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TEMA 33.

FORMAS DE ORGANIZACIÓN POLÍTICA

Esquema del tema

1. La política.

2. El poder.

2.1. El análisis weberiano.

2.2. La propuesta de Hannah Arendt.

3. El Estado.

4. El rechazo del poder del Estado: El anarquismo.

5. Organizaciones políticas absolutistas.

5.1. Introducción.

5.2. El despotismo.

5.3. El totalitarismo.

6. Modelos de democracia.

6.1. Los significados de la democracia.

6.2. El modelo liberal.

6.3. El modelo participativo.

6.4. El modelo pluralista competitivo.

6.5. El republicanismo.

7. El Estado de Derecho.

8. Bibliografía.
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1. La política.

Cómo entendamos las formas de organización política depende de cómo


entendamos la política misma, definida como la actividad a través de la cual los grupos
humanos toman decisiones colectivas. La política excede, por tanto, el ámbito del Estado y
no prejuzga cómo se toman aquellas decisiones. Caben, por tanto, comprensiones más
aristotélicas (y cooperativas) o más maquiavelianas (y conflictivas) de la política.

Según las primeras, la política es la actividad que nos convierte en seres humanos
al hacernos usar la palabra y la persuasión en la deliberación en común de lo que a todos
nos afecta. En este sentido, la política ocupa un lugar central en la vida de los ciudadanos,
muy superior a cualquier otro y generador de la ética compartida por la comunidad, así
como del poder de la comunidad misma. Sin embargo, esta visión amable de lo político,
que resalta su carácter educativo y ético, no es hoy la dominante.

En efecto, las definiciones maquiavelianas de lo político señalan que esta actividad


es esencialmente algo conflictivo, cuando no directamente inmoral. Con palabras de
Maquiavelo, quien quiera hacer política debe estar dispuesto a internarse en la “senda del
mal”, es decir, debe estar dispuesto a sacrificar su ética al objetivo político que tenga que
obtenerse. La política no es una actividad cooperativa, sino que como señaló Kart Schmitt
se caracteriza por la oposición de amigo y enemigo. La política es, entonces, la ciencia del
poder.

2. El poder.

2.1. El análisis weberiano.

Todo poder, también el político, es una relación. Max Weber, en Economía y


sociedad, ofrece la definición más influyente de poder político conectándola a su propia
idea de lo que es una acción teleológica o estratégica. Weber defina la acción estratégica
como aquella en la que el actor: 1) define el fin que quiere o le interesa alcanzar y 2)
combina e instrumenta los medios que son necesarios o eficientes en la consecución de
aquel fin. Como se trata de una acción social, el actor debe incidir sobre la voluntad y el
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comportamiento de otros actores. Y es así como se desemboca en la idea de poder. El actor


estratégico, interesado en conseguir sus fines, dispone los medios de tal forma que el resto
de los actores sociales se comporten, por medio de amenazas y persuasión, de manera
favorable al éxito de su acción. El poder es, entonces, la posibilidad de obtener obediencia
incluso contra la resistencia de los demás.

El poder está íntimamente ligado a los valores y las creencias. Este vínculo es el
que permite establecer relaciones de poder duraderas y estables en las que el recurso
constante a la fuerza se hace innecesario. De nuevo, Max Weber distinguía entre poder y
autoridad. Esta sería el ejercicio institucionalizado del poder y conduciría a la
diferenciación, más o menos permanente, entre gobernantes y gobernados. Ello contribuye
a la estabilización de las relaciones sociales. La autoridad hace referencia a la rutinización
de la obediencia y a su conexión con los valores y creencias que sirven de apoyo al sistema
político del que se trate. Dicho de otra forma, el poder se convierte en autoridad cuando
logra legitimarse. Y legítimo es, diría Weber, lo que las personas creen legítimo. Por ello
no es extraño que los primeros tipos de legitimidad que encontramos en la historia sean
religiosos. El proceso de secularización en Occidente hace que la religión pierda
importancia.

Weber distingue tres tipos de legitimidad. La tradicional, que apela a la creencia en


la santidad o corrección de las tradiciones inmemoriales de una comunidad como
fundamento del poder y la autoridad y que señala como gobiernos legítimos a aquellos que
se ejercen bajo el influjo de esos valores tradicionales (la monárquica sería un ejemplo de
este tipo). La legitimidad carismática, que apela a la creencia en las cualidades
excepcionales de una persona y del orden normativo revelado u ordenado por ella,
considerando como dignos de obediencia los mandatos procedentes de esa persona o ese
orden (la autoridad de líderes o profetas). La legitimidad legal-racional, que apela a la
creencia en la legalidad y los procedimientos racionales como justificación del orden
político y considera dignos de obediencia a aquellos que han sido elevados a la autoridad
de acuerdo con esas reglas y leyes. De este modo, la obediencia no se prestaría a personas
concretas, sino a las leyes.

La perspectiva weberiana, que es una herramienta excepcional para el estudio


empírico de los sistemas políticos, tiene algunas deficiencias. No es la menor el que reduce
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la legitimidad legal-racional a pura legalidad, pero obvia el problema, señalado por


Benjamin en su famoso ensayo sobre “El origen de la violencia” por el origen mismo de la
legalidad.

2.2. La propuesta de Hannah Arendt.

Como alternativas a análisis como los de Weber, algunos autores basan su


explicación del poder y la legitimidad no en una concepción estratégica de la acción social,
sino en la idea de acción comunicativa o concertada. Hannah Arendt, en Crisis de la
república (Taurus, 1977), rompe con la idea del poder como un mecanismo que responde a
un esquema medios/fines y lo define como “la capacidad humana no sólo de actuar, sino
de actuar en común, concertadamente”. Es el apoyo del grupo lo que otorga el poder a las
instituciones y este apoyo no es sino la continuación del consentimiento que dotó de
existencia a las leyes. Esta concepción, que se remonta a la Antigua Grecia, pone el acento
no en las decisiones mismas, sino en los procedimientos de toma de decisión. El poder,
lejos de ser un medio para la consecución de un fin, es realmente un fin en sí mismo, ya
que es la condición que posibilita que un grupo humano piense y actúe conjuntamente. El
poder no es la instrumentalización de la voluntad de otro, sino la formación de la voluntad
común dirigida al logro de un acuerdo.

