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Carter Angela - Niñas Malas Mujeres Perversas
Carter Angela - Niñas Malas Mujeres Perversas
Angela Carter
EDHASA
Título original:
Traducciones de:
© Edhasa, 1989
ISBN: 84-350-1329-4
Impreso en España
Printed in Spain
Introducción
ANGELA CARTER
ELIZABETH JOLLEY
LEONORA CARRINGTON
ROCKY GÁMEZ
Todas las niñas sueñan con ser algo cuando sean mayores. A veces, estas
aspiraciones son totalmente ridículas, pero por proceder de la mente de una niña
se perdonan y, con el tiempo, se olvidan. Son los pequeños sueños normales de los
que la vida bebe su sustancia. Todo el mundo ha aspirado a ser algo en uno u otro
momento, y muchas de nosotras hemos deseado ser muchas cosas. Recuerdo que
deseaba con tal intensidad ser monaguillo que cada vez que me encontraba delante
de una imagen hacía una reverencia, ya estuviera en una iglesia o en una casa
particular. Cuando esta aspiración quedó olvidada, quise ser un piloto kamikaze
para estrellarme contra la iglesia que no permitía que las niñas ayudasen en el
altar. Tras lo cual viví una gran transición: quise ser enfermera, luego doctor, más
tarde bailarina de variedades, y por último elegí ser maestra de escuela. Todo lo
anterior obtuvo su perdón y quedó en el olvido.
Por el contrario, mi amiga Gloria nunca fue más allá de desear una cosa y
sólo una: quería ser un hombre. Mucho después de que yo me marchara a estudiar
a la universidad para aprender los enredos de ser educadora, mi hermana pequeña
me escribió unas cartas largas y alarmantes en las que me contaba que había visto a
Gloria a toda velocidad por la calle en un antiguo Plymouth, tocando la bocina a
todas las chicas que paseaban por la acera. En una carta me decía que la había
distinguido en la oscuridad de un teatro manoseando a otra chica. En otra, me
decía que había visto a Gloria saliendo de una taberna con una prostituta de cada
brazo. Pero lo más molesto fue cuando me contó que había visto a Gloria en una de
esas tiendas que abren de siete a once, con un corte de pelo masculino y lo que,
según parecía, eran unos polvos oscuros a ambos lados de la cara que imitaban una
barba.
Rápidamente me senté a escribirle una carta en la que le manifestaba mi
preocupación y cuestionaba su cordura. Una semana más tarde recibí de ella una
abultada carta. Decía así:
Querida Rocky:
Aquí me tienes, lápiz en mano para saludarte y esperando que goces de una
inmejorable salud, tanto física como mental. En cuanto a mí, estoy bien, gracias a Dios
Todopoderoso.
El tiempo en el valle es una mierda. Como seguramente habrás leído o escuchado
por la radio, hemos tenido un huracán llamado Camille, un verdadero asesino que ha dejado
a muchas familias sin techo. Nuestra casa sigue en pie, pero el valle parece Venecia sin
góndolas. Como las calles están inundadas, no puedo ir a ningún lado. Mi pobre coche está
sumergido, pero está bien. Creo que el buen Dios nos envió una tormenta asesina para que
me quedara en casa sentada y pensara seriamente en mi vida, que es lo que he estado
haciendo estos tres últimos días.
Tienes razón, mi más querida amiga, ya no soy una niña. Ya es hora de que empiece
a pensar qué hago con mi vida. Desde que te marchaste para trabajar en la escuela, he
estado saliendo con una chica llamada Rosita, y ahora le he pedido que se case conmigo. No
está bien andar por ahí jodiendo sin las bendiciones de Dios. En cuanto pueda utilizar el
coche veré qué puedo hacer.
Tu hermana está en lo cierto; he estado saliendo con prostitutas, pero ahora que he
conocido a Rosita, todo va a cambiar. Quiero ser un marido digno de su respeto, y cuando
tengamos hijos, no quiero que piensen que su padre fue un borracho inútil.
Puede que pienses que estoy loca al hablar de ser padre, pero, de veras, Rocky, creo
que puedo. Nunca te he hablado de algo tan personal como lo que voy a decirte, pero,
créeme, es verdad. Cada vez que hago tú ya sabes qué, soy como un hombre. Ya sé que estás
riéndote en este momento, pero, Rocky, es la pura y santa verdad. Si no me crees, te lo
enseñaré algún día. De todas formas, no falta mucho para que vengas para las Navidades.
Te lo mostraré y te prometo que no te reirás ni me llamarás idiota como siempre.
Mientras tanto, como ahora estás cerca de la biblioteca de la universidad, puedes ir
y comprobarlo por ti misma. Una mujer puede ser padre si la naturaleza le ha dado
suficiente semen como para penetrar a una mujer. Apuesto a que no lo sabías. Lo que
demuestra que no hace falta ir a la universidad para saberlo todo.
La sombra que tu hermana vio en mi cara no es carbón ni nada que yo me
restregara en la cara para que pareciera una barba. Es de verdad. A las mujeres también les
puede crecer la barba, si se afeitan todos los días para estimularla. Me importa un bledo que
tú o tu hermana penséis que es ridículo. A mí me gusta, y a Rosita también. Dice que estoy
empezando a parecerme a Sal Mineo. ¿Sabes quién es?
Bueno, Rocky, creo que por esta vez termino aquí. No te sorprendas si Rosita está
embarazada cuando vengas en Navidad. Tendré una caja entera de Lone Star para mí y
una de Pearl para ti. Hasta entonces, se despide tu mejor amiga.
Un abrazo, Gloria.
Aquellas Navidades no fui a casa. Sufrí un grave accidente de automóvil
con un amigo mío poco antes de las vacaciones y tuve que quedarme en el
hospital. Mientras estaba en traumatología, con casi todos los huesos de mi cuerpo
hechos añicos, una de las enfermeras me trajo una carta de Gloria. Ni siquiera
podía abrir el sobre para leerla y, como creía estar al borde de la muerte, no me
importó que la enfermera me la leyese. Si aquella carta contenía algún dato que
pudiera impresionar a la enfermera, tampoco me importaba. La muerte es hermosa
en la medida en que concede absolución, y, una vez que se ha dado el último
suspiro, todos los pecadillos son perdonados.
—Sí —le dije a la respetable enfermera—, puede leerme la carta.
Aquella mujer de mirada severa encontró un rincón cómodo a los pies de
mi cama y, ajustándose las gafas en su enorme nariz, empezó a leer.
Querida Rocky:
Aquí me tienes, lápiz en mano, para saludarte y esperando que goces de una
inmejorable salud tanto física como mental. En cuanto a mí, estoy bien, gracias a Dios
Todopoderoso.
La enfermera hizo una pausa para mirarme y sonrió maternalmente.
—¡Oh, parece una persona muy dulce!
Asentí.
El tiempo en el valle es una mierda. Ha estado lloviendo desde el día de Acción de
Gracias y ya casi estamos a finales de diciembre y sigue lloviendo. En lugar de crecerme un
pene, creo que me va a salir una cola, como un renacuajo. ¡Je, je, je!
La respetable enfermera se sonrojó un poco y carraspeó.
—Qué gráfico, ¿no?
Yo volví a asentir.
Bueno, Rocky, no hay muchas novedades en esta gilipollez de ciudad, aparte de que
Rosita y yo nos hemos casado. Sí, lo has oído bien, me he casado. Nos casamos en la iglesia
de Santa Margarita, pero no fue el tipo de boda que seguramente te estarás imaginando.
Rosita no iba vestida de blanco y yo no llevaba un esmoquin, como me hubiera gustado.
La enfermera arrugó tanto la frente que le aparecieron dos profundos
surcos. Cogió el sobre y lo dio vuelta para ver el remitente, y luego reanudó la
carta con la expresión más estupefacta que he visto en mi vida.
Deja que te lo explique. Desde la última vez que te escribí, fui a hablar con el cura
de mi parroquia y le confesé lo que era. Al principio se mostró muy comprensivo y dijo que
fuera lo que fuese, seguía siendo una hija de Dios. Me animó a ir a misa todos los domingos
y hasta me dio una caja de sobres para entregar mi limosna semanal. Pero luego, cuando le
pedí si podía casarme con Rosita en su iglesia, casi me echó a la calle.
La enfermera sacudió despacio la cabeza y su rostro se contrajo
intensamente. Quería decirle que no leyese más, pero mis mandíbulas estaban
como inmovilizadas por un cerco de hierro y no podía emitir ningún sonido
inteligible. Ella interpretó mis esfuerzos como un gemido y continuó leyendo
mientras se sonrojaba más y más.
Me dijo que no sólo era una aberración a los ojos de Dios, sino también una locura a
los ojos del Hombre. ¿Te das cuenta? Primero me dice que soy una hija de Dios; luego,
cuando quiero hacer lo que la Iglesia ordena en su séptimo sacramento, soy una aberración.
Te digo una cosa, Rocky: cuanto más vieja me hago, más confusa estoy.
Pero déjame continuar de todos modos. Esto no me desanimó en lo más mínimo. Me
dije a mí misma: Gloria, no dejes que nadie te diga que no eres hija de Dios, aunque seas un
poco rara. ¡Eres hija de Dios! Y tienes todo el derecho a contraer matrimonio por la Iglesia
y que tu Padre del Cielo santifique la clase de amor que desees elegir.
La enfermera sacó un pañuelito blanco y se secó la frente y la parte superior
del labio.
Así que, mientras iba camino a casa después de que me hubieran hecho sentir como
una miserable, o lo que aberración signifique, se me ocurrió una brillante idea. Y ahora
viene lo que sucedió. Un chico que trabaja en el mismo matadero que yo me invitó a su
boda. Rosita y yo asistimos a la ceremonia religiosa, que se celebró en tu ciudad natal, y nos
sentamos tan cerca como pudimos de la balaustrada del altar, lo bastante cerca para oír lo
que decía el sacerdote. Simulamos que ella era la novia y yo el novio arrodillados ante el
altar. Cuando llegó el momento de pronunciar las promesas del matrimonio, lo hicimos las
dos, mentalmente, claro, para que nadie pudiera oímos y escandalizarse. Hicimos paso a
paso lo mismo que mi amigo y su novia, salvo besamos, pero hasta deslicé un anillo en el
dedo de Rosita, diciendo con el pensamiento: «Yo te entrego este anillo en prueba de mi
amor y mi fidelidad».
Todo fue como de verdad, Rocky, excepto que no íbamos vestidas para la ocasión.
Pero las dos estábamos elegantes. Rosita llevaba un precioso vestido moteado de color lila,
de tela suiza, que me costó 5,98 dólares en J. C. Penny. No quise gastarme tanto dinero en
mí, porque Dios sabe el tiempo que pasará hasta que vuelva a ponerme un vestido, así que
fui a casa de una de tus hermanas, la gorda, y le pedí si me podía prestar una falda. Estaba
tan contenta de saber que iba a ir a la iglesia que me abrió su armario y me dejó elegir lo
que quisiera. Escogí algo sencillo: una falda negra con un perrito de aguas monísimo en un
costado. Y luego hasta me rizó el pelo y me peinó. La próxima vez que me veas estarás de
acuerdo en que me parezco a Sal Mineo.
La enfermera dobló la carta con parsimonia, la volvió a meter en el sobre, y,
sin decir palabra, desapareció de la habitación, sin dejar tras ella más que el eco de
sus pasos apresurados.
Cuando salí del hospital, volví al valle a recuperarme de las heridas del
accidente. Gloria estaba muy contenta de que no regresara a la universidad para el
segundo semestre. Aunque no me sentía precisamente en condiciones de seguir su
ritmo de actividad, por lo menos podía servirle de oyente en aquel breve período
de felicidad que vivía con Rosita.
Digo breve porque, pocos meses después de casarse, Rosita anunció a
Gloria que estaba embarazada. Gloria la llevó al médico de inmediato y, cuando se
confirmó el embarazo, vinieron a toda velocidad en su coche recién comprado para
que fuera la primera en saber la noticia.
Gloria tocó la bocina desde afuera y yo salí de la casa cojeando. No había
visto a Rosita hasta aquel día. Era menuda y de aspecto dulce; tenía el cabello
castaño claro y sonreía permanentemente. Un poco torpe en su manera de
expresarse, pero para Gloria, que no era precisamente un dechado de brillantez,
estaba bien.
Aquel día, Gloria era toda sonrisas. Su rostro de tez oscura estaba radiante
de felicidad. Incluso fumaba un puro colocado en una comisura de la boca y
agarrado con los dientes.
—¿No te dije en una de mis cartas que podía hacerse? ¡Vamos a tener un
hijo! —dijo, sonriendo.
—¡Venga, Gloria, no te enrolles! —me reí yo.
—¿Crees que estoy bromeando?
—¡Sé que estás bromeando!
Se inclinó hacia Rosita, que estaba sentada al lado del asiento del conductor,
me agarró la mano y la apoyó sobre el estómago de ella.
—¡Aquí está la prueba!
—Oh, mierda, Gloria. ¡No te creo!
Rosita se volvió y me miró, pero sin sonreír.
—¿Por qué no le crees? —quiso saber.
—Porque es biológicamente imposible. Es… absurdo.
—¿Estás tratando de decir que es una locura que yo tenga un hijo?
Sacudí la cabeza.
—No, no es eso lo que quiero decir.
Rosita adoptó una actitud defensiva. Yo me aparté del coche y me apoyé en
mis muletas, sin saber cómo reaccionar frente a aquella mujer a quien ni siquiera
conocía. Ella empezó a hablar intentando hacerme tragar toda esa sarta de
estupideces acerca de las secreciones vaginales que pueden ser tan potentes como
la eyaculación del hombre y tener la capacidad de engendrar un hijo. Yo me callé
de inmediato y la dejé hablar a sus anchas. Cuando terminó su perorata,
persuadida de que me había convencido por completo, Gloria sonrió con expresión
triunfante y me preguntó:
—¿Qué tienes que decir ahora, Rocky?
Moví la cabeza lentamente a uno y otro lado.
—No sé, la verdad es que no lo sé. Una de dos: o tu mujer está chalada o es
una maldita embustera. En cualquier caso, me da un miedo tremendo.
—Vigila tu lenguaje, Rocky —espetó Gloria—. Estás hablando con mi
mujer.
Me disculpé y di una excusa para volver a casa. Pero, de alguna manera,
Gloria se dio cuenta de que algo me rondaba por la cabeza cuando me alejé
cojeando. Dejó a Rosita en casa y, en menos de una hora, ya había vuelto y tocaba
la bocina desde afuera. Llevaba un paquete de seis cervezas.
—De acuerdo, Rocky; ahora que estamos solas, dime lo que te ronda por la
cabeza.
Me encogí de hombros.
—¿Qué quieres que te diga? Ya estás convencida de que está embarazada.
—¡Lo está! —me aclaró Gloria—. El doctor Long me lo ha confirmado.
—Sí, pero no es eso lo que estoy intentando decirte.
—¿Qué estás intentando decirme?
—Espera que vaya a casa y traiga mi libro de biología. Hay un capítulo
sobre la reproducción humana que quisiera explicarte.
—Bueno, de acuerdo. Pero más te vale que me convenzas, porque, de lo
contrario, te voy a hacer saltar las muletas de una paliza. No me gustó que
llamases embustera a Rosita.
Después de explicarle a Gloria por qué era biológicamente imposible que
hubiera dejado embarazada a Rosita, estuvo pensando en silencio durante un buen
rato mientras se bebía casi todas las cervezas que había traído. Al ver que una
gruesa lágrima le surcaba la mejilla, me entraron ganas de utilizar una de mis
muletas para golpearme. Pero, al mismo tiempo, me dije a mí misma: «¿Para qué
sirven los amigos sino para avisarnos cuando nos comportamos como idiotas?».
Gloria puso en marcha el coche.
—Muy bien, Rocky. ¡Largo de mi coche! Se me podría haber ocurrido algo
mejor que venir perdiendo el culo para decirte que me había sucedido algo bueno
en la vida. Desde que te conozco no has hecho otra cosa que estropearme la vida.
¡Largo! Tal como me siento ahora, podría partirte una de esas muletas en tu
escuálido culo, pero prefiero ir a casa y matar a esa jodida Rosita.
—¡Oh, Gloria, no lo hagas! Irás a la cárcel. Hacer niños no es la cosa más
importante del mundo. Lo importante es intentarlo. Y piensa en lo divertido que es
si lo comparas con ir a la silla eléctrica.
—¡Sal de este coche, ahora!
La obedecí.
Life
BESSIE HEAD
JANE BOWLES
KATHERINE MANSFIELD
Con el vestidito azul, los pómulos ligeramente sonrosados, sus ojos azules
azules, y los rizos dorados recogidos como si se los hubiesen sujetado por primera
vez —recogidos como para que no la molestasen cuando alzase el vuelo—, la hija
de la señora Raddick parecía que acabase de descender del radiante firmamento.
La mirada tímida, ligeramente sorprendida y profundamente admirada de la
señora Raddick parecía confirmarlo; pero su hija no estaba demasiado
entusiasmada —¿por qué iba a estarlo?— de haber ido a parar a la escalinata del
casino. Era lógico, se aburría: estaba aburrida como si el cielo se hallase repleto de
casinos con santos viejos y catarrosos como croupiers y coronas con las que jugar.
—¿Seguro que no le importa llevarse a Hennie? —dijo la señora Raddick—.
¿De veras? Ahí está el coche, pueden ir a tomar el té y nos volveremos a encontrar
aquí mismo, en este mismísimo escalón, dentro de una hora, ¿de acuerdo? ¿Ve?, a
mí me gustaría que pudiese entrar. No ha estado nunca y vale la pena verlo. Me
parece de simple justicia.
—Oh, calla de una vez, mamá —dijo la muchacha, hastiada—. Anda,
vamos. No hables tanto y vámonos. Además llevas el bolso abierto; vas a volver a
perder todo el dinero.
—Lo siento, hijita —dijo la señora Raddick.
—¡Oh, entremos, venga! Quiero ganar dinero —dijo aquella voz impaciente
—. A ti todo te va bien… ¡pero yo no tengo ni cinco!
—Toma…, coge cincuenta francos, hija, ¡coge cien!
Y vi cómo la señora Raddick apretujaba unos billetes en su mano mientras
pasaban por las puertas giratorias.
Hennie y yo permanecimos unos instantes en las escaleras, contemplando a
la gente. Tenía una sonrisa anchurosa, encantadora.
—Mira —dijo—, allí va un bulldog inglés. ¿Permiten entrar con perros aquí?
—No, está prohibido.
—Es un perrazo de pelotas, ¿eh? Ojalá tuviese yo uno. Son la mar de
divertidos. Asustan a todo el mundo, pero nunca son muy fieros con los…, con sus
amos. —De pronto me dio un pellizco en el brazo. —Fíjate, mira a esa vieja. ¿Quién
será? ¿Por qué mira de ese modo? ¿Va a apostar?
Aquella criatura anciana, vetusta, que lucía un vestido de satén verde, capa
de terciopelo negro y un sombrero blanco con plumas moradas, avanzó
penosamente, subiendo lentamente las escaleras como si la moviesen tirando de
distintas cuerdas. Tenía la mirada perdida al frente y reía, asentía y rezongaba sola,
aprisionando con sus garras lo que parecía ser una mugrienta bolsa de cuero.
Pero precisamente en aquel instante apareció de nuevo la señora Raddick
con… ella y otra señora que rondaba un poco más atrás. La señora Raddick vino
corriendo hacia mí. Tenía el rostro encendido, alegre, era una persona distinta. Era
como una mujer que se despide de sus amigos en el andén de la estación sin un
minuto que perder antes de que el tren arranque.
—¡Ah, todavía está aquí, qué suerte que no se haya ido! ¡Espléndido! He
pasado unos momentos horribles con… ella —dijo indicando en dirección a su hija,
que permanecía absolutamente imperturbable, desdeñosa, mirando al suelo,
jugando con la punta del pie sobre el escalón, a kilómetros de distancia—. ¡No la
dejan entrar! He jurado y perjurado que tenía veintiún años. Pero no quieren
creerme. Y le he mostrado al portero el billetero; no me he atrevido a hacer más.
No ha servido de nada. Se ha echado a reír… Y ahora acabo de encontrarme con la
señora MacEwen, de Nueva York, acaba de ganar trece mil en la Salle Privée, y
quiere que vuelva con ella mientras le dura la racha. Naturalmente, no puedo dejar
a… a ella. Pero si usted fuese tan amable…
En ese instante «ella» levantó la mirada; simplemente despreciaba a su
madre.
—¿Y se puede saber por qué no puedes dejarme sola? —dijo enfurecida—.
¡Mentira podrida! ¿Cómo te atreves a dar una escena así? Es la última vez que
salgo contigo. Realmente no hay palabras para describirlo. —Y miró a su madre de
arriba abajo— Tranquilízate un poco —añadió con superioridad.
La señora Raddick estaba desesperada, lo que se dice realmente
desesperada. Se estaba «muriendo» por volver a entrar con la señora MacEwen,
pero al mismo tiempo…
Me armé de valor.
—¿Te importaría… te importaría venir a tomar el té con nosotros?
—Sí, sí, perfecto. Estará encantada. Eso es exactamente lo que yo quería,
¿verdad que sí, guapita? Señora MacEwen… Estaré aquí mismo dentro de una
hora…, o menos, yo ya…
La señora R. corrió escaleras arriba. Pude ver que volvía a llevar el bolso
abierto.
De modo que quedamos los tres solos. Pero en realidad no fue culpa mía.
Hennie también parecía derrengado. Cuando llegó el coche ella se arrebujó
en su abrigo oscuro…, para escapar a toda contaminación. Incluso sus piececitos
parecían sentir desprecio por tener que llevarla escaleras abajo, hasta donde
estábamos nosotros.
—Lo siento muchísimo —murmuré cuando el coche se puso en marcha.
—Oh, no se preocupe —dijo ella—. No tengo el menor deseo de aparentar
veintiún años. Quién iba a quererlo, teniendo diecisiete. Lo que me repugna —dijo
estremeciéndose ligeramente— es la estupidez, y que un viejo gordo me mire de
arriba abajo. ¡Animales!
Hennie le dirigió una ojeada y luego se puso a mirar por la ventanilla.
El coche se detuvo frente a un enorme palacio de mármoles blancos y
rosados con naranjos que flanqueaban las puertas metidos en tiestos dorados y
negros.
—¿Quieres entrar con nosotros? —sugerí.
Dudó, echó una ojeada, se mordió el labio, y por fin se resignó.
—Bueno, no parece haber nada mejor —dijo—. Anda, Hennie, bájate.
Yo entré primero —para buscar mesa, naturalmente— y ella me siguió. Pero
lo peor fue tener a su hermanito, que sólo contaba doce años, con nosotros.
Aquello era lo último, la gota que colmaba el vaso: tener a aquel niño pisándole los
talones.
