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Confesiones de Un Gangster de B - Lluc Oliveras
Confesiones de Un Gangster de B - Lluc Oliveras
Confesiones de un
gangster de
Barcelona
www.edicionesb.com
ISBN: 978-84-666-4599-7
De mi experiencia en la cárcel,
obtuve una de las claves básicas para
sobrevivir ante cualquier situación
adversa. La mejor lección de estar entre
rejas es que las cosas aparentemente sin
importancia pueden ser de vital
importancia. Aprendes a valorarlo todo
al minuto.
En nuestra galería los funcionarios
brillaban por su ausencia, y los que nos
controlaban en un momento u otro eran
muy distintos entre ellos. Por ejemplo,
don Enrique Carrecero realizaba el
recuento de la noche y, cuando tocaba
permanecer en silencio, cogía un
colchón para acomodarse en el cuarto de
luces. Sin mayores problemas de
conciencia, nos pedía que lo avisásemos
a las ocho de la mañana para hacer un
nuevo recuento, y el tipo desconectaba
por completo. En cambio, otros
funcionarios hacían el recuento para
después irse a la cafetería a
emborracharse junto a sus colegas.
Tenían una fe ciega en los presos de la
sexta, y muchas veces nos encargaban a
mí y a otro cabo la vigilancia nocturna,
con la garantía de que no iba a suceder
nada del otro mundo. Simplemente nos
ordenaban avisarles de inmediato si
surgía algún problema.
De los habitantes, uno de los más
peligrosos era el conocido Rajapescuis.
Aquel tipo era uno de los presos más
desagradables con los que jamás me he
topado, de estatura infantil, alopecia
avanzada, notablemente desfigurado y
rebosante de maldad. Existían cientos de
leyendas en torno a su figura, pero la
más fiable decía que él y tres colegas se
habían dedicado a robar oro en varias
joyerías de Barcelona, almacenándolo
en una especie de gruta que habían
encontrado en la zona de Barón de Viver
hasta el día en que al tipo se le cruzaron
los cables y decidió rajar la yugular de
sus socios. Obviamente, su mayor
objetivo era quedarse con todos los
beneficios recaudados, pero tampoco le
vino mal la excusa de poder librarse de
futuros problemas.
Sin embargo, lo pillaron con las
manos en la masa el día en que decidió
seguir atracando por su cuenta.
Rajapescuis acabó ingresando en la
Modelo acusado de un porrón de causas,
incluidos varios asesinatos a sangre fría.
Y él era quien se llevaba la palma en las
partidas ilegales de naipes. En una
ocasión, por típicos motivos que solían
producirse en esas reuniones
clandestinas, los ánimos se habían
caldeado de lo lindo, acusándose los
jugadores de hacer trampas. En pleno
bullicio, y sin saber por dónde le venía,
Rajapescuis recibió el empujón de uno
de sus oponentes con el único objetivo
de amedrentarlo. Cuando las aguas
parecían volver a su cauce, éste se
aproximó por la espalda a su oponente
para encañonarle a la altura de la nunca
y soltarle un fogonazo a traición. Por la
velocidad de salida, el proyectil lo mató
al instante.
Rajapescuis era uno de aquellos
asesinos hoscos y sin clemencia,
castigado por un rostro lleno de
cicatrices. Poco después de aquel ajuste
de cuentas, los picoletos averiguaron
que deambulaba por las proximidades
de Barcelona, siempre armado y
dispuesto a librarse de cualquier estorbo
que se cruzase en su camino. Ansiosos
por darle su merecido, peinaron las
poblaciones más cercanas hasta
localizarle a unos cincuenta kilómetros
de Barcelona, justo cuando abandonaba
una conocida cafetería. Y aunque
llevaba en el cinto un par de
automáticas, con las prisas fue incapaz
de desenfundarlas y repeler la agresión
policial. Después de un forcejeo con sus
partes, la bofia consiguió reducirle.
De todas formas, Rajapescuis era
uno de esos tipos con la suerte de cara, y
prueba de ello fue que llegué a
presenciar dos o tres situaciones de las
que jamás pensé que un hombre pudiera
salir airoso. Supongo que aquel preso
era la hierba más podrida de toda la
penitenciaría, y por lo tanto jamás la
palmaba.
Aquel perla, desconozco si por
maricón o por excesivamente fogoso,
solía hacerse acompañar por los efebos
que iba reclutando por todo el talego.
