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Líneas de cambio

Antología de fantasía heroica


hispanoamericana

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Copyright © 2019 Editorial Solaris de Uruguay

Todos los derechos reservados.


DEDICATORIA

A los maestros de la fantasía. Con sus letras y arte nos llevaron a


vislumbrar otros mundos.
CONTENIDO

La columna de editor. N.º pág.3

1 Las leyendas de Extur — Víctor Grippoli N.º pág. 7

2 Al otro lado — Israel Montalvo N.º pág. 55

3 Ofelia y el cazador — Jesús Guerra Medina N.º pág. 75

4 La canción del colmillo y la garra — Jorge Rubén del Río N.º pág. 135

5 Fuego negro — Lobo Fantasma N.º pág. 171

6 El ciclo del dragón — Poldark Mego N.º pág. 199

7 La rosa equívoca — Juan Pablo Goñi Capurro N.º pág. 243

8 Crónicas de Piedra Mágica — Patricia Olivera N.º pág. 297


AGRADECIMIENTOS

A todos los que enviaron sus textos e ilustraciones. Sin ustedes esto no sería
posible.

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La columna del editor
El proyecto de Editorial Solaris nace para llenar ese hueco que
encontrábamos aquí en Uruguay. Contadas con los dedos las
publicaciones de Ciencia Ficción en nuestras tierras, ni hablar las
de fantasía y terror… Como ya muchos saben, editamos dos
números de la Revista Líneas de Cambio, en formato digital y en
papel para que todos puedan adquirirla. Hay descarga gratuita de la
misma así como de nuestra primera antología que fue sobre la
ciencia ficción latinoamericana y en la cual participaron escritores
de diversos países. También estuvo presente en digital como en
físico y ha servido de puente a muchos escritores. También a
nosotros mismos, ya que estuvimos presentes con ella y con otros
de nuestros productos en la Feria del libro de San José en 2018.
Ahora era el turno de algo que hace mucho tiempo quería llevar a
cabo. Una antología hispanoamericana de fantasía heroica. No fue
fácil. Es un sub género de nicho, más en nuestras tierras del
hemisferio sur. Solo en los últimos años ha tenido un
resurgimiento gracias a series norteamericanas y publicaciones de
escritores anglosajones a nuestra lengua.
Desde Tolkien, a Smith, pasando por Moorcock y Robert E.
Howard. Podríamos pasar días enumerando maestros de la
literatura que han tomado la espada y brujería para que nos
adentremos en fantásticos ambientes tanto de lejanos futuros como
de fabulosos pasados.
En el caso que nos compete quería una selección de relatos
largos, el cuento corto y las micro ficciones están muy presentes en
las convocatorias actuales. Bueno, entonces iremos con
producciones mucho más extensas para diferenciarnos en esta
ocasión y permitir un desarrollo profundo, elaborado. Creo que el
producto que tienen en su manos cumple las expectativas y es un
mojón a tener en cuenta en el camino literario independiente. Una
antología hispanoamericana de estilos diversos y que plantea
resoluciones, tramas, personajes y situaciones novedosas. Explorar
estas páginas para muchos será un deleite.
También se incluyeron ilustraciones. Muchas veces debemos
haber escuchado que el libro “serio” no debe tener dibujos, por
decirlo en una jerga popular. Algo que no tiene sentido alguno,

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pero se daba una particularidad al trabajar con este género. La
fantasía literaria siempre estuvo muy vinculada al arte plástico.
Alan Lee por ejemplo ilustró El Señor de los Anillos y
previamente a los films fue nuestro pasaje onírico a la Tierra
Media. Es un mero ejemplo de muchos, el libro de fantasía convive
con la ilustración. Y esta inspira… como ha pasado con la tapa de
este libro, en el proceso mismo de su creación dio las bases de
algunos personajes del relato con el que participo, fue lo que
disparó la inspiración, una de las piedras fundamentales que a
veces funcionan como disparadores. No quería una clásica
representación en todo el volumen, la tapa carece de medios
digitales, es a tintas y acuarelas. Luego hay ilustraciones clásicas
que van a ideas arquetipales del género pero también otras que
manejan estilos diferentes y no tan realistas. Lamentablemente nos
estamos acostumbrando a estilos demasiado estandarizados en los
artes de tapas o de imágenes internas. Aquí tratamos de salirnos de
lo establecido y hasta de alguna forma volver a una forma de
dibujo con un toque “pulp retro”. Ahora los dejo recorrer estos
universos lejanos. Sin duda será un viaje del que no se van a
arrepentir. Que se desplieguen las velas. Este barco tiene muchas
leguas que recorrer.

Víctor Grippoli.

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Las leyendas de Extur – El despertar.

Víctor Grippoli

Las imágenes eran difusas, el caos, las piedras desde el cielo


cayendo seguidas por columnas de humo, todo se llenaba del rojo
de la sangre, las calles, las paredes… los miembros también llovían
luego de cada explosión. Las torres orgullosas se despedazaban
ante los proyectiles, los cristales tan fabulosamente trabajados se
desplomaban como las lágrimas del rostro de una muchacha
abandonada.

Algunos dicen que esa batalla decidió el destino del hombre.


Las Líneas de Cambio, las cuales recorren el Multiverso y sus
múltiples posibilidades así me lo han narrado. Cuando la noche
más oscura cayó sobre nuestro mundo, en aquel templo pétreo se
cerraron los celestes ojos tan semejantes a los hielos árticos que
poseía el fabuloso guerrero llamado Extur.

Esta es la leyenda de su nuevo origen, de su pasión, de su


sufrimiento y su venganza. Es la historia de las callosas y viriles
manos que empuñaron la gloriosa espada Apátrida, siempre
sedienta de carne para sesgar.

Desesperado, se sintió desesperado apenas despertó, sus ojos


escrutaron las sombras evanescentes de aquel templo monumental
de dimensiones indiscernibles. Sus paredes estaban llenas de

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espejos negros que a sus laterales tenían escritos olvidados en una
lejana lengua muerta de extraños caracteres. El hercúleo cuerpo
desnudo dio unos pasos tambaleantes, poco a poco sus pies
tomaron seguridad y los músculos poderosos se fueron activando.
De nuevo sentía el calor en su ser. No tenía hambre ni sed todavía
pero sentía que había dormido demasiado tiempo en ese sarcófago
de piedra que se alzaba erecto en la habitación. Trató de recordar
pero toda su vida anterior le fue esquiva. Solo aquellos chispazos
de una gran batalla perdida… y su nombre. Un nombre que en el
pasado había sido desafiante, orgulloso, que brindaba esperanza a
los hombres… Extur. Sí… así se llamaba. Todo el resto era una
gran nube imposible de descifrar. Tal vez el tiempo le otorgaría
respuestas. Ahora, debía empezar por lo primero. Darse cuenta en
donde estaba.

Aquel lugar era enorme, en la próxima cámara encontró


mobiliario extraño, objetos que escapaban de su comprensión y
que no demostraban utilidad alguna. Debían ser cosas creadas por
los constructores del complejo. Lo que sí halló útil fue una cota de
malla, un par de grebas, dos brazaletes para los antebrazos y un
bolso de cuero para llevar pertenencias. A su lado estaba un
cinturón, un taparrabos y un pantaloncillo ajustado. Cuando se
terminó de vestir se asombró de lo bien que le quedaba esa ropa.
¿Acaso era su vestimenta que lo había estado esperando durante
todo el tiempo que durmió?

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Siguió caminando entre las cámaras, en la siguiente el techo se
perdía en la inmensidad, sospechó que estaba bajo tierra por la
altura de los tragaluces. Debido a ello tal vez nadie lo había
hallado.

En la otra habitación hizo un descubrimiento sorprendente.


Era una sala más pequeña pero bañada por una luz blanquecina que
lo llenaba todo. Tanto resplandor le hirió los ojos y colocó su mano
como visera para poder ver mejor. Del suelo brotaba una pirámide
de punta roma. En ella se hallaba clavada una espada, parecía que
se alimentaba de la luz misma.

—Apátrida… —brotó de sus labios como un suspiro al ver a


la amada.

Tomó la hoja que no era demasiado larga, aquella era su


espada. No podía saber cómo estaba seguro de ello, aunque no le
quedaban dudas. Observó la superficie de la misma, labrada con
misteriosos caracteres semejantes a los de las paredes. En los
tiempos de otrora, las forjas impolutas de los aliados de la
humanidad habían parido aquella espada y estaba convencido que
era más que una simple arma.

Acto seguido buscó la funda, aquella no podía estar muy lejos.


Sobre una mesa de ónice que también manaba luminosidad se
hallaba adornada con joyas de los tonos del arcoíris. Enfundó la
hoja y se la colocó en la cintura.

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Aquella cámara no tenía salida por lo que volvió sobre sus
pasos y sintió un ruido a lo lejos, se encaminó hacia allí, detrás de
una esquina había una gigantesca escalera que debía llegar hasta la
superficie. Aunque algo estaba en la penumbra. ¿Sería la intrusión
de aquello lo que provocó su despertar? La criatura no era humana.
Poseía cuatro patas largas rematadas en dedos con uñas. Su hocico
era prominente y en él se encontraban sendas hileras de poderosos
dientes. No tenía pelo y la piel parecía enferma. Ambos pares de
ojos se cruzaron. El enfrentamiento era inevitable. Aquello se
arrojó sobre Extur y este desenvainó la hoja que centelló cortando
una de las patas delanteras del rival. La sangre espesa salpicó las
piedras y el hedor que manaba era insoportable.

El guerrero se colocó en pose defensiva tomando su arma con


ambas manos. La criatura trazó un círculo pensando su ataque. No
parecía sentir dolor, eso era preocupante… abrió las fauces
nuevamente y atacó con poderosas dentelladas que pasaron a
milímetros de las piernas del hombre. Este saltó sobre ella con
agilidad felina, la adrenalina llenó sus venas y los músculos de sus
brazos se tensaron alzándose como montañas cuando levantó la
hoja que inmediatamente atravesó el cerebro que tenía aquella
aberración de la naturaleza.

Ya terminada la faena, comenzó a subir y subir. Llegó a la


puerta que daba al exterior, estaba agotado. La puerta de roca que
protegía el lugar estaba rota. ¿Qué la habría abierto? Sin duda por
allí entró la bestia en una desesperada búsqueda de comida.

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Atravesó el agujero y contempló el paisaje circundante, la
planicie desolada se extendía hasta donde alcanzaba la vista, ¿qué
rumbo tomar? Era solo elegir al azar y comenzar a caminar.

Así lo realizó durante varios días, el agua era escasa y la caza


no era mucha. A la noche se hacía difícil hacer un fuego, la madera
no era suficiente. De todas maneras, el fresco no le afectaba en
demasía. Mientras descansaba sumido en la soledad, observó el
cielo estrellado. Las constelaciones no le resultaban del todo
conocidas. Algo parecía haber cambiado, no se percataba qué era,
de nuevo el cielo fue cruzado por estrellas fugaces y aquello tenía
poco de fenómeno natural, le dictaron sus instintos.

Al otro día, ya cuando el Sol se marcaba alto en el cenit


haciendo que su frente se perlara, la planicie se trasformó en un
verde valle. A lo lejos se destacaban las tierras de cultivos y
pequeñas edificaciones de barro demostraban la presencia humana.
Se acercó sin demostrar hostilidad, dos hombres vestidos muy
humildemente lo miraron extrañado. No se acercaron y salieron
corriendo a dar la voz.

Extur no era una persona sutil, con su porte majestuoso se


adentró al centro del pueblo, su cabello naranja brillaba con un
fulgor sobrenatural y destacaba entre los tonos negros de los
pueblerinos. Una anciana decrépita se acercó a él y le colocó la
mano derecha sobre su voluminoso pecho cubierto por la cota.

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—Un guerrero, hace tanto que ninguno pasa por estas
latitudes…

—Soy Extur. No deseo hacerles daño. Quiero descansar un


poco y comer, estoy cansado de esas fibrosas liebres…

—Ven conmigo a la cantina —pronunció tranquilizando a la


pequeña multitud expectante—. Rebus te dará todo lo que
necesites. Imagino que no tienes oro. Serás nuestro invitado.

—Muchas gracias, dulce anciana. Aprecio su hospitalidad.

Dejando atrás al grupo, se dirigieron al establecimiento que


hacía de cantina local. No era el lugar más agraciado, su
elementalidad se hacía evidente. La anciana le invitó a sentarse en
una rústica silla mientras hablaba secreteando con el gordo
cantinero.

En una mesa contigua, una muchacha pelirroja vestida con un


peto de acero y calzas violáceas jugaba una partida de cartas con
un grupo de viejos. Parecía que llevaba las de perder y no dejaba
de tomar grandes dosis de cerveza.

Rebus, el dueño del establecimiento le acercó una jarra con


igual contenido y un buen plato de cordero. La cerveza era
abominable y el guerrero sintió que le quemaba las entrañas, la
carne era sabrosa pero se preguntó como aquella bella podía
tomarla sin caer redonda.

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—Señorita. Al parecer el juego no la favorece. Tal vez sea
hora de retirarse.

—¿Qué? Oh… otra vez estoy perdiendo. Ya descubriré como


me despluman de mi paga estos sátrapas viejos verdes. —Efectuó
un movimiento veloz y casi imperceptible, al instante se
encontraba sentada con la silla al revés en la mesa de Extur, con la
jarra espumosa en su mano.

—Soy Extur —dijo el hombre mientras daba otro trago.

—Yo Askar, me encargo de la protección de estas tierras. ¿De


dónde provienes? La abuela parecía tenerte confianza… raro en
ella.

—No tengo memoria… desperté en un templo lejano. Hace


días que camino y he llegado aquí. Deseo saber la situación de este
mundo. Tal vez preso de algún hechizo dormí durante eras. —La
fémina abrió sus ojos sorprendida y vació la jarra velozmente.

—Debe haber sido obra de los Muslis. Ellos son los amos de
la Tierra…

—¿Muslis? Cuéntame de ellos. —La tensión llenó el cuerpo


del guerrero, algo en su mente se disparó al escuchar ese nombre.

—Las leyendas cuentan que los Muslis llegaron de los cielos,


tienen poderosas magias, poseen la habilidad de generar criaturas
monstruosas y conquistaron a todos los reinos humanos. Nosotros

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vivimos aquí, alejados de ellos, pero vienen a llevarse su tributo de
la cosecha.

—¿Y tú los proteges de ellos?

—Nada puede hacerse ante sus tropas. Mi misión es cuidar el


pueblo de humanos errantes. Hay muchos ladrones por aquí. Me
gano mi paga dándoles muerte.

—¿Dónde puedo hallar a los Muslis? Tal vez sea hora de


darles fin.

—¿Pero qué dices? Es imposible vencerles. Así ha sido desde


hace eras. Ellos mandan, nosotros obedecemos. Es el orden
establecido.

—Tal vez sea hora de cambiar ese orden. —Su mirada se hizo
dura e impenetrable como el acero.

La abuela observó a Askar desde lejos y le hizo una seña con


sus ojos.

—Deberías ver a la sacerdotisa. Tal vez ella pueda aclararte


tus dudas. Descansa en mi casa y luego iremos a verla. Te enseñaré
donde queda, luego que termines de comer.

—Te lo agradezco. Pongámonos en marcha.

Más tarde, ya cuando caía la noche, se dirigieron a la


edificación más grande del pueblo. La misma tenía una planta
circular y techo de paja pintado. Dentro, los inciensos se hicieron

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presentes, las fragancias eran embriagadoras y los fuegos
bailarines en los braceros, mantenían el lugar en penumbras. Un
grupo de mujeres totalmente vestidas de blanco se acercó a la
pareja. Detrás de sus velos se observaba su mirada inquisitiva.
Askar estaba impresionada ante la parafernalia mística y los
símbolos mágicos que adornaban el lugar. Extur en cambio se
mantuvo impávido hasta que se abrió la puerta y custodiada por
otro grupo de mujeres armadas con cimitarras, apareció la
sacerdotisa.

Ínfimas telas blanquecinas cubrían las partes de su escultural


cuerpo marmóreo, joyas de oro plagadas de simbología arcana se
encontraban en sus muñecas y orejas. El cabello era negro como la
noche misma y sus labios de un rojo tan potente que parecía
artificial.

Colocó la mano sobre el pecho de Extur, tal vez queriendo leer


sus intenciones o su pasado. El resto de las mujeres comenzaron
una danza a velocidad vertiginosa en donde contorsionaban sus
cuerpos. Un grupo de hombres se hizo presente con tambores que
golpeaban en una cadencia hipnotizante.

—No tienes memoria pero tus intenciones no han sido


borradas por las eras. Es imposible leerte en profundidad —
pronunció con una voz increíblemente dulce.

—Es cierto. Desperté en un templo de piedra, está a unos días


de distancia de aquí. Tal vez lo conozcan.

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—Son tierras prohibidas para nosotros. De cuando sucedió la
guerra con los Muslis y los reinos humanos se rindieron. Las
leyendas dicen que hacían flotar minaretes de piedra y acero, con
ellos destruyeron las fortalezas supuestamente inexpugnables de
mi pueblo… sentémonos… que traigan vino. Luego quiero estar
sola con el guerrero. Les pido que se retiren.

Les trajeron la bebida y ellos dos tomaron asiento en unos


mullidos almohadones rojos.

—¿Por qué los Muslis atacaron?

—No son humanos… no se reproducen como nosotros, por lo


menos sus hechiceros principales. Es imposible que los derrotes…
nadie ha logrado salir vivo de sus dominios. Cada hechicero posee
una torre y un Zigurat, algunos viven en las ciudades y otros en los
más recónditos lugares de la Tierra.

—¿Cuál es tu nombre? Deseo saberlo.

—Lyari… yo puedo ver muchas cosas… y he visto que no te


detendrás. Tal vez eres el rayo de esperanza para la humanidad.

—Es cierto, no me detendré. He despertado en un mundo


oprimido. Si quiero encontrarme a mí mismo debo también
proseguir con lo que siento y eso es acabar con los enemigos de mi
raza.

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—Y yo siento que esta noche no quiero que te alejes de mi…
he estado demasiado tiempo sola… rodeada de campesinos que
piensan que soy una especie de diosa.

—Yo te veo muy humana —le susurró mientras se acercaba a


besar su cuello.

Luego, alumbrados por la luz del fuego hicieron el amor hasta


entrada la madrugada.

Extur se despertó escuchando la voz de Askar a lo lejos, algo


sucedía. Eran gritos… ¿Acaso alguien estaba atacando?

Se levantó y tomó su espada. No tenía tiempo para colocarse


la cota de malla.

Askar peleaba con su cimitarra contra dos ladrones vestidos


con harapos, habían matado a cuatro campesinos que se hallaban
en sendos charcos de sangre. Extur desenvainó la hoja que brilló al
ser impactada por el Sol. Con un ágil movimiento abrió el cráneo
de uno de los contrincantes. El otro, al ver volar los sesos de su
amigo, se asustó y puso pies en polvorosa. La guerrera no iba a
dejar que eso sucediera, retiró el boomerang con filo de metal de
su cintura y lo arrojó con total precisión, haciendo que la nuca del
hombre se partiera en dos.

Ambos se miraron con la alegría del triunfo… lo que no


esperaron fue que un sonido ensordecedor llenara sus oídos. Una
torre de piedra y acero disparó un potente rayo rojo e incendió
varias casas con sus habitantes dentro. Acto seguido, descendió
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entre una humareda y disparó de nuevo cuatro ráfagas que
sesgaron la vida de niños y adultos por igual.

—¿Qué es eso? Tal poder mágico…

—¡Extur! ¡Es un minarete! Los Muslis vienen a buscar una


pareja para la reproducción…

—Maldita sea… la sacerdotisa. Quieren llevársela. No pienso


permitirlo.

—¡No! Van a matarte…

—Si no quieres ir, lo entiendo. Pero yo no voy a quedarme de


brazos cruzados.

Los soldados Muslis descendieron del minarete, portaban


armaduras pesadas y lanzas largas rematadas en poderosos filos
labrados. Se podía ver la piel violeta de sus rostros en los
resquicios de sus cascos, sus manos no eran humanas y estaban
rematadas por poderosas garras, de sus antebrazos surgían varias
púas de hueso de número variable según el individuo, capaces de
atravesar sin problemas una armadura ligera.

En unos minutos las tropas causaron estragos en la aldea, los


cultivos tomaron fuego y los jóvenes fueron diezmados sin
compasión. Sus entrañas se desparramaron por los suelos tiñendo
la tierra de rojo.

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Dos soldados se llevaron a Lyari de los cabellos, ella gritaba
pero nada podía hacer contra su poderío. La condujeron
velozmente al interior del minarete.

Una mujer de exultante belleza se hizo presente, como


miembro de los Muslis su color era violeta, de cabello negro y con
el torso completamente desnudo. Tapando parte de sus piernas caía
con gracia una bella tela naranja semitransparente. En sus ojos
semejantes a dos pozos sin fondo solo se hacía presente la maldad.

—Mi señora, la sacerdotisa ya está dentro. ¿Partimos? —


comunicó un sargento.

—No… al parecer tenemos una sorpresa. Alguien que se


opone a nosotros. Mira…

Extur detuvo el ataque de dos lanceros, con una finta a la


derecha quedó libre para hacer un contraataque y romper el arma
rival. Con su mano desocupada la tomó en el aire y se clavó en el
ojo a uno de ellos dándole muerte. El otro gritó y avanzó en una
carga que debía haber supuesto vana. El humano era movido por
reflejos enterrados en su mente, reflejos de los entrenamientos más
rigurosos y extremos. Cada una de las setenta y cuatro artes
marciales del combate humano habitaban en su red neuronal y en
sus músculos que se contraían y expandían como fuelles.

Ya con la cabeza del rival decapitado se dirigió hacia donde


lo contemplaba la fémina.

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—¡Déjala ir ahora! No tienen ningún derecho de venir y hacer
esto.

—¿Y quién lo dice? Nosotros hemos conquistado todo lo que


se extiende hasta el horizonte. Tú eres solo otro simple humano.
No eres nada.

—Yo soy Extur. Soy un humano, uno simple como dices. Eso
me basta y me sobra para acabarte.

—Yo soy Nidama. Es un placer, mi querido Extur. Ahora te


pondré a prueba… —alzó sus manos generando una esfera
anaranjada, acto seguido, un ser gigantesco y compuesto de hielo
que poseía una altura de tres metros, se hizo presente. Aquella cosa
no parecía ser inteligente aunque con su fuerza bruta y la gran
maza de piedra que tenía en su mano era un más que digno rival.

Aquella bestia bramó y golpeó, Extur pudo evitar el poderoso


impacto que dejó un hueco en el suelo. Luego atacó a su pierna
pero la hoja rebotó en la dura capa de hielo pétreo. De nuevo alzó
la maza para atacar, el hombre comenzó a moverse en zigzag con
la rapidez de una pantera, el segundo embate también fue
infructífero. El hombre sabía que no podía estar todo el día
evitando los golpes. Tarde o temprano uno le abriría el cráneo.

El resto de los soldados ya había subido al minarete. Solo


Nidama y el sargento observaban extasiados desde la plataforma
de acero.

Debía buscar un punto débil… y debía ser rápido.


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Un nuevo embate de la maza cortó el aire, esta vez sin
pensarlo, Extur usó su espada para detenerlo. Una hoja estándar se
hubiera partido en mil pedazos al impactar con el hielo. Esa no era
una espada común… la maza se partió en varias secciones. La cosa
congelada se detuvo unos instantes, sorprendida ante lo acaecido.
El guerrero observó el pecho del rival con atención. Un pequeño
círculo sobresalía del mismo entre sus pectorales. ¿Acaso ese
punto de unión era lo que buscaba? ¿Pero cómo llegar al mismo?
No sería una tarea fácil.

—¡Extur! ¡Toma! —Un boomerang giraba una y otra vez


sobre sí mismo y hacia su dirección. Alzó la mano y lo tomó en
pleno vuelo. La chica no lo había abandonado.

—Askar, mantente alejada. Nada puedes contra esta criatura


pero con tu arma en mis manos ya es historia. ¡Muslis, miren esto!

La criatura salió de su ensueño momentáneo y uniendo ambas


manos volvió a atacar enceguecida, dejando pozos en la tierra con
cada impacto. Extur saltó y se elevó en el aire. Apuntó con cuidado
y arrojó el boomerang. El mismo no tardó en partir el centro de
hielo en el pecho de la criatura y la misma, luego de proferir un
horrendo grito, cayó muerta sobre el verdor y las flores
circundantes.

—Felicitaciones, gran guerrero. Has matado a una de mis


bestias. Desde la guerra que no veía tal hazaña. Te estaré

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esperando en el Zigurat. Mientras, vamos a divertirnos mucho con
tu sacerdotisa.

Luego de decir aquello, Nidama entró al minarete y este alzó


vuelo sobre una columna de fuego y humo.

—El Zigurat… juro que voy a hallarlos y será este acto


pérfido, el llevarte a mi amada, lo último que hagas…

—¡Extur! Ven… —pronunció Askar.

La abuela de esta yacía entre los brazos de la joven. Su pecho


estaba abierto y ya la sangre no brotaba más. Los dioses se la
habían llevado junto con casi a todos los habitantes de la aldea.
Poco a poco los sobrevivientes salieron de sus escondites y los
rodearon a ambos.

—Askar… llora todo lo que tengas que llorar… luego


enterraremos dignamente a todos los muertos. Pero necesito saber
si sabes dónde está ese Zigurat y si me acompañarás.

—No lo dudes ni por un instante. Iré contigo. Me he hartado


de esta vida de vejámenes. Más allá de la ciudad está el Zigurat del
brujo, ahí deben dirigirse… —le contestó entre lágrimas.

—Bien… tenemos mucho por hacer.

Extur volvió a la gran choza donde había pasado la noche con


la sacerdotisa. Se había consumido por el fuego en buena medida,
la cota de malla todavía estaba en buenas condiciones, también
encontró entre las pertenencias de la mujer, una banda de acero

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para la cabeza con dos alas adornadas con bellísimas plumas. No
era una prenda femenina, debía haber pertenecido a algún soldado
humano de la antigüedad. Probablemente la habría hallado entre
las ruinas de algún vetusto templo. En honor a ella la llevaría hasta
hallarla.

Terminaron al otro día de cavar las tumbas y celebrar los ritos


fúnebres. Algunos habitantes se irían a otros pueblos y otros
decidieron comenzar de nuevo en ese lugar. Era la historia común
de los humanos, ser explotados por sus amos mágicos. Lo sucedido
no era la excepción a la regla. Era pan de cada día.

Askar llenó las mochilas con comida y bebida,


lamentablemente no quedaban monturas vivas luego de la batalla.
Tendrían que partir a pie. Eso no molestó a Extur, que poseía una
constancia hercúlea para tal empresa.

Atrás quedó el pequeño pueblo y las tierras cultivables. Con el


trascurrir de los días la tierra fue volviéndose más árida y los
cursos de agua escasos. Estaban acalorados ya que las temperaturas
rondaban lo insoportable, en especial para una marcha tan larga.

Varios animales extraños estaban inmersos en el medio


ambiente cotidiano pero Extur no los reconocía. Un zorro del
desierto, de dientes inmensos y manchas rojas se hizo presente y
los observó. Aunque eso no era lo más extraño, algunos insectos
mostraban un aspecto que parecía fruto de las artes oscuras.

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—¿A qué se debe este cambio en la fauna? He perdido mis
memorias aunque no por eso deduzco que no son normales.

—Son animales de los Muslis. Ellos los han incorporado, por


placer o para la caza… tal vez para que estas tierras conquistadas
les recuerden un poco más a su hogar. Hay monstruos mucho más
grandes y temibles que la bestia de hielo que venciste… los he
visto en mis viajes al sur y deseo no volver a hacerlo.

Dejaron las tierras arenosas detrás luego de una noche donde


su carpa casi vuela por el viento excesivo del lugar. A la mañana
tuvieron que desviarse de la ruta para evitar las ráfagas. De nuevo
el paisaje circundante cambió. Estaban en un valle tupido de
extrañas plantas semejantes a cactus. La luz del Sol casi no se
filtraba entre la maraña vegetal.

—Extur… puedo jurar que he visto moverse a varias de estas


cosas. Son vegetales de los Muslis… algunos dicen que los
destilan como afrodisíacos.

—Sus usos no me interesan en este preciso momento… lo que


sí veo es que hemos perdido la salida. Definitivamente se mueven
y poseen alguna inteligencia. No se te ocurra atacarlas. Dudo que
salgamos con vida.

—Nos están conduciendo a algún lugar… abren un camino.


¿A dónde llevará?

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—Sin duda hacia algo maldito. Nada bueno puede salir de
esto. Estate lista —le dijo desenvainando su inmaculada hoja
labrada.

Luego de caminar cerca de una hora, las plantas los llevaron a


la entrada de una ciudad ciclópea y ruinosa. Por las formas altas de
los edificios, era obra de la humanidad. Alguna urbe anterior a la
guerra que ahora no era más que un recordatorio del viejo poder
perdido.

Los cráneos pululaban por las calles, aquellos pobres debían


de haber querido escapar de algo sin éxito alguno…

Extur agudizó su vista… entre las sombras podía ver la forma


alargada de un ser vegetal con púas. Aquellas abominaciones no
eran para afrodisiacos y debían de poseer una inteligencia casi
humana. Sus movimientos coordinados lo demostraban.

—Askar, nos siguen hombres cactus… ¿Ya habías estado


antes por esta zona?

—No… cuando viajé no me encontré con estos vientos que


nos desviaron. Tampoco sabía que nuestros enemigos poseían
plantas pensantes…

—Todo parece indicar su deseo de querer que sigamos hacia


aquel estadio cerrado, las otras calles están bloqueadas por los
derrumbes de las construcciones… nuestro destino no está en las
mejores condiciones pero ha soportado con estoicismo el paso del
tiempo. Apenas vislumbro una rajadura central en su cúpula.
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—Es una trampa… ya siento que me miran y desean
cocinarnos. Podrían habernos matado los hombres cactus… no lo
entiendo.

—Tal vez no coman carne, al fin y al cabo son plantas. En el


estadio debe haber algo que aprecie más nuestro exquisito sabor.

Luego de un rato llegaron a su destino. Encontraron un


boquete y penetraron en el oscuro ambiente. Por aquellos pasillos
apenas se veía y seguían encontrando a cada paso cadáveres que
llevaban siglos descompuestos.

Llegaron a una cámara con dos escaleras de boca ancha, tal


vez unos doce metros, subieron por ellas y se encontraron con un
exquisito corredor con techo de arcos donde la luz penetraba por
ventanales circulares. Los laterales del mismo estaban adornados
con hermosas estatuas antropomórficas en mármol.

Mientras contemplaban tal belleza, sintieron un grito a lo


lejos. Parecía provenir de muy cerca. Ambos comenzaron a correr
en silencio, tal vez un gran peligro los esperaba a la vuelta de la
esquina.

El corredor terminaba abruptamente en un gigantesco pozo


que daba a otra cámara de más de quinientos metros cuadrados. Un
hombre de manto marrón con bellos dibujos amarillos, se
encontraba adherido a una pegajosa sustancia, en su mano llevaba
un báculo rematado en una joya de grandes proporciones, la misma

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estaba cubierta por la sustancia blanquecina anulando su mágico
poder.

—¡Ayuda! Salgan de detrás de esas rocas y libérenme. ¡Puedo


verlos! El gusano va a devorarme y darme de alimento a sus hijos,
los hombres cactus. ¡Ya casi no hay tiempo!

—Extur… su vestimenta… un mago… ¡Puede ser de vital


ayuda en nuestra empresa!