Encontré una mesa. Tenía claveles y platitos rosas con servilletitas azules
para el té dobladas en forma de vela.
—¿Nos sentamos aquí?
Ella apoyó resignadamente la mano sobre el respaldo de una silla blanca, de
enea.
—Lo mismo da. ¿Por qué no? —dijo.
Hennie se encogió para pasar tras ella y se acomodó como pudo en un
taburete que había al otro extremo. Se sentía totalmente desplazado. Ella ni
siquiera se quitó los guantes. Se limitó a bajar la mirada y tamborilear con los
dedos sobre la mesa. Cuando se dejaron oír las débiles notas de un violín,
parpadeó un segundo y volvió a morderse los labios. Silencio.
Llegó la camarera. Yo casi no me atrevía a preguntarle:
—¿Té o café? ¿Té chino… o té helado con limón?
La verdad es que lo mismo le daba. Todo era igual. En realidad no quería
nada. Hennie musitó:
—Chocolate.
Pero en cuanto la camarera se hubo dado media vuelta, le gritó
despreocupadamente:
—¡Oiga, tráigame un chocolate a mí también!
Mientras esperábamos sacó una pequeña polvera dorada con un espejito en
la tapa, sacudió la pobrecita borla como si la detestase y se espolvoreó su
maravillosa naricita.
—Hennie —dijo—, llévate esas flores —y señaló con la borla de la polvera
los claveles, mientras yo le oía murmurar—: No aguanto que haya flores en una
mesa. —Evidentemente le debían haber estado produciendo un gran dolor, puesto
que llegó a cerrar los ojos mientras yo retiraba las flores.
La camarera regresó con los chocolates y el té. Puso las grandes y
espumosas tazas ante ellos y me sirvió una copa de color claro. Hennie metió la
nariz en su taza, volvió a reaparecer durante un instante temible con una
temblorosa burbuja de nata en la punta, y enseguida se la limpió con la servilleta,
convertido en todo un caballero. Me pregunté si sería capaz de atreverme a
llamarle la atención hacia su chocolate. Ni lo había visto —no se había dado cuenta
de que estaba allí— hasta que inesperadamente, casi por casualidad, dio un sorbo.
La contemplé ansiosamente y vi que un ligero temblor recorría su cuerpo.
—¡Está insoportablemente dulce! —dijo.
Un muchachito con una cabeza como una pasa y cuerpo de chocolate se
acercó con una bandeja de pasteles —hileras y más hileras de pequeñas rarezas, de
delicadas inspiraciones, de diminutos y sabrosos sueños. Y empezó
ofreciéndoselos a ella.
—Oh, no, no tengo nada de apetito. Retírelos.
Luego se los ofreció a Hennie, que me dirigió una rápida mirada, y éste
debió encontrar una respuesta satisfactoria, pues tomó un rollo de chocolate con
nata, un éclair de café, un merengue relleno de crema de castañas y un pequeño
cornete relleno de fresas naturales.
Ella casi no pudo soportar aquel espectáculo. Pero cuando el muchachito se
dio media vuelta, lo llamó levantando el plato.
—Bueno, deme uno —dijo.
Las tenacillas de plata depositaron uno, dos, tres pastelillos, y una tarta de
cerezas.
—No sé por qué me pone tantos —dijo ella, casi sonriendo—. No me los
voy a comer, ¡sería incapaz de acabármelos!
Empecé a sentirme mucho más tranquilo. Di un sorbo al té, me recosté en la
silla, e incluso le pregunté si podía fumar. Ella se detuvo al escuchar mi pregunta,
sosteniendo en vilo el tenedor, puso unos ojos enormes y sonrió de verdad.
—No faltaría más —dijo—. Siempre espero que la gente fume.
Pero en aquel instante, Hennie protagonizó una verdadera tragedia. Ensartó
el cornete de pastel con demasiada fuerza y el dulce saltó partido por la mitad.
Una mitad cayó sobre la mesa. ¡Qué vergüenza! Se puso tan rojo que incluso tenía
las orejas encarnadas, y una mano temblorosa reptó por la mesa para retirar los
restos del cuerpo delictivo.
—¡No eres más que un animal! —dijo ella.
¡Cielo santo! Tuve que apresurarme a rescatarlo y pregunté rápidamente:
—¿Vas a estar mucho tiempo en el extranjero?
Pero ella ya se había olvidado de Hennie. Y también de mí. Estaba
intentando recordar algo… Parecía que se hallase en otro planeta.
—No…, no lo sé… —dijo lentamente, respondiendo desde aquel mundo
lejano.
—Supongo que debes preferirlo a Londres —dije—, es más… más…
Al ver que no continuaba volvió a la realidad y me contempló, confusa.
—¿Más qué?
—En fin…, más alegre —exclamé haciendo un gesto con el cigarrillo.
Pero mi afirmación fue ponderada a lo largo de todo un pastelillo. Y, aun
así, lo único que pudo responder con seguridad fue:
—¡Bueno, eso depende!
Hennie había terminado. Todavía estaba sonrojado.
Tomé la carta de encima de la mesa.
—Hennie, ¿qué te parecer un helado? ¿Mandarina y jengibre? No, tal vez
algo más refrescante. ¿Qué me dices de una crema de piña al natural?
Hennie aprobó con entusiasmo mi sugerencia. La camarera acudió con
presteza y tomó nota del encargo. Y entonces ella levantó la vista.
—¿Ha dicho mandarina y jengibre? Me encanta el jengibre. Que me traigan
uno. —Y se apresuró a añadir: —Es una lástima que la orquesta continúe tocando
esas cosas del año de la catapún. Las navidades pasadas nos tocó bailar todo el rato
con música como ésta. ¡Me revuelve las tripas!
Pero en realidad era una melodía muy agradable. Ahora que le presté
atención, me pareció una musiquilla reconfortante.
—Este lugar me gusta bastante, ¿a ti no, Hennie? —pregunté.
Hennie espetó:
—¡Es despampanante! —Había pretendido decirlo en voz baja, pero le salió
como en una especie de feroz chillido.
¿Bonito? ¿Aquel lugar? ¿Despampanante? Por primera vez ella miró a su
alrededor, intentando ver a qué nos referíamos… Parpadeó; sus hermosos ojos
demostraban sorpresa. Un caballero muy apuesto, de avanzada edad, le devolvió
la mirada observándola a través de su monóculo prendido de una cinta negra. Pero
ella ni siquiera lo había visto. Como si en el sitio en el que se hallaba existiese un
agujero en el espacio. Ella miraba hacia adelante pero no lo veía.
Por fin las cucharillas planas descansaron sobre los platitos de cristal.
Hennie parecía realmente agotado, pero ella se puso los guantecitos blancos como
si tal cosa. Tuvo alguna dificultad con el reloj de pulsera de diamantes; no le dejaba
subirse el guante. Tiró de él —intentando romper aquel objeto ridículo—, pero el
reloj no quería romperse. Finalmente tuvo que resignarse a pasar el guante por
encima. Después de aquello comprendí que no podía soportar aquel lugar ni un
segundo más y, efectivamente, mientras yo procedía al vulgar acto de pagar el té,
se levantó rápidamente y empezó a salir.
Ya volvíamos a estar afuera. Había empezado a anochecer. El cielo estaba
salpicado de diminutos luceros; los reverberos estaban encendidos. Mientras
esperábamos a que el coche viniese a buscarnos, permaneció sobre un escalón,
como había hecho anteriormente, jugueteando con un pie, y mirando hacia el
suelo.
Hennie saltó hacia adelante para abrir la puerta y ella subió y se dejó caer en
el asiento con un suspiro; ¡qué suspiro!
—Dígale —murmuró— que vaya todo lo aprisa que pueda.
Hennie dirigió una mueca de contento a su amigo el conductor, y dijo:
—Allie veet! —luego recuperó su compostura y tomó asiento en la banqueta
situada delante de nosotros.
La polvera dorada volvió a hacer su aparición. De nuevo la pobre borla fue
zarandeada; y una vez más hubo aquel veloz y mortalmente secreto intercambio
de miradas entre el espejito y ella.
Hendimos la ciudad negra y dorada como una tijera rasgando un brocado.
Hennie tenía grandes dificultades aparentando que no se agarraba a nada.
Y, naturalmente, cuando llegamos al casino la señora Raddick no estaba. Ni
sombra de ella en las escalinatas, ni el menor rastro.
—¿Quieres quedarte en el coche mientras voy a ver?
¡De ningún modo! ¡Quedarse, ella! Por nada del mundo. Que se quedase
Hennie. No soportaba esperar sentada en el coche. Esperaría en las escaleras.
—Es que no me gusta nada la idea de dejarte —murmuré—. Preferiría no
dejarte en las escaleras.
Ante esas palabras se echó el abrigo hacia atrás; se dio la vuelta y me miró;
sus labios se abrieron:
—Vaya por Dios, ¿y por qué? A mí…, a mí no me importa lo más mínimo.
Me…, me gusta esperar. —Y de repente sus mejillas se ruborizaron y sus ojos se
hicieron más oscuros. Por un instante pensé que iba a echarse a llorar. —Dé…
déjeme, por favor —balbuceó, con voz cálida e impaciente—. Me gusta. ¡Me
encanta esperar! De verdad…, ¡me gusta! Siempre estoy esperando…, en toda clase
de sitios…
Su oscuro abrigo se abrió, y su blanco cuello —y todo su cuerpo suave y
juvenil revestido por el trajecito azul— apareció como una flor que empezara a
brotar de un oscuro capullo.
Tres fábulas feministas
SUNITI NAMJOSHI
Historia de un caso
La quinta vez, las cosas fueron distintas. Le dio sus instrucciones, le entregó
las llaves (incluida la pequeña) y se marchó solo cabalgando. Volvió a aparecer
exactamente cuatro semanas más tarde. La casa estaba limpia, los suelos encerados
y la puerta de la habitación pequeña no había sido abierta. Barbazul estaba
asombrado.
—Pero, ¿no sentías curiosidad? —le preguntó a su esposa.
—No —respondió ella.
—Pero, ¿no deseabas descubrir mis secretos más íntimos?
—¿Por qué? —le replicó la mujer.
—Bueno —dijo Barbazul—, es lo normal. ¿No deseabas saber quién era yo
en realidad?
—Sois Barbazul y mi esposo.
—Pero el contenido de la habitación. ¿No deseabas ver lo que hay en el
interior de esa habitación?
—No —dijo la criatura—, creo que tenéis derecho a poseer una habitación
privada.
Aquello lo irritó de tal manera que la mató en aquel mismo instante. En el
juicio alegó provocación.
Leyenda
Había una vez un monstruo hembra. Vivía en el fondo del mar, a seis mil
metros de profundidad, y fue sólo una leyenda hasta que un día los científicos se
reunieron para pescarla. La arrastraron hasta la costa, la cargaron en un camión y
finalmente la colocaron en un vasto anfiteatro donde se aprestaron a efectuar su
disección. Pronto se vio que estaba embarazada. Alertaron a las fuerzas de
seguridad y precintaron todas las puertas, porque eran hombres responsables y no
querían correr riesgos con los cachorros del monstruo, pues quién sabe el daño que
habrían podido causar si se los hubiera dejado sueltos por el mundo. Pero el
monstruo hembra murió con su camada de monstruos enterrada en su seno.
Abrieron las puertas. La carne del monstruo empezaba a despedir mal olor. Varios
científicos sucumbieron a los gases. No se rindieron. Trabajaban en turnos y con
mascarillas. Al final, rascaron los huesos de la criatura hasta que quedaron bien
limpios y contemplaron su brillante esqueleto. El esqueleto puede verse en el
Museo Nacional. Debajo se puede leer: «El temido monstruo hembra. Los gases de
esta criatura son nocivos para los hombres».
Y a continuación figuran los nombres de los científicos que dieron su vida
para descubrirlo.
La luna de lluvia
COLETTE
GEORGE EGERTON
FRANCES TOWERS
Ella era una joven mamá que paseaba a su bebé en un cochecito. Más
adelante, le diría a Sissie que lo hacía con mucha frecuencia. Fue y se detuvo donde
estaba Sissie, en el puesto redondo del centinela, y miró la ciudad y el río.
Había un castillo
que, según el folleto,
era uno de los más grandes de toda
Alemania.
¿Alemania?
¿El país de los castillos?
Y ¿quién era aquel
Príncipe,
aquel Dueño y Señor
que había construido uno de
los castillos más grandes de todos,
que poseía las
tierras
más extensas, el
número de
siervos más elevado?
Y te preguntabas,
mirando el río,
a cuántas
vírgenes
habrá desflorado en sus noches de bodas
nuestro Soberano Dueño y Señor
mientras sus jóvenes
esposos, en
una agonía de ojos inyectados
y chirriar de dientes, su
virilidad
herida…
Pero «no todos los días son iguales», dijo el viejo
muro de la ciudad
y ahora el castillo es un albergue juvenil.
—¿Eres hindú? —le preguntó a Sissie.
—No —respondió ella.
Sabiendo que podría pasar por ello
si no fuera por el cabello.
Tal vez había oído su respuesta. Tal vez no. Pero seguía hablando; las
palabras salían a borbotones de su boca, como si hubiera planeado aquel encuentro
e incluso escrito los comentarios iniciales.
—Sí, me gustan mucho los hindúes. Trabajaban en el supermercado. Eran
muy simpáticos.
—¿Qué hindúes?
—Aquellos dos. Fue antes del invierno pasado. Durante mucho tiempo. Y
luego se marcharon. Me gustan mucho.
Sissie pensó que habrían sido de sexo masculino.
Hecho descartado.
Dos hindúes en una pequeña ciudad que alberga a
los siervos,
esclavos del Señor que
poseía uno de los
castillos más grandes de toda
Alemania…
Es un
largo viaje de
Calcuta a
Munich:
los aviones te traen aquí.
Pero ¿qué más hacen
las aves migratorias del mundo,
empezando con tan
pocas plumas también, que
caen
y
caen
y
caen
desde constantes vuelos y distancias?
Mi
vecino antillano y su mujer hicieron las maletas una mañana para irse a
Canadá, diciendo:
—Dicen que
los salarios
allá son bastante
suculentos.
Así que se fueron a Liverpool
a esperar un barco
que tendría que haber zarpado al
día siguiente. O eso era lo que pensaban ellos.
Pero llegó al muelle
Meses
más tarde.
No
Me
Preguntes
cómo se las arreglaron
con dos críos.
Pero
todos los viajes terminan en la puerta de una casa, y
también ellos
llegaron a Canadá,
donde
él, mi vecino,
murió
demasiado pronto:
un absurdo accidente en relación con
cámaras subterráneas,
suministros de oxígeno y
ordenadores que se echan una
siesta…
antes de que
firmaran los contratos.
Ella, la viuda de mi vecino,
resolvió dirigirse con los niños a
una prima lejana que
debía de estar
viviendo en
Newark,
New Jersey.
Pero no se habían visto
desde hacía años
desde que
la viuda de mi vecino se marchó de
Las Islas para hacer de niñera
en Gran Bretaña,
mientras que su
prima lejana se dirigía a los
EE.UU.,
Donde
todos sabemos que
un negro puede hacer más dinero
que cualquier otro de piel oscura
en cualquier otro lugar
de la Commonwealth…
¿Sí?
Pero aparte de
mantener correspondencia con
lejanas primas niñeras,
otros deberes nos reclaman:
la viuda de mi vecino antillano
desconocedora de que
cuando el Canadian Pacific
se dirigía a Nueva Inglaterra
a su prima lejana
la alcanzó un disparo…
«Todos los negros pueden morir:
todos posibles francotiradores
y
a ellos les da igual.»
¿Las plumas?
Ellas
caen
y
caen
y
caen, sobre
muchos
mares y
tierras,
hasta que
la última ala
cae: y
con la piel expuesta a los
vientos fríos o al
calor,
helada o
requemada,
nos
morimos.
Sissie miró a la joven madre y se le ocurrió que Allí,
Allí
al borde de un bosque de pinos en
el corazón de Baviera, entre las ruinas de uno de los
castillos
más grandes de toda
Alemania,
NO PUEDE SER NORMAL
que a una joven
ama de casa alemana
le gusten
dos hindúes
que trabajan en
supermercados.
—Mi marido se llama
ADOLF
y nuestro hijito también.
—¿De dónde eres? —le preguntó a Sissie.
—De Ghana.
—¿Está cerca de Canadá?
Tal vez
sudamericano precolombino con un poquito
de imaginación,
pero ¿esquimal?
No.
Demasiada
diferencia
en el color de la piel
forma de los ojos…
Gracias por el cumplido, señora,
Pero
no.
—Me gustaban mucho los dos hindúes que trabajaban en el supermercado
—insistió—. ¿Y dónde está Ghana?
—En África Occidental. La capital se llama Accra. Está…
—Ah, ya, ya, es el país donde tienen al presidente Nukurumah, ¿no?
—Sí.
—Mi nombre es Marija. Pero personalmente me gusta el nombre inglés,
Mary. Por favor, llámame Mary. ¿Cómo te llamas?
—¿Mi nombre? Mi nombre es Sissie. Pero también solían llamarme Mary.
En la escuela.
—Mary… Mary… Mary. ¿Dices que te llamaban Mary en la escuela?
—Sí.
—¿Cómo a mí?
—¿Sí?
—¿Por qué?
—Procedo de una familia cristiana. Es el nombre que me impusieron
cuando me bautizaron. También está bien para la escuela, y el trabajo y para ser
una señorita.
—Mary, Mary… ¿Y eres africana?
—Sí.
—¡Pero es un nombre alemán! —dijo Marija.
¿Mary?
Pero es un nombre inglés, dijo Jane.
María, Marlene.
Es un nombre sueco, dijo Ingrid.
Marie es un nombre francés, dijo Michelle.
Naturalmente
Naturally
Naturellement
Natürlich!
Mary es el nombre de cualquier persona pero…
Es un precario consuelo que en algunos lugares,
los pacientes y sufridos
misioneros no lleguen tan lejos
como para
llamar al púlpito
a un hombre y a su mujer que
luchan por la noche
ni
les den latigazos
delante de
toda la congregación de los
REDIMIDOS
Pero con mi hermano,
fueron
demasiado
lejos.
Le enseñaron, entre otras cosas,
entre muchas otras cosas,
que
para que un niño crezca
y sea
una persona digna del cielo,
tiene
que tener,
por encima de todo,
un nombre cristiano.
Y ¿para qué le va a servir a un nativo que
tiene
sistemas de dar
a un niño
a una niña
dos
tres nombres o
más?
Yaw Mensah Adu Preko Oboroampa Okotoboe
Oh, hermano mío…
Hubo un día en que
las voces cantaron
los cuernos sonaron
los tambores redoblaron para
aclamar a
Yaw
por haber nacido en jueves
Preko
simplemente para exaltar a Yaw
Mensah
el tercero de una serie de varones
Adu
nombre del padre
después de un antepasado venerable,
Okotoboe
para ensalzar el poder de Adu.
No, hermano mío,
ya no
nos importa
esta
mierda
antropológica:
Un hombre podrá tener
diez nombres.
Todos serán lo mismo:
pagana
hereje
abominable idolatría a
juicio de
Dios,
quien, bendito sea,
es un
anciano
caballero
europeo
bastante
agradable
con una barba blanca al viento.
… Y está sentado flanqueado a ambos lados por ángeles que pasan lista a
Los Elegidos.
Señor,
permite que nosotros, Tus Siervos, vayamos en paz
a nuestro descanso,
nuestro olvido, y que nunca
nos atrevamos a esperar
que los ángeles que pasan lista en
latín, probablemente,
retuerzan sus lenguas tan delicadas
para pronunciar nombres como
Gyaemehara,
puesto que, querido Señor, Vuestros
Ángeles, como Vos,
son occidentales
blancos
ingleses, para ser exactos.
¡Oh, amado César visionario!
No hay otra clase de
ángeles, aparte de
Lucifer, pobre Diablo Negro.
Marija era cariñosa.
Demasiado cariñosa
para Baviera, Alemania,
por lo que había aprendido hasta el momento.
Se reía con facilidad. Sus pequeños dientes salientes, blancos y relucientes,
en contraste con sus finos labios pintados de un rojo vivo.
Los dientes blancos
solían ser una de las
poco agraciadas características de los
monos y los
negros.
Todo eso ha
cambiado ahora.
Los dientes blancos están de moda, hermano mío,
porque Alguien está
haciendo
dinero a costa de
los dientes blancos.
—Me gusta ser tu amiga, ¿sí? —preguntó Marija ilusionada.
—Sí.
—¿Y te llamo Sissie…, puedo?
—Claro.
—Y ¿qué nombre es éste, «Sissie»?
—Oh, no es más que una forma bonita de llamarme «hermana»[4] la gente
que me quiere mucho. En especial si no hay muchos bebés hembras en la familia…
una de las pocas maneras en que un concepto originario de nuestras viejas
tradiciones ha quedado bien expresado en inglés.
—¿Sí?
—Sí… Aunque, incluso en este caso, tuvieron que imponer la palabra
inglesa de algún modo.
—Tu gente presta mucha atención a las pequeñas cosas de los demás, ¿sí?
—Sí, porque, hace mucho tiempo, los demás era todo lo que la gente tenía.
—Ah, ya. Y tú, ¿tienes muchos hermanos y ninguna hermana?
—No. Bueno, en mi caso no funciona así. Me llaman Sissie por otra cosa.
Otra razón… relacionada con la escuela y con estar con muchos chicos que me
trataban como si fuera su hermana…
—¿Ah sí?
—Sí.
—Me gustaban muchos aquellos hindúes. Cuando te oigo hablar inglés me
haces pensar en ellos.
Una herencia común. Un
dudoso convenio que nos dejó
saqueados de
nuestro oro
nuestra lengua
nuestra vida —mientras nuestros
dedos muertos estrujaban
el inglés— una
dudosa arma elaborada
en otro lugar para dar poder a un
alma que ya ha
huido.
UNA VEZ, dijo ella,
yo también conocí a un hindú
en Gottingen o por allá.
Mis sentimientos eran confusos,
no querían, o sólo querían,
escuchar a cualquier otro
amigo de cualquier otro lugar:
«Somos víctimas de nuestra Historia y nuestro
Presente. Colocan demasiados obstáculos en el
Camino del Amor. Y ni siquiera podemos disfrutar
En paz de nuestras diferencias.»
D’accord
D’accord.
Mi hindú había vivido en
Alemania «durante unos cuantos años».
Estaba claro que también durante unos cuantos
años, había sido doctor, farmacéutico general para
las dolencias imaginarias de los
barrios residenciales de Alemania.
Lo miré
y se me despertaron
imágenes del recuerdo,
reconstruidas de los relatos
de otros viajeros sobre personas enfermas en
Calcuta.
—¿Por qué te has quedado
aquí?
—¿Qué quieres decir?
—¿Por qué no volviste
a casa?
