abuelo tuvo que recurrir a ese método.
De ahí vino todo lo demás. A mi madre le entristecía estar rodeada de
tantos hermanos y hermanas, sobre todo porque ella era la única que tenía buen
carácter. Son consecuencias irremediables de la vida moderna, de la violencia del
ambiente: guerras, engaños, hogares rotos. Mi madre, para luchar con su
problema, se pasa el día chillando.
Jura que si tuviera un hombre para ella sola no chillaría, aunque lo cierto es
que todos los tíos y las tías, tanto los solteros como los casados, son muy ruidosos.
Mi abuelo no es solamente ruidoso sino que además pega a la gente, quiero decir, a
los miembros de la familia. A mi madre la abofeteó todos los días de su vida. Si
alguien se atreviese siquiera a tocarme, lo reduciría a lluvia radiactiva.
La abuela se guarda siempre los cambios y luego nos los da a nosotros. Mi
tío Johnson está en el manicomio. Los otros rondan por aquí, pero tía Liz tiene sólo
diecisiete años y mi madre le habla como si ya fuera mayor. El otro día le dijo que
se moría por tener un hombre, un hombre de verdad, y que estaba harta de tener
que criar dos hijas en un mundo erizado de malditos símbolos fálicos. Lizzy le dijo
que sí, que ya sabía, que el tiempo pasa y lo que hace falta es tener una mano
fuerte y amable que te coja por la cintura. Esto es lo que tienen que oír las paredes
de este establo.
Me han contado cientos de veces que mi padre era un latino
verdaderamente impresionante. Con mucho savoir-faire, joie de vivre y todo lo
demás. Ellos estaban profunda e irrevocablemente enamorados, hasta que Joanna y
yo lo echamos todo a perder. Mi madre no quiere que me sienta rechazada, pero
tampoco quiere sentirse ella rechazada, así que dice que yo armaba mucho ruido y
lloraba todas y cada una de las noches. Luego Joanna fue la maldición definitiva
porque quería teta todo el día y toda la noche. «… Una esposa —decía mi padre—
es una magnífica amante hasta que llegan los niños. Entonces…» Lo decía en
francés, y siempre dejaba la frase colgada. Pero cada vez que yo le oía decir les
enfants le tiraba los juguetes a la cabeza porque suponía que nos estaba insultando.
Luego cambió y decía les filies, pero enseguida entendí que quería decir lo mismo.
Le aporreábamos con ruido y juguetes, pero mi madre dice que nuestro afecto le
parecía una carga insoportable, y un día no vino a cenar.
Mi madre esperó leyendo Le Monde, pero tampoco llegó a medianoche a
tiempo de acostarse con ella. Al día siguiente se perdió el desayuno y el almuerzo.
¿Dónde está ahora? Mi madre dice que lo mataron en la resistencia. Al cabo de dos
semanas llegó una postal en la que le decía, y sigue diciéndonos cada vez que la
saca para que la leamos: «Hacía cinco años que sentía nostalgia de Francia. Ahora
tendré que sentir nostalgia de ti el resto de mis días».
—Te tomó el pelo, madre —le dije un día mientras preparábamos la cena.
—¿Tú crees? —murmuró—. No hablamos la misma lengua. Tú no sabes
nada. Ni siquiera habías nacido. Sabes perfectamente que, a pesar de todo, volvería
a casarme con un francés… Oh, Josephine —prosiguió, con un tono de voz que,
estrictamente hablando, estaba a punto de cruzar la barrera del sonido—, oh,
Josephine, para la despreciable gente de este país soy un hazmerreír, ja, ja. Pero la
gente allí es otra cosa. Enseguida notarían el aprecio que siento por ellos. Aunque
no sepa mucha gramática, te juro que en francés podría escribir tan bien como
Shakespeare.
Yo me di media vuelta, desesperada. Tenía ganas de llorar.
—No te rías —me dijo mi madre—, algún día desapareceré vía Air France y
os sorprenderé con un guapo francés de pelo rizado igualito que vuestro papá.
Vuestro padre os hubiera encantado. Me hubierais dado las gracias por poder
pasear con él por la calle.
—Te doy las gracias de todos modos, mamá —le contesté—, pero tú tienes
tu gusto y yo el mío. Cuando tenga la edad de tía Lizzy es posible que me gusten
los soldados americanos. O quizá prefiera un infante de marina. Hay algunos
soldados que ya me gustan. El cabo Brownstar, especialmente.
—¿A eso le llamas tú un hombre? —me preguntó mi madre, mostrándome
con sus gritos el desprecio que le inspiraba.
Luego se lo pensó dos veces y dijo:
—Bueno, quizá tengas razón. Con esas botas tan fuertes… Es muy
masculino.
—¿Ah, sí?
—Ya sabes que tengo un temperamento artístico y a veces puedo tener a la
vez dos opiniones contradictorias. Veo salir a Lizzy con él y eso me influye un
poco. Mira a Lizzy y verás a la chica que vio tu padre. Igual que yo. Unos andares
preciosos. Un tono muscular maravilloso. Podría conseguir el hombre que le diera
la gana.
—Ya ha conseguido algunos de los que le ha dado la gana.
Justo en aquel momento mi abuela, la banquera que siempre aparece con el
crédito necesario en el momento crucial, entró orgullosa de haber podido ahorrar
para nosotras cuatro dólares y sesenta y cinco centavos.
—Uf, qué calor tengo —suspiró—. Bien, ahí tenéis. Ahora, Marvine, te pido
que hagas una buena cena. Haz un esfuerzo. Josie, vete a buscar un aguacate. Y tú,
Marvine, no ahorres mantequilla por esta vez. Josie, pequeña, ahí fuera hace
mucho calor y a tu madre no le importará. Ya eres casi una mujer. ¿Quieres un
sorbito de cerveza helada?
El ofrecimiento era todo un detalle. Para devolverle el cumplido me bebí
medio vaso, y eso que no me gusta la espuma. Luego asamos, cocimos, cortamos y
rebanamos, y fue una cena maravillosa. Yo cociné y mi madre preparó las salsas.
La enloquecimos hablando de tiempos pasados en los que comíamos como
gourmets y, sintiéndose adulada, hizo una salsa de más y nos la tomamos de postre
con galletas saladas y un café au lait helado. Mientras yo lavaba los platos, Joanna,
que está siempre igual, se sentó en el regazo de la abuela y le contó todos los
detalles verosímiles de las ocho horas que había pasado en un campamento de
verano.
—Las mujeres —dijo la abuela agradecida— han sido el gran placer y el
gran consuelo de mi vida. Desde el principio adoré a las niñas, sus caritas limpias y
sus oídos atentos…
—Los hombres no son como las mujeres —dijo Joanna, y esto es lo único
que dice en toda esta historia.
—Cierto —dijo la abuela—. Los hombres siempre me han creado
problemas. Los hombres y los chicos…, debe de ser que no les entiendo. Pero
piensa un momento en toda la serie: Johnson, Revere y Drummond… ¿De dónde
salieron sino de mí misma? Y aun así, todos ellos, todos todos todos, todos y cada
uno de ellos se han ido, todos tienen muy lejos de mí tanto su corazón como su
cuerpo.
—No te preocupes, abuela —le dije tratando de consolarla—. Siempre
estaban de mal humor. Yo no los echo de menos.
La abuela me dirigió una mirada abatida:
—Los hijos son siempre así —me explicó—. Primero están siempre de mal
humor. Y luego se largan.
Después de decir esto se quedó sentada, hundida en la tristeza. Joanna se
hizo un ovillo en el almohadón que tenía la abuela a sus pies, se abrazó a sus
piernas, y se durmió. Mamá cogió su ejemplar atrasado de Le Monde del taburete
del piano y se tranquilizó leyendo la historia de un campesino de Provenza que
había violado a su sobrina y asesinado a su madre y vivió respetado por todos
treinta y ocho años hasta que un prefecto fisgón lo descubrió todo. Mientras yo
seguía con los platos, nos lo tradujo a nuestra lengua.
Llegó la noche y por fin el timbre de la puerta hizo renacer la comunicación.
Es un timbre con mucha iniciativa. Era Lizzy y traía al cabo Brownstar. Enviamos a
Joanna a buscar cerveza y refrescos y el baile empezó inmediatamente. El cabo, que
parecía tener ganas de crear buen ambiente, bailó con todas. Yo me escapé un
momento a mi habitación y me pinté mis gruesos labios y me colgué encima de las
costillas unos sostenes con las puntas hacia fuera para que él comprendiera que yo
no era una niña pequeña como Joanna.
—Eres un plato de melocotón en almíbar —me dijo él—. Algún día serás
una mujer imponente, Alicia en el País de las Maravillas.
—Ya soy una mujer, cabo.
—Uf, sí —dijo él, pellizcándome la nalga izquierda.
Lizzy sirvió el ponche, nos dio galletas saladas y bailó con mamá y con
Joanna cada vez que el cabo bailaba conmigo. A Lizzy le encantaba ver que nos
gustaba tanto a todas y pronto olvidó que él era el único hombre de la reunión.
Cuando la velada estaba en su momento álgido, el cabo nos dijo:
—Podéis llamarme Browny.
Estuvimos cantando canciones de las fuerzas aéreas hasta las dos de la
madrugada, y la abuela dijo que desde la última guerra las canciones no habían
variado apenas.
—Pero los soldados son más jóvenes —dijo—. Hijo, diría que tu madre
todavía te abrocha los pantalones.
—No necesito que me cuiden, me las arreglo yo solo. De hecho, estoy
adelantando mucho, en todos los sentidos —dijo guiñándole un ojo a Lizzy—.
Todo me va bien… Por cierto, ¿podría quedarme a dormir aquí? No me importaría
hacerlo en el suelo.
—¿En el suelo? —exclamó mi madre—. ¿Te falta un tornillo? Todo un
soldado de la República, ¡Dios mío! Tenemos un catre. No es más que un catre de
esos del ejército. Lo pondremos, y puedes dormir el sueño de los justos, cabo.
—¡Dios mío! —bostezó la abuela—, hablando de camas. Marvine, tu papá
debe de estar ya en casa. Será mejor que me vaya.
Browny se mostró muy cortés y decidió acompañar a la abuela y a Lizzy a
su casa. Cuando regresó, mamá y Joanna ya se habían rodeado mutuamente con
sus brazos solitarios y dormían profundamente.
Yo lo vigilé furtivamente, desde detrás de las cortinas, y vi que se frotaba
sin la más mínima consideración para su piel. Después, brillante y desnudo, se
metió debajo de las sábanas.
Yo me descalcé y fui de puntillas a la cocina. Le preparé un vaso de cerveza
fría, me fui directamente hacia él y me senté a su lado:
—Aquí tienes una cerveza. Me ha parecido que después de la caminata
debías de tener mucho calor.
—Caramba, gracias, Alicia, la verdad es que tengo muchísimo calor. Eres
una buena chica.
Se incorporó y se metió la cerveza en el gaznate de un solo trago. Yo le miré
hasta el ombligo. Él dejó el vaso vacío en el suelo y me miró sonriendo. Eructó en
mi cara para bromear y entonces tuve que decirle la verdad:
—Oh, Browny —le dije—, te quiero mucho.
Rodeé su tronco con mis manos y apoyé la cara en los dorados cabellos de
su pecho.
—Eh, pastelito, calma. Tú también me gustas a mí. Eres una monada.
Entonces lo besé en la mismísima boca.
—¿Quién diablos te ha enseñado a hacer esto, Josephine?
—Yo misma. He practicado con mi muñeca. ¿Ves?
—¡Josephine! —dijo otra vez—. Josephine, eres una mentirosa. ¡Eres una
maldita mentirosa!
Después de esto, aumentó el cariño que sentía por mí, y me dio un abrazo y
me besó en la mismísima boca.
—Vaya —bromeé—, ¿quién te ha enseñado a hacer esto? ¿Lizzy?
—Cállate —dijo él. Y cuanto más me amaba menos ganas tenía de
conversación.
Me tendí a su lado, y quedé verdaderamente sorprendida de cómo cambian
los hombres cuando experimentan ciertos sentimientos. Me amó de arriba abajo, y
para mostrarle que entendía el mensaje susurré:
—¿Quieres, Browny? ¿Quieres hacerlo, Browny?
¡Bueno! Saltó de la cama y se envolvió la sábana por los hombros y gruñó:
—¡Joder!… —dijo—. Podrían arrestarme. Si me cogiera la P.M. podría
pasarme el resto de mi vida en la cárcel. —Me miró y añadió: —Abróchate la
camisa, por Dios. Tu madre podría despertarse en cualquier momento.
—¿Qué pasa, Browny?
—Que eres una niña y eres demasiado lista para tu edad. ¿Entiendes? Esto
podría echar a perder toda mi vida.
—Pero, Browny…
—¡Menudo lío se armaría! Podrían echarme. Eres una cría. No pasa nada si
alguien se casa contigo, pero sólo ponerte la mano en el hombro sería un crimen.
Es gracioso. Ja, ja.
—Browny, oh, cómo me gustaría casarme contigo.
Él se sentó en el borde del catre y me acercó a su regazo:
—¡Qué chica tan rara eres! ¿Tanto te gusto?
—Te amo. Sería una magnífica esposa, Browny. ¿Te das cuenta de que yo
sola llevo toda esta casa? Mamá trabaja, y cuando no trabaja se pasa el día entero
pensando en papá. Y yo tengo que peinar a Joanna todos los días, yo le plancho sus
vestidos. Hasta podría darte un hijo, Browny, sé cómo…
—¡No! No, no dejes que nadie te convenza para tener un hijo. Nada de hijos
hasta que tengas dieciocho años. Hasta que no cumplas los dieciocho tienes que
seguir limpia como una muñeca y no permitir que se te tense la piel.
—Browny, oye, ¿no te sientes muy solo en el campamento? Quiero decir,
cuando no está por ahí Lizzy o cuando no estoy yo… ¿Tengo buen tipo? ¿Qué te
parece?
—Bueno, no sé, supongo que sí —dijo, metiéndome la mano por debajo de
la camisa—. Tienes bastante buen tipo, sobre todo teniendo en cuenta que todavía
no has crecido del todo.
No pude contener mis deseos y lo volví a besar en los labios. Pero como
estaba hablando me quedé aplastada contra sus dientes.
—¡No sabes lo bien que te cuidaría, Browny!
—Bien, bien —dijo apartándome amablemente—. Bien, escúchame ahora.
Vete a dormir antes de que la armemos. Ni siquiera sabes lo grande que es el
mundo. Incluso para un hombre como yo es asombroso comprobar la cantidad de
cosas que uno ni siquiera imaginaba.
—Da igual. Ya me he decidido.
—Vete a dormir, vete a dormir —dijo sin soltarme la mano—. Ahora ya
pareces casi tan mayor como Lizzy.
—Sí, pero yo soy distinta. Yo sé exactamente lo que quiero.
—Vete a dormir, niña —me dijo por última vez. Le cogí la mano y besé cada
una de sus pardas yemas y luego me fui corriendo a mi habitación, me quité toda
la ropa y, tan desnuda como mi alma solitaria, me dormí.
Al día siguiente era sábado y yo estaba contenta. Mamá trabaja de camarera
todo el fin de semana en el Paris Coffee House, donde los camareros han estado
enseñándole francés desde que papá se fue. Tiene suerte, porque su trabajo le gusta
de verdad; los clientes, la cafetería, la decoración, todo le entusiasma, y sólo se
pone triste cuando vuelve a casa.
Le di el desayuno en el porche de la fachada a las diez de la mañana y
Joanna la acompañó andando hasta el autobús.
—Haz unas cuantas salchichas de esas congeladas para el cabo —me gritó,
aunque usando sólo la mitad de su potencia.
Yo tenía ganas de que se despertara para poder volver a amarnos otro rato,
pero de repente Lizzy apareció sobre las hundidas tablas de nuestro umbral:
—He venido a prepararle el desayuno a Browny —dijo mostrándose muy
eficaz.
—¿Sí? —le dije, dirigiéndole una mirada infantil a los ojos—. Creo que
tendría que hacerlo yo, tía Liz, porque lo más probable es que Browny y yo nos
casemos. ¿No crees que, después de lo ocurrido, tengo que casarme?
—¿Qué? Repítemelo despacito, Josephine.
—Ya me has oído, tía Liz.
Lizzy se desplomó en las escaleras:
—¿Casarte? Si ni siquiera yo, que cumplí los diecisiete en Navidad, me
siento lo bastante mayor para hacerlo. ¿Te lo ha pedido? ¿De verdad?
—Hemos estado hablando de ello —le dije, sin faltar a la verdad—. Estoy
enamorada de él, Lizzy.
Las lágrimas no me dejaban ver nada.
—Ah, enamorada… Yo he estado enamorada al menos una docena de veces
desde que tenía tu edad.
—Pues yo no. Yo me quedo con Browny. Me buscaré un trabajo, y cuando él
termine el servicio militar pienso enviarlo a la universidad para que estudie… Es
muy listo.
—Listo, sí…; todo el mundo es muy listo.
—No, no todos.
Cuando se fue, besé a Browny en los dos ojos, como la Bella Durmiente, y él
se estiró y despertó muy hambriento.
—¡Desayuno, desayuno, desayuno! —aulló.
Lo alimenté y él dijo:
—Vaya, los amigos se reirían a carcajadas si me vieran jugar con una niña.
—No lo creas. Suelo causar buena impresión a la gente, Browny. Ha habido
montones de hombres mucho mayores que tú que han armado un gran revuelo
por mí.
—Caramba, caramba —comentó él, riéndose.
Pero le hice dejar de reírse de aquella manera con algunos besos, y pasamos
una mañana muy divertida.
—Browny —le dije a la hora de comer—. Voy a decirle a mi madre que
vamos a casarnos.
—¿No tiene bastantes problemas como para que vayas con otro?
—No, qué va —le dije—. Mi madre siempre está a favor de los enamorados.
El amor la enloquece.
—Pero, piénsatelo un momento, nena. Al fin y al cabo, podría ser que me
enviasen a alguna zona en guerra y que un aborigen loco me rompiera la cabeza.
Cosas de éstas pasan todos los días. Oye, ¿no sería divertido mantener nuestro
compromiso en secreto durante algún tiempo? ¿Qué te parece?
—No me interesa —le dije, recordando que Liz me había hablado muchas
veces del oportunismo de los hombres, que son capaces de pasarse treinta días y
treinta noches aguardando el momento en que pueden conseguir un instante de
placer—. ¡Un compromiso secreto! Es posible que algunas aceptasen un plan así,
pero yo no soy de ésas.
Entonces supe que yo le gustaba, porque rodeó la mesa, jugó un momentito
con los rizos de mi permanente casera, y susurró:
—Si me vieran mis amigos se reirían, pero a mí me gustas un montón.
Después ya no supe si le gustaba, porque de repente se miró el reloj y
preguntó:
—¿Dónde diablos está Lizzy?
Tuve que salir a hacer la compra y a desembarazarme de algunos tenderos
poniendo cara de inocencia, que es mi principal ocupación de los sábados. Lo hice
a toda prisa. No me ocupó demasiado tiempo, pero cuando subía las escaleras y
entraba en el vestíbulo llegó a mis oídos una conversación.
—La culpa es tuya, Lizzy —decía Browny.
—Y a mí qué me importa —dijo ella—. Supongo que te divierte mucho
jugar con una niña.
—No, Lizzy, no me entiendes…
—Ni ganas.
—Maldita sea —dijo Browny—. ¿Es que no puedes ni siquiera escuchar lo
que te digo? ¿Sabes una cosa? Te detesto.
—¿Ah, sí?
Lizzy dio media vuelta para irse, empujó la puerta acristalada contra mi
cara y me clavó en el empeine el tacón de su zapato color espliego.
—Ya puedes decirle a tu madre que nos casaremos —chilló Browny cuando
me vio—. Maldita sea, no sabes cuánto detesto a Liz. Díselo a tu madre esta misma
noche.
Aquella tarde hice todo lo posible para que Browny estuviera a gusto
conmigo. Me senté sobre sus piernas y él bebió cerveza y me hizo cosquillas. Yo
reí, y pronto entendí el juego y comprendí que había que darle variedad, así que
me puse a correr por la casa y sólo me dejé atrapar cuando llegaba a un sitio
cómodo como el sofá de la sala o la cama de mi habitación.
—Me gustas —dijo él—. Me gustas, ya lo creo que sí. Estoy loco por ti,
Josephine. Eres divertidísima.
Así que aquella noche, cuando a las nueve y cuarto llegó mi madre, le
preparé un vaso de café helado, la arrinconé en la cocina y cerré la puerta.
—Quiero decirte algo sobre mí y el cabo Brownstar. Tú no digas nada,
mamá. Vamos a casarnos.
—¿Qué? —dijo ella—. ¿A casarnos? —chirrió—. ¿Te has vuelto loca? Ni
siquiera tienes todavía papeles para poder trabajar. Si eres una chiquilla. ¿Me estás
tomando el pelo? Pequeña, pero si aún no tienes catorce años.
—Bueno, he decidido que podemos esperar hasta el mes que viene.
Entonces ya habré cumplido los catorce, y he decidido que ya podremos casarnos.
—No podréis, Dios mío. Nadie se casa a los catorce años, nadie, nadie. No
conozco a nadie que se haya casado a esa edad.
—No creas, mamá, hay gente que se casa bastante pronto. Salen en los
periódicos. Lo peor que puede ocurrir es que salgamos en los periódicos.
—Lo que yo no sabía es que tú tuvieras relaciones con él. ¿No era el amigo
de Lizzy? No está bien. Se lo has robado. Le has hecho una jugada muy sucia. Eres
una serpiente. Las mujeres deberíamos unirnos. ¿No te habías enterado?
—Bueno, Lizzy no quiere casarse y yo en cambio sí. Y a Browny le interesa
muchísimo casarse. Es un muchacho al que le gusta llevar una vida sana, y cuando
se licencie no quiere tener que andar con esas mujeres que rondan los
campamentos ni perseguir a las esposas de otros. Tendrás que reconocer que ésta
es una actitud decente, mamá. Es una cualidad que no puedes negarle.
—Eres una cría —dijo ella monótonamente—. Eres mi pececillo escurridizo.
Browny trató de abrir la puerta diez minutos antes del momento oportuno.
—Ah, pasa —le dije molesta.
—¿Cómo está el asunto? ¿Todo arreglado? ¿Qué dices, Marvine?
—¡Digo que te mueras, cabo! ¿Qué pasa con Lizzy? Tú y ella hacíais muy
buena pareja. Parecíais dos estrellas gemelas en un cielo de verano. Ahora me doy
cuenta de que no me gusta demasiado tu aspecto. ¿Quiénes son tus padres? Me
parece que no sé casi nada de ellos. Lo único que sé es que tienes un tío en
Alcatraz. Y tienes los dientes fatal. Yo creía que el ejército arreglaba estas cosas. Ya
no me gustas tanto, ¿sabes?
—No hay razón para que te lo tomes así, Marvine.
—Pero si no es más que una cría. ¿Y si se queda preñada y se pone enferma?
Esto no es la India. ¿No has leído nunca qué les pasa por dentro a esas niñas indias
que se casan tan pequeñas?
—Mamá, no te preocupes, es muy cariñoso.
—¿Cómo? —dijo ella, imaginando lo peor.
Esta conferencia duró unas dos horas. Bebimos un par de jarras de jarabe de
frambuesa que hacía tiempo guardábamos para el cumpleaños de Joanna, que
cumplía los doce al día siguiente. Nadie tenía ni un céntimo y no conseguimos
encontrar a la abuela.
Más tarde, a una hora decente porque todavía no era medianoche, apareció
Lizzy con un teniente y lo presentó diciendo que se llamaba Sid. No se lo presentó
a Browny porque Liz ha dicho cientos de veces que los oficiales y los soldados no
deberían mezclarse en la vida social. En cuanto el teniente tomó la mano de mi
madre para estrechársela, vi que el chico se había quedado deslumbrado.
Empezaron a asomarle grandes verdugones de sudor por la espalda y se le
formaron anchas marcas en los sobacos de la camisa de su uniforme de verano.
Mamá tenía uno de esos momentos taciturnos e indolentes que tanto excitan a
ciertos hombres. Sólo pensaba en mi testaruda decisión y en que mi vida iba a ser
excitante.
—En realidad, yo soy francesa —le murmuró al teniente—. París, Marsella,
sitios así, sitios donde los hombres no andan detrás de las niñas sino que buscan a
las mujeres.
—Siento una gran simpatía por el carácter galo. Y me gustan las mujeres de
verdad —dijo él, esperanzado.
—No basta la simpatía. —Su voz se elevó a la altura de su estado de humor.
—Lo que necesito es alguien que sienta exactamente lo mismo que yo. Hace años
que vivo sin nadie que sienta igual que yo.
—Oh, sí, yo también siento lo mismo que usted —dijo él, enterrándose en su
propio corazón, de forma que casi no se le oía hablar—. Me gustan las mujeres que
han tenido cierto contacto con la vida, que han sentido el dolor del parto, que saber
lo que es que se les muera un ser querido…
—…y que se muera el amor —añadió ella, muy entristecida—. No es
corriente que un joven agraciado tenga estas ideas.
—Pues eso es exactamente lo que pienso.
Lizzy, Browny y yo le pedimos prestado un dólar mientras él permanecía
sentado y sumido en un idílico estupor, y nos fuimos a comprar helados. Nos
llevamos a Joanna, porque nos daba pena habernos bebido todo el jarabe de su
fiesta. Cuando regresamos con una botella de refresco no encontramos a nadie.
—Empiezo a sentirme alcahueta —dijo Lizzy.
Así es como mi madre acabó diciendo que sí. Renunció a su vil actitud
repentinamente y nos dio dinero para un test Wassermann. Telefoneó al doctor
Gilmar y le dijo que me tratara con mucho cuidado:
—Es hijita mía, doctor. La pequeña Joshie, que usted mismo me ayudó a
parir. Es muy testaruda. ¿Se acuerda de mí y de Charles, doctor? Ya verá que es un
poco difícil, como yo.
Debido a los resultados de este test, que hay que hacerse porque así lo dice
la ley, y a pesar de la incredulidad de Browny, no pudimos casarnos. La abuela,
que gracias a la ventaja de su edad siempre adopta una actitud filosófica, dijo que
era corriente que los jóvenes alocados vieran sus planes cortados de raíz, pero que
seguramente la ciencia moderna nos uniría muy pronto. Ja, ja, ja, me río al
recordarlo.
Mi madre no se enteró porque había acontecimientos demasiado
importantes en su propia vida como para prestar atención a lo que les ocurriera a
los demás. Cuando Browny se fue de vuelta al campamento, medio ahogado en
penicilina y húmedo de tristeza, mamá le dio un tarro tamaño gigante de
caramelos amargos y una lata de tabaco.
Luego ella se dedicó a sus cosas, es decir que, libre del desencanto que
habíamos sufrido Browny y yo, se casó con el teniente. Todos estábamos contentos,
a pesar de que nadie ignora que nunca llegó a divorciarse de papá. El nombre que
aparece al lado del suyo en el certificado de matrimonio es Sidney LaValle Jr.,
teniente de la Armada de los EE.UU. Una generación antes de la suya hubo
algunos LaValle que llegaron a Michigan procedentes de Quebec, y Sid sabe un par
de frases en el idioma favorito de mamá.
Browny me ha enviado una postal. Tiene una vista aérea de Joplin, Estado
de Montana, y dice: «Eh, niña, ánimo, cariños, Browny. P.S. Mi salud mejora».
Como mi vida es una auténtica autopista de desesperación, me alegra oír
los incesantes ruidos alegres que vienen de la habitación de al lado. Me gustó
abrazar el cuerpo de Browny, aunque me parece que para él yo no era más que una
esperanza de triunfar en su vida civil. Joanna duerme ahora conmigo. Aunque se
pasa las noches enteras haciendo ruido con los dientes, agradezco su compañía.
Desde que he estado comprometida me tiene mucho respeto. Es una niña muy
cariñosa.
La larga espera

ANDRÉE CHEDID

«Ella se parecía a esas aguas profundas cuyos remolinos ignoramos.»


VIZIR PTAHHOTEP,

Enseñanza sobre las mujeres, 2600 a. C.

Alguien llamaba a la puerta.


