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Dualidad

«Existencia de dos caracteres o fenómenos distintos en una misma


persona o en un mismo estado de cosas.»

(Diccionario de la Real Academia Española)

Pedro Emilio Liberti


CE: 378492
Celular: +57 3208652093
A mis abuelos Pedro y Emilio.
Dualidad

«El amor te condena: a vivir una fantasía


O la más cruel de las pesadillas.»
I

g
El comienzo del fin
Sábado por la mañana. Delfina descolgó del perchero el sacón gris y se dirigió

apresuradamente a la parada. No quería perder el tranvía, la cita con su maestro

de Letras era a las diez. Él era Julián Levid, consagrado escritor de unos cuarenta

años.

Salió de su casa a las 8:50, cerró bien la puerta de entrada y comenzó a

caminar por una embarrada calle de tierra. Algunas gotas continuaban cayendo,

pero ya no lo hacían con la misma intensidad de la noche anterior. Las pocas

gotas que caían sobre su cuerpo la obligaron a detener el paso para ponerse el

sacón, luego continuó avanzando y saltando charcos.

Llegó a la esquina de una calle pavimentada. Se paró dentro de la garita

donde también aguardaban otras tres personas. Los únicos dos asientos que

había en el lugar estaban ocupados por una pareja muy mayor. Parada delante de

la pareja, Delfina comenzó a mirar en la dirección desde donde debía aparecer el

tranvía.

Cuando su reloj marcaba las 9:10, el transporte llegó a la parada.

Apresurada para no mojarse, quiso subir rápidamente. Su maniobra algo

atolondrada golpeó a la anciana que intentaba hacer lo mismo con ayuda de su fiel

acompañante.

Se disculpó y comenzó a esperar debajo de la lluvia, que empezaba a caer

con más intensidad, pero parecía no preocuparle ya que en menos de una hora

llegaría a la casa de Julián y —abrazada a él— se secaría junto al hogar mientras

él le leería su nuevo poema.

Al subir observó una gran cantidad de humo que provenía del fondo, buscó

el asiento más alejado de allí y se sentó. A medida que avanzaba el tiempo el


smog de los fumadores se hacía más intenso, convirtiendo el agradable viaje bajo

la lluvia en una espantosa tortura para sus pulmones.

Las ventanillas del tranvía —cerradas debido a la lluvia— impedían que el

aire se renovará, haciéndose cada vez más denso. Cansada de toser, Delfina

decidió bajarse unas cuadras antes y llegar caminando al lugar, ya que disponía

de quince minutos para recorrer tres cuadras. El tranvía se detuvo en la parada de

la plaza, Delfina bajó lentamente y comenzó a atravesar aquel mágico espacio

verde.

La lluvia había parado. Se detuvo en el medio de la plaza y comenzó a

observarla con una mueca de sonrisa, luego se quitó el mojado sacón gris y

continuó caminando, pensando que ni la lluvia ni los asquerosos fumadores

empedernidos ni nada en el mundo le arruinarían ese maravilloso y extraordinario

día.

Aquel encuentro casual se había producido allí, exactamente en esa plaza,

exactamente un año atrás. Él releía su última novela, sentado en un banco

de la plaza de su barrio. La trágica historia volvía a conmoverlo, una lágrima

desdibujó su página. Con un reflejo de vergüenza levanto la mirada y ahí estaba

ella: fresca y jovial, diminuta y lánguida. Sostenía su sombrero mientras se

inclinaba, mojándose los labios en el bebedero. Observó que lo miraba. Tal como

si su mismo rostro se estuviera dibujando en sus pupilas. Tanta diferencia los

cautivó.

Sin mucha explicación se presentaron y a los pocos minutos lloraban juntos

el final de la novela. Esa tarde acordaron que él sería su profesor y ella —a

diferencia de él— escribiría una gran historia de amor con final feliz.
II

g
Cuando llegara, la esperaba una grata sorpresa
Delfina golpeó la puerta tres veces. La lluvia ya era historia, el cielo comenzaba a

tornarse grisáceo tornasolado, con jirones celestes difuminando aquellos negros

nubarrones. Al no obtener respuesta de nadie, Delfina volvió a golpear y segundos

después apareció Julián.

—¿Llegué muy temprano? —preguntó ella algo avergonzada.

Sin pronunciar palabra y solo con gestos de su cabeza y sus manos, Julián

le indicó que no, y la invitó a pasar. Ella entró mientras se quitaba con parsimonia

el sacón totalmente mojado, dejándolo a un costado de la puerta. Julián la cerró y

encendió la luz, al hacerlo notó que la ropa de Delfina estaba completamente

empapada y vislumbró su piel morada y congelada por el frío.

—Estás toda mojada —dijo Julián. Ahora te traigo una toalla. Delfina sonrió

y le agradeció. Luego, mientras con las palmas de las manos se frotaba los brazos

intentando darse un poco de calor que la reconfortara y devolviera a su piel el

color rosado, comenzó a caminar por la casa observando unos cuadros

desparramados por toda la habitación. Julián percibió los pasos desde el

dormitorio, entonces se apuró a agarrar la primera toalla que encontró y gritó:

—¡No entres a mi oficina!

Delfina se sorprendió y se enfadó al mismo tiempo. Pensó que si no podía

entrar en la oficina era porque él algo ocultaba allí, y la relación estaba cada día

más fuerte como para andar soportando engaños de esa naturaleza. A pesar de la

intriga y las ganas de investigar lo que Julián ocultaba, Delfina se detuvo frente a

uno de los cuadros, observándolo con el más mínimo detalle. Julián le entregó la

toalla y se paró detrás de ella, observando el mismo cuadro. La pintura era un


gran océano azul y en el centro se podía apreciar la cabeza de un unicornio que

era absorbido por el imponente océano.

—¿Te gusta? —preguntó Julián.

—Es simple… pero muy triste.

Delfina giró y quedó cara a cara con Julián. Lo observó a los ojos unos

instantes, él percibió que los ojos de ella estaban aún más brillantes que aquel día

en que se conocieron en la plaza. Ella lo abrazó y le dio un beso en el cuello,

luego se alejó unos pasos y comenzó a secarse. Julián sonrió y la siguió con su

mirada, contemplándola unos segundos obsequioso y apasionado, hasta que

empezó a sentir la humedad en todo su cuerpo. En ese instante volvió

nuevamente en sí y comprobó que su ropa también estaba mojada.

—¿Estuvo lloviendo hoy? —preguntó él sonriendo nuevamente.

Con una carcajada y un toque de ironía, Delfina le respondió que sí

mientras se quitaba toda la ropa y se secaba con la toalla.

—Voy a ver qué ropa puedo conseguirte —dijo él mientras volvía a entrar a

su dormitorio.

Delfina terminó de secarse y se acostó totalmente desnuda sobre un sofá,

aguardando a que regresara Julián. Cuando él entró a la habitación la vio

totalmente desnuda y recostada sobre el sofá. La ternura envolvió su cuerpo, se

acercó a ella y —sentado en el borde del sofá— comenzó a acariciarle la mejilla.

—Hoy no —dijo el escritor.

—¡Por favor, hace dos meses me prometiste que ibas a terminar de

pintarlo!

—Tenía pensado hacer otra cosa.


—¿Qué?

—Es una sorpresa —respondió Julián con una sonrisa pícara.

—¿Qué? ¿Qué sorpresa?

—Tomá, vas a tener que usar mi ropa mientras se seca la tuya —Julián

dejó sobre el sofá una camisa y un short largo de hombre, luego comenzó a juntar

la ropa mojada desparramada por toda la habitación y salió. Ella, enojada, agarró

la ropa de Julián y comenzó a vestirse.

—¿No me vas a decir…? —preguntó a los gritos Delfina.

—Vas a tener que esperar. ¡Qué impaciente, che!

Delfina terminó de abrocharse el último botón de la camisa, observada bajo

la intensa mirada de Julián. Lentamente el se acercaba.

—Estás hermosa —

—No me cargues —

Julián se acerco hasta quedar a unos pocos centímetros de ella, el apenas

unos centímetros mas alto, quedo mirándola desde arriba, luego la abrazo y ella

respondió al abrazo.

Quedaron así unos minutos, ninguno de los dos se movían, no querían

soltarse ni separarse.

Un silencio absoluto y placentero se produzco por un instante hasta que con

su dulce y angelical voz delfina lo difumino.

—¿Estás con otra? —

Julián se sorprendió, la abrazo con mas fuerza y luego la soltó, aunque sus

cuerpos no se separaron demasiado, solo los distanciaba un vació de unos

centímetros.
—¿Por qué preguntás eso?

—Estás escondiendo algo.

—¿Qué?

—En tu oficina… No me dejaste pasar, hay algo que no puedo ver —

Julián cerró los ojos y echo su cuerpo para atrás, luego comienzo a reírse.

Delfina atónita comenzó a llorar.

—¿Querés que me vaya?

Julián dejo de reírse y con un gesto con su cabeza le dijo que no.

—¿Querés pasar a mi oficina?

—No, vos no querés que vaya…

—Me encantaría que vayas —interrumpió Julián. No te oculto nada, solo

estaba esperando para decírtelo.

—¿Decirme qué? —interrogó Delfina.

—Pasá.

Julián comenzó a caminar hasta una puerta y la abrió, encendió la luz y

entraron juntos. La habitación, una especie de biblioteca cuyas paredes estaban

tapizadas de estanterías llenas de libros, solo tenía un pequeño escritorio con más

libros en su centro y a unos metros un viejo pero confortable sofá.

Delfina comenzó a caminar en dirección al escritorio, con cada paso que

daba se culpaba por su estupidez, la vergüenza carcomía todo su cuerpo, pero no

le impedía seguir adelante. Conocía bien a Julián y sabía que aquella tensa

situación solo le causaría gracia pero no le molestaría ni le afectaría en el futuro.

Cuando llegó al escritorio comenzó a observar los libros, todos iguales, con el
mismo dibujo en las tapas, salvo por la diferencia de que en cada uno el idioma

del título cambiaba.

Delfina tomó uno de los libros, lo abrió y comenzó a pasar sus hojas

escritas en francés. Dejó ese y tomó otro, escrito en alemán, pasó un par de

páginas y —cuando lo abrió hacia la mitad— cayeron dos papeles. Delfina los

tomó y comenzó a leerlos. Comprendió que se trataba de dos pasajes con destino

a España. Julián observaba desde atrás, esperando apreciar la sorpresa de la

muchacha cuando descubriera qué eran exactamente esos papeles. Sin embargo,

aún tenía miedo de que ella no aceptara la propuesta. Con una enorme energía y

una mueca de felicidad, Delfina volteó su cuerpo.

—¿Qué es esto?

—Dos pasajes —respondió el escritor. Compraron mi libro en Europa y

quieren que haga una gira presentándolo en diferentes países.

Delfina no pudo contener su felicidad y se abalanzó sobre Julián, saltó

sobre él y lo abrazó muy fuerte mientras lanzaba una carcajada. Luego bajó de

sus brazos y volvió a mirar los pasajes.

—Pero… ¡hay dos pasajes!

—Uno es para vos, si te interesa acompañarme… —dijo Julián.

Delfina quedó paralizada por un instante, sintió tanta felicidad y alegría

juntas que no podía moverse, ni siquiera hablar. Julián supuso todo lo contrario, al

verla callada e inmóvil creyó que jamás lo acompañaría y que demoraba su

respuesta pensando alguna excusa para no aceptar el viaje. Aquella escena solo

duró unos segundos que parecieron minutos, hasta que él no pudo contenerse por

más tiempo y decidió darle fin a esa angustiosa espera.


—No importa, si no querés…

—¿Cuándo salimos? —reaccionó Delfina al instante.


III

g
El viaje no fue lo que esperaban
A las 11.50 de la noche, diez minutos antes del 17 de julio de 1939, ambos se

encontraron en el puerto, listos para partir hacia aquella travesía y emprender un

viaje soñado por Julián en donde además le propondría a Delfina formalizar la

relación.

—A las dos empiezan a embarcar —informó Julián—. Voy a llevar el

equipaje al maletero así podemos ir a dar una vuelta.Delfina le acercó todas sus

pertenencias y él fue a dejar las valijas. Al regresar, vio a Delfina contemplando el

resplandor de la Luna en la inmensa masa de agua que tenían enfrente.

—Despedite de la tierra porque tenemos por delante un viaje bastante largo

—dijo él con aire risueño.

Un mes después el barco anclaba en las costas andaluzas. El viaje resultó

tranquilo, en el trayecto Julián pudo terminar su libro de poemas, que llevaba

escribiendo hacía ya más de una década. Por su parte, Delfina escribió una serie

de cuentos bajo la influencia artística de su mentor y amante, todos especialmente

para él. Cuando el capitán anunció a los tripulantes que pronto llegarían a la costa,

Delfina arrojó los hojas sueltas al mar, para asegurarse de que aquellas palabras

que había entrelazado en aquel magnífico viaje solo serían leídas por su gran

amor.

Cuando pisaron nuevamente tierra, Defina se puso a pensar que habían

hecho el amor cuarenta y tres veces desde que subieron a aquel barco, más del

doble de las veces que gozaron en tierra firme. Además de hacer el amor y

escribir, Julián aprovechó el tiempo muerto para enseñarle a su amada algo de

inglés, para que pudiese comunicarse en los países que visitaran en los que no se

hablara castellano.
Apenas desembarcaron se enteraron de las noticias del Viejo Continente. A

pocos años de acabada la Guerra Civil Española, nuevamente se hablaba de

guerra en aquel país, pero esta vez serían otros los afectados. En España los

focos revolucionarios que luchaban contra el gobierno dictatorial del general

Franco aún no estaban extintos, y el rumor que merodeaba sobre las costas del

Mediterráneo se hacía cada vez más fuerte. Se comentaba de un contraataque en

las bases militares de Madrid por parte de los pocos anarquistas que habían

sobrevivido a la guerra.

Aquellos rumores provocaron la primera discusión y separación de la feliz

pareja, que con aquel viaje pretendía sellar de una vez por todas el amor que se

tenían dispersando dudas morales por la amplia diferencia de edad entre ambos.

El primer destino era Madrid y Julián no pensaba poner en riesgo la

integridad de Delfina, quien a su vez no estaba dispuesta a separarse de él. El

plan era encontrarse en Berlín dentro de diez días.

—¡No quiero irme sola!

—Son solo unos días…

—¿Solo unos días? —interrumpió Delfina—. ¿Qué voy a hacer sola unos

días en un lugar que no conozco?

—No creas que yo quiero esto, también me gustaría estar con vos todo el

viaje.

—No quiero, te voy a extrañar…

—Podemos quedarnos un día acá —propuso Julián—, después te aseguro

que en un abrir y cerrar de ojos vamos a estar juntos disfrutando de Berlín.


Delfina lo pensó y luego aceptó, solo así dispondría de veinticuatro horas

para convencer a Julián de que la dejara acompañarlo. A pesar del esfuerzo y las

intensas charlas que siempre terminaban en discusión, Delfina no pudo torcer la

decisión del escritor y al día siguiente tomaron rumbos diferentes.

A la mañana, luego de la despedida, Julián comprendía que regresaba un

año atrás en su calendario sentimental, nuevamente lo invadió esa misma soledad

que lo había acompañado los últimos quince años de su vida y que solo lograba

vencer en compañía de la dulce y encantadora Delfina.

Aquel sentimiento desgarrador se hizo presente, y con mayor intensidad en

la joven muchacha, ya que por primera vez en su vida se agudizaban esos

síntomas de malestar y fastidio provocados por la soledad. Cuando llegó a Berlín

comenzó la cuenta regresiva, aún faltaban siete días para reencontrarse con él.

