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LA ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS

Ha comenzado la liturgia eucarística y, a partir de ahora, el centro es la Mesa del altar.


La posible procesión en la que algunos miembros de la asamblea aportan el pan y el
vino es una expresión del sacerdocio de los fieles. Los no bautizados están excluidos y
San Hipólito destaca la primera vez que los neófitos realizan este acto en el día de su
iniciación cristiana [33]. Concluida esa posible procesión que ha servido para llevar los
dones de pan y de vino hasta el celebrante y, tras ser situados sobre el altar, el sacerdote
pronuncia una corta plegaria que se llama así: oración sobre las ofrendas.
En sentido estricto, la función de la plegaria sobre las ofrendas consiste en expresar el
sentido del rito de la oblación. No es una introducción a la plegaria eucarística. Con ella
concluye el rito de preparación de los dones.
Querría detenerme a recordar aquí el sentido de este rito porque la preparación de los
dones –en el antiguo Misal de San Pío V, el ofertorio [34]– es uno de los ritos más a
propósito para llegar a una noción teológica del Santo Sacrificio de la Misa. Consta,
como todos sabemos, que el marco que Jesús eligió para la institución de la Sagrada
Eucaristía fue el de la cena pascual judía [35]. Importa, pues, desarrollar este
simbolismo. En los relatos de la última Cena de los Sinópticos y de San Pablo [36], así
como en las narraciones de los milagros de la multiplicación de los panes y de los peces
y en la escena de Emaús, una y otra vez encontramos la misma secuencia descrita con
los cuatro idénticos verbos:

S. tomar bendecir partir distribuir


SCRIPTURA        
 (Evangelio)  ↓ ↓ ↓ ↓

LITURGIA presentación de los plegaria fracción del comunión


 (Misal)  dones eucarística pan

Como vemos, estas cuatro acciones constituyen los elementos estructurantes básicos de
la liturgia eucarística en todas las familias litúrgicas, tanto de Oriente como de
Occidente.
El verbo «tomar» ha dado origen a la procesión de las ofrendas y a su presentación y
disposición en el altar. El «bendecir» ha dado origen a la Plegaria eucarística. El
«partir» se conserva en la fráctio panis. Y por último, el «distribuir», se convierte en la
administración de la Santa Comunión. Trastocar estas acciones fundiéndolas,
desdibujándolas, alterándolas,... supondría inducir una grave violencia sobre la
estructura íntima de la Santa Misa. Así, por ejemplo, los fieles no deben tomar el
Cuerpo y la Sangre del Señor ellos mismos para comulgar ya que la secuencia bíblica
fundamental integra como último factor el «distribuir». En la Iglesia, la Comunión
nunca se toma, se recibe. Por tanto, es improcedente que los fieles se acerquen al altar a
tomar el Cuerpo y la Sangre del Señor o, sin llegar al altar, se pasen unos a otros la
patena y el cáliz con intención de comulgar.
De aquí se desprende que el rito de la preparación de las ofrendas no debe reducirse
meramente a unas oraciones de ofrecimiento, porque eso convertiría la acción (tomar)
en palabras (oración sobre las ofrendas), y las oraciones no son lo más importante de
este rito. De hecho, la presentación de las ofrendas ya no se llama ni es un «ofertorio»:
pan y vino son presentados, no ofrecidos y, en este sentido, los traductores litúrgicos
españoles tradujeron con un agudo sentido litúrgico el offérimus de la versión típica por
el «presentamos» del texto oficial vigente [37].
• «Bendito seas, Señor, Dios del Universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo
del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para
nosotros pan de vida».
• «Bendito seas, Señor, Dios del Universo, por este vino, fruto de la vid y del trabajo del
hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros
bebida de salvación».
El contexto de estas fórmulas es el de las bendiciones de la liturgia judía.
El actual Ordinario de la Misa ha modificado notablemente lo que antes se hacía entre la
liturgia de la Palabra y la Plegaria eucarística. Antiguamente se ofrecía a Dios el pan y
el vino. Ahora, las ofrendas son recibidas, preparadas y dispuestas en el altar, mientras
el celebrante da gracias a Dios por sus dones. Desde la perspectiva actual, entendemos
que ofrecer algo distinto de Cristo es teológicamente inadecuado y que el verdadero y
único Ofertorio tiene lugar durante la plegaria eucarística, en la anámnesis (→) [38].
El Misal anterior prescribía que el celebrante elevara la patena y el cáliz a la altura de
los ojos en actitud de ofrecimiento, mientras miraba al Crucifijo del altar. El Misal de
Pablo VI indica [39] que el celebrante tiene «la patena con el pan ligeramente elevada»
para declarar que el rito del ofertorio consiste, no tanto en un ofrecimiento, cuanto en
recibir del pueblo el pan y el vino, dar gracias a Dios y colocarlos sobre el altar, por