—Maldita sea, esto no me gusta. Con esa capucha no puedo


ver su rostro. Bajemos y salvémosle. Si no es honesto le daremos
muerte.

Ambos descendieron por la montaña de trozos de piedra y


comenzaron a aproximarse al rehén, en ese instante se hizo
presente el gusano. Su tono de piel era del mismo verde que sus
hijos, los hombres cactus. Medía unos ocho metros de largo,
carecía de ojos y en su circular boca aparecieron cientos de dientes
largos, babeantes y afilados como navajas. Aquel ser de carne era
capaz de parir seres vegetales. ¿Cuáles eran los alcances de la
magia Muslis?

La boca del gusano trató de alcanzar la carne del guerrero con


una dentellada, de un salto, Extur se arrojó lejos pudiendo evitarla.
En sus fosas nasales se introdujo el hedor nauseabundo que expelía
aquella criatura reptante. Askar arrojó su boomerang y este le
produjo un corte en el lomo, se escuchó un grito desgarrador al ser

27
provocada la herida. Enseguida entraron a la cámara una docena de
hombres cactus que lanzaron sus púas para darles muerte.

Los reflejos se activaron en el cuerpo del hombre, levantó su


espada y la colocó cerca de su rostro, algo se activaba en las letras
arcanas grabadas en su superficie. Las púas fueron atraídas como
las virutas de hierro al imán. Luego volvieron hacia los atacantes y
estos murieron en una lluvia mortal, haciendo que su sangre
verdosa se extendiera por sobre las losas de piedra.

Ante la muerte de sus hijos, el gusano volvió a gritar llamando


ayuda, enseguida se movió a más velocidad para devorar al
hechicero. Extur no le dio oportunidad y corrió desesperado. Con
un nuevo salto subió a su lomo, le era difícil mantenerse sobre el
mismo, aquella bestia estaba húmeda… antes de salir despedido
clavó la espada donde tendría que estar el cerebro, la sangre salió
volando hacia arriba y le salpicó. Luego de unos instantes el
gusano se retorció y cayó muerto. Él descendió del mismo luego de
retirar la espada.

—Parece que hemos acabado con él…

—¡Guerrero! ¡No! Date vuelta, las criaturas agusanadas casi


siempre tienen un jinete —gritó el mago a plena voz.

La piel verde comenzó a rajarse y de la herida repugnante


comenzó a salir algo con vestigios de la forma femenina, aunque
en vez de piernas poseía cuatro extremidades con dejos de insecto.
Su piel era violácea como la de los Muslis aunque era claro que no

28
pertenecía a ellos. En la nuca calva llevaba una trenza de pelo que
actuaba como conector nervioso y le permitía apoderarse del
cuerpo de los gusanos y controlarlos desde dentro.

—¡Malditos sean! ¡Nadie escapará de mi guarida! —Acto


seguido desenfundó una espada larga y comenzó a aproximarse.

Askar corrió hacia ella con su cimitarra y cruzaron filos con


exquisitas técnicas, luego comenzó a verse superada y la
controladora de mentes la alejó con un golpe de puño en pleno
rostro que la dejo inconsciente.

—¡Askar! Tengo una idea… voy en tu ayuda —gritó sin ser


escuchado por ella.

Extur cortó las ataduras del hechicero comprobando lo que


temía, de todas formas no podía ceder ahora, necesitaba rescatar a
su amiga con premura y esta era la única manera.

El mago se encontró libre de nuevo y entendió lo que debía


hacer. Con su báculo ahora limpio, tocó la espada del humano y la
cargó con su arcano poder.

La controladora disparó una masa de luz blanca cargada de


poder eléctrico que no llegó a destino. Ahora el mago estaba a tope
y la absorbió con su gema. Luego, las llamas de fuego brotaron con
estrépito sonoro y envolvieron con sus lenguas de luz a aquella
cosa del averno entre chillidos agudos de muerte… desde los
huecos oscuros, los hombres cactus observaban todo y al darse

29
cuenta que fueron engañados por una dominadora se retiraron
dejándolos en paz.

Extur ayudó a que Askar tomara pie, ambos ahora observaron


el rostro del mago sin la capucha que lo envolvía en el anonimato.
Era un Muslis.

—Dame una razón para que no te mate aquí mismo… eres uno
de ellos.

—Es cierto, salvador mío. Lo soy. Y también soy el que ayudó


a que volvieras a estar en esta tierra. Ahora salgamos de aquí, ya
cae la noche y volverá a ser inseguro. Después hablaremos de todo
esto.

Atrás dejaron el estadio y la ciudad maldita. Cuando se


sintieron seguros y ya las sombras de la noche se desplegaron,
encendieron una fogata y comieron un poco de carne seca. Extur
ya no quería seguir esperando y su rostro se tornó serio dándole la
señal al mago para que empezara a hablar.

—Mi nombre es Yurok, soy un ex miembro de la secta de los


hechiceros, uno de los once magos de la casta principal. Nuestra
tierra comenzó a sentir los signos de la vejez, ya no producía carne
ni cosechas. Comenzó el proceso de buscar un nuevo hogar, en
aquella época, Nidama se volvió nuestra líder. Venciendo a los
más poderosos hechiceros se hizo con el dominio absoluto. Nuestra
magia nunca fue luminosa, aunque ahora bajo su égida, se hicieron

30
pactos con bestias que venían de más allá de la oscuridad. Extur…
¿recuerdas lo que son los planetas?

—Otras bolas de tierra como esta y que flotan por el espacio…


se los conoce como los errantes por el movimiento hacia atrás que
hacen en determinado momento durante su observación
prolongada… eso viene a mi mente… Y a Nidama ya tuve el gusto
infinito de conocerla…

—¿Qué? ¿Otros lugares como la Tierra? Eso es imposible, no


te creo nada —acotó Askar.

—Mi raza, los Musli As Kadar. Provenimos de un planeta


lejano que ya no existe. Este lugar no fue nuestra primera opción.
No somos politeístas como ustedes, Nidama decía que escuchaba
la voz de nuestro único dios y este nos pedía dominar la entrada a
una dimensión mágica, para ello nos dirigimos a un mundo lejano
donde se observaba esa puerta… el ojo de Hiperión… a esa batalla
la perdimos. Las arcas de viaje estaban funcionando mal luego de
tal guerra por el espacio. Entonces decidimos venir aquí y
apropiarnos de todo mientras re armábamos nuestras tropas. Ahí
fue cuando sucedió la gran caída de la humanidad. Pasaron los
siglos y yo me enamoré de una humana. Nuestro vínculo iba
mucho más allá de lo reproductivo, no podía hacerlo con los de mi
especie… Nidama lo vio con malos ojos…

—Cuéntame sobre la reproducción. Alguien querido para mí


fue raptado para esos menesteres.

31
—Ya antes que nuestro mundo comenzara a pudrirse,
perdimos la capacidad de reproducirnos entre nosotros, los magos.
Debíamos hibridarnos con otras razas. El pueblo llano ignoraba
muchas cosas estando alejados de la magia y a veces podían dar a
luz. Como decía, Nidama envió a uno de los grandes magos a
matar a mi mujer. Pero antes se la llevó y le hicieron cosas
horribles. Yo luché contra ellos y fui exiliado… vagué mucho
tiempo por toda la Tierra, hasta que descubrí la leyenda de un
guerrero que dormía desde la guerra en un templo de piedra. Usé a
una bestia para que rompiera la puerta sellada con magia y
comencé a seguirte desde la oscuridad. Sin saber muy bien cómo
presentarme, ya que temía que me reconocieras como uno de tus
viejos enemigos. Quiero que me ayudes a revivir a mi bella amada.
Mira… la gema que tengo en mi poder utiliza un hechizo de
necromancia capaz de traer su alma desde el más allá… si no ha
vuelto a re encarnarse. Y sé que mis enemigos no han permitido su
pasaje hacia el otro lado, gozan cada noche con su pena… yo te
ayudaré con mi conocimiento en tu viaje ya que son similares
nuestros propósitos.

—Pero… ¿Qué soy yo? No entiendo…

—Uno de los grandes guerreros del pasado. Los humanos


poseían a los más grandes campeones de la guerra… vencerlos fue
la tarea más dura que hemos enfrentado. Yo no te conozco de antes
pero tal vez los otros magos sí. Con la tortura podrías hacerlos
hablar.

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—El Zigurat. Ahí está ella… ¿Sabes un camino para llegar?

—No pensarán que tomaremos la ruta de Aslobos.


Atravesaremos la ciudad y llegaremos a las montañas donde se
encuentran. ¿Podremos trabajar como un equipo?

—Voy a matar a todos los magos y a tu reina. Este planeta


será liberado.

—Y yo te ayudaré en ello. El pueblo de los Muslis no es malo


por naturaleza, nuestros pervertidos dirigentes han llevado a
nuestra especie por el camino del odio y las artes negras.

—Y tú eras uno de ellos. Fuiste parte del asesinato, los pactos


oscuros y una guerra entre las estrellas…

—Sí… maté a millones, conquisté planetas enteros hasta


encontrar la redención en los brazos de una humana que nada sabía
de magia y guerras. De esa forma llegué a la liberación.

—Siento que dices la verdad. Te ayudaremos. A la mañana


partimos hacia la ciudad. Ardo en deseos de ver lo que nos depara.

Y así volvieron los días de intensas caminatas por las


desoladas planicies verdes. El trío atravesó las inmensidades
intercambiando experiencias de vida y las rispideces entre ellos se
fueron limando poco a poco. Luego de una semana de viaje hacia
el sur y después al este, encontraron una pequeña aldea de
humanos que les vendieron tres camellos de porte normal. Había
sido un buen negocio ya que también consiguieron telas para

33
cubrirse la cabeza y el cuerpo, cuando un nuevo paisaje desértico
se abrió paso ante ellos y que al parecer no tenía fin. Entre las
arenas cada tanto surgían extraños peces de color amarillento y el
mago explicó que a pesar de ser deliciosos eran de extrema
peligrosidad y difícil su caza. En el mundo natal de los Muslis, los
reyes se atrevían con ellos para demostrarse dignos de gobernar.

Un día, cerca del mediodía, vislumbraron que el desierto era


atravesado por un río muy ancho, a sus riveras se extendían
amplias franjas verdes habitadas. Las casas de adobe pintadas con
bellos colores eran moneda corriente.

—Extur. Estamos por buen camino, la ciudad está muy cerca.


Si tomamos un barco y seguimos el rio, en un par de días
estaremos en Aslobos. Nosotros tenemos muy buenas relaciones
con su rey. Verás que mantiene una cierta independencia gracias a
los tributos en doncellas que nos otorgan. Una práctica abominable
sin duda pero los Far-Atón protege a su pueblo de esa forma.

—¿Conoces a ese rey? No se ha rebelado contra el


despotismo…

—Entiende que han pasado muchos siglos. Ha seguido el


legado de sus padres y abuelos.

—Por ahora le daré el beneficio de la duda y en caso contrario


probará el filo de mi espada.

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Cuando llegaron al pequeño pueblo, compraron con las
monedas del mago los boletos para el barco que partía hacia la
ciudad.

La embarcación tenía una gran vela latina triangular y estaba


pilotada por valerosos marineros que sabían muy bien la ruta.
Desde la cubierta pudieron observar a embarcaciones pequeñas que
atacaban a los cocodrilos que pululaban por la zona con grandes
lanzas. Se generaba en esta zona del mundo la sensación de una
libertad vigilada. Se podría decir que los habitantes eran felices,
muy lejana la sensación a la vivida en el pueblo de Askar, donde el
temor parecía llenarlo todo.

Sentado en la mesa exterior del barco, Extur se dedicaba a


terminar una botella de delicioso vino, el vaso de cerámica se
llenaba y se vaciaba con velocidad.

—Yurok, en el campo sentía una sensación de opresión….

—Sí… es normal que las brigadas capturen muchachas en


abundancia de los pueblos pequeños. De esa forma los Muslis se
han ganado el apoyo de las ciudades grandes y estas cada año dan
tributos pero escasos. Probablemente de bellas mujeres, pero
provenientes de los estratos más bajos de la sociedad. Claro que
antes son higienizadas y cultivadas en todas las artes del amor y la
cultura por los maestros de ceremonias humanos.

—Me da vuelta el estómago lo que dices… aberrantes


costumbres de gente decadente…

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La ciudad de Aslobos se alzó ante ellos bajo la luz del astro
rey, infinidad de templos se encontraban a las márgenes del río.
Inmensas avenidas y centenares de callejuelas con miles de tiendas
con toldos de rojos colores. A diestra y siniestra se escuchaban
conversaciones, gritos, regateos, peleas y debates. El grupo avanzó
hasta encontrarse en una avenida con grandes esfinges de piedra.
Los abordaron mercaderes con fastuosas telas para vender, ellos
los evitaron cortésmente.

Llegaron luego a una plaza donde se vendían esclavos negros


que se hallaban semidesnudos y por los cuales los potentados
ofrecían cifras diversas para comprarlos.

El guerrero se detuvo y observó la situación por un instante.

—Es increíble como una raza esclavizada se atreve a vender a


sus propios miembros…

—Es por aquí. Debemos llegar al palacio —le contestó Yurok


sacándolo de sus cavilaciones.

Las estatuas de Anubis y Osiris, de dos docenas de metros de


altura, bordeaban el palacio central. Los guardias los detuvieron
pero ante un gesto del mago corrieron sus espadas y los dejaron
ingresar. La visión de los jardines y las fuentes de aguas espejadas
les devolvió el buen ánimo. Las cortesanas eran perseguidas por
los hombres de la nobleza en un juego sexual. Las costumbres se
habían tornado muy liberales y no había fronteras.

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Ya dentro del espacioso palacio plagado de escrituras en las
paredes, observaron a las damas felatrices practicando sexo oral a
los hombres. Como en el antiguo Egipto, la felación eran un arte
refinado digno de estudio. Otros muchachos acostados en
almohadones dorados, introducían consoladores de hueso de
cachalote en las mojadas vulvas de las damas desnudas que gemían
sin cesar. Mientras atravesaban la estancia, el placer y el ocio se
hicieron presentes y los llenaron de deseo. No era el momento de
pensar en esos menesteres. Askar, que provenía de tierras lejanas y
nunca había visto tales costumbres, se sonrojó ante la estatua de
Amón.

A lo lejos se veía la imagen de Akenatón el Grande, sentado


en su trono y portando doble corona, a su lado estaba desnuda su
hermana y esposa. La mujer se levantó de su trono y levantó el
faldín de su marido para luego ser penetrada por su miembro
erecto. Empezaron a acompasar su ritmo y luego ella llegó a un
sonoro grito de placer al sentir el semen del dios en la tierra que se
esparcía en sus entrañas.

Un muchacho les acercó frondosas copas de vino, Yurok ya


era conocido de la casa y más de una vez, luego de perder a su
amada, se había entregado a las orgías numerosísimas que eran
costumbre del pueblo.

El trío se dedicó a mojar su garganta y deleitarse en la armonía


de los broncíneos cuerpos en movimientos sincronizados.

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Akenatón los vio y llamó a sus sirvientes para que acercaran tres
sillas, con un gesto los invitó a acercarse.

El bello joven emperador, de delineada figura, con no más de


treinta años, emanaba voluptuosidad. La emperatriz, versada en las
artes del amor, era de tal belleza que jamás se podría dudar que la
diversidad de dioses los había elegido a ambos.

—Yurok, es un gusto verte en mis tierras. Has venido con una


muy interesante compañía. Un guerrero de gran porte y una dama
de armas tomar que es una delicia, tan diferente a los morenos
cuerpos a mi cargo.

—Mi rey amado, bella regente que iluminas con tu luz bajo la
luna, ella es Askar, combativa fémina del norte, donde son las
pieles como el elixir de las vacas. Este hombre altivo e
indestructible es Extur. Maneja la espada con tal certeza que sus
enemigos tiemblan.

—Por lo que veo, esta vez no vienes a gozar de los placeres de


mi reino. ¿En qué puedo ayudarte?

—Deseamos entrar por las catacumbas de la urbe para poder


acceder al Zigurat. Tenemos una causa justa que defender y no
podemos detenernos ante nada —dijo con una reverencia
pronunciada.

—Puede entenderse como traición lo que pides… te debo


mucho… es cierto, pero debo pensarlo. Las consecuencias pueden
ser nefastas.
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—Te lo ruego, mi joven soberano. El destino de las dos razas
está en tus manos. Con este grupo triunfaremos en nuestra épica
misión.

—Espera a la caída del Sol, astro que comanda y guía.


Entonces se abrirá el destino que te aguarda.

Pasaron varias horas donde descansaron y bebieron varias


copas. Luego, dos sirvientes les trajeron provisiones y los
condujeron por sinuosas escaleras hasta una puerta gigantesca con
rejas.

—Hasta aquí los guiaremos. La red de túneles hasta el Zigurat


empieza en este punto —dijo uno de ellos.

Sin esperar respuesta se retiraron como si temieran algo.

—Extur… ¿Cómo sabemos que el rey no nos traicionará? Esto


no me da buena espina…

—Querida mía, no tenemos certeza alguna, una aproximación


directa a la fortaleza enemiga será casi un suicidio asegurado. Esta
es nuestra mejor opción. De todas formas no me agrada confiar en
un tercero…

Abrieron la puerta y se adentraron en los túneles estrechos,


tomaron antorchas que descansaban en las paredes de piedra y las
encendieron, ahora podían ver un poco más entre la oscuridad
imperante. Yurok estaba seguro que debían seguir el serpenteante

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camino hacia el norte. Cada tanto observaba su brújula y decidía
cual encrucijada tomar.

Bajo tierra, la perspectiva del tiempo se hizo diferente. Las


horas parecían estirarse… luego de un par de las mismas parecía
que llevaban días en aquel lugar maldito.

—Vamos bien, a estas alturas ya debemos haber dejado la


ciudad atrás. Nos tomaremos un descanso y luego seguiremos —
comunicó el mago.

Se turnaron para dormir y cuando sintieron repuestas las


fuerzas continuaron con su avance. Llegaron a una cámara con
grandes arcadas y estatuas. Se hizo presente una niebla espesa de
color verde. No era una buena señal.

—¡Estamos rodeados! —gritó la mujer.

Aquellas cosas no estaban vivas… llevaban mucho tiempo


muertas. Eran obra de las más terribles nigromancias, poseían
aquellos soldados ataviados con armaduras y espadas una agilidad
pocas veces vista. Todavía quedaba restos de carne en sus cuerpos
esqueléticos y en sus ojos brillaba un tinte anaranjado fruto del
poder del averno. Los muertos resucitados no tardaron en
abalanzarse sobre ellos, queriendo terminar con sus vidas. Yurok
les disparó llamas de fuego y pudo terminar con dos. Otro se le
acercó por la retaguardia y Askar le cortó la cabeza con su
boomerang.

—Gracias… eso estuvo cerca.


40
—No hay de qué. Sigue disparando ese fuego que viene otra
oleada.

Luego acabó con tres de ellos con certeros golpes de cimitarra


y de nuevo lanzó el boomerang terminando con dos enemigos más.
Las llamas de nuevo surgieron del báculo y la ayudaron con los
rivales que estaban enfrente.

Estaba claro que era una trampa… Akenatón los había


vendido…

Extur desenfundó su espada mágica y con fintas gráciles sesgó


la existencia de media docena de aquellos monstruos. Cuando se
tomó un respiro, surgió de las sombras un gigantesco guerrero
nubio que superaba los dos metros de altura, debía llevar poco
tiempo muerto ya que la carne agusanada lucía bastante nueva.
Poseía una cimitarra de descomunales proporciones y con un
impacto directo le destrozó la cota de malla.

Extur, ahora a torso desnudo, no se dejó amilanar y con un


golpe corto rebanó el tórax de aquel ser, dejando su corazón al
descubierto. Luego hundió la hoja en el mismo como si fuera una
estaca.

En ese instante, detrás de él cayeron grandes rejas, dejándolo


aislado de sus amigos. La niebla se intensificó y los muertos
vivientes lo rodearon. Una hermosa mujer violeta, con sus
exuberantes pechos desnudos y sus dedos terminados en garras, se
hizo presente.

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—¡Nidama! Maldita bruja, voy a terminar contigo.

—Extur, es un placer volver a verte. Hubieras tenido más


posibilidades atacándome directamente. Akenatón te ha vendido
como a un perro. Todos van a pagar por eso.

Generó una esfera de energía naranja en su mano y la bola


golpeó en el pecho al guerrero. Luego todo fue oscuridad…

Abrió los ojos sin saber cuánto tiempo había estado


inconsciente. Estaba encadenado con los brazos extendidos. Sobre
un altar de piedra descansaba su espada, Nidama sonreía y a su
lado se encontraba un anciano Muslis, ataviado con un manto
roñoso y burdo.

—Te presento a Absol, uno de los grandes magos y señor de


este Zigurat. Estamos en la cámara central, mira la gloria de estos
frisos y columnas. Mira la cámara de reproducción… necesitaba
que Absol tuviera hijos de nuevo, hasta nosotros envejecemos con
el paso de los siglos. Voy a torturarte mientras observas a tu amada
siendo penetrada por el mega reproductor. ¡Será una delicia! —
vomitó Nidama con sarcasmo.

Absol se acercó portando extrañas herramientas en sus manos.


Con ellas generó contacto con los músculos del héroe y este gritó
de forma horripilante hasta sentir que las fuerzas lo dejaban y se
encontraba al borde de la muerte. Pero esto no era así… no… la
tortura de los Muslis no provocaba la muerte tan fácilmente, estaba
pensada para las más horrorosas de las agonías.

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—Observa a Lyari, fiero Extur…. —dijo el viejo mientras
sonreía y de nuevo aplicaba sus herramientas en la joven carne
masculina y sudorosa.

La bella estaba desnuda y se encontraba en una cornisa


ubicada en la parte central de una columna a varios metros de
altura, forcejeaba tratando de escaparse de sus cadenas en un acto
infructuoso. De nuevo, algo surgió de las sombras, era una esfera
verde y repugnante, poseedora de grandes tentáculos y carente de
todo otro órgano. Poco a poco, se fue acercando a la mujer y
mientras esta gritaba espantada, comenzó a subir por la columna.

—¡Extur! ¡Ayúdame, no quiero que me viole esta


monstruosidad!

—¡Lyari… voy a ir por ti…! ¡Espérame! —gritó entre


lágrimas.

La cosa siguió subiendo e introdujo uno de sus tentáculos en la


vagina de la mujer, el esperma alienígeno la llenó y acto seguido,
la bestia esférica cayó al suelo esperando el parto.

Inmediatamente comenzó a hincharse el vientre de la fémina,


como si ya estuviera a punto de dar a luz. Comenzó a dilatarse y
cayeron varios huevos de aspecto violáceo.

—Ahora comenzará todo de nuevo… una y otra vez… una y


otra vez… hasta que ella reviente y ya no me sea útil. Será la
madre de mis hijos, los que reinen en la Tierra. Y mientras, seguiré
torturándote, entonces ya habremos hallado a tus amigos…
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incluyendo a ese perro traidor de Yurok, los mataré delante de ti y
cuando me pidas que termine tu vida… voy a negártelo. Vas a
vivir mucho tiempo en este lugar.

—Han sembrado su propia destrucción, no son más que seres


malditos. Hasta su propio pueblo es basura para ustedes. Voy a
liberar a ambos, a terrestres y Muslis. ¡No voy a terminar aquí!

Nidama se acercó y le tomó la cabeza por la mandíbula.

—Lo dice alguien que ni siquiera es humano, algo que no


nació de hembra… cuando vinimos a este mundo, los humanos
usaban la tecnología. Poseían poderosas máquinas. Algo que no
debes entender… esas máquinas se conectaban unas a otras y
generaban una red de información global, con el tiempo cobró
inteligencia y ayudó a la humanidad contra nosotros. Recuerdo
esos nombres… algunos la llamaban… Internet… esa red usó el
ADN humano para crear a un grupo de guerreros perfectos, a cada
uno de ellos les dio una espada con nano máquinas y poseedora del
poder cuántico. En los cuerpos de esos guerreros introdujo parte de
su memoria… eso eres, Extur. Tienes el alma de una máquina del
pasado… una que perdió la última batalla y se introdujo a dormir
durante eones en uno de los viejos templos del hombre., ahora ya
ni siquiera puedes recordar lo que eras… vales menos que nada.

—No importa si en realidad soy humano… mi alma lo es… y


con ese poder tendré el triunfo…

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Absol volvió a atacarlo pero aumentando el nivel del dolor a
extremos, esta descarga si podría ser mortal. De nuevo el hombre
gritó y sintió por momentos que todos sus órganos se desgarraban
internamente. Estaba en los umbrales de la desesperación y parecía
que no habría salida.

—¡Sufre, maldito! Nada puedes contra mí —le dijo el viejo


expeliendo saliva y sonriendo.

En ese instante, una explosión hizo un hueco en la pared de


piedra. Yurok disparó una bola flamígera que impactó a Absol en
pleno pecho y este salió despedido hasta estrellarse contra una
columna lejana. Askar arrojó su filoso boomerang y el mismo
cortó las potentes cadenas que mantenían prisionero a Extur.

Cayó al suelo y haciendo uso de sus escasas fuerzas se arrastró


camino al altar donde estaba su hoja y la vincha con alas que usaba
en recuerdo de su amada.

—¡Ve por tu espada! —gritó la muchacha y corrió a enfrentar


a una horda de muertos vivientes desplegados por Nidama, que se
mantuvo lejana y expectante.

A los dos primeros logró cortarlos al medio con su cimitarra,


usando un golpe de excelente nivel. Los otros dos también
encontraron rápidamente su deceso, pero el último par se dividió,
uno la atacó a ella y el otro fue por Extur, que debilitado trataba de
llegar hacia su arma.

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La mujer terminó rápidamente con su enemigo, el otro alzó su
hacha para cortar la cabeza del guerrero… ¡Algo debía hacer!
Luego… el resucitado por la oscuridad era un conjunto de huesos
en el suelo… y la chica estaba herida de muerte…

Al colocar su mano derecha en la empuñadura, Extur sintió lo


que era el poder cuántico que habitaba en aquella hoja, las energías
repararon su ser y lo dotaron de una vitalidad pocas veces vista.
Sus músculos se tensaron y de nuevo sus hermosos ojos celestes
centellaron con bravura. Inmediatamente se dirigió a donde estaba
la fémina y la tomó en sus brazos.

—Has salvado mi vida a costa de la tuya… no lo hubieras


hecho… no lo merezco…

—Extur… me devolviste la fe en que este mundo puede


cambiar… rescata a Lyari y mátalos a todos… cumple con tu
destino… yo ya lo he hecho con el mío…. —Antes de morir
acarició la mejilla del hombre y luego sus ojos se apagaron para
siempre.

El guerrero se levantó, estaba preso de la poderosa furia que


manaba de su corazón, tomó su espada con ambas manos y sesgó
la vida del resto de los muertos vivientes con la ayuda de Yurok.
Absol se levantó y llamó a la bestia que usaba para inseminar a las
mujeres capturadas, por medio de un conjunto de gestos plagados
de magias arcanas se fusionó con aquella criatura infame. Ahora la
esfera verde mostraba el cuerpo del anciano hasta el torso, con algo

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semejante a tumores por toda su carne. Los tentáculos generaron
largas púas y del punto de donde nacían los mismos, se abrió una
boca con sendos colmillos.

—¡Extur! Voy a darte unos instantes para que la liberes… ten


cuidado… Nidama te espera… y dudo si podré vencer a un mago
de mayor nivel que yo…

—¡Voy a volver! ¡Resiste! —Acto seguido tomó de nuevo la


espada, cerró los ojos recordando las artes de la esgrima de
Cuantum y del filo de Apátrida brotó un rayo violeta que cortó las
ataduras de Lyari.

Extur la tomó antes que cayera contra el suelo y la ayudó a


sentarse.

—¿Estás bien? ¿Puedes pararte?

—Gracias… sí… trataré… todo me duele… el parto fue


terrible…

—Falta poco para que nos vayamos… espera aquí. —Con otra
llamarada de poder quemó los huevos antes que se siguieran
gestando las impías abominaciones de su interior y se dirigió luego
a donde estaba Nidama.

—Dulce despertar estas teniendo. Hasta puede ser que


termines recordando todo —dijo la hechicera y sonrió luego.

—Es tu fin. Di tus últimas palabras —gritó colocándose en


posición de ataque.

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El rayo de Extur rebotó en el escudo invisible de Nidama. Las
artes oscuras de la mujer parecían no tener fin.

—Volveremos a vernos, los siglos de paz me dejaron


estancada. En otro tiempo tendría poder suficiente para matarte
chasqueando los dedos. Ahora, con solo hacer un escudo me siento
débil… como cuando generé al guerrero de hielo, pero eso
cambiará. Veremos si puedes con esa criatura… ya Absol no me
sirve de nada. Y a al parecer a tu amigo no le va muy bien.

En un estallido de luz Nidama desapareció, luego, Yurok gritó


y cayó herido, uno de los tentáculos le atravesó el brazo, la sangre
se derramó por el suelo.

La criatura en la que se había transformado Absol no paraba


de crecer, era como si algo enfermizo le otorgara fuerzas y más
fuerzas.

Extur corrió hacia su amigo y evitó que un segundo tentáculo


terminara con su vida. Lo cortó y el apéndice siguió retorciéndose
durante unos instantes. El demonio trató de usar el resto para atacar
de forma conjunta, con un rayo, el hombre cortó a dos de ellos. Ya
quedaban tres…

La cosa usó los mismos para apoyarse y saltar hacia delante.


Quería que la boca dentada diera el golpe de gracia.

Con un movimiento semicircular, Extur le deshizo los dientes


y varios de ellos se clavaron en su carne provocando heridas
menores.
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A pesar de los daños sufridos, la cosa lo tomó con uno de sus
apéndices por la cintura y comenzó a apretarlo…

Parecía que el fin había llegado… en la mano derecha tenía la


espada… sí… debía volver a concentrarse, ir a los más recónditos
rincones de su mente. Recordar los campos de entrenamiento. Las
batallas en las lunas de Saturno, bajo los cielos estrellados del
espacio eterno. Recordar los fulgores cósmicos de las forjas de
Anubis, donde los élficos Isbaril crearon su espada e introdujeron
las más altas tecnologías en su corazón de acero.

Las letras extrañas grabadas en Apátrida brillaron con rojo


fulgor. Fue llenando ese color la habitación gigante. Pareció que
por un instante los ojos de Extur tomaban ese tono… luego… un
estallido lo llenó todo…

Instantes después el demonio se retorcía incendiándose hasta


que todo su cuerpo se convirtió en ceniza.

Sin el poder mágico, el Zigurat mismo comenzó a


resquebrajarse. La gigantesca estatua del Dios sin Rostro de los
Muslis se partió en dos y la parte del torso casi aplasta a Yurok,
por suerte Lyari ya se encontraba más recuperada y lo ayudaba a
caminar a pesar de su herida.

Pudieron salir del edificio sin interferencia de los rivales, estos


escaparon desesperados en sus minaretes volantes ante la muerte
de su señor.

49
Cuando ya estaban a una distancia prudencial, observaron
cómo se destrozaba la pirámide escalonada. Al parecer no había
nada habitado en las cercanías. La ciudad debía de estar más lejana
de lo que parecía. Ante ellos se encontraba un páramo desolado
que les llevaría días de atravesar.

Yurok se retiró su túnica y comenzó a tratar su herida con la


ayuda de la mujer.