Pasó las primeras cinco jornadas encerrada en el hotel, casi todo el tiempo

recostada en la cama de su habitación escuchando la música que emitía una

novedosa radio portátil. El resto del tiempo permaneció en la sala-comedor del

hotel, canalizando aquella tristeza a través de la comida.

El sexto día de espera, se decidió a salir del hotel y dar una pequeña vuelta

por las calles berlinesas, en las que ya comenzaban a entreverse presagios de lo

que sería esa ciudad con el correr del tiempo: gente corriendo de un lugar a otro

sin rumbo fijo, en su mayoría exaltados, demasiados policías patrullando las calles

y reprimiendo sin justificación alguna a personas que transitaban por la vereda.

Aunque en focos aislados, también se veía gran movimiento militar, por lo que

Delfina llegó a interpretar que se trataba de alguna fiesta nacional con desfile y
debido a ello la gente se encontraba en aquel estado de exaltación porque no

quería perderse aquel majestuoso acontecimiento.

Si bien le gustaba la idea, no indagó más porque en su estado no le

interesaba presenciar ninguna fiesta. Cansada de los empujones que provenían

de todos lados, buscó refugió en un bar un poco más tranquilo pero también

repleto de gente.

Al no encontrar una mesa disponible se dirigió hacia la barra y se sentó en

una de las banquetas, al lado de un joven muchacho que clavó sus ojos en los de

Delfina y no le apartó la mirada hasta que la vergüenza lo carcomió. Delfina

también se sintió atraída por el joven muchacho con rasgos orientales. El

cantinero dejó delante del joven una copa de brandy y Delfina pidió un exprimido.

Ambos bebieron sus tragos en silencio, pero con el deseo de comunicarse.

El muchacho, vencido por la timidez y la vergüenza de haberse quedado

mirándola de esa manera, no lograba reunir las fuerzas necesarias para iniciar una

conversación. Ella dejó de lado todos los prejuicios y —luego de darse aliento

desde su interior en varias oportunidades— se animó a tomar la iniciativa.


IV

g
El dolor sin respuesta, como de costumbre
Julián descendió del tren con tres horas de retraso debido a las aisladas alertas de

ataques —que jamás llegaron a producirse— pero marcaban el estado de

paranoia en el que vivían por ese entonces. Eso lo ayudó a comprender el éxito de

su última novela en ese país, en la cual el misterio y el terror sufrido por el

protagonista le impidieron concretar su relación amorosa con la bella Josefina.

Aquel extraordinario éxito fue desventajoso, ya que lo que había planeado

como vacaciones acabó por transformarse en una tediosa rutina laboral y en un

viaje solitario y plagado de contratiempos. Durante los diez días que permaneció

en España y Francia pasó la mayor parte del tiempo trasladándose de una ciudad

a otra para participar en debates, el tiempo libre lo aprovechó para dormir.

Lo reconfortaba pensar que cuando el conflicto terminase dispondría del

dinero y el tiempo para volver a esos lugares y disfrutarlos junto con su amada

Delfina. Ese pensamiento lo llevó a imaginar muchas cosas, pero entre ellas la

más importante fue la idea que se le ocurrió al octavo día de viaje, exhausto sobre

la cama de un lujoso hotel parisino, pensó que —a la hora de realizar ese viaje—

podría presentar a Delfina como su flamante esposa en todos los lugares que

visitarían. A partir de ese momento, destinó sus escasos momentos libres para

meditar cuál sería el instante preciso en el que se entregaría en cuerpo y alma

para pronunciar la deseada pregunta:

—¿Querés casarte conmigo? —dijo Julián, para luego permanecer en

silencio contemplando la asombrada expresión que adquirió el rostro de Delfina

durante un tiempo prolongado, mientras las velas de aquel altillo se consumían

dejándolos en penumbras y sin poder contemplar las bellas obras pintadas por el

escritor.
Delfina se volteó. Inundaron su alma la tristeza, la confusión y el dolor, en

ese momento comprendió que —si bien su cuerpo había regresado a Buenos

Aires— su corazón aún permanecía en aquel viejo bar de Berlín. No supo qué

contestar, simplemente tomó su saco gris y salió corriendo a la calle. Cuando llegó

a la vereda se detuvo un instante, pero luego comprendió que no podía enfrentarlo

en ese momento, y ante los amenazantes pasos que provenían de la casa, Delfina

comenzó nuevamente a correr por las desoladas calles de Buenos Aires.

Corrió durante dos horas, hasta que percibió que ya se había alejado

demasiado de su casa y desconocía el camino de regreso. La noche era fría y

también húmeda debido a la poca distancia que la separaba del río. El barrio era

oscuro y ya no se veían grandes edificios como los del centro, sino apenas alguna

que otra casa. La oscuridad se tornaba más intensa cuando una nube tapaba la

Luna e impedía la llegada de la poca luz que rebotaba hacia la Tierra.

Sentada en el cordón de la vereda y apoyada sobre un cartel, Delfina

esperaba un fenómeno de esos que muy pocas veces suceden se hiciera presente

para hacerla reaccionar y así solucionar aquel asunto pendiente dando respuesta

a ese hombre cuyo único error fue el de enamorarse de una mujer con el corazón

en otra parte.

De repente se hizo visible un destello de luz, el milagro fue real por unos

instantes, pero a medida que se acercaba Delfina pudo comprobar que aquella luz

no era más que un taxi. Aunque no se trataba del milagro que esperaba, tampoco

se desilusionó porque aquel taxi era justo lo que necesitaba para abandonar ese

desolado barrio. Se paró de un salto y con sus manos hizo señas al taxi. Subió y
permaneció en silencio, el taxista aguardaba cada vez más impaciente que le

indicara el destino o aunque sea el rumbo inicial que debía tomar.

—Riobamba y Corrientes —dijo instintivamente—. ¿Sabe cómo llegar? —

preguntó al taxista—. El chofer asintió con la cabeza, luego Delfina reaccionó y se

dio cuenta de que había dado la dirección de Julián.


V

g
Al final la decepción
Atardecer del tercer día. Julián caminaba solo por las calles de Madrid pensando

en su joven amada, quien aún permanecía en su cuarto de hotel en la movilizada

Berlín.

Julián cenó tranquilo en un pintoresco restaurante del centro de la ciudad,

meditando en aquella loca idea de dar un giro fenomenal a su vida y aniquilar su

soltería. Imaginó la forma en que se entregaría a ella —si debía seguir ciertos

formalismos que por aquel entonces comenzaban a dejarse de lado como pedir la

mano a los padres de la pretendida o realizar acuerdos— y todos los peregrinajes

necesarios hasta llegar al altar y al momento después a que ella diera el «Sí» de

compromiso y entrega a él. También recordó que ella jamás había aludido a sus

padres y que ni siquiera vivía con ellos desde hacía ya cuatro años, cuando se

mudó a la capital a casa de sus tías. Comenzó a sacar sus propias conclusiones y

a plantearse dudas sobre la relación con sus futuros suegros.

Su vuelo imaginario acabó cuando su representante cruzó la puerta del

restaurante llamándolo a gritos. Incomodado por la situación, Julián volvió a la

realidad y levantó la mano para mostrarle su ubicación. Antes de sentarse junto a

su representado, Immanuel sacó de un bolsillo de su saco un sobre arrugado y

estropeado, que le entregó.

—Llegó recién de Berlín —dijo Immanuel en un español poco ortodoxo

mientras trataba de disimular las arrugas del sobre, planchándolo con la palma de

su mano sobre la mesa. Disculpa el estado, sufrió un pequeño percance.

Al oír el destino del cual procedía la carta se emocionó, aunque luego no

pudo evitar pensar en lo peor. Las malas noticias llegan volando, las buenas se

hacen esperar —pensó—. Entregado al destino, Julián apartó el sobre de las


manos de Immanuel y lo abrió. Contenía un pequeño papel, comprendió que se

trataba de un telegrama. Lo leyó para sí, respiró aliviado y luego lo hizo en voz

alta.

«Berlín es hermoso pero me falta tu luz para verlo mejor. Buen viaje. Tu

amor, Delfina.»

Immanuel esbozó una sonrisa y contuvo una carcajada hasta que Julián

comprendió el chiste. Luego dijo:

—Así son las mujeres, se desviven por el romanticismo —Immanuel tomó

de su bolsillo bolígrafo y papel, y se quedó observando a Julián.

—¿Qué…? ¿Qué mirás? —pregunto Julián.

—¿No vas a responder? —Julián sonrió y sacó dinero de su billetera, lo

dejó sobre la mesa y se levantó.

—Voy a hacerlo yo mismo, no vas a burlarte de mi nueva narrativa —

contestó antes de retirarse—. ¿Vienes?

***

El atardecer del cuarto día descubrió a Julián solo en la enorme cama, que

acentuaba aún más una ausencia. Algunos rayos de sol lograban colarse por la

ventana entreabierta y terminaban directamente sobre el rostro del escritor,

lograron quitarle unas horas de sueño. Aburrido de la rutina, Julián se levantó y

bajó a desayunar, para luego tomar el tren de las 12:20 con destino a Barcelona.
Gracias a esos rayos de luz que lo despertaron, dispuso de algunas horas

antes de subirse al tren. Dejó sus bolsos en la estación y caminó hasta el Correo.

Tomo lápiz y papel y comenzó a escribir. Resignado, se acercó al telegrafista y le

entregó la redacción. En el momento en que el encargado comenzó a leer el papel

para luego enviar el mensaje, los cachetes de Julián se tornaron de un rojo muy

vivo, expresando toda su vergüenza ante el encargado, quien disimuladamente

comenzó a telegrafiar:

«Gracias por tus palabras imprevistas que agregaron un poco de color a

estos días opacos sin ti. En Madrid reina la tranquilidad, cada minuto maldigo

al destino por separarnos.»

—Es un poco extenso, debo enviar dos —dijo el encargado. Julián asintió

con la cabeza, abonó rápidamente y salió lo más rápido posible, tan cegado por la

vergüenza que no pudo evitar chocarse con un puesto ambulante. Cuando volvió

en sí y tomó conciencia del desastre ocasionado, vio los objetos caídos en el piso,

quedando hipnotizado por un hermoso y elegante anillo de diamantes. Luego de

ver todos los objetos, comprendió que se trataba de un puesto ilegal de venta de

objetos robados.

El deseo de ver ese bello anillo en las manos de Delfina lo condujo a un

debate moral y de honorabilidad acerca de si comprar o no un objeto hurtado, pero

acabó por comprarlo. Todo parecía indicar que debía hacerlo. Cuando terminó la

transacción tomó un taxi que lo dejó en la puerta de la estación, en el momento en

que el reloj de la torre indicaba las 12:10.


Corrió hasta el tren, subió y se durmió al instante. Solo se despertó una vez

en todo el trayecto hasta Barcelona, al recordar que había olvidado cargar su

equipaje, pero continuó durmiendo pues sabía que Immanuel solucionaría el

problema.

***

Los golpes secos provenientes de atrás de la puerta de la habitación lo

despertaron justo unos minutos antes del amanecer del octavo día desde que se

había separado de Delfina. Esta vez el amanecer lo sorprendería acompañado. Se

levantó con un terrible dolor de cabeza, al mirar a un costado para buscar sus

pantalones y vestirse para abrir la puerta, notó la presencia de una hermosa mujer

recostada al otro lado de la cama. Ante la imposibilidad de recordar nada de la

noche anterior y frente a la intensidad de los golpes a la puerta, que se

incrementaban, decidió ir a abrirla. El botones accedió a pasar unos metros dentro

de la habitación y depositó las maletas de Julián.

—Esto llegó anoche, señor. El gerente quiere intercambiar unas palabras

con usted, cuando termine sus asuntos debe pasar por su oficina —concluyó el

empleado del hotel, retirándose sin recibir propina. Julián cerró la puerta y miró la

cama, esperando que lo que había visto hacía unos segundos solo fuese producto

de su imaginación.
VI

g
El amor
Durante el trayecto que separaba aquel lugar desolado de la casa de Julián,

Delfina comenzó a recordar aquella tarde en el bar cuando se acercó al joven

oriental y, sin preámbulos, se declaró sumamente atraída por él. Sin entender qué

era lo que decía la hermosa muchacha, Takeshi le hizo entender que desconocía

el idioma.

—¿Deutsch? —preguntó el japonés. Delfina sintió alivio al comprender que

el muchacho no había entendido ni una sola palabra de su compulsiva entrega.

—¿Inglés? —preguntó Delfina. Takeshi asintió con la cabeza y una sonrisa

en sus labios. Delfina agradeció la oportunidad de comenzar la relación de otra

forma.

—¿Tenés fuego para encender mi cigarrillo? —preguntó Delfina. Si bien el

joven no pudo satisfacer el pedido de Delfina, la agasajó invitándola a tomar una

copa con él. A los pocos minutos de charla, descubrieron que existía entre ellos

una gran conexión, y durante dos horas compartieron sus historias y unos

exquisitos tragos.

***

La mañana en que Julián se despertó debido a los fuertes golpes en su puerta,

Delfina recibió el nuevo día contemplando el amanecer, acompañada del

simpático hombrecillo que había conocido hacía unos días en el bar. Luego de que

el sol hiciera su maravillosa salida detrás del lago Müggelsee, Takeshi invitó a

Delfina a su casa. Entregada por completo, ella accedió dispuesta a lo que

ocurriese.
Aún pensaba en Julián, pero esos dos días junto a Takeshi la habían hecho

tan feliz que la obligaron a replantearse qué era exactamente lo que quería. Eran

los últimos días de agosto, el verano terminaba en el norte y la primavera se

acercaba en Argentina, pero antes se hizo presente en la habitación en donde dos

jóvenes hacían el amor como si fuera la última vez.

En Paris, Julián parecía haber descendido al mismísimo infierno. Sin

siquiera sospechar lo que ocurría en Berlín, volteó su mirada hacia la cama y

comprobó que efectivamente una mujer estaba recostada sobre ella. Se quedó

inmóvil durante unos segundos, hasta que descubrió en una mano de la mujer el

anillo que había comprado para Delfina.

Su corazón se balanceó hacia atrás y luego estalló hacia delante,

impulsándolo a tirarse encima de la mujer. Bruscamente le tomó la mano,

intentando quitarle el anillo. La mujer se despertó y comenzó a gritar horrorizada,

forcejeando para evitar que le quiten su regalo. A Julián, preso de la ira, no le

importó lastimar a la dama con tal de recuperar aquel símbolo de compromiso

hacia su amada.

—¡Devolveme el anillo, desgraciada! —gritaba Julián mientras la mujer

profería alaridos defensivos. La puerta de la habitación se abrió y entraron dos

hombres —el botones y un encargado de seguridad—, que sacaron a Julián de la

cama y lo contuvieron para evitar que continuara dañando a la mujer, quien se

levantó y rápidamente comenzó a vestirse, marchándose en el mismo momento

en que el gerente del hotel se hacía presente en la habitación para comunicarle a

Julián que debía abandonar el hotel por los destrozos de la noche anterior y los

disturbios recientes.
A partir de esa mañana el tiempo cambió para cada uno, Delfina en un

santiamén tuvo a Julián delante de ella y para él aquellos dos días que pasaron

parecieron años. Aquel primer encuentro solo duró unos minutos, Julián entró al

cuarto del hotel mientras Delfina tomaba una ducha, dejó su equipaje, besó a su

chica y luego se marchó a su charla de presentación. Aquella era la parada con

más conferencias, en los dos días que siguieron solo tuvieron tres oportunidades

de encontrarse, por lo cual ella aprovechó para verse con su amante.

***

En la madrugada del 2 de septiembre Immanuel irrumpió en la habitación mientras

la pareja dormía, con la noticia de que Alemania había entrado en guerra. Para

evitar riesgos, Julián decidió marcharse ese mismo día. Delfina aprovechó un

momento de distracción de Julián para dar aviso a Takeshi de que se marchaba,

luego partieron a la estación de trenes donde abordarían un convoy con destino a

Italia, para luego tomar el barco de regreso a la Argentina.