—¿Adónde?
—¿Tanto
te necesitan
aquí
como doctor?
Mi voz se iba elevando nerviosa,
yo estaba a punto de estallar en sollozos.
—Mmmm —gruñó él—,
una de esas Idealistas, ¿eh?
Yo, a la defensiva:
—De acuerdo.
Si soy idealista
¡déjame ser idealista!
—¿Dices que eres de
Ghana?
—¡Sí!
—Pues bien —dijo, sonriendo encantado—.
Aquí hay tantos doctores de Ghana
ejerciendo, como hindúes… de hecho
aun más, si consideramos las medias de población respectivas.
—Lo sé.
Lo sé.
Mis estúpidos temores en aumento,
él sacudiendo la cabeza y chasqueando la lengua.
Pero preguntándose al mismo tiempo qué
le haría hacer.
Yo sin saber qué decir.
Pero teniendo que aceptar
—Ir a trabajar a un
hospital estatal es una
esclavitud
innecesaria…
A menos que seas uno de los buenos
ansioso de utilizar
camas estatales
fármacos estatales
tiempo estatal para pacientes
civilizados y privados,
magnates de los negocios,
otros astutos funcionarios
que sólo saben cómo
tratar al público despóticamente,
colocar hermanos masones y
compañeros de clase,
cualquier
bribón que pueda pagar por
él o por su
mujer.
—500 por un chico,
400 por una chica.
¿Qué tiene de sorprendente
que cueste un poco más hacer un niño?
Ocupados como estamos
en construir en serio,
firmes, sólidos cimientos para
nuestras dinastías de zombies?
Pero luego.
—Tratarán al doctor como a un perro
si pueden hacerlo.
Y él, mi hindú, en un
orden social que
se congeló hace mil años,
se moriría de hambre
hoy
si no «abriera una
consulta privada
en cualquier rincón de su
patria».
Un hijo de Dios atendiendo a los
hijos de Dios, que, aun siendo
los propios bebés de Dios,
no pueden pagar el
Seguro Social, sino que viven del
aire y de las glorias de los ricos que
van y vienen:
alimento excelente para el
alma, sin duda:
pobre dieta para un bebé.
Así que, por favor,
no me hables de la
fuga de
cerebros.
¿Quién de nosotros se queda en estos días
sino aquellos de nosotros que tienen miedo
a no sobrevivir en el extranjero,
por una u otra razón?
Oftalmólogo de Gambia en Glasgow,
especialista de pulmón filipino en Boston,
especialista de cáncer brasileño en
Brooklyn o
Basilea o
Nancy.
Mientras en casa,
dondequiera que se encuentre,
cuerpos con los miembros y los sentidos deshechos
dejan
sus corazones sanos para
ser trasplantados al
pecho de los vecinos blancos…
y
tropas de pacificación y otros voluntarios
que en sus ciudades de origen tal vez no
se acercarían a pacientes
aquejados de alergia, junto con
la incompetencia local
preparan
extrañas cajas para
los entierros…
Quedaron en que Marija iría a recoger a Sissie al albergue juvenil ex castillo
al día siguiente alrededor de las cinco de la tarde y la llevaría a su casa.
Las cinco era una buena hora para planear una salida. Porque,
generalmente, Sissie y los demás jóvenes regresaban del criadero de abetos sobre la
una o las dos. A eso de las tres ya habían terminado de almorzar. Patatas, estofado
alemán, queso, col fermentada, pescado en alguna de sus formas, otros alimentos.
Y siempre, tres tipos de pan distintos: pan blanco, pan negro y pan de centeno.
Toneladas de mantequilla. Frascos de mermelada. De hecho, las porciones de cada
comida eran suficientes para mantener durante un mes a un trabajador de canteras
de dos metros. Todo lo cual estaba muy bien para los jóvenes. Así que incluso
después de un copioso desayuno, cada uno de ellos tenía que llevarse uno o dos
bocadillos gigantescos para tomar a media mañana.
Se atiborraban.
Oh sí:
lindos cerditos adolescentes de
Europa
África
Latinoamérica
Oriente Medio,
dándose cuenta tan
rápidamente como sólo los jóvenes son capaces,
de que quizás allí en
Baviera,
junto al Salz, que fluía dulcemente,
nadie necesitaba su trabajo
desde luego, no su fuerza muscular:
Por supuesto, no lo necesitaban en ninguna de las maneras que Sissie había
conocido, como miembro de INVOLOU:
Ayudando a un pueblo a construir la escuela,
con un sentido misionero de la gratificación,
excavando un pozo con nuevas técnicas
convirtiendo una
carretera local de séptima categoría en una
carretera local de segunda…
Y cuando pasas por allí, años más tarde,
te sube un calor desde el pecho,
cuando ves un
mercado nuevo
donde habías compartido el
arroz Jolof,
sin carne
apenas suficiente
cocido desigualmente.
Por todo el Tercer Mundo,
oyes la misma historia;
los gobernantes
dormidos a todas las cosas
en todo momento,
conscientes sólo de los
ricos, a los que reúnen en un
coma,
intravenosamente…
Para que
no se vea que estaban
comiendo, a no ser por el
ocasional churrete delator
en la periferia de la boca.
Y cuando se despiertan sobresaltados,
miran a su alrededor con
ojos que no ven, como simples
sonámbulos en una pesadilla.
En consecuencia,
no se hace nada en
pueblos y ciudades,
si
no existen voluntarios,
locales e indiferentes.
Los hay de otras clases:
importados
ilusionados,
cariñosa ayuda extranjera
que, con el tiempo, cobrará
mil
por cada caballo de vapor invertido.
Sissie y sus compañeros tenían que estar allí, riendo, cantando, durmiendo
y comiendo. Sobre todo comiendo.
Así que
se atiborraban
con una cierta serenidad
que estaba por encima de toda comprensión.
No sentían necesidad de preocuparse por quién debería desear que
estuvieran allá comiendo. ¿Por qué iban a hacerlo? Aunque el mundo sea duro, no
está mal que te paguen por tener un orgasmo…, ¿no? Naturalmente, luego, cuando
lleguemos a ser
Diplomáticos
catedráticos visitantes
expertos locales en áreas sensibles
o bien
personas de esas sin escrúpulos,
habremos perdido incluso esta pequeña conciencia de que, en primer lugar,
se nos envió una invitación…
Mientras tanto, todo lo que Sissie y sus compañeros tenían que hacer como
trabajo estaba en el criadero de abetos; cubrir con turba las bases y los tallos de los
brotes de los abetos. Protegerlos del frío del próximo invierno. Los chicos cargaban
la turba con palas en las carretillas y la llevaban hasta las chicas que la esparcían.
En el jardín había también campesinos bávaros. Mujeres de mediana edad.
Al principio, los jóvenes no sabían situarlos. Luego, se dieron cuenta de que eran
empleados de algún ente público y de que, en realidad, ellos estaban
desempeñando su trabajo. Algunos de los jóvenes no estaban a gusto plantando
pequeños abetos. Especialmente los europeos. Poco acostumbrados como estaban a
ser útiles en sus hogares de clase media, se habían alistado como voluntarios
internacionales con la esperanza de llegar hasta las multitudes de la tierra
castigadas por la pobreza. Mala suerte: algunos de sus amigos no habían podido
siquiera salir de casa. Demasiadas solicitudes. Durante algún tiempo, les habían
hecho creer a algunos que irían aunque sólo fuera al sur de Italia. Pero ahora se
encontraban en el sur de Alemania, ¡plantando futuros árboles de Navidad!
Las damas bávaras iban todos los días a supervisar el trabajo que realizaban
los jóvenes. O, para ser más exactos, iban sólo para estar con ellos, junto a ellos,
animarlos. Y cuando tenían la sensación de que die schönenkinder se tomaban el
trabajo demasiado en serio, se les acercaban y les daban palmaditas en la espalda,
uno tras otro, diciéndoles que fueran más despacio. Seguramente ellas sabían con
toda certeza lo que los jóvenes sólo podían adivinar: que todo aquel jaleo no era
más que una excusa para conseguir que las voces de los niños del mundo
resonaran libremente por entre los viejos bosques.
Después
de cada experiencia traumatizante
la Madre Tierra se recupera.
Esto es verdad, por supuesto,
pero con bastante esfuerzo,
por lo apaleada que está.
No está de más que la ayudemos
de vez en cuando.
Las señoras bávaras iban vestidas de negro: todas y cada una de ellas, cada
día.
Viudas
viudas
todas viudas,
por lo que había aprendido hasta el momento.
Necesitaron la sangre de sus maridos
para mezclar el cemento para
erigir los muros del
Tercer Reich. Pero
sus cimientos se desmoronaron antes de que los muros
terminaran de ser construidos.
Dios mío,
Dios mío,
cómo me recuerda esto a los
reyes Abome de Dahomey.
Por eso
se preguntan,
se preguntan si, en caso de
dejar de cultivar los abetitos, quizás
otra cosa,
sembrada allí
hace muchos, muchos años, en
aquellos bosques bávaros,
¿BROTARÍA?
Marija fue a buscar a Sissie y la llevó a su casa, que resultó hallarse al otro
extremo del pueblo. El edificio, una casita de campo exquisitamente nueva, era la
última de una hilera de casitas exquisitamente nuevas, favorecidas por el follaje de
verano de las enredaderas.
Como las demás, tenía un jardín trasero donde Sissie vio varios tipos de
verduras plantadas. Reconoció a un viejo, viejo amigo. El tomate. Aunque tan
uniformes y exuberantes, aquellos tomates parecían extraños frutos exóticos.
Sensuales, color carmesí, pulidos.
De todas formas, había árboles frutales auténticos en el jardín. Sissie pidió a
Marija que se paseara con ella mientras trataba de identificar las manzanas, las
peras, las ciruelas, rememorando las ilustraciones de sus libros de texto escolares:
Paisajes conocidos
territorios familiares
pampas de Australia
estepas de Eurasia
praderas de América
kumis
coníferas
nieve.
Aunque allá afuera, al sol africano,
hundían sus raíces durante siglos árboles gigantescos y
pequeñas plantas
florecían y
morían,
sin que las notas de geografía
los mencionaran.
Entraron en la casa, se sentaron, charlaron de esto y aquello, y por último
tomaron café con galletas.
Marija se resistía a que Sissie se marchase temprano. Le explicó que el turno
de Adolfo Mayor duraba todo el día y media noche. Por lo tanto, no había
necesidad de hacer la cena. Podía improvisar una comida ligera y así cenar las dos
juntas. Tenía mucho queso, salchichas, fruta y, sí, sí, carne fría…
—¿Carne?
—Carne, ¿sí?
—Ah, ya.
Sí, claro que Adolfo Mayor vendría a casa, pero tarde, muy tarde, y tan
cansado que no comería nada. No habían acabado de pagar la exquisita casa
nueva, informó Marija a Sissie, por lo que Adolfo Mayor tenía que hacer horas
extraordinarias, muchas horas extras.
Cuando finalmente Sissie logró convencer a Marija de que tenía que
regresar al albergue juvenil, Marija sacó de inmediato dos bolsas de papel de
estraza llenas de manzanas, peras, tomates y ciruelas.
Pero
las ciruelas.
Qué ciruelas.
Aquellas ciruelas.
Sissie nunca había visto ciruelas antes de ir a Alemania. No, nunca había
visto ciruelas de verdad, vivas. Ciruelas en almíbar, sí. Secas, en almíbar,
confitadas, en lata…
Alabado sea el Señor por todas las cosas muertas.
Primer plato:
crema de espárragos
treinta meses en una lata
de aluminio.
Segundo plato:
pollo moriturus con
salsa de curry precocinada
en Shepherds Bush:
y como estamos aprendiendo a tomar
postres —sello auténtico de una clase ociosa—
ciruelas en lata
peras en lata
manzanas en lata
albaricoques
cerezas.
Hermano,
la lógica interna es así de dura:
la única forma de acabar siendo
buitres culturales
es alimentarse de carroña desde el principio.
No puedes alcanzar los
moribundos objetivos de una
educación peligrosa empleando
fuerzas vivas.
En consecuencia, como
«Los fantasmas saben hacer sus cálculos»,
el doctor Intelectual Nacidomuerto
—con perfecta razón—
se puede romper el alma reclutando
cadáveres académicos en Europa.
Espectrales por la edad
o simplemente vulgares.
Sissie había visto ciruelas por primera vez en su vida en Frankfurt, y lo
mismo le había ocurrido con las peras, los albaricoques y otros frutos del
Mediterráneo y zonas templadas. En las semanas siguientes iba a verlos a
montones allá donde fuera, a lo largo y ancho de Alemania. Estaban en pleno
verano y las paradas de fruta estaban repletas. Ella había decidido que, por el
hecho de ser fruta, toda le gustaba, pero sus dos preferidas iban a ser las peras y las
ciruelas. Y se atiborraba de ellas. Así que tenía buenas razones para sentirse
fascinada por la calidad de las cerezas de Marija. Tenían un tamaño, lustre y
suculencia que no había visto en ninguno de aquellos países extranjeros. De lo que
se daba cuenta, sin embargo, era de que aquellas ciruelas bávaras debían su gloria,
tanto a sus ojos como a su paladar, no a aquel precioso y negro suelo bávaro, sino a
otras cualidades que ella misma poseía en aquel mismo momento:
Juventud
paz espiritual
sensación de libertad:
conciencia de que eres un artículo escaso,
sentirse
amado.
Nuestra Hermana se sentó, acariciando con la lengua las orondas ciruelas
con un color de piel casi como el suyo, mientras Marija le contaba que las había
elegido especialmente para ella, del único árbol del jardín.
En los días siguientes, Marija fue al castillo cada tarde a las cinco a buscar a
Sissie. Evitaban la calle principal y tomaban un sendero a
través del parque donde paseaban a Adolfo Pequeño un rato antes de
dirigirse a casa. A veces se sentaban y conversaban. O, más bien, Marija
preguntaba mientras Sissie, en sus respuestas, le hablaba a su amiga de su
loco país y su
todavía más loco continente.
Otras veces, se sentaban sin más, cada una absorta en sus pensamientos. De
tanto en tanto una de ellas miraba a la otra. Si sus miradas se cruzaban, se
sonreían. Al final de cada jornada, volvía al castillo más tarde que la noche
anterior. Y también más cargada. Porque siempre había un par de bolsas de papel
de estraza, llenas de golosinas, fruta y ciruelas. Siempre había ciruelas. Sissie se
percató de que Marija las cogía veinticuatro horas antes y las tenía toda la noche en
una bolsa de polietileno; era un proceso que ablandaba las ciruelas y las libraba de
su sabor excesivamente fuerte, conservando un suave aroma dulce.
Sí,
el trabajo es el amor hecho visible.
Y por ello los compañeros de Nuestra Hermana en el albergue juvenil, antes
castillo, la conocían con el nombre de «La Portadora de Golosinas Después de
Apagar la Luz».
La cena era a las siete. Y, habida cuenta de las cantidades servidas y de la
abundancia general y de que no había nada que hacer después aparte de cantar
canciones y charlar, la mayoría de los jóvenes estaban listos para retirarse pronto a
dormir. Sólo que el entorno era perfecto para desvelar a cualquiera. Pues ¿quién
conoce un mejor inspirador de amores adolescentes, al estilo europeo, que
un antiguo castillo en ruinas al borde de un
melancólico bosque de abetos, en la
orilla de un río de suave fluir que
despide destellos de plata
bajo el sol
de medianoche?
Así que había muchas manos entrelazadas y besuqueos a lo largo de los
pasillos adoquinados. Miradas pensativas clavadas en los remolinos plateados del
río.
Las promesas realizadas no iban a cumplirse. Pero, ¿a quién le importaba?
El amor siempre es mejor cuando está
predestinado…
Si Sonja Simonian, judía,
segunda generación de inmigrantes de
Armenia a Jerusalén
se enamora de Ahmed Mahmoud bin
Jabir, de Argelia…,
¿quién se atreve a
tener esperanzas? ¿O a no tenerlas?
Otros se perdían completamente en el gran romanticismo del conjunto. La
mayoría de los compañeros de habitación de Sissie eran de ese tipo de niños. Sin
embargo, también ellos permanecían despiertos. Se podían meter en sus literas,
pero hacían batallas de almohadas, esperando su regreso, una hora más o menos
antes de media noche. Esto tampoco era sorprendente, porque estaban en pleno
verano y los días eran muy largos.
Tan pronto como oían el sonido de su figura que se aproximaba, saltaban de
la cama, al grito de uno de ellos que decía:
—¡Las ciruelas!
Gritando y aullando como cachorros, saltaban sobre ella, agarraban las
inevitables bolsas de papel marrón y devoraban su contenido. Ya nadie podía irse
a dormir hasta que hubiese desaparecido la última ciruela.
Estaba Gertie, de Bonn; libre, ligera… era Gertie.
Jayne, de East Putney, Londres, cuya madre destrozó los oídos de Sissie con
su acento:
—¡Querida, Jayne ha estado fuera todo el día!
Nuestra Hermana, cuyos profesores, nativos británicos y de formación
británica, se habían pasado horas moldeando su lengua con los entresijos de la
Pronunciación Recibida…
Marilyn. Llevó a Sissie a ver su universidad de magisterio una tarde. Estaba
en las afueras de Londres. Y la primera cosa que hizo fue señalar a Sissie la única
chica negra del campus. Con el triunfo escrito en su rostro.
Siempre ocurre así.
A los nueve años, una pieza de exhibición;
a los dieciocho, un encanto.
¿Qué serás
a los treinta?
Un perro entre los dueños, el
más magistral de los
perros.
Papá es el ministro de Educación
en mi país. Sabe dónde está la
calidad. Así que, la
educación y otras
cosas esenciales, las encarga directamente a
Europa. Y realmente es
mejor si vamos allá.
Nos matriculó
cuando teníamos seis meses,
nunca es demasiado pronto, ya sabes…
Sissie tenía un fuerte poder de convocatoria en la Baja Baviera. Parecía que
cualquier función abierta que se organizase para los voluntarios se convertía en un
éxito automático si ella se hallaba presente.
Porque para aquellos nativos, la mera presencia de la chica africana era algo
extraordinario.
Algunos de ellos se habían cruzado con negros en algún viaje esporádico a
Munich. Negros que, ya fueran soldados americanos de las bases militares de la
OTAN o estudiantes africanos, siempre eran de sexo masculino y hablaban alemán
con bastante fluidez. Y por lo tanto, no resultaban tan exóticos.
Mientras que Nuestra Hermana no sólo era de sexo femenino, sino que
además no hablaba alemán. Decían que hablaba bien el inglés. Lo cual no cambiaba
las cosas. El inglés podría ser un idioma familiar, pero ellos ni lo hablaban ni lo
entendían.
En cuanto a la señorita africana, ah… h… h…, mirad su vestido. Qué
encantador. Y se quedaban boquiabiertos mirándola, señalando su sonrisa. Su
nariz. Sus labios. Y les brillaban los ojos. Sin esperar que ella se sintiese molesta.
Ésta es la razón por la cual, hermano mío,
tú y yo
nos quedaremos
impresionados con
la aeronáutica y todas esas
acrobacias cuando
nos traigan un
marciano que respira o un
peludo viajante
de la luna
de diez ojos…
Y entretanto, ¿quién era esta Marija Sommer que monopolizaba aquella
curiosidad que brindaba tanta amenidad con su simple presencia? ¿Una simple
ama de casa casada con un obrero de fábrica?
Y echaban chispas.
Y estaban rabiosos. Aquel último residuo de la aristocracia y aquellos
adulones tradicionales: el pastor, el alcalde y el maestro de escuela… al lado de la
última advenediza.
Los primeros nuevos llegaron con la Construcción Nacional de la preguerra,
que había ampliado el tamaño del viejo pueblo. Porque, en aquellos bosques de
pinos, decían que el Líder había hecho construir una de esas industrias químicas
que servían al Imperio. Decían que en laboratorios muy muy grandes de aquella
planta química, se realizaban experimentos con hierbas, con animales y con el
hombre. Pero especialmente con el hombre; atrocidades que sólo con oírlas un
hombre adulto se orinaría encima, y si las viera chillaría en sueños por lo menos
durante un año entero.
Después de la guerra, convirtieron la estructura en otra planta química para
la fabricación de analgésicos. Y llegó más gente al pueblo. Y con la gente, los
servicios sociales y sus jefes. La mayoría de estos jefes, en especial los que tenían
algo que ver con el dinero, se consideraban suficientemente importantes como para
ser un foco de atención.
Y entonces, ¿por qué no eran ellos o sus mujeres los que acompañaban a la
señorita africana? ¡Debe de haber algún error con esa Marija Sommer!
¿Por qué siempre se está paseando con la chica negra? —preguntó el
director de la sucursal local de un banco.
Sommer no habla inglés y la africana no habla alemán. ¿Quién entonces les
hace de intérprete? —preguntó el director de un supermercado.
¿De qué hablarán? —se preguntaba un agente de seguros.
¡No debe llevarla a su casa todos los días!
¡Debe de estar volviéndose neurótica!
Es una perversidad.
¡ALGUIEN TIENE QUE DECÍRSELO A SU MARIDO!
Inesperadamente, los vecinos de Marija se hicieron importantes. Pues ¿no
eran ellos los que estaban cerca del drama? Y, por una vez en sus vidas, sus tardes
se llenaron de significado: se sentaban y espiaban las idas y venidas de las dos. Un
grupo de ellos siempre lograba una excusa para ir a ver a Marija en los momentos
en que sabían que Sissie estaba con ella, fingiendo, sin embargo, que no era a causa
de ella por lo que iban a verla. Entonces, ocultos tras su idioma, acribillaban a
Marija a preguntas, se quedaban mucho más rato del razonable, incluso según su
propio parecer, y luego las dejaban solas, pero sólo cuando notaban que ya sería
demasiado si se quedaban mucho tiempo más.
Mientras tanto, Marija le explicaba a Sissie que había gente que ella ni
siquiera recordaba, que la saludaba por la calle y a menudo la detenía para
preguntarle cosas muy familiares, como si fueran amigos de toda la vida. Marija
siempre estaba tranquila.
Pero algo de todo aquel alboroto llegó a afectarla, de modo que las dos
mujeres acordaron por fin retrasar sus encuentros un par de horas.
Esto mejoró relativamente las cosas. No oscurecía hasta tarde, pues era
verano, y los días, largos. Sin embargo, en las horas que constituían el anochecer, la
criatura humana reaccionaba a los trabajos del cuerpo y sucumbía a un sentimiento
de cansancio. Hacia las ocho, las actividades del día habían finalizado y dado paso
a las de la noche. La calle principal estaba desierta y la misteriosa quietud
característica de la noche envolvía las moradas humanas, aunque el sol brillase.