Una práctica viciosa que le llevó a
construirse una auténtica cama de
matrimonio con que garantizarse el
placer nocturno. Sencillamente se las
ingenió para soldar dos somiers entre sí,
y conseguir uno de los mejores
picaderos de todo el talego.
Meses más tarde, se acabó juntando
con un jovencito de la primera galería al
que convenció a base de amedentrarlo.
Por fin, Rajapescuis había encontrado un
culo estable. Todo un alivio para los
muchos presos que en algún momento
habían temido por sus vidas y las
embestidas por la espalda.
Otro de los presos más destacados
de la galería era Muñiz. Se trataba de un
ex cabo primero de la policía nacional
que había ingresado en la Modelo
acusado de prestar su arma a varios
delincuentes que habían perpetrado
atracos por la zona del Vallés.
Lógicamente, él les alquilaba la fusca a
cambio de una parte proporcional del
botín conseguido, y por ello acabó
asediado por el peso de la ley. A los
pocos meses de ingresar en prisión, le
asignaron un cargo de confianza como
responsable del taller de floricultura de
la cárcel, y todo le fue de perlas hasta
que cuatro años más tarde estafó a la
dirección llenándose los bolsillos. En
aquel desfalco también participaron
algunos funcionarios del centro, y
cuando Muñiz fue apartado de su cargo,
decidió llevarse a varios por delante. El
fraude estaba relacionado con el pago
de las nóminas de los reclusos que
trabajaban en el taller, además de otros
pagos internos. La cantidad desfalcada
fue sustanciosa, dado que cada año
aquel taller facturaba una cantidad
superior a los doce millones de pesetas.
En consecuencia, Muñiz estuvo viviendo
de puta madre durante el largo tiempo de
su estancia.
Los presos de confianza eran los
responsables de la administración
económica de cada uno de los talleres, y
aunque las cuentas debían ser
supervisadas por los jichos para evitar
movimientos extraños, el ex policía
nacional aceptó entrar en un negocio
fraudulento que acabó siendo rentable
para más de uno.
Muñiz era conocido en todo el
talego por ser uno de los internos más
bujarras del lugar y por tener la celda
más afeminada de toda la galería. De
hecho, tal como entrabas en sus
aposentos, descubrías que se había
construido una especie de cocinita con
el método más utilizado dentro de la
prisión. Como los de la sexta teníamos
acceso a más bienes que el resto de los
presos, solíamos valernos de un ladrillo
abierto por la mitad, con el hueco
cóncavo hacia arriba, para situarle una
resistencia estirada a lo largo y
conectarlo con un cable a alguna de las
tomas de corriente que teníamos a
nuestra disposición. Aquel invento nos
servía de cocina eléctrica y de estufa
improvisada cuando el frío nos roía
hasta el calcio de los huesos.
El tal Muñiz vivía solo en su celda
y, aparte de gozar de una cocinita con
sus cacharros, había desplazado su cama
hacia la parte superior del habitáculo
para disponer de mayor espacio. Pero lo
que realmente le hacía destacar era su
obsesión por cubrir el catre con una
delicada colcha de punto de cruz que él
mismo se había ido confeccionando en
horas muertas.
Se ganaba la vida limpiando la ropa
de los demás a cambio de un tanto
acordado, y como se trataba de una
auténtica ama de casa, lo habitual era
verlo en el viejo pilón del patio lavando
delicadamente las prendas a mano. Lo
hacía con tal maestría que todos
confiábamos en él para que adecentase
nuestras prendas más delicadas. Tenía la
mano rota para ese tipo de labores, y
reconozco que ni siquiera a mi madre le
quedaban tan bien. Con el fruto de su
esfuerzo, se ganaba unos cuantiosos
jornales que reinvertía hasta en el último
puto de la cárcel. Podría decirse que,
cuando no trabajaba en el pilón, otros se
amorraban al suyo.
Pese a currar por las mañanas, se
sacaba unas treinta mil pesetas
semanales, que canjeaba por heroína y
reinvertía en convencer a todos los
yonquis de la primera de que un pico
bien valía un polvo con el distribuidor.
Gracias a su constancia, se diseñó
una celda tan original como extravagante
y maricona. Y aprovechando que
también trabajaba unas horas en la
ebanistería de la cárcel, se acabó
fabricando a medida el contorno de las
paredes. Para ello utilizó unas láminas
de madera de tonalidad clara, con las
que cubrió la mitad de la pared hacia el
suelo, y para completar el conjunto,
elaboró unos asientos enmoquetados y
perfectamente acolchados que sujetó
contra la pared para formar un banco
parecido a los que solían verse en los
burdeles de lujo. Dado que para él los
detalles eran vitales y nada debía quedar
en el aire, remató la distribución con una
pequeña mesita de centro sobre la que
solía reposar sus delicados pies.