El oriental no pudo evitar despedirse de su amada, por tanto acudió a la

estación. Delfina lo vio entrar y aproximarse a ella, traía en sus manos unos

guantes que Delfina había dejado la noche anterior. Ella los tomó y se despidió de

su amante sin besarlo, argumentando que tenía llagas en la boca para no besarlo

delante de su prometido. Él le dijo que debía quedarse en Alemania para combatir

en la guerra como piloto, y le dio su nueva dirección. Antes del adiós, Takeshi notó

la presencia de Julián:

—¿Quién es él? —indagó el joven.


—Mi papá —mintió ella—. Lo despidió y se acercó a Julián, que

acomodando el equipaje y mirándola despechado, le preguntó:

—¿Quién era?

—Del hotel… ¡había dejado mis guantes sobre la cama! —respondió ella,

mostrándoselos.

***

Defina bajó del taxi y golpeó la puerta de la casa de Julián. Un momento después

él abrió la puerta y la hizo pasar. Se quedaron unos instantes mirándose a los

ojos. Ambos querían estirar ese instante para retrasar el momento en que Delfina

hablara y se convirtiese en verdugo del amor y él —al escucharla— perdiera para

siempre los latidos de su corazón. Delfina sintió que no debía prolongar más esa

situación.

—Disculpame… Estoy enamorada de otro hombre —pronunció Delfina

conteniendo la respiración mientras fulminaba el corazón de Julián. Hubo un

silencio de cinco minutos, interrumpido por el acto sexual. Antes de que ella se

marchara, Julián le prometió que la ayudaría con esa relación.

Al día siguiente él se despertó muy temprano y —luego de ducharse—,

agregó algo a su maletín y, por primera vez en veinte años, salió de su casa sin

desayunar. Apenado por el sufrimiento de su amor no correspondido, caminó

meditando por las calles de una Buenos Aires desierta, que respiraba serenidad.

Entre meditaciones y pensamientos románticos, recordó que era sábado y que


estaba cerca de la sinagoga a la que un tiempo atrás concurría habitualmente

hasta la llegada de Delfina a su vida.

Luego de cumplir con su deber religioso, se encaminó al primer destino

planteado, caminó dos cuadras y en la esquina se detuvo para mirar el horizonte

esperando la llegada del tranvía. Apenas subió, se sentó en uno de los primeros

asientos apoyando la cabeza sobre la ventanilla y con la mirada perdida comenzó

a divagar. Partiendo del pensamiento más absurdo llevó aquella divagación por

diferentes caminos hasta encontrarse con un planteo filosófico terrible: por primera

vez en su vida se cuestionó porqué todos aquellos personajes que creaba para

sus libros llevaban vidas miserables, llenas de problemas, romances frustrados,

sufrimientos, torturas y todo tipo de situaciones que hacen infeliz al ser humano.

Nunca había estado en esa misma situación como para poder observar desde ese

punto de vista a aquellos hombres ficticios que había creado. Ahora sí sentía

lástima y se consideraba culpable de todos los males ocasionados, aunque fueran

simples personajes de ficción cobraban vida a través de los miles de lectores que

—al abrir sus libros— volaban hacia aquel decadente mundo ficticio, plagado de

maldad y pesimismo. Un pesimismo que quedaba impregnado en los lectores y

seguía con ellos en el mundo real, impidiéndoles creer en un futuro y una vida

mejores.

Antes de bajarse se dio cuenta de que merecía esto que le estaba pasando,

comprendió que el mundo no era tan injusto como creía y que en verdad los

miserables algún día la pagan. Bajó del tranvía y caminó una cuadra hasta llegar a

una calle de tierra, se detuvo y con un grito de guerra desafió al destino. Ya sabía

que su vida acabaría trágicamente como en todas sus novelas, pero antes
cumpliría una misión cargada de bondad: regalarle a Delfina su verdadera historia

de amor. Tomó de su maletín el objeto que había guardado en él anteriormente y

lo tiró entre los yuyales de un terreno baldío. Lo arrojó aunque interiormente sabía

que por más que lo llevase consigo, ya había aceptado su destino y sería incapaz

de disparar aquel arma.

Luego caminó media cuadra hasta detenerse delante de una de las pocas

casas que había en la zona. Sacó su mano derecha del bolsillo y golpeó tres

veces la puerta.

***

Carta Nº 1

La enumeración de la carta no se trata de una formalidad ni un capricho, significa que es

la primera de tantas cartas que te llegarán expresándote mi amor.

Sé que apenas compartimos unos instantes de nuestras vidas, que apenas

tuvimos tiempo para desahogar ese amor que nos tenemos, pero soy optimista y sé que

en poco tiempo volveremos a estar abrazados nuevamente cuando estos locos dejen de

jugar a los conquistadores y declaren nuevamente la paz. Me gustaría recibir noticias

tuyas y saber cómo está la situación allá, aquí los rumores son muchos y no se llega a

distinguir cuáles son reales y cuáles ficticios.

Desde acá rezo todos los días por vos y para que nunca tengas que entrar en

combate. Hasta la Carta 2…

Delfina
***

Julián sacó de su maletín un sobre con estampillas y se lo entregó a Delfina. Ella

besó el papel que acababa de escribir y lo introdujo en el sobre.

—Me voy a mi casa —informó el escritor—. Si querés paso por el correo y

la envío. Delfina, con una expresión de ternura en su rostro y los ojos brillosos por

las lágrimas que comenzaban a brotar de ellos, lo abrazó.

—¡Gracias, me siento horrible por lo que te hice!

—A veces la vida es caprichosa, no es tu culpa —dijo Julián besándola en

la frente, luego tomó el sobre y salió.

***

Carta Nº 4

Ya pasaron dos meses desde mi primera carta y aún sigo sin respuesta tuya después de

haberte enviado una segunda y una tercera… Me dicen que en Alemania las cosas están

difíciles, las fronteras bloqueadas y casi todo el mundo defenestra a tu líder, que decías

que iba a darnos un nuevo y mejor mundo. Hace unos días comenzaron a llegar barcos

desde el Viejo Continente, cargados de europeos que según ellos pudieron escapar del

mayor de los sufrimientos. Me despido con el deseo de que me respondas, hasta la

Carta 5.

Delfina
***

Con la voz disfónica Delfina le hizo saber a Julián que debía enviar una nueva

carta. Como en todas las ocasiones anteriores, él se ofreció a llevarla

argumentando que no le convenía salir en el estado en que estaba, ya con los

primeros síntomas de la gripe. Delfina, como en las ocasiones anteriores,

agradeció demostrándole todos sus sentimientos.

—En la cocina hay té, te va a venir bien tomar uno.

Julián tomó el sobre, Delfina disimuló y se dirigió hacia la cocina, a esperar

que el hombre saliera por la puerta para comenzar a seguirlo y confirmar las

sospechas que sostenía de que él jamás enviaba esas cartas. El escritor dirigió

algunos consejos más para proteger a Delfina de una eminente gripe y se marchó,

ella contó hasta quince, tomó su saco gris y salió.

Lo siguió a pie durante diez minutos, en dirección contraria a la del correo.

Desilusionada, Delfina pensó en dejar de seguirlo e irse a su casa y olvidarse para

siempre de aquel hombre. Pero sintió que, por más que le hiciera esto tan terrible,

debía enfrentarlo. Continuó siguiéndolo dos cuadras más hasta que él entró a un

bar. Delfina se sentó en la vereda y esperó más de media hora hasta que se fuera,

decidió esperar a que él entre nuevamente a su casa para increparlo.

Julián salió del bar y —gracias al rápido movimiento de Delfina para

esconderse—, no notó su presencia y comenzó a caminar por la vereda. Ella iba

cincuenta metros detrás, maquinando todas las cosas que le diría apenas cruzase

la puerta.
En sus elucubraciones mentales aquella situación terminaba de la peor

manera, se imaginó hasta atacándolo con un cuchillo. En la realidad sucedió todo

lo contrario, cuando Julián volvió a su casa ella estaba llorando, él la abrazó y ella

suplicó perdón una y mil veces. Él no comprendía la situación hasta que ella le

explicó todo, relatándole que lo siguió durante todo el trayecto y que pensó hasta

en acuchillarlo desde que lo vio entrar a ese viejo bar, y cómo se sintió cuando

luego lo vio entrar a una sucursal del Correo que ella desconocía. Julián

simplemente se rió y comenzó a preparar un té con las hierbas medicinales que

había comprado en el bar.


VII

g
La vida en cartas
Antes de que la esperanza muera, Julián entró corriendo con un sobre en la mano

al altillo donde Delfina daba sus primeros pasos en la pintura, sin pronunciar

palabra el escritor lo dejó delante de la muchacha, que con un suspiro volvió a la

vida.

Querida Delfina:

Gracias por tus cartas tu amor y tu palabras, me ayudan a sobrellevar estos tristes días de

sangre. Si bien defiendo con orgullo a mi Reich, la guerra es triste y desesperante.

Solo tus cartas me hacen levantar día a día con la esperanza de que cuando

obtengamos la victoria en la guerra podré tenerte nuevamente conmigo. Nos

encaminamos hacia el triunfo, así que prontamente podré acariciarte nuevamente.

Actualmente estoy combatiendo en la Fuerza Aérea, pero pronto me delegarán al

Ministerio de estrategia y quedaré fuera de peligro. Si mis respuestas tardan en llegar no

es por propia voluntad sino por el contexto que me rodea. Tus cartas llegan rápidamente,

el problema es la salida del país de las mías.

Sin más, se despide tu enamorado.

***

Carta Nº 5

Querido amor:

Tu carta llegó en el momento justo para evitar mi locura. Es insoportable convivir con esta

angustia de no saber si estás bien, siendo consciente de que estás en constante peligro y

yo aquí a miles de kilómetros de distancia sin poder hacer nada.


Por favor prometeme que vas a cuidarte y que va a estar todo bien. Estas son las

únicas palabras que puedo escribirte hasta recuperarme de la inmensa alegría que me

provocó recibir tus respuestas. Aunque esperaba otras palabras… necesito que me digas

que me amás. Hasta la carta 6…

Delfina

***

Querida Delfina:

Si lo que necesitás para confirmar esto es leer en estas líneas lo mucho que te amo, lo

escribiré expresamente en este instante: te amo, te amo, te amo. Un poco más que ayer

pero un poco menos que mañana.

Quería compartir con vos esta alegría inmensa que me acoge, acabo de ser

transferido a la base de inteligencia alemana, para brindar mis servicios en tácticas. Mi

padre desde Japón ha influido en los generales alemanes y me han brindado esta

oportunidad. En una semana voy a viajar a Múnich, donde estará Hitler, y voy a conocerlo

en persona. Me encantaría llevarte allí conmigo y que él de la bendición a nuestra pareja.

Prometo escribir tan pronto culmine mi encuentro con él para contarte todos los

detalles. Sin más se despide tu amor, que te ama con todo su corazón.

***

Carta Nº 6

Querido amor:
Desde que cuento con tus cartas he vuelto a vivir. Has hecho mi existencia más feliz,

llegaste justo en el momento de mayor soledad y tristeza para cambiarlo por compañía y

alegría. A pesar de que estemos lejos, te siento junto a mí en cada palabra que me

escribes, en cada carta que llega puedo olerte y sentirte.

Mi amor, gracias a vos he vuelto a escribir. En el sobre te envío algunas cositas

que estoy haciendo, espero te gusten y te entretengan en los períodos vacíos. Me

despido con gran amor… hasta la carta número 7.

***

Querida Delfina:

Solo puedo encomendarme a vos después de tan terrible tragedia. Casi soy víctima de

traidores que han intentado acabar con la vida de nuestro Führer.

La bomba estalló a pocos metros de donde me encontraba aguardando al Führer.

Gracias a un error de cálculos no lograron llevar a cabo su cometido, por suerte. Yo aún

no logro recuperar la audición al cien por ciento y todavía sufro el zumbido del estallido en

mis oídos.

Espero recuperarme plenamente para escuchar tu dulce voz. Me despido con todo

mi amor.

***

Carta Nº 12

Mi amor:
No soporto más la distancia, los días pasan y pasan y esta guerra no se acaba más.

Tengo pesadillas todas las noches. Dejé de escribir, ya no tengo más incentivos y pronto

voy a dejar de comer, no logro probar bocado pensando en que no puedo tenerte al lado

mío, solo consigo alimentarme cuando pienso en el futuro contigo.

Me despido con esta hoja llenas de lágrimas hasta la carta 13.

***

Querida Delfina:

Yo tampoco soporto más continuar viviendo sin vos, el motivo de la carta es para darte mi

nueva dirección y decirte que si quieres venir te voy a estar esperando y voy a protegerte

hasta mi último aliento. Mi vida seria mas feliz si pudiera tenerte en me casa cada día que

volviera de trabajar. Antes debo aclararte que aquí las cosas tampoco están muy bien… si

no quieres arriesgarte lo comprenderé. Me despido con amor.

***

Carta Nº 13

Querido amor:

Prefiero morir contigo a vivir sola. Dicen que el trece es el número de la desgracia. Esta

es la décima tercera carta que te escribo, y también la más feliz. Mañana me embarco

hacia allá, me despido hasta que —personalmente y con un beso— te exprese lo mucho

que te amo.

Delfina
***

Sin pensarlo dos veces, Delfina preparó su bolso, en el cual echo muy pocas

prendas y tomo todo el dinero que tenia ahorrado. Una vez que tuvo todo listo

busco pluma, tinta y papel y escribió entre lagrimas una carta que dejaría en el

escritorio de Julián y emprendió su periplo rumbo al Viejo Continente.


VIII

g
Adiós muchachos…
Cansado y oprimido por el frío, Julián volvió del bar de Valderrama, de la reunión

mensual con sus amigos literatos, en donde entre copa y copa debatían y

compartían las novedades del mundo del arte. Cuando el alcohol surtía efecto

comenzaba la discusión ideológica y política, se formaban bandos muy diferentes

pero siempre terminaban cantando todos juntos al salir del bar.

Desde que Delfina vivía con él, Julián había olvidado un poco la bebida

para no escuchar reproches al llegar a casa. Llegó sobrio, cansado y con frío. Al

abrir la puerta, instintivamente pronunció el nombre de Delfina y acto seguido hizo

silencio esperando una respuesta. Volvió a llamarla y —asombrado al no obtener

respuesta— comenzó a hacer suposiciones de dónde podía estar. Vio un sobre

arriba de la mesa y dedujo que ella había recibido una carta desde Alemania y

había corrido al correo a responder.

Antes de comenzar a cocinar, decidió ir a cambiarse la ropa por una más

abrigada. Se desvistió y al abrir el placard se sorprendió al ver que la ropa de

Delfina había desaparecido. Corrió hacia la entrada y nuevamente fijó la mirada en

el sobre. Lo tomó y vio escrito su nombre. Sobrio, cansado, con frío y ahora

temeroso comenzó a abrirlo, sacó una hoja escrita a mano y debido a los nervios

comenzó a leerla en voz alta:

Lamento que ésta sea la forma de despedirme, pero no puedo mirarte a los ojos y decirte

que me voy. No aguanto más la separación, no soporto vivir sin sus caricias y sin su

hermosa voz hablándome al oído. Nuevamente te pido disculpas y me gustaría que sepas

que mi amor hacia ti sigue intacto como el primer día, solo que no sé… mi corazón dice
que con el voy a ser mas feliz y mi sexto sentido dice que no me equivoco. Nos vemos

cuando el destino lo planee y no olvides que siempre voy a amarte.