Arendt afirma que hay leyes que no son imperativas, sino directivas, esto es, que
funcionan como reglas del juego: nos dotan de un marco de referencia dentro del cual se
desarrolla el juego y sin el cual no podría tener lugar. Lo esencial para un actor político es
que comparta esas reglas, que se someta a ellas voluntariamente o que reconozca su
validez. El motivo por el que deben aceptar esas reglas es que dado que los hombres viven,
actúan y existen en pluralidad, el deseo de intervenir en el juego político es idéntico al
deseo de vivir en comunidad. Estas reglas pueden intentar cambiarse o pueden ser
transgredidas, pero no pueden ser negadas por principio, porque eso significa la negativa
de entrar en la comunidad. Arendt sabe que no siempre las cosas funcionan así, por
consenso o deliberación, pero cuando se impone la voluntad de otro no cabe denominarlo
poder, sino violencia. Poder y violencia son opuestos, la violencia aparece donde el poder
peligra.
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Los críticos de Arendt creen que este concepto de poder parece proyectar
demasiada idealización de la polis griega sobre nuestras sociedades actuales. Habermas
propone, en este sentido, una distinción entre el ejercicio del poder y la generación del
poder. Sólo en este último caso el concepto de poder de Arendt es pertinente. Como
Habermas ha defendido en su Teoría de la acción comunicativa, todo el sistema político
depende de que el poder entendido como deliberación conjunta en busca de un acuerdo,
legitime y dote de base al poder entendido al modo weberiano, como estrategia para
alcanzar ciertos fines.

3. El Estado.

Como hemos visto, la organización política de una sociedad tiene mucho que ver
con las creencias que la configuran. Ello afecta a la más importante institución política:
el Estado, que puede ser caracterizado como sigue:

1. El Estado ha sido definido –siguiendo a Weber– como un poder político y un


complejo institucional organizado sobre un territorio determinado que es capaz de
ejercer con una eficacia razonable el monopolio de la legislación y del uso público de la
fuerza sobre la sociedad o las personas bajo su jurisdicción. Tal concepción del Estado
no es un invento moderno ni europeo.

2. Sí lo es, sin embargo, un tipo de Estado que triunfa en algunos reinos


europeos en los siglos XVI y XVII. Él es el origen de los Estados nacionales
contemporáneos en los que está hoy dividido todo el mundo habitado.

3. El Estado europeo moderno se forma en un proceso lento de superación del


pluralismo de poderes en el interior de los reinos que caracteriza a la Europa feudal. El
rey aglutina apoyos de distintos sectores de la sociedad estamental para financiar una
máquina militar que le permita actuar en un contexto de guerra casi continua entre los
distintos reinos. Estos apoyos los recibe en gran medida mediante la integración y
articulación de los estamentos en el aparto y en los intereses del Estado. Como
resultado, consigue asociar a una empresa común de carácter estatal, y por
procedimientos no necesariamente despóticos, buena parte de la energía y de los
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recursos de su reino. Al ponerlos bajo un único mando, el Estado moderno adquiere un


fabuloso poder y terminará imponiéndose a cualquier otra forma de organización
política.

4. El Estado europeo moderno, fundamentalmente para satisfacer las


necesidades de recaudación y gestión que generan los grandes ejércitos permanentes,
pero también para atender unas competencias cada vez marros y el ejercicio de un poder
real y más efectivo, desarrolla, con criterios racionales, una serie de instrumentos de
gobierno y administración a gran escala: la administración burocrática, el aparato fiscal
y la diplomacia permanente.

5. Con la consolidación de los Estados aparece el sistema europeo de Estados,


tras la Paz de Westfalia. Es el germen, con su principio de soberanía y de integridad
territorial, de la sociedad internacional contemporánea.

6. Con el Estado se desarrolla su teoría política. Bodino, en sus Seis libros de la


República, formula el concepto de soberanía, por la que el rey ostenta el poder supremo
dentro de su reino, pero sometido a ciertos límites: el derecho divino, la costumbre,
ciertos derechos de sus súbditos. El iusnaturalismo insiste en estos últimos y recupera la
noción de pacto social: el rey gobierna por un pacto con sus súbditos por el que estos
ofrecen su obediencia siempre que el rey respete sus derechos naturales (Juan de
Mairena, Grocio, Pufendorf). Hobbes, a partir de un profundo pesimismo sobre la
condición humana, entiende tal pacto como una cesión completa de todo poder, único
medio de garantizar la paz del Estado.

4. El rechazo del poder del Estado: el anarquismo.

¿Es posible vivir sin estar sometidos a ninguna estructura jerárquica, a ningún
poder ajeno, a ninguna forma de opresión o coerción, sea esta de tipo político,
económico, social o cultural? Imaginar una sociedad autorregulada y plenamente libre
ha sido un antiguo empeño, que puede detectarse ya en los albores del pensamiento
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político. Desde la Grecia clásica –y hasta la Ilustración– el deseo de emancipación


absoluta circuló por la historia, con flujos y reflujos, en torno a dos manifestaciones
principales. En primer lugar, como crítica intelectual aislada contra ordenes tiránicos,
imaginando en su lugar alguna forma de libertad plena. En segundo lugar, como forma
de protesta colectiva de ciertos sectores sociales -básicamente campesinos- que
acabaron creando movimientos de voluntad emancipadora, bien con carácter más o
menos aislado (al margen y sin confrontación con el orden dominante) como en la
revolución inglesa los diggers o cavadores de Gerrard Winstanley (1609-?) –
autoorganizados de manera no jerárquica y sobre la base de la propiedad en común– o
bien en claro conflicto con las estructuras del feudalismo tardío, como las revueltas de
campesinos dirigidos por Thomas Münzer (1489-1521) en Alemania. Hasta la
Ilustración, estos movimientos, entre ellos el del propio Münzer, estuvieron
profundamente unidos a concepciones religiosas milenaristas, empecinados bien en
construir el reino de los cielos en la tierra, bien en establecer una relación directa con
dicho reino sin estructuras intermedias. El modelo se inspiraba en la interpretación que
cada uno de estos grupos y sus guías hacían de lo que fue la vida de los cristianos
primitivos, una referencia que, al igual que el milenarismo, no abandonó del todo al
anarquismo posterior, por más que la razón secularizada se convirtiese en el principal
fundamento del ideal anarquista.