Amina dejó a su hijo más pequeño en el suelo y se puso de pie.
Al sentirse abandonado, el niño tuvo un arrebato de cólera. Una de sus
hermanas —semidesnuda y arrastrándose a gatas— se acercó a él.
En un primer momento, la niña permaneció inmóvil, fascinada por el
diminuto rostro de su hermano menor, por sus mejillas y su frente de color
carmesí. Luego rozó los párpados delicados, apartó con su índice una de las
lágrimas del pequeño y se la llevó a la boca para degustar su sabor salado. De
inmediato estalló en sollozos, y sus llantos se sumaron a los gemidos del hermano.
En el otro extremo de la habitación —exigua, con las paredes de tierra y el
techo bajo— que constituía la totalidad de la casa, dos hermanos mayores, con sus
ropas hechas jirones, los cabellos revueltos y los labios cubiertos de moscas, reñían
por una cáscara de melón. Samyra, de siete años, perseguía a las gallinas con un
cucharón y las espantaba en todas direcciones. Su hermano menor, Osman, se
esforzaba por trepar sobre el lomo de la cabra, que se debatía haciendo cabriolas.
Antes de abrir la puerta, Amina se volvió, exasperada, hacia su retahíla de
hijos:
—¡Callaos! Si despertáis a vuestro padre os azotará a todos.
Sus amenazas fueron inútiles: con nueve hijos, siempre había alguno
gimoteando o llorando. Se encogió de hombros y se dispuso a quitar el cerrojo.
—¿Quién ha llamado? —preguntó Zekr, su esposo, con voz adormilada.
Era la hora en que los hombres acostumbran dormitar en sus chozas, esos
cubículos de barro endurecido y resquebrajado, antes de volver a sus tareas en el
campo. Pero ellas, las mujeres, siempre velan.
Amina corrió la barra del pasador —las destornilladas anillas apenas se
sostenían en la madera—; el chirriar de los goznes le hizo apretar los dientes.
¡Cuántas veces le había pedido a Zekr que los engrasara! Entreabrió la puerta y
lanzó un grito de alegría:
—¡Es Hadj Osman!
Hadj Osman había realizado en repetidas ocasiones el santo peregrinaje a
La Meca y sus virtudes eran bien conocidas. Desde hacía años, vagaba por los
campos mendigando alimento y prodigando sus bendiciones. A su paso, las
enfermedades desaparecían y los cultivos se volvían más vigorosos. Aun de lejos,
la gente reconocía su largo ropaje negro rematado en un chal de lana de color
caqui, con el que se protegía el torso y la cabeza.
—¡Tú honras nuestra casa, santo hombre! Entra.
Con una sola visita, las plegarias eran plenamente satisfechas. Se decía que
en el pueblo de Suwef, gracias a la imposición de sus manos, un muchacho que
sólo había emitido gruñidos desde su nacimiento, de pronto se había puesto a
hablar. Amina había sido testigo del milagro de Zeinab, una niña casi púber que
aterrorizaba a sus vecinos con sus frecuentes crisis, durante las cuales se retorcía en
la arena, con las piernas sin control y los labios contraídos. Se mandó llamar a Hadj
Osman, quien pronunció unas pocas palabras. Desde entonces Zeinab se había
mantenido tranquila. Incluso se hablaba de buscarle un esposo.
Amina abrió la puerta de par en par, y la luz inundó la habitación.
—Entra, santo hombre. Considérate en tu casa.
Éste se excusó, manifestando que prefería permanecer fuera.
—Tráeme agua y pan. He realizado una larga caminata y las fuerzas me han
abandonado.
Despertándose sobresaltado, Zekr reconoció la voz. Se apresuró a colocarse
su birrete y, asiendo el botijo por su asa, se irguió y avanzó en la penumbra
mientras se restregaba los ojos.
En cuanto el esposo pisó el umbral y saludó al anciano, la mujer se retiró.
Después de cerrar la puerta, Amina se dirigió hacia su horno de tierra
batida.
Ninguna fatiga conseguía curvar su espalda. Tenía el paso majestuoso de
esas mujeres egipcias que siempre dan la impresión de estar manteniendo en
equilibrio sobre la cabeza un frágil y pesado fardo.
¿Era joven? ¡Apenas treinta años! Pero, ¿qué significa una juventud tal, por
la que nadie se preocupa?
Una vez frente al horno, la mujer se inclinó para extraer de un recoveco los
panes de la semana, envueltos en una tela de yute. Unas aceitunas secas
languidecían en una escudilla y dos ristras de cebollas pendían de la pared. La
mujer evaluó las galletas, sopesándolas; se las apoyó una tras otra sobre la mejilla,
para comprobar su frescura. Después de haber elegido las dos mejores, las
desempolvó con el revés de la manga y las sopló. Luego, llevándolas como una
ofrenda entre sus manos abiertas, se encaminó de nuevo hacia la puerta.
La presencia del Visitante la llenaba de gozo. Su choza le parecía menos
miserable, sus hijos menos gritones y la voz de Zekr más vivaz y animada.
En el camino tropezó con dos de los niños. Uno de ellos se colgó de sus
faldas, estirándose para coger una galleta.
—Dame. Tengo hambre.
—Vete, Barsoum. No son para ti. ¡Suéltame!
—No soy Barsoum. Soy Ahmed.
Las sombras de la habitación desdibujaban los rostros.
—¡Tengo hambre!
Ella lo rechazó con un empujón. El niño resbaló, cayó y rodó por el suelo,
aullando.
Sintiéndose en falta, la mujer aceleró el paso, empujó precipitadamente la
puerta y cruzó el umbral de una zancada. Cerró la puerta tras de sí y se apoyó en
ella con todo su peso. Con la cara cubierta de sudor y la boca crispada, se mantuvo
inmóvil de cara al anciano y a su esposo, mientras llenaba de aire sus pulmones.
—El eucalipto bajo el que acostumbraba descansar, aquel que crece en
medio del campo de avena… —comenzó a decir Hadj Osman.
—Sigue estando allí —suspiró la mujer.
—La última vez parecía muy enfermo.
—Sigue estando allí —repitió ella—. Aquí nada cambia. Nunca.
Sus palabras le provocaron un súbito deseo de llorar y lamentarse. El
anciano sabría escucharla, y quizá la consolara. Pero ¿de qué? No lo sabía con
exactitud. «De todo», pensó.
—Toma estos panes. Son para ti.
El botijo vacío descansaba en el suelo. Hadj Osman cogió las galletas de las
manos de la mujer y le dio las gracias. Deslizó uno de los panes en el pecho, entre
sus ropas, y mordió el otro. Masticaba con cuidado, haciendo durar cada bocado.
Sintiéndose halagada al verlo comer de buen grado su pan, Amina recuperó
su sonrisa. Luego, recordando que su esposo detestaba que ella permaneciera
demasiado rato fuera del lugar que le correspondía, se inclinó para saludar a los
dos hombres.
—¡Que Alá te cubra de favores! —exclamó el anciano—. ¡Que te bendiga y
te conceda siete hijos más!
La mujer se apoyó contra el muro para no tambalearse, se enredó en sus
largas vestimentas negras y escondió el rostro.
—¿Qué tienes? ¿Estás enferma? —interrogó el viejo.
Ella no lograba encontrar las palabras. Por fin balbuceó:
—Ya tengo nueve hijos, santo hombre. Te lo ruego, retira tu bendición.
Farfullaba de tal modo que él creyó haber oído mal.
—¿Qué has dicho? Repítelo.
—Retira tu bendición, te lo imploro.
—No te entiendo —interrumpió el anciano—. No sabes lo que dices.
Con el rostro aún sepultado entre las manos, la mujer balanceaba la cabeza
de izquierda a derecha y de derecha a izquierda.
—¡No! ¡No! ¡Demasiado…! ¡Es demasiado!
A su alrededor, los niños se metamorfoseaban en saltamontes, se
abalanzaban sobre ella, la cercaban, la transformaban en un terrón inerte de tierra.
Con sus centenares de manos convertidas en garras, en ortigas, tironeaban de sus
ropas, desgarraban su carne.
—¡No, no…! ¡No puedo más! —se sofocaba—. Retira tu bendición.
Zekr, petrificado por el aplomo de su mujer, continuaba frente a ella sin
pronunciar palabra.
—Las bendiciones están en manos de Dios; no puedo cambiarlas.
—Sí puedes… ¡y debes retirarlas!
Con una mueca de desdén, Hadj Osman giró la cabeza.
Pero ella no cesaba de hostigarlo:
—¡Retira tu bendición! ¡Hazlo! Tienes que retirar tu bendición. —Apretó los
puños y avanzó hacia él. —¡Debes hacerlo!
El viejo la empujó con las dos manos.
—Nada. No retiro nada.
La mujer se encolerizó y volvió a avanzar. ¿Era la misma mujer de hacía
unos momentos?
—Retira tu bendición —le ordenó.
¿De dónde sacaba aquella mirada, aquella voz?
—¿Para qué servirá domesticar el río? ¿Para qué servirán los cultivos
prometidos? Para entonces, habrá millares de nuevas bocas para alimentar. ¿Has
mirado a nuestros hijos? ¿Has visto su aspecto? ¿Acaso los has mirado?
Abrió por completo la puerta y gritó, dirigiéndose hacia el interior:
—¡Barsoum, Fatma, Osman, Naghi! Venid. ¡Venid todos! Los mayores,
traed en brazos a los más pequeños. Salid, los nueve. ¡Mostraos!
—¡Estás loca!
—¡Mostrad los brazos, los hombros! ¡Levantaos la ropa, mostrad el vientre,
los muslos, las rodillas!
—¡Estás rechazando la vida! —se indignó el anciano.
—¡No hables de la vida! ¡Tú no sabes nada de la vida!
—¡La vida son los hijos!
—¡Demasiados hijos, es la muerte!
—¡Amina! ¡Estás blasfemando!
—¡Invoco a Dios!
—Dios no te escucha.
—¡Me escuchará!
—Si yo fuera tu esposo, te castigaría.
—Hoy nadie me levantará la mano. ¡Nadie! —Atrapó en el aire el brazo de
Hadj Osman. —¡Ni siquiera tú! Retira tu bendición o no te soltaré.
Lo sacudía para obligarlo a desdecirse de sus palabras.
—Haz lo que te digo: ¡retira tu bendición!
—¡Estás poseída! Apártate, no me toques. No retiro nada.
Aunque el anciano lo había apostrofado en repetidas ocasiones, Zekr no
salía de su mutismo y su inmovilidad. De pronto, bruscamente, se movió.
¿Pensaba lanzarse sobre Amina y pegarle tal como acostumbraba?
—¡Tú, Zekr, arrodíllate! Debes hacer que comprenda. ¡Suplica conmigo!
¡Había hablado sin pensar! ¿Cómo se había atrevido a decir tales cosas y con
ese tono imperioso? Súbitamente empezó a temblar, paralizada por sus antiguos
temores; los dedos se le aflojaron y sintió que las piernas se le volvían de algodón.
Levantando los codos para protegerse de los golpes, se encogió contra la pared.
—La mujer tiene razón, santo hombre. Retira tu bendición.
Ella no podía creer a sus oídos. Ni a sus ojos. Zekr la había escuchado. ¡Zekr
estaba allí, arrodillado a los pies del anciano!
Alertados por los gritos, los vecinos acudieron desde todas partes. Zekr
buscó la mirada de Amina, arrodillada a su lado: desbordaba gratitud.
—Santo hombre, retira tu bendición —imploraron al unísono.
A su alrededor se había formado un círculo compacto. Creyéndose apoyado
por aquella multitud, el viejo se irguió sobre la punta de los pies y levantó un
índice amenazador:
—Este hombre y esta mujer rechazan la obra de Dios. ¡Son culpables!
Expulsadlos. De otro modo, la desgracia se abatirá sobre vuestra aldea.
—¡Siete niños más! ¡Nos ha deseado siete niños más! ¿Cómo haremos? —
gemía Amina.
Fatma, su prima, ya tenía ocho. Soad, seis. Fathia, con su hija menor —de
dientes corroídos y mirada hosca— siempre a cuestas, tenía cuatro varones y tres
mujeres. ¿Y las demás? ¡Todas en similar situación! Sin embargo, todas esas
mujeres, temerosas, vacilantes, clavaban los ojos en Amina con desconfianza.
—Los nacimientos están en manos de Dios —declaró Fatma, buscando la
aprobación del anciano y de los hombres.
—Somos nosotros quienes debemos decidir si deseamos hijos —proclamó
Zekr, poniéndose de pie de golpe.
—Es un blasfemo —se indignó Khalifé, un muchacho con las orejas muy
separadas del cráneo—. ¡Atraerá la desgracia sobre nosotros!
—¡Expulsadlos! —insistió el viejo—. Están profanando este lugar.
Amina colocó una mano fraternal sobre el hombro de su esposo.
—Debemos escuchar a Hadj Osman; es un santo hombre —murmuraron
algunas voces intranquilas.
—¡No! —gritó Zekr—. ¡Es a mí a quien debéis escuchar! ¡A mí, que soy
como vosotros! Es a Amina a quien debéis escuchar. A Amina, que es una mujer
como todas. ¿Cómo hará ella con siete niños más? ¿Cómo haremos los dos?
Sus mejillas parecían de fuego. A lo lejos, alguien repitió como en un tímido
eco:
—¿Cómo harán?
De boca en boca, las palabras fueron aumentando de volumen:
—¿Qué harán?
—¡No más niños! —vociferó de pronto una chiquilla ciega que se refugiaba
en las faldas de su madre.
¿Qué había sucedido con esta aldea, estos habitantes, este valle? Hadj
Osman meneó dolorosamente la cabeza.
—¡No más niños! —repitieron las voces.
Brincando con sus muletas y su única pierna, Mahmoud se acercó al
anciano y le murmuró al oído:
—¡Ya lo ves, no pueden más! Retira tu bendición.
—No retiraré nada.
Mientras propinaba codazos para liberarse de la multitud, el santo hombre
comenzó a lanzar imprecaciones. Con gesto enfurecido dio un empellón al enfermo
y éste, perdido el apoyo de sus muletas, rodó por el suelo.
¡Aquello fue la señal!
Fikhry se lanzó sobre el viejo.
Zekr lo golpeó a su vez, para vengar al muchacho inválido. Salah se acercó,
fustigando el aire con una caña de bambú.
Fue un frenesí de golpes y de gritos. Hoda acudió con un trozo de
manguera. Un chiquillo arrancó del suelo uno de los jalones de madera que
delimitaban los campos. La abuela cortó una rama de un sauce llorón y se
incorporó a la refriega.
—¡No más niños!
—¡Retira tu bendición!
—¡Ya no podemos más!
—¡Queremos vivir!
—¡Vivir!
Al atardecer, los gendarmes encontraron a Hadj Osman tendido de bruces
en el suelo, cerca de una galleta pisoteada y de un botijo hecho añicos. Lo pusieron
en pie, sacudieron el polvo de sus vestiduras y lo condujeron al dispensario más
próximo.
A la mañana siguiente, se llevó a cabo una redada en la aldea y se introdujo
en un furgón gris a todos los hombres que habían tomado parte en la revuelta. El
vehículo penitenciario se alejó traqueteando por el camino de sirga, en dirección al
puesto de policía.
Amina y sus compañeras estaban reunidas a la salida de la aldea, con los
ojos brillantes clavados en el camino.
Las nubes de polvo tardaban en disiparse. Por más que sus esposos se
alejaran y se alejaran… ellas nunca los habían sentido tan próximos. Jamás.
Aquel día no era un día como todos.
Aquel día, la larga espera había llegado a su fin.
Los amoríos de lady Purple

ANGELA CARTER

En el interior de la caseta del profesor Asiático, pintada a rayas de color


rosado, sólo existía lo maravilloso y no tenía cabida la luz del día.
El titiritero está amparado siempre por una pizca de oscuridad. En relación
directa con su arte, difunde los enigmas más increíbles, pues cuanto más reales son
sus marionetas, más divina es su manipulación de ellas y más radical la simbiosis
que surge entre la muñeca inarticulada y los dedos que la articulan. El titiritero
especula en un limbo de nadie entre lo real y aquello que, aunque sabemos con
certeza que no lo es, nos lo sigue pareciendo. Es el intermediario entre nosotros, su
público, los seres vivos, y ellas, las marionetas, los inmortales, que no pueden vivir
y sin embargo imitan a los vivos con todos los detalles, puesto que; aunque no
puedan hablar o llorar, sí proyectan aquellos signos cargados de significado que
nosotros reconocemos al instante como lenguaje.
El titiritero da vida a una materia inerte con la dinámica de su ser. Los
maderos bailan, hacen el amor, simulan hablar y, por último, personifican la
muerte; y luego, como Lázaros surgidos de sus tumbas, vuelven a saltar
puntualmente para la próxima representación sin que les cuelguen gusanos de la
nariz ni el polvo les empañe los ojos. Enteros de nuevo, vuelven a ofrecer sus
breves imitaciones de hombres y mujeres con exquisita precisión, tanto más
perturbadora cuanto que sabemos que es falsa; de tal modo que este arte, si se lo
considera desde un punto de vista teológico, podría ser, tal vez, sutilmente
blasfemo.
Aunque no era más que un pobre artista ambulante, el profesor Asiático se
había convertido en un consumado virtuoso de las marionetas. Transportaba su
teatro plegable, los personajes de su única representación y una variedad de
pertenencias en un carro tirado por un caballo, y, después de representar su obra
en muchas ciudades bonitas que ya no existen, como Shanghai, Constantinopla y
San Petersburgo, llegó por fin con su pequeño séquito a una ciudad de Europa
central, donde las montañas proyectan salientes tan escarpados y poco naturales
como los que dibuja un niño con su lápiz; una Transilvania sombría y
supersticiosa, en la que colocaban coronas de ajo a los suicidas, les clavaban una
estaca en el corazón y los enterraban en los cruces de caminos, mientras en los
bosques los brujos practicaban sin cesar ritos de inmemorial brutalidad.
Contaba tan sólo con dos ayudantes: un adolescente sordo, su sobrino, al
que enseñaba su arte, y una niña muda abandonada, que no tendría más de siete u
ocho años, y que habían recogido en uno de sus viajes. Cuando el profesor
hablaba, nadie podía entenderlo porque sólo conocía su idioma materno, que era
un repiqueteo incomprensible de «k» y «t» entrecortadas, así que no hablaba como
se habla normalmente, y, si bien habían llegado al mundo del silencio por caminos
distintos, todos habían acabado por firmar un pacto perfecto con él. Pero, cuando
por las mañanas el profesor y su sobrino se sentaban al sol fuera de la caseta antes
de las representaciones, mantenían interminables conversaciones en un lenguaje de
signos puntuado por suaves e ininteligibles gruñidos y silbidos, de tal manera que
el silencio coreografiado de su discurso era como la danza nupcial de dos pájaros
tropicales. Y esta forma de comunicarse, tan delicadamente distanciada de la
humanidad, era en especial adecuada al profesor, quien tenía más bien el aspecto
de un visitante de otro mundo cuyo modo de ser se regía más por matices que por
afirmaciones. Ello se debía en parte a su avanzada edad, pues era muy anciano,
aunque llevaba bastante bien sus años, si bien aquellos días, en aquel clima,
siempre tenía un poco de frío y se envolvía en un cochambroso chal de lana; pero
era provocado sobre todo por su benévola indiferencia a todo lo que no fuera el
simulacro de seres vivos que él mismo creaba.
Además, por muy lejos que viajara la comparsa, ninguno de sus miembros
había comprendido nunca lo extranjero. Eran todos nativos de la feria y, al fin y al
cabo, todas las ferias son iguales. Quizá cada feria no sea más que un fragmento
disociado de una gran feria original que se esparció hace mucho tiempo en una
diáspora de lo maravilloso. Dondequiera que se establezca, la feria mantiene su
atmósfera invariable, intrínsecamente coherente. Hieráticos como piezas de
ajedrez, los caballos de colores de los tiovivos describen círculos perpetuos tan
inmutables como los de los planetas e igualmente ajenos al mundo del aquí y el
ahora en donde sus compañeros se acercan a contemplar boquiabiertos su cualidad
de extraordinarios, su libertad de la realidad. El pregonero invita a entrar con su
voz ronca y en un lenguaje más allá del lenguaje, o tal vez en ese lenguaje ancestral
de gruñidos y ladridos que yace en el fondo de todo lenguaje. En todos lados, las
mismas ancianas anuncian pringosos caramelos que parecen hechos únicamente
para que las moscas se emborrachen de azúcar y cuya naturaleza es siempre la
misma, aunque la forma exterior de estos enormes dulces pueda variar de un lugar
a otro. Un reparto universal de perros de dos cabezas, enanos, hombres-cocodrilo,
mujeres con barba y gigantes con taparrabos de piel de leopardo, revela sus
singularidades en los espectáculos secundarios y, vengan de donde vengan,
comparten el sórdido atractivo de la deformidad, una internacionalidad que no
conoce límites geográficos. Allí, lo grotesco está a la orden del día.
El profesor Asiático recogía las migas que caían de aquella mesa repleta,
pero nunca parecía sentirse a gusto en medio de todo aquello, pues sus afinidades
no tenían nada que ver con los sonidos estridentes y los colores primarios, si bien
aquél era el único hogar que conocía. Él poseía el encanto melancólico de una flor
japonesa que sólo florece cuando cae en el agua, pues también él revelaba sus
pasiones a través de un medio distinto de sí mismo, y éste era su vedette didáctica,
la marioneta, lady Purple.
Ella era la Reina de la Noche. Sus ojos estaban hechos de rubíes de cristal, y
su fiera dentadura, esculpida en madreperlas, siempre estaba a la vista gracias a su
sonrisa permanente. Su rostro era blanco como la tiza, pues estaba cubierto de una
piel blanca y sumamente flexible, que también le recubría el torso, los miembros
articulados y sus complicadas extremidades. Sus preciosas manos parecían más
bien armas debido a sus largas uñas: doce centímetros de hojalata en punta
esmaltada de rojo; llevaba además una peluca de cabello negro peinado en un
moño tan complicado que ningún cuello humano lo hubiese resistido. Esta
cabellera monumental estaba sujeta con muchas horquillas brillantes, guarnecidas
con trozos de espejo roto, de tal modo que, cuando se movía, proyectaba una
multitud de reflejos resplandecientes que danzaban por todo el teatro como
luciérnagas. Sus ropas eran de colores intensos, oscuros, soñolientos: profundos
rosados, carmesíes y el vibrante púrpura que le daba su nombre, un púrpura del
color de la sangre en un suicidio pasional.
Debía de haber sido la obra maestra de un artesano anónimo fallecido hacía
mucho tiempo, y sin embargo no fue más que una estructura peculiar hasta que el
profesor tocó sus cuerdas, pues fue él quien la llenó de vigor necromántico. Le
transmitió una abundancia de vida que él mismo parecía poseer de un modo muy
tenue, y, cuando ella se movía, no parecía una mujer simulada con habilidad sino
una diosa monstruosa, al mismo tiempo ridícula y magnífica, que trascendía la
idea de depender de sus manos y aparecía completamente real, pero totalmente
sobrenatural. Sus acciones no eran tanto una imitación como un destilado y una
intensificación de las de una mujer de carne y hueso, por lo que era capaz de
convertirse en la quintaesencia del erotismo, ya que ninguna mujer de carne y
hueso se hubiera atrevido a mostrarse tan descaradamente seductora.
El profesor no permitía que nadie la tocase. Él mismo se ocupaba de sus
vestidos y joyas. Cuando acababa el espectáculo, colocaba su marioneta en una caja
especialmente construida y la llevaba a la pensión donde compartía una habitación
con los niños, no sólo porque era demasiado preciosa para dejarla en el frágil teatro
sino porque, además, no podía dormir si no la tenía junto a él.
El sensacionalista título que servía de presentación a esta destacada artista
era: Los notorios amoríos de lady Purple, la desvergonzada Venus oriental. Todo en la
obra estaba impregnado de erotismo. El ritual hechizante de la trama aniquilaba al
instante lo racional e imponía al público una mágica alternativa en la que nada
resultaba familiar. La serie de escenas que ilustraban su historia estaban tan llenas
de significado que cuando el profesor salmodiaba la narración en su impenetrable
idioma materno, en lugar de disminuir, realzaba la coercitiva peculiaridad del
espectáculo. Inclinado sobre el escenario dirigiendo los movimientos de su
protagonista, recitaba con una voz que resonaba, chirriaba y subía y bajaba en
picado, componiendo un extravagante dúo con el instrumento de cuerdas al que la
niña muda arrancaba extrañas armonías. Pero cuando el profesor hablaba por el
personaje de lady Purple, era imposible confundirlo, pues entonces su voz se
modulaba hasta convertirse en un murmullo espeso y lascivo, como de pieles de
animal empapadas de miel, lo que producía involuntarios escalofríos de placer en
la espina dorsal de los espectadores. En la iconografía del melodrama, lady Purple
representaba la pasión y todos sus movimientos eran cálculos en una geometría
angular de la sexualidad.
El profesor siempre se las arreglaba para imprimir unas cuantas octavillas
en el idioma del país donde actuaban. En ellas aparecía el título de la obra y luego
solían rezar como sigue:
¡Vengan a ver lo que queda de lady Purple, la famosa

prostituta y maravilla de Oriente!

Una sensación única. Vean cómo los insaciables apetitos de lady Purple la
convirtieron en la marioneta que tienen ante ustedes, dirigida tan sólo por las
cuerdas del deseo. Vengan a ver esta muñeca, la única reliquia que ha sobrevivido a
la desvergonzada Venus oriental.
El ardiente espectáculo desprendía una intensidad casi religiosa, pues,
como no puede haber espontaneidad en una representación de marionetas, ésta
siempre tiende a la extasiada intensidad de un ritual y, al final, cuando el público
salía perplejo de la oscura caseta, había conseguido vencer su incredulidad y casi
convencerlos de que la extraña figura que había dominado el escenario era
realmente la petrificación de una prostituta universal que una vez había sido una
mujer en la que un exceso de vida había negado la vida, cuyos besos habían
consumido como un ácido y cuyo abrazo había destruido como el rayo. Pero el
profesor y sus ayudantes desmantelaban enseguida el escenario y guardaban las
marionetas, que, a fin de cuentas, no eran más que madera terrenal, y, al día
siguiente, la obra se volvía a representar.
Ésta es la historia de lady Purple, tal como la interpretaban las marionetas
del profesor al son del delirante obbligato del samisén de la niña muda y del sonoro
chasquido de los miembros de los actores.
Los amoríos de lady Purple