—Extur… yo hace mucho tiempo destrocé mi máquina


orgánica de reproducción… la magia oscura nos llevó a la
esterilidad… el pueblo llano todavía puede concebir cada tanto,
pero jamás saldrá un hechicero de sus filas… Eso llenó de horror a
Nidama. Cuando me enamoré de aquella bella niña mía…
comprendí todos los crímenes que había cometido en mi existencia
milenaria… luego de la destrucción del engendro reproductivo y
que yo mismo destrozara mi Zigurat, sucedieron hechos terribles…
Nidama descuartizó a mi amada y le dio de comer las entrañas a
los esclavos… yo voy a ayudarte hasta el final. Juntos lograremos
la diferencia y haremos que vuelva tu memoria junto con las artes
ocultas que posees en tu interior y que apenas intuyes.

—Gracias amigo mío. Eso haremos, vamos a liberar a la


humanidad y a tu raza. Cada uno de los grandes magos va a caer y
luego lo hará ella… lo juro por esta espada que ha salvado mi vida.
Ahora hay algo más que tiene prioridad. Bajo esas toneladas de
roca está la persona que se sacrificó por mí. Volvamos al pueblo y
cantemos sus hazañas, allí le daremos una sepultura simbólica

50
digna de un héroe. Siempre te recordaré, Askar… representabas lo
mejor de nosotros… —Dos lágrimas recorrieron el anguloso rostro
del hombre. Eran las primeras que lloraba en siglos… acto seguido
apretó fuertemente el boomerang de la fémina, lo llevaría con
orgullo en la tormentosa era que se aproximaba.

Luego de terminar con Yurok y ayudarlo a sentarse sobre una


roca, Lyari se dirigió hacia Extur y se acurrucó sobre su pecho.

—Lo que dijo esa mujer malvada… que tú no eras humano


nacido de mujer… que tu mente proviene de otra entidad… una
máquina pensante… mi corazón me dice que eres más hombres
que muchos nacidos bajo este Sol…

—No importa lo que piense Nidama, ya sea humano o no, o de


donde venga el poder que llevo en el interior, mi misión permanece
incorruptible. No es una definición de humanidad el nacimiento o
la creación, sino lo que haces con lo que te ha sido dado. Ellos lo
han utilizado para el mal y serán destruidos. Nosotros lo
utilizaremos para lo contrario… ahora reposemos un poco que
tenemos un largo camino por delante.

El trío observó al horizonte, de nuevo el astro rey comenzaba


a alzarse entre las lejanas montañas, tal vez era un símbolo del
nacimiento de una nueva era. Una era de héroes sin miedo a nada.

51
Víctor Miguel Grippoli

(Uruguay, 1983) Artista plástico, docente y escritor. Participa


en la antología "Cuentos Ocultistas" (2016) Editorial Cthulhu.
“Revista Letras y Demonios Número 1” (2016) Revista Letras y
Demonios Número 2, 4, 5 (2017, 2018) Nictofilia Número 2
(2017), Nictofilia Número 3 y 4 (2018) “Antología Horror
Bizarro” (2017-Editorial Cthulhu, Perú) "Antología Horror Queer"
(2018-Editorial Cthulhu) "Antología poética" (2018-Editorial
Solaris) "Entre las lágrimas de acero" (2018-Editorial Solaris) “El
monstruo era el humano” (2018-Antología, Editorial Cthulhu)
“Laberinto de Posibilidades” (2018-Editorial Solaris) “Puertas del
Infinito” Volumen 1, 2 y 3 (2018-Editorial Solaris) “Los
conectores de Dios” (2016 y 2018. Novela, Editorial Autores de
Argentina y Editorial Solaris) Líneas de Cambio 1 y 2, antologías
de relatos de ciencia ficción, terror y poesía especulativa. (2018-
Editorial Solaris) “Líneas de Cambio. Antología de ciencia ficción
latinoamericana” (Antología–2018, Editorial Solaris) “Revista
Literaria Luna” (publicación independiente), Antología de Ciencia
Ficción. “Antología de ciencia ficción Neo Indigenista” (2018-Pen
Bolivia. (Bolivia) “Sombras” (2018-Novela, Editorial Solaris) “La
alianza sudamericana” (2018, Novela, Editorial Solaris) “El Poeta”
(2018, Novela, Editorial Solaris) “Antología Benéfica Gritos y
Pesadillas” (2018, España, Grupo LLEC) “Revista Aeternum.
Héroes y Santos”. (2018-Perú) “Revista Aeternum. Juegos
Macabros” (2018-Perú) “Revista Espejo Humeante 2” (2019)

52
Revista Letras entre sábanas (México–2019. Número 1). Revista
Fantastique: ritos paganos (2019).

53
54
Al otro lado

Israel Montalvo

La locura de una vida se asomaba en aquel sueño recurrente,


en que él, era humano, de piel rosa y penas cubierto de vello en
zonas raquíticas de su cuerpo, caminando erguido en dos patas y
produciendo esos desagradables sonidos que los hombres llamaban
habla. Mau despertó aquella noche de luna muerta con la sensación
de ser un humano y eso lo asqueaba, y es que un felino como él,
quién se había ganado un lugar en el Olimpo y en el Valhala por su
ya legendaria campaña en las cruzadas de Cimeria, donde le cortó
las cabezas a las serpientes de medusa, doblegó al batallón de ratas
curdas y devoró a la serpiente emplumada, para él, encontrarse en
esos sueños recurrentes siendo un insignificante hombre en ese
mundo donde no existía ni la espada ni la alquimia básica, era algo
que lo estaba enloqueciendo, y más al darse cuenta de que ese ser
se hacía llamar como su más grande adversario: Yeyé, el demonio
chino devorador de almas que vivía al extremo oriental de Crimea,
al cual, Mau había dedicado dos vidas gatunas a cazar ese
engendro escapado de uno de los círculos infernales de Di Yu para
acentuarse en esa Tierra, para Mau, el Godo-cimeriano como lo
llamaban sus seguidores que lo adoraban como una deidad
absoluta desde que decidió bajar a la Tierra para vivir con los
humanos como su amo y protector (a pesar de ello, Mau tenía
prejuicios muy marcados, a fin de cuentas era un semidiós, un

55
felino de pelaje anaranjado que parecía encenderse cada vez que un
rayo de sol lo acariciaba, tan grande como un hombre y con el
tonelaje que bien podría compararse con el de un oso pequeño),
quien cargaba en su lomo el hacha de Jarnbjorn, un hacha creada
por los enanos del reino de Nivadellir, cuya fama es la de ser los
mejores herreros entre los nueve reinos. Dicha arma había sido
hecha con una astilla de Iggdrassil, el árbol mundo que extendió
sus ramas en los nueve reinos que dividían la existencia, contaba
con una hoja hecha con el polvo de estrellas fundidas eones atrás,
cuando los antiguos poblaron las tierras que hoy, el Godo-
cimeriano protegía para sus fieles.

Aquella noche de luna muerta, Mau fue guiado por sus fieles a
la entrada amurallada de la ciudad de Sodoma, en donde, unos
meses atrás, los seguidores de Yeyé se habían establecido,
convirtiendo el templo de Mitra en un burdel dedicado a la
adoración del demonio glotón de almas. Mau atravesó las murallas
de un brinco mientras sus seguidores se quedaron escondidos en el
bosque de los encantos perdidos, esperando a que el felino
derribara las enormes puertas de bronce que eran el único acceso a
la ciudad de la perdición. Mau llevaba en su hocico el hacha
sujetada del mango con sus dientes mientras que el filo esperaba
para hundirse en la carne de los fieles al demonio.

Las puertas cayeron antes del amanecer, los seguidores del


felino salieron de entre los arbustos dispuestos a iniciar la
carnicería, pero sólo llegaron para ser el servicio de limpieza de la

56
nueva conquista de su amo felino. Ni un ser vivo, hombre o ente,
había quedado en pie. El felino no tomó prisioneros y practicó el
exterminio con lo que se moviera, sólo dejó con vida al sacerdote
que atendía el templo de Mitra para que le diera la ubicación
exacta del demonio, les dejaría el interrogatorio a sus fieles,
mientras él se tomaba un descanso en el interior del templo de
Mitra. Estaba hecho polvo, el genocidio era agotador, incluso para
un semidiós que se movía más allá de la realidad. Limpió la hoja
de su hacha y se tumbó en medio del recinto, gradualmente se fue
dejando llevar por el sueño, de regreso a ese mundo donde el
reflejo del demonio era su piel, la de un hombre perdido en su
mediocre existencia.

“Estoy harto”, esa frase se ha convertido en un mantra que


resuena continuo por tu cabeza, las cosas se han convertido en
una repetición constante, una monotonía que se repite casi
exactamente igual cada día, como si fuese el guion de una película
que has visto una docena de veces, y ni tan siquiera es una buena,
una producción barata con malas actuaciones y carente de ritmo,
nueve horas y media en la fábrica, acomodando material entre
áreas y tratando en lo mayor posible de evitar encontrarte con
ella, Dulce, a veces te preguntas cómo es que pudieron terminar
tan mal las cosas entre ustedes y sabes que en gran parte es tu
culpa, tú la alejaste en un principio, sin una razón, luego
intentaste volver, lo cual no funcionó y ella te lo escupe con un
odio visceral en cada oportunidad posible, como aquella vez en el

57
comedor en la que te sentaste a su lado y se fue diciéndole (como
si no estuvieras ahí) al chaparro “me agriaron la comida”, o
aquella vez en el pasillo donde casi estalla porque sin querer le
obstruiste el paso, ¿y qué fue lo que hiciste?

Nada. Absolutamente nada.

Te lo tragaste, incluso si hubieras reaccionado no habrías


sabido que hacer. En su momento pensaste que era lo mejor,
alejarla de tu vida y seguir con aquello en lo que te habías
obsesionado, si así es como se le puede decir, pero tus emociones
te traicionaron al igual que lo hicieron en ese regreso fugaz que
tuvo Myrna a tu vida hace unos meses, fue un día extraño en
muchos sentidos, en el que de alguna forma terminaron en la
cama, después de tanto tiempo, de lo que le hiciste, de cómo huyó
de ti, y cómo te perdiste en ser aquel hombre que deambula las
calles de la vieja Babel en busca de carne.

“Estoy harto”

Esa frase todavía rondaba en su cabeza cuando regresó a la


vigilia, Mau, estaba todavía sumergido en las emociones de aquel
varón, no le cabía duda que ese sueño recurrente debía ser obra de
la brujería, ¡por Crom!, invocó a uno de los suyos en busca de
consuelo, el concepto de ser hombre le era de por si horrendo, pero
un ser sumido en la autocompasión y la mediocridad lo agobiaba,
Mau era un temerario, un guerrero, un felino acostumbrado a la

58
batalla y a la victoria, no entendía las emociones de aquel ser, ni
ese mundo donde circundaba como una sombra, sin esperanzas,
sólo sobreviviendo día a día.

En la madrugada del séptimo día de luna muerta fue en busca


de los oráculos para consultar El libro de Skelos y ver quién era el
origen de este maleficio, estaba seguro que debía ser obra de Yeyé,
de quién se sabía era un perverso hechicero, sus hazañas como
brujo maldito se remontaban a su primera incursión en la Tierra, en
la era Thuria, antes del hundimiento del gran continente atlante, y
ser condenado a señor infernal, en aquellos días, Yeyé fue
consejero de reyes y destructor de hombres, así como corrompió a
demonios para que fueran sus sirvientes.

Con esa fama ganada a pulso por sus obras infames, Mau no
podía dudar de la culpabilidad del demonio, aun así, debía
comprobarlo. Los oráculos consultaron con los antiguos, con
dioses perdidos en los tiempos, mucho antes del tiempo mismo, y
su veredicto superó todo aquello que Mau pudiese imaginar o
entender. No sólo Yeyé no era culpable de ese mal, también era
víctima como él lo era, había un poder que los había unido en esa
desgracia, Yeyé vivía una historia similar a la suya donde era un
minúsculo gato casero, que dedicaba sus días a la engorda y
dormir.

Mau no estaba seguro de lo que eso significaba, si su más


odiado rival vivía como él, cómo podría lidiar con ello, matarlo no
cambiaría nada, pero, ¿y si unía sus fuerzas con su adversario para

59
encontrar al culpable? Eso podría darle una ventaja, ese adversario
debía ser un hechicero de la talla de Seth, o una bestia mítica, o un
dios antiguo, aunque el fin no estaba claro. Ni el motivo. Con toda
esa incertidumbre, Mau tuvo que confrontar el desligue con la
vigilia aquella mañana, ante el alba asomándose por esa Tierra en
la era Hiboria, para terminar sumido en esa piel en una época
futura donde era un vil remedo de hombre.

Despiertas con la sensación de que dejaste algo importante en


aquel sueño, es una sensación recurrente, tratas de reconstruir en
lo posible aquel paraje, ese mundo donde no eres hombre sino un
enorme gato, y no cualquier gato, un enorme gato bárbaro. No hay
mucho que puedas conservar en la memoria, la mayor parte del
rompecabezas se ha diluido. Tienes la boca con esa sabor similar
al plomo, vas a la cocina y preparas un café, es la madrugada de
un viernes, faltan por lo menos dos horas para que amanezca y
sientes una enorme hambre que te embarga, te pones ante la
puerta del refrigerador y antes de abrir escuchas el maullido, con
esa tonalidad en que lo produce, algo que parece triste, un
lamento minúsculo y sufrido, Mau está parado a tu espalda con la
mirada fija en algún distante punto, parece un zombie, esa
pequeña cosa regordeta y anaranjada, ¿recuerdas cuando llegó?
Un costal de hueso y pellejo, Myrna lo rescató de ser devorado
por el perro del vecino, fue lo único bueno que te dejó su última
visita. Acaricias su cabeza y le sirves un puño de croquetas en su
plato, Mau se pierde en el pequeño tazón mientras tú vas al

60
refrigerador, pensando en lo poco que conservaste de aquel sueño.
Antes de abrir te encuentras con Mau de nueva cuenta, lo miras de
reojo, ha dejado el platón inconcluso, mira tu espalda, parece
hipnotizado con el tatuaje que la cumbre, es la obra maestra de
Myrna como tatuadora, ese demonio glotón que devora a hombres
en un infierno particular, ella siempre te dijo así, “Yeyé”, te veía
como un monstruito tierno, un Gremlin o algo así, la forma en que
Mau se pierde en el trazo de ese demonio en tu espalda te
recuerda a Dulce, la forma en que te mira a la distancia a pesar
de que actúa como una perra contigo. Una sutil sonrisa se esboza
en tu rostro por aquella ironía, no puedes entenderla, y piensas en
esa idea del monstruito, “un simpático Gremlin”, Myrna siempre
lo supo, de lo que eras capaz, siempre lo vio. Abres el refrigerador
y buscas entre las verduras hasta dar con ese pequeño molde de
plástico en donde guardaste su lengua, y uno de sus senos. No
recuerdas como se llamaba aquella mujer, si en verdad supiste su
nombre, “sólo era otra niña desubicada”, como dice la canción de
Hocico, “un alma perdida” en las calles del viejo Babel donde
practicas la cacería. Tomas la lengua y te la metes a tu boca, esta
fría y algo seca, la sensación de encontrar dos lenguas por tu boca
te hace pensar en un beso, en aquella vez con Myrna, lo torpe que
eras en la cama, no tenías ni idea de que hacer, y aun así, ahí
estabas. Tan sólo, dejándote llevar.

61
—Yo no sorprendido verte aquí —masculló Yeyé con su torpe
habla—. Yo esperarte desde mucho. Yo escucharte.

Mau había recorrido la tierra sin nombre, y el vasto desierto de


Crimea oriental para llegar ante Babel, la ciudad capital del vicio,
la casa de Yeyé. Este peregrinaje lo hizo en solitario, dejó a sus
fieles en Sodoma y trajo consigo la cabeza del sacerdote y su
mítica hacha Jarnbjorn, como única defensa, uso la cabeza del
sacerdote como una carta de presentación que entregó a los
guardias que resguardaban la entrada de la ciudadela, el símbolo
escarificado aún en vida sobre la frente del sacerdote, era la señal
para una tregua, aunque la obvia muerte representada en aquella
cabeza era la forma de dejar claro lo que Mau haría si era
necesario, a fin de cuentas una tregua no significaba que dejara de
odiarlo, o no deseara matarlo, pero las circunstancias dictaban una
alianza, había algo peor que ese demonio y jugaba por igual con
ambos. Mau tomaba medidas desesperadas como lo hacía su
adversario quién lo recibió con honores ante el solsticio de
invierno.

—Yo tener raros sueños —admitió Yeyé—. Yo ser gato


pequeño, yo tener hambre todo tiempo, yo dormir, yo soñar con
soñar.

Yeyé no sabía cómo explicar que dentro del sueño soñaba,


escribía historias sobre aquel hombre con el que soñaba el felino,
ese otro Yeyé que comía carne humana por placer, aquel que lo
llevaba por su espalda, lo había apresado ahí, en una estampa de su

62
vida en el eterno laberinto de Di Yu, devorando almas
pecaminosas, observaba por horas esa estampa tatuada por la
espalda de aquel otro Yeyé, era él, en toda su fealdad, la piel
rugosa y sus alargados brazos y esa boca que bien podría ser un
abismo, la efigie deforme de su cuerpo y esa hileras de dientes que
se escapaba de su boca, tan extensa que le impedía hablar con
propiedad. Su otro yo, lo trataba como una mascota corriente,
dándole comida en forma de cereal seco y agua. A veces se
preguntaba si estaba encerrado en una de las mazmorras
subterráneas de Di Yu, pagando por sus acciones cuando fue
humano, en los tiempos de Thuria, cuando invocó a Yog-Sothoth
y provocó el hundimiento atlante por su arrogancia al creer que
podría dominar a "El Todo-En-Uno", al “abridor del camino”. Pero
ese temor se disipaba cada noche al despertar en su cuerpo
deforme y encontrarse con el apetito voraz que sólo un alma
pecaminosa puede solventar, y sólo esa Babel le proporcionaba su
eterno alimento, aun así, el temor de estar apresado en una de las
mazmorras subterráneas del infierno del que alguna vez fuera un
fiel ciervo, antes de lograr escapar a la tierra como demonio del
hambre, ese temor lo apresaba y lo hacía sentir insignificante.

—Haber forma de saber —admitió Yeyé—. Ir yo y tú con


mujer bruja.

—¡GRRRL! —Mau se anticipó a lo que diría Yeyé, era algo


que había considerado, pero que incluso le parecía menos
agradable que darle la mano a su peor adversario —. Grrrl.

63
—Saberlo, Yo no querer —Yeyé compartía su opinión pero
sabía que era inevitable si deseaban llegar al meollo de todo esto, ir
con mujer Farida.

La mujer piel de dragón vivía en los confines del bosque de


los encantos perdidos, más allá de la tierra de las hadas musaraña,
en un paraje inhóspito, al que, aquellos que alguna vez llegaron a
atravesarlo, lo conocieron como “el fin de los tiempos”, ruinas
sobre ruinas, abandonadas mucho antes de que existiera el
concepto “humanidad”. Entre esos vestigios se encontraba el
primer templo al más antiguo, a Yog-Sothoth, ahí fue dónde Yeyé,
auspició el hundimiento de un continente cuando era hombre y
jugaba a la magia. Es una vida tan distante que hoy le cuesta
reconocerse en esa piel, y más recordando a ese pálido reflejo suyo
originado en un mundo futuro, el hombre de sueños, con su piel
marcada con su imagen en los tiempos de Di Yu.

Mau no se adentraba a esta tierra maldita desde aquella


incursión en busca de la Medusa, la criatura se escondía en el
templo del “abridor del camino”, ahí decapitó a cada una de sus
serpientes con ayuda de su mítica hacha, algunas de las cabezas
petrificadas de las serpientes de Medusa, adornaban la entrada al
templo, colocadas como tótems, intentando intimar a quien tuviera
el valor de llegar al fin de los tiempos, pero no se ocupaba de esa
escenografía para estar muerto de miedo, la idea de saber lo que se
encontraba en ese templo donde desgracias y tragedias antiguas
confluían con su actual habitante, esa mujer que era intocable

64
desde que se bañó con la sangre de Yamata no Oronochi, una
terrible criatura de ocho cabezas y ocho colas, que la volvió
invulnerable, además de haber encontrado la mítica espada de
Kusanagi, alojada en la cuarta cola de ese dragón al que Farida
venció originalmente por el conocimiento en la hechicería de los
primeros, Farida era la representación arquetípica de la muerte en
la forma de una fatal dama, ella los esperaba desde el inicio del
tiempo, lo había leído en el libro que le arrebató a Destino, el
eterno caído en desgracia al conocer a la mujer dragón, ella
conocía lo que pasaría no sólo en esta historia sino en todas
aquellas escritas. Pero no era un observador pasivo, ella
arbitrariamente intervenía para su beneficio o simplemente para no
aburrirse con la trama tejida, había adquirido el don de modificar el
libro de la vida, y esa noche lo haría con un fin más allá del que
podrían suponer las pobres marionetas que iban por su ayuda.

Mau y Yeyé estaban ante la dama muerte, Farida les ofreció su


hospitalidad con el sacrificio de un Hobbit en honor de sus
huéspedes, el cual cocinó en su jugo y con especias de jardín del
Edén y acompañó de extractos de piedra filosofal y agua miel.

—Sé a lo que han venido —dijo con esa voz que doblegaría
legiones—. Buscan la forma de acceder ante aquel, que es reflejo
de ustedes, al otro lado.

Tanto Mau como Yeyé desconfiaban de esa mujer, pero si


había alguien que podría otorgarles la posibilidad de confrontar esa
pesadilla era Farida, pero el único problema sería el coste a pagar.

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—Lo que tanto buscan se encuentra en el reino de Midgard, el
reino medio habitado por el hombre. A un milenio de este tiempo.
—Farida dejó al descubierto el misterio.

—Yo y Mau ir debemos —Yeyé cuestionó—. ¿Cómo?

—¿Grrrl? —Mau preguntó el costo.

Farida lo meditó, había ideado la forma en que este par debía


ingresar al reino medio desde hace un lustro, sabía lo que ella
obtendría si ellos lograban su cometido, pero nunca se dio tiempo
para pensar una recompensa, no quería que supieran que tenía sus
propios planes y que los ocupaba tanto como ellos la necesitaban,
aunque debían sospechar algo, de eso no le cabía duda, ella lo haría
en su lugar.

—Cuando llegue el momento cobraré el favor —dijo al fin.

Luego los condujo por el templo hasta el gran salón de


ceremonias de Yog-Sothoth, y los dejó a solas mientras ella iba por
los artilugios que deberían utilizar en esa empresa. Los minutos
que tardó se volvieron eternos para el semidiós y el demonio,
esperaban un ataque, una emboscada en aquel salón cerrado, una
tumba de piedra maldita, fue ahí donde Yeyé llevó a cabo el rito
para traer al antiguo a esa Tierra, Mau combatió a Medusa en su
victoria más gloriosa en los pasillos que conducían al salón, y la
destripó en ese mismo lugar.

En el momento en que sus dudas los consumían, donde la


intriga se apoderaba de ellos, Farida reapareció, más no lo hizo
66
sola, aunque sus acompañantes distaban mucho de ser lo que ellos
hubieran esperado, no eran un ejército, ni un grupo de démonos o
seres abismales listos para enfrentarles y darles muerte. En su lugar
dos cabras gigantes acompañaban a la hechicera, una tan blanca y
pálida como la Luna y su contraparte era tan sombría como la
noche. Ambas bestias arreaban un carruaje metálico, más no de
cualquier metal, Mau lo supo con solo verlo, ese brillo era idéntico
al que se desprendía de la hoja de su hacha, era de las mismas
estrellas, forjado por los enanos de Nivadellir, no le cabía duda en
eso, los acabados en la estilización del carruaje tenían la firma de
esa estirpe.

—Tanngnjósr y Tanngrisnir, los llevaran ante lo que buscan.


—Farida les entregó las cabras y, a Yeyé, le ofreció la llave que los
dejaría poder rebanar la delgada línea que dividía las realidades, su
posesión más valiosa, la Kusanagi-no-tsurugi, la espada que
encontró en la cuarta cola del dragón Yamata no Oronochi, una
espada de doble filo tan antigua como el tiempo. Tanto Yeyé como
Mau conocían la historia de cómo había obtenido esa espada, de
cómo se bañó en la sangre de aquel dragón para lograr la
invulnerabilidad y comió su carne para ser inmortal, y ahora Yeyé,
portaba la espada que podía rasgar la realidad con un solo corte.

Ambos guerreros subieron al carruaje que los conduciría a la


vida de un sueño.

Te has encontrado pensando en ella estos últimos días, ¿hace


cuánto no sabes de ella? Hace casi dos años que no la ves, y la

67
última vez que hablaste con ella hace unos meses fue un desastre,
entonces, ¿por qué piensas que enviarle un mensaje podría
terminar bien? Yeyé, no seas idiota. Sólo recuerda, el desastre que
es tu vida con Myrna, lo más cercano a una relación que has
tenido, y qué decir de Dulce, el odio que te escupe en el momento
que puede hacerlo aunque te mira con deseo. Farida se ha
convertido en una extraña en tu vida y debes aceptarlo, tus
relaciones son un asco. Lo mejor que puedes hacer es seguir con
este simulacro que llamas vida.

Además, ¿Qué bien le puedes hacer si escondes a una mujer, o


mejor dicho, los restos de una mujer en la nevera de tu
refrigerador?, junto con un envase de nieve de limón que lleva
meses olvidado en esa heladera.

Son casi las doce de la noche y el sueño se te ha escapado, las


doce de la noche, la hora de las brujas, ¿en dónde escuchaste eso?
¿Y por qué te sientes tan impaciente?

Entonces la respuesta nos llega en un destello que lo cubre


todo, cuando se apaga aquello que parece ser un sol en medio de
tu sala de estar, te encuentras con dos cabras que parecen
caballos, una negra como la noche y su contraparte es la luz de
una estrella, hay un carruaje a sus espaldas, más no hay otra cosa.
Mau pasa corriendo a un costado de ti, se detiene y te da una
mirada con la que te desaprueba, el gato va al carruaje, parece
buscar algo. Más grande, ¡está creciendo ante tus ojos!, ese
pequeño gato glotón se ensancha ante ti, y su pelaje anaranjado

68
parece incendiarse con la luz que se cuela por la ventana
proveniente de esa luna llena, que bien podría ser un enorme dólar
de plata sobrepuesto en esa negrura absoluta que cubre el
firmamento. Esa bestia, lo que solía ser Mau, saca algo del
carruaje, lo sujeta con su hocico, parece un hacha, con el mango
de madera y dos hojas de acero con un brillo único, te hielan la
sangre, Yeyé.

—Tú soñar a nosotros —le susurra la voz, no puede ver de


donde proviene, la conoce como a la criatura que fue su gato, sus
sueños lo persiguen en la vigilia, no hay duda de lo que pasa: ha
perdido la cabeza, tarde o temprano debía pasar, ¿no es lo que
pasa con la gente cómo él?

Enloquecen.

—¿Por qué? —insiste la voz—. Te soñamos.

Un escalofrío recorre su espina dorsal, lo estremece, su


cuerpo se entumece y cada extremidad, cada musculo, se contrae,
su corazón es una bomba hidráulica descontrolada, y su lengua
está muerta por su boca. Sabe de donde proviene la voz, lo que es.

Yeyé le habla desde los confines de su espalda.

Su espada se desgarra, puede sentir como se abre, la piel se


roe como una tela vieja y aquello apresado en sus confines
emerge, Sale al mundo y él puede sentirlo, como se levanta desde
su carne, es el doble de grande que un hombre y más pesado que
un oso.
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Yeyé tiene miedo de mirar al demonio que le dio un nombre y
vivió en su espalda desde que Myrna se lo tatuó.

—Nada decir —el demonio exclama esperando una respuesta.


Nada. El shock ha devorado al hombre que usaba su nombre—. Yo
hambre tener.

El demonio toma su piel y se la arranca de su cuerpo como si


le quitara una sábana a una cama, los músculos quedan expuestos,
el demonio come la piel de un bocado, y ese cuerpo descarnado
inicia a moverse cuando no debería hacerlo.

—Grrrl —Mau cuestiona a la criatura que fue un hombre y él


puede entender sus gruñidos como si fuesen palabras.

—No lo sé —es honesto, no tiene nada que ocultar, ni


parpados para cerrar los ojos. Ni labios para ocultar su lengua.

—Él es como ustedes —dice la voz de esa mujer, la hechicera


vino detrás de ellos, los usó como un escudo, un grupo de
avanzada prescindible con la misión de sólo abrir camino. Lleva el
libro de la vida en sus manos abierto en este momento, sobre estas
líneas. Arranca la hoja donde está planteada esta historia y la
introduce violentamente en la boca de lo que era un hombre, lo
obliga a tragarla.

—Yeyé, dame mi espada. —La hechicera ordena y el demonio


le entrega la mítica hoja que usó para abrirse camino por la
espalda del hombre. La criatura descarnada no entiende lo que se
está originando a su alrededor, esa mujer es como ella, la que
70
alguna vez consideró el amor de su vida, antes de Dulce, después
de Myrna. Más no es ella. Aunque tenga su rostro y su voz, esa
mirada la revela ante él, es la muerte, un hechizo venido desde el
fin de los tiempos.

La espada atraviesa su vientre y abre su caja torácica, la


separa y deja al descubierto un agujero en sus entrañas, algo que
no debería estar, en ningún ser vivo, pero ahí está. La hechicera se
incorpora y señala —: Después de ustedes.

—Grrrl —Mau cuestiona lo obvio.

—¿A dónde vamos? —Farida parece divertida con esa ide-


a—. ¿No querían ir al meollo del asunto? Eso es lo que haremos.
Para llegar debemos atravesar por la obra del escritor, por quien
originó toda esta locura, y la única forma de que seamos libres, es
tomando su lugar, en ese mundo. Suban al carruaje, Tanngnjósr y
Tanngrisnir saben lo que deben hacer, lo han estado esperando
por un lustro. Yo iré detrás de ustedes.

Ambos se dieron cuenta que eran insignificantes en esta


historia, peones de un orden mayor, y de que la hechicera había
ideado esto desde el inicio, mucho antes de esta historia los
envolviera.

Ambos subieron al carruaje y dejaron que las cabras se


encaminaran a las entrañas del relato, la muerte los siguió, en su
espada, llevaba el punto final de mi historia.

71
Israel Montalvo

Israel Montalvo (CDMX, México) es un trazador de

pesadillas, las cuales ha manifestado en diversos medios artísticos

como la pintura, la música, el arte secuencial y la narrativa. En

donde aborda como temáticas centrales el horror en todas sus

manifestaciones, la metaficción, y la condición humana. Israel

como pintor ha participado en diversas exposiciones colectivas e

individuales en diversas ciudades de México. También se

desarrolla como promotor cultural desarrollando eventos de

diversa índole en los estados de Nayarit y Jalisco. Cómo escritor e

ilustrador ha publicado en diversas revistas literarias, cómics y

libros en México, España, E.U. y Uruguay. Fue miembro del

consejo editorial de la revista literaria Herética (2012-2015). En el

2016 publicó su primera novela gráfica “Momentos en el tiempo”

(con la editorial Altres Costa-Amic Editores, México) y en el 2018

publicó la novela gráfica ¿Podría ser un asesino? (con la editorial

Mono ebrio, México), y el cómic “I’m fraid of americans”

publicación independiente, en el 2019 ha publicado la novela

literaria “Abel en la Cruz” (con la editorial Dreamers, México).