Marija estaba un poco rara la primera vez que fue a buscar a Sissie por la
noche. Tenía un resplandor en los ojos que a la chica africana le habría resultado
inquietante si la sonrisa que parecía estar siempre en danza en sus labios no
hubiera estado también allí. Estaba sofocada y colorada. Sissie podía sentir el calor.
Y siempre había tenido que cumplir una serie de formalidades antes de que
Sissie pudiera marcharse del albergue. Como buscar a uno de los tutores del
campamento y decirle que iba salir. Y dejarlo dicho en recepción.
Aquella noche, las cosas resultaron más difíciles de lo normal. El tutor del
campamento consideraba que era demasiado tarde y el conserje dijo tajantemente
que salir a aquellas horas iba en contra de las normas.
Sissie estaba allí de pie, con expresión ansiosa, mientras Marija discutía con
ellos en su idioma y lo único que conseguía era irritarlos todavía más.
El conserje era inamovible. Al final, el tutor cedió y de mala gana le explicó
al conserje que, a pesar de las reglas, estaba claro que no podían negarle nada a la
señorita africana.
Una vez fuera, Marija dio un suspiro de alivio afirmando que no hubiera
podido soportar que hubiesen impedido que Sissie la acompañase a casa.
En cuanto a Nuestra Hermana, no hizo más comentarios sobre el tema. Lo
que pensaba era que la situación no era para tanto. Pues si hubiera sido por ella,
podría haber permanecido con sus compañeros, quedando en verse al día siguiente
a una hora más temprana.
—Estoy tan contenta de que esta noche vayamos a casa, Sissie —insistió
Marija.
—Yo también —asintió Sissie.
Soplaba una brisa fresca. El río era de un gris oscuro a la luz crepuscular y
lamía quedamente el malecón de piedra y cemento. Era uno de esos momentos en
el tiempo en que uno se siente seguro, como si toda la realidad estuviera hecha de
lo que puede verse, olerse, tocarse y explicarse.
—Sissie —comenzó Marija, pronunciando su nombre de aquella forma tan
especial. Como si estuviera haciendo un esfuerzo consciente para que la música
contenida en él no muriese demasiado rápido, sino que se prolongase hasta
distancias lejanas.
—Sí, Marija —respondió ella.
—Te he hecho un pastel.
—Mmmmm —se relamió Nuestra Hermana, fingiendo estar más ilusionada
por la noticia de lo que en realidad estaba.
Lo cierto es que se sentía incómoda.
Desde que había llegado a aquel país ya había engordado unos cuatro kilos
y medio. Por lo tanto, ya no era capaz de sentirse entusiasmada ante el hecho de
que alguien hubiera hecho un pastel, del tipo que fuese, en su honor. ¿Aunque tan
sólo fuera una estudiante africana inconsciente?
¿Quién no sabe que
la obesidad y
la fealdad son lo
mismo, una
invitación a un
no sé qué coronario o algo así?
¿Que
los hidratos de carbono debilitan
sea como sea
?
Además, hermana mía,
si quieres creer a los
hermanos
cuando
te
dicen
lo gordas
que les gustan sus
mujeres,
piensa en las
formas de las que escogen
para casarse;
qué
delgadas
qué
estilizadamente
delgadas.
—Es un pastel de ciruelas —continuó Marija.
—¡Ah! —exclamó con suavidad Nuestra Hermana. Angustiada.
Recordando que los pasteles que hacía la gente de aquel país eran muy dulces y
que a ella no le gustaban las cosas demasiado dulces.
Continuaron caminando. Contentas simplemente de estar vivas. Pero, al
rato, se cruzaron con una pareja de ancianos que se detuvieron de golpe. Dos pares
de ojos que se salían de sus órbitas. El anciano que hablaba en su idioma: un
montón de palabras; señalando a su propio brazo y luego al de Sissie, luego al
suyo, luego al de ella, de nuevo a su propio brazo y otra vez al de Sissie. Pobre
anciano, respirando con dificultad y sudando. La anciana que hablaba en su
idioma con mucha ansiedad. Muchas palabras. Marija que sonreía, sonreía,
sonreía. Sissie que pedía a Marija una explicación de lo que estaba sucediendo.
Marija que se sonrojaba como un T-O-M-A-T-E. Marija sofocada pero sin querer
contestar a la pregunta de Sissie.
Sí, hermana mía,
ciertas cosas que
realmente
nos ocurren mientras paseamos son
más raras
que ciertas situaciones cómicas que surgen
cuando vas a un país extranjero.
Continuaron caminando. Por la calle principal de la ciudad. Las alegrías
internas se habían esfumado, demasiado conscientes de los aspectos tristes del ser
humano.
¿Quién era Marija Sommer?
Una hija de la
autodenominada
raza con mayor línea real de
la humanidad,
la Casa de Ario,
la heredera de un
legado que te haría
inclinar
la cabeza
de vergüenza y
llorar.
¿Y Nuestra Hermana?
Una mujercita
negra que
si las cosas hubieran ido como debieran,
y el tiempo no tuviera una forma de
reducir a la nada los sueños
del Hombre,
no
habría
estado
allí,
paseando
por los lugares que
habían pisado los
pies del Führer:
A-C-H-T-U-N-G!
Llegaron a casa de Marija. Sólo entonces, Sissie se dio cuenta de que el
Pequeño Adolfo no había venido con ellas.
—¿Dónde está el Pequeño Adolfo, Marija?
—Se ha quedado en casa, durmiendo…
—Claro, claro —se dijo Sissie para sí. Había olvidado que era mucho más
tarde y que aquéllas no eran horas para sacar a un bebé a pasear. Marija seguía
hablando.
—Deseaba estar sola. Conversar contigo… ¿Sabes, Sissie?, a veces una desea
estar sola. Aun sin el hijo al que tanto se quiere. Sólo un ratito… quizá.
Terminó vacilando, mirando a Sissie, que no tenía hijos, como para que le
diera su aprobación. Para que la reconfortara. Que no estaba diciendo
barbaridades.
Es una
herejía.
En
África,
Europa,
en todos lados.
Esto es algo
que no debe salir
de los labios de una buena madre:
toca madera.
Sissie estaba callada. Pensaba que ella no sabía de bebés. Pero, de todas
formas, ¿acaso Marija no estaba sola muy a menudo?
Con todo,
¿quién dijo también que
estar sola no es lo mismo que
estar
sola?
Entraron en la casa. Como siempre, estaba muy tranquila. Fueron
directamente a la cocina, que, al parecer, hacía las veces de salita de estar. Era
grande y cómoda.
—Siéntate, Sissie.
Las sillas eran unos artilugios modernos de fibra artificial. Y dos de ellas
habían sido colocadas más juntas, como si Marija lo hubiera querido así. Sissie se
sentó en una de ellas.
Marija tomó el jersey que Sissie había llevado, a pesar de que el día había
sido muy caluroso. Pues a Nuestra Hermana parecía no importarle el calor que
hiciese. No se fiaba nunca de aquel clima que cambiaba tan a menudo y de manera
tan brutal, acostumbrada como estaba a la promesa eterna del calor tropical.
Marija le preguntó a Sissie si se tomaría un café.
Sissie le dijo que no, que todavía no. Pero, ¿había agua? Sissie se había
percatado de que, por alguna razón, el pedir agua parecía desconcertar a sus
anfitriones y anfitrionas, independientemente de la región del país donde se
encontrasen. Al parecer, ellos no bebían agua bajo ningún concepto.
—Sí —dijo Marija—, pero, ¿no te apetece un poco de zumo de casis?
Era del jardín de su madre. El casis. Crecía a montones. Y cada verano
desde que era pequeña su único placer era hacer conservas de casis —en
mermelada, en zumos…—. Y ahora todavía iba a casa de sus padres a ayudar. O,
más bien, iba a darse el placer, la belleza, el gusto de disfrutar de la época de la
cosecha: de estar con mucha gente, la familia. Trabajar en grupo. Si se hubieran
conocido antes, podría haber llevado a Sissie a su casa aquel año. No quedaba
lejos. Su casa. Estaba segura de que Sissie le hubiera gustado mucho a su madre.
Sissie sorbía la exquisita bebida… Marija le preguntó si le gustaría ver al
Pequeño Adolfo. Sissie dijo que sí, levantándose. Pero Marija le dijo que podía
terminarse la bebida. Después subirían a ver al pequeño Adolfo, y a Sissie, ¿le
gustaría tal vez que le enseñara la parte superior de la casa? Pues hasta entonces
siempre se habían quedado abajo.
Sissie asintió. Luego prosiguió diciendo lo precioso que le parecía el niño.
La madre sonrió, encantada. Ya le había dicho a Sissie que Adolfo iba a ser su hijo
único. Había tenido complicaciones en el parto y el doctor le había aconsejado no
tener más. Podría poner su vida en peligro. Y, con una sonrisa todavía más amplia,
dijo que, ya que Adolfo iba a ser su único hijo, estaba muy contenta de que fuese
un varón.
Toda mujer de bien
en sus cabales
diría lo
mismo
en Asia,
Europa
en todos lados:
pues
aquí, bajo el sol,
ser mujer
no es
no puede ser
nunca será un
juego de niños
por lo que había aprendido hasta ahora…
Así que ¿por qué echar una maldición a tu hijo
deseando que sea mujer?
Además, hermana mía,
las filas de los desdichados están
repletas,
están repletas.
Ahora Marija estaba diciendo que sentía tanto, tanto no poder ir a visitar a
Sissie a África. Pero rezaba porque, algún día, el Pequeño Adolfo pudiese ir, tal
vez.
Y está siempre
SUDÁFRICA
y
RHODESIA,
¿sabes?
—¿Sissie?
—Sí, Marija.
—Tú eres de África. Y, oh, es maravilloso. Muy maravilloso. Y viajas
mucho. ¿Pero a qué otros lugares me dijiste que habías ido?
—A Nigeria.
—¿Ah sí?
—Sí.
—Niigeria. Ahhh!, Nii-ge-ria. ¿Qué fuiste a hacer a Niigeria? Sissie abrió la
boca para contestarle. Pero, al parecer, Marija deseaba saber otra cosa antes.
—Nii-ge-ria. ¿Cómo es Niigeria?
—Oh, como mi país. Pero en grande. O, más bien, tiene en grande todo lo
que mi país tiene.
Sissie le dijo a Marija que siempre que los amigos extranjeros sólo podía
visitar un país de África, los convencía de que fueran a Nigeria.
Marija estaba sorprendida, porque aquello le parecía muy poco patriótico
por parte de Sissie.
—¿Por qué, Sissie?
Nuestra Hermana intentó explicarse. Que, en su opinión, Nigeria no sólo
poseía todas las características típicas de cualquier país africano, sino que las
presentaba con mayor intensidad. Por lo tanto, ¿qué sentido tiene convencer a un
amigo de que vaya a ver la versión en miniatura de algo, cuando lo auténtico está
allá?
Nigeria.
Nigeria nuestro amor
Nigeria nuestra pena.
De los hijos de África
su semejanza
Oh Nigeria.
Más que nada somos todos,
más que nuestro calor
nuestra inocencia
nuestra humanidad
nuestra fealdad
nuestra riqueza
nuestra belleza
un gran espejo de
nuestros problemas
nuestras tragedias
nuestras glorias.
Mon ami,
las peleas domésticas de
África se convierten en
GUERRA en
Nigeria:
—¿Y Ghana?
—¿Ghana?
¿Ghana?
Tan sólo una
porción diminuta de territorio precioso en
África… le
impusieron la grandeza
una vez.
Pero tenía ojos que no veían…
Eso fue hace mucho tiempo…
Ahora se dedica a recoger minúsculos trozos
de comida no-digerida de la
basura del mundo industrial…
Oh Ghana.
Sissie se estremeció.
—¿Qué te ocurre?
—Tengo frío.
—Te traigo el jersey, ¿eh?
—No, no es el aire lo que me da frío. Se me pasará enseguida.
—¿Has estado en algún otro lugar de África?
—Sí.
—¿Dónde?
—En el Alto Volta…
—Y ¿dónde está el Alto Volta?
—Encima de Ghana.
—¿Qué fuiste a hacer?
—Turismo.
Marija se rió.
¿Acaso sería Alto Volta también bonito?
—Sí —dijo Sissie—. Pero de una forma más pobre, más seca, más triste.
—¿Sí?
—Sí.
Ignoraba que pensara así entonces.
Lo iba a saber.
La Biblia habla del
desierto
Lleva a tus ojos a ver el
Alto Volta, hermano mío…
Tierra seca. Arboles desgarrados. Piedras.
La carretera desde la frontera de Ghana a
Ouagadougou era
¡invisible!
Los franceses, con
su desprecio característico y
su sentido
casi
infantil de la perfidia,
habían
asfaltado,
hacía mucho tiempo,
dos estrechas
franjas de tierra, para vehículos de motor.
Cada uno de la anchura de
una rueda.
Resultado: Cuando se cruzaban dos vehículos, ambos tenían que salirse de
las franjas asfaltadas, sumergiéndose en el polvo y las piedras, o fango y piedras,
según la época del año. En una época en que no había diferencia alguna entre las
franjas y el resto, tres amigos viajaban por aquel camino. Las franjas eran una
sucesión de baches mortales, y el resto, tan sólo una larga zanja. Mientras lo
recorrían, el automóvil se cayó en un bache y se incendió. El destino los salvó. Pues
entre los tres, todo lo que sabían de automóviles era cómo sacar una rueda y
arreglar el pinchazo, y nada más. Pero, tanteando a ciegas en medio del humo, el
más listo de los tres arrancó algunos cables y el humo cesó. Estaban en medio de
ninguna parte, por lo cual, todo lo que podían hacer era sentarse junto a la
carretera y esperar a que llegara ayuda. Al poco pasó un francés. Los amigos le
preguntaron por qué el país permitía que su carretera internacional estuviera en
aquel estado, años después de la independencia.
—El propio presidente la utiliza todos los días —dijo el francés,
encogiéndose de hombros, y partió en su coche.
Una historia conocida y desesperante.
Pobre Alto Volta, también.
Hay países
más ricos, mucho
más ricos en este continente
en los que
los problemas nacionales más graves
permanecen
ocultos mientras
los grandes hombres viven sus
grandes vidas
dentro de ellos…
Al final del día, los tres amigos llegaron a una minúscula ciudad provincial
francesa llamada Ouagadougou. Allá, en medio del calor del Sahara y del calor del
ecuador, colgaban tiras de algodón en las ventanas a modo de nieve, porque era la
fiesta de Navidad.
También nosotros sabemos,
¿o no?, de países de
África en los que las
esposas de los
presidentes proceden de
Europa.
Traen a sus hermanos o…, ¿quién sabe?,
a dirigir la
Economía.
Excelente idea…
¿Cómo va a poder un
negro dirigir bien
si sus
pelotas y su cartera no están
agarradas por
expertas Manos Blancas?
Y los presidentes y sus
primeras damas
gobiernan desde el Norte
Provenza, Ginebra, Milán…
Y se dirigen al sur, a África,
una vez al año
de vacaciones.
Mientras tanto,
¡mira!
En las capitales,
ex convictos de las cárceles
europeas conducen los autobuses de la ciudad y
los obreros negros de la construcción
sudan bajo el sol tropical, construyendo
pistas de patinaje sobre hielo para
la Gente Bonita…
Mientras otros Negros permanecen sentados con la mirada perdida
u
ocupados, escupiendo sus pulmones.
IGUAL QUE EN LOS BUENOS VIEJOS TIEMPOS
ANTES DE LA INDEPENDENCIA.
Sólo que
¡el presente es
mu-u-u-cho
mejor!
Pues
en estos gloriosos días en que
los analfabetos tuberculosos
arrancan ñames de la tierra con sus
manos sangrantes,
los ministros y comisionados
firman
concesiones
de minas y maderas
mientras beben champán, a cambio de
trigo amarillo que
la gente no puede comer.
Y, por la tarde,
sus esposas van en Mercedes-Benz a
la peluquería, para acicalarse para
el acontecimiento nocturno
mientras en el mercado
los buenos ñames se pudren por
falta de transporte y
los pocos que logran moverse
se envían por
cuatro céntimos
a lugares del extranjero como
bonitos objetos de adorno
en mesas de lujo.
Tenemos que cantar y bailar
porque algunos africanos lo lograron.
LA EDUCACIÓN SE HA VUELTO DEMASIADO
CARA. EL PAÍS NO PUEDE
GARANTIZARLA A TODO EL MUNDO.
Dios mío,
¿qué podemos hacer entonces
con los niños que no van a la escuela,
cuando
nuestros representantes e intérpretes,
los académicos de medio pelo
en política de poca monta
se corren las juergas de su vida
sonriendo en cócteles y en
mesas de conferencias?
Por lo menos ellos lo lograron, ¿no?
No,
no sólo de gari o de ugali
vive el hombre.
En consecuencia
no nos quejamos de los
costosos viajes a
«facultades» extranjeras donde
los nombran doctores honorarios
y lo celebran con té e
insípidos pasteles sajones
hechos por señoras sajonas todavía más insípidas…
Tampoco nos importa
que cuando regresan aquí,
habiendo hipotecado el país
por más de mil años
para mantenerse sobre nuestras espaldas
con navíos capitalistas y aviones fascistas,
nos
digan
que el agua de sus
tazas de wáter
es mejor que la que beben
los aldeanos…
Oh, gloria.
Mientras
el cólera se cobra las vidas
de sanos y fuertes pescadores,
los demás, bajo
techos llenos de goteras y calles sin iluminar,
harán repicar los tambores
y cantarán
bailarán
con
alegría
este año del aniversario de los lingotes de hierro
porque
tiene un apasionante atractivo
el morir a manos de un
hermano
que
lo
consiguió.
…
Ahora dicen que la carretera
a Ouagadougou es de primera categoría,
que la han reparado con dinero prestado por
los que saben dónde sembrar
—aun en un desierto—
para cosechar un millón de veces más.
—¿Y ahora has venido a Alemania? —preguntó Marija.
—Sí —repuso Nuestra Hermana.
Pero antes de Baviera, había estado en Francia, Bélgica, Holanda. Un día en
Salzburgo, seis en los dos Berlines.
Berlín Occidental,
tan llamativa como
una prostituta tímida en una
bulliciosa fiesta de despedida
a bordo de un barco que se hunde.
Berlín Oriental,
tranquila como una casa encantada
la tarde de un domingo.
Dada la neutralidad de sus gustos, a Sissie no le gustó ninguna de las dos.
—Sissie, ¿quién paga todos esos viajes?
—Marija, hubo una época en que estaba de moda ser africano. Y
compensaba mucho ser un estudiante africano. Y si eras un estudiante africano con
ganas de viajar, viajabas.
Movimientos de Juventudes Cristianas
Movimientos de Juventudes Musulmanas
La Conferencia de los No-creyentes para la Juventud
Los Comités Coordinados para Estudiante
del Mundo Libre
Las Primeras Internacionales para Juventudes Socialistas,
Campos de Trabajo Internacionales para
Estudiantes No Alineados…
«Es dinero bien gastado.
Nadie tiene la culpa de que no sepan
cómo emplear sus
asombrosos recursos naturales.
»¡Pero antes
hay que apoyar a sus líderes
por siempre jamás!
»Y es bastante lícito
lograr la presencia de
una
o dos de estas personalidades,
para adornar sus aburridos discursos y resoluciones.
»Sabemos
lo
que
queremos:
las líneas aéreas también dan sus beneficios.»
Y algunos de nosotros nos parábamos preguntándonos
cuánto tiempo iba a durar aquello.
Marija tenía los ojos enrojecidos. Decía que desde que había conocido a
Sissie le habría gustado tener más educación para poder viajar… No como
cualquier turista. Sissie le dijo que lo sentía. Como no deseaba compasión, Marija
sonrió, diciendo que era una suerte tener al Pequeño Adolfo, que iría a la
universidad, viajaría y regresaría a contarle todos sus viajes.
—Sí —dijo Sissie.
Recordando a su propia madre,
a quien enviaba
versiones
descaradamente mutiladas
de sus viajes.
¿Cartas?
Una vez por viaje, aunque un viaje dure
toda una vida.
Se quedaron sentadas y el tiempo pasó volando. El falso crepúsculo había
dado paso a la verdadera noche. La oscuridad había traído sus regalos de silencio y
pesadez, haciendo que el más despreocupado de los mortales se preguntase,
estando solo, sobre el lugar que ocupaba en todo aquello.
Sissie había estado mirando al suelo de un modo inconsciente, sin
percatarse de que Marija la había estado observando todo el rato. Cuando Sissie
levantó la cabeza y sus ojos se encontraron, a Marija se le arrebolaron las mejillas.
Intensamente rojas.
Sissie se sintió incómoda, sin saber la razón. La atmósfera cambió.
Al comienzo de su amistad, Sissie había pensado un par de veces, mientras
caminaban por el parque, el delicioso romance que habría vivido con Marija, si una
de las dos hubiera sido un hombre.
En especial si ella, Sissie, hubiera sido un hombre. Había imaginado y
paladeado las lágrimas, su angustia al saber que su amor era maldito. Pero se
habrían hecho promesas el uno al otro que, como es natural, no habrían superado
la prueba de su cumplimiento. Había imaginado las lágrimas de Marija…
Aquello era un juego, un juego que la había absorbido de tal manera que
había olvidado quién era, y que era una mujer. En su imaginación, era uno de esos
chicos negros en una de esas relaciones con muchachas blancas en Europa.
Recordando algunas historias que había oído, se estremeció, horrorizada.
Primera Norma:
el invitado no Deberá Comer Sopa de Palmito.
Demasiado íntimo, demasiado pesada.
Pero mis hermanos no saben,
o, si lo saben, se olvidan.
¿Sí?
Hay
excepciones,
preciosas excepciones,
¿éxitos maravillosos?
Pero ¿y los demás?
Lloro a
los Negros que perdieron el juicio
—a todo Negro que haya perdido el juicio—
porque un sastre de pobres
no se puede permitir el lujo de tirar sus
retales:
Cuerpos Negros Preciosos
convertidos en cadáveres de un gris elefante,
desparramados por todo el mundo occidental,
echados en las vías del tren para que
los expresos de medianoche los desfiguren
todavía un poco más,
expuestos a chorros de agua fría
enterrados bajo matorrales y nieve
con el pene mutilado.
Marija dijo quedamente:
—¿Querrás comer algo ahora, Sissie?
—No, Marija, no tengo hambre. Es muy tarde, creo que tendría que
regresar.
—Yo tampoco tengo hambre. Pero has dicho que te gustaría ver al Pequeño
Adolfo, ¿verdad? ¿Y puedo enseñarte también el piso de arriba de la casa?
—De acuerdo —dijo Sissie, saliendo lentamente de su miseria para entrar en
un mundo donde la necesidad de pagar las hipotecas y de irse de vacaciones hacía
que las habitaciones de los matrimonios estuvieran vacías y pudieran ser visitadas
por los extraños.