—¡Desgraciada! —gritó mientras tiraba el papel sobre la mesa con

brutalidad. Un instante después comenzó a llorar inconsolablemente. Pasaron dos

horas y cuando su cuerpo ya se había quedado sin lágrimas, se detuvo su llanto.

A lo largo de los años había ido desgastando sus amistades y solo le

quedaban aquellos amigos con los que compartía una copa un día a la semana.

Se levantó y se cambió la ropa sucia con la que se había revolcado por el piso,

luego salió de la casa.

Deambuló por las calles, perdido y con actitudes desequilibradas que

provocaban la atención de la gente que se cruzaba con él y más aún la de las

pocas personas que lo reconocían. Luego de dos horas de caminata entró al bar

de Valderrama y se sentó en la mesa del medio. El lugar estaba vacío, Valderrama

lo vio sorprendido, e instantáneamente se acercó con una botella de cerveza y la

dejó sobre la mesa.

—¿Volvió por unos tragos? —preguntó Valderrama.

—Así es amigo, pero voy a necesitar algo más fuerte, lo más fuerte que

tenga. Valderrama tomó la botella y el vaso con intención de llevárselos. Con un

acto reflejo que no había mostrado nunca, sujetó de las manos al mesero.

—Déjela amigo —dijo Julián—. Para la espera no vendría mal. El mesero

soltó la botella y en varias ocasiones se dispuso a servirlo, hasta que —cansado

de no recibir clientes— se sentó en la mesa junto a Julián y comenzó a enterarse

de lo sucedido. Tras tres horas se sucedieron historias, bebidas, llantos, consejos

inútiles, vivencias similares, despecho y una conclusión: debía luchar por el amor.
Julián Se paró como pudo y caminó hasta la puerta con ayuda del mesero.

Desde allí pidió un taxi, que lo dejó en la entrada del puerto. Luego de pagar, se

bajó y caminó hacia el puerto. Contempló la soledad del lugar por unos minutos,

hasta que se durmió en uno de los muelles rendido por el alcohol.

Al despertar, el frío acumulado durante la noche se sumaba a la tremenda

desesperación para golpear y destruir el cuerpo de Julián. Dos hombres lo

ayudaron a levantarse y a subir a un taxi que lo llevó hasta su casa.

Permaneció acostado por varios días pero el reposo no fue solución. Si bien

su cuerpo se había repuesto de la gripe, su cabeza no tenía otra actividad que

pensar en Delfina, y esa situación lo enfermaba cada vez más. Luego de una

semana decidió levantarse para ir a la reunión con sus amigos.

Llegó tarde, cuando ya ellos estaban sentados charlando sobre las nuevas

noticias de la guerra. Sin decir palabra, se sentó permaneciendo callado sin

prestar atención a la charla de sus amigos. Durante quince minutos estuvo

petrificado, hasta que al escuchar la palabra «Alemania» salió de su

ensimismamiento. Ya sabía lo que tenía que hacer.

—Me voy a Alemania —interrumpió Julián. Sus amigos hicieron un profundo

silencio mirándolo por un instante, luego rompieron en una carcajada general.

—¡Maldito cabrón! —dijo José, el poeta español, mientras continuaba

riéndose—. ¡Te burlas de tu propia gente… hijo puta!

—De veras —insistió Julián, atónito ante la respuesta recibida—. Delfina me

dejó… voy a ir a recuperar su amor.


Ante la seriedad del rostro de Julián, todos dejaron de reírse. Uno de ellos

preguntó si estaba hablando en serio y —ante la confirmación de Julián— todos

quedaron perplejos.

—Julián, ¿sabés que no podés ir a Alemania?

—¡Claro que puedo! La guerra está en todos lados menos en Alemania. No

me va a pasar nada —respondió Julián.

—Joder, ¿no lees las noticias? —preguntó José.

Julián quedó pensativo, sin saber de qué le hablaban sus amigos. Toda la

información que tenía sobre la guerra le llegaba a través de Delfina, que a su vez

era informada por su joven amante, que evitaba contarle o desconocía ciertas

atrocidades cometidas por los nazis. Ante la silenciosa respuesta de Julián, Martín

—que nada tenía que ver con las letras— tomó la palabra:

—¡Sos judío, pelotudo!

—¿Qué decís? —se enojó Julián—. ¿Qué tiene que ver que sea judío?

¡Racista hijo de puta!

Explotó una gran discusión en el bar. Como todo judío, ante la mínima

posibilidad de agresión, Julián se sintió herido y comenzó a agredir a todos

tildándolos de discriminadores y racistas. Sus amigos trataban de explicarle la

situación, pero él seguía absorbido por la furia, que no le permitía escuchar las

palabras de sus amigos. Cansado de gritar, pateó una silla y se fue.

Damián salió tras Julián, mientras el resto de los muchachos juntaban las

cosas que la silla había tirado luego de impactar sobre la mesa. Giró en la esquina

y miró hacia ambos lados, asombrado de no ver a Julián. Luego miró hacia abajo y

lo vio a unos diez metros, tirado en el piso y llorando.


Damián se sentó a su lado y lo abrazó, no tenía palabras de consuelo para

darle, así que simplemente se quedó en silencio junto a él. Recién en ese

momento comprendió el amor totalmente sincero que Julián sentía por Delfina.

Jamás hubiese imaginado que una muchacha tan joven podría haberle robado el

corazón de esa manera.

Damián no servía para esas situaciones, en que había que consolar y dar

una palabra de aliento, solo se dispuso a abrazarlo por varios minutos hasta que

finalmente Julián rompió el silencio.

—Tengo que ir por ella, no me puedo quedar acá sin hacer nada —dijo

mientras Damián lo miraba muy apenado.

—Julián… Están llegando desde Europa barcos llenos de judíos, huyendo

según ellos del infierno. No sé exactamente qué es lo que está pasando allá, pero

creo que es algo muy feo.

Julián continuó llorando. Damián hizo silencio, no sabía si él escuchaba o

no sus palabras, así que simplemente no habló más.

—Me voy en el próximo barco, tenga que enfrentarme a lo que sea que

pase —dijo Julián con mucha firmeza, ya sin llorar y poniéndose de pie. Luego

extendió su mano para ayudar a su amigo a levantarse, y se marchó.

Vagó dos días por toda la ciudad despidiendo amigos que trataban de

impedir su viaje con palabras inútiles ante los sordos oídos del empeñado hombre

que solo quería recuperar el amor de su vida. Su representante buscó trabas

legales que le impidieran salir del país, como no obtuvo ninguna las inventó, pero

sin siquiera hacer dudar al escritor.


Algunos amigos trataron de ahondar más en el tema de los judíos exiliados,

los buscaron y hablaron con ellos. Todos se habían marchado por un rumor que

comenzó a circular sobre que los encarcelarían, otros afirmaban que los

torturarían y los más alarmistas decían que querían directamente aniquilarlos.

Aquel rumor se había incrementado ante los primeros desaparecidos, por ese

motivo aquellos que tenían la posibilidad económica de alejarse, lo hicieron sin

demora. Pero aquellos que no podían permitírselo se quedaban anclados ante la

incertidumbre y esperando que el rumor desapareciera o, en el peor de los casos,

apareciera y se los llevara. Ninguno tenía certeza de nada, pero todos opinaban

que Hitler conduciría al pueblo judío hacia la mayor desgracia de la humanidad.

Los tres amigos se alarmaron ante lo que escuchaban porque eran

conscientes de que su amigo podría estar yendo hacia una muerte segura, pero

sabían que no podrían detenerlo. Decidieron secuestrar a Julián por unos días o lo

que hiciera falta para evitar que realice aquel viaje, al menos hasta que se

asegurasen que estuviesen todas las condiciones dadas para que el escritor

volviera sano y salvo.


IX

g
Lo que vendrá
Julián se despertó nuevamente —como venía sucediéndole desde hacía más de

186 días— en una cama sucia y maloliente. Ya se había habituado a aquel rancio

olor del abandono. Lo despertaron los fuertes ruidos provenientes del exterior,

apenas una tenue luz que se colaba desde un agujero en la pared le permitió

encontrar una piedra en el piso, la tomó y giró hacia la pared, donde marcó un

palito más junto a los anteriores 185. Todos los días pensaba en Delfina,

imaginando su imagen y deleitándose una y mil veces con su fresca sonrisa y

aquella mirada que parecían tan inocentes, pero que sin embargo escondían

mucha picardía.

Se preguntaba que estaría haciendo, en donde y con quien. Una de las cosas que

mas lo torturaba era pensar en que ella se haya arrepentido y que hubiese vuelto y

no lo encontrara en la casa.

¿Me estará buscando? Se preguntaba una y otra vez. Cuando se encontraba mas

pesimista pensaba que ella ya lo había olvidado, la imaginaba casada, quizás

embrazada. ¿Cómo seria con barriga o con vestido blanco? La verdad que no

sabia como era una boda en Japón, se la imaginaba de mil formas y siempre

comenzaba a reírse de la nada al componer la boda y ver a todas esas personas

iguales y en el medio Delfina sobresaliendo de todas esas personas con ojos

rasgados y piel amarilla. Ella que tenia esos ojos bien redondos y grandes con una

piel blanca como la leche.

Los días de mayor optimismo planeaba formas de poder contactarla, pero todo lo

que pensaba era inútil. La mayor tortura que tubo que soportar en ese encierro y

hacinamiento, no fueron las torturas impuestas por sus verdugos o el trabajo


forzado, no, fue el tormento que imponía su cerebro noche y día al pensar en

Delfina.

Se sentó en el borde de la cama, colocó las palmas de las manos en su

nuca y miró al piso, como habían ordenado que hiciera. Luego se resignó a

esperar a que alguien apareciera y le diese las órdenes del día. Mientras esperaba

volvía a pensar en ella.


X

g
Pasado cercano
Julián despidió a su representante, ya cansado de oír falsas trabas para impedirle

el viaje, y le ordenó que cuando regresara lo hiciese con el dinero suficiente para

su viaje en lugar de con mentiras.

—Me voy mañana a las once —gritó Julián mientras Immanuel abría la

puerta de su coche. Él levanto la mano para saludar y provocó un nuevo grito de

Julián—. Lo quiero antes de las ocho —señaló—. Luego cerró la puerta con llave y

habló por teléfono durante quince minutos. Cortó y miró el reloj de pared, que

indicaba las 23.30. El sueño ya comenzaba a surtir efecto y mañana tendría que

madrugar. Se desvistió y se acostó.

No le resultó fácil conciliar el sueño, la emoción de pensar que en pocos

días volvería a ver a su joven amada se lo impedía. Logró dormirse poco después

de que las campanas de la catedral indicaran la medianoche.

No pudo dormir demasiado, la adrenalina y la emoción hicieron que se

despertara poco después de las cinco de la mañana. Intentó quedarse un tiempo

más recostado en la cama para volver a conciliar el sueño, pero le resultó

imposible. Buscó pastillas para dormir y lo intentó durante otra media hora más,

nuevamente en vano.

Se levantó a las seis y comenzó a caminar por la casa buscando algo para

hacer, de un lado a otro, deambulaba de la cocina al comedor, del comedor al

living, del living a su habitación y de su habitación nuevamente a la cocina, como

si estuviese loco. Ya cansado de hacerlo, se dispuso a preparar algo para comer.

Desayunó y se quedó quieto sobre la silla, con los codos apoyados en la

mesa y la cabeza sobre las manos entrelazadas. Permaneció con la mirada fija en

un punto unas dos horas, hasta que escuchó el timbre.


Immanuel —si quererlo, pero cumpliendo con su obligación— se hizo

presente para llevarle lo pedido. En los minutos que Julián le permitió permanecer

antes de echarlo, su amigo alemán intentó convencerlo de suspender el viaje, pero

los oídos de Julián estaban cerrados a aquel tipo de comentarios y no detuvo su

labor ni siquiera para responderle.

Cuando Immanuel se retiró, Julián se detuvo a pensar en las consecuencias

que podía acarrear la situación que su representante le planteaba. Tenía miedo.

Miró el reloj, indicaba que ya era hora de salir. Observó los bolsos que lo

esperaban en la puerta y sintió ganas de quedarse. Estuvo planteándose esa idea

por varios minutos hasta que lo asustó un fuerte golpe en la puerta, que

alimentaron nuevamente su idea de partir. Abrió la puerta y dos hombres de una

estatura que superaba los dos metros aguardaban detrás de ella.

—Señor, ya estamos listos para cuando ordene salir —dijo uno de ellos—.

Julián asintió con la cabeza. Vayan subiendo el equipaje al auto —ordenó el

escritor—. Caminó unos pasos hacia el escritorio en donde tenía una estrella de

David, murmuró algunas palabras, besó la estrella y se encomendó a Yahvé. En

ese momento sintió que no sería un viaje sencillo, pero el amor era más fuerte y

sabía que con ese sentimiento superaría cualquier adversidad.

En ese momento vio una carta escrita de puño y letra por Delfina que le dio

un envión anímico mas grande todavía. Ya estaba decidido, nada podía detenerlo.

Al ver aquella hoja también le recordó algo importante, su plan era llegar a

Alemania y comenzar a buscar – como una aguja en un pagar – pero al descubrir

esa carta se le ilumino la cabeza. En alguna parte de la casa tendría que haber

sobres o cartas que Delfina descarto por alguna razón, ya sea porque se le había
manchado o no le gusto la letra o por miles de razones mas, Delfina siempre las

descartaba y volvía a escribirlas una y otra vez hasta que le quedaran perfectas,

por lo que la tarea no fue tan difícil, comenzó en el altillo y en los primeros minutos

encontró dos cartas con dos direcciones diferentes, supuso que si en la primera no

la encontraba la otra seria la mas actual. Puso las cartas en una bolsa para

salvaguardarla de cualquier cosa que pudiera dañar ese dato tan valioso y luego

copio los datos en otra hoja y guardo las cartas en su maleta y la hoja en su

billetera.

Con un gran problema ya resuelto, imaginaba que los problemas

comenzarían desde la salida, sabía que sus amigos estaban totalmente

convencidos de que no debían dejarlo viajar y en estos casos tener amigos

escritores, cineastas y avezados devoradores de libros y películas policíacas

serían capaces de planear algo extremadamente complejo, debido a ello por

precaución decidió contratar nuevamente a los guardaespaldas que lo habían

custodiado hacía unos años cuando un grupo de religiosos católicos había

efectuado amenazas contra él a causa de algunos ensayos que había escrito

sobre religión cristiana.

Salió de su casa a la hora prevista con dos guardaespaldas y sus amigos

acechando el lugar, sorprendidos por la inoportuna compañía de esos gigantes. El

plan de sus amigos no contemplaba la presencia de los custodios, simplemente

habían organizado interceptarlo apenas saliera y llevarlo en auto a la casa de

campo de uno de ellos durante unos días, hasta que desistiera de la idea.

A pesar de la inesperada complicación, organizaron un nuevo plan y

comenzaron a seguirlo. Los seis personajes se subieron a dos coches y a mitad


del camino hacia el puerto, en un descampado, uno de los coches se cruzó

delante del auto que llevaba a Julián y el otro se detuvo detrás, encerrándolo.

Tres personas bajaron del coche de atrás y una del delantero, la idea era

pedirle a Julián que por las buenas se cambiara de auto y se fuese con ellos, y en

el caso de que no accediera entre los seis podrían doblegar a los dos

hombretones.

El que manejaba dio marcha atrás y chocó al auto desplazándolo unos

metros, luego aceleró hacia delante embistiendo al coche que le impedía avanzar.

Los dos amigos de Julián que permanecían en el auto se bajaron y avanzaron

hacia el auto para impedir que escape, dos de los que ya estaban al lado del

coche se abalanzaron sobre él y le dieron puñetazos en el capó. Juan —uno de

los patovicas— esgrimió su revólver y sacó medio cuerpo por la ventanilla.

—No les hagas daño… solo asustalos —murmuró Julián.