72
Participó en la antología de cuento “Mar Crepuscular” (Editorial

Dreamers, julio 2018), en la antología de cuento de ciencia ficción

“Líneas de cambio” (Editorial Solaris, Uruguay, Agosto 2018) e

ilustró la novela pulp “Marciano Reyes y la cruzada de Venus”

(Historias Pulp, España, julio 2018).

73
74
Ofelia y el Cazador
Jesús Guerra Medina

El rumor de que una bruja atacaba la aldea de junto se


esparció como pólvora por el bar.
Muchos de los viajeros, la mayoría cortesanos y aniquiladores
al servicio del rey Oest, desaparecieron apresurados entre las
mesas con un ¡plaf! usando piedras de transferencia; otros, por su
lado, menos familiarizados con las artes oscuras y, a juzgar por el
porte de sus andares, campesinos y comerciantes, salieron pitando
de ahí con el rostro desencajado para alertar a sus familias y huir;
sabido era que donde cae un pueblo, caen dos y hasta tres por
noche, siempre de noche.
—¿Una bruja? —susurró la camarera al regente mientras
contemplaba al tiempo desplazarse por las calles del otro lado de la
ventana. Por el tono de su voz, el guerrero Goro tuvo la certeza de
que ella había presenciado un ataque en el pasado. Por supuesto
que no era secreto el desastre y el nivel de caos producido cada vez
que una bruja aparecía, pero sólo aquel que lo haya vivido en carne
propia y sobrevivido para ver el sol nacer al otro día, puede
expresar lo que ella con un ademan de su cuerpo, apenas
perceptible—. Creí que ya no aparecerían más por aquí.
Las últimas figuras desaparecieron volcando mesas,
contrayéndose en el aire.

75
—Que la cuna de la organización inquisitorial se haya
instalado en las colinas del otro lado del bosque, no era garantía de
nada. Por desgracia, ya lo sabíamos.
—Supongo que sí —respondió ella—. Nosotros fuimos los
ingenuos; claro que no era garantía, tan sólo creí que… creí que,
quizás, eso las detendría…
El llanto fluyó por sus mejillas un instante después y, como
acto reflejo, el guerrero la vio llevarse la mano derecha al hombro.
Ahí debía de estar la marca, supuso, latente al corrosivo llanto de
la bruja. <<¿Desde cuándo habrá tenido que cargar con ella?>>, se
preguntó Goro, <<ocultándola y contrarrestando el malestar en su
cuerpo>>. A lo lejos, el rumor de los gritos traídos por el viento
comenzó a sonar como granizo en los cristales del bar, en las
calles, por todo el pueblo, y un aire de tristeza invadió ingrávido la
tarde roja que yacía en el horizonte, suspendida en el anochecer.
—Oh, querida —dijo el regente; sus orejas, largas y enrolladas
cual cono no simulaban su condición de Kukudh—. Lo sé, pero no
podemos hacer nada; suerte suficiente es ya que la organización
mande algunos soldados a lidiar con ella, seguro que logran, como
mínimo, contenerla, eso nos dará tiempo para escapar; he
escuchado rumores que afirman, tienen un nuevo maleficio para
contenerla y controlarla pero… Vamos, vamos, también tenemos
que irnos.
El guerrero, que hasta entonces sólo los contemplaba atento a
su conversación, terminó de tomar su trago, una amarga y fría
infusión de anís y regaliz, dejó caer un par de Soldis en la mesa

76
con un sonido de metal, y salió por la puerta cargando con sus dos
espadas en la espalda, cruzadas cual si fueran cruz y una extraña
bolsa de cuero con sellos de pergamino en la mano izquierda en
donde la piel se veía extrañamente más oscura que el resto. La
camarera soltó un gritito al verlo levantarse de su silla, emergiendo
de la penumbra a la luz de los pocos candiles de aceite de
salamandra que no se habían apagado por el alboroto que provocó
la huida; por un momento se olvidó que aún podría quedar alguien
en el bar.
—En nombre de Gott, casi me da un infarto, ¿era un soldado
inquisidor? —preguntó el regente mirándolo salir. Había volcado
un jarro de pulque sobre su túnica esmeralda y el olor a flor de
Olves con que estaba preparado se esparció por doquier, anegando
el miedo y la tristeza reinante.
—No —dijo la camarera con un dejo de esperanza en su voz;
había saltado la barra para contemplar cómo se alejaba por las
calles completamente vacías—. Es un Soturi; parece que aún
quedan algunos vivos en estas tierras.

Parte uno: Cazador


Capítulo 1
El fuego se adivinaba tras los altos troncos del bosque que
separaba una aldea de la otra al fundirse su color carmín con la
noche cada vez más espesa y los gritos, in crescendo, resonaban
con mayor intensidad según el viento soplaba con fuerza desde el
horizonte trayéndolos consigo. <<Pronto>>, se dijo Goro, el

77
guerrero, cruzando el velo mágico de la entrada del pueblo, <<se
dejarán de escuchar>>. Usualmente variaba el tiempo que éstos
resonaban tortuosos pero que se oyeran aún era algo bueno; quería
decir que la gente del pueblo, la mayoría al menos, seguía con
vida.
Algunas brujas solían entretenerse sólo con un par de
personas, casi siempre mujeres; buscaban algo en el aroma de ellas
que las enloquecía, aunque claro, los hombres, especialmente los
más jóvenes, no eran precisamente despreciados. Nadie, en toda la
historia de la humanidad desde que apareció la primera bruja en la
tierra, sabía qué era eso que buscaban, pero algo era seguro, una
vez elegida la presa, era tomada y abusada de todas las maneras
posibles. Ni Goro, cuya experiencia en cazarlas superaba con
creces a los soldados de la organización inquisitorial del rey Oest,
podía acostumbrarse a contemplar aquello cada vez que una bruja
aparecía. Curiosamente, sin embargo, estas víctimas eran las que
siempre sobrevivían, pero, como podía imaginarse luego de los
suplicios a los que eran sometidas, nunca eran las mismas; estaban
marcadas. La gente de los poblados aledaños solían quemarlas
cuando las encontraban inconscientes entre los escombros, únicas
con vida en un paraje de muertos, pues, pensaban, ya habían
dejado de ser humanas. A veces las ahogaban en los lagos del este,
los más grandes de toda las tierras del reino Oest, —se creía que el
agua las purificaría—, llevadas enjauladas en enormes comitivas;
otras tantas eran torturadas y asesinadas luego con mecanismos
inventados por los aldeanos mismos como si el castigo de la bruja

78
no hubiese sido ya suficiente. A veces lograban huir y rehacer su
vida escondiendo la marca, como seguramente había hecho la
camarera del bar, pero casos como ese eran muy poco frecuentes.
Este tipo de brujas, después de divertirse, entonces sí que
mataban y destruían al pueblo entero para desaparecer —o
marcharse, no se sabía a ciencia cierta— al amanecer. Las brujas
solían clasificarse por el nivel de poder y la naturaleza de sus actos
y entre las más comunes estaban las devoradoras y las brujas de
marca, que, además de matar y destruir, acostumbran dejar
sobrevivientes con su beso de muerte estampado en la piel.
Estaban, además, las brujas errantes, como bien sabia Goro, y las
destructoras, meras máquinas de caos, así como alguna que otra de
tipo extravagante (como la bruja carcelera cuyo comportamiento
errático no se podía bien clasificar). De dónde venían, nadie sabía,
lo único que era seguro es que una vez que aparecían, todo era caos
y destrucción. En los últimos treinta años, la corte del rey Oest,
quien tomó el poder luego matar al Padre Rey hacia casi cinco
décadas luego de la gran guerra Soturi, había decretado la creación
de una especie de policía que se encargaba de salvaguardar sus
territorios —así como de conquistar nuevos—, entrenando
soldados superdotados que fueran capaces de hacerles frente a las
criaturas. Los métodos de selección para poder ingresar a ésta eran
completamente desconocidos para el público pero una cosa sí era
cierta: las y los marcados eran, por predilección, los elegidos para
combatir. De este modo el rey regulaba los linchamientos y
mantenía un control puntual sobre aquellos que eran considerados

79
amenaza; además, y, aunque esto era poco sabido, el rey tenía un
pretexto para poner en marcha proyectos secretos de fusión mágica
elemental con el cuerpo humano o cuasi humano de cuyos fines
Goro desconocía.
A pesar de que su figura, la de los soldados de dicha
organización, era ampliamente difundida entre la población, en
realidad muy pocos conocían su proceder a la hora de pelar, de este
modo, y conforme fue transcurriendo el tiempo desde su creación,
su existencia se volvió casi de orden mítico; sin embargo, el hecho
de que una bruja no atacara más de una vez y desapareciera, —la
mayoría de ellas al menos—, misteriosamente al amanecer,
mantenía la esperanza entre la gente de que sus poderes eran
reales. Sólo algunos cuantos conocían la verdad, casi todos soturis
que aún peleaban contra ellas clandestinamente, y contra los
aniquiladores que, por órdenes del rey Oest, los intentaban matar
para asegurar así el control y el poder total del reino.
Goro aceleró el paso desviándose en el sendero gastado por
donde a lo lejos aún se veían los últimos carruajes alejarse en
dirección contraria, y se internó en el bosque. El olor a hojas
muertas, musgo y madera húmeda se mezclaba con las bocanadas
de humo que llegaban de la distancia, inundando su nariz. La
oscuridad oscilaba en espiral sobre su cabeza y deformaba el
entorno a su alrededor. Los enormes troncos se inclinaban al viento
que soplaba en ráfagas concéntricas y algunas ramas caían desde lo
alto arrancadas de tajo, muchas con nidos de Unnunus
abandonados en ellas. Goro se abrió paso entre la maleza

80
persiguiendo el rumor de las hojas hasta llegar a un precipicio
rocoso y luego, tras contemplar las columnas de humo que se
alzaban al cielo en la oscuridad dispersándose sobre los
gigantescos arboles del bosque que continuaban eternamente en un
paraje más allá de los tres pueblos aledaños, se arrojó saltando de
roca en roca hasta caer en un sendero que se abría sinuoso entre la
maleza. Siguiendo recto, llegaría hasta la entrada del poblado.
Junto a él, a la izquierda, de pronto un par de ojillos se adivinaron
en la oscuridad de una enorme cueva que se abría como boca de
lobo y una potente respiración surgió de ella como los fuelles de un
dragón. Debía de ser algún Zimngui perdido. Desde que el rey
decretó su caza intensiva a fin de aprovechar sus pieles como
abrigos de protección y su sangre venenosa para bañar las armas de
los soldados de la organización inquisidora y los aniquiladores de
soturis, casi todos los de su especie habían desaparecido. Goro lo
imaginó encorvado, con sus musculosos brazos, sujeto a un tronco
de árbol ornamentalmente tallado en forma de lanza dispuesto a
atacar si acaso decidía acercársele. Generalmente eran de
naturaleza tranquila pero era mejor no estar cerca, especialmente si
como aquel, se encontraba solo y resentido; <<como sea>>, se dijo
Goro retomando el paso, <<mejor andarse con cuidado>>,
suficiente tenía con lo que pensaba hacer considerando su estado
actual.
Ofelia, la gran bruja carcelera, lo había dejado en muy mal
estado cuando la enfrentó por primera vez, desde que se prometió
matarla en el momento en que ésta secuestró a Asa años atrás,

81
hacía quince meses del calendario Oestres. Por fortuna para él, una
comitiva que pasaba lo rescató de los escombros luego de que,
haciendo acopio de todas sus fuerzas, decapitara una de sus cuatro
cabezas, provocando, como hecho secuencial, que ésta huyera de
las tierras del norte en donde se había asentado desde que apareció
ahí. Ese acontecimiento hizo que Goro fuera reconocido como un
gran héroe por todas las tierras, pese a su reticencia por aceptarlo,
pues, además de haber herido a la gran bruja errante, cosa que ni
siquiera la organización del rey había logrado en tantos años, era
de los últimos y perseguidos Soturi que seguían con vida.
Cuando lo desenterraron debajo un motón de tierra, paja y
cadáveres humeantes, le faltaba la mitad del brazo izquierdo,
(Ofelia se lo arrancó de un mordisco cuando Goro intentó
arrebatarle a Asa de la prisión de hueso de su vientre), y una de las
estacas de hueso que llevaba la bruja como protección en su cuerpo
de ogro, le había atravesado el pecho. Sobrevivió, por fortuna,
gracias al uso de piedras de Sanantthi y a que el médico, un
alquimista renegado, amputó el brazo, para ese momento ya
completamente infectado de la llamada enfermedad negra o mal
del diablo —la cual pudría en horas la carne, piel y nervio del
infectado—, y lo remplazó por un implante de madera de Ocott
fortificado con minerales “preservaciohnales” y unos cables
tejidos con fibra de ala de dragón bañados con un hechizo de
presión que permitía su movilidad potenciada.
Siete estaciones temporales habían transcurrido desde
entonces y Goro aún se sentía, por más que se negara a aceptarlo,

82
inseguro con el nuevo mecanismo de compresión de su brazo.
Además aquel enfrentamiento lo había trastocado de manera
irremediable. Contemplar el cuerpo adulto de Asa, tan cambiada
desde que la bruja se la llevó, pero al mismo tiempo, tan idéntica a
la adolecente que lo cuidaba cuando niño, había dislocado el
engranaje de su propia constitución. Se había entrenado tanto para
poder recuperarla y ahora, que por fin había logrado establecer
contacto con la bruja luego de mucho buscar, apenas si pudo hacer
algo contra ella. Era poderosa, inmensamente poderosa y él seguía
siendo tan débil. Además, estaba el asunto de su brazo; si bien
manejar las espadas con aquel implante no implicaba ningún
problema a la hora de pelear, como bien había probado en sus
entrenamientos y cazando bestias menores, aquel cosquilleo que de
pronto sentía al comenzar a blandirlas le preocupaba. Las brujas no
eran algo para tomarse a broma, mucho menos si eran de nivel seis
como la que, a juzgar por el temblor en la tierra y al hecho de que
ningún animal anduviera cerca, era aquella hacia a la cual se
dirigía. Goro tenía el cuerpo tembloroso y un nudo se retorcía en
su estómago; <<sólo es excitación>>, se dijo él, palpándose el
pecho, bajo la capa, el agujero en su piel apenas cicatrizado,
<<porque encontrarse de cara a la bruja sólo significaba estar un
poco más cerca del paradero de Asa>>, pero una vocecilla en su
cabeza lo ponía en duda. Desde aquel enfrentamiento que casi lo
mató, Goro le había perdido la pista a Ofelia; según rumores, la
bruja carcelera había marchado hacia el sur pero aun así, se dijo,
necesitaba confirmar la información de primera mano con una

83
bruja. Y qué mejor si ésta sobrepasaba el nivel cinco. Al menos no
le mentiría si conseguía hacerla hablar.
La luna brillaba en lo alto del cielo tras el espeso follaje y, a
juzgar por la pesadez casi húmeda de los gritos que sonaban en el
aire cada vez más cerca, Goro divisó el atisbo de una tormenta en
el horizonte. El guerrero avanzó por aquel estrecho sendero rocoso
un rato más cuando de pronto, su espada, Idá, comenzó a quemar
el cuero de su ropa en la espalda, señal de que la bruja estaba
cerca. Idá era su señal de alerta pues adivinaba el campo negro
cuando la bruja desplegaba su poder. La desenvainó entonces,
mucho más pesada que Adí (pero también mucho más rápida), que
aún colgaba en su espalda, y, sintiendo el calor abrazador de la
hoja de acero, comenzó a blandirla fragmentando las sombras que
se alzaban a contra luz por el fuego. Tenía que estar alerta; cuando
las brujas aparecían no llegaban solas, los espectros siempre las
acompañaban; si bien éstos intervenían muy poco, el daño causado
por ellos era, aunque no mayor, tampoco menos grave; se
encargaban de proveer a la bruja de los despojos olvidados por su
inservible olfato o cualquiera de las carencias sensoriales de ellas,
ya fuera los ojos, la nariz o el oído. Se podía decir que eran una
especie de cortesanos, meros sirvientes de las reinas del caos,
aunque, si lo pensaba con detenimiento, en los últimos meses
circulaban rumores que afirmaban, habían comenzado a actuar de
manera extraña. Por las descripciones que escuchaba, Goro
suponía que era como si estuvieran evolucionando de un modo
extremadamente veloz. No tenían demasiado tiempo de su primera

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aparición, de hecho, no fue sino hasta la segunda oleada de
apariciones brujiles (detonada por la aparición de Ofelia, la gran
errante), que los espectros hicieron acto de presencia en los
ataques, pues, en la antigua guerra, éstos no existían. Eran sólo las
brujas contra las ramas genealógicas puras de guerreros soturis. La
aparición de los espectros, había pesquisado Goro, estaba
íntimamente ligada con la creación de la organización inquisitorial
y la de sus soldados y aniquiladores, luego de que el Padre Rey
muriera a manos de su propio hijo y éste tomara el poder.
Ramas se partieron a su alrededor y el sonido de una
respiración que atraviesa la noche como rayo: estaban cerca. A lo
lejos, un grito mucho más agudo que el eco que había estado
oyendo tronó en el aire; la risa de la bruja, era la señal, todo estaba
por acabar. Goro avanzó aprisa unos metros más y luego,
tomándola de su cinturón, arrojó una granada y esperó a que el
humo negro de palpar se esparciera en su mundo circundante;
entonces, en sigilo, caminó pisando cadáveres de la gente que
intentó huir en las periferias del bosque, camuflajeándose con las
siluetas que aparecían de los pliegues brumosos del humo, y
penetró el velo de la entrada del pueblo, en el negro caos.

Capítulo 2
La espada, Idá, atravesó las siluetas que bailaban en los bordes
del aquel inmenso maremágnum quemando las pieles de los
espectros al contacto; éstos abrieron los ojos sorprendidos. Luego
cayeron al suelo, uno a uno, algunos con el pecho perforado, otros

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decapitados limpiamente con el filo de la espada. Los había
tomado por sorpresa y el humo de la granada palpar había hecho
su efecto; había adormecido su visión y olfato. Su agilidad se había
visto mermada y como acto secuencial, se habían quedado
paralizados sin saber qué diablos pasaba. Si bien, se dijo Goro
sacudiendo la sangre espesa color amarillenta de la hoja de su
espada roja e hirviente, ya por la cercanía de la bruja y su campo
negro, eran llamados espectros debido a su semejanza con el
cuerpo humano, el aspecto de aquellas criaturas se asemejaba
mucho más al de un duende que nada, salvo, quizás, por la tez
blanca de su cuerpos desprovistos por completo de pelo, la alta
estatura y ese absurdo sombrero en su cabeza.
Goro contó los cuerpos; eran cinco, faltaba uno, pensó. Si algo
había aprendido durante sus largos años cazando brujas, era que
sus ataques, así como el número de espectros que aparecían en
escena, eran siempre el mismo y correspondía con el nivel de
fuerza de la bruja funcionando como una especie de indicador, (de
este modo la organización inquisitorial pudo clasificarlas); así
pues, si la bruja era de nivel seis como esa, eran seis los espectros
que aparecían con ella. El grado de destrucción variaba, claro,
dependiendo del tipo y el carácter de la bruja pero el número de
sirvientes no. Goro paseó la mirada por las ruinosas estructuras de
las casas buscando, rastreando, pero la densidad del humo del
fuego nublaba su visión; el espectro era fácil de distinguir, era
largo y extremadamente delgado, además, usaba, como única
vestimenta y rasgo distintivo de su clase, una especie de sombrero

86
alto de color negro que contrastaba con su cuerpo pálido, blanco
como pergamino nuevo. <<Concéntrate>>, se dijo Goro, tenía la
frente perlada de sudor y las piernas ligeramente temblorosas. El
olor a carne quemada de los espectros tirados junto a él, se fundía
en uno con el del montón de cadáveres que se quemaban entre los
escombros de las casas, lo asqueaba. Las llamas danzaban
crepitando en el suelo negro, avanzando por el pueblo como una
serpiente ígnea, estirándose y contrayéndose, vomitando calor y
nubes de fuego: <<ahí está>>, se dijo después de un rato,
devorando una masa amorfa de carne embarrada en el suelo, tres
metros más allá, casi en los pies de la bruja. Pero algo andaba mal,
pensó, no era uno sino tres los espectros que merodeaban entre las
llamas. <<Imposible>>, pensó Goro, Ida jamás se equivocaba,
aquella bruja era una devoradora nivel seis, definitivamente.
¿Entonces porque habían aparecido ocho espectros? El guerrero los
contempló y avanzó confundiéndose con la destrucción que volaba
en nubes de polvo. Cientos de cadáveres yacían esparcidos en el
suelo, la mayoría completamente chamuscados.
Aquella bruja era considerablemente más grande que todas a
las que había enfrentado antes, más incluso, que la propia Ofelia, y
devoraba, en ese momento, con su cabeza de pez y largo vestido de
cortesana azul, a un puñado de niños dispuestos en los corrales de
los campesinos, entre excrementos y abono de caballos. Sus
colmillos eran brazos humanos y se flexionaban por los codos
cuando masticaba, mientras que sus cabellos giraban ondulantes,
cayendo rubios por su espalda y emitiendo un sonido similar una

87
turba de gritos agónicos al partir el aire. Goro miró a su alrededor,
estaban todos muertos, lo estuvieron desde un inicio; era la bruja
quien producía los gritos para atraer más presas. Algunos
dragonetes habían acudido al llamado desde el interior del bosque,
y contemplaban desde las periferias el terrorífico espectáculo,
expectantes a la espera de alguna presa perdida. La bruja emitió
una carcajada que sonó cascada entre los gritos producidos por sus
cabellos y, de un manotazo, sujetó un puñado más de niños y los
devoró. Todo era caos y desesperanza. La tristeza pesaba en el aire.
Goro notó entonces, al avanzar entre los escombros, como uno de
los espectros restantes se acercó sigiloso a un niño que se había
agachado cuando la bruja dio el manotazo, y estirando sus largos y
flacos brazos, lo tomó y le reventó el cuello. Goro pudo escuchar,
aun en medio de aquella bulla, como tronaba el hueso al perder la
vida. Entonces el espectro aventó el cadáver, tibio aún, a los
dragonetes en las orillas del bosque y lo devoraron, ante las risas
burlonas de los otros espectros.
Goro respiró hondo y atacó.
El sombrero de copa de uno de los espectros se inclinó al
agacharse para esquivar la daga que Goro había lanzado, pero no
los otros. El cuchillo penetró de lleno en la cabeza de dos de ellos
y murieron en el acto. El espectro restante, al mirar aquello, bufó y
comenzó a correr a cuatro patas como hombre lobo. Su piel
desnuda rebotaba fofa al andar y la sonrisa en su rostro de duende
había desaparecido reemplazada por una mueca de preocupación.
La bruja entre tanto, giraba su cuerpo haciendo temblar la tierra,

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buscando en el suelo, lo siguiente para comer. El espectro saltó
entonces a los faldones del vestido de ésta y comenzó a escalar
hasta sus pechos, protuberante en un escote sensual, y luego hasta
las branquias en su cabeza de pez. El espectro le susurró algo por
las aberturas verticales de su cara y, para sorpresa de Goro, la bruja
giró la cabeza con dirección a donde él estaba, meciendo su larga
cabellera en el aire provocando el rugir de gritos cada vez más
desgarradores. Goro jamás había presenciado algo así; la bruja asió
en sus manos el tronco de un árbol en llamas, y lo blandió como si
fuera espada. Entonces golpeó el aire frente a él con tanta fuerza
que, de no haber esquivado por los pelos las raíces que se
flexionaron cual látigo en el aire, lo hubieran matado. El espectro
emitió una risa ahogada y, sentado como estaba en el hombro de la
bruja, lo señaló una vez más entre los escombros y el humo y el
polvo. Por su naturaleza salvaje, Goro jamás hubiera pensado que
una bruja tan poderosa como aquella fuera a recibir, y aún menos
obedecer, órdenes de nadie pero en ese momento, guiado por el
espectro, lo estaba haciendo. ¿Qué estaba pasando?
Goro sujetó firme su espada con el implante de madera de su
mano y, desde donde estaba, de pie sobre las ruinas de una taberna,
entre polvo y trozos de hierbajo que caían en medio de aquel
follón, blandió la espada. Fue un sólo golpe pero el aire, el humo y
el fuego se abrieron limpiamente al corte de Idá. El espectro quiso
moverse pero era demasiado tarde, lo había partido por la mitad al
igual que el hombro de la bruja. De su sombrero de copa rebanado,
su cerebro se vació licuado en una mezcla espesa. El vestido de la

89
bruja se deslizó, a su vez, por sus hombros y dejó a la vista un
enorme pecho blanco; en el pezón la cara de un gigantesco bebé
lloraba muda. La sangre comenzó a manar instantes después espesa
y del color de la mierda. La bruja profirió un grito ebrio de dolor y
comenzó a blandir sus cabellos que fueron cortando todo a su paso.
Los montones de cadáveres dispersos por doquier, quedaron
reducidos a meros trozos de carne ensangrentada. Su cara de pez se
contorsionaba escamosa y de sus branquias, un caldo apestoso
salpicaba todo. Goro blandió una vez más su espada, corriendo
entre las ruinas, y el choque del acero con los cabellos rizados de la
bruja que oscilaban hizo eco por toda la tierra. Chispas saltaron de
todas direcciones y el olor a quemado se esparció como niebla por
doquier. La espada ardía y la carne de la bruja estaba indefensa.
Matarla sería mucho más fácil de lo que había supuesto, pensó
Goro, pero no era eso, se había vuelto más fuerte y ese brazo
constituía su principal fuente de poder físico. Lo sabía, lo podía
sentir. Goro sonrió. Ese brazo seria su llave para alcanzar su
objetivo. Ofelia. Asa. Asa. El temblor en sus piernas había
desaparecido y en su estómago sentía bullir emoción y adrenalina
pura.
—¡Eh! —gritó el guerrero.
La bruja, que había caído de espaldas, se puso en pie de nuevo
y buscó, entre la humareda, el origen de aquella voz. Sus ojos de
pez puestos en la cara alargada horizontalmente por su cuello se
movieron buscando, rastreando

90
—Por aquí. —dijo Goro. Su rostro, cubierto de sombras,
oscurecía sus facciones y la capa en sus hombros se mecía al
compás del viento que soplaba sin dirección.
—¿Quién es? —rugió la bruja. Su voz escamosa, reverberó en
la noche. Al abrir la boca, la cabeza de un niño salió volando
desprendiéndose de sus dientes con forma de brazos, los dedos
retorciéndose como lombrices en las puntas de las manos.
—¿Reconoces esto, ¡eh!, monstruo?
La bruja miró entonces por fin a Goro de pie sobre una
estructura perdida en el desastre y abrió la boca; era él, el famoso
Soturi de Oest. Goro retiró los pergaminos de protección de la
bolsa de cuero y sacó, tenuemente iluminado por la penumbra
danzante, la cabeza de una mujer muy hermosa y de un tamaño
desproporcionalmente grande. Sus facciones finas parecían de
porcelana pero algo en su mirada muerta hizo estremecer a la bruja
que retrocedió unos pasos al mirarla, sus ojos de pez abiertos de
par en par.
—¿Sabes en dónde está? —La bruja sacudió a cabeza de un
lado a otro en negativa pero algo en su rostro advirtió al guerrero
que no era así.
—Su nombre no se puede decir —dijo la bruja—, está
prohibido.
—Dime lo que sabes —ordenó Goro y ondeó la espada
partiendo el aire.
La bruja se inclinó hacia él poniendo sus manos en el suelo,
entre madera quemada y cadáveres destrozados. A la distancia, en

91
la penumbra, era un gigante de siete metros de alto mirando una
nada con forma de hombre en la destrucción.
—Se perdió —dijo la bruja.
—¿Se perdió?
Entonces, del suelo, entre las ruinas, cavando túneles, los
cabellos de la bruja atacaron a Goro cual gusanos desde el fondo
de la tierra, retorciéndose. El brazo de éste se movió por inercia y
bloqueó los abordes. Idá fue de aquí para allá hiriendo a la bruja,
primero en su cara, haciendo cortes finos, hirvientes en la carne de
pescado, luego por el resto del cuerpo. La bruja emitió un aullido
de dolor y su cabello quedó cortado en hebras que se disolvieron al
caer al suelo como sueños al amanecer.
<<¿A dónde se fue?>> pensó la bruja, con su ojo izquierdo
colgado de su mejilla al buscarlo para contratacar. Sus colmillos,
los brazos humanos, se estiraron y doblaron luego por el codo
cuando abrió y cerró la boca al hablar. El guerrero había
desaparecido.
—Te hice una pregunta —dijo Goro de pronto, parado en el
mismo lugar donde el espectro había estado antes; en su hombro.
La bruja volvió la cabeza, ¿cómo llegó hasta allí? Entonces Goro le
rebanó la mejilla. La sangre salió a caudales, y entre ella, en el
espeso líquido amarillento, el guerrero reconoció la cara de los
niños que había devorado. Se movían como almas en el infierno al
abrir y cerrar la boca, llorando.
—En los oscuros bosques del sur —dijo la bruja, al fin—, no
sé nada más. —Su voz había adquirido un tono de niña y hablaba

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como si se justificara por una travesura—. Aún entre nosotros, ella
es diferente. No mata por diversión, tampoco por hambre, nadie lo
entiende, además siempre lleva a esa mujer consigo…
Goro, que la observaba con asco, levantó la mirada al cielo: al
menos ahora sabía que los rumores no eran mentira, Ofelia estaba
en las tierras del sur. La luna roja brillaba semi curva pendida de la
mejilla del universo; herida, se dijo Goro, y perdida en los confines
del fin del mundo; <<Asa>>, pensó entonces; cuando la vio en su
enfrentamiento con Ofelia, se veía limpia, sana, a gusto, inclusive
y que lo mataran si no, pero le había parecido percibir el destello
fugaz de una mirada de cariño en sus ojos grises al contemplar a la
bruja que la aprisionaba en el interior de su vientre de huesos
pálidos y cubiertos por jirones de carne podrida que colgaban
como ramas de sauce.
—Muere —dijo Goro sintiendo una rabia sorda palpitar en su
interior; acto seguido, cerró los ojos y dejó que el poder del brazo
fluyera por todo su cuerpo.

Capítulo 3
Enormes lágrimas escurrían por las mejillas de pescado de la
bruja cuando Goro la rebanó en decenas de pedazos que los
dragonetes no dudaron en correr a devorar. La boca, aún completa
cuando cayó al suelo, alcanzó a murmurar antes de desvanecerse
entre los colmillos de un par de ellos:
—No podrás derrotarla; ella es inmensa, ella es eterna, ella es,
ella fue y será… —Pero Goro no la escuchó.