Ambas se pusieron en pie y se estiraron. Mientras subían las escaleras, a
Sissie se le borraron todas las imágenes de la modernidad del siglo XX. Por el
contrario, debido a lo avanzado de la noche, le parecía como si no estuviera
ascendiendo sino descendiendo hasta el fondo de una primitiva caverna. A la
derecha, a la izquierda, otra vez a la derecha, ya.
Sissie silbó.
«La que silba
o es puta
o bien es una bruja», decían los viejos.
Sissie silbó.
No conocía dioses desagradables.
Sólo había oído hablar de ellos.
Lo cierto es que la habitación parecía haber sido excavada en una roca
gigantesca existente en la imaginación del arquitecto. Triángulos y rincones
perdidos por todos lados. Paredes blancas. Una cama blanca gigante, blanda, que
esperaba ser utilizada.
Habla bajito
pisa suavemente.
Es un lugar sagrado
un santuario de sueños velados.
Y en verdad Sissie estaba segura de que no tenía derecho a estar allí. ¿Y
Marija? Sissie no podía relacionarla con aquel dormitorio de aspecto desolado o
con su sencilla elegancia funeraria. Pero, de cualquier forma, allí estaba ella,
moviéndose silenciosa, aquella extraña Marija, tocando esto y aquello, como si
también fuese la primera vez que entraba en aquel cuarto.
Había una mesilla a cada lado de la cama. En una no había nada. La otra
tenía un libro, un pañuelo… Justo enfrente del lecho había un tocador empotrado,
una estantería en forma de media luna que salía de la pared, haciendo que esa
parte de la habitación pareciese un bar. En la estantería se alineaban productos
embotellados de la industria cosmética. Frágiles armas para una guerra feroz. Se
erguían, altos y elegantes, con cuellos estilizados y abdómenes panzudos, con
tapones dorados que brillaban sobre cuerpos que exudaban una delicada
femineidad en su exquisitez de color pastel. Cremas rosas y azules. Más lociones
rosas y azules. Alimentos para la piel, de color blanco lechoso o verde aguacate,
que pregonaban solemnes orígenes científicos.
Sissie no tenía la más ligera idea del uso que se hacía de algunos de ellos.
Todos tenían aspecto de ser caros. Algunos estaban todavía dentro de la caja, por
lo que no parecía que se utilizasen en exceso.
Sissie sintió los dedos fríos de Marija en su pecho. Marija acariciaba el pecho
de Sissie con los dedos de una mano mientras con la otra tanteaba su talle una y
otra vez, buscando algo a lo que agarrarse.
La mano izquierda la hizo despertar a la realidad del abrazo de Marija. El
calor de sus lágrimas en su cuello. El ardor de sus labios contra los suyos.
Impulsivamente, como se hace en una pesadilla, Sissie se soltó. Lo hizo con
mucho esfuerzo, lo que era innecesario; de modo que golpeó sin querer a Marija en
la mejilla derecha con el dorso de la mano derecha.
Todo ocurrió en un segundo. Dos personas mirándose fijamente. Dos bocas
abiertas de incredulidad.
Sissie pensó en su casa natal. En el tiempo en que era una niña en el
poblado. En lo mucho que le gustaba dormir en la alcoba cuando llovía, envuelta
por completo en una de las telas akatado de su madre, mientras ésta trituraba fufu
en la antealcoba que también hacía las veces de cocina cuando llovía. Oh,
acurrucarse envuelta en la tela de madre mientras llovía. Cada vez que llovía.
Y ahora, ¿dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Quién manejaba
las cuerdas que la habían atraído hasta aquellas tierras de abetos donde no mucho
tiempo atrás los seres humanos alimentaban sus piras funerarias con otros seres
humanos, y donde ahora una joven ama de casa aria besaba a una joven negra con
tal desesperación, en medio de su cámara nupcial, en la intimidad de su clase
media baja? ¿Un nido de amor en una buhardilla que ahora sólo parece un nido,
pues el amor se fue con las hipotecas y las expectativas de vacaciones?
La voz de Marija le llegó desde muy lejos, leve, temblorosa y henchida de
lágrimas viejas.
—Éste es nuestro dormitorio. El de Adolfo Mayor y yo.
¿Quién es Adolfo Mayor?
¿Cómo es?
Adolfo Mayor, el padre del Pequeño Adolfo,
naturalmente.
¿Pero cómo va a creer uno en la existencia de este ser? Te haces amiga de
una mujer. Una mujer cualquiera. Y tiene un hijo. Y visitas su casa. Invitada por la
mujer, claro. Todas las tardes durante muchos días. Y cada vez te quedas durante
horas, pero nunca ves al marido, y una tarde la mujer te atrapa en un abrazo, sus
dedos fríos en tu pecho, sus lágrimas cálidas en tu cara, sus labios ardientes en tus
labios. ¿Te vas a tu poblado de África y dices…, qué dices, incluso desde el
principio de la historia: que conociste a una mujer casada? No, no resultaría fácil
hablar de esta mujer blanca con alguien del poblado… Mira qué pálida se ha
puesto de pronto, mientras se mueve temblorosa, como perdida en su propia casa.
Marija lloraba en silencio. En uno de sus ojos empezaba a apuntar el brillo
de una lágrima. Sólo del ojo izquierdo. El ojo derecho estaba completamente seco.
Sissie sintió dolor al ver aquella lágrima solitaria. Que siempre brota de un solo
ojo. De pronto Sissie comprendió. Lo había visto una vez y no lo iba a olvidar
jamás. Vio el cuadro del humo espeso que era como una nube de lluvia sobre las
chimeneas de Europa…
S
O
L
E
D
A
D
Cayendo siempre en forma de lágrima del ojo de una mujer.
¿Así que era aquello?
Negreros y traficantes de esclavos prepotentes.
Descubridores solitarios.
Aventureros caminantes y cazadores de leones.
Misioneros que se arriesgaban a acabar en la olla de los
caníbales para llevar el mundo a las hordas paganas.
Especuladores de oro, diamantes, uranio y cobre,
para no hablar del petróleo.
Predicadores del apartheid y celosos educadores.
Guardianes de la Paz Imperial y propietarios
de plantaciones homicidas.
El Señor Comandante y la Señora
Esposa del Comandante.
Miserables rufianes y desgraciadas prostitutas cuya única
distinción en la vida fue que al menos fueron mejores que
los nativos…
Cuando la habitación empezó a dar vueltas alrededor de ella, Sissie supo
que tenía que aguantarse las ganas de llorar. ¿Por qué iba a llorar por ellos? De
hecho, era más fuerte en ella el deseo de preguntarle a alguien por qué el mundo
entero ha tenido que pagar y está pagando todavía la desdicha de algunas
personas. Allá estaba. Seguía cayendo.
Una vez, hace muchos años, una misionera fue a la costa de Guinea. No a
buscar el polvo de oro legendario que hacía relucir las arenas de la orilla. Tal vez
no. Sino para ser la directora de una escuela femenina… Transcurrido un tiempo,
dicen que se convirtió en una acechante tigresa cuyas inmensas mamas jamás
alimentaron a un cachorro. Dedicó primero su juventud y luego el resto de su vida
a educar y enderezar a chicas africanas. Pero había en ellas una cosa que no podía
soportar ni entender, y era que «nunca decían la verdad» y siempre se estaban
riendo por lo bajo. La volvían loca.
Dicen que lo que le descompuso el alma fue que una noche, en una de sus
rondas nocturnas regulares, descubrió a dos chicas juntas en una cama. Aunque
era noche cerrada, dicen que vieron que primero se ponía pálida. Luego, colorada.
—¡Por Dios, niña!
¿Es que tu madre es salvaje?
No, señorita.
—¿Es tu padre salvaje?
—No, señorita.
—Entonces,
¿por
qué
vosotras
sois
salvajes?
Risitas, risitas, risitas.
Atrevidas niñas africanas
que se tronchan
al oír y
ver
a una mujer soltera europea
descompuesta ante
dos niñas en la misma cama.
Pero,
señora,
no se trata
simplemente
de salvajes…
Por lo aprendido hasta ahora.
Viva
la maravilla del inglés
el glorioso
eufemismo.
Porque,
señora,
no es exactamente s-a-l-v-a-j-e
sino un
D-e-l-i-t-o
un Pecado
S-o-d-o-m-í-a,
por lo aprendido hasta ahora.
Sissie miró a la otra mujer y volvió a desear que, por lo menos, fuera un
chico. Un hombre.
—¿Y por qué lloras? —le preguntó a la otra.
—Por nada —le respondió la otra.
Y ¿cómo
se consuela a la
que llora por
una pérdida colectiva?
Volvieron a la enorme cocina. Tenían que hacerlo. Y Marija tendría que
haber puesto la mesa para dos. Sacar los fiambres fríos. Lonjas de jamón frío.
Lonjas de cordero frío. Trozos de pollo frío. Rodajas de salchichas frías. Lonjas de
queso. Aceitunas. Pepinillos en vinagre. Chucrut. Todo frío como una piedra. Pero
todo sacado del frigorífico o de algún rincón de la cocina con una afectuosa
familiaridad.
A Sissie siempre le chocaría aquello. Comida fría. Aun después de haber
enseñado a su lengua a aceptarla, nunca llegó a entender por qué la gente comía
comida fría. Comer alimentos cocinados normalmente que se habían enfriado, sin
preocuparse en volver a calentarlos, ya era bastante desagradable. Pero llegar a
enfriar la comida para comérsela después, estaba por encima de su entendimiento.
Al final, decidió que tendría algo que ver con los cutis blancos, los cabellos rubios
sedosos y los climas muy fríos.
Marija preparó café y llevó el pastel. Plano, esponjoso y, encima, el rojo
oscuro y derretido de la jalea de ciruelas. Ciruelas. Aquello sí que era una
mermelada de fiesta. Sin embargo, también estaba claro que ninguna de las dos
tenía el estómago como para comer pastel de ciruelas. Ni ninguna otra cosa.
Cortaban trocitos pequeños, en intervalos muy espaciados, se los metían en la
boca, masticaban, tragaban, masticaban, tragaban.
Marija preguntó a Sissie por su familia.
—Siete de nosotros somos hijos de mi madre y dieciséis de mi padre.
Las dos estallaron en una carcajada. Después de la risa, Sissie explicó a
Marija más cosas sobre su familia…, sobre la poligamia. Sobre lo que le habían
parecido sus ventajas, pero admitiendo también que, básicamente, era muy injusto.
Cuando Sissie se dio cuenta de que ya habían roto el hielo, se le ocurrió
también que si Quienquiera que nos creó nos dio tanta capacidad para la pena,
también nos había dotado de risa para hacer que la vida, de alguna forma, fuera
más llevadera.
—¿Cuándo es tu cumpleaños? —preguntó Marija a Sissie. Esta última le dio
una respuesta.
Habían sido gemelos.
Su madre estaba embarazada tres meses
antes del gran terremoto, y
estuvieron diez meses en su seno.
Ella también preguntó a Marija su fecha de nacimiento. Por pura cortesía.
Sabiendo además que se iba a olvidar de aquello y de muchas otras cosas. Ella, que
nunca recordaba el día en que había nacido.
Como de costumbre, Marija acompañó a Sissie hasta la puerta del albergue
juvenil. Entonces, de repente, cuando se daban las buenas noches, Sissie se acordó
de que se marchaba dentro de una semana. Dentro de unos días se habría
marchado.
Adiós a
uno de los castillos más grandes de toda Alemania,
a la pompa silenciosa y a las miserias podridas.
Adiós a Marija. Sabía que no podía hablarle a Marija de su partida
inminente de la región. Aquella noche no. No era aquélla una noche para sugerir
lucubraciones sobre el paso del tiempo, o sobre nuestra mortalidad.
Veía que hay tantos adioses como holas, y que nos morimos en cada
separación. Sissie no tenía el tipo de valor que se necesitaba para comunicar a
Marija, a esas horas, que pronto se iría de aquella región.
Se separaron. Cuando entró en su dormitorio, descubrió que todos sus
compañeros estaban durmiendo. Tanto mejor, pues ni ella ni Marija se habían
acordado de la habitual bolsa de papel y su delicioso contenido.
En los pocos días que quedaban, los jóvenes dejaron de ir al criadero de
abetos. En su lugar, como punto final del programa, los llevaron por los pueblos de
Baviera, a ver los festivales y conocer las danzas populares. Siempre había un aire
de fiesta en los lugares donde iban. Y bebían en famosas jarras en forma de zapato,
les presentaban a funcionarios de distrito y locales que les hablaban de las
reformas educativas y de las aportaciones de su país a la ayuda extranjera
internacional destinada a las naciones en desarrollo. Y de paz…
Por lo aprendido hasta ahora,
una se pregunta si sus
esposas habrán sido alguna vez
cerdos de Guinea para probar
a píldora y otros
medicamentos
como dicen
que ocurre con
las mujeres de los mineros, con
las mujeres de los agricultores de los
rincones remotos de las
repúblicas bananeras y otros
denominados países en vías de desarrollo.
Oh.
Déjame llorar por
el Hombre al que traicionamos
el Hombre al que asesinamos.
Pues
¿qué otro hombre vive
aquí
que se atreva a decir a
estos guardianes de mi paz, y
a aquellos
benefactores explotadores
que olviden
mis problemas de
ignorancia
enfermedad
pobreza…
que interrumpan
sus mediocres préstamos humanos
que se metan
las píldoras donde
les quepan?
Conozco a un
profesor de geopolítica loco
al que nadie escucha:
que dice
que el peligro no ha sido nunca
la superpoblación.
Porque
la Tierra tiene capacidad para sostener
más del doble de los millones de gente
y suficiente para alimentarla.
Pero
preferimos
matar
que
pensar
o
sentir.
Hermano mío,
el nuevo juego es tan
eficiente,
menos sucio…
Un puñado de miembros arrugados
tan sólo
un puñado de semillas marchitas.
Ah-h-h,
Señor,
sólo una mujer Negra
puede
«agradecer
una humanidad suicida»
con su
muerte.
Llegó su última noche. Poco después de que Sissie y sus compañeros
llegaran de un viaje por los famosos lagos y montañas de la región, le dijeron que
Marija la estaba esperando en recepción. Se cambió rápidamente y salió a su
encuentro.
Marija pudo ver que Sissie estaba cansada. Tal vez no tan cansada como
para que la conversación se le hiciera pesada. Pero hacerle atravesar la ciudad
hasta su casa hubiera sido excesivo. Acordaron, pues, dar sólo un paseo alrededor
del castillo y mirar el río. Marija había traído al Pequeño Adolfo y Sissie la notaba
algo excitada. Pero como no sabía cómo decirle que aquélla era su última noche en
la ciudad, esperó a que ella empezara a hablar.
—Mañana al mediodía vienes a comer a casa, ¿sí? Voy a cocinar. Adolfo
Mayor estará en casa.
Sissie le dijo suavemente:
—No puedo ir. Lo siento.
La otra detuvo sus pasos de inmediato, soltando el cochecito del niño. Su
reacción asustó al niño, que empezó a llorar. Su madre lo cogió en brazos e intentó
consolarlo. Se había puesto muy pálida. Y luego muy colorada. Sissie estaba casi
encantada con esta magia del sonrojarse y palidecer. Al conocer a Marija había
tenido su primer encuentro personal con el fenómeno.
—¿Por qué no puedes venir?
En este momento, Sissie empezó a sentirse avergonzada y desdichada, pues,
aparte de todo lo demás, temía que, en su agitación, a Marija se le cayera el niño de
los brazos.
—¿Por qué no puedes venir?
—Tenía que habértelo dicho antes. Mucho antes, Marija.
—¿Qué? —preguntó Marija, mientras volvía a colocar a su hijo, algo más
tranquilizado, en el cochecito. Está claro que a las madres no se les caen los niños
así como así.
—Me voy mañana.
—¿Adónde vas?
—Vuelvo al norte.
—¿Qué norte?
—Frankfurt, Hannover, Gotinga, donde estaré en otro campamento de la
frontera oriental. Luego, después del campamento, regresaré a mi país.
—¿Y te tienes que ir ahora a ese campamento? ¿Mañana mismo?
—Sí, Marija. Tengo que aparecer por allá por lo menos unos días.
—Esto es muy triste, Sissie.
Lo era. La tristeza no estaba en sus palabras sino en su voz. Sus ojos. De
pronto, del otro lado del río llegó una bocanada de aire, como si hubiese pasado un
fantasma. Y lo que quedaba del día se replegó sobre sí mismo y murió.
¿Tal vez
hay ciertos encuentros
que no deberían producirse?
¿Niños que no deberían nacer?
Que llegan sin nada que nos enriquezca,
demasiado breve la duración de su estancia…
Sólo
nos dejan
las penas y dolores de
lo-que-podría-haber-sido-pero-no-fue
¿Tiempo y energías perdidas que
destrozan nuestra juventud
nos hacen más viejos, pero
no más sabios,
más pobres a pesar de todo?
—Y, de todas formas, dentro de un mes volverán a abrir mi universidad.
—Un mes, Sissie; ¿y te vas ahora?
No se iban a quedar paradas allí para siempre, así que, sin ser conscientes
de lo que hacían, Marija empezó a empujar de nuevo el cochecito de su hijo,
mientras Sissie le seguía el paso.
Sissie se sentía absolutamente acorralada.
—Un mes no es demasiado cuando se viaja —dijo a la defensiva.
—¿Ah, no?
—Y además tengo que hacer dos paradas por el camino.
—¿Por qué?
—Tengo que visitar a algunas personas.
—¿Aquí? ¿En Alemania?
—Una aquí. En Hamburgo.
—¿Qué hace en Hamburgo? ¿Quién está allá?
—Es una amiga. Una chica…
—…
—Cuando me marché de mi país, su madre me hizo prometer que no
volvería a casa sin haber visto a su hija con mis propios ojos. —¿Por qué?
—Para poder decirle cómo está realmente.
—¿Sí?
—Sí. ¿Sabes? En el fondo, a nuestra gente no le acaba de gustar que sus hijos
vengan a Europa o a cualquier otro sitio al otro lado del mar.
—¿Por qué?
—Porque les puede suceder cualquier cosa.
—Pero a la gente que está en casa, también le puede pasar algo, ¿no?
—Marija, no es fácil ser razonable en todo momento.
—Sí —asintió Marija en voz baja, consciente tal vez de que en ocasiones
también a ella le costaba ser razonable. Luego, dijo con timidez—: Los
estudiantes… ¿escriben cartas a sus casas?
—Sí —respondió Sissie—. Pero si no puedes mirar a alguien a los ojos,
¿cómo puedes saber si está diciendo la verdad?
—No puedes —corroboró la otra mujer.
—¿Y si está hablando desde el otro lado de los mares?
—Es imposible, ¿no?
—Sí, Marija. Por eso nuestra gente tiene un dicho que afirma que el que
diga que su testigo está en Europa es un embustero.
—¿Testigo? ¿Qué es testigo?
—Como en los juicios, alguien que habla a tu favor.
—Eso es un abogado.
—No. No necesariamente. Me refiero a alguien que puede demostrar que
está en una posición que le permite saber que el acusado no dijo o hizo lo que se le
imputa.
—Ah, ya. Y ¿qué dice tu gente de los testigos?
—Que el que insista en que su testigo está en Europa es un embustero.
Marija soltó una risita que traicionó su estado de ánimo anterior.
—¿Y qué vas a hacer a Londres?
—Voy a ver a un amigo.
Volvió a sonrojarse vivamente.
—Ya, ya, ya. Vas a ver a un amigo. Es muy importante, ¿verdad? Y te tienes
que ir de aquí enseguida, ¿verdad?
Sissie se estaba poniendo un poco nerviosa con Marija y la excitación que le
producía aquella noticia. Desde luego, sería muy agradable ir a ver a Quien fuese.
Pero, que fuera tan importante, ya no estaba tan segura. ¿Acaso Marija sentía
celos?
Marija le dijo:
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Me olvidé. Lo siento, Marija.
—Es muy triste que te hayas olvidado.
¿Por qué
pensamos siempre
que los otros están
locos,
sólo porque nos quieren?
Sissie se sentía como una hija de puta. No una puta. Una hija de puta.
Marija dijo temblorosa:
—¿Sabes lo que he hecho, Sissie?
—No. ¿Qué has hecho?
—Sí. Encargué un conejo al carnicero. Me lo ha traído hoy. Es tierno y
limpio. Lo cocinaba especialmente en tu honor. Mañana lo cocinaré… Adolfo
Mayor estará en casa… Comeremos todos juntos. Yo. El Pequeño Adolfo. Adolfo
Mayor.
—Oh. Bueno, Marija, yo no puedo ir. Escucha, ¿sabes cómo programan a un
visitante extranjero como yo? Han enviado toda clase de billetes, tren, avión, todo
con las reservas confirmadas.
—…
—Marija, no puedo hacer nada. Creo incluso que el jefe del campamento…
—Pero no me lo dijiste. Y yo dije, el domingo haré conejo para Sissie.
De improviso, algo estalló en Sissie, como si fuera fuego. No sabía
exactamente de qué se trataba. No era doloroso. No dolía. Por el contrario, era un
calor agradable. Porque mientras observaba a la otra mujer allí de pie,
mordisqueándose los labios, agarrando con fuerza el cochecito del niño y tan
descompuesta, ella, Sissie, sentía ganas de reír, y reír y reír. Era evidente que
estaba disfrutando al ver a aquella mujer dolida. No era algo que hubiese deseado.
Y tampoco parecía que pudiese controlarlo, esa dulce sensación inhumana de ver
retorcerse a otro ser humano. El descubrimiento de que herir a alguien puede
producir placer la golpeó como una piedra. Un placer intenso, tridimensional, un
deleite exclusivamente masculino, estimulante más allá de toda medida. Y se
preguntaba si también aquello sería un don de Dios al hombre.
—¿Por qué no me lo dijiste antes de hacer todos estos planes? —preguntó
Sissie a la otra mujer.
—Era una sorpresa para ti —respondió Marija con timidez.
—Bueno, mala suerte. Tendréis que comeros mi porción de conejo.
La perplejidad de Marija no tenía límite.
Sissie se daba cuenta de ello. Lo veía en sus ojos incrédulos, en sus manos
inquietas y en sus labios, que no dejaba de mordisquear.
Pero, oh, su piel. Parecía que la piel de Marija fuese al compás de sus
emociones, encendiéndose y apagándose como un letrero luminoso. Y mirándola a
la luz del sol estival del crepúsculo, Sissie no pudo dejar de pensar que debía de
ser algo muy peligroso eso de ser blanco. Te hacía estar horriblemente indefenso,
terriblemente vulnerable. Como haber nacido sin piel o algo así. Como si el
Creador hubiera dado forma al cuerpo humano y luego lo hubiera metido en una
bolsa de polietileno en lugar de darle la capa protectora ordinaria, y lo hubiera
soltado en el mundo.