Doy fe de que se trataba de un tipo
de lo más peculiar, y prueba de ello fue
el día en que, estando en su celda, me
comentó que él no era una madraza, sino
un bujarra auténtico de los que daban
sin miedo y no se dejaba dar. Aquello
me dejó de una pieza. En diversas
ocasiones había presenciado cómo
entraban en su celda algunos de los tipos
duros del lugar, sin dudar que era él
quien recibía con toda dignidad. Pero en
la Modelo las apariencias solían
engañar hasta puntos insospechados, y
los que a veces parecían muy duros
resultaban ser más delicados que una
margarita.
Con el tiempo, Muñiz consiguió un
novio oficial y dejó de tirar de la
billetera para satisfacer su excesivo
pendoneo. Su pretendiente fue uno de los
conocidos miembros de la banda del
Torete, y juntos llegaron a ser una pareja
envidiable. Curiosamente, por aquellas
galerías pasaron muchos de los que en
su momento habían protagonizado las
conocidas películas de José Antonio de
la Loma y, pese a tener todas las
oportunidades del mundo para no recaer
en la delincuencia, acabaron
dilapidando su efímero prestigio.
Con De la Rosa Díez congenié hasta
el punto de hacerle ciertos favores a
cambio de pequeñas comisiones. Casi
cada noche solían lanzarle por el patio
cajas de zapatos repletas de kilos de
hachís. Y como yo era uno de los cabos
del lugar y uno de los pocos en los que
confiaba, solía encargarme de que aquel
tipo de paquetes aéreos llegasen a su
destino. Gracias a las ventajas de mi
cargo, disponía de las llaves que abrían
las dos puertas de acceso al patio, y a
las cuatro de la madrugada nuestra
oficina postal se ponía en marcha.
Normalmente, ninguno de los guardias
civiles que realizaban la rutinaria
vigilancia nocturna tenía en cuenta que a
aquellas intempestivas horas de la noche
se iniciara un rentable negocio de
contrabando, pero cuando nos dimos
cuenta de que en la oscuridad
disponíamos de más opciones de éxito,
el volumen de envíos empezó a
aumentar.
Desde un punto de vista carcelario,
las normas nos obligaban a estar
encerrados en nuestras celdas después
del recuento, pero gracias a que yo
disponía de las llaves, las salidas al
patio y las celdas que hacían la función
de timbas se convirtieron en algo tan
rentable como arriesgado.
Para recoger los paquetes tenía que
obrar con extremada precaución. Era
complicado porque tenía que estar en el
punto de recogida a la hora acordada.
Otra opción era contar con la ayuda de
mis compañeros, el Púas y el Tailandés,
para que desde la ventana de nuestra
celda le hicieran una señal al mensajero
con una rudimentaria linterna. El
silencio era tan extremo que cuando el
paquete impactaba contra el suelo se
producía un latigazo sonoro capaz de
levantar a un muerto. La clave consistía
en esperar unos segundos para que los
guardias civiles de las garitas asumieran
que no había sucedido nada y se dieran
media vuelta. Lo esencial era fijarse en
los picoletos de la caseta. Si éstos no se
mosqueaban, sólo tenías que recoger el
correo lo más rápido posible,
procurando que las malditas ratas no te
devoraran a mordiscos. Obviamente, no
podía contar con la ayuda de la brigada
antifugas para ese tipo de chanchullos,
pero con un par de narices lo solucioné
cubriéndome las piernas con todo tipo
de ropa para abrirme paso entre un
amasijo de pelo, vísceras y afiladas
piezas dentales.
Me tomaba tantas molestias para
llevarme una tercera parte de lo que
entregaba a su destinatario. Ése era el
trato, y a todos dejaba satisfecho.
Además, para ser un buen cabo era
imprescindible ser un tipo con recursos.
Por un lado los jichos tenían que confiar
en ti, y por otro interesaba que los
reclusos tuvieran claro que eras un tipo
legal. Y en esa doble faceta residía el
secreto de mi éxito.