Los notorios amoríos de lady Purple,

la desvergonzada Venus oriental

A los pocos días de nacer, su madre la envolvió en una manta raída y la


abandonó en el portal de la casa de un próspero mercader, cuya mujer era estéril.
Aquellos respetables burgueses iban a convertirse en las primeras víctimas de la
sirena. Le prodigaban toda clase de atenciones que el amor y el dinero pueden
ofrecer y, sin embargo, criaron una flor que, aunque perfumada, era carnívora. A
los doce años sedujo a su padre adoptivo. Completamente loco por ella, le confió la
llave de la caja fuerte donde guardaba todo su dinero, y ella le robó hasta el último
céntimo.
Después de empaquetar su botín en una cesta de ropa junto con los vestidos
y joyas que su padre le había regalado, asesinó a su primer amante y a su esposa,
su madre adoptiva, clavándoles en el estómago un cuchillo de cocina que se usaba
para cortar pescado. Luego prendió fuego a la casa para ocultar las huellas de su
crimen. Aniquiló su propia infancia en el incendio que destruyó su primer hogar,
y, saltando de la pira de su crimen como un ave fénix corrupta, volvió a florecer en
los barrios de placer, donde fue contratada por la dueña del burdel más
importante.
En los barrios de placer, la vida transcurría por entero con luz artificial,
pues el mediodía de aquellas calles abarrotadas llegaba con lo que constituía la
soñolienta medianoche para aquellos que vivían fuera de aquel mundo invertido,
siniestro, abominable, que funcionaba únicamente para satisfacer los caprichos de
los sentidos. El deseo más rebuscado que se le pudiera ocurrir a la mente humana
en su perversa ingenuidad, hallaba allí amplia gratificación, entre el vestíbulo de
espejos, las cabinas de flagelación, los cabarets de copulaciones que desafiaban la
naturaleza y las ambiguas veladas de mujeres— hombres y hombres de sexo
femenino. La carne era la especialidad de todas y cada una de aquellas casas y la
servían humeante, con todos los aderezos imaginables. Las marionetas del profesor
interpretaban estas maniobras tácticas fría y mecánicamente, como soldados de
juguete en una fingida batalla carnal.
A lo largo de las calles, las mujeres en venta, las maniquíes del deseo, eran
exhibidas en jaulas de mimbre para que los potenciales clientes pudieran
inspeccionarlas a placer mientras paseaban. Estas exaltadas prostitutas estaban
sentadas inmóviles como ídolos. Sobre sus rasgos reales habían pintado
abstracciones simbólicas de los diversos aspectos de atractivo, y la fantástica
elaboración de sus vestidos dejaba entrever que cubrían un tipo de piel distinta.
Los tacones de corcho de sus zapatos eran tan altos que no podían caminar sino
sólo bambolearse, y las bandas de su cintura estaban hechas de un brocado tan
rígido que los movimientos de los brazos eran limitados y cortos, de modo que
presentaban actitudes de incomodidad física que, a pesar de moverse con energía,
derivaban, al menos en parte, de la falta de destreza manual del ayudante sordo,
porque su aprendiz todavía no había llegado al nivel de oficial. Sin embargo, los
ademanes de estas cortesanas eran tan estilizados como si respondieran a un
mecanismo de relojería. Aun así, aunque de un modo fortuito, todo salía tan bien
que parecía que cada una de ellas estaba tan absolutamente delimitada como una
figura de retórica, reducida por la rigurosa disciplina de su vocación a la inefable
esencia del concepto de mujer, una abstracción metafísica de la hembra que,
mediando el pago de una determinada tarifa, podía quedar al instante relegada al
olvido, dulce o terrible según la naturaleza de los talentos de aquélla.
Los talentos de lady Purple lindaban con lo inefable. Vestida de cuero y con
botas, antes de cumplir quince años se había convertido en la reina del látigo.
Posteriormente, se licenció en los misterios de la cámara de tortura, en la que
estudió con ahínco toda clase de ingeniosos artilugios mecánicos. Empleaba un
complicado conjunto de embudo, humillación, jeringa, empulgueras, desprecio y
angustia espiritual; para sus amantes este severo trato era como su pan y vino y un
beso de su cruel boca era el sacramento del sufrimiento.
Pronto su éxito le permitió establecerse por su cuenta. Cuando llegó a la
cumbre de su fama, su más mínima fantasía podía llegar a costarle a un hombre
todo su patrimonio, y, tan pronto como lo despojaba de toda su fortuna,
esperanzas y sueños, lo abandonaba, pues no conocía los remordimientos; o tal vez
lo encerraba en su armario y lo obligaba a ver cómo se llevaba a la cama, por lo
general tan costosa, a un mendigo que había encontrado casualmente por la calle,
sin cobrarle nada a cambio. Por ser frígida, no era una sustancia maleable sobre la
que pudieran ejecutarse los deseos; no era una verdadera prostituta, pues era el
objeto con el que los hombres se prostituían a sí mismos. Ella, la única
consumadora del deseo, hacía proliferar malévolas fantasías a su alrededor y
utilizaba a sus amantes como el lienzo en el que ella realizaba íntimas obras
maestras de destrucción. La piel de las personas que estaban cerca de ella se
derretía con la electricidad que de ella emanaba.
Pronto, ya fuera para sacárselos de encima o simplemente por placer, se
dedicó a asesinar a sus amantes. Extrajo el fémur de la pierna de un político que
había envenenado y lo llevó a un artesano para que le tallara una flauta. Convencía
a los amantes que gozaban de su favor para que le tocasen música con dicho
instrumento, y, con la gracia más ligera y serpentina, bailaba para ellos al son de
aquella música sobrenatural. En ese momento, la niña muda dejaba el samisén y
cogía un tubo de bambú con el que emitía extrañas cadencias, y, aunque no era ni
mucho menos el clímax de la obra, esta danza constituía la cumbre de la
interpretación del profesor, pues la misteriosa pavana evolucionaba como en olas
de oscuridad y, mientras taconeaba, bailaba y giraba sobre sí, lady Purple se
convertía en la mismísima imagen del irresistible diablo.
Castigaba a los hombres como la peste, a la vez veneno y terrible
iluminación, y era tan contagiosa como aquélla. Todos sus amantes acababan
presentando este estado: iban vestidos con harapos, pegados entre sí con la
supuración de sus llagas, y en sus ojos un horrendo vacío, como si de un soplo les
hubieran apagado el cerebro al igual que una vela. En fantasmagórico desfile de
espectros, rodaban por el escenario, mostrando a su paso horrores medievales:
aquí un brazo se desencajaba, salía volando y desaparecía de la vista devorado por
las moscas, y allá una nariz avanzaba suspendida en el aire tras una forma
demacrada sin nariz que caminaba tambaleándose.
Así se interrumpió la carrera pirotécnica de lady Purple, que terminó como
si realmente hubiera sido una demostración de fuegos artificiales, es decir, en
cenizas, desolación y silencio. Se hizo más fantasmal que aquellos a los que había
infectado. Por fin Circe se convirtió en cerdo y, consumida hasta la médula por sus
propias llamas, deambuló por las calles como una sombra reseca. La desgracia la
destruyó. Los que un día la habían adulado, la echaron con piedras y blasfemias;
no le quedó más que recuperar desperdicios en la orilla del mar, donde recogía
cabellos de las personas ahogadas para venderlos a los fabricantes de pelucas,
quienes satisfacían las necesidades de cortesanas más afortunadas, por menos
diabólicas.
Ahora, sus galas, sus joyas de pasta y su enorme tocado de cabello negro
estaban colgados en su camerino y no llevaba más que unos cochambrosos harapos
de burda arpillera para la escena final de su desesperado declive, en la que, como
atroz ninfómana, practicaba increíbles necrofilias con los cadáveres hinchados que
el mar escupía con desprecio a sus pies, pues su fría rapacidad se había vuelto por
completo mecánica y seguía repitiendo sus anteriores acciones aunque ella fuese
totalmente distinta. Renegó de su humanidad. No era más que madera y cabello.
Se convirtió en una mera marioneta, la propia réplica de sí misma, la imagen
muerta, pero en movimiento, de la desvergonzada Venus oriental.
Al cabo el profesor empezó a acusar los efectos de su avanzada edad y de
los viajes. A veces se lamentaba en ruidoso silencio a su sobrino de dolores, males,
rampas, tirones y ahogos. Empezó a renquear un poco y dejó al chico todo el
trabajo pesado de montar y desmontar el espectáculo. Sin embargo, la mímica de la
danza de lady Purple se hacía aún más extraordinaria con el paso de los años,
como si la energía del profesor, canalizada durante tanto tiempo hacia aquel
propósito, se refinase cada vez más y se redujese finalmente a una esencia única,
purificada, concentrada, que transmitía por entero a la marioneta; y la mente del
profesor alcanzó una condición semejante a la del espadachín Zen, cuya espada es
su alma, de tal modo que ni la espada ni el espadachín tienen sentido sin la
presencia del otro. Estos espadachines, armados, se dirigían a sus víctimas como
autómatas, en un estado de perfecta vaciedad, ignorando ya toda distinción entre
su propio ser y el arma. El maestro y la marioneta habían alcanzado este estadio.
La edad no podía afectar a lady Purple, pues, como nunca había aspirado a
la mortalidad, la trascendía sin esfuerzo y, aunque cualquier hombre menos
consciente del arte necesario para hacerle levantar tan sólo su mano izquierda
podría haberse amargado viendo cómo ella desafiaba al paso del tiempo, el
profesor no tenía preocupaciones de este tipo. La milagrosa inhumanidad de la
marioneta hacía que su amistad estuviera libre de lo antropomórfico, incluso en la
noche de la fiesta de Todos los Santos, en la que, según dicen los montañeses, los
muertos celebran bailes de máscaras en los cementerios mientras el diablo toca el
violín para ellos.
Cuando el poco selecto público hubo recibido su porción de sensaciones
equivalente a un kopec, salió a la feria, que todavía rugía de vitalidad como un
tigre juguetón. La niña expósita guardó el samisén y barrió la caseta mientras el
sobrino preparaba el escenario para la sesión matinal del día siguiente. Entonces el
profesor advirtió que a lady Purple se le había descosido una costura de la burda
túnica que llevaba en el último acto. Charlando consigo mismo enojado, la
desvistió y la dejó balanceándose aquí y allá, colgando de sus cuerdas. Luego se
sentó en un taburete de madera del teatro y enhebró la aguja como una buena ama
de casa. La tarea era más difícil de lo que parecía al principio, pues el tejido estaba
también desgarrado y necesitaba un buen zurcido, por lo que dijo a sus ayudantes
que se fueran juntos a la pensión y lo dejaran terminar el trabajo solo.
Una pequeña lámpara de aceite que colgaba de un clavo junto al escenario
proyectaba una luz insuficiente, pero tranquila. La blanca marioneta resplandecía a
intervalos, a través de las neblinas que desde la noche exterior se colaban en el
teatro por entre todas las grietas y agujeros del encerado y ahora empezaban a
envolverla en sus cortinajes de gasa como queriendo cubrirla con decencia o para
hacerla más seductora al trasluz. La neblina suavizaba un poco la sonrisa pintada,
y su cabeza colgaba de lado. En el último acto, llevaba una peluca negra de cabello
suelto, cuyos mechones le colgaban a la altura de sus caderas blandamente
tapizadas, y las puntas de su cabello contrastaban con la pizarra blanca que había
tras ella al son de sus arbitrarios movimientos, produciendo uno de esos efectos
ópticos fluctuantes que nos hacen cuestionar la veracidad de nuestra visión. Como
solía hacer cuando estaba a solas con ella, el profesor le habló en su idioma nativo,
recitando con precipitación intimidades intrascendentes, sobre el tiempo, su
reumatismo, sobre la insipidez y el precio excesivo del pan negro y burdo de la
región, mientras las brisas hacían de la marioneta su compañera de baile en un vals
triste apenas perceptible y la niebla se espesaba por minutos, haciéndose más
pálida y más viscosa.
El anciano terminó su remiendo. Se levantó y, con un par de crujidos de sus
viejos huesos, fue a colocar con todo cuidado la miserable prenda en el colgador de
su camerino, al lado de la resplandeciente falda de color púrpura salpicada de
peonías rosadas y con una faja de color carmín que lucía en aquella danza
fascinante. Estaba a punto de colocarla desnuda en su maleta en forma de ataúd y
llevársela a su habitación helada cuando se detuvo. Le invadió el infantil deseo de
volver a verla aquella noche una vez más con todas sus galas. Descolgó su vestido
y lo llevó hasta donde ella yacía a merced de nadie más que del viento. Mientras la
vestía le murmuraba como si fuese una niña pequeña pues la vulnerable flaccidez
de sus brazos y piernas hacían de ella una niña de un metro ochenta y dos.
—Por aquí, por aquí, bonita mía; este brazo aquí, ¡muy bien! No pasa
nada…
Luego cogió su peluca penitencial y chasqueó la lengua al ver lo
irremediablemente calva que era sin ella. Los brazos le crujieron bajo el peso del
inmenso moño y se tuvo que estirar hasta ponerse de puntillas para colocársela,
porque, al ser tan grande, era más alta que él. Tras lo cual, concluyó el ritual de su
atuendo y ella volvió a estar completa.
Una vez vestida y ataviada, pareció que su seca madera hubiera hecho
brotar de repente toda una primavera de flores para deleite único del anciano.
Podría haber servido como modelo de la más bella mujer, la imagen de mujer que
tan sólo el recuerdo y la imaginación pueden elaborar, pues la luz de la lámpara
caía sobre ella con demasiada suavidad como para mantener la arrogancia de su
expresión y con tanta dulzura que sus largas uñas parecían tan inofensivas como
diez pétalos caídos. El profesor tenía una peculiar costumbre: solía dar siempre a
su muñeca un beso de buenas noches.
Los niños besan a sus juguetes cuando suponen que se van a dormir,
aunque, por muy niños que sean, saben que sus ojos no están hechos para cerrarse,
así que serán siempre una Bella Durmiente que ningún beso llegará a despertar.
Hay quien, atenazado por una feroz soledad, puede besar el rostro que ve delante
de él en el espejo a falta de otro rostro al que besar. Ambos besos son del mismo
tipo: son las caricias más conmovedoras, porque son demasiado humildes y
demasiado desesperadas como para desear o buscar una respuesta.
No obstante, a pesar de la triste humildad del profesor, bajo sus labios
ajados y marchitos se abrió una carne cálida, húmeda y palpitante.
La madera durmiente se había despertado. Sus dientes de perlas chocaron
contra los suyos con el sonido del címbalo y su aliento cálido y fragante sopló en
torno a él como una fuerte brisa mediterránea. Por su rostro repentinamente vivo
pasó toda una gama de expresiones, como si en un instante estuviera recorriendo a
gran velocidad todo el repertorio de sentimientos humanos, experimentando, en
un lapso interminable de tiempo, todas las escalas de emoción, como si de música
se tratase. Haciendo un ruido de vides aplastadas, sus brazos se enrollaron en
torno al delicado aparato de piel y huesos del profesor con la insistente presión de
una realidad mucho más viva que la carne de éste, reseca por el tiempo. Su beso
surgía del oscuro país en donde el deseo habita y es objetivado. Ella había logrado
entrar en el mundo por una misteriosa grieta practicada en la metafísica de éste, y,
mientras lo besaba, aspiraba el aire de sus pulmones de tal forma que su seno
empezó a agitarse con él.
Así, sin ayuda de nadie, empezó su siguiente actuación con una
improvisación aparente que en realidad no era más que una variación sobre el
mismo tema. Hundió sus dientes en la garganta del profesor y lo vació. Éste no
tuvo tiempo de emitir ningún lamento. Una vez vaciado, se le escurrió de los
brazos, desplomándose a sus pies con un seco susurro, como de un montón de
hojas secas lanzadas al viento, y se quedó tendido en el entarimado, tan vacío,
inútil y carente de significado como su propio chal arrebujado.
Ella tiró con impaciencia de las cuerdas que la ataban y éstas salieron en
manojos de su cabeza, brazos y piernas. Se las arrancó de las yemas de los dedos, y
estiró sus manos largas y blancas, flexionándolas una y otra vez. Por primera vez
durante años, y quizá para siempre, cerró su boca manchada de sangre con un
sentimiento de alivio, pues todavía le dolían las mejillas de la sonrisa que había
tallado su creador en el material que había sido su primer rostro. Pateó el suelo con
sus elegantes pies, para hacer que su nueva sangre circulase mejor.
Su pelo se desenredó y se desplegó, liberándose de la prisión de peinetas,
cuerdas y laca, para echar raíces en su cuero cabelludo, como hierba cortada que
salta del montón donde yace y regresa a la tierra. Al principio se estremeció de
placer al sentir frío, pues se dio cuenta de que estaba teniendo una sensación física;
pero luego, ya fuese porque recordó o porque creyó recordar que la sensación de
frío no era agradable, se arrodilló y, dando un tirón al chal del anciano, se envolvió
en él cuidadosamente. Cada uno de sus movimientos estaba impregnado de una
maravillosa fluidez de reptil. Ahora la neblina del exterior parecía abalanzarse
sobre la caseta como la marea, y romper contra ella en blancas olas, lo que hacía
que ella pareciese un barroco mascarón de proa, único superviviente de un
naufragio, arrastrado hasta la orilla por la marea.
Pero, renovada o renacida, volviendo a la vida o empezando a vivir,
despertando de un sueño o integrándose en una forma de fantasía generada en su
cráneo de madera por la mera repetición invariable de las mismas acciones tantas y
tantas veces, el cerebro que yacía bajo el floreciente cabello contenía tan sólo una
ligerísima idea de las posibilidades que se le abrían. Todo lo que se había infiltrado
en la madera era la noción de que podía interpretar las formas de vida, no tanto
gracias a la habilidad de otro, sino a su propio deseo de hacerlo, y no estaba
preparada para comprender la compleja circularidad de la lógica que la inspiraba
pues no había sido más que una marioneta. Pero, aun no pudiendo percibirlo, no
podía sustraerse a la paradoja tautológica en la que estaba atrapada; ¿acaso había
parodiado la vida, o era ella, ahora viva, la que parodiaría su propia interpretación
de marioneta? Aunque ahora era claramente una mujer, joven y
extravagantemente bella, la leprosa blancura de su rostro le daba el aspecto de un
cadáver animado sólo por una voluntad diabólica.
Con deliberación, desenganchó la lámpara de la pared tirándola al suelo. Al
instante se extendió un charco de aceite por los tablones del escenario. Saltó una
pequeña llama en medio del carburante y empezó de inmediato a consumir las
cortinas. Recorrió el pasillo entre los bancos hasta llegar a la taquilla de billetes. El
escenario era ya un infierno y el cadáver del profesor saltaba aquí y allá en aquel
incómodo lecho de fuego. Pero ella no miró atrás cuando consiguió escabullirse y
salir a la feria, aunque pronto el teatro se quemó también como un farolillo chino
víctima de su propia vela.
Se había hecho tan tarde que los espectáculos secundarios, los puestos de
galletas de jengibre y las casetas de bebidas alcohólicas estaban cerrados con llave
y con las persianas bajadas, y sólo la luna, medio oculta por una fila de nubes, daba
una luz escasa y sucia, que manchaba y deformaba las endebles fachadas de
cartón, de modo que el lugar, desierto y cubierto de vómitos —rechazos de la
juerga tendidos a nuestros pies—, ofrecía un espectáculo verdaderamente
desolador.
Caminó con rapidez pasando por los silenciosos cruces, acompañada sólo
por las neblinas fluctuantes, en dirección al centro, encaminándose como una
paloma mensajera, por pura necesidad lógica, hacia el único burdel de la ciudad.
La tierra

DJUNA BARNES

Una y Lena eran como dos buenos caballos, caballos que uno ve cuando
empieza a amanecer mientras pacen lentamente, balanceándose de un lado a otro,
caballos que aran, nunca con prisas, pero siempre haciendo algo. Eran mujeres
polacas que trabajaban el campo todos los días, hablando poco, pensando poco,
sintiendo poco, con una mirada carente de todo, salvo un destello de astucia que
de vez en cuando se advertía con claridad en Una, la mayor. Lena soñaba más, si se
puede llamar sueños a los silencios de un animal. Durante horas dejaba su mirada
perdida en el horizonte, con sus párpados inmóviles desprovistos de pestañas, y
con una extraña calidad metálica en el iris de sus ojos. Tenía unas cejas tan claras
que apenas se distinguían, lo que, unido a sus ojos muy abiertos cuando caía en
esos silencios, le daba una expresión de persona medio loca. Su rostro
marcadamente campesino estaba bordeado por un flequillo de cabello pelirrojo,
como un tapete de lana, de un color a la vez raro y atractivo, un color obstinado,
un color que parecía hacer que Lena sintiese que algo extraño y malhumorado se le
había instalado en la frente; pues, de vez en cuando, arrugaba su gruesa y blanca
piel y sacudía la cabeza.
Una nunca mostraba su pelo. Siempre lo cubría con un pañuelo estampado,
aunque lo tenía muy bonito, de ese rubio ceniza que uno ve en los niños que corren
al sol.
En un principio las tierras habían sido de su padre. Cuando murió, se las
dejó a ellas de una forma muy peculiar. Temiendo divisiones o peleas en la familia,
legó a Una todos los pies impares, empezando por el primero en la valla, y todos
los pares a Lena, empezando por el segundo. Así que las dos muchachas araban y
surcaban y trasplantaban y almacenaban una copiosa cosecha cada año sin
disputarse la herencia. Trabajaban en silencio, hombro con hombro, sin quejarse.
Los huertos tampoco se quejan cuando sus ramas florecen y se cargan de frutos
cada vez más pesados. Tampoco se queja la tierra cuando la hiere el arado, y
cicatriza para dar paso a las flores y las verduras.
Después de ahorrar durante largos meses, habían construido una casa, a la
que trasladaron sus muebles y a un tío, Karl, que se había vuelto loco un día
recogiendo heno.
No manifestaron sorpresa ni pena. Para nosotros la locura significa
retroceso; para las personas como Una y Lena significaba un avance. Ahora su tío
había penetrado en un mundo más allá de ellas, el mundo de la fantasía. Durante
cincuenta años había sido como ellas, silencioso, trabajador, poco imaginativo. Y
de pronto, como un colegial que pasa sus exámenes, se había elevado a otra forma,
en la que hablaba de cosas de las que sólo hablan las personas que han renunciado
a la tierra: cosas extrañas, irreales, sin importancia; cosas ante las cuales se siente
un cierto respeto, pues no se refieren a ganancias ni a pérdidas.
Cuando Karl se ponía de pronto a gimotear, lo escuchaban un rato desde el
campo como dos perros que paran el oído a un sonido familiar, y, al cabo, Lena iba
y le hacía masajes hasta calmarlo, con la misma energía con la que hubiera
presionado la bolsa alargada que contenía la uva en tiempo de hacer conservas.
Una había ido a la escuela el tiempo justo para aprender a deletrear su
nombre con dificultad y a sumar. Lena, por alguna razón, se había librado. No
sabía escribir su nombre ni los números; estaba contenta de que Una pudiera llevar
«los negocios». No se daba cuenta de que con la suma se sabe que dos y dos son
cuatro y que cuatro es mejor que dos. Nunca se le pasó por la cabeza que un día
pudiera ser víctima de algún bribón, traidor o estafador. Para ella estaba muy claro
que allí vivirían y allí morirían. En la finca había un cementerio familiar donde
habían sido enterradas dos generaciones. Y allí, suponía ella, también descansaría
Una cuando su mecha dejara de responder al aceite.
La tierra era suya y de Una. Compartían el trabajo, las pérdidas y también
lo que sacaban de ella. Cuando la estación de las conservas iba bien y no moría
ningún caballo, ella y su hermana iban a la ciudad a comprarse botas nuevas y
unos volantes para el Sabbath. Y si todo les iba bien y todas las cosechas se vendían
a buen precio, añadían un poco de mobiliario a sus escasas pertenencias, o
compraban más plata para guardarla en la cómoda destinada a la hermana que se
casara primero.
Lena nunca se había molestado en pensar cuál de las dos llegaría primero a
la cómoda. Se sentaba durante horas y horas, después de desbrozar el campo, sin
decir nada, mirando al horizonte, lanzando tal vez un guijarro colina abajo, y
escuchando su eco en el barranco.
Ni siquiera se paraba a pensar en la manera en que Una se ocupaba de los
asuntos. Una era su hermana; aquello era suficiente. La mano derecha siempre va
acompañada de la izquierda. Lena no había aprendido que, a veces, las manos
izquierdas roban mientras las derechas se estrechan en un gesto de amistad.
En ocasiones, tío Karl se escabullía de Lena y, pasando por encima de
pantanos y cercas, aparecía de pronto en una finca vecina, y allí le creaba
problemas al propietario. Entonces Lena lo llevaba a casa, con la misma actitud
impertérrita que cuando recogía las vacas. Un día lo trajo un hombre.
Aquel hombre era sueco, de cara pálida, con una cierta perspicacia en la
mirada que hacía sospechar que de vez en cuando tenía pensamientos que nada
tenían que ver con el campo. Era ancho de hombros y mediría casi uno noventa.
Después de aquello había vuelto a ver a Una muchas veces. Una tarde se quedó de
pie junto a la puerta, girando la cabeza y los hombros a uno y otro lado, mirando
primero a una hermana, luego a la otra. Tenía esa clase de labios pálidos y bien
formados que dan la sensación de resultar cómodos al propietario. De vez en
cuando, los humedecía con un rápido movimiento de la lengua.
Siempre llevaba guardapolvos marrones, abombados a la altura de la
rodilla y de un color más claro a la altura de los codos. El primer día, las hermanas
habían sabido que era «ayudante» del dueño de la finca colindante. Gruñeron en
señal de aprobación y le preguntaron lo que ganaba. Cuando dijo un dólar y medio
y pensión completa durante toda la estación invernal, Una le sonrió.
—Buena paga —le dijo, y le ofreció un vaso de vino caliente con especias.
Lena no dijo nada. Con las manos en las caderas, lo observaba o elevaba su
mirada al cielo. Lena era joven todavía y la noche aún la atraía. También le gustaba
el sueco. Era robusto, grande y «de buena casta». Esto significaba para ella lo
mismo que cuando se refería a un caballo. Tenía calidad, que, a su juicio,
significaba lo mismo. Y era «adecuado», así como el suelo es adecuado para
asegurar unos beneficios. En otras palabras, estaba sano y se ganaba la vida.
En un principio él se había fijado más en Lena. El suyo era el rostro más
suave de dos rostros duros como piedras. Su barbilla terminaba en una punta que
podría haber significado que a veces podía mirar con suavidad, que su lenta
sonrisa podía llegar a ser dulce, una sonrisa que iba descubriendo con timidez una
dentadura grande y bonita. Con el tiempo, aquella sonrisa podía llevar a pensar
más en sus labios que en la dentadura, en lugar de lo contrario, como era el caso.
En la barbilla de Una acechaba un diablo. Se doblaba hacia dentro
secretamente bajo el labio inferior. El rostro de Una era un bloque compacto de
cálculo, excepto encima del labio superior, donde temblaba un poquito de vello.
Sin embargo, daba una sensación extraña. Hacía pensar en un fleco de
adorno en un martillo.
Una se había adjudicado al sueco. Hizo lo imposible para ofrecerle el
equivalente a las miradas encantadoras de las chicas de sociedad. Lo dejaba sentar
y ella se quedaba de pie, lo dejaba holgazanear aunque hubiese trabajo que hacer.
En momentos en que hubiera puesto a pelar patatas a cualquiera, a él le ofrecía
vino o cerveza, pan negro y pastelillos ácidos.
Lena no hacía nada de todo esto. Parecía desdeñarlo, fingía indiferencia, lo
ignoraba. Si hubiera sido lo bastante inteligente, habría mirado en su interior.
Para él, su indiferencia era desprecio, su silencio era censura, su desinterés
era un insulto. Por fin la dejó en paz y dedicó su tiempo a Una, yendo a buscarla a
menudo los domingos para ir a dar largos paseos. Adónde y por qué no
importaba. A un festival en la iglesia, a una matanza de cerdo, si se hacía en
domingo. A Lena no parecía importarle. Ésa era su intención; no era generosidad o
espíritu de sacrificio por su parte, en absoluto. Era simplemente que nunca se le
había pasado por la cabeza casarse antes que su hermana, que era la mayor. En
realidad, lo que le hacía esquivar al amante de Una era la impaciencia por casarse.
Tan pronto como se deshiciera de Una, también ella podría pensar en casarse.
Una no podía comprenderla. A veces la llamaba y, de pie con los brazos en
jarras, se quedaba mirándola fijamente durante tanto rato que Lena la olvidaba y
su mirada se perdía en el cielo.
Un día Una llamó a Lena y le dijo que estampara su marca en la parte
inferior de una hoja de papel llena de una letra ininteligible. La de Una.
—¿Qué es? —dijo Lena, cogiendo la pluma.
—Sólo dice que los pies pares de la finca son tuyos.
—Eso ya lo sabes —dijo Lena, volviendo a dejar la pluma.
Una volvió a dársela.
—Ya lo sé, pero quiero que lo escribas: que son míos todos los pies pares de
la finca empezando por el segundo desde la cerca.
Lena se encogió de hombros.
—¿Para qué?
—Lo piden los abogados.
Lena estampó su marca, depositó la pluma y empezó a pelar guisantes. De
pronto, sacudió la cabeza.
—Pensaba que los pies pares eran míos ¿no? —dijo, empujando la cacerola
hacia sus rodillas y mirando fijamente a Una con ojos muy abiertos y suspicaces.
—Sí —afirmó Una, que acababa de guardar el papel en una caja con llave.
Lena arrugó la frente, acercando así el flequillo pelirrojo a sus ojos.
—Pero me has hecho firmar que eran tuyos, ¿eh?
—Sí —asintió Una, poniendo el agua a hervir para el té.
—¿Por qué? —quiso saber Lena.
—Para tener más tierra —respondió Una sonriendo.
—¿Más tierra? —inquirió Lena, poniendo la cacerola de los guisantes
encima de la mesa y levantándose—. ¿Qué quieres decir?
—Más tierra para mí —respondió Una complacida.
Lena no podía entenderlo y empezó a restregarse las manos. Cogió una
vaina y la rompió con los dientes.
—Pero yo estaba contenta con la tierra tal como estaba —dijo—. No deseo
más.
—Yo sí —respondió Una.
—¿Y eso hace que yo tenga más? —preguntó Lena con desconfianza,
inclinándose un poco hacia adelante.
—Hace que no tengas nada —respondió Una—. Ahora eres mi ayudante…
Entonces Lena comprendió. Se quedó inmóvil por un instante.
Inesperadamente, agarró el cuchillo del pan y, abalanzándose hacia adelante, gritó:
—Me has cogido mi tierra…
Una la esquivó, le agarró la mano que sostenía el cuchillo, la hizo descender
y se lo quitó con toda tranquilidad. Luego apartó a Lena de un empujón y repitió:
—Ahora trabajarás exactamente igual, pero para mí… ¿Por qué estás tan
enfadada?
Ni una lágrima acudió en auxilio de Lena. Y, si lo hubiera hecho, se habrían
secado al instante al contacto con el acero que ardía en sus ojos. En un tono de voz
cargado de un odio repentino y terrible dijo:
—Sabes lo que has hecho, ¿no? Sí, me has quitado los árboles frutales, me
has quitado el lugar donde he trabajado durante años, me has robado mis cultivos,
te has quedado con mi cosecha. Pase, pero además me has quitado la tumba. Me
has quitado el lugar donde vivo y el lugar donde iré cuando muera. Tal vez
hubiera trabajado para ti, pero —dijo golpeándose el pecho—, cuando muera,
moriré para mí misma.
Dicho lo cual se dio media vuelta y salió de la casa.
Se dirigió al granero. Sacó los dos caballos sementales y los enganchó al
carro. Haciendo el menor ruido posible, los llevó hasta el camino. Luego se montó,
agarró el látigo con una mano y las riendas firmemente con la otra y gritó con voz
ronca:
—¡Eh, tú, perrito, mira cómo monto! —Y cuando Una fue corriendo a la
puerta, Lena volvió a gritar, girándose en el asiento: —Yo también te lo quito.
Y, lanzando el látigo hacia los caballos, desapareció en un remolino de
polvo.
Una se quedó de pie protegiéndose los ojos del sol con la mano. Nunca
habían visto a Lena enfadada, por lo cual pensó que se había vuelto loca, como le
había ocurrido antes a su tío. Era plenamente consciente de que le había hecho una
mala jugada a Lena, pero no había contado con que Lena también se diera cuenta.
Se preguntaba cuándo regresaría con los caballos. Incluso preparó comida
para las dos.
Lena no regresó. Una la esperó hasta el amanecer. Le preocupaban más los
caballos que su propia hermana; los caballos representaban seiscientos dólares,
mientras que Lena sólo era un familiar. Por la mañana, regañó a Karl por haber
dado sangre de locos a la familia. Luego, hacia la segunda noche, esperó al sueco.
La noche pasó como las otras. El trabajador sueco no se presentó.
Una estaba aturdida. Fue a ver a un vecino y le expuso el asunto. Éste le dio
algunos consejos legales que la dejaron estupefacta.
Por fin, al terminar la semana, como no aparecían ni los caballos ni Lena, y
también por la extraña ausencia del hombre que había estado cortejándola algunas
semanas, Una lo puso en conocimiento de la policía local. Y diez días después
localizaron los caballos. El hombre que los llevaba dijo que se los había vendido
una joven polaca que pasó por su granja con un hombre alto, sueco, avanzada la
noche. Ella había explicado que había intentado venderlos aquel día en una feria,
pero que no había podido separarse de ellos, y al cabo se los había dejado a él por
un precio bajo. Añadió que le había pagado trescientos dólares. Una volvió a
comprarlos por aquel precio con dinero ahorrado duramente, tanto suyo como de
Lena.
Luego, esperó. Un amargo odio iba creciendo en su interior y recorría sus
campos de acre en acre con un ayudante contratado que parecía una gran cosa
hecha de madera.
Pero, a medida que pasaba el tiempo, sus sentimientos cambiaban. A veces
casi llegaba a arrepentirse de lo que había hecho. Al fin y al cabo, Lena había
trabajado bien y de un modo pacífico. Había sido Lena también la que mejor
conseguía apaciguar a Karl. Sin ella, recorría la casa frenético y pateando el suelo y
últimamente había empezado a acusarla de haber asesinado a su hermana.
Entonces, un día, apareció Lena llevando algo en los brazos, meciéndolo de
lado a lado mientras el sueco amarraba una bonita yegua en la puerta del granero.
Lena se acercó a la casa cantando y tras ella iba su hombre.
Una se quedó de pie inmóvil, impertérrita, callada. Cuando Lena llegó hasta
ella, destapó el fardo y le acercó el bebé.
—Bésalo —dijo.
Sin pronunciar palabra, Una se inclinó y lo besó.
—Gracias —dijo Lena, volviendo a colocar la mantilla—. Ahora ya has
puesto tu señal. Ya has firmado. —Y sonrió.
El sueco estaba un poco moreno del sol… Se sacó la gorra y se quedó allí
sonriendo incómodo.
Lena prosiguió hacia dentro y se sentó.
Una la siguió. Detrás de Una iba el padre.
Se oía a Karl cantando y zapateando arriba.
—Dale agua de melaza y pastelillos —gritó, asomando la cabeza por la
trampilla, tras lo cual estalló en carcajadas.
Una llevó tres vasos de vino. Inclinándose, acarició al bebé en la barbilla
para hacerlo sonreír.
—Cuéntame —dijo.
Lena empezó:
—Bueno, yo fui a buscarlo —dijo señalando al azarado padre—. Y lo puse
detrás y lo llevé a la ciudad y me casé con él. Y se lo expliqué. Le dije: Se ha
quedado con mi tierra, las flores, los frutos y las verduras. Y también me ha
quitado la tumba donde he de descansar…
Y al final parecían buenos caballos, pero uno de ellos andaba algo
encabritado.
Oke de Okehurst