—No te preocupes, no tiene balas como nos habías pedido —respondió

Juan quien detuvo el vehículo y bajando su ventanilla comenzó a gritarles que si

no se quitaban del camino en los próximos segundos comenzaría a dispararles sin

piedad.

Los dos hombres subidos al coche dejaron de golpearlo al ver la seriedad

de la amenaza y se arrojaron a la calle. Los otros levantaron la mano y lentamente

comenzaron a echarse hacia atrás. Apenado, desde el habitáculo del coche Julián

les pedía perdón mientras el auto nuevamente comenzaba a marchar hacia su

destino. Sus amigos lo comprendieron, pero se quedaron allí llorando por la

decisión y lamentándose por no haber podido llevar a cabo el secuestro.


Después de avanzar unos metros el auto se detuvo nuevamente, Julián

comprendió también el mensaje de sus amigos y sabiendo que su aventura podría

terminar de la peor manera decidió despedirse de una forma mejor de ellos. Se

bajo del y camino hacia ellos.

—¿Te convencimos? —Grito Martin lo que provoco una sonrisa picara en el

rostro de Julián.

—No —Respondió Julián mientras se acercaba a ellos con parsimonia. Los

abrazo a cada uno, mientras entre ellos se miraban para ver si continuaban con el

plan del secuestro. Con toda la tristeza del alma José les hizo señas que no.

Cuando terminaron de despedirse cada uno tomo diferentes caminos.

Debieron aguardar mucho tiempo para tener noticias de su amigo.


XI

g
El dolor
Julián se despertó nuevamente —como venía haciéndolo desde hacía más de 186

días— en una cama sucia y maloliente, ya acostumbrado a aquel rancio olor.

Cuando abrió los ojos, una luz muy tenue que se colaba por un agujero en la

pared le permitió encontrar una piedra en el piso, la tomó y se volteó hacia la

pared marcando un palito más junto a los anteriores 186. Como todos los días

pensaba en Delfina, formaba imaginariamente su imagen y se deleitaba

nuevamente con esa fresca sonrisa para luego quedar nuevamente perplejo por

aquella mirada que parecía tan inocente, pero que sin embargo escondía mucha

picardía.

Se sentó en el borde de la cama, puso las palmas de sus manos en la nuca

y miró al piso. Luego se dedicó a esperar que alguien apareciera y le diese las

órdenes del día. Escuchó el ruido de los otros hombres que comenzaban a

levantarse y hacían lo mismo que él, eran cerca de cincuenta personas

encerradas en una habitación para menos de veinte.

De repente entro un hombre vestido de militar, gritando y golpeando la

puerta con un garrote. Por su mala modulación y porque gritaba en un idioma que

él apenas estaba comenzando a aprender, Julián no entendió lo que decía pero

imaginó más o menos de qué se trataba.

Dos soldados rasos aparecieron detrás del hombre distinguido con varias

medallas, que señaló al único de los detenidos que no se había levantado. Los

dos soldados sacaron su garrote y se abalanzaron hacia el hombre que aún

disfrutaba de su descanso. Luego de golpearlo por más de dos minutos, Abraham

—hermano mayor de la persona a la que estaban golpeando— se arrojó sobre


uno de los soldados y comenzó a propinarle puñetazos en la espalda. El general

corrió hacia el insurrecto y le pegó con todas sus fuerzas en la nuca.

Abraham cayó desplomado en el piso sangrando en abundancia, mientras

que los dos soldados continuaron un instante más dándole garrotazos a su

hermano menor. Luego cada militar se llevó uno de los cuerpos, el de Abraham ya

sin vida y el otro que la conservaría solo por unos minutos más. El resto de los

reclusos permaneció inmutable sobre sus camas con la cabeza gacha y las manos

sobre la nuca.

—¡Vos y vos! —dijo el General, señalando a dos de los allí presentes—.

¡Limpien la sangre! —ordenó.

Uno de los jóvenes escogidos corrió hacia un balde con agua sucia y el otro

agarró un trapo y limpiaron la sangre, mientras el General les comunicaba como

todas las mañanas que eran una mierda, luego les indicaba el lugar en el que les

tocaría trabajar, gritaba «malditos judíos» y culminaba por escupir a uno de ellos al

azar.

Con diez kilos menos en su haber, Julián se levantó de la cama y comenzó

a formar fila junto al resto de sus compañeros, los dos hombres encargados de

limpiar se sumaron a la fila luego de acabar su tarea. Como todos los días, sabían

que deberían hacer algún trabajo forzado como transportar materiales, objetos

pesados, labores insalubres en fábricas o en el campo. Los soldados trataban

mejor a un perro que a un judío.

La poca comida que les daban no llegaba a saciar a nadie, por lo cual

comenzaron a producirse rupturas internas y peleas por el escaso alimento

disponible, era costumbre especular y tratar de timar a otros compañeros con tal
de llevarse un bocado más a la boca. Los soldados notaban esto. Los más sádicos

lo usaban por pura diversión y en el intervalo que los detenidos tenían para comer

generaban un improvisado ring de boxeo en el que los hacían pelear por un plato

más de sopa al tiempo que levantaban apuestas entre ellos.

Julián intentaba mantenerse aislado de esta situación y solo se limitaba a

recordar a su amor, que era lo único que lo mantenía con vida. Solo chocaba con

la realidad cuando alguien intentaba obtener su ración de comida, que defendía

con uñas y dientes.

Con el tiempo, si bien la comida continuaba escaseando, muchos

comprendieron que pelear no era la solución y comenzaron a formar grupos más

unidos. Si bien eran una minoría, había algo que rescatar de ese centro de

perdición.

Esos días fueron más agradables a pesar de las torturas sufridas y una

enfermedad que desconocía pero lo tenía a mal traer. Estaba feliz porque había

recuperado mínimamente su vida social y después de 188 días había logrado

tener una conversación prolongada. Los golpes y la enfermedad no pudieron

impedirle disfrutar de ese logro y menos aún sacarle de la cabeza la imagen de

Delfina. Se preguntaba qué sería de ella. Lo torturaba la idea de que hubiese sido

abducida por el pensamiento de odio de su amante y anduviese por el mundo

disfrutando del sufrimiento de su pueblo.

Pasado los doscientos días de la captura llamaron a todos los presos del

gueto para ser examinados por los médicos, quien los separaba entre aptos y no

aptos para los trabajos. Separado en esos dos grupos, cada uno tomaría un

camino distinto. Julián no era tan joven y estaba muy debilitado por la falta de
alimentación y esa nueva vida a la que ninguno estaba acostumbrado y menos él

que jamás había hecho ese tipo de trabajos, sumado también a la enfermedad que

comenzaba a padecer… Caminaba sobre la cornisa de caer en la cámara de gas.

Aunque no cumplía con los requisitos mínimos, cuando llegó el turno de su

exámenes el medico le permitió pasar gracias a que en ese momento ya había

cientos de ellos que no habían logrado superar el examen. Fue entonces cuando

Julián subió al tren de los afortunados que aún conservarían su vida… pero que

de todas formas iban hacia el mismísimo infierno.

Iniciaron el camino hacinados en un vagón de transporte de animales que

apenas poseía algunos orificios de ventilación, por lo que al poco tiempo se

produjeron los primeros desmayos.

Algunos privilegiados que quedaron contra la pared respiraban un aire

menos viciado si se pegaban contra las pequeñas ventilaciones. Hacia el centro

del vagón el aire era más espeso, más del sesenta por ciento murió asfixiado

antes de concluir la travesía. Al arribar a destino, los sobrevivientes debieron bajar

los cadáveres, amontonarlos en un lugar y luego uno de ellos debería encargarse

de quemarlos.

Al contemplar el lugar, se encontraron con una ciudad envuelta con muros,

rejas y alambrados vigilados por soldados. Cuando terminaron de incinerar los

cadáveres, los hicieron formar una fila y ponerse de espaldas contra un enorme

paredón. Un Mayor del ejército pasaba con una lista frente a cada uno de los

judíos y les hacía decir sus nombres. Así lo hizo con cada una de las cuatrocientas

personas que habían llegado en el tren, y cuando él creía que la persona no

merecía vivir, sin dudarlo tomaba su revólver y le disparaba en la cabeza. El judío


caía al suelo desplomado y el Mayor continuaba como si nada hubiese sucedido,

repasando la lista.

Luego comprendieron que mataba sin razón pero con una finalidad. De los

cuatrocientos que arribaron solo quedaron trescientos cincuenta, que eran los

lugares a ocupar en las casas y puestos de trabajo. Fueron divididos en grupos de

tres y se los llevó a una casa.

—Marche cada grupo a sus casas —ordenó uno de los oficiales. Hoy están

de suerte… No van a trabajar —culminó sonriendo.

Indignados, los prisioneros agacharon la cabeza y caminaron hacia las

casas. En la ciudad muchos se encontraron con familiares y amigos, Julián

observaba esos encuentros con tristeza porque se le desgarraba el alma al pensar

que solo podía abrazar a Delfina en su imaginación.


XII

g
La resistencia
El nuevo lugar era malo, pero de todos modos era cientos de veces mejor que el

anterior. El trabajo era duro y realizaban casi las mismas tareas que en el primer

sitio, las labores eran insalubres y la opresión por parte de los nazis continuaba

llevándose la vida de los judíos. Pero las horas de trabajo se habían acortado, de

terminar de trabajar a las nueve de la noche —casi quince horas diarias— pasaron

a concluir la jornada a las cinco de la tarde. Empezaban a las siete de la mañana,

lo que les permitía desarrollar, aunque sin mucha libertad, algunas actividades

sociales y hasta recreativas.

Después del trabajo tenían permiso para reunirse hasta el anochecer,

cuando comenzaba el toque de queda. Julián lo hacía con un grupo de ocho

personas con quienes compartía su gusto por el arte. Cada uno brindaba lo que

sabía hacer, Julián les enseñaba a jugar al truco y los deleitaba con maravillosas

historias. Otros cantaban y bailaban, Julián aprendió a bailar el tango a miles de

kilómetros de su tierra con una de las muchachas, que dominaba más de

cincuenta bailes típicos de diversos países. La mujer poco a poco comenzaba a

enamorarse del escritor, pero él seguía obnubilado por el amor de Delfina, lo que

impidió una relación romántica entre ambos.

Lo que más perturbaba a Julián era que todos los días se levantaba para ir

a la fábrica y ayudar a fundir el metal con el cual fabricarían las armas con las

cuales los amenazarían a ellos. Estaba cansado y no quería continuar

colaborando con el régimen opresor, por lo cual comenzó a organizar la

resistencia. El primer paso era conseguir adhesiones por parte de sus

compañeros, tarea difícil ya que muy pocos se animarían a enfrentar a sus

bestiales opresores, más aún sabiendo que podrían ser delatados.


Comenzó a hablarlo con su grupo. Todos lo habían pensado, pero el miedo

era más fuerte, por lo que algunos disimuladamente se hicieron los distraídos y

evitaron hablar del tema. Otros se declararon totalmente de acuerdo y aportaron

más leña al fuego de rebelión que tenía Julián, pero solo Marcello —un joven

anarquista italiano— se alistó en las filas de la rebelión.

Con el transcurso de los meses —ya llegando a la primavera de 1942— el

grupo de los rebeldes ya contaba con diez personas dispuestas a todo para

recuperar la libertad. Todos ellos, principalmente Julián y Marcello, ya habían

planeado todo, desde reducir a los guardias más cercanos, lo que les brindaría las

primeras armas, hasta tomar el centro de control del gueto y así escapar.

Solo restaba determinar hacia dónde escapar, ya que ninguno de ellos

sabía dónde se encontraban, por lo que una dirección incorrecta podría

conducirlos nuevamente a la boca del lobo. Necesitaban conseguir mapas

actuales y mínimamente unas cinco personas más para reducir a los primeros

custodios.

Sabían que —una vez iniciada la rebelión— los indecisos los apoyarían y

serían unas doscientas personas levantándose contra otras doscientas. Si bien los

rebeldes dispondrían de menos armamento, también es cierto que contaban con el

factor sorpresa a su favor.

Días después de la llegada de la primavera, Marcello dejó de asistir a

algunas reuniones. Tampoco aparecía en la ciudad ni en el trabajo. Muchas veces

había hablado de la idea de escaparse porque sabía que existían sectores por los

que podría llegar fácilmente a ese objetivo. Pero todos estaban tan concentrados

en dar batalla que no habían tomado como opción la de escapar.


En la tercera reunión a la que Marcello no asistió, todos sospecharon que

se había escapado, pero sin embargo no podían creer que lo hubiese hecho

faltando tan poco para el golpe y, sobre todo, sin avisarles.

El primer día de octubre Jan entró corriendo a la casa donde se llevaba a

cabo una de las reuniones más importantes, en la que se decidía si llevarían o no

a cabo el intento de fuga.

—Marcello está en la horca —gritó Jan al resto de sus compañeros—.

Todos quedaron paralizados mirándolo mientras él intentaba recuperar el aliento.

Uno de los muchachos reaccionó y salió corriendo. Al verlo, el resto de los

hombres hizo lo mismo y corrieron hasta la plaza, lugar en el que había unas

ciento cincuenta personas mirando la ejecución de Marcello.


XIII

g
Amigo del mal
Ninguno de ellos podía creer lo que había presenciado. Marcello —totalmente

desfigurado a golpes y torturado— moría ahorcado por no delatar a sus

compañeros. Si bien admiraban ese acto de heroísmo, descubrieron que era

responsable de arruinar y frustrar el ataque liberador.

Marcello había intentado entrar en las oficinas nazis para obtener los

mapas… cualquiera hubiese comprendido que lograrlo solo y sin planificación era

misión imposible, pero el joven idealista no quería perder más tiempo y se lanzó a

esa misión que hubiese sido considerada como una proeza heroica de haber

tenido éxito.

Los rebeldes despidieron a Marcello y decidieron desmembrarse. Sabían

que por el momento las aguas iban a estar turbias y los nazis comenzarían a

buscar a todos los responsables de atentar contra su régimen. Al día siguiente los

soldados estaban más furiosos que nunca, al punto de que ante cualquier

problema disparaban sobre los prisioneros. Ese fatídico día fueron ejecutados

unos cincuenta hombres.

A la mañana siguiente arribó un tren con poco menos de cien personas,

entre ellos —sin que nadie lo sospechase— se contaban infiltrados nazis con la

misión de detectar cualquier intento de rebelión en el gueto. De todas maneras,

lentamente la situación comenzó a volver a la normalidad y Julián olvidó sus ideas

de libertad. Nadie sospechaba que se trataba de la calma previa cuando uno se

encuentra en el ojo del huracán, el momento en que todo se tranquiliza para luego

estallar y arrasar nuevamente con todo.

En los días siguientes comenzaron a caer sus compañeros, que eran

detenidos y sometidos a tortura para que confesasen. En noviembre solo


quedaban Jan y Julián. A pesar de que la última vez que se habían visto

acordaron no hablarse para evitar sospechas, Jan se acerco a Julián durante el

descanso en el trabajo. Casi sin detenerse ante él, pasó por delante con su

comida y le dijo:

—Esta tarde van a revisar las casas —susurró Jan—. Julián se quedó

pensando en el motivo por el cual Jan le había brindado esa información. Hasta

que recordó que debajo de su colchón habían escondido toda la información que

iban recolectando para la planificación del golpe.

Desde el lugar de trabajo, unas horas antes de salir, Julián observó que

comenzaban a inspeccionar las casas y sufría porque pronto llegarían a la suya.

Cuando salió del trabajo fue directamente a su casa, al llegar observó una

muchedumbre reunida en el frente y al general con un grupo de soldados en la

puerta. Pensó en huir corriendo ya que si moría al menos prefería hacerlo

buscando la libertad. Cuando estaba a punto de girar para emprender la retirada,

escuchó:

—Señor, aquí le traje al judío que duerme en esa cama, señor.