En la Modelo, cada minuto sucedía
algo digno de ser contado. De hecho,
por aquellos días nos llegó una
sorprendente noticia sobre un perla que
se había conseguido fugar
intercambiándose por su hermano. Por
lo visto, éste le había ido a visitar junto
a su esposa y un hijo de tres años. Al
primer despiste de los boqueras, el
preso y su hermano aprovecharon la
oportunidad para dar el cambiazo, tal
como habían acordado unos días antes.
Disponían de un plan tremendamente
descabellado pero a su vez bien trazado,
y para ejecutarlo ambos se habían
vestido de la misma forma, y hasta se
habían dejado la misma barba.
Enseguida el hermano que no
cumplía pena le entregó su DNI al preso,
y cuando finalizó la visita, éste
consiguió salir del centro penitenciario
como si fuera un visitante. Transcurridas
varias horas, el hermano que se había
quedado internado explicó a los
boqueras la pirula y, pese a que se creía
más listo que el hambre, el tiro le salió
por la culata.
El muy bobo pensó que no iban a
poder retenerle por no estar juzgado por
la ley, pero la institución lo puso
inmediatamente a disposición de la
Brigada de Investigación Judicial, que
tras las oportunas diligencias no dudó en
tramitar su caso al juzgado de turno. El
muy pringado acabó pasando una larga
temporada entre rejas, mientras
esperaba a su hermano.
48 Un año en el
talego
En mi primera estancia en la
Modelo, pude trabajar en
comunicaciones gracias a un funcionario
llamado Raimon Orachea con el que mi
hermano y yo habíamos compartido aula
en el mismo colegio. Un tipo que, desde
entonces, había ido prosperando por su
buen hacer y que ahora disponía de un
rango y un estatus mucho mayor, siendo
el responsable de la puerta de Talleres.
Para poder acceder a aquella zona
del talego, era obligatorio superar el
típico arco detector de metales para
evitar que metieras y sacaras ningún tipo
de hierro con el que agredir a otro preso
o jicho. Y desde luego, si conseguías
traspasarlo escondiendo algún pincho,
tenías vía libre para afilarlo en el
interior con la ayuda de diversas
máquinas, entre las que se incluían
efectivas pulidoras de metal. Puedo dar
fe de que entrar y salir de Talleres era
una tarea francamente compleja, a no ser
que tuvieras contacto con alguien
capacitado para saltarse las normas de
control establecidas y, por los motivos
ya contados, yo gozaba de dicho
privilegio.
Así que, con cierta dosis de picardía
y basándome en el ancestral arte de la
distracción, solía entrar con cuatro o
cinco pinchos sin afilar, eludiendo el
detector de forma sencilla. Me dirigía
directamente al búnker junto al arco
detector, y empezaba a charlar
desenfadadamente con Raimon para
marear la perdiz y conseguir entrar sin
tener que cumplir con las exigencias del
centro.
Lógicamente, los demás presos no
solían tratar directamente con los
boqueras, por lo sencillo y peligroso
que resultaba tener problemas con ellos.
Gracias a mi artimaña, eran muchos los
que me encargaban sus hierros para que
les hiciera la puesta a punto.
La entrada y salida resultaban
bastante sencillas. Siempre procuraba
pasar un buen rato con las máquinas
para no levantar sospechas, y al
abandonar los talleres volvía a charlar
con el boqueras para despitarle de sus
obligaciones. Un truco de ilusionismo
básico, ejecutado con gran maestría por
mi parte, dado que jamás me pillaron de
marrón.
Pese a mi dedicación como afilador
profesional del maco, más que vender
los pinchos afilados, procuraba hacer
favores a otros presos basándome en la
idea de cobrármelo si en un futuro lo
necesitaba.
A los pocos días se unió a nuestro
grupo el Nórdico, al que todos llamaban
así por sus raíces del Este de Europa.
Por lo visto, había ingresado en la
Modelo por atracar a un joyero. Algo
habitual si no fuera porque se embolsó
unos quince millones en joyas al dar el
palo en un aparcamiento que la empresa
Sabba tenía en Rambla Cataluña. Decían
que el pobre corredor de joyería había
sido sorprendido por el Nórdico tras
abandonar una joyería en la que había
intentado colocar parte de su muestrario,
y se disponía a subir a su vehículo
personal.