VERNON LEE

¿Aquel boceto con la gorra de chico? Sí; es la misma mujer. Me pregunto si


puedes adivinar quién era. Un ser singular, ¿no? La criatura más maravillosa, con
mucho, que jamás haya conocido: una elegancia exótica, sobrenatural,
conmovedora; una especie de gracia y rebuscamiento perverso y artificial en cada
perfil, en cada movimiento y disposición de la cabeza y el cuello, las manos y los
dedos. Aquí tengo un montón de bocetos a lápiz que hice antes de pintar su
retrato. Sí; todo el cuaderno de bocetos está ocupado por ella. No son más que
garabatos, pero pueden dar una idea de su clase de encanto maravilloso, fantástico.
Aquí, apoyada en la barandilla de la escalera; allá, sentada en el balancín. Aquí sale
aprisa de la habitación. Éste es su rostro, ¿ves? No es exactamente guapa; tiene la
frente demasiado grande y la nariz demasiado corta. Esto no da una idea de cómo
era. Era, en conjunto, toda una cuestión de movimiento. Mira qué extrañas mejillas,
hundidas y planas; pues bien, cuando sonreía se le formaban unos hoyuelos
maravillosos ahí. Poseía algo exquisito y misterioso. Sí; empecé el cuadro, pero
nunca llegué a terminarlo. Primero pinté al marido. Me pregunto quién tendrá
ahora el cuadro. Ayúdame a apartar estos cuadros de la pared. Gracias. Éste es su
retrato; un inmenso fracaso. Supongo que no te dice mucho; sólo está esbozado, y
parece un poco loco. Mira, mi idea era pintarla apoyada en la pared —había una
tapizada— para destacar la silueta.
Fue muy curioso que escogiese aquella pared en especial. En este estado
parece una locura, pero me gusta; tiene algo de ella. Lo enmarcaré y lo colgaré,
sólo que la gente me hará preguntas. Sí; lo has adivinado: es la señora de Okehurst.
No me acordaba de que tenías conocidos en aquella parte del país; además,
supongo que los periódicos se hicieron mucho eco en su día. ¿No sabías que todo
ocurrió ante mis propios ojos? Ahora, apenas puedo creerlo: parece todo tan
distante; vivido, pero irreal, como fruto de mi propia invención. Fue mucho más
raro de lo que nadie podía imaginar. La gente no podía comprenderlo, de la misma
manera en que no la comprendían a ella. Dudo que alguien llegara a comprender a
Alice Oke aparte de mí mismo. No pienses que no tengo sentimientos. Era una
criatura maravillosa, extraña, exquisita, pero uno no podía sentir compasión por
ella. Yo compadecía mucho más al pobre desgraciado de su marido. Parecía un
final muy apropiado para ella; yo me atrevería a decir que, si ella lo hubiera
sabido, le habría gustado. ¡Ah! Nunca más tendré la oportunidad de pintar un
cuadro como aquél tal como quería. Me pareció enviada del cielo o de algún otro
lugar semejante. ¿Nunca te han contado la historia con detalle? Bueno, por lo
general no hablo de ella, porque la gente es brutalmente estúpida o sentimental;
pero te la contaré. Veamos. Hoy ya no queda luz para pintar, así que te la puedo
relatar ahora. Espera; tengo que ponerla de cara a la pared. ¡Ah, era una criatura
maravillosa!
II

¿Te acuerdas de que hace años te dije que me había embarcado en pintar a
un matrimonio de hacendados del condado de Kent? No entiendo qué fue lo que
me hizo decir que sí a aquel hombre. Un amigo mío lo había traído un día a mi
estudio. El señor Oke de Okehurst, decía su tarjeta de visita. Era un hombre joven
muy alto, de muy buena planta y buen aspecto, con una piel preciosa y bigote
rubio, y la ropa le sentaba de maravilla; exactamente igual que cientos de hombres
jóvenes que uno ve en el parque, y por completo carente de interés de pies a
cabeza. El señor Oke, que había sido teniente de regimiento antes de casarse, se
sentía incómodo en forma visible al encontrarse en el estudio de un pintor. Sentía
recelos ante un hombre que podía llevar abrigo de terciopelo en la ciudad, pero al
mismo tiempo estaba nerviosamente ansioso por no tratarme en lo más mínimo
como a un hombre de negocios. Se paseó por mi estudio, lo miró todo con la más
escrupulosa atención, balbuceó un par de cumplidos, y luego, dirigiendo a su
amigo una mirada suplicante, trató de ir al grano, sin conseguirlo. El asunto, que el
amigo explicó con amabilidad, era que el señor Oke deseaba saber si mis
compromisos me permitirían pintarlos a él y a su mujer y cuáles serían mis
condiciones. El pobre hombre se sonrojó de arriba abajo durante esta explicación,
como si hubiera hecho la proposición más deshonesta; y advertí —la única cosa de
interés en su persona— una extraña arruga nerviosa en la frente, entre las cejas, un
corte longitudinal perfecto, algo que por lo general indica alguna anormalidad: un
doctor de locos que conozco lo llama pliegue maníaco. Cuando le respondí,
inesperadamente estalló en un montón de confusas explicaciones: su esposa…, la
señora Oke…, había visto algunos de mis… cuadros…, pinturas…, retratos…, en
la… la… ¿cómo se llama? Academia. Ella había… En pocas palabras, le habían
impresionado mucho. La señora Oke tenía gran sensibilidad para el arte; en
resumen, estaba sumamente ansiosa de que pintara su retrato y el de su marido,
etcétera.
—Mi mujer —añadió de pronto— es una mujer extraordinaria. No sé si la
encontrará guapa…, no lo es con exactitud, ¿sabe? Pero es tremendamente extraña.
Y el señor Oke de Okehurst dio un pequeño suspiro y frunció aún más
aquel curioso pliegue, como si un discurso tan prolongado y una expresión de
opinión tan decidida le hubieran costado un gran esfuerzo.
Estaba en un momento muy desafortunado de mi carrera. Una de mis
clientes —¿te acuerdas de la señora gorda con la cortina colorada detrás de ella?—
llegó a la conclusión, o la convencieron, de que la había pintado vieja y vulgar, lo
que, de hecho, era cierto. Toda su camarilla se había vuelto contra mí, los
periódicos se habían hecho eco del asunto, y en aquel momento me consideraban
como un pintor a cuyos pinceles ninguna mujer confiaría su reputación. Las cosas
me iban mal. Razón por la cual cogí al vuelo muy contento la oferta del señor Oke,
y convinimos en que iría a Okehurst al cabo de quince días. Pero apenas se había
cerrado la puerta tras mi futuro cliente, y yo ya empezaba a arrepentirme de mi
precipitación; y mi descontento fue en aumento, a medida que se aproximaba el
momento del cumplimiento, al pensar que desperdiciaría todo un verano pintando
el retrato de un hacendado del condado de Kent totalmente carente de interés, y de
su, sin duda, también insípida esposa. Recuerdo perfectamente el terrible humor
en que estaba cuando cogí el tren a Kent, que empeoró todavía más cuando me
apeé en la pequeña estación, la más cercana a Okehurst. Llovía a cántaros. Una
reconfortante furia me invadió cuando pensé que, en un acto solidario, mis lienzos
se mojarían antes de que el cochero del señor Oke los hubiese cargado en lo alto de
la tartana. Me estaba bien empleado por ir a aquel maldito lugar a pintar a aquella
maldita gente. Salimos bajo aquella lluvia persistente. Las carreteras eran una masa
de fango amarillento; la hierba de los pastos llanos e interminables se convertía, al
pie de los robles, en un horrible caldo marrón, después de haber quedado reducida
a cenizas por una prolongada sequía; el campo tenía un aspecto insufriblemente
monótono.
Mi estado de ánimo se hundía por momentos. Empecé a cavilar sobre la
casa de campo estilo gótico moderno, con la cantidad habitual de mobiliario
Morris, alfombras Liberty y novelas de Mudie, a la que sin duda me conducían. En
mi mente, veía con toda claridad los cinco o seis retoños Oke —aquel hombre
tendría con seguridad por lo menos cinco hijos—, las tías, las cuñadas y las primas;
la eterna rutina del té vespertino y el tenis sobre hierba; sobre todo, me imaginaba
a la señora Oke, robusta, bien informada, ama de casa ejemplar, una joven dama
que contribuía en las campañas electorales y organizaba obras de caridad, quien,
para un individuo como el señor Oke, merecía el calificativo de mujer
extraordinaria. Y en mi interior se me caía el alma a los pies, y maldecía mi avaricia
al aceptar el encargo y mi falta de coraje al no rechazarlo cuando aún estaba a
tiempo. Entretanto, habíamos entrado en un gran parque, o más bien una larga
sucesión de pastos, salpicados de enormes robles, bajo cuyas copas se
apelotonaban las ovejas, resguardándose de la lluvia. A lo lejos, emborronadas por
la cortina de lluvia, había una línea de colinas bajas, bordeada por un escarpado
perfil de abetos azulados y un molino solitario. Debíamos de haber recorrido ya
más de dos kilómetros desde que habíamos visto la última casa, y no se distinguía
ninguna a la vista; tan sólo la ondulación de la hierba seca, empapada de marrón
bajo los inmensos robles negruzcos, de los que se elevaba, por todos lados, un vago
y desconsolado balido. Por fin la carretera daba un giro repentino, y revelaba lo
que evidentemente era el hogar de mis modelos. No era lo que había imaginado.
En una depresión del terreno, había una gran casa de ladrillo rojo, con los gabletes
redondeados y largas chimeneas del tiempo de Jaime I; un lugar triste, vasto, en
medio de tierras de pastos, sin señal alguna de jardín en la parte delantera, y sólo
unos pocos árboles de gran tamaño que indicaban la posibilidad de uno en la parte
trasera; no había césped: simplemente, al otro lado de la arenosa depresión, que
sugería un foso relleno, se elevaba un inmenso roble, de poca altura, hueco, con
ramas retorcidas y marchitas, en lo alto del cual sólo un puñado de hojas se agitaba
bajo la lluvia. No se correspondía en absoluto con la imagen que me habían hecho
del hogar del señor Oke de Okehurst.
Mi anfitrión me recibió en el vestíbulo, un lugar amplio, recubierto de
madera trabajada, tapizado de retratos hasta su curioso techo: abovedado como el
interior del casco de un barco. Me pareció aun más rubio, más rosado y blanco,
más absolutamente mediocre en su traje de tweed; y creo que también más
bonachón y aburrido. Me llevó a su despacho, una habitación tapizada con látigos
y aperos de pesca en lugar de libros, mientras llevaban mis cosas arriba. Había
mucha humedad y en la chimenea ardían unas brasas. Les dio una nerviosa patada
con el pie y me dijo, ofreciéndome un cigarrillo:
—Deberá disculparme por no presentarle ahora mismo a la señora Oke. M
mujer…, para ser breve, creo que mi esposa está durmiendo.
—¿Está indispuesta la señora Oke? —pregunté, al tiempo que se encendía
una luz de esperanza de que me pudiera librar de todo aquello.
—¡Oh, no! Alice está muy bien; al menos tan bien como de costumbre. Mi
esposa —añadió tras un minuto de pausa, y en tono muy decidido— no goza de
muy buena salud…, una constitución nerviosa. ¡Oh, no! No es que esté enferma,
nada serio, ya sabe. Sólo nerviosa, dicen los médicos; no hay que preocuparla o
excitarla, dicen los médicos; necesita mucho reposo…, esas cosas.
Se calló bruscamente. Aquel hombre me deprimía, y no sabía por qué. Tenía
una mirada apática, desconcertada, muy en desacuerdo con sus admirables salud y
energía, que saltaban a la vista.
—Debe de ser usted un gran deportista —le dije, de pura desesperación,
señalando con la cabeza en dirección a los látigos, las escopetas y las cañas de
pescar.
—¡Oh, no! Ahora no. Lo fui en otra época. He dejado todas estas cosas —
respondió, mientras continuaba de pie, de espaldas a la chimenea, mirando
fijamente al oso polar que yacía bajo sus pies—. No…, no tengo tiempo para todo
eso ahora —añadió, como si me debiera una explicación—. Un hombre casado…,
ya sabe. ¿Le gustaría subir a sus habitaciones? —dijo, interrumpiéndose de golpe
—. He hecho que acondicionaran una para que pintase. Mi mujer dijo que
preferiría luz del norte. Si ésa no le satisface, puede escoger cualquier otra.
Salí del despacho tras él y atravesamos el inmenso vestíbulo. En menos de
un minuto había dejado de pensar en el señor y la señora Oke y en el aburrimiento
de pintar sus físicos: simplemente me conquistó la belleza de aquella casa, que yo
me había imaginado moderna y prosaica. Era sin excepción alguna el ejemplo más
perfecto de una vieja mansión inglesa que había visto en mi vida; la más
intrínsecamente magnífica y conservada de un modo admirable. Saliendo del
gigantesco vestíbulo, con una inmensa chimenea de piedra gris y negra tallada e
incrustada con delicadeza y varias hileras de retratos familiares, que se extendían
desde los paneles de madera hasta el techo de roble, abovedado y con cuadernas
como el casco de un barco, se abría la amplia escalera de peldaños planos, cuya
barandilla estaba coronada a intervalos por monstruos heráldicos, mientras la
pared lucía escudos de armas tallados en roble, follaje y pequeñas escenas
mitológicas, pintadas de un rojo y azul descoloridos y destacadas en un dorado
deslustrado, que armonizaba con el azul y dorado desvaídos del cuero repujado
que llegaba hasta la cornisa de roble, también coloreada y dorada con delicadeza.
Las armaduras hermosamente damasquinadas daban la sensación de no haber sido
tocadas por mano moderna, a pesar de no estar oxidadas en lo más mínimo; las
alfombras que yacían a nuestros pies eran persas del siglo XVI; las únicas cosas
actuales eran los grandes ramos de flores y helechos dispuestos en vasijas de
mayólica en los rellanos. Todo estaba en perfecto silencio; sólo desde abajo
llegaban las campanadas, cantarinas como la fuente de un palacio italiano, de un
reloj anticuado.
Me parecía que me llevaban por el palacio de la Bella Durmiente.
—¡Qué casa tan magnífica! —exclamé mientras seguía a mi anfitrión por un
largo pasillo, también recubierto de cuero y tallas de madera y lleno de baúles
nupciales y sillas que parecían salidas de un retrato de Van Dyck. En mi interior
tenía la profunda sensación de que todo aquello era natural, espontáneo; que no
tenía nada del carácter pintoresco que los decoradores de buen gusto imponen a
las casas ricas y estéticas. El señor Oke me malinterpretó.
—Es una casa antigua bonita —dijo—, pero demasiado grande para
nosotros. Verá usted, la salud de mi mujer no permite que tengamos muchos
invitados; y no tenemos hijos.
Creí advertir un vago lamento en su voz; y, evidentemente, él temía que
algo así se le hubiera escapado, pues añadió de inmediato:
—Ya ve, a mí los hijos no me importan lo más mínimo; me cuesta entender
que a otras personas sí.
Me dije a mí mismo que si alguna vez alguien había hecho un gran esfuerzo
para decir una mentira, aquél era el señor Oke de Okehurst en ese mismo instante.
Cuando me dejó solo en una de las dos enormes habitaciones que me
habían asignado, me dejé caer en un sillón e intenté esclarecer la extraordinaria
impresión imaginativa que aquella casa me había producido.
Soy muy susceptible a este tipo de impresiones; y aparte del tipo de
espasmo de interés imaginativo que en ocasiones despiertan en mí ciertas
personalidades raras y excéntricas, no conozco nada más subyugante que el
encanto, más sosegado y menos analítico, de cualquier ejemplo de casa completa y
que se salga de lo corriente. Estar sentado en una habitación como aquella en la
que me hallaba: con las figuras de los tapices teñidas de los colores grises, lilas y
rojos del atardecer, la gran cama, con dosel y cortinas, una vaga presencia en el
centro, y las brasas rojizas bajo el dintel prominente de la chimenea de
mampostería italiana incrustada, un tenue perfume de pétalos de rosa y especias,
colocados en los cuencos de porcelana por las manos de damas fallecidas hace
tiempo, mientras el reloj envía desde abajo, de vez en cuando, su suave melodía de
los días olvidados, que llena la habitación. Hacer esto es una clase de
voluptuosidad especial, peculiar, compleja e indescriptible, como la
semiembriaguez del opio o del hachís, la cual, para ser transmitida a otros tal como
uno la siente, requeriría un genio sutil y vehemente como el de Baudelaire.
Después de vestirme para cenar, volví a ocupar mi lugar en el sillón y
reanudé también mi ensueño, dejando que todas aquellas impresiones del pasado
—que parecían difuminarse como las figuras de la alfombra, pero seguían vivas al
mismo tiempo, como las brasas de la chimenea, todavía dulces y sutiles como el
perfume de los pétalos de rosa muertos y las especias troceadas en los cuencos de
porcelana— me invadieran y se me subieran a la cabeza. No pensaba en Oke y su
mujer; me parecía estar solo por completo, aislado del mundo, separado de él en
aquel goce exótico.
Las brasas fueron palideciendo gradualmente; las figuras de los tapices se
fueron cubriendo de sombras; la habitación pareció quedar a media luz; y mis ojos
se dirigieron a la ventana arqueada y dividida en dos por un parteluz de la misma
piedra trabajada, más allá de cuyo marco, de elaborada mampostería, se extendía
un parque marrón grisáceo de hierba marchita y empapada, salpicado de grandes
robles; mientras a lo lejos, tras un perfil escarpado de oscuros abetos escoceses, el
húmedo cielo era invadido por el rojo ardiente de la puesta de sol. A través del
goteo de las hojas de la hiedra, llegaba, más leve o más intenso, el repetido balido
de los corderos separados de su madre; un llanto desdichado, trémulo y
atemorizado.
Me sobresaltó un repentino golpe en la puerta.
—¿No ha oído el gong anunciando la cena? —preguntó la voz del señor
Oke.
Me había olvidado totalmente de su existencia.
III

Creo que no me es posible reconstruir mis primeras impresiones de la


señora Oke. Mi recopilación de ellas estaría coloreada por entero por mi posterior
conocimiento de ella; de lo cual concluyo que en un principio no puede haber
experimentado el extraño interés y admiración que tan pronto despertó en mí
aquella extraordinaria mujer. Interés y admiración, no se me malinterprete, de una
clase muy poco corriente, pues ella misma era una mujer poco común; y, si quieres
verlo así, yo soy un tipo de hombre bastante inhabitual. Pero eso podré explicarlo
mejor después.
Lo que sí es cierto es que debí de sentir una inconmensurable sorpresa al
comprobar que mi anfitriona y futura modelo era tan absolutamente diferente de
como me la había imaginado. O no —ahora que lo pienso—: apenas me sentí
sorprendido; o, si lo estuve, aquel primer impacto no pudo durar ni siquiera una
infinitésima de minuto. El hecho es que, habiendo visto a la Alice Oke real, era
desde todo punto imposible recordar que uno se la hubiese imaginado distinta:
había en su personalidad algo tan completo, tan completamente distinto de todo el
mundo, que parecía haber estado siempre presente en la conciencia de uno,
aunque tal vez en forma de enigma.
Deja que intente darte una idea de ella: no de aquella primera impresión,
cualquiera que fuese, sino de su absoluta realidad tal como fui aprendiendo a verla
gradualmente. Para empezar, tengo que repetir y reiterar una y otra vez que ella
era, más allá de toda comparación, la mujer más llena de gracia y delicadeza que
he visto en mi vida, pero con una gracia y una delicadeza que no tenían nada que
ver con ninguna idea preconcebida ni experiencia previa de lo que dichos nombres
indican: gracia y delicadeza reconocidas al instante como perfectas, pero que se
veían en ella por primera, y creo que por última, vez. ¿Es concebible que una vez
cada mil años pueda surgir una combinación de rasgos, un sistema de
movimientos, un perfil, un porte que sean nuevos, sin precedentes, y que sin
embargo respondan con exactitud a nuestros deseos de belleza y exotismo? Era
muy alta; y supongo que la gente hubiera dicho que era delgada. No lo sé, pues
nunca pensé en ella como un cuerpo —carne y hueso y esas cosas—, sino como una
maravillosa serie de líneas, una maravillosa y peculiar personalidad. Alta y esbelta,
desde luego, y sin ningún elemento de lo que constituye nuestro concepto de
mujer bien hecha. Era tan espigada —me refiero a que tenía tan poco de lo que la
gente denomina figura— como un bambú; tenía los hombros algo elevados y el
cuello decididamente inclinado hacia adelante; nunca la vi con los brazos o los
hombros desnudos. Pero aquella su figura de bambú poseía tal elasticidad y
majestuosidad, tal juego de líneas a cada paso que daba, que no la puedo comparar
con nada más; había allí algo del pavo real y del ciervo; pero, por encima de todo,
era su propio ser. Ojalá pudiera describirla. Ojalá, ¡ay!, ojalá, ojalá pudiera; lo he
pensado cien mil veces. Podría pintarla, tal como la veo ahora, con los ojos
cerrados…, aunque sólo fuera una silueta. ¡Allá! La veo con tanta claridad,
caminando lentamente de un lado a otro de la habitación: la ligera elevación de sus
hombros no hace más que completar la exquisita composición de líneas de su
espalda erguida y suave, su cuello largo y delicado, la cabeza, con el cabello
peinado en pálidos y cortos rizos, siempre inclinada hacia adelante, salvo cuando
de modo inesperado la echaba hacia atrás y sonreía, no a mí, ni a nadie, ni a nada
que se hubiese dicho, sino como si ella sola hubiese visto u oído algo de repente,
con el extraño hoyuelo en sus mejillas delgadas y pálidas y una extraña blancura
en sus ojos grandes, muy abiertos: en ese momento su porte tenía algo del ciervo.
Pero, ¿para qué sirve hablar de ella? Verás, yo no creo que ni siquiera el pintor más
grande pueda mostrar cuál es la verdadera belleza de una mujer muy hermosa en
el sentido ordinario: las mujeres de Tiziano y de Tintoretto deben de haber sido
mucho más bellas de lo que las pintaron. Siempre se escapa algo —y es la esencia
misma—, tal vez porque la verdadera belleza es tanto una cosa en el tiempo —
como la música: una sucesión, una serie— como en el espacio. Y hablo ahora de
una mujer bella en sentido convencional. Imagina, pues, cuánto más lo sería en el
caso de una mujer como Alice Oke; y si el lápiz y el pincel, imitando cada línea y
tono, no pueden conseguirlo, ¿cómo va a ser posible dar la más mínima idea de
ella con meras, con miserables palabras, palabras que no poseen más que un
miserable y abstracto significado, una asociación convencional impotente? Para
abreviar, la señora Oke de Okehurst era, en mi opinión, la criatura más rara y
exquisita en grado máximo, una criatura exótica cuyo encanto no se puede
describir, del mismo modo en que no se puede llevar a casa el perfume de una flor
tropical recién descubierta comparándolo con el de la rosa o el de las lilas.
Aquella primera cena fue bastante deprimente. El señor Oke —Oke de
Okehurst, como la gente de allá lo llamaba—, era espantosamente tímido, como
consumido por el temor de hacer el ridículo delante de mí y de su mujer, pensé yo.
Pero aquella timidez no desapareció; y pronto descubrí que, aunque sin duda se
agudizaba con la presencia de un extraño, estaba inspirada no por mí sino por su
mujer. De vez en cuando, él miraba como si fuera a hacer un comentario, y luego
se notaba que se reprimía y se quedaba callado. Era muy curioso ver a aquel tipo
grande, joven, guapo, viril, ponerse a tartamudear de golpe y sonrojarse en
presencia de su mujer. Tampoco era la conciencia de sentirse estúpido; porque, a
solas, Oke, si bien lento y tímido, tenía muchas ideas, así como opiniones políticas
y sociales muy definidas, junto a una cierta franqueza infantil y un deseo de lograr
la certeza y la verdad, que resultaban bastante conmovedores. Por otra parte, la
singular timidez de Oke no era, según pude comprobar, el resultado de algún tipo
de dominación que ejerciese su mujer. Si se es observador, se puede detectar
siempre al marido o a la mujer que están acostumbrados a que su media naranja
les pare los pies o los corrija: hay una conciencia por ambas partes, un hábito de
observar y encontrar fallos, de ser observado y hallado en falta. No era ése el caso
de Okehurst. Era evidente que la señora Oke no se preocupaba lo más mínimo de
su marido; él podía decir todas las tonterías que quisiese sin encontrar reproche e
incluso sin que ella se enterase; y podría haberlo hecho, si así hubiera querido,
desde el día en que contrajeron matrimonio. Se notaba enseguida. La señora Oke,
sencillamente, ignoraba su existencia. Tampoco puedo decir que prestara mucha
atención a nadie más, ni siquiera a mí. En un principio, pensé que se trataba de
afectación por su parte, pues había algo forzado en su aspecto de conjunto, algo
que indicaba estudio, que te podía llevar, en un primer momento, a calificarla de
afectada; iba vestida de forma extravagante, sin ajustarse a ninguna excentricidad
estética establecida, sino de un modo individual y extraño, como con la ropa de
una antepasada del siglo XVII. Bien, al principio pensé que la mezcla de extrema
deferencia y absoluta indiferencia que manifestaba con respecto a mí era una pose
de su parte. Siempre parecía estar pensando en otra cosa; y, aunque hablaba
bastante y dando muestras de una inteligencia superior, dejaba la impresión de ser
tan taciturna como su marido.
Al llegar, en los primeros días de mi estancia en Okehurst, supuse que lo de
la señora Oke era una especie de coqueteo de alto nivel; y que su actitud ausente,
su mirada perdida en una distancia invisible mientras te hablaba, su curiosa
sonrisa fuera de lugar eran medios de atraer la adoración y deslumbrar. La
confundí con la actitud en cierto modo similar de algunas extranjeras —no suele
ser propia de las inglesas— que viene a decir, si uno llega a entendería, «hazme la
corte». Pero pronto descubrí que estaba equivocado. La señora Oke no tenía el más
mínimo deseo de que le hiciera la corte; de hecho, no se dignaba a pensar lo
suficiente en mí para eso; y yo, por mi parte, empecé a interesarme demasiado en
ella desde otro punto de vista como para soñar siquiera con ello. Fui consciente, no
sólo de que tenía ante mis ojos el tema más maravillosamente raro, exquisito y
deslumbrante para pintar un retrato, sino también uno de los personajes más
peculiares y enigmáticos que había conocido. Ahora que miro hacia atrás, me
tienta el pensar que la peculiaridad psicológica de aquella mujer podría
sintetizarse en un exorbitante y absorbente interés por sí misma —una actitud
narcisista— curiosamente complicado con una imaginación fantástica; una especie
de morboso soñar despierta, mirando hacia adentro, y sin otra manifestación
característica que una cierta inquietud, un deseo perverso de sorprender y
desconcertar, de sorprender y desconcertar en especial a su marido, y vengarse así
del inmenso aburrimiento que le infligía la falta de reconocimiento por parte de él.
Llegué a entender todo esto poquito a poco, aunque, al parecer, no logré
penetrar en ese algo misterioso que acompañaba a la señora Oke. Había en ella una
indocilidad, una indiferencia que yo sentía pero no podía explicar. Era un algo tan
difícil de definir como la peculiaridad de su aspecto externo, y tal vez muy
íntimamente relacionado con él. La señora Oke fue centrando mi atención como si
me hubiese enamorado de ella; pero no estaba enamorado de modo alguno. Ni me
aterrorizaba la idea de separarme de ella, ni sentía placer alguno en su presencia.
No tenía el más remoto deseo de complacerla o captar su atención. Pero la tenía
metida en el cerebro. La perseguía; perseguía su imagen física, su explicación
psicológica, con una pasión que llenaba mis días y no dejaba lugar al aburrimiento.
Los Oke llevaban una vida notablemente solitaria. Había escasos vecinos y los
veían poco; y raras veces tenían huéspedes. El propio Oke parecía de vez en
cuando afectado por un ataque de responsabilidad hacia mí. Durante nuestros
paseos y charlas nocturnas de sobremesa dejaba entrever que la vida de Okehurst
debía de resultarme terriblemente tediosa; la salud de su mujer lo había habituado
a la soledad y, además, su mujer pensaba que los vecinos eran un aburrimiento.
Nunca cuestionaba los juicios de su mujer en estos temas. Se limitaba a exponer la
situación como si la resignación fuera algo fácil e inevitable; pero a veces me
parecía que aquella monótona vida de soledad, junto a una mujer que no le
prestaba más atención que a una mesa o a una silla, le estaba produciendo una
vaga depresión e irritación a aquel joven, tan claramente privado de una vida
alegre y familiar. Yo me preguntaba a menudo cómo podía resistirlo, sin sentir,
como me ocurría a mí, el interés por un extraño acertijo psicológico que resolver o
por un gran retrato que pintar. Era, según puede comprobar, bueno en extremo, el
tipo de joven inglés perfectamente responsable, el tipo de hombre que tendría que
haber sido una especie de soldado cristiano: cordial, de espíritu puro, valiente,
incapaz de ninguna clase de mezquindad, de intelecto no demasiado vivo y
aturdido por toda clase de escrúpulos morales. Le preocupaba la situación de sus
aparceros y de su partido político; era un conservador típico del condado de Kent.
A diario se pasaba horas en su despacho, desempeñando su trabajo de
administrador de su hacienda y de líder político, leyendo montañas de informes y
de periódicos y tratados de agricultura; y aparecía a la hora del almuerzo con
montones de cartas en la mano, con aquella extraña mirada confusa en su cara
saludable y aquel profundo corte entre sus cejas, que mi amigo, el doctor de locos,
denomina pliegue maníaco. Me hubiera gustado pintarlo con aquella expresión;
pero pensé que no le habría gustado, que era más justo representarlo en el simple
convencionalismo de su cutis rosado, blanco y rubio. Tal vez fui un poco
descuidado con respecto al retrato del señor Oke; me contentaba con pintarlo de
cualquier manera —me refiero a su forma de ser— porque toda mi mente estaba
absorta pensando en cómo pintaría a la señora Oke, cómo podría trasladar al
lienzo aquella personalidad singular y enigmática. Empecé con su marido, y a ella
le dije con toda sinceridad que necesitaba más tiempo para estudiarla. El señor Oke
no podía entender por qué necesitaba hacer ciento y pico de bocetos a lápiz de su
mujer antes de decidir siquiera en qué actitud la pintaría; pero creo que estaba
bastante contento de tener la oportunidad de retenerme en Okehurst; estaba claro
que mi presencia rompía la monotonía de su vida. La señora Oke parecía tan
absolutamente indiferente a mi permanencia como a mi presencia. Sin llegar a ser
descortés, nunca había visto una mujer que prestase tan poca atención a un
invitado; en ocasiones hablaba conmigo durante horas, o más bien me dejaba
hablarle, pero nunca parecía escuchar. Se tumbaba en un sofá del siglo XVII
mientras yo tocaba el piano, esbozando de vez en cuando aquella extraña sonrisa
en sus delgadas mejillas, con aquella misteriosa blancura en los ojos; pero parecía
que le trajera sin cuidado que mi música se interrumpiera o continuase. No
prestaba, o fingía no prestar, el más mínimo interés al retrato de su marido; pero
aquello no me importaba. Yo no deseaba que la señora Oke me encontrase
interesante: sólo deseaba continuar estudiándola.
La primera vez que la señora Oke pareció advertir mi presencia, como
distinta de la de las sillas y mesas, los perros tumbados en el porche o el cura, el
abogado o algún vecino que, de tanto en tanto, invitaban a cenar, fue un día —
debía de llevar allí una semana— en el que se me ocurrió comentarle el singular
parecido que existía entre ella y el retrato de una dama que había en la pared de
aquel vestíbulo que tenía el techo como un casco de barco. El cuadro en cuestión
era de cuerpo entero, ni muy bueno ni muy malo, pintado casi con seguridad por
algún ignoto italiano de principios del siglo XVII. Estaba colgado en un rincón
bastante oscuro, frente al retrato, obviamente pintado para servirle de pareja, de un
hombre moreno, con una expresión algo desagradable de resolución y eficiencia,
que llevaba un traje negro a lo Van Dyck. Era evidente que eran marido y mujer; y
en la esquina del retrato de la mujer, fechado en 1626, se leía: «Alice Oke, hija del
señor Virgil Pomfret, y esposa de Nicholas Oke de Okehurst». Mientras que en el
retrato pequeño se leía «Nicholas Oke». La dama tenía un increíble parecido con la
señora Oke actual, al menos en la medida en que un cuadro pintado con
indiferencia en las primeras épocas de Carlos I puede parecerse a una mujer de
carne y hueso del siglo XIX. Poseía la misma extrañeza de líneas tanto en el rostro
como en la figura, los mismos hoyuelos en las delgadas mejillas, los mismos ojos
muy abiertos, la misma expresión vagamente excéntrica, que ni siquiera la
lánguida y convencional manera de pintar de la época habían destruido. Uno
podía imaginarse que aquella mujer tenía el mismo andar, el mismo gesto hermoso
en la nuca y en el cuello y la cabeza ligeramente adelantada, tal como su
descendiente; pues descubrí que el señor y la señora Oke, que eran primos
hermanos, descendían ambos de aquel Nicholas Oke y de la tal Alice, hija de Virgil
Pomfret. Pero el parecido venía realzado por el hecho, del que enseguida me
percaté, de que la actual señora Oke se maquillaba de modo evidente para
parecerse a su antepasada, y se vestía con ropas que tenían algo del siglo XVII; más
aún, que a veces eran una copia exacta de aquel retrato.
—Piensa que soy como ella —respondió soñadora la señora Oke a mi
comentario, y su mirada se desvió hacia aquel algo invisible y la leve sonrisa
dibujó los hoyuelos en sus delgadas mejillas.
—Es usted como ella, y lo sabe. Diría incluso que desea ser como ella,
señora Oke —le respondí riéndome.
—Tal vez.
Y miró a su marido. Me di cuenta de que, junto a su habitual pliegue
frontal, su expresión delataba a las claras que se sentía molesto.
—¿No es cierto que la señora Oke intenta parecerse a ese retrato? —le
pregunté con perversa curiosidad.
—¡Oh, qué disparate! —exclamó, levantándose de la silla y caminando
nervioso hacia la ventana—. Son todas tonterías, simples tonterías. Espero que no,
Alice.
—¿Que no qué? —preguntó la señora Oke con una especie de desdeñosa
indiferencia—. Si soy como Alice Oke, pues lo soy; y me complace mucho que
alguien piense lo mismo. Ella y su marido son los únicos miembros de nuestra
familia, nuestra insípida, rancia e inútil familia, que fueron un poco interesantes.
Oke enrojeció y frunció el entrecejo como sintiendo dolor.
—No veo por qué tienes que insultar a nuestra familia, Alice —dijo—.
¡Gracias a Dios, nuestra gente han sido siempre hombres y mujeres honorables y
rectos!
—Exceptuando a Nicholas Oke y a Alice, su mujer, hija del señor Virgil
Pomfret —respondió riéndose, mientras él salía al parque a grandes zancadas—.
¡Qué infantil es! —exclamó ella cuando nos quedamos solos—. Realmente le
importa, realmente se siente desgraciado por lo que hicieron nuestros antepasados
hace dos siglos y medio. Estoy convencida de que William haría descolgar esos dos
cuadros y quemarlos si no fuera por miedo a mí y vergüenza de los vecinos. Y,
como le digo, esas dos personas son en verdad los únicos miembros un poco
interesantes de nuestra familia. Algún día le contaré la historia.
Y, en efecto, el propio Oke me relató la historia. Al día siguiente, durante
nuestro paseo matutino, él interrumpió de pronto un prolongado silencio, sin dejar
de hollar a diestro y siniestro la hierba marchita con el bastón que llevaba —como
responsable habitante del Kent que era— a fin de arrancar los cardos de sus tierras
y de las de otras personas.
—Me temo que ayer debió de pensar que fui muy grosero con mi esposa —
dijo con aire tímido—; y sé que lo fui.
Oke era uno de esos seres caballerescos para los que toda mujer, toda
esposa —y la suya propia más que ninguna— estaba iluminada por algo sagrado.
—… Pero… pero tengo un prejuicio que mi esposa no comparte, y es
mostrar los trapos sucios de la propia familia. Supongo que Alice piensa que pasó
hace tanto tiempo que ya no tiene relación alguna con nosotros; lo considera
simplemente como una historia pintoresca. Me atrevería a decir que mucha gente
es de este parecer, de lo contrario no saldrían a la luz tantas tradiciones familiares
desprestigiadoras. Pero, para mí, no cambia las cosas que fuera hace tanto tiempo;
cuando se trata de la propia familia, prefiero olvidarlo. No puedo entender cómo la
gente puede hablar de asesinatos en sus familias y fantasmas y esas cosas.
—A propósito, ¿tienen fantasmas en Okehurst? —le pregunté.
Era como si el lugar requiriese uno que lo completase.
—Espero que no —dijo Oke con expresión grave.
Su seriedad me hizo sonreír.
—¿Por qué? ¿Le disgustaría si los hubiese? —le pregunté.
—Si existen los fantasmas —respondió—, no creo que deban tomarse a la
ligera. Dios no permitiría que existiesen, salvo como advertencia o como castigo.
Seguimos caminando un rato en silencio, yo maravillándome del tipo
extraño de hombre que era aquel joven vulgar, y casi deseando el poder incluir en
mi retrato algo que pudiera ser el equivalente a aquella curiosa franqueza carente
de imaginación. Entonces Oke me contó la historia de aquellos dos cuadros. Me la
contó con tan poca gracia y tanta vacilación como podría hacerlo el peor de los
mortales.
Él y su mujer eran, como he dicho, primos, y por lo tanto descendían de la
misma estirpe antigua de Kent. Los Oke de Okehurst podían trazar sus orígenes
hasta los tiempos de los normandos, e incluso hasta los de los sajones, mucho más
atrás que cualquiera de las familias de la vecindad más conocidas o con títulos. Vi
que William Oke, en su corazón, se sentía superior a todos sus vecinos.
—Nunca hemos hecho o sido nada especial, ni hemos ostentado ningún
cargo —dijo—, pero siempre hemos estado aquí y manifiestamente cumpliendo
con nuestro deber. Uno de nuestros antepasados cayó en las guerras de Escocia,
otro en Agincourt…, sencillos y honrados capitanes.
Bien, a principios del siglo XVII la familia había quedado reducida a un solo
miembro, Nicholas Oke, quien reconstruyó Okehurst tal como era ahora. Al
parecer, este Nicholas había sido un tanto diferente del resto de la familia. En su
juventud, había ido a América en pos de aventura, y, en términos generales, parece
que no fue tan poca cosa como sus antepasados. Contrajo matrimonio, ya entrado
en años, con Alice, hija de Virgil Pomfret, una hermosa y joven heredera de un
condado vecino.
—Era la primera vez que un Oke se casaba con una Pomfret —me informó
mi anfitrión—, y la última. Los Pomfret eran una gente muy diferente de nosotros:
inquietos, egoístas; una de ellas había sido una favorita de Enrique VIII.
Era obvio que William Oke no sentía correr por sus venas ni una gota de
sangre Pomfret; hablaba de aquella gente con un desagrado evidente por la
familia…, el desagrado que sentía un Oke, uno de los de la rama vetusta,
honorable y modesta que había cumplido con su deber en silencio, hacia una
familia de cazadores de fortunas y parásitos de la corte. Bien, un tal Christopher
Lovelock había ido a vivir cerca de Okehurst, a una casa recién heredada de un tío.
Era un joven galán y poeta que se hallaba en desgracia momentánea en la corte a
causa de algún asunto de faldas. Dicho Lovelock trabó una gran amistad con sus
vecinos de Okehurst; demasiado grande, al parecer, con la esposa, ya fuera en
opinión de su marido o de la propia interesada. Sea como fuere, una noche en que
cabalgaba de vuelta a su casa, fue asaltado y asesinado, a todas luces por
bandoleros, pero luego se rumoreó que había sido Nicholas Oke, acompañado por
su esposa disfrazada de criado. No se encontraron pruebas legales, pero aquella
tradición había perdurado.
—Solían contárnoslo cuando éramos pequeños —dijo mi anfitrión con voz
ronca— y nos asustaban a mi prima, me refiero a mi esposa, y a mí con historias de
Lovelock. No es más que una leyenda, que espero que llegue a desaparecer, pues
rezo con todo mi corazón al cielo para que sea falsa. Alice, la señora Oke —
continuó tras una pausa—, no se lo toma como yo. Tal vez yo sea morboso. Pero en
verdad me molesta que se saque a relucir la vieja historia.
IV