Fue justamente el despliegue de dicha razón secularizada en la Ilustración la que


abrió el camino a lo que convencionalmente consideramos el anarquismo
contemporáneo. En realidad, casi podría decirse que fue su consecuencia lógica. Así, la
consideración de que el poder proviene de un pacto soberano entre libres e iguales y no
el resultado inexorable de la voluntad divina o de cualquier designio mas o menos
metafísico (y por tanto, ¿por qué no un pacto para vivir sin la presencia del poder
político?), la presunción de la bondad innata de los seres humanos frente el carácter
perverso de las instituciones existentes, el optimismo histórico que se expresa en la
afirmación de la historia como progreso indefinido fueron algunas de las ideas que
cuajaron en pensadores como William Godwin (1756-1836) o Pierre Joseph Proudhon
(1809-1865), considerados "fundadores" de una ideología que alcanzó, en algún
momento y en algún lugar de la historia posterior, una enorme relevancia. Fue, por
cierto, Proudhon quien por primera vez se autodenominó anarquista, dándole al vocablo
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un carácter de afirmación orgullosa, frente a la consideración despectiva precedente, e


identificándolo con la ideología y el movimiento que habrían de llevar hasta el límite las
posibilidades de igualdad y libertad abiertas tras la revolución ilustrada.

El Estado –su destrucción– se convertirá así en el principal objetivo de la


actividad anarquista. De hecho, Bakunin consideraba, uno de los principales impulsores
del movimiento anarquista en la segunda mitad del siglo XIX, invirtiendo la relación
causal del marxismo, que el capitalismo servía al Estado, y no al revés, de modo que la
destrucción del Estado traería apareada la emancipación económica. El rechazo al
Estado tenía como corolario inevitable la negativa a la acción política más o menos
regulada o inserta en el ámbito estatal, lo que constituyó, por cierto, uno de los
principales puntos de fricción que separaron al incipiente movimiento obrero en dos
tendencias disímiles y en muchas ocasiones fuertemente antagónicas. Por un lado, los
seguidores de Marx, que se dotaron de organizaciones formales -partidos- de estrategias
y de tácticas orientadas hacia la conquista del poder. Por otro, los anarquistas, que
rechazaban tanto la formación de partidos como la "política", entendida como
mecanismo de negociación, acuerdo e imposición.

El problema del ¿cómo? se convirtió, pues, en uno de los dos asuntos centrales
de debate entre los pensadores y activistas del anarquismo (el otro se refiere al modelo
de sociedad alternativa). Para algunos anarquistas, la educación y el ejemplo moral
serían, en la misma línea que algunos socialistas utópicos, el medio por el cual, en un
proceso evolutivo y pacífico se iría creando una sociedad autorregulada. Para otros, por
el contrario, ello no sería posible más que en abierta confrontación con el Estado, en
tanto que solo de sus ruinas podría emerger una comunidad libre. En este punto, la
tradición anarquista se bifurcó en dos opciones que a veces se complementaron. La
primera tiene sus fuentes en la afirmación hecha por Enrico Malatesta (1853-1932) en
1876: el hecho insurreccional, destinado a afirmar los principios por los actos, es el
medio más eficaz de propaganda. Esta propaganda derivó hacia formas de violencia
individual, mediante la cual activistas anarquistas llevaron a cabo asesinatos de
dirigentes políticos que ocupaban posiciones de particular relevancia en la estructura de
sus Estados. Este tipo de actos, particularmente intensos en el período 1890-1905
pretendían lograr el doble objetivo de mostrar la fragilidad del Estado –hay que decir
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que con trágico candor– y estimular la supuesta conciencia revolucionaria de las masas
mediante el ofrecimiento sacrificial de la propia vida del activista.

La otra rama de la tradición anarquista, aún sin descartar la posibilidad de llevar


a cabo acciones de violencia individual, ponía más énfasis en el desarrollo de
movimientos colectivos que socavaran las bases del orden constituido. A despecho de
las convicciones del sector más intransigente del anarquismo, los ahora llamados
anarcosindicalistas defendían la necesidad de disponer de una organización –todo lo
escasamente jerárquica que se quisiera, al menos sobre el papel– con una doble función.
En primer lugar, superar las limitaciones de los sindicatos tradicionales del movimiento
obrero, cuya prioridad no iba, al decir de sus críticos, más allá de la lucha por la mejora
en las condiciones de trabajo. Para los anarcosindicalistas, el sindicato habría de ser,
mediante la huelga general revolucionaria, el ariete con el que socavar al Estado y al
capitalismo. En segundo lugar, el sindicato sería el embrión del nuevo modo de
organización colectiva surgido de los escombros del viejo orden: una comunidad que, al
igual que el sindicato, se agrupaba libremente, cooperaba de manera armónica y carecía
–al menos esa era la intención– de cualquier escalón jerárquico. El anarcosindicalismo
se impuso como corriente dominante en la tradición anarquista. Atrás quedaban las
formulaciones de Max Stirner (1806-1856), en cuyo libro El único y su propiedad se
apostaba por un individualismo radical en el que no cabría ninguna forma de acción
colectiva.

Para entonces, los anarquistas habían atemperado parcialmente la segunda gran


disputa en la que estaban enzarzados desde sus inicios como ideología y movimiento:
¿qué modo de vida social ha de imaginarse y propugnarse como alternativa al Estado y
al capitalismo? En otras palabras, ¿cómo habrá de ser el futuro? La preocupación del
pensamiento anarquista por esta cuestión fue durante mucho tiempo contradictoria.
Algunos se negaron explícitamente a diseñar un proyecto para el día siguiente al que
triunfara la insurrección, argumentando que, destruidos los poderes que oprimían al
hombre (Estado, Capital, Iglesia, Ley) la creatividad y la espontaneidad liberadas serían
suficientes para dar forma y contenido a la nueva manera de vivir. Otros, sin embargo,
no Por ello se privaron de imaginar la utopía libertaria. El tema de la propiedad privada
de los medios de producción fue una de las disputas centrales. Proudhon defendió una
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sociedad basada en la libre federación de asociaciones de trabajadores que tendrían el