93
Capítulo 4
Luego todo fue silencio; silencio y el crujir de las llamas
danzando con su canto de muerte en la oscuridad. Todo había
terminado.
Capítulo 5
Pero no era del todo así. Goro agudizó el oído al percibir un
rumor lejano susurrar entre los escombros. Por aquí, sobre el
humo, por allá bajo las hierba quemada y entre los lengüetazos de
los dragonetes que devoraban los pedazos de carne de los
cadáveres y la bruja. El aire despeinaba las copas de los árboles
dispersando el humo en columnas que se retorcían en espiral al
cielo oscuro, bajo la luna roja y, a lo lejos, relámpagos encendía la
noche. Goro absorbió de su medio la cadencia de aquellas ondas de
sonido que revoloteaban en los despojos del caos, sintiendo el astil
de Idá frio como la nieve ahora que la bruja había muerto y su
campo negro se había desintegrado, y escuchó atento: palos al ser
removidos y el tronar metálico de una espada en el silencio, bajo
tierra. El guerrero saltó al suelo de la cabaña destrozada en donde
estaba y comenzó a caminar hacia aquel murmullo cada vez más
audible. Tenía los ojos cerrados, como hacia cada vez que
necesitaba escuchar, escuchar de veras, y caminaba como por
instinto persiguiendo sombras en el aire; un dragonete le gruñó al
percibir su cercanía y clavó sus garras en el abdomen de un
hombre que yacía tumbado boca arriba con los intestinos saliendo
por su boca como advirtiéndole, “esto es mío”. Su larga y

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escamosa cola apuntalaba al cielo como un fusil de hierro aún no
inventado. Goro lo ignoró y siguió el sonido hasta el destrozado
corazón del pueblo: que hubiera un sobreviviente era sumamente
extraño; ¿quién podría haber eludido las garras del monstruo?
Aquella bruja era una devoradora, marcar no le interesaba en
absoluto. Goro se detuvo al pie de una choza completamente
destruida, el calor abrazador besando su cuerpo, y entonces,
enfundando Idá, dio un puñetazo en el suelo con el brazo izquierdo
levantando los escombros en el acto como si la gravedad se
hubiera fundido en el aire, y ahí estaba: una mujer con el cuerpo
semienterrado escarbaba, intentando salir. Ella lo miró con sus ojos
plateados inyectados de sangre por el esfuerzo y el dolor, y le
apuntó con su espada con la mano libre, su rostro desprovisto de
todo miedo. Alrededor de Goro los escombros flotaban como
cenizas. Era bella, pensó, pero algo en sus ojos le transmitió una
sensación de extrañeza, sin nombre; ¿qué sería?, se preguntó; no lo
sabía. El cabello rubio de ella, manchado de sangre, escurría por
sus mejillas y un corte trasversal se estiraba desde el cuello hasta el
ombligo. Y luego estaba el emblema dorado en su pecho: la
organización inquisitoria del rey Oest. Era un soldado.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Goro. En su cara se iluminó
el fantasma de una sonrisa a las llamas del fuego.
—¿Tú qué crees? —dijo ella bajando su espada alargada y con
forma de hueso, y suspiró aliviada.
Goro se agachó y la tomó en sus brazos.

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Capítulo 6
La dejó sobre la barra del bar.
El regente se había marchado junto a la camarera, al igual que
el resto de habitantes en ese pueblo y, en medio de la noche, las
casas parecían criaturas muertas agazapadas en la oscuridad,
acechando. Los brazos de Goro habían quedado cubiertos de
sangre y trozos de piel muerta de la guerrera. El mal del diablo,
pensó encendiendo un candil, pero no era así. Su herida, mortal
según le había parecido cuando la sacó de los escombros, se había
cerrado en el transcurso del camino, y ahora, a pesar del tono
amoratado de su vientre, se veía bastante mejor. Su poder de
sanación era increíble. ¿Se debería a la marca?, se preguntó.
La guerrera lo miraba. Sus ojos eran plata en la penumbra y lo
observaban en el vacío frio de la noche. Su espada de forma
bastante inusual, retozaba sin convicción sobre la mesa como un
insecto muerto y, en sus bolsillos, piedras de transferencia
brillaban intermitentes iluminando la penumbra reinante. Goro
saltó la barra, en el mismo lugar en donde la camarera lo había
visto emerger horas antes, y abrió una botella de chartrusee. Luego
tomó un sorbo y vació el resto de la bebida en la herida de ella.
Ésta gritó de dolor y se retorció en la mesa. El corte, que aún
estaba ligeramente abierto, comenzó a escocer inmediatamente,
quemando la piel, cerrándola.
—Con eso estarás mejor —dijo Goro, y se encaminó a la
puerta.
—Espera —dijo ella—. ¿A dónde vas?

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A lo lejos, un relámpago hizo eco en el silencio cargado de la
típica tristeza que inundaba al mundo siempre que una bruja
atacaba y el agua comenzó a anegar el silencio en la oscuridad.
Una tormenta se acerca. Envuelta en la penumbra, sus finas
facciones se acentuaban aún más y aunque hermosas, le recordaban
ligeramente el rostro de ¿quién?, ¿Ofelia?
—¿Cuántos eran? —preguntó Goro repentinamente. La
Guerrera lo miró; se había incorporado; su herida estaba
completamente cerrada y el vapor había dejado de quemar su piel
ya regenerada.
—Siete —dijo ella—. Éramos siete. La organización, en el
comunicado, nos dijo que la bruja era nivel dos; dijeron que no
había problema si éramos pocos, que sería suficiente para vencerla.
Esos hijos de puta… nos enviaron allí a morir.
Siete. Goro cerró los ojos y recordó; la bruja era nivel seis, ni
aun siendo cien de ellos podrían haber hecho algo contra ella. Los
ataques usualmente era orquestados por cincuenta soldados o más
para niveles bajos, más del triple si era grado cinco o superior,
entonces, ¿por qué el rey de pronto comenzaba a despreocuparse
por sus soldados? Hasta antes de que Goro luchara contra Ofelia, el
rey Oest intentaba protegerlos por todos los medios; cuando el
campo negro rebasaba del nivel cuatro, las misiones de los
soldados se limitaban a reconocer y evacuar, si era posible, desde
la distancia; mantenerlos con vida era su prioridad; tanto era así
que poblados enteros perecieron sin recibir ayuda. Con algo de
suerte, la bruja desaparecería al amanecer o se iría a otro lado. En

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caso contrario, bueno, que Gott amparara al mundo si como Ofelia,
era de clase errante, nivel doce.
—Cuando apareció —continuó la guerrera—, nosotros apenas
habíamos traspasado el velo de la entrada. Entonces nos cayó
encima, surgió de la nada. De pronto el cielo pareció abrirse en una
línea recta y acto siguiente, ella ya estaba allí aspirando con esas
malditas branquias de pescado. Nosotros éramos la elite, lo mejor
de la inquisición… y no logramos ni siquiera desenfundar nuestras
armas. Atrapó a Khie con una gigantesca lengua de sapo y la
devoró ahí, frente a nosotros sin que pudiésemos atacar; luego fue
Marraf, luego los demás. Para el momento en que logré
desenfundar mi espada, todos los soldados ya estaban muertos y
medio pueblo destruido. Esos malditos espectros habían dispuesto
a los niños y más jóvenes en los corrales y la bruja los devoraba.
Eran ocho, muy extraño, de verdad, muchos más de lo que
deberían haber aparecido…
>>Aquella era la villa infantes, ¿sabes?, casi todos los niños
de estas tierras iban allí para su entrenamiento; ellos eran el
futuro… y nosotros no pudimos hacer nada por ellos. Katyia logró
mandar un mensaje de urgencia antes de que la mataran; la
organización debió de haber mandado refuerzos pero no llegó
nadie. Entre la turba, la bruja me sujetó de la cintura mientras
guiaba a un grupo pequeño de gente fuera del pueblo, pensé que
moriría pero, al olfatearme, me lanzó a los escombros a donde
perdí el conocimiento; no lo entiendo, ¿por qué lo hizo?, cuando

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desperté tú estabas a media pelea pero para nosotros, para mí, ya
todo había acabado.
Goro le ofreció la botella de la que acababa de dar un sorbo y
dijo:
—Era nivel seis, una devoradora de nivel seis, ustedes no
podían hacer nada. Tú no podías hacer nada.
Ella suspiró y, aflojando los puños que tenía apretados, tomó
la botella y bebió.
—Nada es tu culpa —dijo Goro—. Ustedes, toda esa gente…
fue la bruja… y el rey.
La guerra asintió limpiándose las lágrimas; al hacerlo, se
percató de la semidesnudez de su cuerpo; entonces se dio la vuelta
y se ocultó en la penumbra, avergonzada. La turgencia de sus
pechos resaltaba sobre su traje desgarrado. Goro le ofreció su capa.
La cobijó.
—Gracias, por todo —dijo ella—. Me llamo Dietrich.

Parte dos: Presa


Capítulo 7

—Agáchate —susurró Dietrich de pronto.


Habían caminado cerca de dos semanas sin el menor percance,
sólo ellos, en medio de la nada con dirección a las tierras del sur.
Goro la miró ocultarse entre el follaje de los arbustos y luego al
cielo persiguiendo su mirada en el aire: entre las copas de los
árboles, en el amanecer, un par de Harpías retozaban devorando los

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restos de un hombre. En sus picos, la sangre pintaba sus labios de
carmín y el sonido de los huesos al ser triturados entre sus
colmillos y el sorber de la sangre llenaban el silencio de la mañana.
Generalmente Goro, al ser cazador nocturno, no solía encontrarse
con ellas frecuentemente pues, además de ser criaturas de día a
diferencia de las brujas, evitaba caminos poblados y Dietrich
parecía saberlo. El mapeo de su ruta se limitaba a pasar de un
poblado a otro, a través de los bosques y los abismos montañosos,
según se lo indicaba su espada Idá que percibía el campo negro
antes incluso de que la bruja desplegara su poder en la tierra. Pero
ahora eso no importaba, aquella era la vía más rápida para
encontrar a Ofelia. Goro desenfundó su espada, Adí, mucho más
ligera que Idá pero también mucho más poderosa, y les apuntó con
ella pero Dietrich lo detuvo.
—No así —dijo, y de su bolsillo sacó dos ruedas hechas de
hueso al parecer—. Son rápidas, las espadas no funcionan de ese
modo con ellas, si llaman a las demás estaremos en problemas. —
Goro la miró queriendo refutarla pero al final lo dejó correr. ¿Para
qué discutir?, ella parecía saber lo que hacía. Hasta antes de que
dejara la organización para seguir con él, había viajado por todas
las tierras territorio del rey Oest, podía confiar en ella.
—Mejores son los ataques sorpresas, además, aquel es el valle
de las Harpías, no querremos tenerlas encima si éstas llegan a
graznar, créeme —continuó ella.
Entonces, con mano experta, Dietrich lanzó aquellas extrañas
armas que, dibujando una trayectoria curva en el aire, asestaron de

100
lleno en sus rostros finamente tallados y emplumados. La sangre
salpicó el aire y la enorme rama en la que se sostenían se partió por
la mitad y las hizo caer. Una de ellas, la más pequeña, golpeó
muerta el suelo junto al cadáver a medio devorar, sobre la hierba;
la otra, mucho más grande, aleteó en círculos derramando un
espeso liquido de su cuerpo y luego se lanzó en picado hacia donde
ellos estaban, con sus garras de fuera y emitiendo un chillido
agudo de dolor. Dietrich desenfundó su espada y la blandió como
látigo destrozando las ramas de los arboles más cercanos con una
filosa ráfaga de aire, partiendo, en el proceso, a la harpía por la
mitad. Las altas rocas en donde solían anidar se adivinaban en el
horizonte, no demasiado lejos de donde estaban, y el eco del
chillido de ésta se expandió en espiral hasta los nidales y de
regreso.
—¡Mierda! —maldijo Dietrich—. Ya vienen.
El aleteo, a lo lejos, anegó de pronto el silencio apenas
perturbado por el follaje al contacto del viento y sus figuras, el de
las harpías, se dibujó en el horizonte, bellas con sus alas, entre las
montañas bañadas por la tenue luz de la mañana.
—Vamos —dijo Dietrich—. Los oscuros bosques del sur ya
no está tan lejos.
Goro se incorporó y la miró; si bien habían acordado ir juntos
hasta el siguiente pueblo, no esperaba continuar con ella hasta los
oscuros bosques, en donde Ofelia. Dietrich era de gran ayuda, no
podía negarlo, y muy poderosa, pero aquel era un camino que
había emprendido solo; tenía que terminar igual, pensó.

101
—Te escuché hablar con la bruja, tienes que encontrarla, ¿no?,
Ofelia, la bruja carcelera; te ayudaré.
—No —dijo Goro—. Te lo agradezco pero no, esto es algo
que debo hacer solo.
—Es demasiado poderosa, conmigo aumentan tus
posibilidades de lograr lo que sea que buscas al enfrentarte a ella,
porque no buscas vencerla ¿verdad que no?, nadie puede hacerlo.
(Ella es inmensa, ella es eterna, ella es, ella fue y será)
Una ventisca de aire revoloteó entre las ramas y una pavada de
unnunus voló sobre sus cabezas con sus enormes picos torcidos
como media luna.
—¿No piensas regresar a la organización, verdad? —le
preguntó Goro sin saber muy bien porqué.
—¿Esta loco?, esos desgraciados me enviaron a luchar
sabiendo que moriría; tanto da si creen que sí lo hice.
Las harpías graznaban en el silencio, cada vez más cerca.
—Escucha —dijo Dietrich sin miramientos—. Desconozco tus
motivos para buscarla y si te soy franca no me interesan, pero te
estoy agradecida por matar a aquella perra y por sacarme de los
escombros, por más aprisa que mi cuerpo sane, no la hubiera
librado; sé que no es lo tuyo pero igual lo hiciste, así que he
decidido seguir contigo y ayudarte, de cierto modo te debo la vida,
además, conozco estos lugares, te puedo ser útil, a menos, claro,
que decidas vagar y perderte en estos valles. No serías el primero,
pero sé que eres listo, ¿eres un Soturi, no?, el famoso guerrero
Goro, no puedes ser estúpido. Si en algún punto del camino decido

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tomar otra dirección, basta con que te lo diga y ya está, nos
separamos, sin más, ¿no te parece?
El guerrero palpó con su mano la cabeza de la bruja
aprisionada en su bolso de resguardo con pergaminos de encierro.
Ofelia, pensó, y una ráfaga de recuerdos le inundó la mente,
entremezclados todos en una llovizna de sentimientos tan fríos
como el granizo; entonces el grito de Asa resonó en su cabeza a lo
lejos, en el tiempo; Asa, hermosa, con su mirada de mar encerrada
en el vientre de Ofelia, apenas una adolecente con el cuerpo roto y
aquellos gritos de súplica. Escóndete, sobrevive. Luego soledad y
un vacío infinito. Después un parpadeo y el escenario cambió: <<la
soledad no te sienta bien>>, le recordó la voz de Asa adulta,
mirándolo a los ojos, años, muchos años después, <<sé feliz, ¿eh?,
Goro>> y el efímero centelleo de una sonrisa en su boca de media
luna.
—Vamos —dijo Goro mirando a Dietrich a los ojos, tan
parecidos a los de Ofelia. <<Sí>>, pensó él, repentinamente, a ella
se los recordaba, Ofelia—. Ya vienen.

Capítulo 8
Siete semanas después llegaron por fin al pueblo del abismo
Nebilis, cerca de la fortaleza del Sur, y rentaron una habitación en
una posada para pasar la noche. Se sentían cansados después de
caminar tanto y apenas habían comido. En el camino hasta allí se
habían enfrentado a varias brujas de nivel medio y a un par de
mantícoras salidas de quien sabe dónde en medio de los pilares de

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las rocosas, además, una bandada de harpías los persiguió durante
largo tiempo a través de los valles y los desolados bosques. Por si
fuera poco una semana antes de llegar al pueblo, se habían topado
de lleno con un trío de brujas nivel cuatro que merodeaban sobre el
lago de Nebilis, justo al pie del barranco que daba acceso al
pueblo. Si bien su poder no era tan grande, los espectros, casi
cuarenta esta vez, les ocasionaron gran daño. Apenas pudieron
acabarlos sin salir destrozados ellos mismos. Cada vez se
comportaban más y más erráticos y su poder había incrementado
considerablemente; además, las brujas, doblegadas a ellos, se
movían siguiendo sus órdenes y eso representaba un problema
grave. En la guerra antigua las brujas se desplazaban por las tierras
del reino persiguiendo sólo sus instintos, por lo que era más fácil
para los soturis enfrentarlas. Ahora, sin embargo, parecían
suprimir esos impulsos de destrucción inherentes a su existencia, y
atacaban con base en estrategias bien estructuradas, por lo que
ocasionaban mayor daño. Algo raro pasaba con todo ello y Goro
había perseguido aquel cambio hasta su enfrentamiento con Ofelia,
cuando perdió su brazo tiempo atrás. Después de eso, muchos
cambios se habían edificado por todo el reino de Oest; ¿qué sería?,
además, la noticia de que un ejército de mil quinientos soldados de
la corte habían perecido cerca de ahí al contacto de una bruja de
nivel nueve, apenas cinco niveles abajo del mayor registrado, los
tomó por sorpresa. Pareciera, habían concluido Dietrich y Goro,
que el rey decidió erradicar por completo la organización
inquisitoria. De ser así, sólo podía significar que había encontrado

104
nuevos aliados mucho más poderosos para conquistar las tierras de
la reina Surtse; siempre había sido ese su objetivo y el principal
móvil para matar al Padre Rey. Una vez que la venciera, los reinos
restantes caerían mucho más fácilmente. No eran como ella. No
eran tan fuertes. No tenían su poder.
—¿Las brujas? —había aventurado Dietrich. Pero Goro no
contestó; ambos ya conocían la respuesta.

Capítulo 9
Aun así, reflexionaba Dietrich en medio de la noche, quedaban
muchas cuestiones en el aire. Si las brujas eran las armas, ¿qué
eran los espectros?, ¿quiénes eran y como es que ahora podían
controlaras a su antojo? No lo sabía. Había tantas cosas que no
entendía. ¿Qué podía hacer? Goro dormía a su lado y su
respiración acompasada resonaba en el silencio. La tranquilizaba.
Su pecho lleno de cicatrices subía y bajaba, y sus facciones duras,
a pesar de estar sumamente pronunciadas como marcadas con
cincel en su carne, delataban el fantasma de una juventud
arrancada a la fuerza. Dietrich estiró su brazo, su cuerpo desnudo
bajo las sabanas y lo tocó. Por ahora, se dijo sintiendo el tacto tibio
de su piel, estar con él era lo mejor. Desde que lo conoció se había
sentido irremediable atraída y ese sentimiento sólo incrementó
durante el tiempo que pasaron juntos. Era como si algo en el
interior de Goro la llamara, lenta y calmadamente, y la incitara a
permanecer a su lado. No lo entendía, pero tampoco le importaba

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demasiado, se sentía bien estar con él, así que no se alejaría. No
ahora. Nunca.
De pronto, la espada, Idá, recargada en la pared, iluminó la
oscuridad con su hoja de acero ardiente y la marca que Dietrich
tenía en el vientre, le comenzó a escocer sordamente. Algo malo
estaba por suceder. Lo sentía.

Capítulo 10
Estaba agotado.
Dietrich yacía medio muerta entre los escombros de lo que al
parecer, solía ser un templo de Gott, y Goro contemplaba a la bruja
volar sobre los edificios, en lo alto. Sus enormes alas de cuervo
despuntaban con ciclópeos dedos humanos que se retorcían al
viento, en la oscuridad, y, en su rostro calavera, una sonrisa se
abría torcida en media luna. La lluvia seguía cayendo a raudales
del cielo y, en el suelo, charcos de lodo se abrían en el lugar de sus
pisadas y unos cuantos cadáveres se esparcían por aquí y por allá
entre los hierbajos. El pueblo se hallaba junto a un abismo rocoso
muy cerca del castillo fortaleza del rey Oest, antiguamente
perteneciente a la reina Surtse; las torres se alzaban al cielo como
las velas de un navío en la oscuridad, perdido en altamar y la bruja,
aleteando y emitiendo un largo suspiro de huracán, se mecía en el
abismo, sus ojos rojos brillando entre las capas de neblina espesa
que ascendía desde el fondo del vacío, abajo, en el caudal del rio
Nebilis. Goro suspiró, cerró los ojos y aguardó a que viniera.
Dietrich seguía con vida, si bien había perdido el conocimiento, su

106
cuerpo ya se comenzaba a curar, regenerándose y, en la lejanía,
entre los bosques, la gente del poblado avanzaba en una comitiva
dirigida por los soldados inquisidores, reclutados por Dietrich.
Desde que Goro comenzó a viajar con ella, acostumbraban, cada
vez que entraban en contacto con una bruja, a evacuar a las
personas que circundaban las zonas del campo negro. Para Goro
significaba dejar de lado el ataque ofensivo y centrarse en apoyar a
la guerrera para la evacuación; era una molestia, tenía que
admitirlo, pero Dietrich ejercía sobre él una influencia
indeterminada. No es que la amara, solía pensar al mirarla, pero
aquel sentimiento sin forma le retorcía las entrañas cada vez sus
ojos se encontraban. Como sea, se dijo tomando su espada Idá,
ardiendo por el campo negro, tenía que terminar con ello. La
batalla ya se había alargado demasiado y el cansancio pronto lo
vencería.
La bruja planeó sobre su cabeza, entre los edificios de altas
cúpulas que aún se mantenían en pie, se detuvo luego encima de
uno de ellos y barrió con la mirada el gigantesco montón de
cuerpos de los espectros tirados cerca de Dietrich, que se
esfumaban lentamente, entre las brumas. Los miraba como si
buscara instrucciones. Las tierras del sur estaban a dos semanas
más a pie si atravesaban los páramos de las quimeras, y los
bosques oscuros, a una semana más. Ofelia estaba cada vez más
cerca y las irregularidades que atañían al comportamiento de las
brujas y los espectros trastocaban hondamente su propia
percepción de las cosas pues todo lo que había aprendido de ellas

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estaba siendo echado por tierra. Por otro lado, si el rey Oest tocaba
las tierras de la reina Surtse, más allá de la muralla en donde
terminaba el rio Nebilis, la guerra por el territorio se desataría y
ellos quedarían atrapados en el epicentro de todo. Todo se estaba
yendo al carajo, sin que pudiera hacer nada.
La bruja alzó la mirada al cielo como esperando que la luna,
tapizada de nubes, le dijera qué hacer, y luego, abriendo su boca de
cráneo, emitió un chillido ronco que cimbró la tierra en la
oscuridad. Esa era su oportunidad.
Goro se desplazó con rapidez por los bordes del precipicio y
saltando y escalando entre los edificios, blandió su espada al aire
con el brazo izquierdo sintiendo como fluía el poder de los
hechizos sobre su cuerpo. La bruja advirtiéndolo, se quitó con una
velocidad mucho mayor de la que su gigantesco cuerpo de ave le
podía permitir, eludiendo el corte que destrozó los ladrillos de la
edificación que luego se vino abajo. Entonces abrió y cerró sus alas
de cuervo y, en el acto, echó a volar. Goro se retrajo,
escondiéndose entre las estructuras de piedra a medio caer y esperó
a que la bruja bajara otra vez. Ésta, entretanto, se elevó a lo alto,
bajo las sombras, bañada por la oscuridad y la penumbra de las
luces en el horizonte y luego, enorme pajarraco con forma humana
sobrevolando al mundo, bajó en picada. El golpe arremetió en el
centro del poblado e hizo volar los cadáveres y las casas dejando
un agujero concéntrico tres metros hacia dentro en la tierra. Goro
salió disparado en medio del humo y destrozos; una lanza de
madera se incrustó en su hombro y la sangre comenzó a manar a

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chorros casi en el acto. La bruja, que seguía mirando la luna llena,
roja, detrás de las nubes, de pronto plegó las alas y la tela
membranosa llena de venas y plumas negras, se transmutaron en
brazos humanos, en la punta de las cuales garras filosas se
formaron entre las sombras y, acto seguido, las enterró en el suelo.
Instantes después, enormes filos emergieron como cristales de la
tierra atravesando los cadáveres que yacían en el suelo, entre los
destrozos y el caos. Los espectros incluidos. Goro corrió
esquivando las agujas que emergían al cielo y tomó a Dietrich de la
cintura.
—¿Qué haces? —rezongó ella. Había recuperado el
conocimiento pero las heridas que la bruja le había hecho con sus
garras aún palpitaban en su espalda, inmovilizándola—. No puedes
perder tiempo conmigo, tienes que acabar con ella. Amanecerá
pronto.
Sus ojos plateados brillaban en la noche. Goro asintió,
dejándola suavemente en el techo de la alcaldía. Luego descendió
sacando de su bolsa de resguardo, la cabeza de Ofelia. La bruja se
había encogido a tamaño humano y lo miraba. Su cuerpo de mujer
desnuda, se abría con heridas que dejaban al descubierto espinas,
su cara, una calavera.
—¿Qué sabes de ella? —dijo Goro mostrando la cabeza
decapitada de la bruja carcelera, ya desprovista de pergaminos.
—Creí que ya lo sabias —contestó la bruja con una voz que
resonó ronca, esquelética en el fondo de la mente del guerrero—.

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¿No te lo había dicho Petra, en el norte y Artemia, y todas las
demás brujas a las que has enfrentado desde Ofelia?.
Goro la miró. No dijo nada. Aquella bruja le daba miedo. Un
miedo atroz, sin precedentes. La sentía dentro de su mente, en sus
recuerdos, arañando las paredes de su memoria con sus garras de
monstruo, desplazándose lentamente hacia el interior.
—¿Creías que no lo sabíamos? —la bruja trazaba círculos con
sus manos en el aire disparando ráfagas de diamantes filosos por
todos lados y, ahí, de pie, en la oscuridad, tenía el cuerpo de una
niña con el cráneo blanco como luna iluminando la lobreguez
oscilante—. Nosotras lo sabemos todo, somos brujas después de
todo. Pero te equivocas, ella ya no está en los oscuros bosques del
sur, hace un par de semanas que comenzó a moverse hacia el
occidente sin nin-gún mo-ti-vo; ¿no te parece raro?, tú te acercas y
ellas se van. ¿Quieres saber hacia dónde se dirigen?, me parece que
no hace falta, ¿o sí?, ya lo sabes, tu mirada me lo dice, tu miedo,
tus pensamientos; después de todo, su destino es el mismo que tú
decidiste seguir desde el principio. Regresar. Todo esta
persecución, ¿no basta ya de fingir?
Goro contrajo la cara en una mueca sin forma; luego asió con
más fuerza su espada. La fuerza mágica que atravesaba su cuerpo
hervía en su interior con furia y se desbordaba por el agujero de la
herida en su hombro sangrante en forma de sudor y miedo. ¿El
destino que decidió seguir?, ¿regresar?, ¿acaso podía referirse a...?,
no, pensó, no podía ser. Por más que Goro le había dado vueltas y
vueltas a aquellas palabras que Asa pronunció muda cuando la

110
bruja la secuestró, jamás se había planteado seguir realmente ese
camino, no al menos de manera consiente, era imposible; sin
embargo, ¿no era ese viaje suyo ya algo inalcanzable?
—Así es —dijo la bruja, su sonrisa de malva parecía nieve en
la tempestad—. Se dirigen hacia las aguas del tiempo.

Capítulo 11
Entonces el tiempo se detuvo y Dietrich, que se había
incorporado, lo miró todo como en cámara lenta: Goro agitó su
brazo izquierdo cual si fuera un látigo en el aire y el viento, la
noche y la gravedad se abrieron en el acto, su cara oculta en una
contracción, y la bruja, tan rápido como aquel destello de luz
producida por la espada, lo esquivó una vez, dos veces y se acercó
de un salto, cara a cara, frente a Goro. Entonces algo pasó; un
susurro, una orden y un millar de palabras por segundo. Después
un destello fugaz que refulgió en la noche y la espada descuartizó a
la bruja. <<¿Qué mierda sucedió?>>, se preguntó la guerrera. Goro
se quedó petrificado con Idá en la mano, apagada tanto como el
campo negro. La bruja se había esfumado. Pero algo en el viento le
ponía los nervios de punta. Un mal presentimiento flotaba en el
aire, gruñendo como murciélago, la estremecía. Quería gritar
pero…
—¿Goro?” —susurró Dietrich, acercándose a él, su cuerpo,
herido aún, evaporando las heridas en su piel—. ¿Estás bien?
En las torres, el rey izó las banderas y las trompetas
deshicieron el silencio en el amanecer. El rey Oest había enviado

111
su ejército a las murallas de más allá del rio Nebilis. La guerra
había sido declarada.
—¿Goro? —insistió Dietrich, la lluvia había amainado pero el
miedo imperaba como niebla por el mundo, distendiéndose.
—Las aguas del tiempo —susurró él y se desvaneció en sus
brazos.

Parte tres: Regreso


Capítulo 12
la bruja aparece de pronto con el estallido de un relámpago
que cae de la nada, entre los enormes troncos de pinos y hayas
torcidos de tan viejos, en las periferias del pueblo del santuario
Soturi. Primero se forman los pies, enormes garras de alce
abriéndose camino en medio de la nada, luego es el cuerpo, sólo el
esqueleto de una caja torácica con las costillas formadas cual
prisión y, de los huesos de un verde pálido, jirones de piel podrida
colgando como adornos infantiles; al final son las cuatro cabezas,
todas iguales, pendidas de cuatro cuellos serpientes:
—Finalmente te encontré —gruñe Ofelia, la gran bruja
carcelera, con el sonido de un trueno—. Asa.

Capítulo 13
—No tengas miedo —susurra Asa acunando a Goro en sus
brazos. Goro asiente, moviendo la cabeza entre sus pechos de
reina. Su olor lo tranquiliza—. No hay nada que temer, es sólo una
tormenta.

112
Pero no es así y ella lo sabe, lo siente. En la calle, del otro lado
de la ventana, una espesa bruma cargada de malos presentimientos
avanza lenta, torciéndose y destorciéndose en pliegues grises que
apenas se disipan con el viento frio que sopla del bosque con olor a
miedo y muerte; y, en el cielo, nubes, tan negras como la faz, se
han ceñido tan repentinamente que apenas si se puede creer que
ahora esté oscuro y el brillante sol crepuscular que un minuto antes
iluminaba la tarde, secuestrado tras los gritos de una tormenta que
ruge con el rugir de una antigua bestia.
—No hay que temer —repite Asa—. No pasa nada. —Pero sí
que pasa. En la lejanía, el susurro de algo que se mueve se extiende
como tentáculos por todos los rincones del mundo y un temblor
sordo en la tierra, cimbra los recuerdos de toda la población; es el
sonido de la guerra antigua que viene a por ellos.
—¿Es una bruja? —susurra Goro, que se estremece al
preguntarlo. Si bien él es hijo de aquellos que lucharon y nunca
presenció nada, no puede evitar sentir miedo, las historias nunca
mienten. Asa lo mira, una sombra en la penumbra; todos los
candiles de aceite de salamandra se han apagado por la ventisca
que sopla con violencia desde el poniente y luego niega con la
cabeza. No, no puede ser, se dice intentando convencerse a sí
misma, las brujas no aparecen en la tierra desde hacía casi medio
siglo del calendario Oest; y aunque aquel cambio brusco de
temperatura no es normal, tampoco indica otra cosa; tan sólo es un
mal tiempo, un mal clima, una mala noche. Nada más, nada menos,
sólo una tempestad que pronto ha de desaparecer.