Desde aquel momento, empecé a ser motivo de interés a los ojos de la


señora Oke; o, más bien, empecé a percatarme de que tenía un medio de
asegurarme su atención. Tal vez me equivoqué al actuar así; y me lo he reprochado
muy seriamente en los últimos tiempos. Pero, al fin y al cabo, ¿cómo iba yo a
adivinar que estaba metiendo cizaña por el solo hecho de mostrar mi concordancia
—en consideración al retrato que se me había encomendado y a una manía
psicológica inofensiva— con lo que no era sino el capricho, la afectación o la
extravagancia algo romántica de una joven casquivana y excéntrica? ¿Cómo iba yo
a pensar que estaba manipulando sustancias explosivas? No cabe duda de que un
hombre no es responsable si las personas con las que se ve obligado a tratar, y a las
que trata como al resto del mundo, son muy diferentes de las demás criaturas
humanas.
Así que, si realmente llegué a crear discordias, no puedo sentirme culpable.
Había encontrado en la señora Oke a un sujeto único para un pintor de retratos de
mi estilo, y la personalidad más singular, más extraña. No podía hacer justicia a
aquel sujeto si me mantenía a distancia, imposibilitado de estudiar el verdadero
personaje de la mujer. Tenía que ponerla en escena. Y te pregunto qué otra manera
más inocente de hacerlo encontrarías que hablando con una mujer y dejándola
hablar sobre una absurda debilidad que tenía por dos antepasados del tiempo de
Carlos I y un poeta al que éstos asesinaron. En particular, teniendo en cuenta que
yo respetaba estudiadamente los prejuicios de mi anfitrión y me guardaba de
mencionar el tema y trataba de que la señora Oke también se reprimiese en
presencia del propio William Oke.
Había acertado. Parecerse a la Alice Oke de 1626 era el capricho, la manía, la
pose, como quiera llamárselo, de la Alice Oke de 1880; y percibir dicho parecido
era la forma segura de ganarse su favor. Era la locura más extraordinaria, de todas
las extraordinarias locuras que pueden afectar a las mujeres sin hijos y ociosas, que
había conocido; pero era más que eso: era admirablemente característica. El toque
final de la extraña figura de la señora Oke, tal como la veía en mi imaginación —
una extravagante criatura de una delicadeza enigmática y forzada—, fue que no
tuviera interés alguno en el presente, sino sólo una pasión excéntrica por el pasado.
Parecía llenar de sentido la mirada ausente de sus ojos, su distante sonrisa fuera de
lugar. Era como la letra de una pieza siniestra de música gitana, el hecho de que
ella, tan diferente y tan alejada de todas las mujeres de su tiempo, intentara
identificarse con una mujer del pasado y mantuviese una especie de coqueteo. Pero
de esto hablaremos después.
Le dije a la señora Oke que me había enterado por su marido de las líneas
generales de la tragedia, o del misterio, lo que fuese, de Alice Oke, hija de Virgil
Pomfret, y el poeta Christopher Lovelock. En su rostro hermoso, pálido, diáfano
apareció aquella mirada de leve desdén, de deseo de sorprender, que ya había
notado en ocasiones anteriores.
—Supongo que mi marido estaba muy afectado por todo el asunto —dijo—,
y se lo explicó con los mínimos detalles posibles y le aseguró solemnemente que
esperaba que toda la historia fuese una simple y horrible calumnia, ¿no? ¡Pobre
Willy! Recuerdo que ya cuando éramos niños, y venía con mi madre a pasar las
Navidades a Okehurst, donde mi primo pasaba las vacaciones, yo solía
atemorizarlo insistiendo en vestirnos con chales e impermeables e interpretar la
historia de la malvada señora Oke; y él siempre se negaba con toda hipocresía a
representar el papel de Nicholas cuando yo quería hacer la escena de Cotes
Common. En aquel entonces yo no sabía que era como la Alice Oke original; no lo
descubrí hasta después de casarnos. ¿Realmente se lo parezco?
La verdad es que sí, en especial en aquel momento, de pie, vestida con un
traje blanco estilo Van Dyck, con el verde del parque que se elevaba por detrás de
ella, y el declinante sol que encendía su pelo corto y rodeaba su cabeza, su cabeza
deliciosamente inclinada, con un halo pálido de luz. Pero reconozco que la Alice
Oke original, por muy sirena o asesina que fuese, me parecía muy poco interesante
comparada con aquella criatura rebelde y exquisita, cuya imagen me había
prometido a mí mismo, de un modo algo precipitado, que guardaría para la
posteridad en toda su increíble y caprichosa delicadeza.
Una mañana en que el señor Oke despachaba su montón de manifiestos
conservadores y decisiones rurales, como todos los sábados —era juez de paz en el
sentido más literal de la palabra: se personaba en granjas y chozas, defendía a los
débiles y amonestaba a los de mala conducta—, una mañana, digo, mientras
realizaba uno de mis muchos bocetos a lápiz (¡ay, es todo lo que me queda ahora!)
de la señora Oke, ésta me dio su versión de la historia de Alice Oke y Christopher
Lovelock.
—¿Cree que había algo entre ellos? —le pregunté—. ¿Que ella estaba
enamorada de él? ¿Cómo explica el papel que la leyenda le asigna a ella en el
presunto asesinato? Se suele hablar de mujeres y sus amantes que han matado al
marido; pero una mujer que se alía con su marido para matar a su amante, o, al
menos, al hombre que está enamorado de ella…, no deja de ser un tanto singular.
Estaba absorto en mi dibujo y pensando muy poco en lo que decía.
—No lo sé —respondió pensativa, con aquella mirada distante en sus ojos
—. Alice Oke era muy orgullosa, estoy segura. Puede que amase mucho al poeta, y
que aun así estuviese indignada con él, que odiase tener que amarlo. Puede que se
sintiese con derecho a deshacerse de él y a acudir a su marido para que la ayudase.
—¡Cielos, qué idea más descabellada! —exclamé yo, medio riéndome—.
¿No le parece, después de todo, que tal vez el señor Oke tenga razón al decir que es
mucho más fácil y más cómodo considerar toda la historia como una pura
invención?
—No puedo tomarla como una mera invención —respondió la señora Oke
con voz desdeñosa—, porque resulta que sé que es cierta.
—¿De veras? —exclamé yo mientras seguía con el boceto y disfrutaba al
hacer que aquella extraña criatura volviese sobre sus pasos, como me dije a mí
mismo—. ¿Cómo es eso?
—¿Cómo se sabe que algo es verdad en este mundo? —replicó ella
evasivamente—; sabiéndolo, sintiendo que es verdad, supongo.
Y con aquella mirada forzada en sus ojos claros se volvió a sumir en un
silencio.
—¿Ha leído algún poema de Lovelock? —me preguntó de improviso al día
siguiente.
—¿Lovelock? —le respondí, pues había olvidado el nombre—. El Lovelock
que… —pero me interrumpí, recordando los prejuicios de mi anfitrión, que estaba
sentado a mi lado en la mesa.
—El Lovelock que fue asesinado por los antepasados del señor Oke y míos.
Y miró de lleno a su marido, como disfrutando con perversidad de la
evidente molestia que le causaba.
—Alice —le suplicó en voz baja, con el rostro totalmente rojo—, por el amor
de Dios, no hables de estas cosas delante de los criados.
La señora Oke estalló en una carcajada sonora, ligera, bastante histérica, la
carcajada de un niño maleducado.
—¡Los criados! ¡Dios mío! ¿Piensas que no han oído la historia? Pues es tan
famosa en la vecindad como el mismo nombre de Okehurst. ¿No creen ellos que
Lovelock ha sido visto rondando la casa? ¿No han oído sus pisadas en el pasillo
grande? ¿No han notado, mi querido Willie, que nunca permaneces solo un minuto
en la sala amarilla, que te escapas de ella como un niño, si yo te dejo allí un
instante?
¡Era cierto! ¿Cómo no me había dado cuenta? O, más bien, ¿cómo era que
hasta ahora no recordaba haberme dado cuenta? La sala amarilla era una de las
habitaciones con mayor encanto de toda la casa: una habitación grande, clara,
tapizada de damasco amarillo y madera labrada, que daba directamente al césped,
mil veces superior a la habitación en la que por lo general nos instalábamos, que en
comparación con ella era relativamente sombría. Esta vez sí que me sorprendió que
el señor Oke fuera tan infantil. Sentí un intenso deseo de fastidiarlo.
—¡El salón amarillo! —exclamé—. ¿Acaso ese interesante personaje literario
ronda el salón amarillo? Cuéntemelo. ¿Qué pasó allí?
El señor Oke hizo un doloroso esfuerzo por reírse.
—Que yo sepa, allí nunca ha pasado nada —dijo, y se levantó de la mesa.
—¿De veras? —pregunté yo incrédulo.
—Nunca ha pasado nada —respondió con lentitud la señora Oke, jugando
de un modo mecánico con un tenedor con el que seguía el contorno de los dibujos
del mantel—. Eso es lo extraordinario: que no hay nadie que pueda decir que allí
ocurriese algo; y sin embargo, esa habitación tiene una fama maldita. Dicen que
ningún miembro de nuestra familia puede resistir sentado en ella a solas durante
más de un minuto. Ya ha visto que William no puede.
—¿Ha visto u oído algo raro en ella alguna vez? —le pregunté a mi
anfitrión.
Meneó la cabeza a ambos lados.
—Nada —respondió lacónicamente, y encendió un puro.
—Deduzco que usted tampoco —le dije medio riendo a la señora Oke—,
pues no le importa estar sentada a solas durante horas en esa habitación. ¿Cómo
explica esa siniestra reputación si nunca ha ocurrido nada allí?
—Tal vez algo está predestinado a suceder en un futuro —contestó con su
voz ausente. Y luego añadió de pronto—: ¿Y si pintara mi retrato en esa
habitación?
El señor Oke se volvió al instante. Estaba muy pálido, y parecía que iba a
decir algo, pero desistió.
—¿Por qué mortifica al señor Oke de esa manera? —pregunté a su mujer
cuando él se marchó al salón de fumar con su habitual fajo de papeles—. Es muy
cruel por su parte, señora Oke. Debería tener más consideración para con la gente
que cree en esas cosas, aunque tal vez no sea capaz de ponerse en su lugar.
—¿Quién le ha dicho que no creo en esas cosas como usted las llama? —
replicó bruscamente—. Venga —dijo un segundo después—. Quiero mostrarle por
qué creo en Christopher Lovelock. Acompáñeme a la sala amarilla.
V

Lo que me mostró la señora Oke en la habitación amarilla fue un gran fajo


de papeles, algunos manuscritos y otros impresos, pero todos ellos amarillentos
por el paso del tiempo, y que extrajo de una antigua cómoda italiana con
incrustaciones de marfil. Tardó bastante rato en sacarlos pues había que activar un
complicado sistema de dobles llaves y cajones falsos; y mientras hacía todo esto, yo
recorría con la mirada aquella habitación en la que sólo había estado tres o cuatro
veces. Sin duda alguna, era la habitación más hermosa de aquella preciosa casa y,
en aquel momento, me pareció también la más extraña. Era alargada y baja de
techo, con un algo que hacía pensar en un camarote de barco, y una gran ventana
con parteluz que recogía una perspectiva del parque marrón verdoso, salpicado de
robles, que se elevaba en la distancia hacia el lejano perfil de los azulados abetos
con el horizonte detrás. Las paredes estaban tapizadas de damasco floreado de
color amarillo que poco a poco se tornaba marrón, unido al color rojizo de los
paneles y las vigas de madera de roble tallada. El resto me recordaba más una
habitación italiana que inglesa. El mobiliario era toscano de principios del siglo
XVII, de madera labrada y marquetería; había un par de pinturas alegóricas
descoloridas en las paredes, obra de algún maestro boloñés; en una esquina, en
medio de un montón de naranjos enanos, había un pequeño clavicordio italiano de
exquisita curvatura y esbeltez, cuya cubierta estaba pintada con flores y paisajes.
En un entrante había una estantería de libros, principalmente de poetas ingleses e
italianos de la época isabelina; y junto a ella, colocado sobre un baúl nupcial, un
grande y hermoso laúd en forma de melón. Ambos lados de la ventana estaban
abiertos, y aun así el aire estaba como cargado de un perfume indescriptiblemente
pesado, no de flores vivas sino de cosas viejas que han estado guardadas entre
especias durante muchos años.
—¡Es una habitación preciosa! —exclamé—. Me gustaría muchísimo
pintarla en ella.
Pero apenas había pronunciado aquellas palabras, tuve la sensación de
haber hecho mal. El marido de aquella mujer no podía soportar ese lugar, y me
pareció que, de algún modo, tenía razón al detestarla.
La señora Oke no hizo caso alguno a mi exclamación, sino que me hizo
señas de acercarme a la mesa sobre la que estaba ordenando los papeles.
—¡Mire! —dijo—. Todo esto son poemas de Christopher Lovelock.
Y, tocando los amarillentos legajos con delicadeza y reverencia, empezó a
leer algunos en voz baja y casi imperceptible. Eran poesías al estilo de las de
Herrick, Waller y Drayton, la mayoría de las cuales se lamentaban por la crueldad
de una dama llamada Dryope, en cuyo nombre se ocultaba, evidentemente, una
referencia a la señora de Okehurst. Las poesías eran elegantes y no carecían de una
cierta pasión mitigada; pero yo no estaba pensando en ellas, sino en la mujer que
me las estaba leyendo.
La señora Oke estaba de pie, con la pared amarillopardusca como fondo a
su vestido blanco de brocado, cuyo severo estilo siglo XVII no hacía sino realzar
todavía más la ligereza, la exquisita flexibilidad de su alta figura. Sostenía los
papeles en una mano y descansaba la otra, como en busca de apoyo, en la cómoda
de marquetería junto a la que se hallaba. Su voz, que era delicada, vaga, como su
persona, poseía una curiosa cadencia trémula, como si estuviera leyendo la letra de
una melodía y reprimiendo a duras penas sus ganas de cantarla; y, a medida que
leía, su cuello alargado y esbelto vibraba ligeramente y en su rostro aparecía un
suave color rosado. Era evidente que se sabía los versos de memoria, y sus ojos
estaban fijos con aquella sonrisa distante en ellos, con la que armonizaba la media
sonrisa trémula y constante de su boca.
¡Así es como me gustaría pintarla!, exclamé para mis adentros; y apenas
noté entonces lo que luego, al recordar la escena, me sorprendió: que aquel extraño
ser leía esos versos como uno podía imaginar que los leería la mujer a la que iban
dirigidos.
—Todos fueron escritos para Alice Oke. Alice, la hija de Virgil Pomfret —
dijo lentamente mientras doblaba los papeles—. Los encontré en el fondo de esta
cómoda. ¿Puede dudar ahora de la realidad de Christopher Lovelock?
La pregunta carecía de lógica, porque una cosa era dudar de la existencia de
Christopher Lovelock y otra de la forma en que murió; pero, de alguna manera, me
sentí convencido.
—¡Mire! —dijo cuando hubo guardado los poemas en su sitio—. Le
enseñaré algo más.
Entre las flores que había en el parte superior de su escritorio —pues
descubrí que la señora Oke tenía un escritorio en la habitación amarilla— había,
como en un altar, un pequeño marco negro tallado, con una cortina de seda por
encima: el tipo de cosa tras la cual uno espera encontrar la cara de un Cristo o de
una Virgen María. Corrió la cortina descubriendo una miniatura de gran tamaño
que representaba a un hombre joven, con rizos y barba puntiaguda de color
castaño, vestido de negro, pero con encajes en el cuello, y enormes perlas en forma
de lágrima en sus orejas: un rostro lleno de nostálgica melancolía. La señora Oke
alzó la miniatura de su base con devoción y me mostró en el reverso, escrito en
caracteres medio borrados, el nombre de «Christopher Lovelock» y la fecha de
1626.
—Lo encontré en el cajón secreto de esta cómoda, junto con el montón de
poemas —dijo, tomando la miniatura de mi mano.
Me quedé callado por un momento.
—¿Sabe…, sabe el señor Oke que lo tiene aquí? —le dije, y me pregunté de
inmediato qué demonios me habría impulsado a formular aquella pregunta.
La señora Oke me ofreció aquella sonrisa de desdeñosa indiferencia.
—Nunca se lo he ocultado a nadie. Si a mi marido no le gustase que lo
tuviera, supongo que podría haberlo sacado de aquí. Le pertenece, puesto que fue
hallado en su casa.
No le respondí, sino que caminé sin pensarlo hacia la puerta. Había algo
cargado y opresor en aquella bonita habitación; algo repulsivo, pensé, en aquella
mujer exquisita. De repente me pareció perversa y peligrosa.
No sé por qué, pero aquella tarde abandoné a la señora Oke. Fui al
despacho del señor Oke y me senté frente a él, que fumaba, absorto en sus cuentas,
sus informes y sus documentos de campaña política. En la mesa, sobre el montón
de volúmenes de cubiertas blandas y de documentos clasificados, había, como
único adorno de su cuarto de trabajo, una pequeña fotografía de su mujer, tomada
unos años antes. No sé por qué, pero, cuando me senté a observar cómo
continuaba trabajando concienzudamente, con su vivaz, honrada y varonil belleza,
y con aquel frunce de perplejidad tan característico, sentí una profunda compasión
por él.
Pero el sentimiento duró poco. No se podía evitar: Oke no era tan
interesante como la señora Oke; y exigía un esfuerzo demasiado grande sentirse
solidario con aquel joven hacendado normal, excelente, ejemplar, en presencia de
una criatura tan maravillosa como su mujer. Así que adquirí la costumbre de
permitir que la señora Oke me hablase a diario de su extraña manía, o más bien de
sonsacarla acerca de aquel tema. Confieso que me producía un morboso y
exquisito placer el hacerlo: ¡era tan propio de ella, tan apropiado a aquella casa!
¡Completaba tan perfectamente su personalidad, y me facilitaba tanto la búsqueda
de una forma de pintarla…! Tomé la decisión poco a poco; mientras trabajaba en el
retrato de William Oke (demostró ser un tema menos fácil de lo que había previsto
y, a pesar de sus conscientes esfuerzos, era un modelo nervioso, incómodo,
silencioso y taciturno), decidí que pintaría a la señora Oke de pie junto a la cómoda
en la habitación amarilla, con el vestido estilo Van Dyck copiado del retrato de su
antepasada. El señor Oke podría tomárselo a mal, incluso la señora Oke podría
tomárselo a mal; podrían negarse a aceptar el cuadro, a pagarlo, a permitirme que
lo expusiera; podrían obligarme a atravesarlo con mi paraguas. No importaba.
Había que pintar aquel cuadro, aunque sólo fuera por el placer de haberlo pintado;
pues sentía que era lo único que podía hacer y que sería, con mucho, mi mejor
obra. No comuniqué mi decisión a ninguno de los dos, pero fui preparando uno
tras otro los bocetos de la señora Oke, mientras continuaba pintando a su marido.
La señora Oke era una persona muy callada, incluso más que su marido,
pues no se sentía obligada, como él, a hacer caso a un invitado o a mostrarle
interés. Parecía pasarse la vida —una peculiar vida inactiva, casi de inválida,
interrumpida por repentinos ataques de infantil jovialidad— en un eterno soñar
despierta, deambulando por la casa y sus alrededores, colocando las cantidades de
flores que llenaban siempre todas las habitaciones, empezando a leer y luego
dejando a un lado novelas y libros de poesía, de los que poseía un gran número; y,
creo yo, tumbada durante horas sin hacer nada, en un sofá de aquella habitación
amarilla en la cual, con su sola excepción, ningún miembro de la familia Oke había
permanecido a solas. Poco a poco empecé a sospechar y a comprobar otra
extravagancia de aquel excéntrico ser y a comprender por qué había órdenes
estrictas de no molestarla cuando estaba en aquella habitación amarilla.
Había sido costumbre en Okehurst, al igual que en otras casas campestres
inglesas, conservar una cierta cantidad de ropa de cada generación, en especial
vestidos de boda. Había un baúl de madera labrada, cuyo contenido me mostró el
señor Oke en una ocasión, que constituía un auténtico museo de trajes, masculinos
y femeninos, desde principios del siglo XVII hasta finales del XVIII, algo que
dejaría sin aliento a un coleccionista de antigüedades, a un anticuario o a un pintor
especialista en el género. El señor Oke no era ninguna de estas cosas, por lo cual no
tenía gran interés en la colección, salvo en lo tocante a su sentimiento de familia.
Sin embargo, parecía estar muy familiarizado con el contenido de aquel baúl.
Estaba desplegando los vestidos para que yo los admirase, cuando de
pronto noté que fruncía el entrecejo. Ignoro qué fue lo que me impulsó a decir:
—Por cierto, ¿tiene algún vestido de aquella señora Oke a quien su esposa
se parece tanto? ¿No tendrá por casualidad aquel vestido blanco que lleva en el
cuadro?
Oke de Okehurst se sonrojó intensamente.
—Lo tenemos —respondió vacilando—, pero en este momento no está, no
lo encuentro. Supongo —balbuceó con un esfuerzo— que lo habrá cogido Alice. A
veces la señora Oke tiene el capricho de llevarse alguna de estas cosas viejas.
Supongo que se inspira en ellas.
De repente se encendió una lucecita en mi memoria. El vestido blanco que
llevaba la señora Oke en la habitación amarilla el día en que me mostró los versos
de Lovelock no era, como yo había creído, una copia moderna; era el vestido
original de Alice Oke, la hija de Virgil Pomfret; el vestido con el que tal vez
Christopher Lovelock la había visto en aquella mismísima habitación.
La idea me produjo un delicioso y pintoresco estremecimiento. No dije
nada. Pero me imaginé a la señora Oke sentada en aquella habitación amarilla —
una habitación en la que ningún Oke de Okehurst salvo ella se había aventurado a
permanecer solo— con el vestido de su antepasada, como enfrentándose a aquel
algo vago y obsesionante que parecía llenar el lugar, aquella vaga presencia, me
parecía a mí, del caballero poeta asesinado.
Como he dicho, la señora Oke era muy callada, como resultado de ser
sumamente indiferente. En verdad, no le importada nada en absoluto aparte de sus
propias ideas y su soñar despierta, salvo cuando, a veces, la invadía un repentino
deseo de zarandear los prejuicios o supersticiones de su marido. Muy pronto pasó
a no hablarme de otra cosa que de Alice y Nicholas Oke y de Christopher
Lovelock; y entonces, cuando le cogía el ataque, se pasaba horas hablando, sin
preguntarse si yo estaría o no interesado como ella en la extraña manía que la
fascinaba. Resultó que yo sí lo estaba. Me encantaba escucharla, discutir durante
horas los méritos de los poemas de Lovelock y analizar los sentimientos de ella y
de sus dos antepasados. Era maravilloso contemplar a la exquisita y exótica
criatura en uno de aquellos estados, con la mirada distante de sus ojos grises y la
sonrisa ausente de sus delgadas mejillas, hablando como si hubiese conocido
íntimamente a aquellas personas del siglo XVII, comentando todos y cada uno de
sus estados de ánimo, detallando cada escena vivida por ellos y su víctima,
hablando de Alice, Nicholas y Lovelock como lo haría de sus amigos más íntimos.
Especialmente de Alice y de Lovelock. Parecía conocer todas y cada una de las
palabras que Alice había pronunciado, cada idea que había cruzado su mente. A
veces tenía la sensación de que me estaba contando —hablando de sí misma en
tercera persona— sus sentimientos personales, como si estuviera escuchando las
confidencias de una mujer, el recital de sus dudas, escrúpulos y agonías por un
amante que vivía. Pues la señora Oke, que parecía la más egocéntrica de las
criaturas en todos los demás aspectos, e intrínsecamente incapaz de comprender
los sentimientos de otras personas o de ponerse en su lugar, compartía de un modo
completo y apasionado los sentimientos de aquella mujer, aquella Alice que, en
determinados momentos, no parecía ser otra mujer sino ella misma.
—Pero ¿cómo pudo hacerlo? ¿Cómo pudo matar al hombre que amaba? —
le pregunté una vez.
—¡Porque lo amaba más que a nada en el mundo! —exclamó y,
levantándose súbitamente de su sillón, se dirigió a la ventana cubriéndose la cara
con las manos.
Por el movimiento de su cuello, pude ver que estaba sollozando. No se
volvió, pero hizo un gesto como para que me fuera.
—No hablemos más de ello —dijo—. Hoy estoy enferma y tonta.
Salí y cerré la puerta con suavidad. ¿Qué misterio había en la vida de
aquella mujer? Aquella apatía, aquel extraño egocentrismo y aquella todavía más
extraña manía sobre una gente muerta hacía tanto tiempo, aquella indiferencia y
aquellos deseos de disgustar a su marido, ¿significaban que Alice Oke había
amado o seguía amando a alguien que no era el señor de Okehurst? Y la
melancolía de él, su preocupación, ese algo que hacía pensar en una juventud
truncada, ¿significaban que él lo sabía?
VI