derecho –en el caso de artesanos y campesinos, un derecho individual– a la posesión de
los medios de producción. Para Mihail Bakunin, además de las diferencias en cuanto al
método de acción emancipadora (paulatino y pacífico en el caso de Proudhon, frente al
radical y violento de Bakunin), la nueva sociedad no debería mantener formas de
propiedad individual. Bakunin pensaba en la propiedad colectiva de los medios de
producción, donde cada cual fuese remunerado según su trabajo. Este aspecto fue
justamente el que diferenció a Bakunin del que sería su sucesor más relevante en el
panteón de activistas y pensadores anarquistas, Piotr Kropotkin (1842-1921). El
comunismo libertario, en cuya formulación intervino Kropotkin, defiende que el ideal
anarco comunista no solo defiende la propiedad colectiva, sino, asimismo, la
distribución en función de las necesidades, y no del trabajo. El sueño de Tomás Moro
(1477-1535) de un almacén colectivo en el cual cada uno entregase cuanto hubiera
producido y obtuviese cuanto fuera de su necesidad se reactivó por Kropotkin con
especial brío.

El ideal anarquista no se extinguió del todo. Conoció una forma reelaborada a


finales de los años sesenta –con otros objetivos, con otras negaciones, entre ellas la de la
supremacía de la razón, uno de los principios del viejo anarquismo– y aún hoy se
manifiesta parcialmente en algunas opciones políticas como Los Verdes, en Alemania.
Asimismo, en el ámbito académico, la especulación sobre las posibilidades de una
sociedad autorregulada y carente de cualquier forma de coerción se ha mantenido en el
tiempo. Propuestas como la de Herbert Marcuse, también en los años sesenta, a la que
siguieron una serie de aportaciones en torno a las posibilidades de un marxismo
libertario, o las más recientes de Michael Taylor ilustran la fuerza que la reflexión sobre
el ideal de la emancipación plena ha tenido en el pensamiento político contemporáneo.

5. Organizaciones políticas absolutistas.

5.1. Introducción.
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Cuando los centros de decisión y ejecutivos de un sistema político asumen todo el


poder y no reconocen fuerzas políticas que se les puedan oponer legítimamente, nos
encontramos con una organización que calificaré de absolutista, en el sentido de que el
núcleo hegemónico del poder se atribuye a sí mismo el monopolio absoluto de la autoridad
en el ámbito de su dominio. Estos regímenes concentran el poder en una oligarquía, clase
dirigente, un monarca o un partido político único. A su vez, este monopolio absoluto del
poder se apoya en una concepción de "suma cero" del poder, es decir, que cuando un
individuo o grupo ajeno a la esfera dirigente adquiere poder, privilegio o status político,
inmediatamente es visto por el dictador, clase en el poder u oligarquía como una amenaza
que de modo efectivo disminuye su propia autoridad proporcionalmente al que tales
grupos o individuos adquieran. En tales casos, autócratas y oligarquías sólo piensan en
extirpar o reducir a la impotencia a toda oposición política.

Las organizaciones políticas absolutistas, con sus regímenes correspondientes, son


muy antiguas. Las hay de tipo tradicional entre las que cabe incluir los imperios despóticos
orientales, las tiranías clásicas europeas, desde Grecia hasta el Renacimiento, las
monarquías despóticas -incluso las del despotismo llamado ilustrado- y toda clase de
dictadura histórica, con excepción quizá de la dictadura constitucional de emergencia, del
tipo romano, en que un general recibe poderes especiales por un tiempo limitado y en
nombre de una entidad por lo menos relativamente representativa, como lo pueda ser un
senado o parlamento. El despotismo moderado, en cambio, presenta problemas complejos
de interpretación. En la sociedad moderna distinguiremos el despotismo moderno del
totalitarismo.

5.2. El despotismo.

El despotismo moderno aspira también al control de la esfera privada y de las


instituciones y grupos autónomos, pero no considera siempre necesaria su aniquilación
total, aunque siempre los mire con extrema desconfianza. Un caso típico de despotismo
moderno ha sido el del estado franquista español, al igual que el régimen salazarista
portugués, que duró hasta 1974, y un buen número de dictaduras sudamericanas o
africanas contemporáneas. En todos los casos de despotismo moderno nos encontramos
con un modo de dominación de clase en el cual el poder está ejercido para la clase
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dominante y, en su nombre, por un déspota o una reducida elite; una serie de


colectividades –policía, funcionarios, miembros de un partido único, clérigos- que
obedecen siempre al jefe o jefes; un pluralismo político restringido; una fórmula política de
gobierno que incluye una fachada ideológica; y una mayoría popular a la que se exige
obediencia política..

5.3. El totalitarismo.

El Totalitarismo es el tipo de organización jurídica, política y social


caracterizada básicamente porque el Estado extiende al máximo sus esferas de
intervención, tendiendo a regimentar la generalidad de las conductas humanas; de
tal manera, correlativamente, resultan restringidas al máximo las esferas de libertad
individual, tanto en el plano de la legitimidad jurídica (e inclusive en lo ético, etc.)
como así también –o aún más– en la práctica.

Prácticamente todos los estudios que se sirven de esa categoría coinciden en


subrayar ciertas características que consideran indispensables para que haya
“totalitarismo”. Tales notas conceptuales conforman, por tanto, lo que bien puede
llamarse la base de dicho concepto. En cambio, hay menos acuerdo sobre otras
características, ya sea porque unos incluyen algunas que otros simplemente no
mencionan, o porque unos señalan como indispensables ciertos rasgos que otros
estiman ser más bien contingentes; este grupo complementario de rasgos
definitorios, sobre los cuales existen mayores o menores discrepancias,
corresponden, en general, a lo que puede llamarse unos medios que típicamente el
Estado totalitario pondría en práctica como tal. Los rasgos reconocidos como
básicos de todo régimen de ese tipo son, por lo menos, señalar de que allí:

- el Estado tiende regimentar la totalidad de las relaciones sociales;

- en consecuencia, ese Estado tiende a controlar en la mayor medida


posible todos los aspectos de la vida individual;
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- el Estado ostenta rango preeminente, tanto en el plano axiológico


como asimismo en cuanto a la efectiva organización de la vida en sociedad, sobre
todo cuanto concierne a la existencia de cada individuo en particular.