113
—No, Goro —dice Asa bajando la cabeza para mirar al niño
que se protege en sus brazos—. No es una bruja. —Y le obsequia
la sonrisa más encantadora del mundo.
Omura, el cruel guerrero de la tierra norte, derrotó a Úrsula, la
bruja viuda, la última gran bruja que apareció en la tierra a finales
del año primo, en la gran guerra de los Soturis. Era nivel trece, el
mayor nivel registrado, y él la venció, se hizo leyenda. Se dice que
bastó un sólo corte de su hacha de oro, otorgada por el Padre Rey
Oest para desaparecerla y sellar por completo la fisura que permitía
la formación de los campos negros, en las colinas de la viuda.
Desde entonces no había registro de otra aparición, ni ahí ni en
ninguna otra tierra del reino, de los reinos; <<era imposible que
regresaran>>, decían los libros, <<pues el material del hacha de
Omura contenía un hechizo de encierro perpetuo. Casi imposible
de conjurar pero al mismo tiempo, imposible de corromper una
vez que se ha lanzado...>>
—No puede ser —susurra Asa sonriéndole con afecto—. Las
brujas desaparecier...”.
Pero entonces un grito resonó a lo lejos y el techo de su casa
se levantó de golpe como la tapa de un cráneo al ser desprendido…
Asa se arroja al suelo empujando a Goro y se deslizan rodando
bajo la mesa, protegiéndose de los escombros que caen junto a la
lluvia por todos lados. Las llamas del fuego que se retuercen en la
calle serpentean como dragones ígneos por doquier iluminando a
contra luz las siniestras caras de Ofelia que sonríen al mirarlos
sobre su cabeza, bajo el cielo negro, flotando. El pelo resbala por

114
las caras de la bruja, cubriendo sus pálidas muecas al desplazarse
en el aire, olfateando, rastreando una presencia que ni Goro ni Asa
pueden ver.
—Es ella —gruñe una de las cabezas con voz gutural y algo
cantarina—. Es ella —confirma otra, y la otra y la otra, sonriendo
y llorando al mismo tiempo, lágrimas de sangre negra. Felicidad y
enojo de un tiempo antiguo y también futuro.
—Guarda silencio —ordena Asa a Goro que lo ve, y lo besa, y
lo abraza.
Cuando lo encontró en el pantano de los caídos, apenas
respiraba. Los aniquiladores de soturis habían matado a sus padres
junto a la mitad de la población en la gran matanza del santuario
del norte. Los habían tomado por sorpresa y para cuando
reaccionaron, ya era demasiado tarde. A Goro, junto a varios niños
más que no sobrevivieron, los habían torturado y mutilado; todo
por órdenes del rey Oest. En aquel momento, recién había tomado
el poder y los aniquiladores se movían clandestinamente y no sería
sino hasta al menos diez años más tarde, cuando las brujas
comenzaban a atacar más y más frecuentemente, que el rey
decretara la creación de la organización inquisitorial para que
éstos, junto a los soldados, fueran legalmente reconocidos y sus
actos de horror auspiciados por el reino. Por aquel tiempo,
también, fue que los primeros espectros aparecieron en escena y el
rey comenzó la avanzada de ataques de conquista, violando varios
tratados de paz en el proceso.

115
Asa se encargó de curar a Goro y de sanarlo, tanto física como
psicológicamente. Le había prometido estar con él para siempre;
Goro le había dado sentido a su vida y le había jurado unión
perpetua y, sin embargo, pese a todo lo que pudiese haberle dicho,
todo lo que se pudiera haber prometido, ahora, mientras la bruja le
mordía la pierna derecha y la arrancaba de los brazos de Goro por
la fuerza, no podía hacer nada, absolutamente, para mantenerse
juntos.
La bruja se elevó, lejos, alta, y luego, abriendo la cerradura de
huesos que bajaba hasta el vientre con un ¡clic!, la guardó en el
interior de su pecho y, atravesando un hueso de su costilla cubierta
por jirones de piel a modo de palanca para evitar que abriera, la
encarceló. No la mató, tampoco la marcó. ¿Qué estaba pasando?,
en la historia había pasado algo así. Era como si aquella bruja
hubiera ido por ella a expensas de todo y de todos, rompiendo el
hechizo imposible de encierro perpetuo. La bruja la había
secuestrado y se largaba, ahora, arrastrando su enorme cuerpo por
el lodo, llevándosela consigo y dejando un profundo agujero de sí
en la tierra y en el centro del pecho de Goro. Asa gritaba dentro del
cuerpo de Ofelia y Goro, ahí, recostado entre los escombros… sólo
la mira alejarse, haciendo temblar la tierra y el mundo a sus pies
sin que pueda hacer nada.
—¿Por qué no soy fuerte? —se pregunta con la cara manchada
de sangre, mugre y lágrimas que escurren como fuente por sus
mejillas—. ¿Por qué soy débil? ¿Por qué no puedo hacer nada?

116
La bruja se iba, más y más lejos, llevándose consigo lo que
más quería en el mundo, se iba, dejándolo nuevamente solo. Solo.
Asa, a la distancia, sobre las casas, elevándose al cielo junto a
la bruja, giró su cuerpo en su nueva prisión de hueso y lo miró salir
de casa arrastrando los pies, entre el fuego y el agua y el humo que
oscilaba en espiral sobre su pequeño cuerpo; entonces unas
palabras se formaron en sus labios de manera inconsciente con la
voz de una silenciosa, casi culpable, petición…
—Búscame —susurra ella—. En las aguas del tiempo.
Goro asiente y entonces el mundo entero se desvanece a su
alrededor.

Parte cuatro: Dietrich


Capítulo 14
Goro no despertó hasta después de veintiún días. Dietrich lo
había cuidado y, hasta ese momento, permanecido a su lado. Dos
brujas de nivel tres habían atacado el pueblo de Nebilis. Dietrich
las aniquiló, no sin esfuerzo, claro, y mantuvo intactas las ruinas
del poblado en parte gracias a que el ejército de espectros que se
había conglomerado en las aguas del rio, no asaltó con ellas.
<<Cosa rara>>, pensó Dietrich sin demasiada convicción. De un
tiempo a la fecha todo parecía distorsionándose frente a ella.
Algunas comitivas vagabundas de aldeanos que habían cruzado por
ahí, llevaban mensajes nada alentadores con respecto al avance de
la guerra. La reina Surtse había montado guardia en las fronteras,
colocando dragones como vigías y un puñado de cinocéfalos para

117
comandarlos. El rey Oest, en respuesta, mandó unos quinientos
espectros y unas cuantas brujas de nivel medio para atacar pero la
defensiva de Surtse era fuerte, si Oest quería penetrar sus tierras
necesitaría algo más que brujas de nivel siete para conseguirlo.
Sus suposiciones eran correctas, pensaba Dietrich por las
noches, escuchando el andar de los espectros que no atacaban,
sobre la aguas, entre la bruma; las brujas eran sus nuevas armas
para expandir sus territorios y los espectros, ¿los soldados de la
organización?; la idea le llegó de la nada pero una vez sembrada en
su mente, no desapareció. Suponía que la erradicación de guerreros
no era casual y, según rumores, el rey realizaba experimentos de
fusión mágica elemental; si lo pensaba con atención y unía las
piezas, el cuerpo de los espectros encajaba a la perfección con la
descripción de los libros oscuros de magia de reanimación
malformada que el rey tenía en su biblioteca personal que ella, por
error, había descubierto una vez. Según éstos, una vez que el
cuerpo muerto revivía, adquiría una serie de características
deformadas muy similares a la que tenían espectros. <<Claro>>,
pensó ella, <<era eso>>. A mayor número de soldados muertos
mayor era el número de espectros que aparecían; además, si los
dotaban con hechizos poderosos, controlar a las brujas no debería
de resultar difícil. Las marcas de las brujas deberían de funcionar
como una especie de puente entre las brujas y sus marcados. Por
eso la organización sólo reclutaba a éstos. Eso tenía sentido.
Muchas veces Dietrich se sorprendió a sí misma sintiendo una

118
inexplicable atracción por ellas cuando peleaba y suponía, ahora lo
sabía, era debido a la marca que los unía.
Todo se estaba complicando excesivamente y si Goro quería ir
a las aguas del tiempo, tenían que prepararse; llegar hasta allá
estaba prohibido por lo que los caminos eran escasos, casi nulos y
seguramente el rey había desplegado muchas de las fuerzas de su
ejército para proteger las vías de acceso; una vez que logró hacerse
con ellas, puso una guardia casi impenetrable; no, pensó ella, no
sólo ahí sino en todo el territorio. Estaban en estado de alerta por la
guerra y la erradicación marcial estaría a la orden del día. Sin
embargo las piedras de trasferencia con las que el rey dotaba a sus
soldados permitían moverse casi a cualquier parte del reino. Sólo
necesitaba una configuración para reprogramarla. Aún había
esperanza, pensó, mirando la luna roja que proyectaba un charco
de sangre en el suelo de la habitación. No todo estaba perdido.

Capítulo 15
Cuando Goro abrió los ojos, lo primero que hizo fue recibir un
cálido abrazo de Dietrich que lo esperaba a su lado. Antes de
quedar inconsciente Goro había tomado una decisión y para ese
momento, ella ya había preparado todo, anticipándose a su deseo.
Goro se lo agradeció tomándola en brazos. Se veía demacrada y su
rostro pálido estaba lleno de cicatrices. Aquellos debieron de haber
sido días duros. El guerrero le sonrió y la besó con fuerza sintiendo
su calor tibio sobre el suyo; ella le correspondió y se entregaron
entre los despojos del pueblo, en la medula de la muerte misma;

119
quizá fuera la última vez que lo hicieran, pensaron; no se
equivocaban del todo.

Parte cinco: Las aguas del tiempo

Capítulo 16
Goro soltó un grito al vacío.
Después de tanto buscar, tanto pelear, tanto sufrir y dudar,
finalmente las aguas del tiempo se abrían sagradas frente a él. Eran
inmensas y se consumían en pliegues de relojes líquidos que se
armaban en extraños mecanismos de engranajes sobre las olas,
entre corrientes muertas que perecían y volvían a nacer en mareas
que se agitaban, formando remolinos con los números y extraños
grafos y chocaban luego contra las rocas de los acantilados y en las
arenas que hacían ora de barrera en la orilla, contrayendo el tiempo
en sí mismo a base de agitaciones ondulantes al viento, al compás
de las corrientes marinas. En la costa, las rocas eran relojes de
arena que se clavaban hasta el centro de la tierra y hacían
estremecer el suelo con su flujo constante de horas muertas que, al
traspasar los cristales rotos y oxidados de éstos, rejuvenecían y se
incorporaba luego, a través de mangueras de un material que Goro
no pudo adivinar, hasta el mar, en el corazón del tiempo
alimentándose en un ciclo eterno. El sonido de las horas imperaba
por todos lados y la sensación de envejecer y volverse joven y niño
otra vez, derritiendo su cuerpo y sus recuerdos, lo estremecían
hasta la medula. Su musculoso cuerpo, de rodillas en el acantilado,

120
temblaba de pies a cabeza inmensamente herido, tan cansado, ¡oh!,
y agotado; era un sueño estar ahí y, sin embargo, todo estaba
terriblemente mal: los cadáveres del ejército de espectros y brujas
mandado por el rey, estaban esparcidos en el suelo, entre las rocas,
por todo el valle de las horas contaminando aquel lugar sagrado
con su presencia profana; y junto a él, unos pasos atrás, el cuerpo
despedazado de Dietrich se esparcía disolviéndose, desintegrado
por el ácido derramado de la boca de la bruja carcelera en una
especie de beso sediento de su esencia, en el viento que soplaba
desde el centro de las ciudades vírgenes hasta el horizonte curvo
que anunciaba el fin y el comienzo de todo.
El guerrero abrió la boca para hablar pero junto a él ya nadie
estaba para escucharlo; Asa estaba muerta, atravesado su cuerpo
por las espadas, Idá y Adí, y la bruja, Ofelia, destrozada junto a su
cadáver. Luego de una cruenta pelea, Goro había logrado decapitar
dos de sus tres cabezas restantes y cuando por fin, haciendo acopio
de todas las fuerzas que le quedaban, estaba por matarla, Asa, por
quien el guerrero atravesó los peores infiernos para encontrarla, a
ella y sólo a ella, se atravesó, desecha en llanto, interponiéndose
entre la bruja y él, impidiendo que lo lograra. ¿Por qué lo hizo?,
Goro no lograba entenderlo. Sus pechos, aquellos en los que
alguna vez recargó la cabeza llorando destrozado cuando niño,
inundaron de sangre sus espadas, queridas compañeras de lucha, y
la vida, poco a poco, escapó por las aberturas en la piel de ella. Su
cuerpo adulto se retorció espasmódico en una sonrisa de triste
compasión que dirigió a Goro, frente a frente, protegiendo a la

121
bruja, antes de desvanecerse sin ni siquiera decirle una última
palabra. Su aroma, húmedo por el rocío de toda una vida, quedó
flotando en su nariz, anegando de una tristeza indescriptible el
centro de su pecho. ¿Qué significó aquel gesto de compasión?, le
recordaba mucho a aquel momento cuando Ofelia se la llevó hace
tantos años y Asa lo miró, dentro del cuerpo de la bruja con los
mismos ojos tristes llenos de ¿qué?, ¿lastima?, ¿enojo, quizás?
Goro no lo sabía; tanto esfuerzo y sacrificio, toda la vida
persiguiendo un rastro prácticamente invisible, ¿y para qué?,
¡¿para qué demonios?! Si al final Asa había preferido a la bruja. A
la puta bruja carcelera que los había separado rompiendo así toda
promesa de reunión.
La cabeza flotante de Ofelia lloraba sobre el cadáver de Asa y
su cuerpo, los huesos de tórax, se despedazaban sobre la tierra,
fundiéndose como lava en el suelo ahora que su única prisionera
estaba muerta. Su cuello de serpiente reptaba en el aire sosteniendo
apenas el peso de su tristeza en la punta de su cara sobre la
gravedad. Daba lastima verla así, pensó el guerrero, pero más
lastima daba él, dedicando toda su vida a una empresa perdida
desde el inicio. Goro miró hacia el cielo sin color y soltó un grito
al vacío.
Su viaje había terminado, su venganza estaba consumada y
Asa, Dietrich… todo el sentido de su vida perdido nuevamente en
los confines del mundo. Las cosas no deberían ser así. Su vida, su
misión, todo había sido un fracaso. ¿Es que no podía hacer nada
bien? Tanto poder y para nada servía. Goro miró el mar con los

122
ojos anegados de lágrimas pensando que ahora, por fin, podría
tirarse al vacío para remontar al pasado; arrojarse al mar y dejarse
consumir por sus propias memorias, regresar al tiempo en el
tiempo y volver a cuando todo estaba bien, cuando Asa lo
abrazaba, le hablaba y todas las preocupaciones del mundo se
limitaban a descubrir su propia identidad como guerrero huérfano
en un mundo que apenas comenzaba. Volver al tiempo cuando las
brujas aún estaban encerradas en la fisura por el hechizo de Omura,
el gran y antiguo guerrero, y la esperanza de conocer a Dietrich,
sin marca, sólo ella, una bella mujer, brillaba en su futuro naciente.
Entonces, quizás, todo sería diferente, podría ser mejor, podría ser
distinto. A lo lejos, del otro lado del hueco mágico que usaron
rasgando la realidad con las piedras de transferencia para llegar
hasta allí, el rugir del ejercito de brujas y espectros del rey resonó
en el aire junto a cientos de trompetas que exclamaban un sólo
mensaje en clave militar: la guerra había terminado y las tierras del
sur ahora eran del rey Oest; la reina Surtse estaba muerta y el
mundo, ahora que la resistencia más fuerte había caído, sería suyo
en cuestión de semanas, meses.
El llanto de Ofelia seguía sonando ronco junto al cadáver de
Asa y el sol, la luna y el tiempo se fundían en una sola cosa amorfa
en la mente de Goro. No era ni oscuridad ni luz, tampoco sombras,
ni calor ni frio. Sólo un vacío, un dolor y una ira sorda que se
extendía en su pecho, por todo su cuerpo. Las espadas tiradas junto
a él y el implante de su brazo roto junto a la cabeza de Dietrich,
metros más allá. Dietrich. Aún vivía, Goro lo sabía por el débil

123
parpadeo que aún palpitaba en sus pupilas entreabiertas; aún podía
salvarla, tenía el conocimiento, podía encerrarla en el centro de las
llamas de un candil de la hierba de preservaciohn (como la que
habían usado con él), y quedarse junto a ella; llevarla consigo a
donde sea que lo llevara el destino; podía dar la vuelta, saltar la
grieta de realidad con la última piedra de trasferencia que le
quedaba y huir, vivir lejos de todo y de todos, solo él con Dietrich,
hasta que el mundo se terminara y el recuerdo de Asa estuviera tan
muerto como su propio cuerpo ahora. Quería hacerlo pero a la vez
no quería; eso no era vivir. Su cuerpo, el de Dietrich, podía sanar,
cerrar las heridas por más profundas que éstas fueran pero jamás
reconstruirse a sí misma. Se lo había explicado cuando pelearon
contra el Golem en los valles, aún lejos de ahí, y éste le trituró la
muñeca de su diestra con una roca que escupió:
—Si mi cuerpo se destruye, aunque mi conciencia viva, jamás
podría recuperarme y, Goro, no lo intentes sanar, no lo lograrás;
¿sabes?, la verdad es que no me gustaría terminar siendo un
espectro al servicio del rey; no quiero terminar así, quiero morir en
tus brazos, ¿eh?, Goro, junto a ti.
Aquella noche ella lloró largo rato y él, tomándola en sus
brazos, imaginó que juntos rescataban a Asa de la bruja para vivir
en paz, felices. Entonces todo estaría bien, nada pasaría porque,
juntos, pelearían por su vida en común. Quería hacerlo, largarse,
rescatarla… pero a la vez no quería. Las cosas no funcionarían así
y muy posiblemente Dietrich fuera infeliz. También Asa. Asa. “La
soledad no te sienta bien”, le había dicho ésta, y ¿entonces?, ¿por

124
qué le había negado la posibilidad de estar juntos?, ¿por qué le
había dicho que la buscara sino quería ser encontrada?, ¿por qué
prefirió a la bruja antes que a él?, ¿por qué mierda si él sacrificó
toda su vida por ella?
—¿Goro? —repentinamente una voz habló en el silencio
bañado por las olas del tiempo, salpicando minutos, horas y
segundos al aire en forma de briza de sal—. ¿Sigues ahí?
Era Dietrich; sus labios se movieron lentamente de cara a la
tierra levantando polvillo brillante. Goro se incorporó, limpiándose
las lágrimas de la cara y la levantó. Hilillos de sangre escurrían por
los labios de la guerrera y la punta del hueso de la clavícula salía
por el cuello como una lombriz en la tierra. Tenía la cara
mallugada luego de recibir el castigo de Ofelia y los espectros y se
deformaba en una mueca tenue en donde aún flotaba el fantasma
de su sonrisa seria. Tan hermosa. Dietrich.
—No dudes en hacer lo que debas, ¿eh?; es tu vida, no dudes
en luchar por lo que quieres, por lo que anhelas, ya te lo dije antes,
¿no?, no eres estúpido, eres un Soturi fuerte, capaz de matar brujas
tan poderosas como el mismísimo Omura, así que demuéstralo. No
me salves, para mí ya es muy tarde, además, no hace falta que lo
hagas porque sé que, tarde o temprano, lograrás crear una manera
para que nos volvamos a encontrar, estoy convencida de ello.
Siempre lo he sabido. Ahora, Goro, creo que sabes, tanto como yo
lo que debes hacer a continuación, ¿verdad que sí, Goro?
No es que quisiera, lo sabía, su destino ya estaba escrito por
manos ajenas a su propio mundo y, al parecer, todos estaban al

125
tanto excepto él. Entonces la voz de Dietrich se desvaneció. Sus
últimas palabras quedaron flotando en el aire como motas de un
polvo tan fino que si estiraba la mano las podía tocar. El guerrero
dejó la cabeza de Dietrich junto a Adí y su brazo cortado para que
la protegieran y luego, tomando a Idá, caminó hacia donde Ofelia
y despedazó su cuerpo, junto al de Asa en cuya cara una pálida
sonrisa flotaba como luna en el cielo. Aún no entendía porque
había hecho lo que hizo pero algún objetivo debió de tener para
ignorarlo y tenía que descubrirlo. Asa no era ese tipo de personas
que hace las cosas por impulsó y si decidió sacrificarse por Ofelia,
sus motivos debió de tener. Toda la travesía lo había llevado hasta
ese lugar y ahora que estaba ahí, de cara a la verdad, no podía
simplemente largarse, dejando las cosas a medias. Además, ahí era
el inicio, después de todo. Siempre podía comenzar de nuevo, pues
para eso fueron creadas las aguas del tiempo.
<<Si tan sólo tuviera más poder>>, se dijo, <<si tan sólo
dejase de ser tan débil, si tan sólo pudiera encontrar la manera de
encontrarse con Asa y protegerla de todo y de todos. Sin tan
sólo…>>.
Goro, el guerrero, dejó caer su espada, y, haciendo un esfuerzo
sobrehumano para contener la rabia que se agitaba en su interior,
comenzó a correr, olvidándose de su presente, sumergiéndose en
su pasado y olvidándose de su futuro, hasta entrar de lleno en el
mar, en las mareas de las aguas del tiempo.

126
Capítulo 17
El líquido del tiempo lo absorbió lentamente como bebé en el
útero de una bestia, llenando su cuerpo con una sensación de cálido
placer, empapándolo de todos los recuerdos del mundo. Su mente
se abrió en un destello cegador y entonces lo comprendió todo, lo
comprendió absolutamente todo…

Capítulo 18
El hechizo de encierro perpetuo que conjuró Omura no se
rompió, era demasiado poderoso para ser quebrado. Fue una grieta
que se abrió de pronto en medio de un bosque lejano, años después
de la gran guerra, la que permitió el paso de las brujas de nuevo al
mundo. Eran brujas venidas desde el futuro, siguiendo el mismo
camino que ahora mismo Goro seguía, las que conquistarían y
destruirían al mundo de la mano del rey Oest y su ejército de
espectros fabricados a fuerza de corromper a la muerte misma.

Capítulo 19
También comprendió los motivos de Asa. Y se vio a sí mismo,
feliz, pasando el resto de su vida con ella, entre los bosques y los
lagos del reino Oest. Unidos por un lazo irrompible, a través del
tiempo, de sus propios cuerpos. Entonces una rabia sorda dirigida a
sí mismo lo embargó por completo y deformó su propia
constitución; <<¿por qué fue tan estúpido?>>, se preguntó,
navegando el cuerpo hacia atrás. Asa siempre tuvo la razón.

127
También Dietrich: se encontrarían de nuevo y se volverían a besar.
A abrazar...
Goro aguantó la respiración pero las aguas y el peso muerto de
todo el tiempo contrajeron su cuerpo, aprisionándolo en un cubo de
agitadas horas muertas, moviendo el tiempo en reversa, al inicio y
al fin de todo. Luego pasó que su cuerpo comenzó a transmutarse
moldeado por el deseo de tener una nueva oportunidad; Goro se
hundió en medio de brillantes destellos, en un espacio oscuro lleno
de luces que lo mordían, lo fundían, lo despedazaban y lo volvían a
unir mientras retrocedía, consumiéndose en torbellinos y ráfagas
de recuerdos y anhelos que jamás pudo. De pronto un haz de luz, la
luz del destino, brilló pálido y con un sonido de murciélago del
otro lado de las aguas del tiempo, detrás de él.

Capítulo 20
Goro cerró los ojos mirándose como si levitara fuera de sí
mismo y se contempló con extraña fascinación; de algún modo
siempre supo cómo terminaría (o iniciaría) todo: estaba convertido,
moldeado por el destino, y reconocía perfectamente la forma de su
nuevo cuerpo; ahora entendía porque Ofelia siempre le resultó tan
familiar…

128
Capítulo 21
Con un rugido, las aguas del tiempo se abren por fin y,
tirando de su cuerpo, arrojan a Goro fuera de su manto, partiendo
la realidad a un nuevo tiempo, a un nuevo comienzo, a un nuevo
regreso. Entonces…

Epílogo.
La bruja aparece de pronto con el estallido de un relámpago
que cae de la nada, entre los enormes troncos de pinos y hayas
torcidos de tan viejos, en las periferias del pueblo del santuario
Soturi. Primero se forman los pies, enormes garras de alce
abriéndose camino en medio de la nada, luego es el cuerpo, sólo el
esqueleto de una caja torácica, con las costillas formadas cual
prisión, y de los huesos de un verde pálido, jirones de piel podrida
colgando como adornos infantiles; al final son las cuatro cabezas,
todas iguales, pendidas de cuatro cuellos serpientes:
—Finalmente te encontré —gruñe Goro, mejor conocido en
esta época como Ofelia, la gran bruja carcelera, con el sonido de
un trueno—. Asa…

129
Jesús Guerra Medina

(Ciudad de México, 1994). Licenciado en Psicología. Ha


publicado su relato “Cavernario” en el primer número digital de la
revista Líneas de cambio (Editorial Solaris, Uruguay, 2018); su
relato breve “Mutador S. A.” en el primer número de la Revista
Digital Ibídem (México, 2018); su cuento “Ame, reptilius” en la
Antología “Mar crepuscular” (Editorial Dreamers, México, 2018).
Ha colaborado con un microcuento para octava edición de la
revista digital “La sirena varada” (Editorial Dreamers México,
2018). Su microcuento “Desconcierto” fue publicado en el número
especial “Microrelatos y otras pocas palabras” de la Revista
Digital Ibídem (México, 2018). Su relato “Fotrogramas del hombre
que estuvo en el fin del mundo” se publicó en la Antología de
ciencia ficción latinoamericana, de la revista Líneas de cambio en
su edición física y digital (Editorial Solaris, Uruguay, 2018). Su
cuento “Memorium House” se publicó en la sexta edición de la
Revista Letras y Demonios (2018). Su cuento “El despertar” y
“Los eternos”, se publicaron en el cuarto número de la Revista
Literaria Luna, (2018). Su cuento “Amor, Clemencia”, quedó
tercer lugar en la cuarta edición del concurso “Cuéntame uno de
muertos”, organizado por Canal 22, México (2018). Su cuento,
“Amor, Amor” se publicó en el cuarto número de la Revista
Digital Ibidem (2018). Su relato “El mesías” para la edición
número catorce de la revista digital “La sirena varada” (Editorial
Dreamers México, 2018). Su relato “De sueños que Sueñan y

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Sueños que sólo sueñan” para el quinto número de la Revista
Digital Ibidem (2018). Su relato “La segunda llegada” se publicó
en la Antología del cuento fantástico, Penumbria 46 (2019); su
relato “Decadencia”, en la antología física “Cuentos sobre brujas”
(editorial El gato descalzo 2019). Su relato “El disfraz” en la
séptima edición de la Revista Letras y Demonios (2019).

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Mariano Avello Henríquez

(Concepción, Chile. 1993) Profesor de Historia y Geografía,


ilustrador y escritor. Seleccionado mejores cuentos; La Bola de
Carne. Horror Bizarro, Editorial Cthulhu, 2017 (Lima, Perú).
Miembro de Sociedad Tolkien Chilena en Concepción (Ohtaríma),
organizadora de la Feria Medieval del BioBío y Jornadas de
Literatura Fantástica. Actualmente escritor e ilustrador en Tres
Ojos, en la plataforma Instagram (@tres__ojos)

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La canción del colmillo y la garra

Jorge Rubén del Río

Olieron la muerte mucho antes de verla y, cuando lo hicieron,


esta fue mucho peor de lo que habían imaginado.
—Madre Winak… —invocó Aylín a su diosa, mientras se
adentraba en el poblado sembrado de cadáveres. Cuerpos
desgarrados, torsos abiertos, cabezas arrancadas de cuajo. Entrañas
esparcidas como viscosas serpentinas, la sangre encharcando la
tierra en torno a los cuerpos sobre el que se daban festín las aves
carroñeras, picoteando los restos dejados por los depredadores.
Pues muchas de las víctimas que hallaron se encontraban
parcialmente devoradas, su carne arrancada a mordiscos.
La joven exploradora avanzó entre las chabolas de madera,
muchas de las cuales habían sido destrozadas en la lucha por
arrastrar al exterior a sus habitantes. O eso pensó ella, al recrear en
el ojo de su mente lo sucedido.
«Los atacaron desde la selva» concluyó, y sus ojos se fijaron
en el espeso verdor que se prodigaba más allá de la pequeña aldea
de cazadores, compuesta por un puñado de chozas en torno a una
única calle de tierra, que entroncaba con el sendero por el que ella
y su grupo habían llegado.
A pesar de contar con sólo diecisiete veranos, Aylín era ya una
avezada exploradora, que llevaba más de dos años al servicio de la
Torre del Peregrino, el último bastión que el Gran Imperio de
Verde Sur poseía al norte de la Baronía Tercia de Estelas, en los

135
límites con Ixcanuj Kaaj, las Tierras de Fuego. Era de una
delgadez engañosamente fuerte, puro pellejo pegado al músculo;
tenía la piel morena y el pelo espeso y negro, salvo por un mechón
blanco que la acompañaba desde el nacimiento y que, en su aldea
natal, le había valido el apodo de Tendy-arasy, «destello de luna».
Vestía una corta túnica de fibra de maguey ligeramente reforzada,
con brazos y piernas al desnudo, brazaletes y sandalias de cuero.
En el cinto llevaba un cuchillo con empuñadura de hueso, y una
aljaba llena de flechas de tacuara colgada de un hombro, en
compañía de su guyrapá, un magnífico arco largo de madera de
palma negra, el legado de su difunto padre.
—Una jodida masacre —soltó, junto con un escupitajo,
Tonahuac, el oficial al mando de la patrulla de siete guardias que la
habían acompañado desde la Torre. Era un hombretón de sienes
rapadas, con el pelo recogido en la coronilla, a la manera de los
guerreros, y la nariz perforada por un aro de jade. Iba armado con
un macahuitl, una pesada clava de madera con filos de obsidia-
na—. ¿Qué crees que pasó?
Tras él, sus hombres ahuyentaban a patadas y golpes con las
lanzas a las carroñeras, que levantaron el vuelo en medio de
graznidos de protesta. Aylín se volvió hacia el oficial.
—Fueron fieras. Jaguares —aseguró—. Atacaron no hace más
de dos noches.
Tonahuac silbó, admirado. Dijo, después de volver a escupir:
—¡Debieron de ser muchos, para arrasar con el poblado al
completo!