En los días que siguieron, la señora Oke estuvo de un buen humor muy
poco habitual. Esperaban algunas visitas —parientes lejanos— y, aunque había
manifestado el mayor disgusto ante la idea de su llegada, ahora la había invadido
un acceso de actividad casera y estaba todo el día de un lado para otro haciendo
preparativos, dando órdenes, por más que, como siempre, su marido se había
encargado de todos los preparativos y todas las órdenes.
William Oke estaba muy radiante.
—¡Ojalá Alice fuera siempre así! —exclamó—. Si se tomara…, si pudiera
tomarse un poco de interés por la vida, ¡qué distintas serían las cosas! Pero —
añadió, como temiendo dar la impresión de acusarla de alguna manera—, ¿cómo
va a hacerlo, con su salud por lo común tan débil? De todas formas, me siento
tremendamente feliz de verla así.
Asentí. Pero no puedo decir que me sintiera de acuerdo con él. A mí me
parecía, en particular al recordar la escena del día anterior, que el excelente humor
de la señora Oke no era normal en absoluto. Había algo en su desacostumbrada
actividad, y todavía más desacostumbrada jovialidad, que era puramente nervioso
y febril; y yo tuve todo el día la impresión de tratar con una mujer enferma y que
se desplomaría en un abrir y cerrar de ojos.
La señora Oke se pasó el día yendo de una a otra habitación y del jardín al
invernadero, viendo que todo estuviera en orden cuando, de hecho, todo estaba
siempre en orden en Okehurst. No posó para mí y no se pronunció palabra sobre
Alice Oke o Christopher Lovelock. En realidad, a un observador eventual le podría
haber parecido que toda aquella locura de Lovelock había desaparecido por
completo o que nunca había existido. Hacia las cinco, me hallaba yo paseando por
entre los anexos a la casa, de ladrillo rojo y gabletes redondeados —cada uno con
su roble heráldico—, y por el antiguo huerto, cuando vi a la señora Oke de pie, con
las manos llenas de rosas de York y de Lancaster, en los escalones frente a los
establos. Había un mozo que cepillaba a un caballo y afuera de la cochera estaba la
calesa del señor Oke.
—¡Vayamos a dar una vuelta! —exclamó de pronto la señora Oke al verme
—. ¡Mire qué atardecer tan bonito y qué monada de calesa! Hace tanto que no la
llevo, y siento como si tuviera que hacerlo de nuevo. Venga conmigo. Y tú,
engancha a Jim enseguida y llévalo a la puerta.
Yo me quedé perplejo; y todavía más cuando la calesa apareció ante la
puerta y la señora Oke me gritó que la acompañara. Despidió al mozo y, al cabo de
un segundo, trotábamos a un ritmo vertiginoso por la carretera de arena
amarillenta, con las tierras de pastos marchitos y grandes robles a ambos lados.
Apenas podía dar crédito a mis sentidos. Aquella mujer, con su pequeño
abrigo y sombrero de estilo masculino, que llevaba un brioso y joven caballo con la
mayor habilidad y charlaba como una colegiala de dieciséis años, no podía ser la
criatura delicada, morbosa, exótica, de invernadero, incapaz de caminar o de hacer
cualquier cosa, que pasaba sus días tumbada en sofás en la densa atmósfera,
cargada de extraños perfumes y asociaciones, de la habitación amarilla. El
movimiento del ligero carruaje, el viento fresco, el rechinar de las ruedas sobre la
gravilla, parecían subírsele a la cabeza como un vino.
—Hace tanto que no había hecho esta clase de cosas —repetía una y otra
vez—, tanto tiempo, tanto. Oh, ¿no le parece delicioso ir a esta velocidad con la
idea de que en cualquier momento el caballo puede tropezar y matarnos a los dos?
—Y soltó su risa infantil, girando hacia mí su rostro ya no pálido, sino sonrojado
por el movimiento y la excitación.
La calesa avanzaba cada vez con mayor velocidad. Una cerca tras otra se
cerraban a nuestro paso, al tiempo que nosotros volábamos colinas arriba y abajo,
atravesando los pastos, los pueblecitos de gabletes de ladrillo rojo, en los que la
gente salía a vernos pasar, corriendo junto a hileras de sauces que bordeaban los
arroyos y a compactos campos de lúpulo de un verde oscuro, mientras las puntas
azuladas e imprecisas de los árboles del horizonte se hacían más azules y
brumosas a medida que la luz dorada empezaba a acariciar la tierra. Por fin
llegamos a un espacio abierto, un trozo elevado de terreno comunal, rarísimo en
aquella campiña aprovechada de un modo tan cruel con terrenos de pastos y
campos de lúpulo. Rodeado de las bajas colinas de Weald, parecía
sobrenaturalmente elevado, y daba la sensación de que su extensión de brezo y
aulaga, delimitada por los lejanos abetos, se hallaba en verdad en el techo del
mundo. El sol se estaba poniendo al otro lado y sus rayos descansaban
horizontalmente en el suelo, formando manchas con el rojo y el negro del brezo, o
más bien convirtiéndolo en la superficie de un mar de púrpura, cubierto por un
banco de nubes más oscuras, mientras que el brillo ascendente del brezo y la
aulaga secos daba un toque al color púrpura como si de pequeñas olas de luz se
tratase. Un viento frío nos azotó la cara.
—¿Cómo se llama este lugar? —pregunté.
Era el único paisaje impresionante que había visto en los alrededores de
Okehurst.
—Se llama Cotes Common —respondió la señora Oke, que había
aminorado la marcha del caballo y había dejado las bridas colgando del cuello—.
Fue aquí donde Christopher Lovelock fue asesinado.
Hubo una pausa momentánea y luego continuó, espantando las moscas de
las orejas del caballo con el extremo de la fusta y mirando de frente la puesta de
sol, que ahora avanzaba como un torrente púrpura oscuro, atravesando el brezo
hasta llegar a nuestros pies.
—Lovelock volvía a su casa a caballo un atardecer de verano desde
Appledore, cuando, hallándose en medio de Cotes Common, más o menos por
aquí —pues siempre he oído que el lugar era el estanque de la cantera de gravilla
— vio que dos hombres se acercaban a caballo y reconoció a Nicholas Oke de
Okehurst acompañado por un mozo. Oke de Okehurst lo saludó y Lovelock llegó
trotando hasta él. «Me alegro de encontrarlo, señor Lovelock», dijo Nicholas,
«porque tengo una importante noticia para usted»; y diciendo esto acercó su
caballo al de Lovelock y, girándose en redondo de repente, le disparó a la cabeza
con una pistola. Lovelock alcanzó a moverse y la bala, en lugar de darle a él, fue
directa a la cabeza de su caballo, que se le desplomó encima. No obstante,
Lovelock se había caído de una manera que le permitió liberarse con facilidad del
caballo; y, desenvainando su espada, se abalanzó sobre Oke y agarró las riendas de
su caballo. Oke saltó a tierra rápidamente y desenvainó; y, en un momento,
Lovelock, que era mucho mejor espadachín, lo derrotó. Lovelock lo había
desarmado por completo y había colocado su espada en la garganta de Oke,
gritándole que si le pedía perdón le perdonaría la vida por la amistad que los unía,
cuando el mozo se acercó inesperadamente a caballo y disparó a Lovelock por la
espalda. Éste se desplomó y al instante Oke intentó rematarlo con la espada,
mientras el mozo se acercaba y sostenía las riendas del caballo de Oke. En aquel
momento, el sol dio de lleno en el rostro del mozo y Lovelock reconoció en él a la
señora Oke. Gritó: «¡Alice, Alice, eres tú quien me ha asesinado!», y murió. Luego
Nicholas Oke saltó a su montura y se marchó con su esposa, dejando a Lovelock
muerto junto a su caballo. Nicholas Oke había tenido la precaución de llevarse el
dinero de Lovelock y tirar la bolsa en el estanque, de modo que el asesinato fuera
atribuido a unos bandoleros que merodeaban en aquella parte del país. Alice Oke
falleció muchos años después, muy anciana, durante el reinado de Carlos II; pero
Nicholas no vivió mucho y poco antes de su muerte se puso en un estado muy
extraño y melancólico, llegando a veces a amenazar con matar a su mujer. Dicen
que en uno de esos ataques, poco antes de morir, contó toda la historia del
asesinato y profetizó que cuando el cabeza de familia y dueño de Okehurst
contrajera matrimonio con otra Alice Oke, descendiente suya y de su mujer, sería
el fin de los Oke de Okehurst. Ya ve, parece que se está cumpliendo. No tenemos
hijos y no creo que los tengamos nunca. Yo, al menos, nunca los he deseado.
La señora Oke hizo una pausa y volvió su rostro hacia mí con su sonrisa
ausente dibujada en sus delgadas mejillas: en sus ojos ya no había aquella mirada
distante; estaban extrañamente impacientes y fijos. No supe qué contestarle;
aquella mujer me asustaba de veras. Permanecimos un rato en aquel mismo lugar,
mientras la luz del sol se iba apagando en ondas rojizas sobre el brezo y dorando
las amarillas orillas, las negras aguas del estanque, rodeado de estrechos torrentes,
y la cantera de gravilla amarillenta; y el viento nos azotaba la cara y doblada las
puntas azuladas, desiguales e inclinadas de los abetos. Entonces la señora Oke tocó
al caballo y partimos en una furiosa carrera. Creo que no cruzamos ni una sola
palabra en el camino de regreso. La señora Oke tenía los ojos fijos en las riendas, y
sólo rompió el silencio de vez en cuando para dirigir alguna palabra al caballo con
la que lo apremiaba a emprender una marcha todavía más frenética. La gente que
nos encontramos por los caminos debía de pensar que el caballo estaba desbocado,
a menos que se fijaran en el porte sereno de la señora Oke y en la mirada de
excitado goce de su rostro. A mí me parecía estar en manos de una loca y me
preparaba en silencio para volcar o ser lanzado contra otra carreta. Cuando
empezamos a avistar los rojos gabletes y las altas chimeneas de Okehurst había
refrescado mucho y el viento que nos daba en la cara estaba helado. El señor Oke
estaba de pie en la puerta. Cuando nos acercamos vi en su rostro una mirada de
alivio, de intenso placer.
Tomó en sus fuertes brazos a su mujer para bajarla de la calesa con
caballeresca ternura.
—¡Estoy tan contento de que hayas vuelto, querida! —exclamó—, ¡tan
contento! Me he alegrado mucho al enterarme de que habías salido con la calesa,
pero como hace tanto tiempo que no la llevabas, empezaba a sentirme preocupado,
queridísima. ¿Dónde habéis estado todo este tiempo?
La señora Oke se había liberado rápidamente de su marido, que se había
quedado sosteniéndola como alguien puede sostener a un delicado bebé que le ha
estado causando ansiedad. Era evidente que la gentileza y el cariño del pobre
hombre no la habían conmovido; por el contrario, parecía que le repugnaran.
—Lo he llevado a Cotes Common —dijo con aquella perversa mirada que
ya había advertido antes, mientras se sacaba los guantes de montar—. Es un lugar
muy espléndido.
El señor Oke se sonrojó como si hubiera mordido con una muela dolorida y
el corte doble entre las cejas se le tiñó de rojo.
Afuera, las neblinas empezaban a elevarse velando el parque salpicado de
grandes robles negros desde el cual, a la pálida luz de la luna, se alzaba por todos
lados el balido atemorizado de los corderos separados de sus madres. El tiempo
estaba húmedo y frío, y yo me estremecí.
VII

Al día siguiente, Okehurst estaba lleno de gente, y la señora Oke, para mi


sorpresa, les hacía los honores como si una casa llena de criaturas jóvenes, vulgares
y escandalosas entregadas a coquetear y a jugar al tenis fuera su idea normal de la
felicidad.
El tercer día por la tarde —habían venido para una fiesta política y se
quedaron tres noches— el tiempo cambió; de repente empezó a hacer mucho frío y
a llover a cántaros. Todo el mundo tuvo que meterse en casa y de pronto se
produjo una tristeza general en el grupo. La señora Oke parecía haberse hartado de
sus invitados y se hallaba tumbada en actitud apática en un sofá, sin prestar la más
mínima atención a las conversaciones y a las tentativas de tocar el piano, cuando
inesperadamente uno de los invitados propuso jugar a charadas. Era un primo
lejano de los Oke, una especie de bohemio artístico en boga, llevado a un grado de
engreimiento intolerable por la moda de ser actores aficionados de una temporada.
—Sería fantástico en este lugar tan maravilloso —gritó—, simplemente
vestirse y desfilar y sentir como si perteneciésemos al pasado. He oído que tienes
por ahí una maravillosa colección de trajes antiguos, que se remontan más o menos
a los tiempos de Noé, primo Bill.
Todo el grupo gritó alborozado ante aquella propuesta. William Oke
pareció desconcertado por un instante y lanzó una mirada a su esposa, que seguía
tumbada con indiferencia en el sofá.
—Hay un baúl lleno de ropas pertenecientes a la familia —respondió
vacilando, al parecer abrumado por el deseo de complacer a sus huéspedes—;
pero…, pero no sé si es respetuoso vestirse con las ropas de gente fallecida.
—¡Oh, bobadas! —gritó el primo—. ¿Qué van a saber las personas muertas?
Además —añadió con una seriedad burlesca—, te aseguro que nos comportaremos
de la forma más reverente y le daremos una gran solemnidad, si nos das la llave,
viejo.
De nuevo, el señor Oke volvió a mirar en dirección a su mujer, y otra vez
volvió a encontrarse únicamente con su mirada vaga y ausente.
—Muy bien —dijo, y acompañó a sus invitados al piso superior.
Una hora más tarde la casa estaba llena de la comparsa más estrambótica y
de los ruidos más extraños. Yo compartía, hasta cierto punto, el sentimiento de
renuencia de William Oke a dejar que las ropas y la personalidad de sus
antepasados fueran tomadas en vano; pero, cuando la mascarada estuvo completa,
debo decir que el efecto era magnífico. Una docena de hombres y mujeres jóvenes
—los que se alojaban en casa y algunos vecinos que habían venido para jugar al
tenis y cenar— ataviados, bajo la dirección del teatral primo, con el contenido del
baúl de roble: y no he visto en mi vida nada más bonito que los pasillos revestidos
de madera, la escalera labrada y blasonada, los salones tenuemente iluminados con
sus tapicerías difuminadas, el gran vestíbulo de techo abovedado y con cuadernas,
salpicado de grupos o de figuras solas que parecían llegar directamente del
pasado. Incluso William Oke, quien, aparte de mí y de algunas personas mayores,
era el único hombre sin disfrazar, parecía encantado y excitado de verlo. De
repente, surgió en él un cierto rasgo de colegial; y, viendo que no quedaba ningún
disfraz para él, se precipitó escaleras arriba y regresó al poco rato con el uniforme
que había llevado antes de su matrimonio. Creo que nunca había visto un ejemplo
tan magnífico del perfecto caballero inglés; a pesar de todos los detalles modernos
de su traje, tenía un aspecto de antigüedad más genuino que todos los demás, un
caballero para el Príncipe Negro o Sidney, con sus rasgos de una regularidad
admirable, su precioso cabello rubio y su tez clara. Un instante después, hasta las
personas mayores se habían agenciado algún tipo de disfraz —atuendos
improvisados, capuchas y todo tipo de disfraces hechos con pedazos de encaje
antiguo y materiales y pieles orientales; y muy pronto aquella nutrida comparsa se
había emborrachado, por decirlo de algún modo, completamente con su propia
diversión, con el infantilismo y, si me lo permiten, el barbarismo, la vulgaridad que
yace en la mayoría de los hombres y mujeres, aunque sean ingleses de buena cuna.
El propio señor Oke hacía de charlatán farsante como un niño el día de Navidad.
—¿Dónde está la señora Oke? ¿Dónde está Alice? —preguntó alguien de
pronto.
La señora Oke se había esfumado. Yo podía entender a la perfección que
para aquel ser excéntrico, con su pasión fantástica, imaginativa, morbosa por el
pasado, un carnaval como aquél debía de resultar sin duda algo repugnante; y,
siéndole absolutamente indiferente que alguien se sintiese ofendido, pude
imaginar que se habría retirado, asqueada y agraviada, a soñar despierta a su
habitación amarilla.
Pero un instante más tarde, mientras nos disponíamos a ir a cenar en medio
de un gran alboroto, la puerta se abrió y entró una extraña figura, más extraña que
cualquiera de aquellos que estaban profanando las ropas de los difuntos: un
muchacho, ligero y alto, con un abrigo marrón de montar, cinturón de piel y
enormes botas de ante, además de una pequeña capa gris sobre un hombro, un
enorme sombrero del mismo color que le caía por encima de los ojos, un puñal y
una pistola en la cintura. Era la señora Oke, con sus ojos sobrenaturalmente
brillantes y todo su rostro iluminado por una osada y perversa sonrisa.
Todo el mundo lanzó una exclamación y se apartó. Luego, hubo un
momento de silencio, roto por un tímido aplauso. Hasta para una pandilla de
muchachos y muchachas alborotados que hacen el indio vestidos con la ropa de
hombres y mujeres muertos y enterrados hace tiempo, hay algo sospechoso en la
súbita aparición de una joven mujer casada, la señora de la casa, con una chaqueta
de montar y botas hasta las rodillas; y la expresión de la señora Oke no contribuía a
hacer la broma menos sospechosa.
—¿Qué disfraz es ése? —preguntó el teatral primo, que, transcurrido un
segundo, había llegado a la conclusión de que la señora Oke era una mujer de
maravilloso talento a la que intentaría convencer para que se uniera a su compañía
de teatro de aficionados de la temporada siguiente.
—Es el atuendo con el que una antepasada nuestra, mi tocaya, Alice Oke,
solía ir a montar a caballo con su marido en la época de Carlos I —respondió, y
tomó asiento en el extremo de la mesa.
Sin querer, mis ojos buscaron los de Oke de Okehurst. Él, que se sonrojaba
con la facilidad de una niña de dieciséis años, estaba blanco como las cenizas, y
observé que se llevaba la mano a la boca de manera casi convulsiva.
—¿No reconoces mi atuendo, William? —preguntó la señora Oke, fijando en
él sus ojos con una cruel sonrisa.
Él no respondió y siguió un momento de silencio, que el teatral primo tuvo
la feliz idea de romper subiendo a la silla de un brinco y bebiéndose de un trago el
vino después de proclamar:
—¡A la salud de las dos Alice Oke, del pasado y del presente!
La señora Oke asintió y, con una expresión que nunca antes había visto en
su rostro, respondió en tono alto y agresivo:
—¡A la salud del poeta Christopher Lovelock, si su fantasma honrase esta
casa con su presencia!
De pronto me sentí como si estuviese en una casa de locos. Al otro extremo
de la mesa, en medio de aquella habitación llena de escandalosos infelices,
disfrazados de rojo, azul, púrpura y multicolor, como hombres y mujeres de los
siglos XVI, XVII, XVIII, de turcos, de esquimales, máscaras y payasos
improvisados, con sus caras pintadas con corcho quemado o con harina, me
parecía ver aquella sangrienta puesta de sol, inundando el brezo como en un mar
de sangre, hasta el lugar donde, junto al estanque negro y los abetos combados por
el viento, yacía el cuerpo de Christopher Lovelock, junto a su caballo muerto, y el
cascajo amarillento y el brezo lila empapados de carmesí por todas partes; y por
encima emergían como de todo aquel rojo, cubiertos por el sombrero gris, el
cabello rubio pálido, los ojos ausentes y la extraña sonrisa de la señora Oke. Me
pareció horrible, vulgar, abominable; como si me hubiera metido en un
manicomio.
VIII