Importa aclarar que las dos primeras características no pueden ser sino
tendencias. Es obvio que ningún Estado está en condiciones de poder interferir en
absolutamente todos los detalles de la vida de sus ciudadanos. Pero se entiende que
al Estado totalitario le importa regimentar muchísimos más de esos aspectos –y más
a fondo– que lo habitual en cualquier otro régimen.

Al servicio de esta estructura totalitaria básica, se ha hecho notar que ese


Estado maneja una serie de medios típicos. Pueden clasificarse en dos rubros: a)
medios negativos, aquello que a los individuos se les prohíbe específicamente; b)
medios positivos, lo que el régimen hace específicamente para imponerse como tal.

a) Los medios negativos consisten en grados extremos de falta de


libertad en los siguientes rubros principales: libertades de conciencia (de
expresión, de información, de educación); libertades políticas (de asociación, y
en general de participación independiente –individual y grupal– en la formación
de la voluntad estatal); libertades económicas (de propiedad individual, de
producción, de comercio).

b) Los principales medios positivos son: partido único, a cuyo frente


hay un jefe con poderes prácticamente ilimitados (o, en todo caso,
formidablemente amplios) y él mismo constituye también la máxima autoridad
(el superior vértice jerárquico) de la maquinaria estatal; economía centralizada;
una ideología oficial, con alcance de cosmovisión social global y globalizante
(Weltanschauung), impuesta de manera incondicional y coercitiva, para la
totalidad de la población, en el territorio sometido a la soberanía estatal;
organización policial aterrorizante, con el objeto de asegurar la efectividad de
todos los restantes medios (tanto los negativos como los positivos).

6. Modelos de democracia.
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6.1. Los significados de la democracia.

El término “democracia” goza de enorme prestigio en el vocabulario político.


Tal uso positivo es realmente muy reciente. Es difícil encontrar simpatías hacia ella
antes del XIX y sólo la caída del Muro de Berlín ha convertido a los regímenes
democráticos de corte liberal en “universalmente” legítimos. Sin embargo, resulta difícil
definir qué se entiende por democracia por la multitud de significados que se le asocian,
pues no se mezclan enfoques normativos y empíricos a la hora de su estudio. Dahl, en
La democracia y sus críticos (1993) la ha definido como un régimen en el que los
ciudadanos se gobiernan a sí mismos (directamente o por medio de representantes).
Sartori, en Elementos de teoría política (1992), cree que se caracteriza por ser un
régimen político en el que existe responsabilidad de los gobernantes ante los
gobernados. Popper, en diversos lugares, ha señalado que lo fundamental de la
democracia es que permite expulsar a los peores gobernantes con costes sociales
mínimos. Puede ordenarse tal diversidad en tres modelos que recogen las grandes
concepciones de la democracia usuales en el debate político contemporáneo.

6.2. El modelo liberal.

El primer gran modelo, forjado en las luchas contra el Antiguo Régimen, es el


liberal, que define la democracia como el régimen que permite la protección de cada
ciudadano respecto de la acción de otros y de todos ellos respecto de la acción del
Estado, con lo que se conseguiría el máximo de libertad para cada uno. La idea del
liberalismo es que la justificación de la democracia consiste en su contribución a la
libertad, al desarrollo y al bienestar de cada ciudadano individualmente considerado. Su
fundamento es, por tanto, individualista tanto en sus versiones contractualistas (Locke)
como utilitaristas (Bentham). Este modelo se asocia a una serie de instituciones: 1) los
derechos cívicos (intimidad, propiedad, libertad de conciencia y expresión, etc.; 2)
división de poderes; 3) división territorial del poder (haciendo que los contrapesos y
equilibrios entre poderes tengan también una base territorial y no sólo institucional); 4)
Estado de Derecho (los actos del gobierno y la administración están sometidos a las
leyes, lo que les impide la arbitrariedad; 5) el consentimiento de los gobernados (que
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garantiza que el orden político responde a los intereses de los ciudadanos); 6) el control
de los representantes (sometidos a elecciones periódicas).

Todos estos instrumentos, y otros que podrían aducirse, están inspirados en la


idea de que hay que controlar el poder pues, aunque este es necesario, siempre es
peligroso y puede acabar en tiranía. Así, el modelo liberal se configuro según la imagen
de un conjunto de individuos que se desarrollan e interactúan en la sociedad civil y
están sometidos a las mínimas interferencias del Estado. Impedir que el Estado pueda
inmiscuirse en la esfera privada y se garantice así un lugar de no interferencia
(fundamento de lo que Constant llamará la libertad de los modernos), hacer que el
Estado no se concentre en pocas manos (siguiendo los consejos de Locke, Montesquieu
o Madison), etc., son ejemplos de estad ideas.

En nuestros días, los pensadores liberales, como Friedman (Libertad de elegir) o


Hayek (Los fundamentos de la libertad) han insistido en la necesidad de reducir el
ámbito de las decisiones políticas. El ámbito de la sociedad civil se configura como un
lugar de interacción libre y el del Estado como el ámbito de la coerción política. El
aumento del primero y la reducción del segundo significan, para estos pensadores, un
crecimiento de los ámbitos de la libertad. Limitar la política es conseguir que los
ciudadanos obtengan garantías institucionales suficientes de que no serán molestados en
la persecución de sus intereses particulares (siempre que se sometan a las leyes.

6.3. El modelo participativo.

El modelo participativo es el opuesto al liberal. Hunde sus raíces en la


democracia ateniense cuyo rasgo esencial era la participación activa de los ciudadanos,
que se autogobernaban mediante los principios de isonomía (igualdad ante la ley) e
isegoría (libertad para tomar la palabra en la Asamblea). Los liberales rechazan esta
forma de democracia por desequilibrada y peligrosa, dado que todo el poder se
concentra en la Asamblea y suele producir radicalización y exceso. La revolución
francesa les confirmaría en tales sospechas. Además, la consideran poco respetuosa con
los derechos individuales, pues como señaló Constant o bien estos eran desconocidos, o
bien no tenían nada que ver con los modernos, pues la isegoría no era libertad de
expresión, en el sentido en que hoy la conocemos, pues no protegía a los individuos de
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las consecuencias de sus palabras, aunque les permitía expresarlas –como demuestra el
caso de Sócrates. Además, argumentaban sus posibles ventajas sólo eran aplicables a
sociedades de pequeño tamaño.