Julián volvió a mirar hacia su casa y vio que un soldado arrastraba a un

hombre que lloraba y se confesaba inocente.

—¡Es mentira, es mentira! ¡Yo no vivo aquí! —gritaba el pobre diablo, que

cayó a causa de un puntapié de uno de los soldados que acompañaban al

general.

Muchos de los allí presentes sabían que habían atrapado al hombre

equivocado, pero todos callaron. No querían meterse en esos asuntos y

comenzaron a dispersarse. El soldado que había capturado a ese desdichado


inocente observó a Julián y se quedó mirándolo fijamente, tan concentrado que el

general tuvo que preguntarle dos veces el nombre.

—Soldado Hans Ganske —respondió—. El general lo palmeó en el hombro

haciéndole caer una cinta verde que colgaba en su pecho al tiempo que decía:

—¡Muy buen soldado! Su efectividad va a ser tenida en cuenta —luego lo

saludó con un enérgico Heil Hitler!

—Heil Hitler! —respondió Hans, que se agachó a juntar la cinta para

dirigirme inmediatamente después hacia donde estaba Julián.

—¡Yo no hice nada, yo no hice nada! —volvió a gritar el hombre que había

sido culpado injustamente—. Otra patada más cayó sobre su rostro, sin lograr

callarlo, y continuó gritando que él no había hecho nada malo. El general tomó su

pistola Luger y le disparó dos tiros en la cabeza. Luego ordenó que limpiaran el

lugar a unos judíos que aún curioseaban. A sus soldados les ordenó que dejaran

el cuerpo colgado unos días en el centro de la plaza para que todos observaran

cuál era el destino de los conspiradores.

Hans tomó del brazo a Julián y lo condujo hacia un lugar. Julián intentó

hablar, pero el soldado lo hizo callar. Caminaron dos cuadras hasta que entraron a

una casa. Hans lo soltó y espetó:

—A partir de hoy vas a vivir acá —le dijo el soldado, mostrándole el lugar.

—¿Por qué hiciste eso? —preguntó el escritor.

—¿Sos Julián Levid?

—Sí —balbuceó el escritor, inclinando la cabeza confundido.

—Te conozco, sos escritor. Antes de alistarme estudié Letras, encontré un

libro de casualidad y lo leí… Luego acabé leyendo toda tu obra.


Julián escuchaba muy sorprendido lo que el joven decía. Un lector de sus

libros en las filas enemigas le parecía algo muy extraño, pero se emocionó con las

palabras de reconocimiento del muchacho.

—¿Por qué figurás en las listas como español? —preguntó Hans.

—Antes de cruzar la frontera entre Francia y Alemania tiré todos mis

documentos, cuando me capturaron pensaron que era español por el idioma… Y

yo no me preocupé en aclararlo.

El soldado le preguntó porqué tenía intereses en cruzar hacia Alemania y

Julián le describió toda su historia, cómo se había enamorado de Delfina y cómo

ella le había roto el corazón. El soldado nazi —que era un gran romántico—

escuchó muy conmovido aquella historia de amor. Cuando miró la hora se percató

de que era muy tarde y debía reportarse a su guardia. Antes de marcharse le

preguntó si podía continuar charlando con él al día siguiente, por lo que el escritor

bromeando le respondió que no tenia planeado marcharse por el momento. Así

fue que acordaron encontrarse allí mismo cuando Julián concluyese su jornada de

trabajo.

Cuando el soldado se marchó, Julián recapacitó sobre lo cerca que había

estado de morir y la manera novelesca en que se había salvado. Poco después

también comprendió con amargura que una persona inocente había muerto por su

culpa. Eso le quitó el sueño y estuvo dando vueltas en la cama pero no logró

conciliar el sueño durante varias horas, lo que indicaba que su conciencia

comenzaba a resquebrajarse de a poco y estaba intranquilo, esta nueva amistado

le brindaba seguridad entre sus enemigos pero también podía ocasionarle

problemas entre sus compañeros. Un momento antes de conciliar el sueño llego a


la conclusión que tenia que sacar el mayor provecho de esa situación. El pequeño

soldado se veía inocente y podía hacerle creer que podían ser amigos y así

obtener muchos beneficio, que entre ellos sin lugar a dudas se encontraba el

poder obtener alguna información sobre Delfina.

Al día siguiente, luego del trabajo volvió a reunirse con Hans y le preguntó

porqué había acusado a una persona inocente cuando sabía que el autor había

sido él. Hans le explicó que de todas maneras tenia que ejecutar a esa persona

porque lo había descubierto robando comida en el almacén de los militares, y

pensó que si debía morir que al menos fuese por algo más grave que robarse

unos chocolates, además de que salvándolo a él podría entablar una amistad y,

por qué no, aprender algunas cosas. La explicación satisfizo en parte la

angustia del escritor, pero aún se sentía triste e inseguro.

Con el tiempo —luego de largas charlas de literatura y filosofía— ambos

fueron entablando una gran amistad y poco a poco Julián fue aportándole sus

conocimientos literarios al joven soldado, quien aprendía con gran entusiasmo.

Julián apenas estaba comenzando a comprender el idioma alemán por lo que la

enseñanza se limitaba un poco, por lo que decidió comenzar a enseñarle a hablar

y escribir en español. De esa forma también se aseguraba apartarlo un poco del

contexto nacionalista en el cual había sucumbido el joven soldado. Si bien Julián

disfrutaba ejerciendo ese rol de profesor, al mismo tiempo lo deprimía debido a

que el hecho de volver a tener una relación de tutor-aprendiz le recordaba cada

vez más a Delfina.

Dentro de la casa eran íntimos amigos, pero cuando se veían fuera de ella,

Hans debía asumir su cargo de soldado y tratarlo de forma repulsiva, por eso
intentaban no cruzarse en la vía pública. Pero igualmente Hans trataba de ponerlo

a salvo de que sea víctima de algún soldado que por mera diversión matara

judíos. También conseguía para Julián chocolates, cigarros e incluso en ocasiones

habanos y whisky.

Los otros judíos comenzaron a darse cuenta de esa relación y a rechazar a

Julián. Jan era el más ofendido, acusándolo de venderse al enemigo, y tuvieron

varias discusiones que acabaron a los golpes. El resultado derivó en una gran

paliza para Jan más dos semanas en el calabozo. Gracias a Hans Julián solo fue

condenado a encerrarse una semana en su casa sin poder salir, lo que resultó un

premio para el escritor, ya que le permitía no trabajar y poder abocarse a la

escritura con lápiz y papel que le había obsequiado su nuevo amigo.

Solo escribía ensayos para Delfina exponiéndole su amor, todos

culminaban rogándole que abandonase a su actual pareja, y en cada uno proponía

una excusa diferente por la que debía hacerlo.

Durante todo el año 1943 Julián se convirtió en un prisionero de lujo, lo

único que le faltaba era libertad. El trabajo que le asignaron era más sencillo y la

comida abundante, además de permitírsele escribir. En la Navidad del ’43 los

nazis —a modo de burla— repartieron en todo el gueto una copa de brandy y un

pedazo de pan dulce a cada prisionero, mientras por los altoparlantes se

escuchaban villancicos y por las calles pasaban cantando, muy borrachos, los

soldados que no estaban de turno.

Julián se sentó en la mesa y se dispuso a tomar su copa de brandy cuando

escuchó un fuerte estallido. Como por orden no podía salir de la casa, se asomó

por la ventana y observó fuego en un sector de la fábrica. Los villancicos de los


altoparlantes cesaron para dar paso al estridente sonido de las sirenas. Nunca se

había visto semejante cantidad de soldados nazis saliendo de todas partes.

Con el transcurso de la noche los soldados se ponían cada vez más

furiosos. Sacaron a todos los presos fuera porque habían encontrado restos de

explosivos, lo que confirmaba que aquella explosión en la fábrica no se había

tratado de un accidente. Los golpearon uno a uno para que confesaran quién era

el autor de hecho, pero nadie se hizo responsable. Luego se produjeron algunas

ejecuciones al azar. Los días siguientes solo trabajaron quienes tenían

conocimientos para arreglar las maquinarias dañadas.

Unos días después Hans llegó a la casa del escritor con una foto en la

mano, entregándosela a Julián. La observó con atención. Se trataba de una foto

actual de Delfina junto a Takeshi.

—Esa foto es del mes pasado, en Berlín —le informó el soldado.

Julián quedó sorprendido. A ella se la notaba tan feliz como siempre pero

mucho más madura, ya era una mujer. Los ojos comenzaron a llenársele de

lágrimas y no podía reaccionar.

—La conseguí en el fichero del coronel, también tengo su dirección —aclaró

el alemán mientras Julián levantaba la mirada.

—¿Podría escribirle? —preguntó Julián.

—Claro —respondió Hans—. Solo que yo podría enviarla si me hacés un

favor…

Lo que sea —contestó el escritor sentándose en una de las sillas, sin sacar

la vista de su amada.
—Es algo complicado, quizás no… —dijo Hans sentándose en una silla

frente a frente con él.

—Dije lo que sea —interrumpió Julián.

Con una sonrisa siniestra, Hans comenzó a explicarle lo que quería:

—Es buena esa actitud, es simple pero sé que es difícil… Los generales

quieren al autor del atentado a la fábrica. Si conseguís su nombre, yo asciendo y

vos enviás tu carta…

Julián no se sorprendió con la propuesta, sabía que la propuesta vendría

por ese lado. Le disgustaba el hecho de que hacía ya mucho tiempo tenía el poder

de obtener esa información y a pesar de todos los conocimientos que le había

brindado, jamás había recibido ni siquiera una señal y —ahora que necesitaba

algo— venía con foto y todo. A pesar de eso era consciente de que no podía

desaprovechar esa oportunidad para comunicarse con ella, así que sin más

preámbulos movió sus labios intentando pronunciar el nombre, pero al intentarlo

su pecho se quedo sin aire, cosa que no le permitía enviar aire hacia las cuerdas

vocales, para que estas produzcan el sonido de su voz. Ahora su propio cuerpo

comenzaba a engañar al escritor para que su alma no se transformara en

traicionera. Se sentó e intento tranquilizarse, respirando profundamente, pero

seguía sin poder pronunciar palabra. Al principio pensó que el destino quería

evitarlo y cuando se estaba convenciendo de callarse y no delatarlo se imagino a

Delfina recibiendo su carta, la imagino feliz leyendo cada línea y entonces su

cerebro actuó mejor que su cuerpo. Vio una hoja, busco un lápiz y a pesar de que

sus manos temblaban pudo terminar de escribir la palabra.

—«Jan» —Escribió el escritor sin balbucear.


—¿Seguro? —Pregunto el joven.

Julián afirmó con su cabeza. No estaba seguro, pero recordaba que —

cuando organizaba el plan para la rebelión— Jan propuso sus conocimientos para

crear explosivos y dijo que ya tenía elementos para realizarlos. Hans se paró y se

dirigió a la puerta con prisa.

Julián trató de recordar otras cosas para aportarle más datos que

permitieran incriminar prontamente a alguien y de ese modo hacer llegar su carta.

Cuando el soldado estaba por salir, recordó una reunión en donde Jan había

revelado el lugar en el cual escondía los materiales. Seguramente no había

gastado todo y aún existiría allí alguna evidencia.

—Revisá en su inodoro —dijo el prisionero.

Julián se desplomó sobre la silla y comenzó a llorar. ¡Estaba mandando a

matar a un amigo! No era momento, pero se puso a reflexionar. Pensó en el

amor… muchos defienden y enaltecen al amor. Se dio cuenta que el amor es

peligroso, que por amor una persona puede cambiar y transformarse en el peor

reflejo de uno mismo. Puede matar, engañar, traicionar, hasta abandonar su moral

y sus ideales. Comprendió que el amor para él no significaba lo mismo que para el

común de las personas. Para él ya se había transformado en algo perverso y

cruel, sabía que era un hombre enamorado y que estaba dispuesto a hacer

cualquier cosa por amor.

Cuando aceptó su crueldad dejó de llorar, se secó las lágrimas y comenzó a

escribir la carta que le enviaría a Delfina.


XIV

g
Nuevo hogar
Empeorando aún más la situación, ante la falta de abrigos el invierno se cobraba

la vida de más víctimas, contabilizándose alrededor de diez muertes al día. Los

más propensos a morir eran los judíos que acababan de llegar al campo y no

lograban adaptarse rápidamente al frío y a la crueldad de los soldados.

Por aquellos días Julián era el hombre mimado, hasta contaba con un hogar

a leña en su casa. No todos los días lo proveían de leña, pero lo hacían con la

regularidad suficiente como para que el frío pasara a un segundo plano. Cierto día

hasta llegó a usar un uniforme nazi que Hans ya no usaba.

Luego de delatar a su compañero, pasaron algunos días hasta que Hans le

comunicó que ya podía enviar la carta. Emocionado, Julián corrió a buscarla en el

lugar en que la había escondido y se la entregó. El soldado tomó un sobre e

introdujo las hojas dentro.

—Voy a leerlo para confirmar que no contaste nada de esto… —amenazó

Hans.

—Sí… Sí… En eso habíamos quedado, no mencioné una sola palabra.

—Escribí tu dirección en Argentina, vamos a simular que le escribís desde

allá.

Julián tomó el lápiz y escribió su antigua dirección. Luego Hans agarró el

sobre y lo cerró, Julián se quedó sorprendido ante semejante acto de confianza.

—¿No vas a leerlo? —preguntó el escritor.

—No sé… Quizás —sonrió Hans.

Julián comenzó a buscar su ropa de trabajo, el soldado le dijo:


—¡Dejá eso! Hoy tenés parte de enfermo, no tenés que trabajar… —dijo

Hans enérgicamente—. Julián lo festejó como un niño que tiene permiso para

faltar al colegio.

Los dos estaban tan contentos que no pararon de hablar ni un instante.

Hacía unos días Hans había conocido en una de las fiestas de fin de año a una

hermosa muchacha con la cual estaba comenzando una relación. Durante largas

horas hablaron de todo, del amor, de la vida, de sus pasados. Julián se sacó una

duda que tenía desde el primer día en que se habían conocido: le preguntó cómo

era que siendo una persona tan noble podía ser soldado del régimen nazi.

—Tenía dos opciones, o venía aquí a dar golpes o venía, también aquí, a

recibir golpes. El instinto de supervivencia me hizo escoger ser el que daba los

golpes —respondió el joven soldado.

—¿Hay muchos en tu situación? —preguntó nuevamente Julián luego de

quedarse callado, sorprendido por la respuesta.

—Claro… Todo el que no podía aportar económicamente al régimen estaba

obligado a alistarse.

De repente comenzaron a sonar las sirenas, por lo que en pocos minutos

comenzaría el toque de queda, esta vez una hora antes de lo normal. Hans se

despidió y Julián se quedó pensando en lo que hablaron y en la nueva visión que

le había aportado el muchacho. Tenía algunos papeles que le habían sobrado de

la carta, los tomó y comenzó a escribir lo que pensaba. Se explayó sobre lo dual

que es todo basándose en la doble tortura, por un lado un judío recibiendo los

golpes del soldado y por el otro el soldado que —sin quererlo— tiene que dar

golpes simplemente porque se lo ordenan y la tortura que esto le ocasiona, y


cómo cada garrotazo comienza a dañar a ambos. Culminó preguntándose quién

ganaba con todo eso… No obtuvo respuesta e intentó dormir.

El día siguiente volvió al trabajo, y por la tarde retomó las charlas con Hans.