El Nórdico y su compinche
obligaron al hombre a dirigirse a una
zona discreta, donde decidieron
encerrarle en el maletero del buga para
hacerse con el control del mismo y
conducirlo a placer por Barcelona. Eso
sí, antes de abandonar a su suerte al
pobre desgraciado, los dos atracadores
se apoderaron del muestrario del joyero
para largarse con la seguridad de que el
coche estaba ubicado en una zona donde
no pasaba ni un alma. Una hora más
tarde, un tipo que paseaba con su perro
escuchó unos golpes que procedían del
maletero. Así que, sin perder tiempo,
alertó a la bofia para desvelar un
misterio que clamaba el cielo. Cuando
los maderos llegaron al rescate y
forzaron la cerradura del maletero, se
encontraron con un individuo de sesenta
y dos años sudado como un pollo y con
una crisis nerviosa. Al cabo de dos días,
daban caza a los atracadores.
En la nueva celda vivíamos cuatro
presos y, a pesar de que esa planta
estaba bastante masificada, en el
segundo piso residíamos los que
teníamos mayor influencia y capacidad
de desarrollo interno. Algo que para los
jichos no pasaba desapercibido, dado
que muchos de ellos no eran tan
gilipollas como parecían. Tenían
clarísimo que los presos del segundo
piso éramos los reyes del trapicheo y,
por lógica, siempre estábamos en el
punto de mira.
De todas formas, para un drogadicto
de mi calaña las cosas no siempre
resultan sencillas. Chutarse en el talego
podía convertirse en toda una odisea, y
al tratarse de una práctica ilegal y
masificada, el riesgo era continuo. Quizá
por ello cada uno se las apañaba como
mejor podía, aunque una de las normas
básicas de todo recluso drogata era
personalizar sus jeringuillas
hipodérmicas, recortándolas justo por la
parte del émbolo, para quedarse con el
mínimo trozo de plástico con que aspirar
la sustancia. Y es que cuanto más
minúsculas eran las chutas, más fácil
resultaba llevarlas escondidas en
cualquier parte del cuerpo. Se trataba de
prácticas sólo usadas por los adictos de
tomo y lomo, aunque en los años ochenta
el noventa por ciento de los presos de la
Modelo eran yonquis por decisión
propia.
Los más temerarios de todo el talego
solíamos llevar las chutas encima, pero
el resto las escondían por temor a que
les pillasen con ellas. Debe tenerse en
cuenta que, en ese caso, la pena
aumentaba considerablemente.
En aquellos años, para pincharte con
ciertas garantías, lo primero era
localizar al tipo que tuviera la heroína
más aceptable del mercado carcelario,
dado que a la mínima solían venderte
gato por liebre. Como mucho, en una
misma galería podías encontrarte con
dos o tres traficantes. Un conflicto
hubiera sido tan peligroso como nefasto
para todos aquellos que esperábamos
con ansia ser abastecidos.
Además, traficar con drogas era una
labor relativamente sencilla, dado que
los boqueras tan sólo se preocupaban de
controlar y apaciguar los conflictos más
violentos, sin importarles nada más.
Supongo que preferían comportarse
como si estuvieran ciegos, haciendo la
vista gorda y tolerando un libre mercado
de estupefacientes que a todos
contentaba.
En la cuarta galería residía uno de
los narcotraficantes más importantes y
poderosos de toda la Modelo, el Santo
Barón. Se trataba de uno de esos
delincuentes que rompía todos los
moldes. En su historial se listaban mil y
una perversidades. De entre todas sus
vilezas destacaban la de atracar con
gran categoría, organizar grupos que
acataban sus órdenes con los ojos
cerrados y la de enriquecerse con el
narcotráfico más rentable.
Al parecer, con una de sus bandas
más operativas se dedicó durante
bastante tiempo a fabricar cajas cuyas
paredes eran una mezcla de metacrilato
y pasta de coca. Un compuesto que, al
ser refinado en un laboratorio ubicado
en las cercanías de Barcelona, se
convertía en material listo para
integrarse en el mercado más exigente. Y
con aquel ingenioso método consiguió
zafarse del control de los estupas y de
los chuchos especialmente adiestrados.
Es decir, los pobres jamás tuvieron ni la
más remota idea de que la droga se
transportaba en el soporte en sí, y no en
la mercancía. De hecho, para despistar
aún más a los medios policiales, los
miembros de su banda solían viajar
cargados con muñecas, cerámicas y
otros souvenirs que jamás escondían
nada. Un cebo cojonudo, porque los
maderos solían quedarse con cara de
boniato.