No obstante, teóricos como Rousseau o Mill han realizado el esfuerzo por poner
al día aquel ideal y explorar sus posibilidades. El principio básico de la relectura
moderna del modelo participativo es que resulta insuficiente hacer girar la definición de
democracia alrededor de la idea de protección de los intereses individuales y que tal
idea debe ser contrapesada con la exigencia de participación política ciudadana. Tal
participación sirve al mismo tiempo para: 1) garantizar el autogobierno colectivo y 2)
lograr crear una ciudadanía informada y comprometida con el bien público. La
deliberación colectiva en la esfera de los asuntos públicos genera, pues, tanto
autogobierno como civismo. Así, se subraya ciertos rasgos: 1) la deliberación conjunta
en la esfera pública en busca de acuerdos para regular la vida en común; 2) desarrollo
individual a través de la participación (que enriquece a los individuos pues genera
hábitos de diálogo y habilidades argumentativas); 3) sufragio universal y participación
ciudadana (sindicatos, asociaciones, etc., sirven de canales de participación). La
democracia se considera, de este modo, una forma de vida, y no solamente un conjunto
de instituciones. Autores tan diversos como Dewey o Habermas han subrayado la idea
que la democracia no puede expresarse exclusivamente en instituciones o reglas, sino
que debe encarnarse en prácticas concretas capaces de desarrollar ciertos valores y de
potenciar un concepto de bien público y de una ciudadanía capaz de un juicio político.

Pero para conseguir generar ese sentido público de comunidad es necesario,


según este modelo, promover la atenuación o eliminación de ciertas desigualdades
sociales, que posibiliten la participación efectiva. Este modelo ve con simpatía los
instrumentos redistribuidores del Estado social. Ante su crisis contemporánea, el
modelo sugiere que la participación ciudadana mejoraría la eficacia en la gestión,
disminuiría la burocracia y evitaría la concentración del poder en manos de agencias
estatales. A veces se habla de “extensión de la democracia”: es decir, llevar la
participación a multitud de esferas, foros y ámbitos para mejorar la calidad de la
democracia. Dicho de otra manera, el objetivo sería acercar a los ciudadanos los
organismos de toma de decisiones, lo que aumentaría tanto el control sobre los
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representantes como el autogobierno directo de los ciudadanos en todos los lugares


donde sea factible. Los críticos del modelo creen que es poco realista, pues como ha
señalado Juan Antonio Rivera en Menos utopía y más libertad (2006), exige a los
ciudadanos un compromiso con el bien público difícil de realizar efectivamente.

6.4. El modelo pluralista competitivo.

El modelo pluralista competitivo se desarrolló en buena medida como reacción a


las críticas que los teóricos elitistas (como Pareto, Mosca o Michels) realizaron al ideal
democrático participativo. Ellos insistieron en que cualquier régimen, democracia
incluida, está dirigido por elites, por lo que la división entre gobernantes y gobernados e
ineludible. Schumpeter, Dahl o Sartori creen que los elitistas exageran la estabilidad y
fortaleza de la elite gobernante y desconsidera los diversos modos a través de los cuales
ocupa y mantiene su posición. La democracia no se caracterizaría por la inexistencia de
elites, sino más bien por las distintas formas de selección de las mismas y por cómo
estas formas afectan tanto a la movilidad de las elites como a su pluralismo. El resultado
es que la democracia es aquel régimen político en el cual se adquiere poder de decisión
a través de la lucha competitiva de elites plurales por conseguir el voto de la población.
Sus características serían las siguientes:

1. Ser un sistema para elegir elites adecuadamente preparadas y autorizar


gobiernos, y no, en cambio, un tipo de sociedad o de régimen que debiera cumplir
objetivos morales (tales como el autogobierno o la protección de los individuos).

2. El sistema de selección de elites consiste en la competencia entre dos o más


grupos autoelegidos de políticos (organizados normalmente como partidos políticos)
que se disputan el voto de los ciudadanos con una cierta periodicidad.

3. El papel de los votantes no es el deliberar y decidir sobre cuestiones políticas


y después elegir representantes que las pongan en práctica, más bien se trata de elegir a
las personas que adoptarán de hecho esas decisiones.
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Este modelo de democracia es un mecanismo de mercado en el que los políticos


son los empresarios y los votantes los consumidores. En opinión de sus partidarios, el
mercado político, definido por el pluralismo y la competencia, produciría equilibrio
entre la diversidad de intereses y también algo así como la soberanía de los
consumidores (y esto sería lo máximo a lo que una democracia podría aspirar).

Las teorías de juegos, las teorías de la decisión racional y de la elección pública,


serían otros tantos enfoques recientes en la ciencia política que, pese a diferencias
importantes, podrían ser compatibles con este modelo. En efecto, para este modelo, los
individuos son básicamente racionales y egoístas, buscarán maximizar sus beneficios y
disminuir sus pérdidas en toda elección. Así, los electores-consumidores políticos
actuarán racionalmente en el mercado político, aunque sea por una racionalidad
imperfecta o limitada, y se orientarán de acuerdo con sus intereses en la elección de
elites dirigentes, logrando de este modo influencia o control sobre el gobierno.

Los críticos señalan que el resultado de la competición no sería, como quieren


sus partidarios, un equilibrio de presiones e intereses políticos, sino un desequilibrio
permanente y estructural que conduciría a un mercado oligopólico que acabaría por no
responder a las demandas de los consumidores políticos, pues, de hecho, estos deberían
decidir entre alternativas sobre cuyo número o características no tendrían ninguna (o
muy poca) influencia, y que debido a las desigualdades económicas, llegarían a
configurar la democracia como un sistema de manipulación múltiple donde incluso la
demanda (esto es, la opinión de los consumidores) se hallaría “manufacturada” o
“inducida” desde arriba. Los defensores argumentan que la respuesta a estos problemas
es multiplicar el número de alternativas posibles y de grupos.