Con esa rutina transcurrió un mes entero en el que todo fue adquiriendo una

monotonía y una calma que hacían sospechar que se avecinaba una gran

tormenta. Para sorpresa de Hans, la tormenta se produjo por el lado de Julián. La

madrugada del 4 de febrero el soldado entró a la casa del escritor, que aún

dormía. Lo despertó y le entregó un papel escrito con unos códigos que Julián no

comprendía.

—¿Qué es esto? —preguntó el escritor.

Hans le pidió que se vista, tomó el papel y se lo puso dentro de un zapato.

—Te van a trasladar al peor lugar que existe, ese papel es lo único que te

puede salvar, vestite rápido.

Julián aún no entendía mucho lo que sucedía, pero confiaba en lo que su

amigo le decía. Siguió paso a paso lo que Hans le indicó:

—Te van a meter a un tren y te llevarán lejos, cuando estés ahí buscá lo

más rápido que puedas soldados que tengan un cinta verde como la mía… Sin

dirigirles la palabra entregales el papel que acabo de darte. No pude evitar que te

enviaran ahí, un lugar del que es muy difícil salir con vida. Los soldados que

tenemos estas cintas verdes somos opositores, así que les voy a pedir que

pongan especial atención en vos...

Por los altoparlantes comenzó a escucharse una voz que comunicaba que

todos los prisioneros tenían que salir fuera de sus casas. Julián lo abrazó y le

agradeció todo lo que hacía por él. Luego se dirigió hacia la puerta.
—Todavía no salgas —dijo Hans, que empezaba a llorar.

Julián se quedó callado, observándolo y esperando que le indicara el

momento de salir. Empezaron a escucharse ruidos de ametralladoras, cuando

cesaron Hans le dijo:

—Tenían que limpiar a cien personas primero. Ahora sí ya podés salir.

Julián agachó la cabeza y salió. Se paró delante de la puerta y un instante

después un soldado lo golpeó, llevándolo cerca de las vías del tren donde

esperaban el resto de los judíos. Cuando estaba amaneciendo llegó un tren. Los

hicieron formar para luego subir al tren.

El viaje fue muy largo, pero esta vez la falta de oxígeno no fue problema, ya

que habían agregado más ventilación en los vagones, por tanto no se produjo

ninguna baja durante el desplazamiento. Llegaron a destino por la noche. Mientras

bajaban los hacían formarse uno al lado del otro mientras un oficial daba un

discurso cuyo lema de recibimiento profesaba «el trabajo los hará libres».

Julián intentaba ubicar a algún soldado con la descripción que le había

dado Hans, pero no lograba dar con ninguno. Mientras estaban formados algunos

soldados se divertían golpeándolos, Julián recibió algunos golpes con la porra en

la cabeza. Los que no resistían el castigo y caían al piso eran asesinados.

Los que quedaron fueron separados en diferentes grupos y llevados a

diferentes galpones en donde había camas tripes una al lado de la otra. A cada

uno le fue asignada una cama.


XV

g
Auschwitz
Durante casi un año Julián permaneció allí soportando torturas, falta de

alimentos, trabajos forzados con malas condiciones de higiene y la pérdida no solo

de objetos de valor sino también de su dignidad.

Cuando llegaron a los galpones pasaron a los baños, en donde les

ordenaron desvestirse. Julián sabía que estaba a punto de perder su pasaporte de

salida, por lo que pensó y actuó rápido. En el suelo encontró un nailon, lo tomó y

mientras se desvestía agarró el papel y lo envolvió con ese material. Cuando

ningún soldado lo observaba se lo introdujo en el ano, luego se desvistió

completamente.

Poco a poco eran conducidos hacia los peluqueros, quienes los rapaban

completamente. Cuando ya todos habían sido despojados de sus ropas y del

cabello, los obligaban a tomar una ducha corta y con el agua helada. Luego se les

daba la ropa del campo. Posteriormente de cumplir estos pasos, eran registrados

en los archivos del campo. Por desconocimiento, Julián fue registrado como

alemán y bajo otro nombre. Luego le tatuaron un número en el antebrazo

izquierdo. Jamás pudo recordar cuál había sido el nuevo nombre que le habían

otorgado, ya que solo iba a ser identificado por ese número.

Por fin Julián observó al primer soldado distinguido con una cinta verde.

Con gran disimulo logró sacarse el papel y —mientras pasaba delante del

soldado— se lo entregó. Sorprendido, éste lo tomó y —si bien todavía no podía

traducir los códigos con los que había escrito Hans— el soldado sospechó de qué

podía tratarse y fue a la mesa de archivo para buscar el último prisionero

registrado.
El soldado codificó el mensaje de Hans y al instante lo transmitió a los

suyos, que actuaron para que Julián sea escogido como kapo —las SS

generalmente seleccionaban prisioneros, llamados kapos, para supervisar al

resto— por lo que se aseguraban que el supervisor sea de total confianza para

ellos y tampoco perjudicara a los otros prisioneros. Allí ya no eran solo judíos, sino

que también había gitanos, prisioneros de guerra, políticos y homosexuales.

Julián fue derivado a los trabajos en las fábricas y le asignaron el sector

donde prevalecían los gitanos. A las cuatro de la mañana eran despertados con un

silbato, todos juntos entraban a un baño con condiciones de salubridad mínimas y

luego formaban filas de a diez para ser contados. Desayunaban té o café,

dependiendo del día, sin azúcar.

Luego de eso salían hacia el trabajo en fila marchando al ritmo que

establecía una orquesta que iba delante de ellos. Cuando llegaban a la fábrica

comenzaban el trabajo descansando apenas media hora para almorzar al

mediodía siempre lo mismo, un plato de sopa con papas y nabos y a veces si

tenían suerte una rodaja de pan.

En total trabajaban de once a doce horas por día. Luego de eso, Julián

volvía al campo con el resto de los prisioneros, que eran contados nuevamente.

Más tarde cenaban apenas trescientos gramos de pan y un poco de fiambre.

Julián —en su carácter de «supervisor»— recibía un poco más de pan, que

escondía en su cama para comerlo al día siguiente en el desayuno. Pocas veces

lo compartía con las personas que veía necesitadas de calorías, ya que casi

nunca llegaba a cubrir las que él mismo necesitaba. Luego eran llevados a dormir,

prohibiéndoles abandonar sus camas.


A las pocas semanas de llegar, Julián recibió la orden de dejar de trabajar

en las fábricas para encargarse solo de encabezar la marcha hacia el trabajo y

luego controlar allí a los demás prisioneros. Cada semana debía efectuar un

reporte ante uno de los oficiales, comunicando cualquier hecho de sublevación.

Por lo general le pedían que ejerciera la tarea de debilitar psíquicamente al resto

de sus compañeros, recordándoles su inferioridad ante los grandes hombres de

las SS.

Julián realizaba un trabajo doble, ya que a pesar de que era el encargado

de delatar a las personas que atentaban contra el régimen, también era el

encargado de planear y concretar una pequeña resistencia, llevando

clandestinamente alimentos, medicamentos y objetos de primera necesidad a los

presos en condiciones deplorables.

Durante los primeros meses el shock emocional que le produjo el ingreso al

campo de concentración lo hizo olvidar todo. Con el correr de los meses fue

recordando porqué estaba allí y volvió a pensar en Delfina. No podía creer cómo

se había olvidado de ella. Le costo recordar su imagen, pero gracias a un sueño

pudo rememorar cómo era. Fue en ese momento cuando pensó que debía hacer

algo para escapar de allí. No soportaba un instante más sin ella.

Tras un intento de escape, si bien no logró evadirse pudo regresar a su

barranca sin ser descubierto por los agentes de las SS. Luego descubrió que era

imposible escapar, pero no abandonó la resistencia. Uno de las misiones más

difíciles que llevó adelante fue encargada por un grupo de prisioneros políticos

polacos que querían dejar un testimonio visual para que las generaciones futuras

tuvieran idea de lo que fue aquel monstruoso genocidio. Le encargaron que —


cuando fuese a comunicar su informe— robara de las oficinas una cámara

fotográfica, ellos por medio de otros prisioneros habían logrado conseguir rollos de

fílmico.

Un domingo fue citado en las oficinas del oficial, entró y brindó su informe

como de costumbre. No había mucho que reportar más que algunas peleas por un

pedazo de pan. Cuando estaba retirándose se apartó de las miradas de los

agentes y entró a la oficina de espionaje, en donde rápidamente detectó una

cámara muy pequeña utilizada por los agentes de espionaje nazis. La guardó en

sus partes íntimas y salió hacia los campos. La adrenalina fue extrema, sabía que

si lo descubrían hubiese sido condenado directamente a la horca. Les entregó la

cámara a los prisioneros polacos para deshacerse rápidamente de ella. Se había

jugado demasiado el pellejo, por lo cual desde ese momento decidió no aceptar

más misiones tan riesgosas.

Los siguientes meses resultaron muy monótonos para él, haciendo siempre

lo mismo. Lo único que cambiaba día a día era su imaginación… Todos los días

elucubraba una forma distinta de cómo sería su encuentro con Delfina.

Uno de los hechos que lo hicieron olvidar por momentos a Delfina fue la

invitación al campo burdel. Los oficiales de las SS lo llevaban todos los viernes a

aquel campo creado por orden de Himmler para prisioneros privilegiados. En aquel

sitio habitaban en su mayoría prisioneras polacas que eran obligadas y otras que

iban voluntariamente atraídas por mejores condiciones alimenticias y más

comodidades.

Durante cinco meses Julián acudió todos los viernes al campo burdel a

visitar a la misma muchacha, que había elegido por su gran parecido con Delfina.
Aunque no le interesaba en absoluto la muchacha en cuestión, cuando tenían

sexo imaginaba estar junto a su amada.

Los mayores movimientos del campo comenzaron a finales de 1944,

cuando los nazis supieron que la derrota era inminente y —a través de varias

acciones— los prisioneros se percataron de que la guerra estaba llegando a su fin.

En noviembre disminuyó drásticamente el funcionamiento de las cámaras de gas y

de a poco fueron desmanteladas borrando toda evidencia. Muchos de los judíos

sobrevivientes eran asesinados y enviados a una fosa común.

A principios de 1945 uno de los soldados llamados «verdes» por el color de

sus cintas le comunicó a Julián que se mezcle con los prisioneros más debilitados

para poder salvarse. Entonces el escritor se provocó algunas heridas e

ingresó en la zona de los prisioneros malheridos. Muchos compañeros suyos

hicieron lo mismo.

Los oficiales de las SS ordenaron a todos los prisioneros realizar un éxodo.

dejando abandonados a todos aquellos que no pudieran trasladarse a pie. Julián

permaneció junto a más de 7.000 personas que no podían moverse o simulaban

estar inválidos.

Antes de marcharse, uno de los soldados que había ayudado a Julián le dijo

que permanecieran unos días en el campo, que pronto llegarían los soldados

rusos para liberarlos. Solo algunos oficiales de las SS se quedaron a custodiar el

lugar, separando a los prisioneros judíos de los no judíos.

Allí permanecieron durante diez días buscando comida por todos lados. Los

que habían simulado estar malheridos ayudaron a los que verdaderamente


estaban desnutridos, enfermos o inválidos. Durante esos últimos días murieron

casi dos mil presos más.

Otro centenar de judíos decidieron no esperar a los soldados rusos y se

marcharon del campo al segundo día, al despertarse luego de los bombardeos y

comprobar que los pocos soldados de las SS que quedaban habían abandonado

las torres de vigilancia.

Al tercer día uno de los prisioneros polacos encontró en las oficinas de las

SS una radio. Reunido un gran grupo de reclusos, comenzaron a escuchar

noticias alentadoras. Las noticias radiales aseguraban que en menos de cinco

días los rusos harían su ingreso a Cracovia donde —según unos mapas que

encontraron y que los nazis habían olvidado destruir— se ubicaba el campo en el

que se encontraban prisioneros.

Entre tareas de rescate y recolección de alimentos, Julián se sorprendió con

la grata sorpresa de encontrarse con un joven muchacho de unos 25 años, de

origen italiano, que a pesar de estar enfermo de escarlatina lo ayudó a conseguir

algunos remedios. Inicialmente le agradó la idea de hablar otro idioma que no

fuese alemán. Hablaron en italiano y algo de español. Fue una experiencia

realmente gratificante para ambos. El joven se reconoció amante de las letras,

pero dijo no conocer ni haber leído nada de Julián.

El joven le expresó sus intenciones de escribir sobre lo que fue el genocidio,

para que todo el mundo conociera el sufrimiento por el que pasó su pueblo. Julián

le aportó algunos consejos y le contó sobre él, sobre su labor y cómo actuaban los

kapos en los campos.


Al octavo día se les acabaron todas las raciones de alimento, ese periodo

fue el de mayor mortalidad durante los días de espera, pero la mañana del 27 de

enero todos fueron despertados por el sonido lejano de trompetas y acordeones.

Mientras se levantaban, el ruido se hacía más y más fuerte. Los que aún poseían

fuerzas salieron de los galpones y miraron hacia el horizonte en la dirección de la

que provenía el sonido.

Pocos minutos después comenzaron a observar una columna de soldados

que se acercaba al lugar. Poco a poco empezaban a distinguirse las primeras

figuras y en lo alto varias banderas rojas de la Unión Soviética. Los que podían

observar comenzaron a festejar y abrazarse. Los gritos esperanzadores llegaron a

oídos de los que padecían adentro de los galpones y ellos también comenzaron a

festejar sin saber exactamente lo que celebraban, hasta que uno de los

prisioneros entró y les comunicó que estaban llegando los «rojos».

Cuando comenzaron a llegar los soviéticos, algunos prisioneros salieron a

recibirlos con los brazos en alto, los rojos desconocían que allí hubiese prisioneros

sino que esperaban un ataque nazi. Cuando salieron los primeros prisioneros

varios soldados dispararon sus fusiles, cobrándose la vida de cuatro judíos. El

resto se escondió y comenzaron a gritar en todos los idiomas: «no nos disparen,

somos prisioneros». El general ruso ordenó el cese del fuego y envió un grupo a

inspeccionar el lugar.

Cuando estuvieron dentro del campo comenzaron a observar personas en

su mayoría desnutridas y desnudas a pesar del gélido invierno. Los soldados no

podían creer lo que veían y muchos retrocedieron asustados. Otros se agachaban


a vomitar ya que las imágenes y el olor de la carne descompuesta eran

repugnantes.

Los prisioneros comenzaron a pedir por favor que les dieran comida, pero

los soldados los hicieron formar y en principio fueron tratados como prisioneros de

guerra. Luego llegó el primer oficial y apartó a los menos desnutridos. Luego

ordenó que dieran alimentos a los que se hallaban en mejores condiciones. Los

más hambrientos comenzaron a quejarse, por lo que el oficial debió explicarles

que debían esperar a que el médico los examinara para entonces sí poder

comenzar a brindarles alimentos. Pudieron comunicarse con los pocos que

hablaban inglés, entre ellos Julián, quien les describió todo el horror que sufrieron

desde que fueron capturados.

Los soldados se sorprendieron al enterarse que existían más campos como

este con prisioneros, y los mismos prisioneros les aportaron los mapas que habían

obtenido en dónde estaban marcados varios puntos que indicaban los campos de

concentración diseminados por Alemania y Polonia.

Al día siguiente el primer oficial ordenó a un pelotón que se llevara al grupo

de prisioneros que pudiera movilizarse por sus propios medios. Por la mañana del

29 Julián salió del campo junto a trescientos de sus compañeros y quinientos

soldados rusos. Partió de allí con una sola idea en la cabeza: encontrar a Delfina.

Caminaron varios días con muy pocos intervalos de descanso. Cuando lo

hacían comenzaron a confeccionar las listas de los prisioneros rescatados, Julián

se anotó con un nombre y una nacionalidad falsos para no tener que soportar los

interrogatorios y perder muchos días. Cuando arribaron a la ciudad que los


albergaría, Julián se distanció del grupo perdiéndose entre la gente que los

saludaba y recibía como héroes a los soviéticos.