Pero las reglas universales de la
casualidad dicen que todo trapicheo
acaba teniendo un final, y la bofia acabó
enterándose de que el grupo había
contratado a un químico especializado
en transformar la pasta de coca en droga
de gran pureza. Así que, estirando de la
cuerda, llegó a dar con el Santo Barón
como cabeza pensante.
Las cosas se le habían puesto feas, y
cuando se vio acorralado, decidió
desmantelar toda la infraestructura
creada para dedicarse a otros asuntos
turbios.
De modo que, una mañana, al cabo
de dos semanas, aquel perla y uno de sus
hombres más fieles se dispusieron a
abordar al director de una sucursal
bancaria cuando salía de su domicilio en
dirección al trabajo. La mano derecha
del narcotraficante empuñó el arma que
llevaba en un bolsillo y obligó al
director a subir de nuevo a su domicilio,
después de darle sarcásticamente los
buenos días.
Una vez en el interior, el atracador
retuvo por la fuerza a la esposa del
pringado y a sus tres hijos, hasta que
hizo acto de presencia el Santo Barón
con el rostro cubierto, y armado con un
revólver del 38. Sin perder tiempo, y
mientras su compinche se quedaba
vigilando a los familiares, el líder
obligó al director a montar en su coche
para dirigirse a la sucursal bancaria. Sin
embargo, una vez allí fue incapaz de
conseguir ningún botín específico,
puesto que la caja carecía de fondos.
Mosqueado por su mala suerte, se
obcecó en obligar al rehén a que fueran
a otra sucursal de la misma entidad, y lo
cierto es que el chantaje le salió a pedir
de boca, dado que pudo pillar unos tres
millones de pesetas.
Seguidamente, el Santo Barón
decidió repetir la misma acción en
diferentes sucursales, hasta que se dio
por satisfecho al recaudar alrededor de
unos doce millones de pesetas. Con tal
cantidad disponía del capital suficiente
para continuar con su negocio de
narcotráfico, y decidió abandonar a su
rehén no sin antes advertirle de que si
los denunciaba volvería a irrumpir en
escena para matar a toda su familia en su
presencia.
Cinco minutos más tarde, el
cómplice que estaba en casa del director
recibió la llamada de su jefe, para que
abandonase a los rehenes en el lugar de
los hechos. Y aunque lograron salir
impunes de aquella acción, unas
semanas más tarde, la policía irrumpió
en el local donde la banda del Santo
Barón camuflaba la cocaína, para
meterlos de patitas en el agujero.
De hecho, llevaban varias semanas
controlando al cocinero que habían
traído desde Colombia y que se
encargaba de esconder la nueva
mercancía en las cajas de metacrilato.
Sin duda, un error garrafal para alguien
con tanta experiencia acumulada.
Aquel tipo poseía tal poder en aquel
estercolero que, cuando los funcionarios
pretendían cachearle o buscarle las
cosquillas, transcurrida una semana del
sufrido control, conseguía putear a la
dirección del centro, suministrando
gratuitamente droga a toda la galería.
Una forma muy hábil de tener a todo el
mundo colocado y férreamente dispuesto
a cometer cualquier locura para
satisfacerle. Y es que debe tenerse en
cuenta que, con unas diez mil pesetas, el
Santo Barón era capaz de poner de
vuelta y media a la gran masa social de
adictos que residía en la Modelo.
Entre otras muchas cosas destacaba
su perfil de cuarentón descuidado y
ataviado con bata de franela y
calzoncillos de finísima seda. Además
de una melena larga, de pelo lacio y
grasiento, tenía la costumbre de no
abandonar jamás sus aposentos si no se
trataba de un caso de vida o muerte que
requiriera su inestimable intervención.
Aquel tipo tenía la llave de aquel fortín
y, para cubrir sus necesidades diarias,
disponía de un par de presos que
acataban sus órdenes a rajatabla y no se
apartaban de su lado.
En su celda de la cuarta galería,
podía encontrarse desde Coca-Cola, a
tabaco y un sinfín de conservas que
podías llevarte al saco si te presentabas
con el cash necesario. El Santo Barón se
pasaba el día tumbado en un cómodo
catre y alternaba las siestas con un
fluido folleteo. Preso al que le echaba el
ojo, preso que se acababa pasando por
la piedra. Eso sí, para defenderse de las
malas lenguas, poseía un hacha
rudimentaria de la que jamás se
separaba por si tenía que abrir en canal
a algún cantamañanas.