6.5. El republicanismo.

En los últimos años el republicanismo se ha desarrollado como un intento de


constituirse en una concepción de la democracia alternativa, pero que incorpore
elementos irrenunciables de las posiciones anteriores. Sin embargo, a pesar de la
insistencia de los pensadores republicanos en que son herederos de una vigorosa
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tradición de pensamiento, no parece fácil encontrar un conjunto de conceptos que


constituyan la “esencia” del republicanismo. Más bien encontramos entre ellos
“parecidos de familia”. Así, en el espectro del republicanismo los tenemos desde
liberales hasta socialistas. Con todo, y a pesar del riesgo de vaguedad, entre los rasgos
que compartirían los partidarios del republicanismo podemos señalar los tres siguientes:

1. Como hemos dicho, el liberalismo se ha considerado la filosofía política


fundamental en la construcción de las democracias modernas, no es por ello extraño que
un signo de identidad republicano sea el de establecer diferencias con los liberales. Es
verdad que en ocasiones algunos republicanos liberales pueden encontrar graves
dificultades en diferenciarse de liberales igualitarios, como Ralws o Dworkin. Y una de
las claves es la defensa de un concepto de libertad diferente del liberal. El liberalismo
como filosofía de la libertad habría nacido por la desconfianza hacia el Estado y la ley.
Es el tema clásico de Constant de la libertad de los modernos frente a la libertad de los
antiguos, reformulado por Berlin (“Dos conceptos de libertad”) y que, de acuerdo con
los republicanos, estaría aún presente en sus defensores más moderados, como los
citados Dworkin o Rawls. La clave de la libertad política sería limitar la capacidad de
interferencia del poder del Estado en los asuntos privados. A los republicanos esta idea
de libertad les parece muy limitada y la reinterpretan como ideal de autogobierno en el
que el ciudadano está libre de la interferencia arbitraria, no sólo del Estado, sino
también de otros hombres. Las diferencias entre unos pensadores y otros son
importantes, pero harían hincapié no tanto en la ausencia de coerción, sino en la
ausencia de dependencia. Para el republicano, la libertad depende de la ley y no la ley
de la libertad. Es la república bien constituida y ordenada la que nos hace libres: no cabe
hablar, por tanto, de libertad natural desde la cual se juzga la legitimidad del Estado.

Teóricos como Philip Pettit, (Republicanismo, 1999), sitúan justamente la


redefinición del concepto de libertad en el centro de gravedad del republicanismo.
Desde su punto de vista, de acuerdo con el liberalismo clásico, un sujeto puede estar
dominado por otro, aunque éste no intervenga en su vida. Si puede intervenir, pero no lo
hace, el liberal se sentiría satisfecho. Pero para el republicano es suficiente con que
exista la posibilidad de la interferencia y, con ella, de la dominación, para que no se
sienta satisfecho con el análisis liberal. Además, la interferencia puede producirse desde
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el ámbito político que, como han señalado los liberales, tiene que estar controlado para
que tal cosa no suceda; pero también puede producirse desde la propia sociedad, por
otros hombres o por instituciones como el mercado, que el liberal deja a su albur. Un
mundo dominado por el mercado es un mundo donde es imposible la verdadera libertad
porque, aun no dependiendo del poder político, estamos a expensas de que otros
interfieran en nuestras vidas mediante contratos de trabajo abusivos, por ejemplo. El
liberalismo, al confiar los asuntos humanos al mercado, en el mejor de los casos nos
libra de la coerción política, pero hace depender a los hombres los unos de los otros.
Puesto que es imposible reivindicar un papel para el Estado sin aceptar algún grado de
interferencia, Pettit distingue entre interferencia arbitraria e interferencia no arbitraria.
La primera, dice Pettit, significa que “cuando yo interfiero en sus vidas es para
empeorarles las cosas a ustedes, no para mejorárselas” y, además, añade, la intervención
debe ser intencionada. Obviamente también es posible, y además frecuente, que alguien
desee interferir en nuestras vidas con la mejor de las voluntades, pero precisamente en
contra de nuestra propia voluntad. Lo que un sujeto vea bueno para nosotros no tenemos
nosotros por qué verlo igualmente así. Pettit parece adelantarse a objeciones como ésta,
afirmando que su noción de interferencia es meramente decidible a la luz de los hechos.
Así, hay interferencia cuando alguien tiene el poder de hacerlo, le guste o no al sujeto
interferido. La interferencia no es arbitraria cuando no me hacen de mí una excepción,
pues el estado está concebido para servir a otros a la par que a mí.

2. El segundo gran elemento del republicanismo es que en su mayor parte


aceptan la concepción deliberativa de la democracia, El problema con el que se
encuentra el republicanismo es determinar los mecanismos que hagan efectiva la
participación ciudadana, porque la deliberación tiene costes en tiempo y en información
que muchos ciudadanos no parecen estar dispuestos a sufragar y prefieren dejar en
manos de políticos profesionales. Incluso aunque esos mismos ciudadanos crean
pertinente que los políticos estén controlados por personas preocupadas por el bien
público, no tienen por qué pensar que sean ellos los que deban ocuparse,
específicamente, de esa cuestión. Esto, el republicanismo tiene problemas para
enfrentarse al free-rider sin violentar la libertad individual. Además, la introducción de
instrumentos de participación ciudadana en el quehacer político puede tener la
paradójica consecuencia de que aumente la presión de los grupos de interés, pues
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obviamente, son los que tienen interés los que encuentran razones para dirigir sus
esfuerzos a influir en las decisiones políticas. Podemos detenernos aquí, si bien no
acaban en este punto los problemas de una concepción deliberativa de la democracia.

3. La última idea, pero quizás la más importante y la que mejor caracteriza al


republicanismo, es la idea de que los ciudadanos no son individuos atomizados de una
sociedad concebida en términos de mercado en la que cada uno persigue sus intereses
privados sino que no puede haber un estado republicano sin ciudadanos con una fuerte
virtud cívica. De hecho, la concepción deliberativa de la democracia deriva de la
defensa de las virtudes republicanas. Sólo ciudadanos que amen la patria y sus leyes,
porque ambas no son distinguibles, pueden considerar que no es una pérdida de tiempo
ocuparse de los asuntos públicos. La virtud republicana puede ser analizada tanto desde
el punto de vista de la utilidad pública, como desde la noción misma de sujeto político.

