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CUANDO LA MUERTE RONDA

Por: Carla M. Soria Conde

No les ha pasado a veces, que cuando impedimos que nos pase una situación mala o
desastrosa, nos viene al cuerpo una sensación de alivio y exclamamos la típica frase: ¡uf, de la
que me salvé! Pues bien, les comento que no siempre se tiene por sentada la expresión. Y es
que cuando la muerte ronda… cobra lo que se tiene que llevar.

Fue un suceso que experimentó nuestro amigo Rigoberto, al que llamaremos Betito (así lo
llamaban hace más de 40 años), y es así como nos remontaremos a los primeros meses del año
1971, época dorada en la que la cultura, la educación, los valores y los buenos modales se
inculcaba fácilmente en el intelecto de los niños.

Betito, como todo niño de ocho años, le gustaba jugar en la calle en compañía de sus
hermanas contemporáneas: Lubertina e Isabel. Adoraba manejar bicicleta, jugar trompo, ganar
en las canicas sobre todo las canicas blancas, saltar en el mundo con un gran trozo de papel
mojado que le servía de marcador e innumerables juegos que hoy podemos decir que son de
antaño y casi extintos. Su madre, Doña Lucila, disfrutaba ver a su pequeño divirtiéndose con
sus amigos mientras ella tejía algunas prendas de temporada para los pequeños de la casa. Un
día cualquiera, los tres hermanos salieron a jugar al parque de la cuadra donde vivían, un juego
muy recordado llamado “Mata Gente”, que consistía en colocarse dos jugadores, uno al frente
del otro a una distancia de aproximadamente 4 metros y otro jugador en medio que trataría de
esquivar la pelota que le lanzarían los jugadores del extremo. Fue así como se organizaron: las
dos niñas en los extremos y Betito al medio. Todo iniciaba bien en el juego, disfrutaban de una
hermosa mañana, pero un mal movimiento esquivando la pelota, hizo que Betito tropezara
con la tapa mal puesta de la alcantarilla de la calle, haciendo que se torciera el tobillo izquierdo
y al caerse se doblara los dedos de la mano derecha.

Las hermanas corrieron de inmediato a socorrerlo. Asustada Isabel llamo con desesperación a
su madre quien rauda llegó al lugar del infortunado accidente para ver qué era lo que pasaba.

- Hijo mío, que tienes, dime, ¿Qué ha pasado?


- Mami me duele mucho mi piernita y mi manito, me duele mucho. Manifestó el niño.

Sin pensarlo dos veces, Doña Lucila llevó al pequeño al Hospital “Santa Rosa”, el mejor hospital
de la provincia por aquellos años y que no quedaba muy lejos de donde vivían. Al entrar, en la
sala de emergencias una amable enfermera atendía al niño con delicadeza mientras llegaba el
galeno de guardia. El Dr. Martínez, muy conocido por sus atinados diagnósticos, fue el experto
que revisó al menor, quien luego de una exhaustiva revisión, diagnosticó:
- Tiene un esguince de tobillo, los tendones han sido estirados con rudeza, tiene
raspadas las rodillas producto de la caída y los dedos índice, medio y anular de su
mano derecha, tienen un desgarro muscular a causa de apoyar todo el peso del cuerpo
en esa zona. Enfermera, que enyesen la pierna izquierda y colóquenle una venda en la
mano derecha del niño inmediatamente, lo dejaremos hoy en observación para ver su
evolución. Mañana estará mucho mejor señora, no se preocupe.

Un poco más tranquila, Doña Lucila salió a comprar las medicinas que el médico le había
pedido en la receta mientras atendían a Betito. Le aplicaron anestesia para calmar el dolor
mientras las enfermeras procedían con su trabajo. Al cabo de unos minutos de charla, una de
las enfermeras comentó:

- Ojalá que esta sea una noche tranquila. Mencionó una de ellas
- ¡Calla! Siempre que alguien dice eso, sucede lo contrario. Dijo la otra
- Bah! Esas son puras supersticiones, no por eso vaya a pasar algo malo. Recalcó la
primera.
- No digas eso, por si las dudas. Porque cuando la muerte ronda… cobra lo que se tiene
que llevar. Afianzo la segunda.

Al cabo de unos minutos, una ambulancia llega con un herido por accidente de tránsito, un
muchacho loco que iba manejando una moto lineal que por entonces era manejar un vehículo
último modelo, acompañado de su enamorada decidieron desafiar la velocidad en plena
Panamericana Norte y por la altura del cruce a Cajatambo el joven perdió el control de su
motocicleta y cayeron a la pista dando varios volantines en medio de piedras y lodo. La
muchacha tuvo la suerte de caer en un cúmulo de pastizales y el joven se salvó de milagro
pues cerca al impacto de su caída, se encontraban los cañaverales en llamas de la empresa
Agroindustrial del distrito que por esos días programaron la quema de caña de azúcar.