Aquel destacado narcotraficante
vivía en el primer piso de la galería y
justo en la parte del medio, que era la
mejor ubicación para que todos los
presentes pudieran dar con él lo más
rápido posible, y desde cualquier parte
de la galería.
En el maco, el respeto podía ganarse
de dos formas: o bien con dinero
contante y sonante, o mostrándote lo más
bravo posible a ojos de los demás.
Aquello no suponía ningún hándicap
para un tipo como el Santo Barón, que
iba sobradísimo de ambas, aparte de ser
un auténtico experto en las fluctuaciones
de la oferta y la demanda talegueras.
Mi relación con él iba más allá por
la extraña forma que yo tenía de pagarle.
Por una pura ley de encarecimiento
desmesurado, comprar dentro del mismo
talego representaba pulirte casi todo lo
que te entraban por peculio, y todos
necesitábamos disponer de un mínimo
para comprar comida y otros bienes
básicos como el tabaco o el café. Un
narcotraficante como él no tenía ningún
interés en acumular cash dentro del
maco, porque se encontraba con
verdaderos problemas a la hora de darle
salida. Nuestro acuerdo funcionaba de
una forma casi rutinaria. Normalmente,
iba a verle con el objetivo de pedirle
veinte gramos de hachís y tres de
heroína. Con aquella petición pasaba a
deberle unas doscientas treinta mil
pesetas según los precios de mercado
del talego, y para cubrir la deuda
contraída, me comprometía a pagarle el
importe en dos talones. A continuación,
le pedía a mi hermano que cuando
coincidiera con su mujer en la zona de
comunicaciones le diera el dinero que le
debía, y así el Santo Barón acababa
recibiendo el pago por fuera, y de mutuo
acuerdo. Y como se trataba de una
eminencia en el arte de la sutil extorsión
a los pobres adictos, solía sangrarnos
hasta las entrañas.
Tal era la riqueza que llegaba a
generar en el trullo, que en más de una
ocasión le vi tranquilamente reposado
sobre su catre mientras firmaba las
escrituras de pisos que su mujer le había
pasado, o bien cambiaba de nombre los
papeles de ciertos coches que habían
pertenecido a otros presos.
Sencillamente, se dedicaba a engrosar
los bienes de su propiedad a costa de la
desgracia ajena. Decían que el Santo
Barón recaudaba semanalmente unas
setecientas mil pesetas libres de
cualquier gravamen tributario, y como su
mujer disponía de plenos poderes por
ser la extensión de sus manos y sus ojos
en el exterior, formaban un tándem
demoledor.
Por regla general, el Santo Barón
enviaba a su mujer al domicilio paterno
del tipo que se había endeudado con él
para reclamarles a los padres lo que era
suyo por el imperativo de los suburbios.
Bajo la amenaza de que, si no cubrían la
deuda, su vástago iba a palmarla entre
rejas de la forma más dolorosa posible,
las pobres víctimas no tenían otro
remedio que salvarle el culo a su
descendiente claudicando contra su
voluntad. En su caso la desgracia era
doble: tenían a un hijo entre rejas y
perdían hasta la camisa para salvarle el
pellejo. Evidentemente, no tenían ni la
más remota idea de que, si su hijo le
debía al Santo Barón diez gramos de
heroína, aquella manteca podía
comprarse en la calle a un valor muy
inferior al del talego. En las calles de
Barcelona, cien gramos de jaco podían
llegar a los dos millones de pesetas,
mientras que la misma cantidad en el
maco podía alcanzar los quince
millones.
Lo cierto es que los reclusos que le
dábamos al jaco nos creíamos los
mejores de toda la cárcel. Bajo nuestro
distorsionado punto de vista, el tipo que
no tomaba heroína era idiota por el
simple hecho de no estar disfrutando de
una de las mejores experiencias
mentales que uno podía alcanzar en el
mundo terrenal. Y a los presos que no
consumían activamente, se les apretaba
y maltrataba psicológicamente con la
idea de que soltasen toda la guita
posible o bien realizasen servicios
extraoficiales para estar a la altura de
los más poderosos.
Ese tipo de servidumbre forzosa
acontecía en galerías como la cuarta,
dado que si en la tercera vivían unos
setecientos presos y consumían menos
de la mitad, la perspectiva cambiaba
notablemente decantándose hacia el lado
de los no adictos. Al igual que en las
sociedades convencionales, en un lugar
tan dispar como la Modelo existían mil
formas de hacer y de decir las cosas,
según la galería donde te encontrases y
las compañías con las que decidieras
juntarte.