136
Ella cabeceó, pensativa, ahora con la vista puesta en el
revoltijo de pisadas sobre la tierra, que sólo un ojo entrenado como
el suyo podía discernir. Había varias cosas allí que, a simple vista,
no tenían sentido alguno: primero, que los jaguares eran cazadores
solitarios, y allí había pisadas de por lo menos ocho de esas bestias.
Segundo, que acechaban a la presa en su propio territorio en lugar
de salir a buscarla en terreno hostil, como lo era una aldea de
cazadores. Tercero, y quizá lo más absurdo de todo el asunto: que
tanto la disposición de los cuerpos como de las pisadas, así como
la forma en la que deducía que se había desarrollado el ataque
hablaba de algún tipo de organización, incluso hasta de estrategia.
—Al menos siete, u ocho —comentó, paseándose agazapada
entre los cadáveres. Sus ojos capturaron la mirada sin vida de un
pequeño niño, cuya apacible expresión contrastaba con el
sanguinolento horror del resto de su anatomía. Aylín lo pasó por
alto, enfocándose en los rastros—. Más de la mitad eran machos.
El mayor era muy grande, más de cien kilos, unos tres metros
desde la nariz hasta la punta de la cola.
Se oyó una violenta arcada. La escena de la masacre había
sido demasiado para Atzin, el novato de la patrulla, que acababa de
vaciar su estómago. El oficial meneó la cabeza con gesto de
resignada tolerancia.
—¡Ehecoatl! —llamó. El soldado más veterano de la tropa, un
hombre larguirucho con las orejas perforadas y los brazos cruzados
por cicatrices, se acercó al trote. Iba ataviado igual que el resto,
con una pechera de algodón endurecida con sal, calzón de tela y

137
sandalias catli, con talonera y tiras de cuero amarradas a las
pantorrillas. Llevaban, además de las lanzas con punta de
obsidiana, venablos para lanzar, sujetos a la parte trasera de sus
arneses, sobre la espalda.
—¡Señor!
—Sepulten a los muertos.
—¿Señor…?
—Ya me oíste.
—Debe haber más de treinta cuerpos, señor.
—Sé contar, Ehecoatl —repuso Tonahuac, dándole la
espalda—. Caven una fosa común, no pienso atraer la ira de los
dioses dejándolos para que se pudran.
—Sí, señor.
—Ya he perdido la cuenta de las veces que te ha llamado
«señor» —observó Aylín, que se alejaba por la única calle, en
dirección a la linde de la jungla. El oficial le dio alcance con sus
enérgicas zancadas.
—Es un buen soldado. Oye, Aylín, yo no soy un ningún
experto cazador, pero creo que esto no es nada común. ¿Estoy en
lo cierto?
Ella cabeceó, silenciosa, repasando mentalmente los eventos
que los habían conducido hasta allí. Se encontraban en un
patrullaje de rutina, igual a tantos otros. Llevaban tan sólo un par
de jornadas de marcha a lo largo del sendero que discurría a través
de la selva, y entre las pequeñas aldeas que se levantaban al sur de
la Torre del Peregrino, cuando la ingente presencia de aves

138
carroñeras los llevó hasta lo que quedaba de ese poblado, y de sus
habitantes.
—Estás en lo cierto, Tonahuac. Sin embargo, hay jaguares que
se ceban con carne humana, que se vuelven adictos a ella al punto
de no saciar su hambre con ninguna otra presa.
—¿Pero habías visto alguna vez… algo como esto?
Habían llegado al final de la calle, y al espacio delimitado
entre la jungla y las primeras casas. Más allá, la espesura se
enseñoreaba, absoluta y tiránica en su reino de lianas, ramaje y
enredaderas. Aylín giró la cabeza en dirección contraria. Al
extremo opuesto del pueblo, donde cuatro de los hombres ya
habían empezado a cavar una gran fosa, mientras que los tres
restantes se ocupaban de registrar las chozas en busca de
sobrevivientes.
—No, Tonahuac —respondió por fin, guardándose las
siniestras conjeturas que comenzaban a oscurecer su mente, como
el cielo antes de una tormenta—. Nada como esto.

***

El sol ya se ocultaba detrás de las copas de los árboles,


dejando su sangrienta traza por el firmamento y estirando las
sombras sobre el poblado. Donde un gran montículo de tierra
removida señalaba el lugar de sepultura de sus habitantes. Sentados
en el suelo, a un costado de la calle, los hombres tomaban un
descanso mientras daban cuenta de sus raciones para esa noche. De

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pie a unos cuantos pasos de distancia, Aylín arrancó con los
dientes un trozo de carne seca. Masticó despacio, de nuevo con la
mirada puesta en la espesura. En la jungla, que respiraba en torno a
la aldea fantasma. La jungla estaba viva, y eso ella lo sabía muy
bien; tenía ojos para acechar, garras y colmillos para matar.
—¿Otra vez intentando sorprenderme? —preguntó, sin
volverse. Tras ella, Tonahuac se frenó en seco y rio entre dientes.
—¡Por los dientes de Aurum misericordioso, niña! —protestó
el oficial—. Si he sido más silencioso que una serpiente de coral…
—Pero apestas a cuero, y a sudor —le espetó ella, y esta vez
se volvió hacia el hombretón quien, resignado, se había puesto a
armar su pipa de caña. El acre olor del tabaco se manifestó en
blancas caracolas de humo, trepando hacia un cielo en el que
brillaban las primeras estrellas.
—Pasaremos la noche aquí —dijo, con la voz enronquecida
por el humo—. Por la mañana, quiero que nos guíes tras la pista de
esas fieras.
Aylín frunció el ceño.
—No me parece buena idea.
—No podemos dejar a un grupo de jaguares cegados por la
carne humana sueltos por la jungla, Aylín. Hay más poblados en
los alrededores…
—Poblados de cazadores, a los que deberíamos de pedir
ayuda. Organizar entre todos una batida y…
El oficial negó con la cabeza.

140
—Perderíamos tiempo, se perderían más vidas. ¿Qué es lo que
te preocupa?
Ella volvió a mirar hacia la jungla, y a la creciente oscuridad
que se enseñoreaba en ella.
—No me gusta la idea de adentrarnos en el cubil de esos
devoradores de hombres.
—¿Una cazadora con ocho hombres armados? Tendríamos
que poder dar cuenta de unos cuantos grandes gatos. —Tonahuac
lanzó una última bocanada de humo, luego vació la cazoleta de la
pipa, golpeándola contra el talón de su sandalia—. Ordenaré que
preparen el campamento y organicen las guardias.
—Sí, «señor».
El oficial sonrió de medio lado.
—Cuidado, chiquilla. Como te pongas insolente, tendré que
darte unos buenos azotes.
—Inténtalo, y te clavaré una flecha en las pelotas.
El hombretón soltó una risotada. Meneando la cabeza, se dio
la vuelta y echó a andar por la calle, de regreso con sus hombres.
Aylín se quedó sola, mirando a la espesura. Por un instante vio, o
creyó ver, el refulgir de dos puntos de luz amarilla, como si un par
de ojos fosforescentes estuvieran oteándola desde la fronda. Pero el
efecto se desvaneció en lo que dura un latido de corazón, aunque
no así la sensación que oprimió el vientre de la joven, como una
garra fría retorciéndole las entrañas.
La garra del miedo, de la amenaza que aún se cernía, latente,
sobre aquel paraje.

141
Hicieron campamento en una de las cabañas, un edificio
rectangular con tejado de ramas que se erigía a un lado de la calle.
Y que debió de haber cumplido funciones de despensa o depósito,
a juzgar por las numerosas pieles y carnes curadas en salazón que
colgaban de un grueso madero cruzado a lo largo del techo. A la
puerta la hallaron derribada, arrancada de sus goznes y cubierta por
profundas marcas de garras.
Aylín fue voluntaria para la primera guardia. Le tocó hacerla
en compañía de Atzin, el novato que había vomitado al encontrarse
con los cadáveres. Este era un muchacho de más o menos su
misma edad, negra melena recogida en una coleta y rasgos todavía
suaves, que lo dejaban a mitad de camino entre el niño y el hombre
que tanto se esforzaba por ser.
—No pude evitarlo —comentó en voz baja, avergonzado,
mientras recorrían juntos el perímetro.
—¿Qué cosa?
Atzin hundió la cabeza, mirando al suelo. Llevaba la lanza en
una mano, la derecha. La izquierda sostenía en alto una antorcha,
con la que iluminaba la espesa cerrazón de la noche.
—Ponerme enfermo. Es que… nunca había visto algo así.
Tantos muertos, tanta sangre… y los niños…
—Bórralo de tus recuerdos —le dijo, tajante, aún a sabiendas
de que era lo mismo que pedirle que capturase la luz del sol entre
sus manos.
—Tú… ¿alguna vez habías visto algo así?

142
Ella no le respondió, pero recordó. Otra aldea, en la región de
El Cruce, a muchas jornadas al sur. Otra masacre, distinta, pero a
la vez tan parecida. Cuerpos mutilados entre las cabañas en ruinas.
Hombres, mujeres y niños salvajemente despojados de su
humanidad, convertidos en carne en torno a la que se arracimaban
las moscas. Tal había sido el saldo dejado por la invasión de los
máako ´ob meemech, los hombres lagartos de las islas Cipactli, en
las tierras de occidente. De eso, hacía más de dos años, aunque
también podrían hacer más de veinte, sin que la impronta de sus
imágenes desapareciera de los recuerdos de la joven.
—¡Mira allí! —El grito de Atzin la arrancó de sus memorias.
Aylín parpadeó, vio al novato correr hacia la espesura, con la
antorcha por delante. Lo siguió.
—¿Qué ocurre?
Se asomaron por encima de una muralla de pastizales que les
llegaban al pecho, por debajo de un entramado de ramas y lianas
colgantes.
—Vi a alguien.
—¿De qué hablas?
—¡Era un hombre! —Los ojos del novato brillaban en la
penumbra, desorbitados por el miedo—. ¡Estaba aquí mismo!
Aylín deslizó una flecha fuera de la aljaba, la colocó en el arco
mientras sus ojos iban de un lado al otro de la jungla, recorriendo
el espacio iluminado por la llama.
—No veo a nadie…

143
—¡Yo lo vi! —insistió—. ¡Era muy alto, llegaba casi hasta
aquí! —señaló al ramaje, bien por encima de su cabeza. Ella torció
el gesto, con la cuerda del arco a medio tensar.
—Quizás haya sido sólo una sombra…
—Yo sé lo que vi, Aylín.
—Lo que hayas visto, se fue. Y yo no voy a meterme allí a
buscarlo, y tú tampoco.
—Pero…
—Lo reportaremos a nuestros relevos, para que estén atentos.
—Aylín devolvió la flecha a la aljaba y tomó al joven ligeramente
por el brazo—. Ven, completemos la recorrida.
Atzin echó un último vistazo del otro lado de los matorrales.
Luego, resignado, empezó a caminar con ella.
—¿Atzin, lo he dicho bien?
—¿Qué cosa?
—Eso del reporte y los relevos, ¿lo dije bien?
—Sí, supongo.
—Es que ustedes, los soldados, usan palabras tan
rebuscadas…

***

Despertó en la oscuridad, alertada por algo. Un sonido que,


aunque tenue, no se condecía en nada con los ruidos nocturnos del
entorno que los rodeaba. No era el chirriar de los insectos, ni el

144
croar de algún sapo en las márgenes del cercano arroyo. Era otra
cosa, algo completamente fuera de lugar.
Aylín se incorporó, sentada encima de su manta, sobre el suelo
de madera que compartía con cinco guardias. Todos dormían
profundamente. Ehecoatl, con la manta hecha almohada bajo su
cabeza, roncaba de forma por demás ruidosa. ¿Sería eso lo que
había escuchado entre sueños? Con la cabeza erguida, aguzó el
oído, atenta. Una suave brisa que irrumpió en la despensa volvió a
llevarle el sonido, y, esta vez, no hubo lugar para la duda.
Se puso en pie, recogiendo instintivamente su guyrapá y su
aljaba, que se colgó del hombro. Al salir se encontró con
Tonahuac, que a la luz de una antorcha montaba guardia en la
entrada del improvisado campamento, mientras dos de sus
hombres recorrían los alrededores. El oficial volteó a ella, con la
pipa de caña entre los dientes.
—¿No puedes dormir?
Aylín se llevó un dedo a los labios. El sonido regresó, parecía
provenir de una de las chozas que más destrozadas se encontraban,
del otro lado de la calle.
—Ahí —señaló.
—Ahí, ¿qué?
—¿No lo has oído?
—¿Qué debería haber oído?
La joven meneó la cabeza con una mueca. Empezó a caminar
hacia la choza, haciéndole señas de que la acompañara. Con la
confusión pintada en el semblante, Tonahuac la siguió.

145
Entraron en la chabola en ruinas, a través del hueco donde
alguna vez había estado la puerta. La madera se encontraba
desgarrada, llena de profundas marcas de garras. Las tablas del
suelo crujieron bajo sus pies. Esta vez, ambos oyeron el sonido,
proveniente de las mismas tablas que pisaban. De debajo.
Aylín sostuvo la antorcha, al tiempo que Tonahuac levantaba
dos de las tablas. Allí, tendida en el espacio comprendido entre el
suelo de la cabaña y la tierra, encontraron a una muchacha. Flaca
hasta lo indecible, los ojos resaltaban en el rostro demacrado,
agrandados por el espanto. Vestía unos harapos y sostenía,
apretada contra su pecho, a la fuente del sonido que había
despertado a la exploradora.
El llanto de un niño recién nacido, al que ahora amamantaba.

***

—Llegaron hace dos noches… mataron a todos… nosotros


nos escondimos allí…
Sentada en el suelo de la despensa, la muchacha balbuceaba su
historia, rodeada por los rostros ceñudos de los cinco guardias
recién despertados. Tonahuac permanecía de pie, a un lado,
mientras que Aylín se acuclilló junto a ella.
—¿Cómo te llamas?

146
Ella la miró. En ningún momento se había separado del bebé,
al que mantenía sujeto contra su cuerpo. Este era diminuto, de piel
rojiza y los ojos todavía cerrados, propio de los recién nacidos.
—Zazil.
Aylín asintió, comprensiva. Parecía incluso más joven que
ella, casi una niña. Tiritaba, a pesar del calor y la humedad
imperantes.
—¿El bebé es tu hijo, Zazil? ¿Cómo se llama?
Tonahuac la interrumpió con otra pregunta, formulada en un
tono mucho más severo:
—¿Quiénes atacaron el pueblo? ¿Fueron animales?
Los ojos de Zazil se abrieron de par en par. Asintió varias
veces, con movimientos temblorosos. Aylín se dirigió a los
hombres:
—Que alguien le de agua, y algo de comer. ¡Esta chica está
amamantando, y lleva dos días sin alimentarse!
Ehecoatl la fulminó con la mirada, pero Atzin le acercó un
trozo de carne seca y una totuma con agua. La muchacha devoró la
pitanza con auténtica desesperación, el agua le cayó a chorros por
el cuello cuando apuró la totuma hasta ver el fondo. Luego dijo,
mirando a Aylín:
—Itzé. Se llama Itzé.
Antes de que Aylín pudiera decir algo más, Tonahuac la aferró
del brazo y se la llevó hasta la entrada.
—¡Oye! —protestó ella, intentando librarse de su agarre. Pero
él la presionó hacia atrás, por poco azotándola contra la pared de la

147
despensa. Ya nada quedaba del afable gigantón que bromeaba con
ella. Le dijo, con el rostro muy cerca del suyo, tanto que ella pudo
oler su aliento a tabaco:
—Me importa una mierda lo mucho que te aprecie el
comandante, chiquilla… aquí yo soy el que da las órdenes a mis
hombres, no tú. Y más te vale recordarlo, por tu propio bienestar.
Ella estaba por responderle cuando un alarido terrible desgarró
la pegajosa calma. Provenía de más allá de las chozas, y de la
garganta de uno de los hombres que recorría el perímetro.

***

Olvidado por completo su altercado, el oficial y la exploradora


echaron a correr en dirección al grito, el primero empuñando su
macahuitl, ella con una flecha en el arco. Vieron llegar a uno de los
guardias, corriendo entre las chozas con el rostro salpicado de
sangre, desfigurado en una mueca de terror. Ninguno de los dos
vio venir a la bestia hasta que esta cayó sobre su espalda,
derribándolo al final de un salto formidable. Un jaguar de pelaje
anaranjado, salpicado de motas negras, cuyos ojos centelleaban en
la oscuridad con un fulgor de oro y esmeralda. Antes de que
ninguno pudiera reaccionar, el gran felino hundió sus zarpas
delanteras en los hombros del guardia caído, echó hacia atrás la
cabeza, desplegó las fauces y las cerró, llevándose, en un solo
bocado, la parte posterior de su cráneo. Huesos, carne y sesos, todo
fue devorado en un instante. El jaguar alzó luego la vista,

148
clavándola en sus dos posibles, siguientes presas, de las que no lo
separaban más de veinte pasos de distancia. Aylín tiró de la cuerda
trenzada de su guyrapá al mismo tiempo que la fiera empezaba a
correr hacia ellos, aunque aguardó hasta el último instante para
soltarla. La flecha de tacuara lo alcanzó en mitad del salto, el
jaguar se revolvió en el aire con un bufido y aterrizó sobre sus
patas. Sangraba, con el astil y la pluma asomándole del pecho, por
debajo de la zarpa delantera derecha. Arma en alto, Tonahuac
acortó distancias con él y, antes de que pudiera reaccionar, le
descargó un tremendo mandoble sobre el espinazo.
Crujieron los huesos bajo el filo de obsidiana. Quedó tendido
el jaguar, espatarrado e inmóvil. Luego, lo increíble: en la muerte,
el cuerpo de la bestia comenzó a cambiar. El pelaje se desprendió y
cayó, desmenuzándose como ceniza conforme las extremidades se
alargaban y la cola se replegaba sobre sí misma hasta desaparecer.
La transformación no duró más allá de unos pocos segundos y,
cuando Tonahuac recuperó de un tirón su macahuitl, lo extrajo del
cadáver de una mujer desnuda.
—¡Por la misericordia de Aurum! —exclamó retrocediendo,
mientras invocaba la protección del León Solar, el principal dios
del panteón imperial—. ¿Qué clase de brujería es esta?
Su pregunta quedó sin respuesta, pues un rugido
multitudinario resonó por todo el poblado. Aylín vio el brillo de los
ojos encendiéndose en la oscuridad, del otro lado de las chozas, y
esta vez fue ella la que asió al oficial por el musculoso brazo,
gritándole a la cara:

149
—¡Hay que volver a la despensa, vamos!
Bajaron corriendo por la única calle y se encontraron con que,
alertados por los ruidos de lucha, Ehecoatl ya estaba afuera con dos
de los hombres, todos con las lanzas prestas.
—¡Adentro! —ordenó el oficial, sin detenerse—. ¡Todos
adentro!
Tres fieras aparecieron tras ellos, saltaron de entre las chozas.
A una orden del veterano Ehecoatl, los guardias cambiaron las
lanzas por los más ligeros venablos, que arrojaron con la ayuda de
los atlatl, los propulsores de madera, que daban mucha más
potencia a los lanzamientos. El trío de proyectiles describió una
rabiosa parábola, por encima de las cabezas de los perseguidos
para caer directamente sobre los perseguidores, aunque dos de
ellos los eludieron saltando hacia los lados, en una maniobra
impropia de animales guiados por el instinto. El tercero, sin
embargo, recibió el venablo en mitad del lomo y quedó empalado
en él. Los otros dos retrocedieron, arqueando el lomo y enseñando
los colmillos antes de darse la vuelta y regresar a la misma
oscuridad de la que habían surgido. El oficial y la exploradora
siguieron corriendo, al encuentro de los demás.
—¡Por todos los dioses! —oyeron gritar a Ehecoatl, y no
necesitaron voltear para enterarse de lo que había pasado. A sus
espaldas, tendido en mitad de la calle, el jaguar muerto por la
jabalina acababa de convertirse en el cuerpo desnudo de un hombre
joven.

150
—¡Adentro! —repitió Aylín la orden de Tonahuac, que
añadió:
—¡Y aseguren la puerta!

***

—¿A qué demonios nos estamos enfrentando?


—Ehecoatl…
—Yo juré defender al Imperio y sus habitantes hasta mi última
gota de sangre, contra cualquier enemigo que lo amenazara —
siguió el veterano, que caminaba en círculos por la despensa,
mientras sus largos brazos no dejaban de gesticular en el aire—.
Pero, ¿qué clase de enemigo…?
—¡Soldado! —endureció la voz Tonahuac, y el cambio halló
eco en las acciones de su subalterno, que se detuvo sobre sus pasos
para mirarlo con ojos febriles. La mirada alucinada de un hombre
que se enfrenta por vez primera a lo desconocido.
—¿Qué fue eso, señor? —Fue más una súplica que una
pregunta, para la que su líder no tenía respuesta alguna—. Yo lo vi.
Lo vi cambiar delante de mis ojos.
—Todos lo vimos —intervino Aylín, con lo que todas las
miradas se clavaron en ella. Con excepción de Zazil quien,
arrellanada en un rincón, acunaba despacio al pequeño Itzel
mientras tarareaba una nana.
Habían vuelto a colocar la puerta de madera en su lugar,
asegurándola con el grueso madero que cruzaba el techo, y que

151
debieron arrancar. Dos guardias permanecían asomados a la única
ventana, desde donde vigilaban la calle con los atlatl y venablos a
la mano.
—¿Hay algo que quieras decirnos, Aylín? —indagó Tonahuac,
frunciendo todavía más el entrecejo—. ¿Sabes algo que nosotros
no?
—Sólo historias. Cuentos, que recuerdo de mi niñez.
—¿Cuentos? —repitió Ehecoatl, y la sonrisa que partió en dos
su rostro fue la mueca desesperada de un maniático—. ¿Nos están
cazando personajes de los cuentos de su puta infancia?
—¡Silencio, soldado! Háblanos de ello, muchacha.
La joven se humedeció los labios, luego su voz comenzó a
desentrañar recuerdos, que poco a poco fue hilando en palabras:
—Yo nací en una aldea no muy distinta de esta, perdida en
medio de la jungla. Y recuerdo que había una zona a la que ni los
más valerosos cazadores se atrevían a ir, ni siquiera mi padre. Una
parte de la selva, señalada con símbolos tallados en los árboles que
la rodeaban. Una barrera que nadie cruzaría.
»Ese, me contaba mi abuela en las noches lluviosas, en las que
la lluvia golpeaba el techo de nuestra casa como si fuera un
tambor, era el territorio de la tribu de los yaguareté–avá. El coto de
caza de los hombres jaguar. Y nadie nunca se aventuraría allí, por
miedo a despertar su furia. Hasta existía una rima acerca de ellos…
Aylín hizo memoria. La luz de las antorchas danzaba en el
reflejo de sus ojos, vueltos hacia el pasado. Al cabo de unos
instantes, se puso a recitar:

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Fieras con piel de hombre, hombres con corazón de fiera
En parte monstruos, en parte espíritus, en parte dioses de una
olvidada era
Ellos son los ojos en la noche, la muerte que sorprende y
desgarra
Ruega por no escuchar nunca su canción, la del colmillo y la
garra

Un silencio ceremonial siguió a las palabras de la joven, cuyo


eco quedó flotando entre las paredes mucho después de que
callara. Fue Tonahuac el que lo rompió, al preguntar:
—Pero ellos… ¿nunca atacaron tu aldea?
Aylín lo miró bajo una ceja enarcada.
—Hasta esta noche, yo ni siquiera creía en su existencia.
El oficial se frotó pensativo la barbilla.
—Algo debió hacer la gente de este pueblo, para provocar su
furia.
Ehecoatl se acercó a la joven madre quien, ajena a toda la
conversación, arrullaba al niño en sus brazos. Él la sujetó con
violencia, Zazil soltó un gemido y apretó aún más a Itzel contra su
pecho.
—¿Qué fue lo que hicieron? —exigió saber, al tiempo que la
zamarreaba—. ¡Dinos, maldita perra! ¡Dinos!
—¡Suéltala, soldado!

153
A la orden de Tonahuac se sumó la mucho más sosegada voz
de Aylín, que reforzó sus palabras con el filo de su cuchillo,
apoyado contra el cuello del veterano.
—Ya oíste a tu superior, Ehecoatl. Déjala en paz.
—¡Están ahí afuera! —El grito de Atzin, uno de los dos
guardias apostados en la ventana, puso fin a todo lo que estaba
sucediendo. Ehecoatl soltó a Zazil, que regresó al rincón con el
bebé en brazos, que una vez más había empezado a llorar. Aylín
apartó el cuchillo y lo devolvió a la vaina, en su cinturón. Luego se
acercó a la ventana, lo mismo que Tonahuac y varios de sus
hombres.
Allí estaban, paseándose a lo largo de la calle de tierra, con
movimientos elásticos y silenciosos. Cinco jaguares, de cuerpos
esbeltos y poderosos, desplazándose bajo el manto de sombras y la
luz plateada de la luna. Lanzaban rugidos esporádicos, mirando
hacia la despensa con ojos refulgentes, en los que brillaba un odio
terrorífico, tangible… humano. Un odio del que ninguna bestia
privada de raciocinio era capaz.
—¡Largo de aquí, malditos monstruos! —exclamó el
compañero de Atzin, otro joven guardia que, acicateado por el
miedo, cargó un venablo es su atlatl, dio un paso atrás y lo arrojó
con todas sus fuerzas contra las fieras. Estas se abrieron,
replegándose hacia los lados al tiempo que el venablo se clavaba
inofensivamente en la tierra. Después, con la coordinación propia
de un ejército, los jaguares volvieron a agruparse delante del

154
edificio. El guardia se dispuso a lanzar otro venablo, pero
Tonahuac detuvo su brazo.
—No desperdicies más proyectiles.
—Tres machos jóvenes, dos hembras —contó Aylín, asomada
a la ventana con el arco en la mano—. No veo al macho
dominante…
Entonces lo vio. Del otro lado de la calle, en el espacio entre
las chozas, caminando a través de las sombras que estas
proyectaban. Primero como un hombre, un gigante desnudo, de
piel oscura y ojos centelleantes, sin duda el mismo que había visto
Atzin mientras realizaban su recorrido de guardia. Un parpadeo
después, estaba en su forma animal, la de una colosal bestia de
pelaje rojizo, cubierto con motas negras. Aquel magnífico ejemplar
avanzó hasta el centro de la calle, mientras el resto de los suyos
continuaban pululando a su alrededor. Con la vista fija en la
despensa y sus ocupantes, el gran macho desplegó sus fauces y
lanzó un rugido horrísono, capaz de enfriar la sangre del más
valiente. Un sonido gutural, escalofriante, cargado de promesas de
una muerte espantosa, de carne desgarrada, de sangre y vísceras
derramadas. La canción del colmillo y la garra.
Con un escalofrío recorriéndole la espalda, Aylín cargó una
flecha en su guyrapá. Mas antes de que pudiera tensar la cuerda,
los felinos se retiraron de regreso a la oscuridad que les daba
cobijo. Dejando tras ellos, en señal de burla y amenaza, los restos a
medio devorar de los dos guardias caídos. Carne roída sobre los
huesos húmedos.

155
Hubo intercambios de miradas entre los refugiados, luego,
todas ellas recayeron en Zazil. Miradas de miedo, desconfianza y
también de odio. Miradas que la hicieron retroceder, de espaldas al
rincón, como un animal acorralado. Desorbitados los grandes ojos,
mientras el bebé succionaba de su pecho. Aylín se acercó a ella,
conciliadora.
—Zazil —la llamó con delicadeza—. ¿Qué fue lo que sucedió,
por qué los yaguareté–avá acabaron con tu gente, y ahora buscan
hacer lo mismo con nosotros? ¿Qué es lo que quieren?
La joven madre apartó la mirada, la exploradora buscó una vez
más sus ojos.
—Si sabes algo, debes contárnoslo. Por tu bien, y del pequeño
Itzé.
Ante la mención de su hijo, Zazil se quebró en llanto. Lo hizo
encogida sobre sí misma, con su enteco cuerpo estremeciéndose en
sollozos y gorjeos. Aylín tuvo de pronto un presentimiento terrible,
que tradujo en palabras:
—Es a él al que quieren, ¿cierto?
Zazil soltó un gemido, como si acabaran de herirla. Se encogió
todavía más, el bebé apretado contra ella. Aylín comprendió.
—Itzé… él no es realmente tu hijo —lo dijo con voz
temblorosa, tomando conciencia de la magnitud de sus palabras al
momento de pronunciarlas—. Es de ellos…
Ovillada contra el rincón, con los ojos llenos de lágrimas y el
rostro desfigurado por la congoja, Zazil habló:

156
—Después de perder a mi bebé, ya no quise seguir viviendo.
Por eso me interné en el territorio prohibido, por eso ignoré las
señales en los árboles. Quería entregarme a ellos… quería que
devoraran mi cuerpo, indigno de ser madre.
»Caminé por varias horas sin rumbo, hasta que la encontré.
Una hembra, muerta al alumbrar, con todos sus cachorros recién
nacidos a su alrededor. También muertos, salvo uno, que, con las
pocas fuerzas que le quedaban, seguía luchando por vivir. Recogí a
la pequeña cría de jaguar, la vi convertirse entre mis brazos…
¡convertirse en el hijo que los dioses me habían arrebatado!
—Y lo trajiste contigo —concluyó Aylín la narración—. Y,
esa misma noche, los yaguareté–avá atacaron el poblado, y han
estado rondándolo desde entonces.
Zazil asintió, compungida. Luego, el caos estalló dentro del
refugio.
—¡Hay que arrojarla afuera, a ella y a su pequeño monstruo!
—fue la exclamación de Ehecoatl la chispa necesaria para desatar
el incendio. Junto con la mayoría de los hombres, se abalanzaron
sobre Zazil, aunque frenaron sus ímpetus al encontrarse con el arco
tenso de Aylín, y con una flecha que podía ser para cualquiera de
ellos.
—Atrás —gruñó la exploradora—. Vamos a discutir esto con
calma, antes de tomar ninguna decisión.
—Quítate de en medio, chiquilla —siseó Ehecoatl, con las
manos apretadas en torno al asta de su lanza—. O también te
arrojaremos a ti.

157
—¿También piensas arrojarme a mí afuera, Ehecoatl? —lo
desafió Atzin quien, a pesar del temblor en su voz, y en sus manos,
se adelantó para ubicarse junto a Aylín. Hubo burlas crueles entre
los hombres, el veterano torció el gesto en una mueca despectiva.
—Trata de no vomitarte encima, novato.
Las burlas cesaron en cuanto fue la imponente mole de
Tonahuac, su oficial al mando, la que se encaró a ellos, por delante
de Aylín y de Atzin.
—Yo soy el que da las órdenes aquí, ¿es necesario que se los
recuerde? ¡Y los quiero a todos de regreso a sus puestos!
Retrocedieron los hombres, enfriados los ánimos bajo la
mirada de piedra de su líder. Que prosiguió, con voz más calma
pero vibrante de firmeza:
—De los que estamos aquí encerrados, es Aylín la que mejor
conoce a estas criaturas, así que vamos a escuchar lo que tenga
para decir. Y luego seré yo quien decida lo que hay que hacer.
Aylín prefirió omitir el hecho de que su conocimiento
acerca de esas criaturas se limitaba a cuentos y rimas de la infancia
y, en su lugar, aprovechó el voto de confianza que le extendía
Tonahuac.
—Se están cobrando venganza por el rapto de su cachorro.
Creo que si alguien sale y se los devuelve…
Ehecoatl escupió hacia delante, muy cerca de los pies de la
exploradora.
—¿Y quién lo hará, eh? ¿Quién será voluntario para
convertirse en la comida de esos monstruos?