cuyo contacto reciben una santificación inicial [40], pues, durante la celebración, el altar
es símbolo fundamental de Cristo [41]. Así pues, el ofertorio propiamente dicho vendrá
después, durante la Plegaria eucarística, concretamente, en la anámnesis.
Dejando ya aparte esta digresión sobre el rito de la presentación de los dones, convendrá
volver a nuestro tema: la oración sobre las ofrendas. Esta plegaria, como le sucede
también a la oración para después de la comunión, se distingue de la colecta en que
alude y sirve al momento de la celebración en el que se pronuncia; en ese sentido, ya lo
dije, la colecta es más autónoma e independiente.
En la liturgia romana de principios de la Edad Media, el depositar las ofrendas sobre el
altar no iba acompañado de ninguna oración. Las actuales oraciones sobre las ofrendas
proceden, en general, del tesoro de los antiguos Sacramentarios (→) [42]. En el Misal
de Pablo VI, esta serie de oraciones han sufrido algunos retoques que indican
probablemente la intención de quitarle el contenido eucarístico, evitando así
anticipaciones inoportunas de temas que son propios de la plegaria eucarística.
Como norma general, todas las oraciones sobre las ofrendas se redactan en plural, como
oración de la entera asamblea, y todas ellas van dirigidas a Dios Padre, como
corresponde a la oración eclesial. De ahí que la asamblea esté ya en ese momento de
pie. ¿Qué se pide a Dios en la oración sobre las ofrendas? Aunque las formas literarias
de expresión sean diversas, sí existen unas cuantas líneas de fuerza comunes que
podrían resumirse en las siguientes:
• ofrecemos a Dios los dones del pan y del vino
• los dones son ofrecidos para que se conviertan en Sacrificio de Cristo
• los Misterios de nuestra Redención sirven de recomendación ante Dios de nuestras
ofrendas
• se pide una buena disposición del alma para poder ofrecer dignamente el sacrificio
• a veces, se pone de relieve la cantidad considerable de ofrendas que se han conseguido
reunir [43]
Creo que puede resultar clarificante ver reflejadas algunas de estas características en un
ejemplo de oración sobre los dones, que he seleccionado por presentar un corte
típico [44]:
Súscipe, Dómine, múnera nostra,
quibus exercentur commércia gloriosa,
ut, offerentes quæ dedisti,
teipsum mereamur accípere.
Acepta, Señor, nuestros dones,
en los que se realiza un admirable intercambio,
para que, al ofrecerte lo que tú nos diste,
merezcamos recibirte a ti mismo.
Plegaria de acompañamiento de los dones, en la que, a una doble petición, coloca en
paralelo una doble motivación. Las dos motivaciones plantean los temas del
«intercambio» y el de la gratitud.
a) El tema del «intercambio» quizá nos resulte familiar. Se trata de un argumento que
halla una amplia cabida en el Tiempo de Navidad y en el Tiempo de Pascua. La oración
llama a la Eucaristía «ejercicio de un intercambio admirable», evocando y repitiendo
ideas y términos empleados para cantar y ensalzar el admirable intercambio de Dios con
los hombres:
– en Navidad, Dios nos da su Divinidad, y nosotros le damos nuestra humanidad, o