La virtud cívica juega en el republicanismo un doble papel. Por un lado, mejora


el ejercicio del poder en el Estado republicano, puesto que los ciudadanos virtuosos
cumplirán con mayor rigor las leyes y, por otro, estos mismos ciudadanos, preocupados
por el bien público, estarán más vigilantes para que el Estado cumpla las obligaciones
que le son encomendadas. Ovejero, Martí y Gargarella señalan que: “el valor que otorga
Pettit a las virtudes cívicas se halla muy vinculado al funcionamiento adecuado del
Estado de derecho, lo cual convierte su enfoque en algo que la mayoría de los liberales
convendría en aceptar”. Cuando algunos republicanos acentúan la defensa de la libertad
individual, otros consideran que se están alejando de su núcleo duro y pasándose a las
filas del liberalismo. Para un liberal no hay nada que objetar a que un ciudadano se
preocupe por los asuntos públicos e incluso dedique parte de sus energías a informarse y
participar a través de los mecanismos habituales para ello, desde los ordinarios, como
las elecciones, pasando por la pertenencia a asociaciones específicas en las que se aúnan
esfuerzos con los más diversos objetivos políticos, hasta llegar a las medidas de presión
legítimas en democracia, como las manifestaciones o las huelgas. No sólo no hay nada
que objetar en todo ello, sino que además es elogiable desde el punto de vista moral. Lo
que no aceptaría el liberal es que, como piensan algunos republicanos, deba sacrificarse
parte de la libertad individual en defensa del bien público. Podemos usar nuestra
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libertad para defender lo que creemos justo para todos, pero el liberal piensa que, en
términos generales, no se nos puede forzar a ello.

7. El Estado de derecho.

Podemos acabar este tema señalando que si bien las divergencias sobre cómo
debemos entender la democracia son muchas, hay menos debate en que estas deben ser
siempre Estados de Derecho, pues se ha mostrado como el mejor baluarte de las
libertades de los ciudadanos y que podríamos caracterizar como sigue:

1. En primer lugar, subrayaremos que el Estado de derecho significa que el


verdadero dominio lo ejerce la propia ley. Es lo que se conoce como imperio de la ley.
Obsérvese que esto limita el poder del Estado, pues el Estado de derecho se confunde a
veces con el requisito de la mera legalidad en todos los actos de gobierno. El imperio de
la ley presupone, desde luego, completa legalidad, pero sin que ello sea suficiente. Si
una ley concede al gobierno poder ilimitado para actuar a su gusto y capricho, todas sus
acciones serán legales, pero no encajarán dentro del Estado de derecho. Ello quiere
decir que el imperio de la ley no es una regla legal, sino una regla referente a lo que ley
debe ser, es, por tanto, una doctrina metalegal o un ideal político.

2. Vemos así que lo que distingue a una sociedad libre de otra carente de libertad
es que en la primera el individuo tiene una esfera de acción privada claramente
reconocida y diferente de la esfera pública; que asimismo, no puede recibir
cualesquiera clase de órdenes, y que solamente puede esperarse de él que obedezca las
reglas que son igualmente aplicables a todos los ciudadanos. De lo que el hombre libre
puede presumir es de que, mientras se mantenga dentro de los límites fijados por las
leyes, no tiene necesidad de solicitar permiso de nadie ni de obedecer orden alguna. De
ello se deduce que las leyes deben aludir siempre a acciones que se ejecuten después de
su promulgación y no tener jamás efectos retroactivos.

3. En segundo lugar, si lo que impera es la ley, entonces el gobierno nunca debe


ejercer coacción sobre el individuo excepto para hacer cumplir una ley conocida. De
ello se deriva el principio de que no hay crimen ni pena sin ley. El Estado puede
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castigar a un individuo que ha violado una ley, pero para ello esa ley debe existir
previamente.

4. El tercer requisito de un Estado de derecho es la igualdad. Esto es, ley se


aplica igualmente a todos. Ello incluye al mismo Estado. El Estado de Derecho
requiere no solamente que el gobernante haga cumplir la ley a los demás y que tal
función constituya su auténtico monopolio, sino que actúe de acuerdo con la misma ley
y, por lo tanto, esté limitado de la misma manera que una persona privada. El hecho de
que las leyes se apliquen igualmente a todos, gobernantes incluidos, es lo que hace
improbable la adopción de reglas opresivas.

5. Sería imposible separar de modo efectivo la promulgación de nuevas leyes y


su aplicación a casos particulares, a menos que dichas funciones fueran realizadas por
cuerpos o personas distintas. Es lo que se denomina separación de poderes. Las leyes
no pueden elaborarse teniendo en cuenta casos concretos, pues se violaría el principio
de igualdad y generalidad; tampoco los casos particulares pueden decidirse a la luz de
nada que no sea una norma general. Ello exige un poder judicial independiente y ajeno a
los transitorios objetivos de la acción del poder ejecutivo. Lo fundamental es que ambas
funciones se desarrollen separadamente por cuerpos coordinados antes de que pueda
determinarse si la coacción ha de utilizarse en un caso concreto.

6. Puesto que las leyes son generales pero se aplican a casos concretos, los
tribunales tienen que tener cierto poder de discrecionalidad a la hora de cómo interpretar
la ley en el caso individual. Ahora bien, tal facultad discrecional puede y debe quedar
controlada mediante la posibilidad de revisión, por un tribunal independiente, de las
resoluciones adoptadas. Ello significa que la decisión tiene que ser deducible de las
normas jurídicas y de aquellas circunstancias a las que se refiere la ley que pueden
conocer las partes afectadas.

7. El Estado de derecho supone entonces que la coacción ejercida por el


Estado solamente se admite cuando se sujeta a normas y no cuando constituye un
medio para lograr objetivos particulares de la política del momento. De este modo el
Estado de derecho constituye una protección del ciudadano privada contra la tendencia
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siempre creciente del mecanismo burocrático del Estado a absorber la esfera de acción
privada propia del individuo.

8. Bibliografía.

García Marzá, V.D. Teoría de la democracia. Nau llibres. Valencia, 1993.

Giner, Salvador. Sociología. Ediciones Península. Barcelona, 1983.

Horowitz, I.L. Los anarquistas. Madrid. Alianza, 1975.

F. Ovejero, J.L. Martí y R. Gargarella (comp.) Nuevas ideas republicanas.


Autogobierno y libertad, Paidós, Barcelona, 2004.

Proudhon, P.J. ¿Qué es la propiedad? Barcelona. Tusquets, 1977.

Weber. Economía y sociedad. F.C.E. México, 1984.

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