Desde aquel momento advertí un cambio en William Oke; o mejor dicho, se


hizo visible un cambio que era probable que hubiera estado latente durante un
cierto tiempo.
No sé si tuvo unas palabras con su mujer después de su mascarada de
aquella desafortunada velada. Pensándolo bien, creo que no. Oke era un hombre
desconfiado y reservado con todo el mundo y más que nadie con su mujer;
además, puedo imaginarme que experimentaría una imposibilidad total de
expresar con palabras cualquier sentimiento profundo de desaprobación hacia ella
y que su disgusto sería necesariamente mudo. Pero, sea como fuere, me percaté
muy pronto de que las relaciones entre mis anfitriones se habían hecho sumamente
tensas. Desde luego, la señora Oke nunca había hecho mucho caso de su marido y
sólo parecía algo más indiferente a su presencia de lo que había sido antes. Pero
era más que evidente que el propio Oke, aunque fingía dirigirse a ella en las
comidas en un afán de ocultar sus sentimientos y de evitarme una situación
incómoda, apenas podía soportar el hablar o ver a su esposa. El alma honesta del
pobre hombre rebosaba de dolor, dolor que estaba decidido a no permitir que se
vertiese y que parecía filtrarse en su propio ser envenenándolo. Aquella mujer lo
había herido y maltratado más de lo que puede expresarse con palabras, y sin
embargo era evidente que no podía dejar de amarla ni empezar a comprender su
verdadera naturaleza. Yo sentía a veces, durante nuestros largos paseos por aquel
paisaje monótono, atravesando los pastos salpicados de robles y al borde de las
abigarradas hileras de los campos de lúpulo de un verde apagado, hablando a
escasos intervalos del valor de las cosechas, del drenaje del terreno, de las escuelas
del pueblo, de la Liga Primrose, y de las iniquidades del señor Gladstone, mientras
Oke de Okehurst iba cortando con sumo cuidado todos los cardos altos que
detectaban sus ojos…, decía que a veces sentía un intenso e impotente deseo de
ilustrar a aquel hombre respecto del personaje de su mujer. Me parecía
comprenderlo muy bien, y entenderlo bien parecía implicar una cómoda
aceptación; y me resultaba injusto que precisamente él se viera condenado a sufrir
eternamente el desconcierto de aquel enigma, y agotar su alma intentando
comprender aquello que a mí me parecía tan simple. ¿Pero cómo iba a ser posible
que aquel ser tan serio, responsable y lento de pensamiento, representante de la
simplicidad, la honradez y la profundidad inglesas, llegara a comprender la
mezcla de vanidad centrada en sí misma, de superficialidad, de visión poética, de
amor por la excitación morbosa, que caminaba sobre la faz de la tierra con el
nombre de Alice Oke?
Por ello, Oke de Okehurst estaba condenado a no entender nunca; pero
estaba condenado también a sufrir por aquella incapacidad. El pobre hombre se
esforzaba constantemente por encontrar una explicación a las peculiaridades de su
mujer; y aunque es probable que el esfuerzo fuera inconsciente, le causaba un
profundo dolor. El corte —el pliegue maníaco, como lo llama mi amigo— entre sus
cejas parecía haberse convertido en un rasgo permanente de su rostro.
Por su parte, la señora Oke hacía lo posible por empeorar la situación. Tal
vez se resentía del tácito reproche de su marido tras su extravagancia en la noche
de la mascarada, y había decidido hacerle tragar más de todo aquello, porque
estaba convencida de que una de las peculiaridades de William, y por la cual lo
despreciaba, era que nunca podía acosárselo tanto como para que expresara
abiertamente su desaprobación por algo; que tragaría sin quejarse cualquier
cantidad de amargura que procediese de ella. En todo caso, ella adoptó una
política perfecta de asustar a su marido y tomarle el pelo con el asesinato de
Lovelock. Aludía a él de continuo en su conversación, hablando en su presencia de
los sentimientos de los diversos actores de la tragedia de 1626 e insistiendo en su
parecido y casi identidad con la Alice Oke original. Algo había sugerido a su
excéntrica mente que sería delicioso interpretar en el jardín de Okehurst, bajo los
inmensos acebos y olmos, un pequeño drama alegórico que había descubierto
entre las obras de Lovelock; y empezó a sondear la región e inició una abundante
correspondencia con el fin de llevar a cabo aquel plan. Un día sí y otro no, llegaban
cartas del teatral primo, cuya única objeción era que Okehurst era una localidad
demasiado distante para un espectáculo del que derivaría gran fama para él. Y de
vez en cuando llegaba un hombre o una mujer a los que Alice Oke había hecho
llamar para ver si servían a sus propósitos.
Yo veía con toda claridad que el espectáculo nunca se representaría y que la
propia señora Oke no tenía ninguna intención de que se hiciese. Era una de esas
criaturas para las que la realización de un proyecto no es nada, y que disfrutan
tanto más haciendo planes si saben que se interrumpirán de golpe. Mientras tanto,
aquel invariable tema de conversación de la pastoral y de Lovelock, aquel continuo
adoptar la actitud afectada de la esposa de Nicholas Oke, le resultaban cada día
más atractivos y provocaban en su marido un estado de espantosa aunque
contenida irritación, de la que ella disfrutaba con el deleite de un niño malvado.
No debes pensar que yo lo contemplaba indiferente, aunque reconozco que para
un estudiante aficionado a la psicología como yo aquello era un perfecto regalo.
Realmente sentía toda la compasión del mundo por el pobre Oke y, con frecuencia,
indignación hacia su esposa. En varias ocasiones estuve a punto de rogarle que
tuviese más consideración con él, incluso a sugerirle que aquella conducta, en
especial delante de una persona relativamente desconocida como yo, era de muy
mal gusto. Pero había en la señora Oke algo huidizo que me hacía casi imposible
poder hablar de un modo serio con ella; y, además, no estaba en absoluto seguro
de que una intervención por mi parte no hiciera más que animar su perversidad.
Una noche sucedió un extraño incidente. Nos acabábamos de sentar a cenar,
los Oke, el teatral primo, que había ido a pasar un par de días, y tres o cuatro
vecinos. Era la hora del crepúsculo y la luz amarilla de las velas se mezclaba
delicadamente con la oscuridad de la noche. La señora Oke no se sentía bien, y
había estado notablemente callada todo el día, más diáfana, extraña y distante que
nunca; y su marido parecía haber recuperado de pronto la ternura, casi compasión,
hacia aquella delicada y frágil criatura. Habíamos estado hablando de temas muy
intrascendentes, cuando de repente vi que el señor Oke se ponía muy pálido, y por
un instante fijaba la mirada en la ventana que se hallaba frente a su asiento.
—¿Quién es ese tipo que mira por la ventana y te hace señales, Alice?
¡Maldito desvergonzado! —gritó y, dando un brinco, se levantó, se dirigió a la
ventana, la abrió y desapareció en la luz del crepúsculo.
Todos nos miramos sorprendidos; alguno del grupo comentó la negligencia
de los criados que dejan que ronden por la cocina individuos con mal aspecto, y
otros explicaron historias de vagabundos y ladrones. La señora Oke no dijo nada;
pero me fijé en aquella extraña sonrisa distante en sus delgadas mejillas.
Un minuto después William Oke entró con su servilleta en la mano. Cerró la
ventana tras él y volvió a ocupar su lugar en silencio.
—Y bien, ¿quién era? —preguntamos todos nosotros.
—Nadie. Debe… debe de haber sido un error —respondió, sonrojándose
mientras pelaba aprisa una pera.
—Debía de ser Lovelock —comentó la señora Oke, de la misma forma en
que podría haber dicho «Debía de ser el jardinero», pero con aquella leve sonrisa
de placer todavía en su rostro.
Excepto el teatral primo, que soltó una sonora carcajada, ninguna de las
personas del grupo había siquiera oído el nombre de Lovelock, y no dijeron nada,
sin duda imaginando que sería algún dependiente de la familia Okehurst, mozo de
caballerizas o campesino; así que se olvidó el asunto.
A partir de aquella noche, las cosas empezaron a tomar un cariz distinto.
Aquel incidente fue el inicio de un sistema perfecto de bromas de mal gusto por
parte de la señora Oke, de supersticiosas imaginaciones por parte de su marido —
¿un sistema de misteriosas persecuciones por parte de un inquilino de Okehurst
poco terrenal? —Pues, sí; al fin y al cabo, ¿por qué no? Todos hemos oído hablar de
fantasmas, y hemos tenido tíos, primos, abuelas, niñeras que los han visto; todos
les tenemos un poco de miedo en el fondo; ¿por qué no iban a existir? Por mi parte,
¡soy demasiado escéptico para creer en la imposibilidad de algo! Además, cuando
un hombre ha vivido todo un verano bajo el mismo techo que una mujer como la
señora Oke de Okehurst, llega a creer en la posibilidad de un montón de cosas
improbables, te lo aseguro, como simple resultado de creer en ella. Y si te pones a
pensar en ello, ¿por qué no? Que una extraña criatura, manifiestamente no de este
mundo, la reencarnación de una mujer que asesinó a su amante hace dos siglos y
medio, que una tal criatura (que es por completo superior a los amantes terrenales)
tenga el poder de atraer al hombre que la amó en su anterior vida, cuyo amor por
ella fue su muerte…, ¿qué hay de asombroso en ello? La propia señora Oke —estoy
plenamente convencido— lo creía, aunque fuese a medias; desde luego admitió
con toda seriedad la posibilidad, un día que se lo sugerí medio en broma. En todo
caso, me encantaba pensar que sí; se ajustaba tan bien a toda la personalidad de
aquella mujer; explicaba las horas y horas transcurridas completamente sola en la
habitación amarilla, donde hasta el aire, con su perfume de embriagadoras flores y
olorosas antiguallas, parecía evocar presencias fantasmales. Explicaba aquella
extraña sonrisa que no iba dirigida a ninguno de nosotros, pero tampoco era sólo
para ella…, aquella mirada extraña y distante de sus pálidos ojos. Me gustaba la
idea, y me gustaba bromear, o, mejor dicho, deleitarla con ella. ¿Cómo iba a saber
que el desdichado marido se tomaría aquellas cosas en serio?
A medida que pasaban los días se hacía más silencioso, y su expresión, más
confusa; como resultado, trabajaba más, y es probable que con menos resultado, en
sus planes de mejora de las tierras y de propaganda política. Me daba la sensación
de que continuamente estaba escuchando, observando, esperando que sucediese
algo: una palabra pronunciada de repente, una puerta que se abría con
brusquedad, hacían que se sobresaltase, se sonrojase y casi se pusiese a temblar; si
se mencionaba a Lovelock, su mirada se hacía impotente y le producía una especie
de convulsión en el rostro, como la de un hombre agobiado por un calor muy
intenso. Y su mujer, lejos de interesarse por su aspecto alterado, continuaba
irritándolo más y más. Cada vez que el pobre hombre se turbaba de aquella
manera o se sonrojaba al oír unos pasos inesperados, la señora Oke le preguntaba,
con desdeñosa indiferencia, si había visto a Lovelock. Pronto empecé a darme
cuenta de que mi anfitrión se estaba poniendo seriamente enfermo. En las comidas
no decía ni una palabra; se quedaba con los ojos fijos escrutando a su mujer, como
tratando de resolver en vano un espantoso misterio; mientras, su mujer, etérea,
exquisita, seguía hablando con indiferencia sobre la representación, sobre
Lovelock, siempre sobre Lovelock. Durante nuestros paseos a pie y a caballo, que
seguíamos dando con bastante regularidad, se sobresaltaba siempre que veíamos
una figura en la distancia, en los caminos y senderos de los alrededores de
Okehurst, o en sus terrenos. Lo veía temblar ante lo que, al acercarse —yo apenas
podía contener la risa al descubrirlo—, resultaba ser un campesino, un vecino o un
criado conocido. Cierta vez que regresábamos a casa cuando caía la noche, me
agarró del brazo de repente señalando en dirección al jardín, a través de los pastos
salpicados de robles, y luego se echó casi a correr, seguido de su perro, como
persiguiendo a un intruso.
—¿Quién era? —le pregunté.
Y el señor Oke se limitó a menear la cabeza apesadumbrado. Algunas veces,
en los crepúsculos de principios de otoño, cuando del parque empezaban a
elevarse las blancas neblinas y los cuervos formaban largas hileras en las cercas,
casi me daba la sensación de que se asustaba de los árboles y arbustos, de los
perfiles lejanos de los secaderos de lúpulo, con sus tejados cónicos y sus aspas
prominentes, como una mano burlona a media luz.
—Su marido está enfermo —me atreví a comentar un día a la señora Oke,
mientras posaba para el boceto número ciento treinta (por alguna razón, con ella
no podía ir más allá de los bocetos preparatorios). Alzó sus preciosos ojos, grandes
y pálidos, al tiempo que se dibujaba aquella curva exquisita de hombros, cuello y
cabeza que yo intentaba en vano reproducir.
—No lo creo —respondió ella con toda tranquilidad—. Si lo está, ¿por qué
no va a la ciudad a que lo vea el doctor? No es más que uno de sus ataques de
melancolía.
—No debería tomarle el pelo con Lovelock —añadí muy serio—. Acabará
creyendo en él.
—¿Por qué no? Si lo ve, pues lo ve. No será la única persona que lo haya
visto. —E hizo una leve sonrisa, casi perversa, mientras sus ojos buscaban aquel
algo distante, indefinible, de siempre.
Pero Oke empeoró. Estaba completamente trastornado, como una mujer
histérica. Una noche estábamos él y yo en el salón de fumar y de modo inesperado
empezó un discurso divagador sobre su mujer; cómo la había conocido cuando
eran niños y habían ido a la misma escuela de danza cerca de Portland Place; cómo
su madre, su tía política, la había llevado a Okehurst en Navidad cuando él estaba
de vacaciones; cómo por fin, hacía trece años, teniendo él veintitrés y ella
dieciocho, se habían casado; lo mucho que había sufrido cuando habían perdido el
hijo y ella había estado a punto de morir de la enfermedad.
—No me importaba el niño, ¿sabe? —dijo con una voz excitada—; aunque
ahora será nuestro fin, y Okehurst pasará a los Curtis. Sólo me importaba Alice.
Era casi inconcebible que aquella agitada criatura, que hablaba casi con
lágrimas en los ojos y en la voz, fuera el mismo joven ex teniente, reservado, bien
plantado, irreprochable, que había entrado en mi estudio un par de meses antes.
Oke se quedó callado un momento, con los ojos fijos en la alfombra que
yacía a sus pies, y luego soltó con una voz casi imperceptible:
—Si supiera cuánto quería a Alice…, cuánto la quiero aún. Podría besar el
suelo que pisa. Daría cualquier cosa, incluso mi vida, por que me mirase durante
dos minutos como si yo le gustara un poco, como si no me despreciase
profundamente.
Y el pobre hombre estalló en una carcajada nerviosa, que era casi un sollozo.
Luego, se puso a reír de repente, exclamando con una especie de entonación vulgar
que le era absolutamente ajena:
—¡Maldita sea, viejo amigo, qué mundo más extraño éste en que vivimos!
—E hizo sonar la campanilla para pedir más coñac y agua de soda, cosa que estaba
empezando a tomar con bastante regularidad, aunque, cuando yo había llegado,
era un hombre casi abstemio, en la medida en que puede serlo un hospitalario
caballero del campo.
IX

Entonces me quedó claro que, por increíble que resultase, lo que aquejaba a
William Oke eran los celos. Estaba locamente enamorado de su mujer y locamente
celoso. Celoso, pero ¿de quién? Con seguridad, él mismo habría sido incapaz de
decirlo. En primer lugar —y para descartar cualquier posible duda—, desde luego
no de mí. Aparte del hecho de que la señora Oke me prestaba tan sólo un poco más
de atención que al mayordomo o a la primera doncella, creo que el propio Oke era
el tipo de hombre cuya imaginación se resistiría a aceptar cualquier objeto de celos
definido, aunque los celos lo estuvieran matando por momentos. No pasaba de ser
un sentimiento vago, que iba calando en él, de un modo continuo; el sentimiento
de que la amaba, y que a ella él no le importaba en lo más mínimo, y de que todo lo
que entraba en contacto con ella recibía algo de aquella atención que a él le era
sistemáticamente negada; todas las personas, cosas, o árboles o piedras: era el
reconocimiento de aquella extraña mirada forzada en los ojos de la señora Oke, de
aquella extraña sonrisa ausente en los labios de la señora Oke, ojos y labios que no
tenían miradas ni sonrisas para él.
De manera gradual, su nerviosismo, su estado de alerta, sus suspicacias lo
fueron llevando al sobresalto y tomaron forma definitivamente. El señor Oke se
pasaba el día hablando de pisadas o voces que había oído, de figuras que había
visto rondando la casa. El súbito ladrido de uno de los perros lo hacía levantarse
de un brinco. Limpió y cargó con toda meticulosidad todos los fusiles y revólveres
de su despacho e incluso algunas escopetas ligeras y pistolas de funda del
vestíbulo. Los criados y aparceros pensaron que a Oke de Okehurst le había
invadido el terror a vagabundos y ladrones. La señora Oke sonreía con desdén a la
vista de todas estas actividades.
—Mi querido William —dijo ella un día—: las personas que te preocupan
tienen el mismo derecho que tú y yo a ir pasillos arriba y abajo y por la escalera, o
a rondar por la casa. Estaban en ella, con toda seguridad, mucho antes de que
hubiéramos nacido, y les divierten mucho tus absurdas ideas de privacidad.
El señor Oke se rió enojado.
—Supongo que me vas a decir que es Lovelock, tu eterno Lovelock, cuyas
pisadas oigo cada noche en la gravilla. Supongo que tendrá el mismo derecho que
tú y yo de estar ahí.
Y, diciendo esto, salió de la habitación.
—¡Lovelock, Lovelock! ¿Por qué está siempre con Lovelock? —me preguntó
aquella noche el señor Oke, mirándome fijamente a los ojos de repente.
Yo me limité a reír.
—Sólo porque tiene ese juego de niños metido en la cabeza —le respondí—;
y porque cree que usted es supersticioso y le gusta tomarle el pelo.
—No lo entiendo —dijo Oke suspirando.
¿Cómo iba a entenderlo? Y si yo hubiera intentado explicárselo, únicamente
habría pensado que estaba insultando a su mujer y tal vez me habría echado a
patadas de la habitación. Así que no hice ninguna tentativa de explicarle
problemas psicológicos y ya no me hizo más preguntas hasta un día en que… Pero
primero tengo que mencionar un curioso incidente que sucedió.
El incidente no fue más que éste: una tarde, al regresar de nuestro paseo
habitual, el señor Oke le preguntó de pronto al criado si alguien había ido a la casa.
La respuesta fue negativa, pero Oke no pareció quedar satisfecho. Nos acabábamos
de sentar a cenar cuando se volvió a su mujer y le preguntó, con una extraña voz
que apenas reconocí, quién había ido a casa aquella tarde.
—Nadie —respondió la señora Oke—, al menos que yo sepa.
William Oke clavó sus ojos en ella.
—¿Nadie? —repitió con un tono inquisidor—. ¿Nadie, Alice?
La señora Oke meneó la cabeza.
—Nadie —repitió.
Hubo un silencio.
—¿Quién era entonces la persona que paseaba contigo cerca del estanque
hacia las cinco de la tarde? —preguntó Oke lentamente.
Su mujer levantó la vista y la fijó en su marido, para luego contestar con
desdén:
—No había nadie caminando conmigo cerca del estanque ni a las cinco ni a
ninguna otra hora.
El señor Oke se sonrojó, y emitió un extraño sonido ronco, como el de un
hombre que se asfixia.
—Me…, me ha parecido verte paseando con un hombre esta tarde, Alice —
consiguió decir con un esfuerzo, y luego añadió, para guardar las apariencias en
mi presencia—: He pensado que podría haber sido el párroco, que me traía su
informe.
La señora Oke sonrió.
—Sólo puedo repetirte que no se me ha acercado ningún ser vivo en toda la
tarde —dijo muy despacio—. Si has visto a alguien cerca de mí, debe de haber sido
Lovelock, porque te aseguro que no había nadie más.
Y dio un breve suspiro, como el de una persona que intenta evocar en su
memoria alguna impresión deliciosa, pero demasiado evanescente.
Miré a mi anfitrión; su rostro había pasado del rojo intenso a una total
palidez, y respiraba como si alguien estuviera estrujándole la tráquea.
No se habló más del asunto. Yo sentí vagamente que se cernía un gran
peligro. ¿Para Oke o para la señora Oke? No podía adivinarlo; pero era consciente
de una imperiosa voz interna que me prevenía de un mal espantoso, que me
impulsaba a hacer algo, a explicar, a intervenir. Me decidí a hablar con Oke al día
siguiente, porque confiaba en que me escucharía en silencio, y en cambio no
confiaba en la señora Oke. Aquella mujer se me escurriría entre los dedos como
una serpiente si yo intentara agarrar su esquivo personaje.
Pregunté a Oke si se vendría a dar un paseo la tarde siguiente y aceptó con
una peculiar ansiedad. Salimos hacia las tres. Era una tarde desapacible, de
tormenta, y en el cielo frío y azul rodaban a gran velocidad grandes bolas de nubes
blancas, interrumpidas por esporádicos y tenues rayos de sol, anchos y amarillos,
que hacían que la negra cresta de la tormenta, concentrada en el horizonte, tomase
un color negro azulado, como de tinta.
Atravesamos deprisa la hierba marchita y empapada del parque y tomamos
la carretera que llevaba a las colinas bajas, no sé por qué, en dirección a Cotes
Common. Ambos íbamos callados, porque ambos teníamos algo que decir y no
sabíamos cómo empezar. Por mi lado, me daba cuenta de la imposibilidad de
empezar a hablar del tema: el meterme donde no me llamaban no haría más que
indisponer al señor Oke y dificultarle aún más la comprensión. Así que, si Oke
tenía algo que decir, algo visible a todas luces, era mejor esperarlo.
No obstante, Oke rompió el silencio sólo para señalarme el estado del
lúpulo, cuando pasamos por uno de sus muchos campos.
—Será un mal año —dijo, parándose en seco y mirando fijamente ante él—.
Nada de lúpulo. Este otoño, nada de lúpulo.
Lo miré. Estaba claro que no sabía lo que decía. Las ramas verde oscuro
estaban cargadas de fruto; y el día anterior me había dicho que hacía años que no
había visto tal abundancia de lúpulo.
No dije nada y seguimos caminando. En una depresión de la carretera nos
cruzamos con un carro, y el hombre que lo llevaba inclinó su sombrero y saludó al
señor Oke. Pero Oke no le prestó atención; parecía no haber advertido la presencia
de aquel hombre.
Las nubes se iban apiñando sobre nuestras cabezas; negras cúpulas entre las
que corrían redondas masas grises algodonosas.
—Creo que nos va a coger una tormenta tremenda —dije—. ¿No será mejor
que demos media vuelta?
Asintió y se volvió en redondo.
Bajo los robles, el sol pintaba manchas amarillas en los pastos y lustraba los
verdes setos. El aire estaba cargado, pero frío, y parecía que todo se estuviera
preparando para una gran tormenta. Los cuervos volaban en círculos, como nubes
negras, alrededor de los árboles y de los casquetes rojos en forma de cono de los
secaderos de lúpulo, que daban al paisaje el aspecto de estar claveteado con
torreones de castillos; luego descendían —como una línea negra— sobre los
campos en medio de escandalosos y aterradores graznidos. Y por todos lados se
elevaba el agudo y trémulo balido de las ovejas y los gritos que reagrupaban el
rebaño, mientras el viento empezaba a azotar las ramas más altas de los árboles.
De repente, el señor Oke rompió el silencio.
—No lo conozco bien —empezó de modo precipitado y sin girar la cara
hacia mí—; pero creo que es honrado y que ha visto mucho mundo…, mucho más
que yo. Quiero que me diga, pero con confianza, se lo ruego, qué cree que tendría
que hacer un hombre si… —y se detuvo por unos instantes—. Imagine —continuó
a toda prisa— un hombre que quiere mucho, muchísimo a su esposa, y descubre
que ella…, bueno…, que lo engaña. No, no me malinterprete; quiero decir que ella
está acosada constantemente por otro, y no lo admite… Otro al que oculta,
¿entiende? Tal vez no sea consciente del riesgo que corre, ¿sabe? Pero no
retrocederá, no se lo confesará a su marido…
—Mi querido Oke —lo interrumpí, tratando de quitar importancia al asunto
—, estas cosas no se pueden resolver en abstracto, ni por personas que no las han
vivido. Y, desde luego, no nos ha ocurrido a mí ni a usted.
Oke ignoró mi interrupción.
—Mire —continuó—, este hombre no espera que su mujer lo quiera mucho.
No es eso; no está simplemente celoso. Pero siente que ella está a punto de
deshonrarse a sí misma…, porque no creo que una mujer pueda en verdad
deshonrar a su marido; la deshonra está en nuestras propias manos, y sólo
depende de nuestros propios actos. Él tendría que salvarla, ¿lo entiende? Tiene,
tiene que salvarla de uno u otro modo. Pero si ella no lo escucha, ¿qué va a hacer
él? ¿Tiene que ir tras el otro y tratar de sacarlo de en medio? Toda la culpa es del
otro, no de ella, no de ella. Si ella confiara en su marido, estaría a salvo. Pero el otro
no la deja.
—Escuche, Oke —le dije con aspereza, pero algo asustado—; sé
perfectamente de qué me está hablando. Y veo que no entiende ni lo más mínimo.
Yo sí. Lo he observado y he observado a la señora Oke durante seis semanas, y veo
de qué se trata. ¿Me va a escuchar?
Lo cogí del brazo y traté de explicarle cómo veía la situación: que su mujer
era simplemente excéntrica y un poco teatral y soñadora, y que se divertía
tomándole el pelo. Que él, por su lado, se estaba sumiendo en un estado
patológico; que estaba enfermo y tendría que ir a un buen doctor. Incluso le ofrecí
que viniese a la ciudad conmigo.
Derroché inmensas cantidades de explicaciones psicológicas. Hice la
disección del carácter de la señora Oke unas veinte veces, y traté de demostrarle
que no había nada en absoluto en el fondo de sus sospechas más que una pose
imaginaria y un montaje pueril en su cerebro. Lo ilustré con una veintena de
ejemplos, la mayoría inventados para la ocasión, de damas conocidas mías que
habían sufrido manías semejantes. Le indiqué que su mujer tenía que encontrar
una salida a sus excesos de energía imaginaria y teatral. Le aconsejé que la llevase
a Londres y la introdujera en algún círculo en el que todos estuvieran más o menos
en un estado parecido. Me reí de la idea de que hubiera alguien escondido por la
casa. Le expliqué a Oke que padecía imaginaciones visuales y exhorté a un hombre
tan consciente y responsable a que tomara todas las medidas necesarias para
librarse de ellas, añadiendo innumerables ejemplos de personas que se habían
curado de sus alucinaciones y de extrañas tristezas provocadas por morbosas
manías. Luché y me debatí, como Jacob con el ángel, y tuve esperanzas de haber
hecho mella en él. Al principio, vi que ninguna de mis palabras llegaba al cerebro
de aquel hombre; que, aunque callaba, no escuchaba. Parecía inútil exponerle mi
opinión de una forma que él pudiera comprender. Me sentía como si estuviera
hablando con una piedra. Pero cuando opté por recordarle sus deberes hacia su
esposa y hacia sí mismo apelando a sus ideas morales y religiosas, me dio la
sensación de que reaccionaba.
—Diría que tiene usted razón —dijo tomándome la mano cuando
aparecieron los rojos gabletes de Okehurst y hablando con una voz débil, cansada,
humilde—. No acabo de entenderlo, pero estoy seguro de que lo que dice es
verdad. Me atrevería a decir que todo lo que ocurre es que estoy enfermo. A veces
me siento como si estuviera loco de atar. Pero no piense que no lucho contra ello.
Lo hago, lo hago continuamente; sólo que, a veces, parece más fuerte que yo. Le
pido a Dios día y noche que me dé la fuerza para superar mis sospechas y para
arrancar de mí estos espantosos pensamientos. Dios sabe, yo sé qué desdichada
criatura soy y qué poco apto para cuidar de esta pobre chica.
Y Oke volvió a estrecharme la mano. Al entrar en el jardín, se volvió a mí
una vez más.
—Le estoy muy agradecido —dijo— y le aseguro que haré todo lo que
pueda para ser más fuerte. Ojalá —añadió con un suspiro—, ojalá Alice me diera
un momento de respiro y dejara de burlarse de mí un día tras otro con su
Lovelock.
X

Había empezado el retrato de la señora Oke, quien, en aquel momento,


estaba posando para mí. Aquella mañana estaba desacostumbradamente callada;
pero, me pareció a mí, con el silencio de una mujer que está esperando algo, y me
dio la sensación de que se sentía sumamente feliz. Había estado leyendo, siguiendo
mi sugerencia, la Vita Nuova, de la que antes no había oído hablar, y en torno a la
cual acabó girando la conversación y sobre si era posible un amor tan abstracto y
tan paciente. Una plática de aquel tipo, que podría haber tomado el cariz de un
coqueteo en el caso de cualquier otro hombre joven y una hermosa mujer, se
convertía en el caso de la señora Oke en algo diferente; parecía distante, intangible,
no de este mundo, como su sonrisa y la mirada de sus ojos.
—Un amor como ése —dijo, mirando a la lejanía del parque salpicado de
robles— es muy raro, pero puede existir. Se convierte en toda la existencia de una
persona, toda su existencia, toda su alma; y puede sobrevivir a la muerte, no sólo
de la persona amada, sino también del amante. Es inextinguible y continúa su
existencia en el mundo espiritual hasta que encuentra una reencarnación de la
amada; y cuando esto sucede, hace salir y atrae hacia sí todo lo que quede del alma
de aquel amante, y toma forma y rodea a la persona amada una vez más.
La señora Oke hablaba con suavidad, casi para sí misma, y creo que nunca
la había visto tan extraña y tan bella con aquel rígido vestido blanco que realzaba
aun más la exótica delicadeza e incorporalidad de su persona.
No supe qué responderle y dije medio en broma:
—Me temo que ha estado leyendo demasiada literatura budista, señora
Oke. Hay algo terriblemente esotérico en todo lo que dice.
Ella sonrió con desdén.
—Sé que la gente no puede entender estos temas —replicó, y se quedó en
silencio un rato.
Pero en su tranquilidad y silencio, yo sentía como el palpitar de una extraña
excitación en aquella mujer, casi como si hubiera estado tomándole el pulso.
No obstante, tenía esperanzas de que las cosas empezaran a ir mejor a raíz
de mi intervención. La señora Oke apenas había mencionado a Lovelock una vez
en los dos o tres últimos días; y Oke había estado mucho más jovial y natural
desde nuestra conversación. Ya no parecía estar tan preocupado; y una o dos veces
había advertido en él una mirada de gran amabilidad y cariñoso afecto, casi de
compasión, como la que se podría sentir ante algo de muy tierna edad y muy
frágil, cuando se sentaba frente a su mujer.
Pero había llegado el final. Después de aquella sesión, la señora Oke se
había quejado de cansancio y se había retirado a su habitación, y Oke se había
marchado a la localidad más cercana por motivos de trabajo. Me sentí
completamente solo en la gran casa y, después de trabajar un rato en un boceto que
estaba haciendo en el parque, me divertí vagando por la casa.
Era una tarde de otoño cálida, enervante; esa temperatura que extrae el
perfume de todas las cosas, de la tierra húmeda, las hojas caídas, las flores de los
jarrones, la madera labrada y las telas; que parece hacer emerger a la superficie de
nuestra conciencia todo tipo de vagos recuerdos y esperanzas, un algo medio
placentero, medio doloroso, que hace imposible actuar o pensar. Yo era víctima de
aquella especial inquietud, en absoluto desagradable. Deambulé de un lado a otro
por los pasillos, deteniéndome a mirar los cuadros, que me sabía de arriba abajo, a
seguir los dibujos de la madera labrada y de las telas antiguas, a contemplar las
flores otoñales, dispuestas en magníficos ramos de color en los enormes cuencos y
jarrones de porcelana. Cogí un libro tras otro y los fui dejando; luego, me senté al
piano y empecé a tocar fragmentos intrascendentes. Me sentía bastante solo,
aunque había oído el chirriar de las ruedas sobre la gravilla, lo cual significaba que
mi anfitrión había regresado. Estaba pasando con cierta indolencia las páginas de
un libro de versos —lo recuerdo perfectamente, era El amor basta, de Morris—, en
un rincón del salón, cuando la puerta se abrió de pronto y apareció William Oke en
persona. No entró, sino que me hizo señal de que saliese con él. Había algo en su
cara que me hizo levantarme de un brinco y seguirlo al instante. Estaba
sumamente quieto, incluso rígido, sin mover ni un solo músculo del rostro, pero
muy pálido.
—Tengo que mostrarle algo —dijo, atravesando delante de mí el vestíbulo,
cuyas paredes estaban adornadas con pinturas ancestrales, hasta el espacio
cubierto de gravilla que parecía un foso relleno, donde se erguía el gran roble
ajado, con sus ramas puntiagudas y retorcidas.
Lo seguí por el césped o, mejor dicho, el pedazo de parque que llegaba
hasta la casa. Caminábamos deprisa, él delante, sin intercambiar una sola palabra.
De repente se detuvo, justo donde sobresalía la galería de la habitación amarilla y
sentí que la mano de Oke me agarraba con fuerza el brazo.
—Lo he traído aquí para que vea algo —me susurró con voz ronca; y me
condujo hasta la ventana.
Miré al interior. La habitación, en comparación con el exterior, estaba
bastante oscura; pero, contrastada con la pared amarilla, vi a la señora Oke con su
vestido blanco, sentada a solas en un sofá, con la cabeza ligeramente inclinada
hacia atrás y una enorme rosa en la mano.
—¿Me cree ahora? —me susurró al oído la voz de Oke—. ¿Me cree ahora?
¿Era todo imaginaciones mías? Pero esta vez lo atraparé. He cerrado la puerta con
llave y a fe mía que no escapará.
Aquellas palabras no habían salido de boca de Oke. Me hallé luchando con
él en silencio junto a aquella ventana. Pero logró desasirse, abrió la ventana y saltó
al interior de la habitación, y yo tras él. Al cruzar el vano, algo me deslumbró;
hubo una fuerte detonación, un grito agudo y el golpe sordo de un cuerpo al caer
al suelo.
Oke estaba de pie en el centro de la habitación con una tenue humareda en
torno a él; y a sus pies yacía la señora Oke, con su rubia cabeza apoyada en el
asiento del sofá, mientras se formaba un círculo de color rojo en su blanco vestido.
Tenía la boca crispada, como en aquel alarido automático, pero sus enormes ojos
abiertos parecían sonreír vaga y remotamente.
Perdí la sensación del tiempo. Todo pareció suceder en un segundo, pero un
segundo que duró horas. Oke la miró fijamente; luego se dio media vuelta y se
puso a reír.
—¡Maldito bribón, me ha vuelto a dar esquinazo! —gritó; y abriendo la
puerta con la llave se precipitó afuera de la casa, dando unos espantosos gritos.
Éste es el fin de la historia. Aquella noche, Oke intentó pegarse un tiro, pero
sólo consiguió fracturarse la mandíbula y murió pocos días después, delirando.
Hubo toda clase de investigaciones judiciales, que viví como en un sueño; y de las
cuales resultó que el señor Oke había asesinado a su mujer en un ataque de locura
pasajera. Aquél fue el fin de Alice Oke. A propósito, su doncella me trajo un
medallón que encontraron colgado de su cuello, todo manchado de sangre.
Contenía un mechón de cabello castaño muy oscuro, que no era en absoluto el
color de William Oke. Estoy seguro de que era de Lovelock.
Chica