bien, en términos más agustinianos, el Hijo de Dios se hizo Hombre para que el hombre
se hiciera hijo de Dios [45];
– y el portentoso intercambio de la Pascua, en que Dios aunó lo divino con lo humano y,
a cambio de nuestra vejez y decrepitud pecadoras, nos dio la vida nueva de Jesucristo
Resucitado y Resucitador.
b) Por vía de la gratitud, la oración evoca que lo que ofrecemos a Dios es puro don
previo de su bondad.
La petición final, «merezcamos recibirte a Ti mismo», rezuma una piedad muy grande.
Aflora ahí el pensamiento teológico del Sacrificio y del Sacramento. Dios nos da
primeramente pan y vino. De ese pan y ese vino nosotros hacemos la oblación. De ella,
el Señor «hace» su Cuerpo y su Sangre, que nos los da en comida y bebida y que
constituyen los «manjares enjundiosos y los vinos de solera» del Banquete del
Reino [46].
Pero no querría terminar esta sección, dedicada a la oración sobre los dones, sin
constatar tres piezas de singular trascendencia en su género. La primera marca un hito
por su alcance doctrinal en la historia de la liturgia. Me refiero a ésta [47]:
Concede nobis, quæsumus, Dómine,
hæc digne frequentare mystéria,
quia, quóties huius hóstiæ commemorátio celebratur,
opus nostræ redemptionis exercetur.
Concédenos, Señor,
participar dignamente en estos santos misterios,
pues cada vez que celebramos
este memorial del sacrificio de Cristo
se realiza la obra de nuestra Redención.
Querría detenerme en esta plegaria porque, en razón de la teología que encierra, quizá
sea una de las más importantes de entre todas las oraciones que contiene el actual Misal
Romano. Los orígenes de la oración se remontan a muy antiguo. Los hallamos en el
Sacramentario Veronense (→) (s. VI-VII) [48], cuando trata de una cuestión
fundamental: cuál sea la naturaleza de la liturgia [49]. Resulta destacable que el estatuto
teológico de la liturgia lo encontremos en una oración sobre las ofrendas. Este tipo de
oraciones no nos tienen acostumbrados a referencias de este tipo ya que su contenido
suele ceñirse al tema de los dones.
El texto hace de soporte a la única súplica que formula y que es de excelente factura
literaria. La sonoridad del cursus (→) [50] del original latino ha situado la súplica en el
mismo comienzo; tras ella se expresa la motivación. Y ahí, en la motivación, se alberga
el argumento teológico:
«cada vez que celebramos este memorial del sacrificio de Cristo, se realiza la obra
de nuestra Redención»
Para significar la profundidad de este misterio, el autor recurrió al verbo exérceo, que
significa agitar, poner en movimiento, ejercitar. «Uno queda abrumado –ha escrito C.
Urtasun [51]– ante la contundencia de la afirmación: cada vez que se celebra el
memorial de este sacrificio, exercetur, se pone en marcha, en divino movimiento, toda
la obra de nuestra Salvación».
Me ha parecido ilustrativo repasar los términos empleados para verter el original latino
a las diversas lenguas modernas.
Como en algunos mosaicos célebres, en cuyo centro domina el Pantocrátor, aquí las
traducciones hacen como de coro y ornamento al original latino. Situado éste en el
centro, las versiones, colocadas alrededor, hacen un buen marco y, de paso, le dan una
luz refleja muy sugestiva.