Dios mío, se preguntaba, ¿será ésta la razón por la cual en general tienen
que ser extremadamente feroces? ¿Es así como se sienten seguros aquí, sobre la
tierra, bajo el sol, la luna y las estrellas?
En aquel momento se dio cuenta de que si seguía aquella línea de
pensamiento, podía hacer alguna locura… Por fortuna, Marija continuaba
hablando.
—Decía…, decía, Sissie, ¿a qué hora te vas mañana?
—… Perdona, no te había oído bien… A una hora espantosa, muy de
mañana. Muy temprano.
—A las seis y treinta, ¿verdad? Sólo hay un tren que vaya de aquí a Munich
a primera hora de la mañana.
—Sí…, sí. Debe de ser ése.
—Iré a despedirte.
—¿Por qué te vas a molestar? No tienes por qué perder horas de sueño… Y,
de todas formas, detesto las despedidas de última hora.
Marija se limitó a mirarla con fijeza. Y ella comprendió que su última frase
había sido totalmente innecesaria. Se produjo una prolongada pausa durante la
cual ninguna de las dos dijo una palabra. Luego Marija reanudó su batalla.
—Iba a cocinarlo con salsa francesa, el conejo, mit vine und garlic und käse…,
queso. ¿Sabes, Sissie?
Y Sissie se percató por primera vez de que, en el poco tiempo que había
durado su amistad, cuanto peor se sentía Marija, más alemán se volvía su inglés.
—Marija —dijo Sissie, intentando no traslucir su enojo—, has dicho que
Adolfo Mayor estaría en casa mañana.
—Sí.
—Mmmm. ¿Seguro que el conejo no era para él?
—Pues no…, sí…, pero… pero…
—Bueno, haremos ver que era para él y nos animaremos… Además, no está
bien que una mujer disfrute cocinando para otra mujer. Bajo ningún concepto. No
se hace. No es posible. Las comidas especiales son para los hombres. Son el único
sexo al cual el Creador le dio una boca para disfrutar de la comida. Y la mujer, la
eterna cocinera, nunca está tan contenta como cuando ve a un hombre disfrutando
lo que ella le ha cocinado; ¿eh, Marija? Así que dale el conejo a Adolfo Mayor y
observa cómo lo disfruta. Por mí. Y aun mejor, por ti misma.
También esta vez Marija observó a Sissie con una extraña concentración.
Pero no entendía ni una sola palabra. Porque, por serio que pareciese, Sissie sólo
estaba contando un chiste bastante sutil.
Después de hacer daño
intentamos ser graciosos
y caernos de bruces,
olvidándonos de que para
el que sufre
la Comedia es
la Tragedia y
ésta es la
respuesta al
acertijo.
Se dijeron adiós y se separaron.
Al día siguiente, al despuntar el alba, Sissie se marchó del albergue junto
con otros del grupo que también iban hacia el norte del país.
Dejó uno de los castillos más grandes de toda
Alemania…
Su río
su foso seco
sus gritos silenciosos en las mazmorras
se los llevó el tiempo…
Ambiciosos propietarios guerreros
y sus
blanqueados huesos.
El tren llegó al cabo de pocos minutos de esperarlo. Entonces Sissie vio a
Marija corriendo hacia ellos, con una bolsa de papel de estraza en la mano. Sin que
viniera a cuento, pensó en que Marija debía de haberse levantado muy temprano.
Marija chocó contra Sissie, la abrazó, sonriendo y con la sospechosa lágrima
brillándole ya en las pestañas.
—Oh, Marija —dijo Sissie.
Y eso fue todo lo que pudo decir. Luego, el tren estaba allí. Se quedaron de
pie mirándose, sin encontrar palabras, que, de todas formas, hubieran sido vacías.
Por fin, Marija se inclinó y besó a Sissie en la mejilla. Nuestra Hermana no
dio rienda suelta a un sentimiento de ultraje que le brotaba, reconociendo en aquel
gesto una maldita costumbre.
Mientras tanto, sus compañeros de viaje le hacían señas para que se diera
prisa y subiera al tren. Marija le tiró a las manos la bolsa de papel cuando se
apresuraba a subir al vagón. Era un tren local y no iba muy lleno.
Ella sentada junto a la ventana, el tren que anunciaba la partida, Marija que
hablaba precipitadamente.
—Sissie, si tienes tiempo, en Munich, si el tren te da tiempo, Sissie, antes de
ir al norte, por favor, no te lo pierdas, párate en Munich, aunque sólo sea para
pasar un rato… Por favor, Sissie, tal vez sólo un par de horas. Tal vez esta mañana.
Y te vas por la tarde. ¿Sí?
—¿Sí, Marija?
—Porque München, Sissie, es nuestra ciudad, Baviera. Nuestra propia
ciudad… Tan bonita que tienes que verla, Sissie. Te iba a llevar allá. Las dos. A
pasar un día. Por favor, Sissie, visita München. Hay mucha música. Museos.
El tren empezó a moverse. Allí, en el andén, estaba Marija. Para quienes las
cosas son sólo lo que parecen, una joven mujer bávara…, no una adolescente, pero
tampoco anciana, con cabello castaño corto, muy corto, sonriendo, sonriendo,
sonriendo, mientras una enorme lágrima le corría mejilla abajo.
¿München
Marija
Munich?
No, Marija.
Puede que ella lo prometa,
pero no que lo cumpla.
No perderá
un minuto precioso
para ver Munich y perder un tren.
Marija,
nada del
mundo occidental es una
necesidad…
Ninguna ciudad es santa,
ningún lugar es sagrado.
Ni Roma,
ni París,
ni Londres…
Ni Munich, Marija,
y los porqués y paraqués
deberían ser evidentes.
Munich no es más que un sitio…
otra conexión donde encontrar a
un hermano y cambiar impresiones.
Ella dijo: —Hola Hermano.
Él dijo: —Hola Hermana.
—Soy de Surinam.
—Yo soy de Ghana.
Se sentaron en un restaurante de la estación
comieron con fornidos obreros alemanes
la versión centroeuropea de un
plato afrohispanocaribeño:
carne, maíz y guindillas
¿te gusta?
Y hablaron de
Barcelona y de toros,
España…
Donde un viejo
está sentado sobre los sueños de un pueblo…
Donde dicen que no hay
discriminación contra los NEGROS
¿Ah, sí?
Cuando un imperio está en declive,
cae,
sus esclavos son
perdonados
tolerados
amados.
Podría suceder otra vez, hermano,
está sucediendo ahora…
Deja pues a la Pantera que mantenga
afilados
sus garras y
colmillos…
Munich, Marija,
es el Adolfo Original de los tipos agitadores
y pendencieros que buscaban
un
Führer…
Munich es
el primer ministro Chamberlain
apresurándose a salir de su isla para
apaciguar,
mientras las Mamás Judías
recién enviudadas se preguntaban
qué cacerolas y sartenes
podían salvar.
En 1965
Rhodesia se proclamó independiente
y el primer ministro dijo, lógicamente,
desde su isla:
—La situación
no ha cambiado,
no podemos luchar contra
nuestros propios parientes.
O algo así.
Ah. München,
Marija,
Munich…
Es una lástima, Marija.
Pero
son los seres humanos,
no los lugares,
los que forman los recuerdos.
¿Nein?
El tren estaba decidido a devolver a Nuestra Hermana a sus orígenes.
Pronto la ciudad desapareció de la vista. Era demasiado pronto para tener hambre,
pero por curiosidad abrió la bolsa marrón. Había bocadillos de salchicha, algunos
dulces, una lonja de queso y ciruelas.
Mujeres y niñas
GRACE PALEY
ANDRÉE CHEDID
ANGELA CARTER
Una sensación única. Vean cómo los insaciables apetitos de lady Purple la
convirtieron en la marioneta que tienen ante ustedes, dirigida tan sólo por las
cuerdas del deseo. Vengan a ver esta muñeca, la única reliquia que ha sobrevivido a
la desvergonzada Venus oriental.
El ardiente espectáculo desprendía una intensidad casi religiosa, pues,
como no puede haber espontaneidad en una representación de marionetas, ésta
siempre tiende a la extasiada intensidad de un ritual y, al final, cuando el público
salía perplejo de la oscura caseta, había conseguido vencer su incredulidad y casi
convencerlos de que la extraña figura que había dominado el escenario era
realmente la petrificación de una prostituta universal que una vez había sido una
mujer en la que un exceso de vida había negado la vida, cuyos besos habían
consumido como un ácido y cuyo abrazo había destruido como el rayo. Pero el
profesor y sus ayudantes desmantelaban enseguida el escenario y guardaban las
marionetas, que, a fin de cuentas, no eran más que madera terrenal, y, al día
siguiente, la obra se volvía a representar.
Ésta es la historia de lady Purple, tal como la interpretaban las marionetas
del profesor al son del delirante obbligato del samisén de la niña muda y del sonoro
chasquido de los miembros de los actores.
Los amoríos de lady Purple
DJUNA BARNES
Una y Lena eran como dos buenos caballos, caballos que uno ve cuando
empieza a amanecer mientras pacen lentamente, balanceándose de un lado a otro,
caballos que aran, nunca con prisas, pero siempre haciendo algo. Eran mujeres
polacas que trabajaban el campo todos los días, hablando poco, pensando poco,
sintiendo poco, con una mirada carente de todo, salvo un destello de astucia que
de vez en cuando se advertía con claridad en Una, la mayor. Lena soñaba más, si se
puede llamar sueños a los silencios de un animal. Durante horas dejaba su mirada
perdida en el horizonte, con sus párpados inmóviles desprovistos de pestañas, y
con una extraña calidad metálica en el iris de sus ojos. Tenía unas cejas tan claras
que apenas se distinguían, lo que, unido a sus ojos muy abiertos cuando caía en
esos silencios, le daba una expresión de persona medio loca. Su rostro
marcadamente campesino estaba bordeado por un flequillo de cabello pelirrojo,
como un tapete de lana, de un color a la vez raro y atractivo, un color obstinado,
un color que parecía hacer que Lena sintiese que algo extraño y malhumorado se le
había instalado en la frente; pues, de vez en cuando, arrugaba su gruesa y blanca
piel y sacudía la cabeza.
Una nunca mostraba su pelo. Siempre lo cubría con un pañuelo estampado,
aunque lo tenía muy bonito, de ese rubio ceniza que uno ve en los niños que corren
al sol.
En un principio las tierras habían sido de su padre. Cuando murió, se las
dejó a ellas de una forma muy peculiar. Temiendo divisiones o peleas en la familia,
legó a Una todos los pies impares, empezando por el primero en la valla, y todos
los pares a Lena, empezando por el segundo. Así que las dos muchachas araban y
surcaban y trasplantaban y almacenaban una copiosa cosecha cada año sin
disputarse la herencia. Trabajaban en silencio, hombro con hombro, sin quejarse.
Los huertos tampoco se quejan cuando sus ramas florecen y se cargan de frutos
cada vez más pesados. Tampoco se queja la tierra cuando la hiere el arado, y
cicatriza para dar paso a las flores y las verduras.
Después de ahorrar durante largos meses, habían construido una casa, a la
que trasladaron sus muebles y a un tío, Karl, que se había vuelto loco un día
recogiendo heno.
No manifestaron sorpresa ni pena. Para nosotros la locura significa
retroceso; para las personas como Una y Lena significaba un avance. Ahora su tío
había penetrado en un mundo más allá de ellas, el mundo de la fantasía. Durante
cincuenta años había sido como ellas, silencioso, trabajador, poco imaginativo. Y
de pronto, como un colegial que pasa sus exámenes, se había elevado a otra forma,
en la que hablaba de cosas de las que sólo hablan las personas que han renunciado
a la tierra: cosas extrañas, irreales, sin importancia; cosas ante las cuales se siente
un cierto respeto, pues no se refieren a ganancias ni a pérdidas.
Cuando Karl se ponía de pronto a gimotear, lo escuchaban un rato desde el
campo como dos perros que paran el oído a un sonido familiar, y, al cabo, Lena iba
y le hacía masajes hasta calmarlo, con la misma energía con la que hubiera
presionado la bolsa alargada que contenía la uva en tiempo de hacer conservas.
Una había ido a la escuela el tiempo justo para aprender a deletrear su
nombre con dificultad y a sumar. Lena, por alguna razón, se había librado. No
sabía escribir su nombre ni los números; estaba contenta de que Una pudiera llevar
«los negocios». No se daba cuenta de que con la suma se sabe que dos y dos son
cuatro y que cuatro es mejor que dos. Nunca se le pasó por la cabeza que un día
pudiera ser víctima de algún bribón, traidor o estafador. Para ella estaba muy claro
que allí vivirían y allí morirían. En la finca había un cementerio familiar donde
habían sido enterradas dos generaciones. Y allí, suponía ella, también descansaría
Una cuando su mecha dejara de responder al aceite.
La tierra era suya y de Una. Compartían el trabajo, las pérdidas y también
lo que sacaban de ella. Cuando la estación de las conservas iba bien y no moría
ningún caballo, ella y su hermana iban a la ciudad a comprarse botas nuevas y
unos volantes para el Sabbath. Y si todo les iba bien y todas las cosechas se vendían
a buen precio, añadían un poco de mobiliario a sus escasas pertenencias, o
compraban más plata para guardarla en la cómoda destinada a la hermana que se
casara primero.
Lena nunca se había molestado en pensar cuál de las dos llegaría primero a
la cómoda. Se sentaba durante horas y horas, después de desbrozar el campo, sin
decir nada, mirando al horizonte, lanzando tal vez un guijarro colina abajo, y
escuchando su eco en el barranco.
Ni siquiera se paraba a pensar en la manera en que Una se ocupaba de los
asuntos. Una era su hermana; aquello era suficiente. La mano derecha siempre va
acompañada de la izquierda. Lena no había aprendido que, a veces, las manos
izquierdas roban mientras las derechas se estrechan en un gesto de amistad.
En ocasiones, tío Karl se escabullía de Lena y, pasando por encima de
pantanos y cercas, aparecía de pronto en una finca vecina, y allí le creaba
problemas al propietario. Entonces Lena lo llevaba a casa, con la misma actitud
impertérrita que cuando recogía las vacas. Un día lo trajo un hombre.
Aquel hombre era sueco, de cara pálida, con una cierta perspicacia en la
mirada que hacía sospechar que de vez en cuando tenía pensamientos que nada
tenían que ver con el campo. Era ancho de hombros y mediría casi uno noventa.
Después de aquello había vuelto a ver a Una muchas veces. Una tarde se quedó de
pie junto a la puerta, girando la cabeza y los hombros a uno y otro lado, mirando
primero a una hermana, luego a la otra. Tenía esa clase de labios pálidos y bien
formados que dan la sensación de resultar cómodos al propietario. De vez en
cuando, los humedecía con un rápido movimiento de la lengua.
Siempre llevaba guardapolvos marrones, abombados a la altura de la
rodilla y de un color más claro a la altura de los codos. El primer día, las hermanas
habían sabido que era «ayudante» del dueño de la finca colindante. Gruñeron en
señal de aprobación y le preguntaron lo que ganaba. Cuando dijo un dólar y medio
y pensión completa durante toda la estación invernal, Una le sonrió.
—Buena paga —le dijo, y le ofreció un vaso de vino caliente con especias.
Lena no dijo nada. Con las manos en las caderas, lo observaba o elevaba su
mirada al cielo. Lena era joven todavía y la noche aún la atraía. También le gustaba
el sueco. Era robusto, grande y «de buena casta». Esto significaba para ella lo
mismo que cuando se refería a un caballo. Tenía calidad, que, a su juicio,
significaba lo mismo. Y era «adecuado», así como el suelo es adecuado para
asegurar unos beneficios. En otras palabras, estaba sano y se ganaba la vida.
En un principio él se había fijado más en Lena. El suyo era el rostro más
suave de dos rostros duros como piedras. Su barbilla terminaba en una punta que
podría haber significado que a veces podía mirar con suavidad, que su lenta
sonrisa podía llegar a ser dulce, una sonrisa que iba descubriendo con timidez una
dentadura grande y bonita. Con el tiempo, aquella sonrisa podía llevar a pensar
más en sus labios que en la dentadura, en lugar de lo contrario, como era el caso.
En la barbilla de Una acechaba un diablo. Se doblaba hacia dentro
secretamente bajo el labio inferior. El rostro de Una era un bloque compacto de
cálculo, excepto encima del labio superior, donde temblaba un poquito de vello.
Sin embargo, daba una sensación extraña. Hacía pensar en un fleco de
adorno en un martillo.
Una se había adjudicado al sueco. Hizo lo imposible para ofrecerle el
equivalente a las miradas encantadoras de las chicas de sociedad. Lo dejaba sentar
y ella se quedaba de pie, lo dejaba holgazanear aunque hubiese trabajo que hacer.
En momentos en que hubiera puesto a pelar patatas a cualquiera, a él le ofrecía
vino o cerveza, pan negro y pastelillos ácidos.
Lena no hacía nada de todo esto. Parecía desdeñarlo, fingía indiferencia, lo
ignoraba. Si hubiera sido lo bastante inteligente, habría mirado en su interior.
Para él, su indiferencia era desprecio, su silencio era censura, su desinterés
era un insulto. Por fin la dejó en paz y dedicó su tiempo a Una, yendo a buscarla a
menudo los domingos para ir a dar largos paseos. Adónde y por qué no
importaba. A un festival en la iglesia, a una matanza de cerdo, si se hacía en
domingo. A Lena no parecía importarle. Ésa era su intención; no era generosidad o
espíritu de sacrificio por su parte, en absoluto. Era simplemente que nunca se le
había pasado por la cabeza casarse antes que su hermana, que era la mayor. En
realidad, lo que le hacía esquivar al amante de Una era la impaciencia por casarse.
Tan pronto como se deshiciera de Una, también ella podría pensar en casarse.
Una no podía comprenderla. A veces la llamaba y, de pie con los brazos en
jarras, se quedaba mirándola fijamente durante tanto rato que Lena la olvidaba y
su mirada se perdía en el cielo.
Un día Una llamó a Lena y le dijo que estampara su marca en la parte
inferior de una hoja de papel llena de una letra ininteligible. La de Una.
—¿Qué es? —dijo Lena, cogiendo la pluma.
—Sólo dice que los pies pares de la finca son tuyos.
—Eso ya lo sabes —dijo Lena, volviendo a dejar la pluma.
Una volvió a dársela.
—Ya lo sé, pero quiero que lo escribas: que son míos todos los pies pares de
la finca empezando por el segundo desde la cerca.
Lena se encogió de hombros.
—¿Para qué?
—Lo piden los abogados.
Lena estampó su marca, depositó la pluma y empezó a pelar guisantes. De
pronto, sacudió la cabeza.
—Pensaba que los pies pares eran míos ¿no? —dijo, empujando la cacerola
hacia sus rodillas y mirando fijamente a Una con ojos muy abiertos y suspicaces.
—Sí —afirmó Una, que acababa de guardar el papel en una caja con llave.
Lena arrugó la frente, acercando así el flequillo pelirrojo a sus ojos.
—Pero me has hecho firmar que eran tuyos, ¿eh?
—Sí —asintió Una, poniendo el agua a hervir para el té.
—¿Por qué? —quiso saber Lena.
—Para tener más tierra —respondió Una sonriendo.
—¿Más tierra? —inquirió Lena, poniendo la cacerola de los guisantes
encima de la mesa y levantándose—. ¿Qué quieres decir?
—Más tierra para mí —respondió Una complacida.
Lena no podía entenderlo y empezó a restregarse las manos. Cogió una
vaina y la rompió con los dientes.
—Pero yo estaba contenta con la tierra tal como estaba —dijo—. No deseo
más.
—Yo sí —respondió Una.
—¿Y eso hace que yo tenga más? —preguntó Lena con desconfianza,
inclinándose un poco hacia adelante.
—Hace que no tengas nada —respondió Una—. Ahora eres mi ayudante…
Entonces Lena comprendió. Se quedó inmóvil por un instante.
Inesperadamente, agarró el cuchillo del pan y, abalanzándose hacia adelante, gritó:
—Me has cogido mi tierra…
Una la esquivó, le agarró la mano que sostenía el cuchillo, la hizo descender
y se lo quitó con toda tranquilidad. Luego apartó a Lena de un empujón y repitió:
—Ahora trabajarás exactamente igual, pero para mí… ¿Por qué estás tan
enfadada?
Ni una lágrima acudió en auxilio de Lena. Y, si lo hubiera hecho, se habrían
secado al instante al contacto con el acero que ardía en sus ojos. En un tono de voz
cargado de un odio repentino y terrible dijo:
—Sabes lo que has hecho, ¿no? Sí, me has quitado los árboles frutales, me
has quitado el lugar donde he trabajado durante años, me has robado mis cultivos,
te has quedado con mi cosecha. Pase, pero además me has quitado la tumba. Me
has quitado el lugar donde vivo y el lugar donde iré cuando muera. Tal vez
hubiera trabajado para ti, pero —dijo golpeándose el pecho—, cuando muera,
moriré para mí misma.
Dicho lo cual se dio media vuelta y salió de la casa.
Se dirigió al granero. Sacó los dos caballos sementales y los enganchó al
carro. Haciendo el menor ruido posible, los llevó hasta el camino. Luego se montó,
agarró el látigo con una mano y las riendas firmemente con la otra y gritó con voz
ronca:
—¡Eh, tú, perrito, mira cómo monto! —Y cuando Una fue corriendo a la
puerta, Lena volvió a gritar, girándose en el asiento: —Yo también te lo quito.
Y, lanzando el látigo hacia los caballos, desapareció en un remolino de
polvo.
Una se quedó de pie protegiéndose los ojos del sol con la mano. Nunca
habían visto a Lena enfadada, por lo cual pensó que se había vuelto loca, como le
había ocurrido antes a su tío. Era plenamente consciente de que le había hecho una
mala jugada a Lena, pero no había contado con que Lena también se diera cuenta.
Se preguntaba cuándo regresaría con los caballos. Incluso preparó comida
para las dos.
Lena no regresó. Una la esperó hasta el amanecer. Le preocupaban más los
caballos que su propia hermana; los caballos representaban seiscientos dólares,
mientras que Lena sólo era un familiar. Por la mañana, regañó a Karl por haber
dado sangre de locos a la familia. Luego, hacia la segunda noche, esperó al sueco.
La noche pasó como las otras. El trabajador sueco no se presentó.
Una estaba aturdida. Fue a ver a un vecino y le expuso el asunto. Éste le dio
algunos consejos legales que la dejaron estupefacta.
Por fin, al terminar la semana, como no aparecían ni los caballos ni Lena, y
también por la extraña ausencia del hombre que había estado cortejándola algunas
semanas, Una lo puso en conocimiento de la policía local. Y diez días después
localizaron los caballos. El hombre que los llevaba dijo que se los había vendido
una joven polaca que pasó por su granja con un hombre alto, sueco, avanzada la
noche. Ella había explicado que había intentado venderlos aquel día en una feria,
pero que no había podido separarse de ellos, y al cabo se los había dejado a él por
un precio bajo. Añadió que le había pagado trescientos dólares. Una volvió a
comprarlos por aquel precio con dinero ahorrado duramente, tanto suyo como de
Lena.