JAMAICA KINCAID

Lava la ropa blanca el lunes y ponía a secar en las rocas; lava la ropa de
color el martes y tiéndela a secar en las cuerdas; no camines sin sombrero cuando
hay sol fuerte; fríe los buñuelos de calabaza en aceite dulce muy caliente; pon en
remojo tu ropa interior nada más quitártela; cuando compres algodón para hacerte
una bonita blusa, cerciórate de que no tiene goma, porque perdería el apresto
después de la primera lavada; deja en remojo toda la noche el pescado salado antes
de cocinarlo; ¿es cierto que cantas «benna» en la escuela dominical? Come de tal
manera que no revuelvas las tripas a nadie; los domingos intenta caminar como
una dama y no como una zafia, que es en lo que parece que llevas camino de
convertirte; no cantes «benna» en la escuela dominical; no hables con chicos que
parecen ratas del puerto, ni siquiera para dar indicaciones; no comas fruta por la
calle —te seguirían las moscas—; pero si los domingos no canto «benna» y nunca en la
escuela dominical—, así se cose un botón; así se hace un ojal para el botón que acabas
de coser; así se cose un vestido, cuyo dobladillo se ha descosido, evitando parecer
una zafia en que sé que llevas camino de convertirte; así se plancha la camisa de
color caqui de tu padre para que no tenga arrugas; así se planchan los pantalones
color caqui de tu padre para que no tengan arrugas; así se planta el okra: lejos de
casa, porque los árboles de okra albergan hormigas rojas, cuando cultives dasheen
acuérdate de regarla mucho: de lo contrario te picará la garganta cuando la comas;
así se barre un rincón; así se barre una casa entera; así se barre un patio; así se
sonríe a alguien que no te gusta mucho; así se sonríe a alguien que no te gusta
nada; así se sonríe a alguien que te gusta mucho; así se pone la mesa para el té; así
se pone la mesa para la cena; así se pone la mesa para cenar cuando viene un
invitado importante; así se pone la mesa para el almuerzo; así se pone la mesa para
el desayuno; así se comporta una en presencia de hombres que no te conocen muy
bien, y de esta manera no reconocerán de inmediato a la zafia en que te he
advertido podrías convertirte; no dejes de lavarte todos los días, aunque sea con tu
propia saliva; no te agaches a jugar canicas —no eres un chico, ¿sabes?—; no cojas
las flores de la gente: podrías coger algo; no tires piedras a los mirlos, pues podrían
no serlo; así se hace un budín de pan; así se hace doukona; así se hace una buena
sopa de verduras y carne con pimienta; así se prepara una buena medicina para el
resfriado; así se prepara una buena medicina para expulsar al niño antes de que se
convierta en niño; así se pesca; así se devuelve al agua un pez que no te gusta y así
evitas que te ocurra algo malo; así se domina a un hombre; así es como un hombre
te domina a ti; así es como se ama a un hombre, y si no funciona hay otras
maneras, y si no funciona, no te apene el dejarlo correr; así se escupe en el aire si te
apetece y así se aparta uno rápidamente para que no te caiga encima; así se sale al
paso con poco dinero; estruja siempre el pan para asegurarte de que es tierno; pero
¿y si el panadero no me deja tocarlos? ¿quieres decir que después de todo vas a ser
realmente el tipo de mujer a la que el panadero no deja tocar el pan?
Tía Liu

LUO SHU

Aquel día no me despertaron las canciones de los vaqueros cuando llevaban


a sus bueyes ladera arriba, ni uno de los criados al hablar en voz alta a mi madre,
que era dura de oído. Fue una voz extraña y ruda que exclamaba:
—¡Pues sí que ha crecido!
Bastante molesta, abrí los ojos para ver quién había en la habitación. De pie
junto a mi cama había una mujer de mediana edad, andrajosamente vestida, de
cara un tanto chata y picada de viruelas y escaso cabello. Sus labios se separaron en
una espantosa sonrisa sin dientes.
Me pareció haber visto antes aquel rostro feo, carente de atractivo. Pero no
podía situarlo.
La miré con sorpresa y en silencio, tratando de hallar archivado en mi
memoria algún recuerdo de ella.
—Soy tía Liu… Sabía que te habrías olvidado de tía Liu —dijo como si
hubiese leído mis pensamientos—. Han pasado ocho años desde que te vi por
última vez. ¡Y cuánto has crecido! No te habría reconocido si te hubiera visto por la
calle.
—¿Qué? ¿Eres tú tía Liu? ¿La tía Liu que me cuidó?
Salté de la cama, sonrojada de excitación.
Una niña recuerda con facilidad tonterías, pero suele olvidar lo que debería
recordar. ¡Cómo podía haber olvidado a aquella mujer que había sido tan buena
conmigo! ¡Qué criatura ingrata!
Cuando me dirigí hacia ella, retrocedió. Detrás de ella había un escritorio en
el que estudiaba cuando iba a casa los fines de semana. Tropezó con él y volcó el
jarrón de frescas margaritas estivales que había encima. Muy desconcertada,
intentó reparar el daño rápidamente mientras yo hacía lo que podía para detenerla.
—Tú…
Quería decir algo que la hiciera sentir cómoda, pero mi mente también era
un torbellino. No sabía si decir «eras» o «eres». Tal vez lo que quería decirle era:
«¡Estás completamente distinta de como eras!».
Sí, había cambiado mucho. Antes sólo se sentía incómoda en presencia de
mi padre y mi madre. ¿Por qué se comportaba así delante de mí? ¿No era yo la
chiquilla que había amado y cuidado como una madre? No obstante, sabía que si
se hubiese sentado en un taburete y me hubiese ofrecido su regazo, para
canturrearme las baladas que mi madre le había prohibido o contarme
espeluznantes historias que podían dejar marcada una mente tierna, o si me
hubiese pedido que la abrazase y besase su cara picada de viruelas, me habría
negado sin vacilar un instante.
No era culpa suya. Ni mía. El tiempo y los odiosos convencionalismos
habían creado un abismo entre nosotras.
Nos quedamos mirándonos mutuamente, ambas incómodas, en profundo
silencio. Yo sabía que tenía que encontrar algo apropiado que decir. La llegada de
mi madre salvó la situación.
Aquel día estaba de buen humor y sonreía entre dientes cuando entró.
—Menuda anfitriona… ¿Por qué no ofreces asiento a Liu?
Hasta entonces no me había dado cuenta de que yo estaba sentada en mi
cama, mientras que Liu estaba de pie en medio de la habitación.
—Mira, ya es más alta que yo —dijo mi madre. Señalando las trenzas
enrolladas en mi nuca, continuó—: ¡Esto es el último grito entre las alumnas de
enseñanza media! Le sientan bien, ¿verdad?
Liu no había olvidado que, dijera lo que dijese mi madre, ella sólo tenía que
asentir. Pero tal vez ni había oído lo que mi madre había dicho. Sus ojos me
escrutaban de pies a cabeza. ¿Estaría buscando alguna traza de la niña de hacía
ocho años?
—¡Apenas os reconocéis! —dijo mi madre, sonriendo ante el estudio a que
me sometía Liu—. Una ha crecido mientras que la otra está envejeciendo. ¡Cómo
pasa el tiempo! —Luego se dirigió a mí: —Deberías estar contenta. ¿A que nunca
hubieras esperado que Liu apareciese en este valle oculto entre montañas? Debe
haberle costado lo suyo encontrarnos. ¿Te acuerdas del día en que la eché? Te
había comprado un montón de castañas y raíces de loto. La despedí porque era
demasiado aficionada a la bebida.
La crudeza de mi madre me dejó pasmada. ¡Salir con aquello después del
daño que le había hecho a tía Liu!
La mención de las castañas y las raíces de loto me dijo algo. Intenté esquivar
los dos pares de ojos clavados en mí.
Una ráfaga de viento restregó las hojas de palmera contra mi ventana.
Arranqué una y la fui deshilachando y desparramando en el suelo.
De repente se me ocurrió una pregunta.
—¿Cómo has averiguado que nos habíamos venido a vivir a este lugar?
—¡Preguntando! No os habías ido al otro extremo del país; ha sido fácil
encontraros.
Seguía siendo muy franca y directa.
Iba a hacerle más preguntas cuando mi madre mandó que le trajeran una
botella de vino que ofreció a Liu.
—Sé que es lo que más te gusta —dijo—. Ve a tomarte un trago a la cocina.
Es un vino bien curado, así que no te propases. Deja un poco para llevarte a casa y
compartirlo con tu marido.
Cuando se marchó, mi madre me explicó que Liu se había casado con un
hombre que tenía siete décimos de un mu de tierra en las colinas y que trabajaba
acarreando sillas de mano. No recordaba dónde estaba viviendo Liu en aquel
momento pero simpatizaba con aquella desventurada mujer.
Yo sabía muy poco del pasado de Liu. Puede que alguien me lo hubiera
contado, pero no había dejado huella en mí. Mi madre volvió a relatarme toda la
historia.
A los quince años, Liu fue vendida como criada a una rica familia y
obligada con engaños a abandonar su hogar. Una noche que había bebido mucho,
fue violada por su patrón, un hombre de más de cuarenta años. Cuando
descubrieron que estaba embarazada, la echaron de aquella casa de verja negra
flanqueada por dos leones de piedra. El niño nació en un retrete público y murió a
los tres días. Un basurero de buen corazón limpió los gusanos del pequeño
cadáver, lo envolvió en una desgastada estera y lo enterró. Después de aquello, ella
había salido adelante zurciendo y lavando ropa o pidiendo limosna en las afueras
de la ciudad. A veces había vendido avena por los caminos. Al fin, consiguió que
nosotros la aceptásemos de criada. Aquello fue para ella una oportunidad
extraordinaria. ¡Qué bonita le debió de parecer la vida!
Si no hubiera sido tan aficionada a la bebida, mi madre no la habría
despedido.
Aquella afición era su único defecto. Y mi madre era una mujer de gran
corazón, yo lo sabía… Pero recuerdo el día anterior a que Liu se fuese, hace ocho
años.
Era un día de verano, como el de hoy. A lo lejos, se oía retumbar la
tormenta. Yo contemplaba cómo las hormigas amarillas luchaban con las negras
debajo del árbol de Judas. Tras la cortina de bambú de la puerta, mi madre hablaba
con una mujer y su voz parecía enojada.
En aquel momento entraba Liu por la verja. A primera vista podía
adivinarse que había estado bebiendo otra vez. Llevaba en la mano dos gruesas y
blancas raíces de loto y un paquete envuelto en hojas de loto. La jarra que le
colgaba del brazo contenía sin duda vino de arroz.
Dándome el paquete, me dijo:
—Te he traído algo bueno. Cómete primero las castañas de agua, mientras
yo lavo las raíces de loto y te las corto en rodajas.
Mi madre me dijo que no me comiera las castañas.
Cuando volvió Liu con una bandeja para mí, la mujer que había estado
hablando con mi madre se precipitó hacia ella, la golpeó en la frente y le dijo con
ferocidad:
—Estás despedida. Recoge tus cosas y busca otro trabajo. He hecho todo lo
que he podido para ayudarte, pero tú no te esfuerzas por mejorar. ¡Nunca dejas de
beber ese apestoso licor amarillo! Tú te lo has buscado.
Liu no dijo nada; simplemente me urgió a que me comiese las raíces de loto.
No pude hacer otra cosa que aceptar la bandeja, que ofrecí a mi madre. Ella
estaba bordando una funda de almohada de seda blanca. La colorida flor hacía que
su rostro enojado pareciese mucho más severo de lo normal. Estampó el plato en
una mesa y me dirigió una mirada de hielo. Aunque no me echaba ninguna culpa
yo ya estaba temblando. Más por Liu que por mí misma.
Aquella noche, a la hora de cenar, Liu no nos sirvió, y lo extraño fue que mi
madre tampoco mandó a buscarla.
En cuanto mi madre volvió la espalda, me escabullí a la cocina. La puerta
estaba cerrada. No me atreví a llamar. Mirando por una grieta, llamé a Liu en voz
baja.
Todos los criados estaban sentados a la mesa, con una copa de vino cada
uno. La jarra que había traído Liu estaba en el centro. Comían y bebían
alegremente, ignorando que al otro lado de la puerta había una niña mirando con
enorme afecto a uno de ellos. Liu tenía la cara colorada, la blusa abierta mostrando
el cuello y las mangas arremangadas hasta arriba. Era la primera vez que la veía en
aquel estado y me desconcertó su extraña conducta. Más tarde caí en la cuenta de
que como ya no iba a comer nuestro arroz sentía que podía relajarse. ¡Al diablo con
las reglas que la habían atado durante tres años enteros! Haría lo que le viniera en
gana la víspera de su partida.
—Di a alguien que vaya a hablar con la señora. Puede que te deje quedarte
—sugirió uno de ellos.
—Cuando trabajas para otros, tienes que hacer lo que te mandan.
—No hace falta. No tiene sentido intentar quedarte donde no eres querida.
Los criados tienen un pie dentro y otro fuera. Puedes entrar si las cosas van bien y
salir si no. Si una familia no te quiere, vete a otra. Con un par de manos y de pies,
puedes ganarte la vida en cualquier parte. Ya he mendigado mi sustento otras
veces, ¿a qué debo tener miedo?
Temiendo que mi madre me estuviese buscando, volví corriendo y tiré del
borde de su chaquetilla.
—¿Qué quieres? —preguntó ella.
—¡Madre!… ¡Tía Liu!… —tuve que repetir un par de veces para que me
entendiese.
—Le he dicho que se marche mañana. No quiero dejarte en manos de una
mujer como ella. Encontraré otra persona que te cuide, alguien bueno. —Luego,
comentó como dirigiéndose a sí misma: —De hecho, es una criatura buena y
honrada. El único problema es lo mucho que bebe. Lo siento por ella, aunque… le
perdonaré lo que nos debe; le daré una paga extraordinaria y un traje.
A la mañana siguiente, cuando me levanté, Liu se había ido. Y desde
entonces habían pasado ocho años.
Jamás hubiera soñado que vendría a vernos. Me sentía agradablemente
sorprendida y un tanto conmovida.
Si mi madre no la hubiera despedido, no habría llegado a tener aquel
aspecto sucio y demacrado. Pero no podía echarle toda la culpa a mi madre.
Esperaba que mi madre la dejara quedarse con nosotros.
Cuando Liu volvió de comer le pregunté:
—¿Has comido bastante?
—Una comida buenísima, gracias. Hacía dos años que no comía arroz
blanco.
—¿Cómo te va la vida?
—Bueno, me las arreglo de una u otra forma. Que te vaya bien o mal es lo
mismo. Aunque no te vaya bien tienes que seguir viviendo.
Me quedé callada un instante y luego le expliqué:
—Me refiero a si tienes bastante para comer.
—¡Claro que no! Apenas trae a casa lo justo para alimentarse él. Yo vivo en
aquel trozo de tierra que tenemos en las colinas. Para salir adelante recojo leña
todos los días. Cuando no hay leña, a veces trabajo como culí. Puedo llevar un peso
de setenta u ochenta cattys.
—¿Es bueno contigo tu marido?
—No está mal… Desde que te dejé he tenido tres hombres. Todos me
pegaban. Cuando vi que perdía terreno con el último, me escapé y me casé con
éste…
—¿Te pega? —le pregunté enseguida.
—¿Tú qué crees? ¡Todos los hombres pegan a sus mujeres! —Me sonrió
como diciendo: «¿Acaso tu padre no le pega también a tu madre?», y luego añadió:
—Siempre puedo escaparme cuando se excede o cuando no aguanto más.
Estaba oscureciendo y parecía ansiosa por marchar.
—Está anocheciendo y amenaza lluvia. Tengo que caminar todavía cinco li.
Voy a criar dos orondas gallinas para cuando vuelva; quiero que tú y la señora
vengáis a comer en otoño, cuando haga más fresco. —Sacudió la cabeza. —Pero mi
casa no es mejor que una pocilga… No vendréis.
—Quédate un poco más. Tengo algo más que preguntarte. ¿Vas a seguir
así? ¿Por qué no buscas un trabajo?
—¿Qué trabajo voy a encontrar? Ni siquiera tu familia quiere una mendiga
como yo. Además, me he habituado al estado salvaje y mis manos son demasiado
ásperas para hacer trabajos delicados. Es mejor así… Hay que tomar la vida como
viene. Después de todo, no me moriré de hambre.
Yo no tenía nada más que decir.
Incapaz de retenerla por más tiempo, mi madre le dio un celemín de arroz
blanco y el resto de la botella de vino.
Al poco tiempo fui a estudiar a la capital de provincia. Mi madre nunca me
dijo si visitó a Liu o si comió las rollizas gallinas especialmente criadas para
nosotras.
Cuando fui a casa el año siguiente, me dijeron que Liu había vuelto a dejar a
su marido. Nadie sabía dónde había ido a parar.
Creo que sigue viva y con todo mi corazón le deseo toda clase de bienes,
porque comprende lo que es la vida.
Notas sobre las autoras

AMA ATA AIDO (1942). Dramaturga, escritora de ficción y maestra, nacida


en Costa de Oro antes de que se convirtiera en Ghana; ahora vive a caballo entre
África oriental y África occidental, Europa y los Estados Unidos como especialista
y catedrática visitante. «Las ciruelas» forma parte de sus memorias ficticias o
conjunto de meditaciones, Our Sister Killjoy: Reflections from a Black-Eyed Squint,
publicadas en 1977. Su recopilación de historias breves, No Sweetness Here, se
publicó en 1970.
DJUNA BARNES (1892-1982). Hija de madre escritora y padre pintor, Djuna
Barnes nació en el ambiente bohemio de la Nueva York de finales de siglo, y ella
misma llegó a ser escritora e ilustradora. «La tierra» es una historia de su primera
época, cuando trabajaba de editorialista en el Daily Eagle de Brooklyn entre 1913 y
1919. Viajó a París en 1919 con cartas de recomendación para Ezra Pound y James
Joyce. Su novela, El bosque de la noche, publicada en 1936, es un auténtico clásico
moderno.
JANE BOWLES (1917-1973). Nacida en Nueva York, en 1947 se estableció de
forma más o menos permanente en Tánger con su marido, el escritor y compositor
Paul Bowles. Entre sus trabajos figuran una novela, Two Serious Ladies, una obra de
teatro, In the Summerhouse, y relatos breves, algunos de los cuales se recopilaron en
el libro Placeres sencillos, del que se ha tomado «Idilio en Guatemala». Su literatura
se caracteriza por su exotismo, sorpresa y desencanto. A los cuarenta años sufrió
una hemorragia cerebral y dejó de escribir; falleció en Málaga, en 1973. Al igual
que Djuna Barnes, su ficción demuestra cómo determinadas escritoras se
apropiaron de la alienación del modernismo para expresar algunos aspectos de la
vida de las mujeres.
LEONORA CARRINGTON (1917). Pintora y escritora. Nació en Lancashire
y vive y trabaja en México y Nueva York. Escribió sus primeras historias, entre las
que figura «La debutante», en francés a partir de los veinte años, época en la que se
relacionó muy de cerca con los surrealistas. Dentro de su obra se halla uno de los
relatos más impresionantes de una experiencia de locura, Down There (1940).
ANGELA CARTER (1940). Novelista, escritora de relatos breves, guionista
y periodista. Nació en Inglaterra, pero ha vivido en Japón, Australia y Estados
Unidos durante breves períodos. Su novela más larga es Nights at the Circus (1984).
«Los amoríos de lady Purple» pertenece a la segunda de sus tres recopilaciones de
cuentos, Fireworks (1974).
ANDRÉE CHEDID (1929). Nacida en Egipto, ha vivido principalmente en
Francia desde 1946, aunque se licenció en la Universidad Americana de El Cairo.
Escribe en francés y ha publicado poesías y ficción. En 1975 recibió el Gran Premio
de la Academia Belga; en 1976, el Premio Mallarmé; y en 1979, el Premio Goncourt.
COLETTE (1873-1954). Una de las grandes escritoras de este siglo, Colette
(nacida Sidonie Gabrielle Colette, en Borgoña) fue novelista, autora de relatos
breves, periodista, cosmetóloga, artista de variedades, actriz…, una mujer que forjó
toda una identidad literaria a partir de su «conocimiento de la vida» y una ficción
partiendo de su amplia gama de experiencias del mundo. Su obra compilada
alcanza los quince volúmenes. Fue la primera mujer presidenta de la Academia
Goncourt, y cuando murió se la honró con un funeral público. «La luna de lluvia»
es la historia principal de una colección publicada en 1954; en ella, la propia Colette
aparece en el papel de escritora.
GEORGE EGERTON (1859-1945). Su nombre auténtico era Mary Chavelita
Dunne; nacida en Australia, su infancia nómada fue seguida por una vida en
Nueva York, Londres y Noruega, donde entró en contacto con el crudo realismo de
la obra de Ibsen y Strindberg y conoció y recibió la influencia de Knut Hamsun. En
1893 publicó un volumen de historias breves, Keynotes, al que siguió un segundo,
Discords, el siguiente año, al que pertenece «Contrato matrimonial». La honestidad
sexual y emocional de sus relatos conserva toda su fuerza y sigue impresionando.
ROCKY (RAQUEL) GÁMEZ. Nació y se crió en el valle de Río Grande,
Texas. En la actualidad, vive y trabaja en el área de la bahía de San Francisco. Sus
historias breves aparecen en la antología: Cuentos: Stories By Latinas (Nueva York,
1983).
BESSIE HEAD (1937-1986). Bessie Head se marchó de Sudáfrica, donde
había nacido, para vivir el resto de su vida en Botswana; en palabras de ella,
regresó al «África antigua». En su novela, A Question of Power (1973), se reflejan las
trágicas circunstancias de su vida, hija de la unión ilícita de madre blanca y padre
negro, educada en instituciones, sufriendo en su carne toda la fuerza del apartheid.
La historia de «Life» pertenece a su recopilación de historias de la vida aldeana de
su país de adopción, The Collector of Treasures (1977). Es la mejor de todas las
escritoras surgidas de Sudáfrica y, vergonzosamente, muy poco conocida en Gran
Bretaña.
ELIZABETH JOLLEY (1923). Hija de madre vienesa y padre inglés, fue
educada en alemán en la región inglesa de los Midlands. En 1959 se trasladó a
Australia oriental con su marido y sus tres hijos. Se dedica a cultivar un pequeño
huerto y a criar ocas, mientras dirige seminarios de literatura en prisiones y centros
comunitarios. En los últimos diez años ha publicado gran número de novelas —
entre las que figuran Mr. Scobie’s Riddle y Miss Peahody’s Inheritance— y muchos
relatos breves que la han hecho merecedora de una fama internacional con
extraordinaria rapidez.
JAMAICA KINCAID (1941). Nacida en San Juan, Antigua, vive en la
actualidad en Nueva York, donde es escritora de plantilla de la revista New Yorker.
Ha publicado una novela y una recopilación de cuentos cortos, At the Bottom of the
River.
VERNON LEE (1856-1935). Su nombre auténtico era Violet Paget; novelista,
escritora de cuentos cortos y ensayista, con una habilidad especial para lo
sobrenatural y lo grotesco; una persona original. Como a muchos de su generación,
le encantaba Italia y pasó gran parte de su vida en aquel país. En una carta,
describe sucintamente el «amor de hombre» como «adquisitivo, posesivo y brutal».
KATHERINE MANSFIELD (1888-1923). Nacida en Wellington, Nueva
Zelanda, fue a vivir a Londres en 1908. Hizo frecuentes viajes a Europa y murió de
tuberculosis en Francia después de una larga enfermedad. Convirtió el relato breve
en el instrumento perfecto para el reflejo de la sensibilidad. Sus historias han sido
recopiladas en un volumen publicado por Oxford University Press en una edición
definitiva.
SUNITI NAMJOSHI (1941). Nacida en la India, en la actualidad Suniti
Namjoshi es profesora en el Departamento de Inglés de la Universidad de Toronto.
Ha publicado poesías, fábulas, artículos y reseñas en revistas literarias y en
publicaciones de estudios sobre la mujer, en India, Canadá, Estados Unidos y Gran
Bretaña. Su novela, The Conversations of Cow, fue publicada en 1985. Estas tres
fábulas pertenecen a Feminist Fables, publicado en 1981; en su obra se compagina la
ligereza de forma con la seriedad del fondo.
GRACE PALEY (1922). Descendiente de judíos rusos emigrados, su obra es
el producto puro de la ciudad de Nueva York. Debido a su convicción declarada
de que «El arte es largo, pero la vida es corta», sólo ha escrito tres reducidos
volúmenes de relatos durante los últimos treinta años: The Little Disturbances of
Man (1959), Enormous Changes at the Last Minute (1974) y Later the Same Day (1985).
Éstos han bastado para calificarla como una de las escritoras de ficción más
importantes de Norteamérica, aunque es posible que la obra de Grace Paley en el
movimiento de protesta contra la participación norteamericana en Vietnam en los
años sesenta y su actividad actual en el movimiento antinuclear parezcan más
importantes en términos humanos; y además, ¿qué sentido tiene escribir historias
si no queda nadie para leerlas?
LUO SHU (1903-1938). Nacida en la provincia de Sichuan, fue a estudiar a
Francia en 1929, y regresó a China cuatro años después, donde tradujo al chino
obras de Romain Rolland y otros, antes de empezar a escribir ficción. Su primera
obra, Twice-Married Worrum, se publicó en 1936. En 1937 empezó a trabajar en una
novela que describía la vida de los trabajadores en las minas de sal, pero murió de
parto un año después.
FRANCES TOWERS nació en Calcuta, India, pero creció en Inglaterra.
Trabajó primero para el Bank of England y luego como maestra. Murió el día de
Año Nuevo de 1948, y sus cuentos breves fueron compilados y publicados al año
siguiente con el título de uno de ellos: Tea With Mr Rochester.
Agradecimientos

Los editores agradecen la autorización para reproducir los siguientes


relatos:
«The Last Crop» de Woman in a Lampshade, Elizabeht Jolley, publicado por
Penguin Books Australia Ltd.; «La debutante» de La débutante, contes et pièces,
Leonora Carrington, publicado por Flammarion, Francia; «The Gloria Stories» de
Cuentos, Rocky Gámez, publicado por Kitchen Table Press, USA; «Life» de The
Collector of Treasures, Bessie Head, publicado por Heinemann Educational Books
Ltd., Londres; «A Guatemalan Idyll» de Plain Pleasures, Jane Bowles, publicado por
Peter Owen Ltd., Londres y también en The Collected works of Jane Bowles, copyright
© 1946, 1949, 1966 de Jane Bowles, publicado por Farrar Straus and Giroux Inc.,
USA; «The Young Girl» de The Collected Katherine Mansfield, Katherine Mansfield;
«Case History», «A Room of His Own» y «Legend» de Feminist Fables, Suniti
Namjoshi, publicado por Sheba, Londres; «La lune de pluie» de Chambre d'hôtel,
Colette, publicado por Arthème Fayard, París; «Wedlock» de Keynotes and Discords,
George Eferton, publicado por Virago Press Ltd., Londres; «Violet» de Tea with Mr
Rocbester and Other Stories, Frances Towers, publicado por John Johnson Ltd.,
Londres; «The Plums» de Our Sister Killjdy, Ama Ata Aidoo, publicado por
Longman Group Ltd., Harlow, Reino Unido; «A Woman Young and Old» de The
Little Disturbances of Man, Grace Paley, publicado por Virago Press Ltd., Londres y
Viking Penguin Inc., USA; «La longue attente» de Les corps et le temps, Andrée
Chedid, publicado por Flammarion, France; «The Loves of Lady Purple» de
Fireworks, Angela Carter; «The Earth» de Smoke and Other Early Stories, Djuna
Barnes, publicado por Virago Press Ltd., Londres y Sun & Moon Press, USA; «Oke
of Okehust» de Hauntings, Veron Lee; «Girl» de At the Bottom of the River, Jamaica
Kincaid, copyright© 1978, 1979,1982,1983 de Jamaica Kincaid, publicado por Pan
Books Ltd., Londres y Farrar Straus and Giroux, Inc., USA; «Ajunt Liu», traducido
al inglés por Yu Fangin, de Stories from the Thirties, Luo Sho, publicado por Panda
Books, China.
Se han hecho todos los esfuerzos posibles por localizar a los propietarios de
los derechos de todo el material incluido en este libro. La autora se disculpa si ha
habido alguna omisión y ruega que en ese caso se pongan en contacto con los
editores, para subsanarla.
V.1 septiembre 2014

Epub editado por Sagitario


Notas

[1]
Este relato fue originalmente escrito en francés. (N. del t.)<<
[2]
Mercado donde se venden objetos de ocasión. (N. del t.)<<
[3]
Se refiere a la página impar, de la derecha, blanco de cortesía al comienzo
de un capítulo. (N. del t.)<<
[4]
En inglés, sister. (N. del t.)<<
[*]
Se ha respetado la particular forma de escribir de esta autora, secciones en
prosa interrumpidos por versículos. (N. de edición.)<<

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