Si por ejemplo en una galería se
contabilizaban trescientos cuarenta
presos, unos trescientos solían ser
yonquis. Los que mantenían una buena
relación con su familia pasaban a
convertirse en sus camellos
personalizados, quienes les entraban
droga a través del vis a vis. Y aunque
parezca una cuestión sencilla, el simple
hecho de entrar manteca se regía por
ciertas normas. El preso que introducía
droga por cuenta de otro tenía derecho a
llevarse un treinta por ciento del valor
total de lo que se había introducido, y
gran parte de los estupefacientes que se
entraban en la trena lo hacían mediante
aquel sistema de delegación ajena. De
todas formas, el material que los
familiares conseguían entrar por el vis a
vis no llegaba a cubrir las necesidades
más inmediatas, y cuando uno estaba
desesperado era capaz de cometer
acciones que iba a lamentar en un futuro
no muy lejano.
El eje central sobre el que basculaba
la vida de un adicto consistía en siempre
tener algo que meterse por la canerfa.
Cuando te enterabas de que los tuyos
iban a entrarte cierta cantidad de
material en el siguiente vis a vis, solías
perder el culo para pedir por adelantado
parte de esa cantidad a cualquiera de los
traficantes de tu galería. Los problemas
aparecían cuando eras incapaz de
responder a tu compromiso y empezabas
a engrosar una deuda que costaba
horrores de saldar. Eso sí, sólo existían
un par de formas de devolver lo que no
era tuyo y quedar en paz con todos. O
pagabas lo pactado, o perdías el pellejo
en cualquier esquina maloliente del
maco.
Por otro lado, si los camellos que te
fiaban el material sin que les pagases al
momento no te obligaban a dejar una
prenda a modo de garantía, significaba
que confiaban en ti. En caso contrario,
solían hacer la vista gorda siempre que
les ofrecieras piezas de oro y relojes de
valor. Así, solías toparte a diario con
algún que otro abrazado que lucía una
cadena de oro con más de veinte anillos
colgados de la misma, o varios relojes
reposando en su muñeca. Aquél era sin
duda el exitoso narcotraficante de la
semana, aunque con toda probabilidad,
al cabo de unos días ibas a cruzarte con
el mismo hombre, pero esta vez con
cuatro míseros anillos y buscándose la
vida como el resto.
Otra de las prácticas más habituales
para introducir la manteca en el talego
se basaba en que tus colegas del exterior
te visitaran en horario nocturno para
que, cuando recibieran tu señal, te
lanzasen cubitos de hielo que contenían
papelinas de caballo o coca.
En ese caso, el hielo solía quedarse
atrapado entre las rejas de contención, y
por la mañana te dedicabas a pasear por
el patio y por la zona donde estaba el
cubito. El objetivo era ir ocultando las
gotas de agua o el charco formado por el
deshielo para evitar que los jichos
descubrieran el pastel. Por lógica, los
meses de calor eran los más indicados
para invertir los máximos esfuerzos en
aquel estrafalario sistema.
67 Trifulca entre
bandas
abrazado preso
alfiler punzón
apiolar matar
arate sangre
bailar robar
basca amigo
bisnes negocio
bola libertad
bolo dado
buga coche
bujarra maricón activo en la cárcel
bul culo
burle juego
burrear timar
burro heroína
cacharra pistola
cala peseta
calorro gitano
canerfa vena
chabolo celda
chacho gitano
checa raya
chicha bebida hecha de frutas que
los presos elaboraban
para obtener alcohol
chirlar robar
chirlero navajero
chota chivato
chuflas pastillas
churi navaja
chusquel chivato
cigüeña traficante
clencha raya
coloqueta detención
compi amigo
desparramar atracar
farla cocaína
farlopa cocaína
ficha un perla
filfar estafar
fleje pico
fusca pistola o escopeta de cañones
recortados
garimba cerveza
grifa marihuana
grillera furgón policial
guindar robar
ir empalmado ir armado
janró cuchillo
lío pincho
loca travesti
lumi prostituta
maco cárcel
mamona chivato
manteca material / droga
mariscar robar
mui boca
palo atraco
pinchonazo navajazo
piri comida
potro heroína
pulseras esposas
pusca pistola
pusco revólver
pusquero atracador
queo casa
rilado cobarde
rulas pastillas
saco cárcel
sirla navaja
tate hachís
tema droga
viruta dinero
zumbar atracar