Luego, esperó. Un amargo odio iba creciendo en su interior y recorría sus
campos de acre en acre con un ayudante contratado que parecía una gran cosa
hecha de madera.
Pero, a medida que pasaba el tiempo, sus sentimientos cambiaban. A veces
casi llegaba a arrepentirse de lo que había hecho. Al fin y al cabo, Lena había
trabajado bien y de un modo pacífico. Había sido Lena también la que mejor
conseguía apaciguar a Karl. Sin ella, recorría la casa frenético y pateando el suelo y
últimamente había empezado a acusarla de haber asesinado a su hermana.
Entonces, un día, apareció Lena llevando algo en los brazos, meciéndolo de
lado a lado mientras el sueco amarraba una bonita yegua en la puerta del granero.
Lena se acercó a la casa cantando y tras ella iba su hombre.
Una se quedó de pie inmóvil, impertérrita, callada. Cuando Lena llegó hasta
ella, destapó el fardo y le acercó el bebé.
—Bésalo —dijo.
Sin pronunciar palabra, Una se inclinó y lo besó.
—Gracias —dijo Lena, volviendo a colocar la mantilla—. Ahora ya has
puesto tu señal. Ya has firmado. —Y sonrió.
El sueco estaba un poco moreno del sol… Se sacó la gorra y se quedó allí
sonriendo incómodo.
Lena prosiguió hacia dentro y se sentó.
Una la siguió. Detrás de Una iba el padre.
Se oía a Karl cantando y zapateando arriba.
—Dale agua de melaza y pastelillos —gritó, asomando la cabeza por la
trampilla, tras lo cual estalló en carcajadas.
Una llevó tres vasos de vino. Inclinándose, acarició al bebé en la barbilla
para hacerlo sonreír.
—Cuéntame —dijo.
Lena empezó:
—Bueno, yo fui a buscarlo —dijo señalando al azarado padre—. Y lo puse
detrás y lo llevé a la ciudad y me casé con él. Y se lo expliqué. Le dije: Se ha
quedado con mi tierra, las flores, los frutos y las verduras. Y también me ha
quitado la tumba donde he de descansar…
Y al final parecían buenos caballos, pero uno de ellos andaba algo
encabritado.
Oke de Okehurst
VERNON LEE
¿Te acuerdas de que hace años te dije que me había embarcado en pintar a
un matrimonio de hacendados del condado de Kent? No entiendo qué fue lo que
me hizo decir que sí a aquel hombre. Un amigo mío lo había traído un día a mi
estudio. El señor Oke de Okehurst, decía su tarjeta de visita. Era un hombre joven
muy alto, de muy buena planta y buen aspecto, con una piel preciosa y bigote
rubio, y la ropa le sentaba de maravilla; exactamente igual que cientos de hombres
jóvenes que uno ve en el parque, y por completo carente de interés de pies a
cabeza. El señor Oke, que había sido teniente de regimiento antes de casarse, se
sentía incómodo en forma visible al encontrarse en el estudio de un pintor. Sentía
recelos ante un hombre que podía llevar abrigo de terciopelo en la ciudad, pero al
mismo tiempo estaba nerviosamente ansioso por no tratarme en lo más mínimo
como a un hombre de negocios. Se paseó por mi estudio, lo miró todo con la más
escrupulosa atención, balbuceó un par de cumplidos, y luego, dirigiendo a su
amigo una mirada suplicante, trató de ir al grano, sin conseguirlo. El asunto, que el
amigo explicó con amabilidad, era que el señor Oke deseaba saber si mis
compromisos me permitirían pintarlos a él y a su mujer y cuáles serían mis
condiciones. El pobre hombre se sonrojó de arriba abajo durante esta explicación,
como si hubiera hecho la proposición más deshonesta; y advertí —la única cosa de
interés en su persona— una extraña arruga nerviosa en la frente, entre las cejas, un
corte longitudinal perfecto, algo que por lo general indica alguna anormalidad: un
doctor de locos que conozco lo llama pliegue maníaco. Cuando le respondí,
inesperadamente estalló en un montón de confusas explicaciones: su esposa…, la
señora Oke…, había visto algunos de mis… cuadros…, pinturas…, retratos…, en
la… la… ¿cómo se llama? Academia. Ella había… En pocas palabras, le habían
impresionado mucho. La señora Oke tenía gran sensibilidad para el arte; en
resumen, estaba sumamente ansiosa de que pintara su retrato y el de su marido,
etcétera.
—Mi mujer —añadió de pronto— es una mujer extraordinaria. No sé si la
encontrará guapa…, no lo es con exactitud, ¿sabe? Pero es tremendamente extraña.
Y el señor Oke de Okehurst dio un pequeño suspiro y frunció aún más
aquel curioso pliegue, como si un discurso tan prolongado y una expresión de
opinión tan decidida le hubieran costado un gran esfuerzo.
Estaba en un momento muy desafortunado de mi carrera. Una de mis
clientes —¿te acuerdas de la señora gorda con la cortina colorada detrás de ella?—
llegó a la conclusión, o la convencieron, de que la había pintado vieja y vulgar, lo
que, de hecho, era cierto. Toda su camarilla se había vuelto contra mí, los
periódicos se habían hecho eco del asunto, y en aquel momento me consideraban
como un pintor a cuyos pinceles ninguna mujer confiaría su reputación. Las cosas
me iban mal. Razón por la cual cogí al vuelo muy contento la oferta del señor Oke,
y convinimos en que iría a Okehurst al cabo de quince días. Pero apenas se había
cerrado la puerta tras mi futuro cliente, y yo ya empezaba a arrepentirme de mi
precipitación; y mi descontento fue en aumento, a medida que se aproximaba el
momento del cumplimiento, al pensar que desperdiciaría todo un verano pintando
el retrato de un hacendado del condado de Kent totalmente carente de interés, y de
su, sin duda, también insípida esposa. Recuerdo perfectamente el terrible humor
en que estaba cuando cogí el tren a Kent, que empeoró todavía más cuando me
apeé en la pequeña estación, la más cercana a Okehurst. Llovía a cántaros. Una
reconfortante furia me invadió cuando pensé que, en un acto solidario, mis lienzos
se mojarían antes de que el cochero del señor Oke los hubiese cargado en lo alto de
la tartana. Me estaba bien empleado por ir a aquel maldito lugar a pintar a aquella
maldita gente. Salimos bajo aquella lluvia persistente. Las carreteras eran una masa
de fango amarillento; la hierba de los pastos llanos e interminables se convertía, al
pie de los robles, en un horrible caldo marrón, después de haber quedado reducida
a cenizas por una prolongada sequía; el campo tenía un aspecto insufriblemente
monótono.
Mi estado de ánimo se hundía por momentos. Empecé a cavilar sobre la
casa de campo estilo gótico moderno, con la cantidad habitual de mobiliario
Morris, alfombras Liberty y novelas de Mudie, a la que sin duda me conducían. En
mi mente, veía con toda claridad los cinco o seis retoños Oke —aquel hombre
tendría con seguridad por lo menos cinco hijos—, las tías, las cuñadas y las primas;
la eterna rutina del té vespertino y el tenis sobre hierba; sobre todo, me imaginaba
a la señora Oke, robusta, bien informada, ama de casa ejemplar, una joven dama
que contribuía en las campañas electorales y organizaba obras de caridad, quien,
para un individuo como el señor Oke, merecía el calificativo de mujer
extraordinaria. Y en mi interior se me caía el alma a los pies, y maldecía mi avaricia
al aceptar el encargo y mi falta de coraje al no rechazarlo cuando aún estaba a
tiempo. Entretanto, habíamos entrado en un gran parque, o más bien una larga
sucesión de pastos, salpicados de enormes robles, bajo cuyas copas se
apelotonaban las ovejas, resguardándose de la lluvia. A lo lejos, emborronadas por
la cortina de lluvia, había una línea de colinas bajas, bordeada por un escarpado
perfil de abetos azulados y un molino solitario. Debíamos de haber recorrido ya
más de dos kilómetros desde que habíamos visto la última casa, y no se distinguía
ninguna a la vista; tan sólo la ondulación de la hierba seca, empapada de marrón
bajo los inmensos robles negruzcos, de los que se elevaba, por todos lados, un vago
y desconsolado balido. Por fin la carretera daba un giro repentino, y revelaba lo
que evidentemente era el hogar de mis modelos. No era lo que había imaginado.
En una depresión del terreno, había una gran casa de ladrillo rojo, con los gabletes
redondeados y largas chimeneas del tiempo de Jaime I; un lugar triste, vasto, en
medio de tierras de pastos, sin señal alguna de jardín en la parte delantera, y sólo
unos pocos árboles de gran tamaño que indicaban la posibilidad de uno en la parte
trasera; no había césped: simplemente, al otro lado de la arenosa depresión, que
sugería un foso relleno, se elevaba un inmenso roble, de poca altura, hueco, con
ramas retorcidas y marchitas, en lo alto del cual sólo un puñado de hojas se agitaba
bajo la lluvia. No se correspondía en absoluto con la imagen que me habían hecho
del hogar del señor Oke de Okehurst.
Mi anfitrión me recibió en el vestíbulo, un lugar amplio, recubierto de
madera trabajada, tapizado de retratos hasta su curioso techo: abovedado como el
interior del casco de un barco. Me pareció aun más rubio, más rosado y blanco,
más absolutamente mediocre en su traje de tweed; y creo que también más
bonachón y aburrido. Me llevó a su despacho, una habitación tapizada con látigos
y aperos de pesca en lugar de libros, mientras llevaban mis cosas arriba. Había
mucha humedad y en la chimenea ardían unas brasas. Les dio una nerviosa patada
con el pie y me dijo, ofreciéndome un cigarrillo:
—Deberá disculparme por no presentarle ahora mismo a la señora Oke. M
mujer…, para ser breve, creo que mi esposa está durmiendo.
—¿Está indispuesta la señora Oke? —pregunté, al tiempo que se encendía
una luz de esperanza de que me pudiera librar de todo aquello.
—¡Oh, no! Alice está muy bien; al menos tan bien como de costumbre. Mi
esposa —añadió tras un minuto de pausa, y en tono muy decidido— no goza de
muy buena salud…, una constitución nerviosa. ¡Oh, no! No es que esté enferma,
nada serio, ya sabe. Sólo nerviosa, dicen los médicos; no hay que preocuparla o
excitarla, dicen los médicos; necesita mucho reposo…, esas cosas.
Se calló bruscamente. Aquel hombre me deprimía, y no sabía por qué. Tenía
una mirada apática, desconcertada, muy en desacuerdo con sus admirables salud y
energía, que saltaban a la vista.
—Debe de ser usted un gran deportista —le dije, de pura desesperación,
señalando con la cabeza en dirección a los látigos, las escopetas y las cañas de
pescar.
—¡Oh, no! Ahora no. Lo fui en otra época. He dejado todas estas cosas —
respondió, mientras continuaba de pie, de espaldas a la chimenea, mirando
fijamente al oso polar que yacía bajo sus pies—. No…, no tengo tiempo para todo
eso ahora —añadió, como si me debiera una explicación—. Un hombre casado…,
ya sabe. ¿Le gustaría subir a sus habitaciones? —dijo, interrumpiéndose de golpe
—. He hecho que acondicionaran una para que pintase. Mi mujer dijo que
preferiría luz del norte. Si ésa no le satisface, puede escoger cualquier otra.
Salí del despacho tras él y atravesamos el inmenso vestíbulo. En menos de
un minuto había dejado de pensar en el señor y la señora Oke y en el aburrimiento
de pintar sus físicos: simplemente me conquistó la belleza de aquella casa, que yo
me había imaginado moderna y prosaica. Era sin excepción alguna el ejemplo más
perfecto de una vieja mansión inglesa que había visto en mi vida; la más
intrínsecamente magnífica y conservada de un modo admirable. Saliendo del
gigantesco vestíbulo, con una inmensa chimenea de piedra gris y negra tallada e
incrustada con delicadeza y varias hileras de retratos familiares, que se extendían
desde los paneles de madera hasta el techo de roble, abovedado y con cuadernas
como el casco de un barco, se abría la amplia escalera de peldaños planos, cuya
barandilla estaba coronada a intervalos por monstruos heráldicos, mientras la
pared lucía escudos de armas tallados en roble, follaje y pequeñas escenas
mitológicas, pintadas de un rojo y azul descoloridos y destacadas en un dorado
deslustrado, que armonizaba con el azul y dorado desvaídos del cuero repujado
que llegaba hasta la cornisa de roble, también coloreada y dorada con delicadeza.
Las armaduras hermosamente damasquinadas daban la sensación de no haber sido
tocadas por mano moderna, a pesar de no estar oxidadas en lo más mínimo; las
alfombras que yacían a nuestros pies eran persas del siglo XVI; las únicas cosas
actuales eran los grandes ramos de flores y helechos dispuestos en vasijas de
mayólica en los rellanos. Todo estaba en perfecto silencio; sólo desde abajo
llegaban las campanadas, cantarinas como la fuente de un palacio italiano, de un
reloj anticuado.
Me parecía que me llevaban por el palacio de la Bella Durmiente.
—¡Qué casa tan magnífica! —exclamé mientras seguía a mi anfitrión por un
largo pasillo, también recubierto de cuero y tallas de madera y lleno de baúles
nupciales y sillas que parecían salidas de un retrato de Van Dyck. En mi interior
tenía la profunda sensación de que todo aquello era natural, espontáneo; que no
tenía nada del carácter pintoresco que los decoradores de buen gusto imponen a
las casas ricas y estéticas. El señor Oke me malinterpretó.
—Es una casa antigua bonita —dijo—, pero demasiado grande para
nosotros. Verá usted, la salud de mi mujer no permite que tengamos muchos
invitados; y no tenemos hijos.
Creí advertir un vago lamento en su voz; y, evidentemente, él temía que
algo así se le hubiera escapado, pues añadió de inmediato:
—Ya ve, a mí los hijos no me importan lo más mínimo; me cuesta entender
que a otras personas sí.
Me dije a mí mismo que si alguna vez alguien había hecho un gran esfuerzo
para decir una mentira, aquél era el señor Oke de Okehurst en ese mismo instante.
Cuando me dejó solo en una de las dos enormes habitaciones que me
habían asignado, me dejé caer en un sillón e intenté esclarecer la extraordinaria
impresión imaginativa que aquella casa me había producido.
Soy muy susceptible a este tipo de impresiones; y aparte del tipo de
espasmo de interés imaginativo que en ocasiones despiertan en mí ciertas
personalidades raras y excéntricas, no conozco nada más subyugante que el
encanto, más sosegado y menos analítico, de cualquier ejemplo de casa completa y
que se salga de lo corriente. Estar sentado en una habitación como aquella en la
que me hallaba: con las figuras de los tapices teñidas de los colores grises, lilas y
rojos del atardecer, la gran cama, con dosel y cortinas, una vaga presencia en el
centro, y las brasas rojizas bajo el dintel prominente de la chimenea de
mampostería italiana incrustada, un tenue perfume de pétalos de rosa y especias,
colocados en los cuencos de porcelana por las manos de damas fallecidas hace
tiempo, mientras el reloj envía desde abajo, de vez en cuando, su suave melodía de
los días olvidados, que llena la habitación. Hacer esto es una clase de
voluptuosidad especial, peculiar, compleja e indescriptible, como la
semiembriaguez del opio o del hachís, la cual, para ser transmitida a otros tal como
uno la siente, requeriría un genio sutil y vehemente como el de Baudelaire.
Después de vestirme para cenar, volví a ocupar mi lugar en el sillón y
reanudé también mi ensueño, dejando que todas aquellas impresiones del pasado
—que parecían difuminarse como las figuras de la alfombra, pero seguían vivas al
mismo tiempo, como las brasas de la chimenea, todavía dulces y sutiles como el
perfume de los pétalos de rosa muertos y las especias troceadas en los cuencos de
porcelana— me invadieran y se me subieran a la cabeza. No pensaba en Oke y su
mujer; me parecía estar solo por completo, aislado del mundo, separado de él en
aquel goce exótico.
Las brasas fueron palideciendo gradualmente; las figuras de los tapices se
fueron cubriendo de sombras; la habitación pareció quedar a media luz; y mis ojos
se dirigieron a la ventana arqueada y dividida en dos por un parteluz de la misma
piedra trabajada, más allá de cuyo marco, de elaborada mampostería, se extendía
un parque marrón grisáceo de hierba marchita y empapada, salpicado de grandes
robles; mientras a lo lejos, tras un perfil escarpado de oscuros abetos escoceses, el
húmedo cielo era invadido por el rojo ardiente de la puesta de sol. A través del
goteo de las hojas de la hiedra, llegaba, más leve o más intenso, el repetido balido
de los corderos separados de su madre; un llanto desdichado, trémulo y
atemorizado.
Me sobresaltó un repentino golpe en la puerta.
—¿No ha oído el gong anunciando la cena? —preguntó la voz del señor
Oke.
Me había olvidado totalmente de su existencia.
III
En los días que siguieron, la señora Oke estuvo de un buen humor muy
poco habitual. Esperaban algunas visitas —parientes lejanos— y, aunque había
manifestado el mayor disgusto ante la idea de su llegada, ahora la había invadido
un acceso de actividad casera y estaba todo el día de un lado para otro haciendo
preparativos, dando órdenes, por más que, como siempre, su marido se había
encargado de todos los preparativos y todas las órdenes.
William Oke estaba muy radiante.
—¡Ojalá Alice fuera siempre así! —exclamó—. Si se tomara…, si pudiera
tomarse un poco de interés por la vida, ¡qué distintas serían las cosas! Pero —
añadió, como temiendo dar la impresión de acusarla de alguna manera—, ¿cómo
va a hacerlo, con su salud por lo común tan débil? De todas formas, me siento
tremendamente feliz de verla así.
Asentí. Pero no puedo decir que me sintiera de acuerdo con él. A mí me
parecía, en particular al recordar la escena del día anterior, que el excelente humor
de la señora Oke no era normal en absoluto. Había algo en su desacostumbrada
actividad, y todavía más desacostumbrada jovialidad, que era puramente nervioso
y febril; y yo tuve todo el día la impresión de tratar con una mujer enferma y que
se desplomaría en un abrir y cerrar de ojos.
La señora Oke se pasó el día yendo de una a otra habitación y del jardín al
invernadero, viendo que todo estuviera en orden cuando, de hecho, todo estaba
siempre en orden en Okehurst. No posó para mí y no se pronunció palabra sobre
Alice Oke o Christopher Lovelock. En realidad, a un observador eventual le podría
haber parecido que toda aquella locura de Lovelock había desaparecido por
completo o que nunca había existido. Hacia las cinco, me hallaba yo paseando por
entre los anexos a la casa, de ladrillo rojo y gabletes redondeados —cada uno con
su roble heráldico—, y por el antiguo huerto, cuando vi a la señora Oke de pie, con
las manos llenas de rosas de York y de Lancaster, en los escalones frente a los
establos. Había un mozo que cepillaba a un caballo y afuera de la cochera estaba la
calesa del señor Oke.
—¡Vayamos a dar una vuelta! —exclamó de pronto la señora Oke al verme
—. ¡Mire qué atardecer tan bonito y qué monada de calesa! Hace tanto que no la
llevo, y siento como si tuviera que hacerlo de nuevo. Venga conmigo. Y tú,
engancha a Jim enseguida y llévalo a la puerta.
Yo me quedé perplejo; y todavía más cuando la calesa apareció ante la
puerta y la señora Oke me gritó que la acompañara. Despidió al mozo y, al cabo de
un segundo, trotábamos a un ritmo vertiginoso por la carretera de arena
amarillenta, con las tierras de pastos marchitos y grandes robles a ambos lados.
Apenas podía dar crédito a mis sentidos. Aquella mujer, con su pequeño
abrigo y sombrero de estilo masculino, que llevaba un brioso y joven caballo con la
mayor habilidad y charlaba como una colegiala de dieciséis años, no podía ser la
criatura delicada, morbosa, exótica, de invernadero, incapaz de caminar o de hacer
cualquier cosa, que pasaba sus días tumbada en sofás en la densa atmósfera,
cargada de extraños perfumes y asociaciones, de la habitación amarilla. El
movimiento del ligero carruaje, el viento fresco, el rechinar de las ruedas sobre la
gravilla, parecían subírsele a la cabeza como un vino.
—Hace tanto que no había hecho esta clase de cosas —repetía una y otra
vez—, tanto tiempo, tanto. Oh, ¿no le parece delicioso ir a esta velocidad con la
idea de que en cualquier momento el caballo puede tropezar y matarnos a los dos?
—Y soltó su risa infantil, girando hacia mí su rostro ya no pálido, sino sonrojado
por el movimiento y la excitación.
La calesa avanzaba cada vez con mayor velocidad. Una cerca tras otra se
cerraban a nuestro paso, al tiempo que nosotros volábamos colinas arriba y abajo,
atravesando los pastos, los pueblecitos de gabletes de ladrillo rojo, en los que la
gente salía a vernos pasar, corriendo junto a hileras de sauces que bordeaban los
arroyos y a compactos campos de lúpulo de un verde oscuro, mientras las puntas
azuladas e imprecisas de los árboles del horizonte se hacían más azules y
brumosas a medida que la luz dorada empezaba a acariciar la tierra. Por fin
llegamos a un espacio abierto, un trozo elevado de terreno comunal, rarísimo en
aquella campiña aprovechada de un modo tan cruel con terrenos de pastos y
campos de lúpulo. Rodeado de las bajas colinas de Weald, parecía
sobrenaturalmente elevado, y daba la sensación de que su extensión de brezo y
aulaga, delimitada por los lejanos abetos, se hallaba en verdad en el techo del
mundo. El sol se estaba poniendo al otro lado y sus rayos descansaban
horizontalmente en el suelo, formando manchas con el rojo y el negro del brezo, o
más bien convirtiéndolo en la superficie de un mar de púrpura, cubierto por un
banco de nubes más oscuras, mientras que el brillo ascendente del brezo y la
aulaga secos daba un toque al color púrpura como si de pequeñas olas de luz se
tratase. Un viento frío nos azotó la cara.
—¿Cómo se llama este lugar? —pregunté.
Era el único paisaje impresionante que había visto en los alrededores de
Okehurst.
—Se llama Cotes Common —respondió la señora Oke, que había
aminorado la marcha del caballo y había dejado las bridas colgando del cuello—.
Fue aquí donde Christopher Lovelock fue asesinado.
Hubo una pausa momentánea y luego continuó, espantando las moscas de
las orejas del caballo con el extremo de la fusta y mirando de frente la puesta de
sol, que ahora avanzaba como un torrente púrpura oscuro, atravesando el brezo
hasta llegar a nuestros pies.