En todo momento, desde su auxilio y traslado, el joven no dejaba de gritar que lo atendieran
de inmediato, faltando el respeto a todos los enfermeros que trataban de ayudarlo. Gritos,
golpes e insultos, eran sus expresiones producto del dolor. Siempre repetía la frase: - ¿Ustedes
saben quién soy yo?, soy el hijo del gobernador, mi padre es una persona importante en el
estado y exijo que me atiendan como es debido o mi padre se enterará de esto.

El Dr. Martínez atendió al nuevo paciente soportando sus groserías. Dio un diagnóstico para el
joven y ordenó que sea llevado a la sala de observación. Si, exactamente lo que están
pensando, ese odioso muchacho estuvo junto a Betito y a muchos otros enfermos más. Pues,
la sala de observación para varones era un ambiente común con diez camas para albergar
pacientes que se encontraban en vigilancia. El joven fue colocado al lado izquierdo de Betito. El
niño, un poco más calmado intentó saludarlo para entablar una conversación y no sentirse tan
solito: - Hola, soy Betito. ¿Y tú? A lo que el joven muy descortésmente exclamó: - No molestes
mocoso. Entonces, sin más remedio, Betito se volteó para el lado derecho de su cama a
intentar conciliar el sueño, puesto que todos los correteos del accidente lo habían dejado muy
agotado.
Al cabo de un par de horas, Betito se sentía fastidiado y no podía dormir, se volteó para el lado
izquierdo de su cama, mirando de frente a la cama de aquel muchacho insolente.
Acomodándose un poco la almohada y su pierna enyesada para no molestarlo, se dio cuenta
que el joven lo miraba fijamente. Betito se animó a nuevamente iniciar una conversación con
su compañero de cuarto, a lo que mencionó:

- Yo tengo ocho años y voy a una escuela parroquial, tengo dos hermanas que quiero
mucho, me gusta jugar al run run y a la mata gente. ¿tú tienes hermanas también?

Pero el joven no contestaba, solo lo miraba fijamente a los ojos.

- Pronto será mi cumpleaños y mi papá me prometió que me regalaría una piñata de


Super Ratón. Es mi héroe favorito ¿te gusta super Ratón?

Y el joven seguía mirándolo fijamente a los ojos sin contestar.

- ¿estás bien? ¿te pasa algo? Puedo llamar a la enfermera si te duele algo. Exclamó el
niño como signo de amabilidad.

Tanta era la quietud del joven que miraba fijamente a Betito, que obligó al niño a bajarse como
pudo de su cama, con su bata blanca y su pie derecho desnudo, apoyándose de el para no
pisar con su pierna izquierda. Saltando sobre su pierna buena, Betito logró llegar al borde de la
cama de su vecino, lo movió un poco para que reaccione; pero cuando lo tocó en la cara, sintió
sus mejillas más frías que el piso que pisaba, las pupilas de sus ojos vacías y un color
amarillento en su cuerpo, no sintió inhalación ni exhalación. Tanta fue la impresión de Betito
que terminó gritando estrepitosamente y cayéndose en el suelo y a raíz de la caída Betito jaló
gran parte de las sabanas del joven provocando que su cuerpo se cayera encima de Betito,
coincidiendo los ojos del occiso con los ojos del pequeño niño. Los demás enfermos auxiliaron
el pequeño tratando de sacarlo de abajo del cuerpo del chico, quienes luego de la hazaña
trataron de tranquilizar al niño dándole a beber agua de azahar para calmar su llanto. Con el
alboroto, las enfermeras de guardia pusieron orden en el ambiente y tras la llegada del médico
de turno, se certificó la muerte del joven; una septicemia generalizada por hemorragia interna.
Betito estuvo hablando con el cadáver del hijo del gobernador.

Al día siguiente, Doña Lucila llegó de visita al Hospital para ver a su niño llevándole frutas y
algunos globos para aliviar a su retoño. Al llegar al lugar, se enteró de lo que había pasado esa
noche y lo único que hizo fue abrazar fuertemente a Betito brindándole toda su protección y
su amor de madre, la mejor medicina para el alma.

Rigoberto, más conocido por nosotros como Betito, confiesa que no fue fácil superar lo que
pasó, todo se pudo con la ayuda de sus familiares y amigos. Gracias al apoyo incondicional de
sus seres queridos hoy puede llevar una vida normal y muy pacífica. Pero al igual que él, todos
nosotros debemos recordar que: cuando la muerte ronda… cobra lo que se tiene que llevar.

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