En cuanto pudo alejarse de la muchedumbre preguntó a un grupo de

lugareños en dónde se encontraba. Cuando le informaron recordó que allí vivía

Chars Rapers, un filósofo con el cual había entablado una amistad epistolar a

pesar de que no se conocían personalmente, ya que Julián era gran admirador de

su obra. Se sentó en la acera de una casa e hizo un gran esfuerzo mental.

—¡Avenida Maracaibo! —gritó el escritor.

Había recordado la dirección a la que le enviaba las cartas… tal vez Chars

aún continuaba viviendo allí. Buscó a alguien que le indicase dónde quedaba la

calle, luego de lograrlo caminó exactamente veintidós cuadras hasta que encontró

la dirección. Abrió la puerta un hombre de unos ochenta años.

—¿Chars rapers? —preguntó Julián.

—Sí, soy yo —respondió el anciano, muy sorprendido.

Julián se acercó a él, lo abrazó y luego comenzó a llorar inconsolablemente.

El anciano primero se asustó, pero luego intentó calmar al desconocido. Cuando

pudo calmar un poco su llanto y emoción, Julián se presentó. El hombre se

emocionó al saber de quién se trataba, invitándolo a pasar a su casa. Permaneció

allí hasta la mañana siguiente, le contó todo lo que había vivido y sus planes

futuros.

El hombre le brindó todas las comodidades de las que disponía y le

aconsejó que por el momento volviese a la Argentina y aguardase unos meses

para volver a Alemania. Julián aceptó el consejo y le pidió ayuda para regresar a
su país. También le solicitó hospedaje, por lo que el anciano le ofreció con gusto

darle cobijo en su casa por el tiempo que desease.

Los planes del escritor eran esperar por lo menos un mes hasta que

acabara la guerra y mientras tanto buscaría indicios sobre Delfina. La realidad le

confirmaba que encontrar a alguien en Alemania en aquel trágico momento era

más difícil que hallar una aguja en un pajar. Luego de más de un mes de espera,

comprendió que la derrota total alemana se demoraría aún varios meses, por lo

que le pidió a Chars que lo ayude a regresar a la Argentina.

Rapers accedió al pedido y unos días después emprendieron un viaje de un

día hasta el puerto desde donde partían barcos hacia América. Julián se embarcó

en un buque francés que partía hacia Brasil. Durante todo el viaje no hizo otra

cosa que descansar.


XVI

g
Señales de esperanza
Luego de desembarcar en Brasil se dedico a conseguir todos los medios de

transportes que lo pudieran llevar mas rápido hasta Buenos Aires. Durante el viaje

solo pensaba en dar con el paradero de Delfina. Ya en la Reina del Plata lo

primero que hizo fue conseguir un cerrajero para abrir la puerta de su casa, difícil

tarea dado que llegó un domingo al mediodía.

Con una guía telefónica en mano fue recorriendo distintas direcciones en

taxi. Todos los lugares estaban cerrados, hasta que en el quinto intento dio con un

cerrajero que vivía en la cerrajería. El hombre aceptó el trabajo y partieron hacia la

casa de Julián. Luego de unos minutos de trabajo el profesional abrió la puerta. El

escritor le pagó el trabajo más el taxi de regreso y lo despidió.

Lo primero que vio fue una pila de cartas. Comenzó a desechar una por una

hasta que apareció la que deseaba leer desde hacía mucho tiempo. El remitente

era Delfina y el sello postal indicaba que la carta había llegado hacía pocos

meses. La abrió y comenzó a leer en voz alta:

Querido Julián:

Antes que nada disculpame por estos largos años de ausencia. Tuve mis motivos pero

desearía explicártelos si algún día el destino nos vuelve a poner cara a cara. La guerra ya

se está acabando para los alemanes. Lamentablemente perdimos, pero aún continúa en

pie el imperio de mi esposo, por lo que mañana marcharemos hacia allá. Vamos a estar

un tiempo en Japón y, cuando termine la guerra, me gustaría visitarte. Espero que aún

estés viviendo en el mismo lugar y recibas esta carta. Todos los días miro los nuevos

libros esperando encontrar tu nombre en la tapa de alguno de ellos. ¿Qué te ha pasado?

Ojalá puedas volver a escribir. Sabes que mi corazón aún te ama. Te envío muchos
besos.

Delfina

Julián buscó entre el resto de las cartas si había otras de Delfina, pero no

hallo ninguna más. Ya sabía dónde encontrarla, pero las cosas se complicaban

todavía más. Si bien Japón es un país pequeño, también es cierto que está

superpoblado y que eso le haría muy difícil rastrearla. Pero sabiendo que estaba

casada con alguien de alto rango en el Ejército, lo mejor sería ubicar primero a

Takeshi y así ubicar a su amada.

Lo primero que hizo fue llamar a su representante, pero no para darle la

noticia de su regreso sino para pedirle que consiga al mejor detective del país.

Immanuel lo puso en contacto con un hombre que tenía contacto con otros

detectives diseminados por todo el mundo y formaban una red mundial de

investigación.

Los resultados demoraron una semana. Durante ese tiempo Julián se

reencontró con sus amigos y conocidos. Mintió sobre lo que había vivido para no

despertar el interés de los periodistas y que lo retrasen en sus objetivos. Les contó

a sus amigos que había conocido a una hermosa griega, quedándose a vivir con

ella durante esos largos años, hasta que ella enfermó y falleció.

El detective lo citó la mañana del 2 de mayo en un bar llamado «Barco

estrellado». Allí le entregó una carpeta con datos, direcciones y el teléfono de

Delfina. Julián se emocionó tanto que dio un salto y abrazó al detective como si

acabara de salvarle la vida. El escritor corrió hacia un teléfono y marcó el


número que figuraba en la carpeta. Una dulce voz respondió en un idioma que

Julián desconocía:

—¿Sos Delfina? —preguntó el escritor.

—Sí, ¿quién habla? —preguntó sorprendida la joven, aunque ya

sospechaba de quién se trataba.

—¿Todavía me amás?

—Claro que sí, Julián —respondió la muchacha.

Julián cortó el teléfono. Y llamo a sus amigos quienes en menos de una

hora estaban sentados en su mesa escuchando a Julián.

—Muchachos, la situación es la siguiente —Julián saco la carpeta con los

datos y ubicación de delfina que había obtenido gracias al detective y les

comunico que esta vez tenia mas certezas para encontrarla y la situación ya no

era tan peligrosa dado la nueva ubicación. Sus amigos quedaron pensativos por lo

que Julián continuo dándoles motivos por lo que tenia que ir.

—Hace poco mas de una hora hable con ella— Los cinco amigos quedaron

sorprendidos. — Y me dijo que todavía me ama. — Finalizo Julián mirándolos

fijamente a cada uno de sus amigos.

José se paro y sin despedirse salió de la casa. Uno menos –pensó Julián-

mientras el resto de sus amigos ya convencidos comenzaron a planear la ayuda.

Pasado mas de media hora, no habían llegado a ningún acuerdo, ni armado

ningún plan que lo pueda llevar hasta Japón. La distancia era demasiada y

ninguno conocía la forma de llegar. Cuando todos estaban desanimados, volvió

José.
—Prepárate, por la noche sale un amigo camionero con destino a chile, va

a llevar mercadería Valparaíso y de allí sale un barco hacia Australia, el capitán te

va ayudar— Los presentes lo festejaron como si estuvieran en el estadio gritando

un gol de su equipo. — Ya en Australia se te va a facilitar llegar al Japón. —

Finalizo José.

Arribó al país trasandino el lunes 7 por la mañana, y ya por la tarde estaba

embarcado nuevamente, pero esta vez sobre el Océano Pacífico, en una travesía

con varias escalas.

Durante el viaje ayudo al capitán del barco en tareas menores, el resto del

tiempo lo pasó en su camarote descansando. Luego de demoras por malas

condiciones climáticas anclaron el Sidney el 11 de junio, tras treinta y cinco días

de navegación.

Allí buscó la forma de seguir acercándose a su destino. Esta vez el viaje era

por tierra, tomando cuatro trenes que atravesaron toda Australia de punta a punta.

El día 20 llegó a Puerto Regenent, allí debió esperar dos días para tomar

nuevamente un barco con destino a Indonesia. Aprovechó para conocer el lugar y

cuando consiguió un teléfono no dudo en llamar nuevamente a su amada:

—¿Delfina? —preguntó Julián.

—Sí, ella habla…

Tras la respuesta afirmativa, Julián volvió a preguntarle si lo amaba. La

respuesta fue afirmativa y entonces nuevamente cortó. El 2 de julio llegó a

Singapur, lugar que lo cautivó. Decidió quedarse allí a esperar un vuelo en un

pequeño avión que partía en una semana con destino a China.


Luego de un viaje con varias escalas llegó a Hong Kong el miércoles 11 por

la mañana, buscó un teléfono y llamó una vez más a Delfina. Luego de escuchar

por tercera vez que aún lo amaba, Julián le dijo que estaba yendo hacia allá.

Terminó de pronunciar esas palabras y cortó.

Buscando cuál sería el próximo destino, le informaron que el día 31 podía

tomar un avión desde Pekín a Japón. Sin dudarlo partió hacia la capital China. Ya

estaba agotado de viajar y cada vez la desesperación era más intensa. Quería

estar ya frente a su amada pero debía continuar viajando. Llegó a Pekín unos días

antes de la partida del avión, por lo que recorrió toda la ciudad conociéndola en

toda su extensión e intoxicándose varias veces con la comida local. Cuando llegó

la fecha de partida le informaron que por una tormenta de verano el viaje se

suspendía por tiempo indefinido.

Julián se encerró en su hotel ya cuando la desesperación se tornaba

incontrolable. Estuvo un largo rato golpeándose la cabeza contra las paredes de

su habitación hasta que encontró la calma y canalizó toda su desesperación

escribiendo la carta de amor más bonita que jamás había escrito. Pensó en

enviársela, pero si lo hacía quizás llegase antes él que la carta, por lo que decidió

entregársela personalmente. No salió de su habitación hasta que el 3 de agosto

cuando el conserje del hotel le informó que el avión partiría esa noche.

Luego de una escala en Corea del Sur, el avión aterrizó en Japón el 5 de

agosto por la tarde. Ni siquiera sabía dónde estaba. Bajó de la aeronave y fue

directamente a tomar un taxi, a cuyo conductor le entregó la carpeta en donde

figuraba, en japonés, la dirección de Delfina. El hombre se sorprendió y le habló

en japonés, Julián no comprendió ni una palabra. Entonces el taxista le hizo señas


de que el viaje era muy oneroso. El escritor le entregó un fajo de billetes y en

inglés preguntó si era suficiente. El taxista se emocionó al ver tanto dinero junto,

cargó la valija y partieron.

El taxista recorrió cuatro cuadras, frenó y le hizo señas para que bajara.

Entraron a un local y el taxista comenzó a hablar con un hombre que luego se

acerco a Julián y comenzó a explicarle en inglés que el lugar al que deseaba ir

distaba más de 1.500 kilómetros. Julián preguntó cuánto costaba y luego

acordaron salir al amanecer del día siguiente.

Partieron el lunes por la mañana. El coche era muy lento y había un intenso

tránsito. El chofer prefería no viajar de noche por la niebla, por tanto Julián aceptó

detenerse para descansar. Hacia el atardecer habían recorrido casi setecientos

kilómetros, casi la mitad del trayecto. Había esperado tanto que ya no le importaba

aguardar dos días más, por ese motivo acordaron hacer el resto del viaje en dos

tramos. Al siguiente día tuvieron que desviarse debido a que todo Japón estaba en

alerta. Los únicos rumores que tuvieron ellos fue que Estados Unidos había

atacado al Imperio. Julián pensaba para sí que la guerra lo amenazaba

dondequiera que fuese.

El martes viajaron otros setecientos kilómetros pero, a causa de desvío,

restaban aún casi trescientos kilómetros. Durmieron en un hotel bastante sucio,

pero era el único disponible. El miércoles por la mañana Julián volvió a llamar a

Delfina, para sorpresa de ella le dijo que iba a llegar en unas horas y cortó.

Delfina dejó caer el tubo del teléfono y caminó lentamente hacia su

habitación. En la cama dormía su esposo, se sentó a un costado y lo acarició

hasta despertarlo. Pensó en el sueño que había tenido unas noches atrás, en el
que un hombre que ella desconocía se le acercaba y le repetía varias veces al

oído en voz muy baja: «tu desprecio puede salvarlo».

No lograba descifrar el mensaje del sueño, pero pensó en quien amaba

verdaderamente. La respuesta no se demoró. Sabía que confundía admiración

con amor, eso le indicaba que amor era lo que sentía por el japonés… y

admiración lo que tenía hacia Julián. Luego volvió a recordar el sueño.

Su esposo le dio los buenos días y ella le respondió con un «No te amo». Él

quedó atónito como si le hubiese caído encima un baldazo de agua fría. Luego

discutieron, ella hablaba casi inconscientemente como si otra persona lo hiciera a

través de ella. Continuaron discutiendo por unos minutos hasta que Delfina le pidió

hasta el día siguiente para pensar. El le dijo que iba a salir a meditar a orillas del

océano, en el lugar donde él le había contado que descubrió su vacación y le

aconsejo que también meditara, que al día siguiente volvería a la ciudad y

volverían a hablar para definir

Por fin había podido descifrar el sueño. Cuando Julián llegara, ellos dos

pelearían por su amor y uno mataría al otro. Pero entonces se preguntó si el

desprecio era hacia su marido o hacia Julián. Pero para ese momento las cartas

ya estaban echadas, su esposo pegó un portazo y se marchó en su coche. Sin

saberlo, se cruzó con Julián en el camino de acceso a la ciudad.

Durante todo el viaje Julián leyó y releyó varias veces la carta que había

escrito, al punto que ya podía repetirla de memoria. Estaba ansioso porque Delfina

pose sus ojos sobre esas letras y se deleite nuevamente como aquella primera

vez en la plaza, cuando leyeron juntos su trágica novela.


Delfina salió a la calle pero su esposo ya había desaparecido. Se quedó

sentada en la vereda. El taxista se detuvo varias veces para consultar qué rumbo

debía tomar para encontrar la dirección indicada. Luego de dar varias vueltas y

perderse en varias ocasiones el taxista encontró la calle, avanzó por ella varias

cuadras y se detuvo en un semáforo. Miró a Julián.

—Es la próxima cuadra —dijo el taxista en inglés.

Julián se desesperó, miró hacia delante y vio a una muchacha sentada en

la vereda.

—¡Es ella! —dijo el escritor mientras se bajaba del coche.

Caminó con paso ligero. Delfina levantó su mirada y lo vio. Una lágrima

comenzó a caer sobre su mejilla, luego se levantó y caminó. Solo los separaba la

calle, pero los autos no cesaban de pasar. Ellos esperaron pacientemente, sin

despegar la mirada uno del otro. Julián apretó la carta que sostenía en su mano.

El corazón se le agitaba cada vez más, pasó el último coche y lentamente

comenzaron a avanzar. Ya a cinco metros de distancia cada uno escuchaba los

sonidos que emitía el corazón del otro. Un latir que aceleraba cada vez más su

ritmo y su volumen. Cuando ya estaban a un metro de distancia, ambos sonrieron

y desde atrás se vio una radiante luz que encandiló todo, pero que no logró que

los amantes apartaran su mirada el uno del otro.

Julián soltó la carta, que voló por los aires impulsada por una fuerza

desconocida. Los amantes desaparecieron. La carta cayó delante de un cartel que

daba la bienvenida a la ciudad de Nagasaki.


Todo debe considerarse dependiendo del punto de vista desde el que se lo mire.

Dualidad, una tragedia con final feliz.

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