—Lovelock volvía a su casa a caballo un atardecer de verano desde
Appledore, cuando, hallándose en medio de Cotes Common, más o menos por
aquí —pues siempre he oído que el lugar era el estanque de la cantera de gravilla
— vio que dos hombres se acercaban a caballo y reconoció a Nicholas Oke de
Okehurst acompañado por un mozo. Oke de Okehurst lo saludó y Lovelock llegó
trotando hasta él. «Me alegro de encontrarlo, señor Lovelock», dijo Nicholas,
«porque tengo una importante noticia para usted»; y diciendo esto acercó su
caballo al de Lovelock y, girándose en redondo de repente, le disparó a la cabeza
con una pistola. Lovelock alcanzó a moverse y la bala, en lugar de darle a él, fue
directa a la cabeza de su caballo, que se le desplomó encima. No obstante,
Lovelock se había caído de una manera que le permitió liberarse con facilidad del
caballo; y, desenvainando su espada, se abalanzó sobre Oke y agarró las riendas de
su caballo. Oke saltó a tierra rápidamente y desenvainó; y, en un momento,
Lovelock, que era mucho mejor espadachín, lo derrotó. Lovelock lo había
desarmado por completo y había colocado su espada en la garganta de Oke,
gritándole que si le pedía perdón le perdonaría la vida por la amistad que los unía,
cuando el mozo se acercó inesperadamente a caballo y disparó a Lovelock por la
espalda. Éste se desplomó y al instante Oke intentó rematarlo con la espada,
mientras el mozo se acercaba y sostenía las riendas del caballo de Oke. En aquel
momento, el sol dio de lleno en el rostro del mozo y Lovelock reconoció en él a la
señora Oke. Gritó: «¡Alice, Alice, eres tú quien me ha asesinado!», y murió. Luego
Nicholas Oke saltó a su montura y se marchó con su esposa, dejando a Lovelock
muerto junto a su caballo. Nicholas Oke había tenido la precaución de llevarse el
dinero de Lovelock y tirar la bolsa en el estanque, de modo que el asesinato fuera
atribuido a unos bandoleros que merodeaban en aquella parte del país. Alice Oke
falleció muchos años después, muy anciana, durante el reinado de Carlos II; pero
Nicholas no vivió mucho y poco antes de su muerte se puso en un estado muy
extraño y melancólico, llegando a veces a amenazar con matar a su mujer. Dicen
que en uno de esos ataques, poco antes de morir, contó toda la historia del
asesinato y profetizó que cuando el cabeza de familia y dueño de Okehurst
contrajera matrimonio con otra Alice Oke, descendiente suya y de su mujer, sería
el fin de los Oke de Okehurst. Ya ve, parece que se está cumpliendo. No tenemos
hijos y no creo que los tengamos nunca. Yo, al menos, nunca los he deseado.
La señora Oke hizo una pausa y volvió su rostro hacia mí con su sonrisa
ausente dibujada en sus delgadas mejillas: en sus ojos ya no había aquella mirada
distante; estaban extrañamente impacientes y fijos. No supe qué contestarle;
aquella mujer me asustaba de veras. Permanecimos un rato en aquel mismo lugar,
mientras la luz del sol se iba apagando en ondas rojizas sobre el brezo y dorando
las amarillas orillas, las negras aguas del estanque, rodeado de estrechos torrentes,
y la cantera de gravilla amarillenta; y el viento nos azotaba la cara y doblada las
puntas azuladas, desiguales e inclinadas de los abetos. Entonces la señora Oke tocó
al caballo y partimos en una furiosa carrera. Creo que no cruzamos ni una sola
palabra en el camino de regreso. La señora Oke tenía los ojos fijos en las riendas, y
sólo rompió el silencio de vez en cuando para dirigir alguna palabra al caballo con
la que lo apremiaba a emprender una marcha todavía más frenética. La gente que
nos encontramos por los caminos debía de pensar que el caballo estaba desbocado,
a menos que se fijaran en el porte sereno de la señora Oke y en la mirada de
excitado goce de su rostro. A mí me parecía estar en manos de una loca y me
preparaba en silencio para volcar o ser lanzado contra otra carreta. Cuando
empezamos a avistar los rojos gabletes y las altas chimeneas de Okehurst había
refrescado mucho y el viento que nos daba en la cara estaba helado. El señor Oke
estaba de pie en la puerta. Cuando nos acercamos vi en su rostro una mirada de
alivio, de intenso placer.
Tomó en sus fuertes brazos a su mujer para bajarla de la calesa con
caballeresca ternura.
—¡Estoy tan contento de que hayas vuelto, querida! —exclamó—, ¡tan
contento! Me he alegrado mucho al enterarme de que habías salido con la calesa,
pero como hace tanto tiempo que no la llevabas, empezaba a sentirme preocupado,
queridísima. ¿Dónde habéis estado todo este tiempo?
La señora Oke se había liberado rápidamente de su marido, que se había
quedado sosteniéndola como alguien puede sostener a un delicado bebé que le ha
estado causando ansiedad. Era evidente que la gentileza y el cariño del pobre
hombre no la habían conmovido; por el contrario, parecía que le repugnaran.
—Lo he llevado a Cotes Common —dijo con aquella perversa mirada que
ya había advertido antes, mientras se sacaba los guantes de montar—. Es un lugar
muy espléndido.
El señor Oke se sonrojó como si hubiera mordido con una muela dolorida y
el corte doble entre las cejas se le tiñó de rojo.
Afuera, las neblinas empezaban a elevarse velando el parque salpicado de
grandes robles negros desde el cual, a la pálida luz de la luna, se alzaba por todos
lados el balido atemorizado de los corderos separados de sus madres. El tiempo
estaba húmedo y frío, y yo me estremecí.
VII
Entonces me quedó claro que, por increíble que resultase, lo que aquejaba a
William Oke eran los celos. Estaba locamente enamorado de su mujer y locamente
celoso. Celoso, pero ¿de quién? Con seguridad, él mismo habría sido incapaz de
decirlo. En primer lugar —y para descartar cualquier posible duda—, desde luego
no de mí. Aparte del hecho de que la señora Oke me prestaba tan sólo un poco más
de atención que al mayordomo o a la primera doncella, creo que el propio Oke era
el tipo de hombre cuya imaginación se resistiría a aceptar cualquier objeto de celos
definido, aunque los celos lo estuvieran matando por momentos. No pasaba de ser
un sentimiento vago, que iba calando en él, de un modo continuo; el sentimiento
de que la amaba, y que a ella él no le importaba en lo más mínimo, y de que todo lo
que entraba en contacto con ella recibía algo de aquella atención que a él le era
sistemáticamente negada; todas las personas, cosas, o árboles o piedras: era el
reconocimiento de aquella extraña mirada forzada en los ojos de la señora Oke, de
aquella extraña sonrisa ausente en los labios de la señora Oke, ojos y labios que no
tenían miradas ni sonrisas para él.
De manera gradual, su nerviosismo, su estado de alerta, sus suspicacias lo
fueron llevando al sobresalto y tomaron forma definitivamente. El señor Oke se
pasaba el día hablando de pisadas o voces que había oído, de figuras que había
visto rondando la casa. El súbito ladrido de uno de los perros lo hacía levantarse
de un brinco. Limpió y cargó con toda meticulosidad todos los fusiles y revólveres
de su despacho e incluso algunas escopetas ligeras y pistolas de funda del
vestíbulo. Los criados y aparceros pensaron que a Oke de Okehurst le había
invadido el terror a vagabundos y ladrones. La señora Oke sonreía con desdén a la
vista de todas estas actividades.
—Mi querido William —dijo ella un día—: las personas que te preocupan
tienen el mismo derecho que tú y yo a ir pasillos arriba y abajo y por la escalera, o
a rondar por la casa. Estaban en ella, con toda seguridad, mucho antes de que
hubiéramos nacido, y les divierten mucho tus absurdas ideas de privacidad.
El señor Oke se rió enojado.
—Supongo que me vas a decir que es Lovelock, tu eterno Lovelock, cuyas
pisadas oigo cada noche en la gravilla. Supongo que tendrá el mismo derecho que
tú y yo de estar ahí.
Y, diciendo esto, salió de la habitación.
—¡Lovelock, Lovelock! ¿Por qué está siempre con Lovelock? —me preguntó
aquella noche el señor Oke, mirándome fijamente a los ojos de repente.
Yo me limité a reír.
—Sólo porque tiene ese juego de niños metido en la cabeza —le respondí—;
y porque cree que usted es supersticioso y le gusta tomarle el pelo.
—No lo entiendo —dijo Oke suspirando.
¿Cómo iba a entenderlo? Y si yo hubiera intentado explicárselo, únicamente
habría pensado que estaba insultando a su mujer y tal vez me habría echado a
patadas de la habitación. Así que no hice ninguna tentativa de explicarle
problemas psicológicos y ya no me hizo más preguntas hasta un día en que… Pero
primero tengo que mencionar un curioso incidente que sucedió.
El incidente no fue más que éste: una tarde, al regresar de nuestro paseo
habitual, el señor Oke le preguntó de pronto al criado si alguien había ido a la casa.
La respuesta fue negativa, pero Oke no pareció quedar satisfecho. Nos acabábamos
de sentar a cenar cuando se volvió a su mujer y le preguntó, con una extraña voz
que apenas reconocí, quién había ido a casa aquella tarde.
—Nadie —respondió la señora Oke—, al menos que yo sepa.
William Oke clavó sus ojos en ella.
—¿Nadie? —repitió con un tono inquisidor—. ¿Nadie, Alice?
La señora Oke meneó la cabeza.
—Nadie —repitió.
Hubo un silencio.
—¿Quién era entonces la persona que paseaba contigo cerca del estanque
hacia las cinco de la tarde? —preguntó Oke lentamente.
Su mujer levantó la vista y la fijó en su marido, para luego contestar con
desdén:
—No había nadie caminando conmigo cerca del estanque ni a las cinco ni a
ninguna otra hora.
El señor Oke se sonrojó, y emitió un extraño sonido ronco, como el de un
hombre que se asfixia.
—Me…, me ha parecido verte paseando con un hombre esta tarde, Alice —
consiguió decir con un esfuerzo, y luego añadió, para guardar las apariencias en
mi presencia—: He pensado que podría haber sido el párroco, que me traía su
informe.
La señora Oke sonrió.
—Sólo puedo repetirte que no se me ha acercado ningún ser vivo en toda la
tarde —dijo muy despacio—. Si has visto a alguien cerca de mí, debe de haber sido
Lovelock, porque te aseguro que no había nadie más.
Y dio un breve suspiro, como el de una persona que intenta evocar en su
memoria alguna impresión deliciosa, pero demasiado evanescente.
Miré a mi anfitrión; su rostro había pasado del rojo intenso a una total
palidez, y respiraba como si alguien estuviera estrujándole la tráquea.
No se habló más del asunto. Yo sentí vagamente que se cernía un gran
peligro. ¿Para Oke o para la señora Oke? No podía adivinarlo; pero era consciente
de una imperiosa voz interna que me prevenía de un mal espantoso, que me
impulsaba a hacer algo, a explicar, a intervenir. Me decidí a hablar con Oke al día
siguiente, porque confiaba en que me escucharía en silencio, y en cambio no
confiaba en la señora Oke. Aquella mujer se me escurriría entre los dedos como
una serpiente si yo intentara agarrar su esquivo personaje.
Pregunté a Oke si se vendría a dar un paseo la tarde siguiente y aceptó con
una peculiar ansiedad. Salimos hacia las tres. Era una tarde desapacible, de
tormenta, y en el cielo frío y azul rodaban a gran velocidad grandes bolas de nubes
blancas, interrumpidas por esporádicos y tenues rayos de sol, anchos y amarillos,
que hacían que la negra cresta de la tormenta, concentrada en el horizonte, tomase
un color negro azulado, como de tinta.
Atravesamos deprisa la hierba marchita y empapada del parque y tomamos
la carretera que llevaba a las colinas bajas, no sé por qué, en dirección a Cotes
Common. Ambos íbamos callados, porque ambos teníamos algo que decir y no
sabíamos cómo empezar. Por mi lado, me daba cuenta de la imposibilidad de
empezar a hablar del tema: el meterme donde no me llamaban no haría más que
indisponer al señor Oke y dificultarle aún más la comprensión. Así que, si Oke
tenía algo que decir, algo visible a todas luces, era mejor esperarlo.
No obstante, Oke rompió el silencio sólo para señalarme el estado del
lúpulo, cuando pasamos por uno de sus muchos campos.
—Será un mal año —dijo, parándose en seco y mirando fijamente ante él—.
Nada de lúpulo. Este otoño, nada de lúpulo.
Lo miré. Estaba claro que no sabía lo que decía. Las ramas verde oscuro
estaban cargadas de fruto; y el día anterior me había dicho que hacía años que no
había visto tal abundancia de lúpulo.
No dije nada y seguimos caminando. En una depresión de la carretera nos
cruzamos con un carro, y el hombre que lo llevaba inclinó su sombrero y saludó al
señor Oke. Pero Oke no le prestó atención; parecía no haber advertido la presencia
de aquel hombre.
Las nubes se iban apiñando sobre nuestras cabezas; negras cúpulas entre las
que corrían redondas masas grises algodonosas.
—Creo que nos va a coger una tormenta tremenda —dije—. ¿No será mejor
que demos media vuelta?
Asintió y se volvió en redondo.
Bajo los robles, el sol pintaba manchas amarillas en los pastos y lustraba los
verdes setos. El aire estaba cargado, pero frío, y parecía que todo se estuviera
preparando para una gran tormenta. Los cuervos volaban en círculos, como nubes
negras, alrededor de los árboles y de los casquetes rojos en forma de cono de los
secaderos de lúpulo, que daban al paisaje el aspecto de estar claveteado con
torreones de castillos; luego descendían —como una línea negra— sobre los
campos en medio de escandalosos y aterradores graznidos. Y por todos lados se
elevaba el agudo y trémulo balido de las ovejas y los gritos que reagrupaban el
rebaño, mientras el viento empezaba a azotar las ramas más altas de los árboles.
De repente, el señor Oke rompió el silencio.
—No lo conozco bien —empezó de modo precipitado y sin girar la cara
hacia mí—; pero creo que es honrado y que ha visto mucho mundo…, mucho más
que yo. Quiero que me diga, pero con confianza, se lo ruego, qué cree que tendría
que hacer un hombre si… —y se detuvo por unos instantes—. Imagine —continuó
a toda prisa— un hombre que quiere mucho, muchísimo a su esposa, y descubre
que ella…, bueno…, que lo engaña. No, no me malinterprete; quiero decir que ella
está acosada constantemente por otro, y no lo admite… Otro al que oculta,
¿entiende? Tal vez no sea consciente del riesgo que corre, ¿sabe? Pero no
retrocederá, no se lo confesará a su marido…
—Mi querido Oke —lo interrumpí, tratando de quitar importancia al asunto
—, estas cosas no se pueden resolver en abstracto, ni por personas que no las han
vivido. Y, desde luego, no nos ha ocurrido a mí ni a usted.
Oke ignoró mi interrupción.
—Mire —continuó—, este hombre no espera que su mujer lo quiera mucho.
No es eso; no está simplemente celoso. Pero siente que ella está a punto de
deshonrarse a sí misma…, porque no creo que una mujer pueda en verdad
deshonrar a su marido; la deshonra está en nuestras propias manos, y sólo
depende de nuestros propios actos. Él tendría que salvarla, ¿lo entiende? Tiene,
tiene que salvarla de uno u otro modo. Pero si ella no lo escucha, ¿qué va a hacer
él? ¿Tiene que ir tras el otro y tratar de sacarlo de en medio? Toda la culpa es del
otro, no de ella, no de ella. Si ella confiara en su marido, estaría a salvo. Pero el otro
no la deja.
—Escuche, Oke —le dije con aspereza, pero algo asustado—; sé
perfectamente de qué me está hablando. Y veo que no entiende ni lo más mínimo.
Yo sí. Lo he observado y he observado a la señora Oke durante seis semanas, y veo
de qué se trata. ¿Me va a escuchar?
Lo cogí del brazo y traté de explicarle cómo veía la situación: que su mujer
era simplemente excéntrica y un poco teatral y soñadora, y que se divertía
tomándole el pelo. Que él, por su lado, se estaba sumiendo en un estado
patológico; que estaba enfermo y tendría que ir a un buen doctor. Incluso le ofrecí
que viniese a la ciudad conmigo.
Derroché inmensas cantidades de explicaciones psicológicas. Hice la
disección del carácter de la señora Oke unas veinte veces, y traté de demostrarle
que no había nada en absoluto en el fondo de sus sospechas más que una pose
imaginaria y un montaje pueril en su cerebro. Lo ilustré con una veintena de
ejemplos, la mayoría inventados para la ocasión, de damas conocidas mías que
habían sufrido manías semejantes. Le indiqué que su mujer tenía que encontrar
una salida a sus excesos de energía imaginaria y teatral. Le aconsejé que la llevase
a Londres y la introdujera en algún círculo en el que todos estuvieran más o menos
en un estado parecido. Me reí de la idea de que hubiera alguien escondido por la
casa. Le expliqué a Oke que padecía imaginaciones visuales y exhorté a un hombre
tan consciente y responsable a que tomara todas las medidas necesarias para
librarse de ellas, añadiendo innumerables ejemplos de personas que se habían
curado de sus alucinaciones y de extrañas tristezas provocadas por morbosas
manías. Luché y me debatí, como Jacob con el ángel, y tuve esperanzas de haber
hecho mella en él. Al principio, vi que ninguna de mis palabras llegaba al cerebro
de aquel hombre; que, aunque callaba, no escuchaba. Parecía inútil exponerle mi
opinión de una forma que él pudiera comprender. Me sentía como si estuviera
hablando con una piedra. Pero cuando opté por recordarle sus deberes hacia su
esposa y hacia sí mismo apelando a sus ideas morales y religiosas, me dio la
sensación de que reaccionaba.
—Diría que tiene usted razón —dijo tomándome la mano cuando
aparecieron los rojos gabletes de Okehurst y hablando con una voz débil, cansada,
humilde—. No acabo de entenderlo, pero estoy seguro de que lo que dice es
verdad. Me atrevería a decir que todo lo que ocurre es que estoy enfermo. A veces
me siento como si estuviera loco de atar. Pero no piense que no lucho contra ello.
Lo hago, lo hago continuamente; sólo que, a veces, parece más fuerte que yo. Le
pido a Dios día y noche que me dé la fuerza para superar mis sospechas y para
arrancar de mí estos espantosos pensamientos. Dios sabe, yo sé qué desdichada
criatura soy y qué poco apto para cuidar de esta pobre chica.
Y Oke volvió a estrecharme la mano. Al entrar en el jardín, se volvió a mí
una vez más.
—Le estoy muy agradecido —dijo— y le aseguro que haré todo lo que
pueda para ser más fuerte. Ojalá —añadió con un suspiro—, ojalá Alice me diera
un momento de respiro y dejara de burlarse de mí un día tras otro con su
Lovelock.
X
JAMAICA KINCAID
Lava la ropa blanca el lunes y ponía a secar en las rocas; lava la ropa de
color el martes y tiéndela a secar en las cuerdas; no camines sin sombrero cuando
hay sol fuerte; fríe los buñuelos de calabaza en aceite dulce muy caliente; pon en
remojo tu ropa interior nada más quitártela; cuando compres algodón para hacerte
una bonita blusa, cerciórate de que no tiene goma, porque perdería el apresto
después de la primera lavada; deja en remojo toda la noche el pescado salado antes
de cocinarlo; ¿es cierto que cantas «benna» en la escuela dominical? Come de tal
manera que no revuelvas las tripas a nadie; los domingos intenta caminar como
una dama y no como una zafia, que es en lo que parece que llevas camino de
convertirte; no cantes «benna» en la escuela dominical; no hables con chicos que
parecen ratas del puerto, ni siquiera para dar indicaciones; no comas fruta por la
calle —te seguirían las moscas—; pero si los domingos no canto «benna» y nunca en la
escuela dominical—, así se cose un botón; así se hace un ojal para el botón que acabas
de coser; así se cose un vestido, cuyo dobladillo se ha descosido, evitando parecer
una zafia en que sé que llevas camino de convertirte; así se plancha la camisa de
color caqui de tu padre para que no tenga arrugas; así se planchan los pantalones
color caqui de tu padre para que no tengan arrugas; así se planta el okra: lejos de
casa, porque los árboles de okra albergan hormigas rojas, cuando cultives dasheen
acuérdate de regarla mucho: de lo contrario te picará la garganta cuando la comas;
así se barre un rincón; así se barre una casa entera; así se barre un patio; así se
sonríe a alguien que no te gusta mucho; así se sonríe a alguien que no te gusta
nada; así se sonríe a alguien que te gusta mucho; así se pone la mesa para el té; así
se pone la mesa para la cena; así se pone la mesa para cenar cuando viene un
invitado importante; así se pone la mesa para el almuerzo; así se pone la mesa para
el desayuno; así se comporta una en presencia de hombres que no te conocen muy
bien, y de esta manera no reconocerán de inmediato a la zafia en que te he
advertido podrías convertirte; no dejes de lavarte todos los días, aunque sea con tu
propia saliva; no te agaches a jugar canicas —no eres un chico, ¿sabes?—; no cojas
las flores de la gente: podrías coger algo; no tires piedras a los mirlos, pues podrían
no serlo; así se hace un budín de pan; así se hace doukona; así se hace una buena
sopa de verduras y carne con pimienta; así se prepara una buena medicina para el
resfriado; así se prepara una buena medicina para expulsar al niño antes de que se
convierta en niño; así se pesca; así se devuelve al agua un pez que no te gusta y así
evitas que te ocurra algo malo; así se domina a un hombre; así es como un hombre
te domina a ti; así es como se ama a un hombre, y si no funciona hay otras
maneras, y si no funciona, no te apene el dejarlo correr; así se escupe en el aire si te
apetece y así se aparta uno rápidamente para que no te caiga encima; así se sale al
paso con poco dinero; estruja siempre el pan para asegurarte de que es tierno; pero
¿y si el panadero no me deja tocarlos? ¿quieres decir que después de todo vas a ser
realmente el tipo de mujer a la que el panadero no deja tocar el pan?
Tía Liu
LUO SHU
[1]
Este relato fue originalmente escrito en francés. (N. del t.)<<
[2]
Mercado donde se venden objetos de ocasión. (N. del t.)<<
[3]
Se refiere a la página impar, de la derecha, blanco de cortesía al comienzo
de un capítulo. (N. del t.)<<
[4]
En inglés, sister. (N. del t.)<<
[*]
Se ha respetado la particular forma de escribir de esta autora, secciones en
prosa interrumpidos por versículos. (N. de edición.)<<