quóties huius hóstiæ commemorátio celebratur,


LATÍN
opus nostræ redemptionis exercetur.

Castellano cada vez que celebramos este memorial del sacrificio de Cristo, se
realiza la obra de nuestra Redención.

Catalán cada vegada que celebrem el memorial del sacrifici del vostre Fill es
fa presentl’obra de la redempció.

Gallego cada vez que celebramos este memorial do sacrificio do


Señor, realízase a obra da nosa redención.
Vascuenc
erospena egiten bait da opari au oroigarri ospatzen dugun bakoitzean
e

Francés chaque foi qu’est célebré ce sacrifice en memorial, c’est l’oeuvre de


notre Redemption qui s’accomplit.

Italiano ogni volta che celebriamo questo memoriale del sacrificio del
Signore, si compiel’opera della nostra redenzione.

Portugués todas as vezes que celebramos o memorial deste sacrificio realiza-


se a obra da nossa redençao.

La versión catalana emplea una expresión particularmente feliz: es fa present l’obrs de


la redempció. A raíz de esta traducción, querría hacer una digresión en torno a la
historia de este texto.
Con el correr de los años, el texto original sufrió ciertas alteraciones y, de hecho, en
algunas fuentes litúrgicas antiguas encontramos la misma expresión, pero ligeramente
retocada: «opus nostræ redemptionis exeritur». Sin entrar a fondo en la historia y
pormenores de esta alteración, ¿qué sentido exacto presenta esta nueva redacción? A la
luz del significado que San León Magno (†461) atribuye a este verbo en sus sermones,
esa expresión significa que, cuando se realiza el memorial del Sacrificio de Cristo, la
obra de nuestra Redención se hace presente. Y se hace presente para incidir sobre
nuestra vida, En el texto, el verbo éxero conserva toda esa carga expresiva de
penetración y actividad, propia del empleo que hace de él San León Magno: la obra de
nuestra Salvación se hace presente e interviene activamente en la vida de los cristianos.
Puede decirse que éxero resulta más rico que exérceo. Éste nos habla de aplicación del
cumplimiento de la Redención, mientras que éxero supone que la celebración representa
un punto de contacto con el opus Redemptionis. Si la Salvación fuera una esfera y la
historia humana un plano, entonces, la celebración eucarística sería el punto de
tangencia donde el tiempo se eterniza y la eternidad irrumpe y se incrusta en el tiempo.
Pero volvamos, de nuevo, a nuestra oración:
Concédenos, Señor,
participar dignamente en estos santos misterios,
pues cada vez que celebramos
este memorial del sacrificio de Cristo
se realiza la obra de nuestra Redención.
Si pidiéramos a San León Magno (†461) que explicara su propia composición, yo creo
que diría: «Todas las cosas referentes a nuestro Redentor, que antes eran visibles, han
pasado a ser ritos sacramentales» [52]. Este pensamiento es como una llave con la que
acceder y penetrar en esa mente del Pontífice Romano tan sensible para captar el quid
theológicum de la liturgia. En efecto, lo que acaeció en otro tiempo bajo accidentes
históricos, acontece ahora bajo el velo de los signos sacramentales. El acontecimiento
histórico de la Muerte y Resurrección del Señor, en cuanto hechos históricos, no se
repiten. Al igual que las últimas palabras de César a Bruto, el discurso De senectute de
Cicerón o la batalla de Trafalgar, ya pasaron, son irreversibles. Una acción histórica no
se puede repetir en tiempos diferentes la misma. Es metafísicamente imposible.
¿Entonces?
Las acciones de la Persona divina de Jesús están dotadas de una dimensión divina,
suprahumana, capaz de trascender el espacio y el tiempo. Esas acciones salvíficas, la
oblación de su Vida, la victoria sobre el oscuro sepulcro..., pueden hacerse presentes en
el rito y, por tanto, hoy y ahora, en su realidad metahistórica. Es el acontecimiento
redentor el que se hace presente en la celebración sacramental de la Iglesia. No se trata
de una nueva realización histórica del Misterio, sino de una presencia sacramental –in
mystério–, bajo el velo de los ritos. Mons. Álvaro del Portillo lo expresa con palabras
certeras: «... el único y eterno Sacerdote recuerda a los hombres que su Encarnación, su
Pasión, y su Muerte y Resurrección no son un acontecimiento que pueda ser relegado al
archivo de la humanidad, al baúl de los recuerdos, sino una punzante realidad siempre
actual, continuamente actualizada en la Eucaristía, Sacrificio de Cristo, punto focal de la
vida de la Iglesia» [53]. «Punzante realidad»; por eso, la conmemoración repetida de los
Misterios del Señor no implica la vuelta a lo mismo, sino la participación reiterada en
una fuente de vida incesante y siempre nueva. O, en palabras de Romano Guardini, la
Misa será siempre joven [54].
Por último y como ya expuse al inicio de este capítulo, merece la pena reseñar que
idéntica idea aparece repetida en la segunda parte de otra oración distinta, aunque
también sobre los dones, durante el Tiempo Pascual [55]:
Concede quæsumus, Dómine,
semper nos per hæc mystéria paschália gratulari,
ut contínua nostræ reparationis operátio
perpétuæ nobis fiat causa lætítiæ.
Concédenos, Señor,
que la celebración de estos misterios pascuales
nos llene de alegría y
que la actualización repetida de nuestra redención
sea para nosotros fuente de gozo incesante.
En esta ocasión, la alegría de la Pascua sirve como telón de fondo sobre el que dibujar el
dinamismo prodigioso de cada celebración eucarística, que pone (en acto) toda la obra
de nuestra Redención, operando una sensacional corriente de vida y santificación que
fluye por todo el organismo del Cuerpo místico de Cristo.
El análisis de esta oración sobre las ofrendas nos ha llevado realmente lejos. Hay una
segunda plegaria cuyo contenido merece un comentario, aun sabiendo que ya la he
tratado anteriormente [56]. Es ésta [57]:

Altari tuo, Dómine, El mismo Espíritu,


superpósita múnera que cubrió con su sombra
Spíritus ille sanctíficet, y fecundó con su poder
qui beatæ Mariæ víscera las entrañas de María,
sua virtute replevit. la Virgen Madre,
santifique, Señor, estos dones
que hemos colocado sobre tu altar.

Oración singular que no tiene par en el Oracional Romano debido a su densidad, a su


carga teológica y a su lacónica grandiosidad. Ya hice referencia a ella cuando traté
sobre la epíclesis de consagración. Toda ella es una súplica y toda ella es una gran
proclama de la vinculación entre el Espíritu Santo y el Sacrificio eucarístico. Al mismo
tiempo, ofrece un sugestivo paralelismo entre lo que ocurrió con la Virgen María en
Nazaret en el momento de la Encarnación del Señor, y aquello que sucede en cada
Eucaristía. ¿Quién es el protagonista?, ¿cuál la figura central? El Espíritu Santo. Las
palabras son tan precisas, tan expresivas que huelga todo comentario. Es imposible
hacerlo, ante la grandiosidad de lo afirmado. El texto lo dice todo. Es por la fuerza del
Espíritu Santo cómo el pan y el vino se convierten sacramentalmente en el Cuerpo y
Sangre de Cristo, como es igualmente verdad que, gracias a Él, la Virgen María dio un
Cuerpo humano al Hijo del Altísimo.
A propósito de la intervención del Espíritu Santo en la conversión de los dones, he
encontrado un ejemplo singular en el actual Misal Romano. En él se aprecia cómo los
revisores de la traducción española del Misal han sido sensibles a esta acción
pneumatológica porque, traduciendo una oración sobre las ofrendas, en la versión
castellana del Misal de 1980, la explicitación del Espíritu aparece mucho más clara que
en la versión anterior de 1975; veamos el texto original y sus dos versiones
sucesivas [58]:
MISSALE ROMANUM (1975)
Múnera nostra, Dómine,
súscipe placatus,
quæ sanctificando nobis,
quæsumus, salutária fore concede.
MISAL ROMANO (1978)
Señor, recibe con bondad
nuestros dones y,
al santificarlos para nuestro bien,
haz que lleguen a ser para nosotros
dones de salvación.
MISAL ROMANO (1988)
Señor, recibe con bondad
nuestros dones y, al consagrarlos
con el poder del Espíritu Santo,
haz que se conviertan para nosotros
en dones de salvación.
En efecto, no se trata de un mero apartar las ofrendas para dedicarlas al Señor, tal y
como ocurría en el Antiguo Testamento con los panes de la proposición [59]. La
santificación de los dones presentados se opera por su transformación en el Cuerpo y en
la Sangre del Señor. De ahí el incluir la acción del Espíritu Santo, que la traducción de
1978 se limitaba a sobreentender. Aquí no sólo se trata de conocer el latín y traducir al
castellano, sino de ofrecer una versión impregnada en la teología litúrgica.
La tercera oración sobre las ofrendas, que presento, es ésta [60]:
Propítius, Dómine, quæsumus,
hæc dona sanctífica,
et, hóstiæ spiritalis oblatione suscepta,
nosmetipsos tibi pérfice munus æternum.
Santifica, Señor, con tu bondad, estos dones,
acepta la ofrenda de este sacrificio espiritual
y a nosotros transfórmanos
en oblación perenne.
La contextura de la oración es clara: en el texto original latino encontramos una
motivación y dos súplicas, en un tono oblativo inconfundible; por su parte, a la
traducción castellana, la oración le sugiere tres súplicas. Aquí tenemos una maravillosa
síntesis que compendia en rasgos sobrios, pero enérgicos, todo el simbolismo de la
ofrenda y el proceso del sacrificio. Destaca la última súplica: «a nosotros transfórmanos
en oblación perenne». El Apóstol San Pedro ha escrito que Cristo, nuestro Señor,
haciéndonos partícipes de su único Sacerdocio por medio del Bautismo, nos destina a
«ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios, por medio de Jesucristo» [61]. Entre
estos sacrificios espirituales, el primero es el sacrificio de uno mismo, fundido en el de
Cristo Jesús, que le da, como dice la oración, dimensión de perennidad y de santidad;
infinitud y redención [62].
Por último, presento una oración sobre los dones que, si nos fijamos atentamente en su
contenido, no encuentra parangón en todo el Misal Romano. Me refiero a la que se halla
propuesta para la Solemnidad de Epifanía [63]:
Ecclesiæ tuæ, quæsumus, Domine,
dona propítius intuere,
quibus non iam aurum, thus et myrrha profertur,
sed quod eisdem munéribus declaratur,
immolatur et súmitur, Iesus Christus.
Mira, Señor, los dones de tu Iglesia
que no son oro, incienso y mirra,
sino Jesucristo, tu Hijo,
que en estos misterios se manifiesta,
se inmola, se da en comida.
Resulta chocante, a primera vista, lo que esta oración expresa: da a entender que, al
concluir el rito de la presentación de los dones –es el momento de proferir esta
plegaria–, la transustanciación y la inmolación de la Víctima divina ya ha tenido lugar:
«Mira, Padre santo, a Jesucristo...». El texto pide a Dios Padre que dirija su mirada a
Cristo, cuando los dones son todavía pan y vino. Estamos ante una excepción: una
plegaria que ha sido impostada a la liturgia romana desde una fuente mozárabe. En ella,
el texto no era una oración sobre las ofrendas sino un Post prídie, el texto hispánico
equivalente a la anámnesis, situado, por tanto, después de la consagración. Por eso, la
inserción conlleva la consabida dislocación en la véritas témporis.
 

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