158
Y Aylín se oyó a sí misma responder:
—Yo lo haré. Yo saldré, y les entregaré a su cachorro.
—No… —balbuceó entonces Zazil, que sólo en ese momento
pareció comprender lo que estaba a punto de pasar. Y que,
volviéndose contra el rincón para escudar al bebé con su propio
cuerpo, chilló—: ¡No me lo quitarán! ¡No volveré a perderlo!
—¡Danos al crío, puta! —bramó Ehecoatl, y el caos y la furia
volvieron a amenazar con asomar su roja cara, y una vez más fue
necesaria la intervención de Tonahuac para calmar a los hombres.
A lo que siguió el gesto de Aylín, exigiendo silencio.
—¿Oyeron eso? Es en el techo…
Un tenue crujir, como el de pisadas blandas sobre las ramas
del tejado. Todos los ojos voltearon hacia arriba, las manos se
cerraron sobre las armas. Pero el ataque llegó por la ventana,
tomando por sorpresa a uno de los dos guardias allí apostados.
Atzin gritó, al ver cómo su compañero era arrastrado a través del
hueco, con unas mandíbulas cerradas en torno a su garganta y un
estallido de sangre que roció la pared. Después se abrió el techo,
destrozado por garras que horadaron el entramado de ramas y barro
endurecido, y otros dos jaguares saltaron al interior. Cayeron sobre
los guardias, uno de ellos chilló y se derrumbó de bruces, con la
espalda abierta en tiras hasta el hueso. Otro ni siquiera pudo gritar,
cuando unos colmillos se cerraron sobre su rostro, para
arrancárselo de cuajo con buena parte del cráneo. Ehecoatl llegó a
hacerse a un lado para evitar la siguiente acometida, el felino
aterrizó sobre sus cuatro extremidades, gruñendo y lanzando

159
dentelladas. Aylín tensó el arco y disparó casi sin apuntar, la flecha
acertó en el lomo del primer felino, que retrocedió bufando. A
duras penas consiguió arrojarse al suelo para eludir las zarpas del
otro jaguar, que reapareció con un salto a través de la ventana y
que, de todos modos, llegó a rasgar la parte trasera de su túnica y
arañar la piel de su espalda. Aylín gruñó de dolor, rodó y volvió a
incorporarse; lo hizo peligrosamente cerca del jaguar herido por su
flecha el cual, no obstante, no tuvo oportunidad de desquite. Pues
el macahuitl de Tonahuac lo alcanzó de lleno en un costado,
abriéndole el costillar y arrojándolo contra el madero que
aseguraba la puerta. Cayó la fiera, casi partida en dos por la
violencia del ataque. Cayó el madero y cayó también la puerta,
encima del cuerpo sin vida que ya empezaba a recuperar su forma
humana, la de un muchacho de recia complexión.
Ehecoatl y Atzin, los últimos guardias que quedaban en pie, se
fueron contra el otro jaguar, al que acosaron a base de lanzazos
hasta acorralarlo contra la pared del fondo. Donde lo dejaron
empalado, ya convertido en una mujer que lanzó berridos y
espumarajos de sangre antes de expirar.
—¡Cuidado! —exclamó Ehecoatl, y apartó al novato de un
empellón, quitándolo del camino del otro felino, que se abalanzó
sobre el veterano en su lugar. Las garras perforaron la pechera del
guardia, hincándose en la piel que había debajo. Bajando por su
torso hasta el vientre, donde excavaron hasta ver el color de las
entrañas. Desesperado, Atzin acudió en defensa de su camarada, y
clavó la lanza en el costado de la bestia mientras que Ehecoatl,

160
desde abajo, consiguió hacerse con su cuchillo y apuñalarla por
debajo de la quijada, en la garganta, matándola al mismo tiempo
que esta lo destripaba.
El novato hundió más la lanza en el cuerpo del jaguar,
quitándolo de encima de Ehecoatl.
—Por los dioses… —masculló, al ver el estado en el que
había quedado. Con los intestinos colgando por fuera del abdomen
abierto, el veterano se permitió una sonrisa manchada de sangre,
junto con una última burla:
—Trata de no vomitarte encima… novato…
En medio de semejante conmoción, nadie pudo impedir que
Zazil escapara por la puerta que acababa de abrirse, corriendo
desaforadamente con el bebé a cuestas. Aylín salió tras ella.

***

—¡Zazil! ¡Vuelve! —le gritó, mientras la veía internarse entre


las ruinosas chabolas. Otro jaguar la interceptó, antes de que ella
pudiera darle alcance, derribándola con un brutal zarpazo en mitad
de la espalda, que la hizo rodar por tierra. Luego la bestia giró y se
encaró a la exploradora, que, a sabiendas de que no llegaría a
disparar el arco, desenvainó el cuchillo en su lugar.
Con otro salto, el jaguar se abalanzó sobre Aylín, que pudo
eludirlo parcialmente, aunque las garras trazaron un largo,
doloroso surco en su muslo derecho. Trastabilló la joven,
blandiendo el cuchillo. Sangraba en abundancia por la herida,

161
gruesas gotas escarlatas recorrían su pierna. El gran felino, un
joven macho, se agazapó, listo para un nuevo ataque, cuando
recibió otro ataque por el flanco. Era Atzin, que vino a la carrera
con su lanza, que se quebró por el ímpetu de la carga. Malherido,
rabioso, el jaguar se revolvió contra la nueva amenaza, y el
zarpazo alcanzó al guardia novato en el torso, arrojándolo hacia
atrás y derribándolo de espaldas. Aylín aprovechó para rematarlo
con una puñalada a la base del cráneo, asestada a dos manos, con
la que hundió el cuchillo hasta la empuñadura y mató a la bestia en
el acto.
—¡Atzin! —llamó a la forma temblorosa del joven, que yacía
en un creciente charco de sangre. Mas antes de que pudiera acudir
junto a él, un rugido atronador la paralizó allí donde se hallaba.
Aylín giró, apenas, a sabiendas de lo que encontraría detrás.
Dispuesta a mirar a la muerte a los ojos, pues eso era lo que esa
criatura representaba para ella.
El gran macho estaba allí, a tan sólo unos pasos de distancia.
Inmenso, terrible, mirándola con sus ojos fosforescentes, los
mismos que —ahora sabía— la habían escrutado desde la jungla.
Relucían los colmillos, largos como puñales, en las fauces
babeantes. Curvadas las garras, capaces de partir en dos a una
bestia de carga. Controlando todo lo posible el terror que se
empecinaba en atenazarla, sucia de barro y sangre, propia y ajena,
Aylín empuñó el cuchillo frente a ella.
Y fue Tonahuac, esta vez, el que llegó en su ayuda. Y lo hizo
con un mandoble de su macahuitl, que el gran macho por muy

162
poco consiguió esquivar. Su contraataque fue tan rápido como
devastador: sus mandíbulas se cerraron en torno al brazo izquierdo
del oficial, cuando este pasó de largo en su embestida. Huesos y
tejidos se desgarraron con un sonido nefasto, el arma se soltó de
las manos de Tonahuac, que cayó al suelo con el gran macho
encima de él. Aylín volvió a cambiar el cuchillo por el arco; cargó
una flecha, tensó, apuntó y disparó, todo ello en apenas un instante.
El proyectil se clavó en los cuartos traseros del jaguar, pero este no
soltó al hombre quien, con un brazo entre los colmillos de la fiera,
utilizó su mano libre para desenvainar el cuchillo de obsidiana, con
el que se defendió con un salvajismo comparable al de su agresor.
El gran macho tironeó del brazo, de lo que quedaba del brazo,
de Tonahuac, sacudiéndolo de un lado al otro, mientras que este no
cesaba de lanzarle puñaladas. Horrorizada a la vez que fascinada
por semejante despliegue de fiereza, Aylín colocó otra flecha en su
arco. Tensó la cuerda despacio, mientras sus ojos buscaban la
cabeza o el cuello del enorme felino, algo que el constante
movimiento de la lucha le dificultaba.
Entonces, un sonido completamente distinto se abrió paso a
través de los gruñidos del hombre y de la bestia. Algo tan absurdo
y fuera de lugar como el llanto de un bebé. Y era la propia Zazil la
que lo traía en brazos; avanzaba con pasos tambaleantes, dejando
un reguero de sangre detrás.
Aylín bajó el arco, el jaguar soltó la extremidad destrozada del
oficial. La gran cabeza se volvió hacia la frágil figura de la madre
ensangrentada, que se acercaba con el bebé al final de sus brazos

163
extendidos. El momento se dilató, suspendido en el tiempo que
dura el latido de un corazón. Y el feroz combate a vida o muerte se
detuvo.
—Ten… —musitó Zazil, en un hilo de voz, en el tenue hilo de
vida que conservaba—. Es tuyo…
Colgado de sus brazos, el bebé se desgañitaba en un llanto
limpio y agudo, moviendo en el aire sus miembros diminutos. El
gran macho fue a ella, por el camino se convirtió en hombre. La
gran forma se irguió, el pelaje rojizo se desprendió y deshizo, para
revelar la forma de un hombre alto, fuerte y hermoso. De una
belleza muy inusual, observó Aylín, convertida en mera
observadora de los hechos. Las facciones eran alargadas,
enmarcadas por una cabellera abundante; las cejas espejas, por
encima de unos ojos rasgados, que centelleaban con un brillo entre
dorado y verde. Sangraba por una herida en el muslo derecho, allí
donde la flecha de Aylín se había clavado.
Sin pronunciar palabra, el hombre jaguar aceptó al bebé de
brazos de la joven, tomándolo en los suyos. Ella le clavó una
mirada vidriosa, de ojos que ya miraban la ruta al Xibalbá, la tierra
de los muertos.
—Cuídalo… —le susurró. Cuando cayó al suelo, su cuerpo no
era más que un cascarón vacío, sin alma que lo sostuviese.
—¿Ya se ha terminado? —le preguntó Aylín, mientras el
cacique de los yaguareté–avá se arrancaba la flecha de la pierna
con gesto indiferente—. Ustedes mataron a muchos de los

164
nuestros, nosotros matamos a varios de los tuyos, tienes lo que
venías a buscar. ¿Se ha terminado?
El hombre jaguar se la quedó mirando largamente. Tal vez no
había comprendido la pregunta, tal vez estaba sospesando la
respuesta. Tal vez, sólo se preguntaba si valía la pena matarla.
—Sí —respondió, finalmente, en un tono tan gutural que
recordó al rugido de su forma salvaje, como si hubiera olvidado el
habla de los hombres—. Se ha terminado.
Con esto, le dio la espalda y empezó a caminar de vuelta hacia
la jungla. Con el bebé —su cría— en los brazos. Ya había dejado
de llorar.
Aylín fue en auxilio de Tonahuac, al que ayudó a
incorporarse. Aunque el brazo izquierdo colgaba de un jirón de
carne, convertido en un sangriento apéndice sin vida, ella supo que
sobreviviría. No podía decirse lo mismo del pobre de Atzin,
inmóvil en medio del charco de sangre.
Cuando Aylín volvió a mirar en su dirección, el gran macho
había recuperado su forma de jaguar. Y cargaba con su cría, un
pequeño cachorro de moteado pelaje rojizo, al que llevaba por el
pellejo del cuello, colgando del hocico. Ella hizo un intento por
discernir la conducta de esos seres, pero desistió inmediatamente
del esfuerzo. Eran fuerzas de la naturaleza, salvajes e
impredecibles, y jamás podría comprenderlos. Sólo podía limitarse
a admirarlos desde una segura distancia. Y también a temerles.
Mientras los veía a ambos, padre e hijo, internándose en la
espesura hasta desaparecer de la vista, la memoria de la joven

165
regresó al pasado. Elevó una silenciosa plegaria al espíritu de su
abuela, recordando los cuentos y las rimas de su infancia. Y elevó
una segunda plegaria a la Madre Winak, y a los demás dioses, para
nunca más, en lo que le quedara de vida, volver a escuchar la
canción del colmillo y la garra.

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Jorge Rubén Del Río

Nacionalidad: Argentina

Publicaciones anteriores:
«Lusca» (relato), revista digital «Axxon, ciencia ficción en red».
«El encargado del archivo» (relato), revista digital «Axxon, ciencia
ficción en red».
«La historia del bardo» (relato), antología «Conjura», Editorial
Pulpture.
«Te sigo esperando» (relato), antología «El corazón hace pulp
pulp», Editorial Pulpture.
«Ángel caído» (relato), antología «¿Qué ha sido eso?», Editorial
Pulpture.
«El amor en tiempo de zombies» (relato), antología «El amor está
en el monstruo», Editorial Pulpture.
«Último tango en L.A.» (relato), revista «Planeta Neo Pulp,
número 2», Dlorean Ediciones.
«El manjar del dios» (relato), revista digital «¡Por Crom!» número
1.
«Mantos Negros» (relato), revista digital «¡Por Crom!» número 2.
«Muñecas para matar» (novela digital por entregas), Editorial
Ronin Literario.
«Largo camino a Redención» (novela digital por entregas),
Editorial Ronin Literario.
«Ninja» (novela digital por entregas), Editorial Ronin Literario.

167
«La sombra del escorpión en la tormenta» (novelette), «Historias
cortas de intensa ficción», Editorial Pulpture.
«Natividad de sangre» (novela), sello independiente Arachne.
«Cacería humana en San Francisco» (novela), sello independiente
Arachne.
«La noche del jaguar» (novela), sello independiente Arachne.
«El culto secreto» (novela), sello independiente Arachne.
«El Doctor Omega y las joyas de la eternidad» (novela), Editorial
Pulpture.
«Alucina» (novela), Editorial Wave Books.

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169
170
Fuego Negro

Lobo Fantasma

Zahira Sturmblauen, hechicera suprema —recientemente


nombrada como tal—, caminaba con paso lento junto a su maestro
y mentor Rossembert por los verdes prados el país de Tadia, a las
afueras de la ciudad bastión Alabastor. Zahira era una mujer de
imagen imponente pero de carácter dulce y afable, casi nunca se
enfadaba o impacientaba —pero eso no quería decir que no fuese
temible cuando lo hacía—, apenas había pasado su adolescencia y
ya había sido nombrada hechicera suprema, especializada en los
conjuros de frío y fuego negro. Su maestro se había empecinado en
que Zahira obtuviera y aprendiera esta doble especialización de
conjuros, pues le sería muy útil en el futuro —pero «¿útil para
quién de los dos?», se preguntó en más de una ocasión la joven—;
Rossembert no era una persona amable, ni mucho menos cariñoso,
todo lo contrario, pero aun así se había ganado el respeto y la
admiración de su alumna predilecta.

Todos los hechiceros que alcanzaban el rango supremo debían


emprender una peregrinación a lo largo y ancho del mundo para
perfeccionar el arte ancestral de la hechicería. Normalmente debían
emprender este viaje en solitario para aprender a ser un auténtico
maestro. Muy rara vez alguien acompañaba al hechicero supremo y
más raro aún era que el propio maestro del mismo «solicitara»
acompañarle, tal y como hizo Rossembert.

171
Rossembert tenía tanta influencia en el círculo de La Aguja De
Piedra, que logró con sus legendarias tácticas de persuasión que
nadie rechistara ni se opusiera a su «solicitud». Tal era la
influencia de Rossembert que Zahira, en su infinita inocencia, no
sabía nada de dicha argucia y se tomó aquello como un viaje de
«fin de estudios», como premio a su impecable carrera en sus años
como estudiante de hechicería.

Llevaban ya varios días de camino. Rossembert le sugirió a


Zahira que se encaminasen a la ciudad llamada Dosías, al noroeste
de Alabastor. Al ser ambos hechiceros supremos tenían un poder
digno de temer, por lo que ni tan siquiera quisieron que se les
proporcionara un carruaje o monturas que les ayudaran a viajar
más rápido. La joven hechicera suprema se entristeció bastante
cuando tuvo que despedirse de Líghai, su montura reptil, a la que
crio desde pequeña y con la que había forjado un vínculo muy
fuerte. Rossembert insistió mucho en el hecho de que debía
desligarse de las ataduras emocionales, si quería ser la mejor entre
los mejores hechiceros del mundo. Era un hombre pragmático,
pensaba que los vínculos afectivos y los sentimientos eran un lastre
que se debía eliminar cuanto antes. Zahira no compartía esta forma
de ver la vida, pero siempre creyó que su maestro se lo decía por
su bien, siempre cuidó de ella, desde que llegó con cuatro años a
La Aguja De Piedra.

Tras dejar atrás una galería de árboles pudieron contemplar en el


horizonte el humo de varias chimeneas.

172
—¿Ves ese humo de allí? —preguntó Rossembert—. Proviene
de Dosías.

A Zahira le llamó la atención la cantidad de hileras de humo.

—¿Por qué hay tanto humo, maestro? —inquirió ella a su vez.

Rossembert sonrió satisfecho, le encantaba que aún a pesar de


haber sido nombrada hechicera suprema, Zahira lo considerara su
maestro.

—Dosías es conocida por sus tabernas y su arte culinario. A


ella acuden peregrinos de todos los rincones del ancho y vasto
mundo en el que vivimos, mi joven alumna.

—No lo sabía, m resulta muy curioso que a pesar de haber


estado toda mi vida estudiando, aún tenga cosas que aprender.

—De eso se trata la vida, niña, de aprender hasta el final. —


Zahira sonrió y asintió.

—Gracias por todas tus enseñanzas, maestro, te debo


mucho… —añadió ella con ternura.

Él ni la miró siquiera, tan sólo permaneció en silencio,


mirando al horizonte lleno de hileras de humo.

Llegaron a Dosías justo cuando el sol se había escondido tras


el horizonte. Un puente enlazaba la ciudad con la otra orilla de un
río que cruzaba. La luz de las farolas de aceite iluminaba las
empedradas calles y avenidas que se entrelazaban en aquella
173
ciudad, que nunca parecía dormir. La gente iba y venía de aquí
para allá, con sus caras sonrientes y su afable carácter, daban color
a las grises fachadas de las casas construidas con madera y piedra.
La joven hechicera suprema recordó un pasaje del libro Las
Guerras Ksäg’En, donde se hablaba de la ciudad capital llamada
Tärk’Ssu Nëksa. Aunque Dosías no fuese tan esplendorosa, sí que
parecía tener la misma magia, que según se respiraba, llenaba de
paz y regocijo el alma de quien caminara por sus calles,
sintiéndose parte de aquel maravilloso todo.

—Zahira, no te distraigas —ordenó Rossembert, siempre tan


autoritario y tan oportuno para estropear los mejores momentos en
la soñadora mente de Zahira.

Rossembert caminaba con paso presuroso, parecía saber muy


bien adónde iba, como si conociera Dosías como la palma de su
mano. Se adentró en una taberna llamada La Espada Del herrero,
cuyo cartel estaba ornamentado con una espada atravesando un
yunque. Desde fuera podría parecer la típica tasca descuidada y
maloliente, pero para sorpresa de Zahira, aquella taberna tenía un
aspecto impecable; mesas y bancos de piedra blanca e impoluta
llenaban aquel salón a doble altura, en cuyo centro estaba una barra
circular donde sus mozas iban y venían, atendiendo las comandas
de los parroquianos que allí acudían cada día, de forma perenne y
de los viajeros, que exhaustos, llegaban a la taberna con la
esperanza de refrescar el gaznate y llenar sus buches, con los
famosos guisos y estofados de La Espada Del Herrero.

174
—Dirígete a la mesa que quieras, espérame allí, no tardaré, no
causes problemas —instruyó Rossembert, seco, tajante y
autoritario como siempre solía mostrarse en público.

Zahira estaba tan acostumbrada a ese comportamiento de su


maestro que asintió automáticamente y se fue a una mesa pequeña,
situada en el rincón más iluminado de la taberna. Antes de que
dejara sus bártulos apoyados en la pared una de las camareras ya le
estaba atendiendo.

—¡Buenas noches! —la hechicera saludó de forma efusiva y


ensayada—. ¿Vienes sola?

Zahira estaba un poco cortada, pero negó con la cabeza.

—No… buenas noches… me acompaña mi maestro —replicó


ella.

La joven camarera de ojos verdes y melena rubia rizada le echó


una ojeada rápida.

—¿Tenemos aquí a una aprendiz de hechicera? —preguntó


con simpatía.

Zahira arqueó una ceja.

—Hechicera suprema, ¿cómo sabes que soy hechicera?

—Por tu báculo —respondió la camarera señalando el bastón


apoyado en la pared.

175
Zahira se sintió un poco tonta. La camarera le sonrió.

—¿Es la primera vez que sales de tu círculo de hechiceros? —


observó—. No te preocupes, aquí vienen muchos, muchísimos
hechiceros y magos, te sentirás como en casa. ¿Qué te apetece
tomar?

Zahira se relajó un tanto.

—¿Qué me recomiendas?

—¿Te gusta el vino?

—Sí, claro.

—Pues te voy a poner una jarra de vino rosado, lo


fermentamos aquí, es la especialidad de la casa. Y para comer, el
plato estrella, un guiso de carne de lagarto.

Zahira sintió una punzada de dolor al recordar que tuvo que


abandonar a Líghai e hizo una mueca de ligero disgusto.

—Si no te importa preferiría no comer carne de lagarto —


solicitó.

—Está bien —dijo la camarera sin perder su sonrisa—. ¿Qué


te parecen unas albóndigas de carne de bovino con una guarnición
de patatas?

—Me parece perfecto.

—Ahora mismo te lo traigo todo.


176
—Muchas gracias.

La camarera tardó prácticamente un suspiro en ir a por las


comandas y aparecer con ellas. Zahira se quedó anonadada por
aquella rapidez con la que le sirvieron el pedido. La camarera le
guiñó el ojo con complicidad, era evidente que esa velocidad era
producto de algún conjuro que aceleraba el tiempo u otorgaba la
posibilidad de abrir brechas en el tejido del espacio-tiempo.
Observó con detenimiento a su alrededor para comprobar si
captaba algún atisbo de magia y efectivamente vio que toda la
estancia estaba impregnada de ella.

Hechizos con runas protectoras en los marcos de las puertas y


ventanas, una barrera en mitad de la barra, que impedía que la
traspasaran aquellos ajenos al negocio y runas de teleportación en
distintos puntos del suelo. La joven se dispuso a disfrutar de su
cena tras un encogimiento de hombros y una sonrisa de oreja a
oreja.

El tiempo transcurría y su maestro no acudía de nuevo. Ella ya


estaba más que saciada tras tres jarras de vino, cuatro estofados y
un trozo de tarta de nata con frambuesas. Empezaba a preocuparse
porque no sabía cómo iba a pagar todo aquello si no aparecía
Rossembert. La gente casi había desalojado el local y tan sólo
quedaban ella, unos pocos parroquianos, el tabernero y dos
camareras. La que llevaba atendiéndole toda la noche se le acercó.

—¿Sigues esperando a tu maestro? —preguntó con curiosidad.

177
Zahira, un poco avergonzada, se encogió de hombros.

—No llevo dinero encima para pagar esto, él lo llevaba todo.

La camarera levantó las cejas y empezó a reírse. Zahira no


entendía nada.

—¿Se puede saber qué te resulta tan gracioso? —preguntó a


medio camino entre la duda y el enfado.

—Tu cuenta está más que saldada. Rossembert es muy


conocido aquí y tiene crédito desde hace años, mi padre y él se
conocen, no te preocupes por eso.

La cara de Zahira era un poema.

—Te aconsejo que vayas a dormir, tu maestro seguramente


tardará en volver, tienes cara de estar cansada —añadió la
camarera.

—¿Dónde…? —balbució Zahira.

—La habitación siete, la que está al fondo del pasillo, tras la


chimenea, a tu derecha.

—Vaya… ¡Gracias! Por cierto, ¿cómo te llamas? Yo soy


Zahira, un placer conocerte.

La camarera hizo un gesto aprobatorio.

—Para ser una hechicera suprema no eres una estirada. Me


caes bien. Me llamo Eva. Si necesitas algo, llámame.
178
Eva le guiñó un ojo y se fue de nuevo a la barra, Zahira le
sonrió satisfecha y se fue a su habitación. Cuando llegó a la puerta
se preguntó cómo la abriría sin llave y al ponerse delante de la
misma, una runa brilló a sus pies, permitiéndole el acceso a la
habitación. Ella levantó las cejas, impresionada.

Encendió una vela y de repente vio algo que la sobresaltó. En


la ventana se le veía a él, una criatura de corta estatura, pegando
botes, haciendo aspavientos con las manos en mitad de sus cortos y
rápidos saltos. Ella abrió rápidamente la ventana y lo de la
chaqueta.

—¡Estate quieto! ¡Qué te van a ver! —ordenó molesta.

El duende de piel negra la miró con gesto indignado.

—¿Quiénes? ¿Los humanos? ¡Pero si están ciegos además de


ser tontos del culo!

—¡Chist! ¡Elgi! ¡Baja la voz!

—¡Pero si no me oyen! ¡Escucha, escucha!

Elgi lanzó un eructo que abultaba más que los dos palmos y
medio que medía su cuerpo de pies a cabeza. Zahira no puedo
evitar reírse por ese gesto y se tapó la boca para disimularlo.

—¡Chist! ¿Te quieres callar?

Elgi lanzó otro eructo.

179
—¿Eso es un sí o un no?

El duende la miró con los ojos abiertos y no pudo evitar reírse


por aquel chiste tan bien traído.

—Elgi, ponte serio, por favor. ¿Qué noticias me traes?

—Líghai está bien, me lo he traído procurando que nadie nos


viera, tal y como me indicaste. He buscado una cueva cerca de aquí
donde guarecerlo y esconderlo de ojos indiscretos.

—Bien, ¡ese es mi Qilio! —apuntó Zahira.

—He visto varios grupos de salteadores de caminos. Iba a


darles un buen susto, pero he visto que uno de ellos se ha separado
del grupo para venir aquí, a Dosías.

—¿Has podido saber dónde ha parado?

—Sí, en otra taberna, El Reposo Del Viajero. Está en el otro


extremo de la ciudad. Se ha cruzado con tu maestro en la puerta.
Me ha parecido ver que se conocían por el saludo tan corto que se
han hecho con la mirada.

Zahira frunció el ceño, extrañada. Iba a comentar algo cuando


de repente un grito helador desgarró la inmensidad de la noche.
Elgi sabía muy bien qué clase de criatura emitía ese aullido
chirriante, poco después comenzó a escucharse una algarabía de
gritos y chillidos de terror.

—Qué oportunos, ¿eh? —señaló el duende sombra lunar.


180
Iba a salir disparado con su velocidad supersónica, pero Zahira
le detuvo:

—¡Espera, Elgi! ¡Voy contigo!

El Qilio se detuvo y aceptó con un gesto de cabeza. Ambos se


dirigieron al foco de los gritos, había gente corriendo aterrorizada
de aquí para allá; cuerpos desmembrados o descuartizados
adornaban el suelo y las fachadas de piedra gris. Un ejército de
sombras con formas de bestias enormes y cuadrúpedas se
abalanzaba sobre los pobres civiles, sacándoles las tripas o
arrancándoles sus miembros con sus poderosas zarpas y
mandíbulas.

Pero entre todas las criaturas había una que destacaba de entre
las demás. Tenía aspecto humanoide, delgados sus brazos, piernas
y torso. Sus manos eran afiladas garras de cuatro falanges. Llevaba
un sombrero de ala ancha y sus ojos, emanaban un fulgor azul
gélido, que junto al aura que le rodeada, daban la sensación de
congelar la atmósfera a su alrededor.

—¿Elserkinis? —dijo Elgi desenfundando las dagas que


llevaba colgadas a la espalda de su cintura—. ¿Aquí?

La criatura llamada Elserkinis centró su vista en la hechicera


suprema. Era evidente que dentro de ella había un poder enorme y
si había algo que siempre atrajo a los Elserkinis eran las grandes
cantidades de energía.

181
Zahira vio cómo su compañero de piel negra se lanzaba a por
las sombras bestia, aprovechando el tumulto y la confusión, para
subirse al lomo de una de ellas por detrás de la cabeza y clavarle
sus dagas en los ojos. La criatura chilló y sus compañeras
acudieron en su ayuda, Elgi siguió usando su velocidad
supersónica para lanzar tajos y apuñalar desde distintos flancos
para acabar con las cuatro bestias. A una le cortó las patas
delanteras en un abrir y cerrar de ojos, a otra le saltó sobre el pecho
con ambos puñales por delante y dejándose vencer por su peso, la
rajó en canal; un instante después se coló por debajo del cuello de
la que había dejado ciega y le rebanó la garganta con ambas dagas,
con un doble corte de dentro afuera.

El Elserkinis, contemplando la escena con estoicismo, tan sólo


levanto la una mano apuntando hacia el Qilio.

—¡ELGI! —chilló Zahira al ver que la oscuridad emergía del


suelo con forma de miles de afiladas cuchillas, reptando en
dirección a su compañero el duende sombra lunar, quien apenas
tuvo tiempo de girarse para ver lo que se le venía encima.

Por suerte el ataque se congeló justo en el último instante


antes de alcanzar al duende Qilio. Zahira había conjurado una
ráfaga de hielo.

—¡Mierda! —gritó Elgi enfurecido—. ¡Ahora verás lo que es


bueno!

182
El Elserkinis se movía aparentemente muy lento, pero se
desmaterializaba o era engullido por el suelo, justo antes de recibir
el impacto de los ataques de su pequeño rival —quien lanzaba una
maldición por su boca cada vez que fallaba sus tajos y puñaladas—
. Zahira apoyó desde la distancia lanzando ráfagas de hielo, pero el
Elserkinis las recibía en su cuerpo como simples picaduras de
mosquito.

—¿Pero qué demonios pasa? ¿Desde cuándo un elemental


oscuro ha aprendido resistir otros conjuros elementales? —renegó
Zahira.

Elgi volvió al lado de su compañera.

—No… lo sé… —jadeó— normalmente… nunca… me ven


llegar…

La cuarta bestia les saltó encima desde el flanco derecho y


arrolló a Zahira, al mismo tiempo que el Elserkinis había lanzado
otro ataque de cuchillas reptantes y esta vez sí que impactó de
lleno en el Qilio, quien lanzando un alarido de dolor, quedó
atrapado en una enorme garra de oscuridad.

Elgi gritaba de impotencia y rabia mientras veía como se


acercaba su agresor, muy despacio. La bestia cuadrúpeda lanzaba
dentelladas que su prisionera esquivaba a duras penas, en un
desesperado intento por sobrevivir y que no le arrancaran la
cabeza. Una furia irrefrenable se apoderó de su ser al verse en tan

183
serios aprietos y algo en ella cambió: por instinto apuntó con la
palma de su mano a la boca de la bestia y una llamarada negra
surgió de entre sus dedos, calcinándole la cabeza. Elgi contempló
impresionado cómo una mujer de cabello blanco aparecía entre él y
el Elserkinis, lanzando llamaradas de color negro de entre sus
manos, que devoraban todo aquello con lo que se toparan en su
caótico y ardiente avance. La ciudad completa empezó a arder,
pasto de las llamas.

—¡Zahira! —gritó Elgi al reconocer las ropas de su amiga en


esta misteriosa mujer. Ella se giró para mirarle, sus ojos de iris
ahora dorado rezumaban odio, crueldad y determinación—.
¡Escúchame, por favor! ¡Vas a arrasar la ciudad!

Ella pareció recobrar la consciencia y su aspecto volvió a ser


el de siempre, cayendo a plomo al suelo. Elgi por fin se libró de su
presa helada, fue a socorrer a su amiga pero tuvo que evitar que le
viera Rossembert, ya que venía corriendo hacia Zahira. Por suerte
no le vio escapar a toda velocidad, para ocultarse tras un muro casi
derruido donde pudo observarlo a salvo.

—¡Zahira, despierta! —llamaba Rossembert abofeteando a la


joven.

Ella, aturdida y mareada empezó a reaccionar. Elgi


contemplaba la escena, muy atento, le extrañaba volver a ver solo a
Rossembert —ahora que lo tenía más cerca no podía evitar la
sensación de pensar que lo conocía de algo, pero no sabía de qué.

184
—¿Maestro? —preguntó Zahira con la boca pastosa.

—Sí, soy yo —respondió él—. ¿Qué ha ocurrido?

—No recuerdo nada desde que Elgi fue capturado y esa bestia
estaba sobre mí —respondió ella semiconsciente.

—¿Elgi, quién es Elgi? —preguntó Rossembert muy intrigado.

De repente una pequeña piedra se le estrelló en la cabeza. Elgi


tuvo que morderse un labio para aguantarse las ganas de reír, al
pensar que Rossembert tenía un cabezón tan enorme que era
imposible fallar con su tirachinas.

—¿Qué demonios? —refunfuñó Rossembert mirando a todos


lados.

Luego se dio cuenta de que algunos edificios aún estaban


siendo calcinados y alzó su mano al aire mientras sujetaba su
báculo con la otra. Cerró los ojos y pareció recitar un conjuro, casi
susurrándolo. De repente una esfera de hielo salió disparada desde
su mano y al alcanzar cierta altura estalló en mil pedazos,
convirtiéndose en una fuerte ventisca que apagó y congeló todo el
fuego de la ciudad de Dosías.

Al ver esto, Elgi no pudo evitar conectar esta técnica helada


con la resistencia al frío del Elserkinis. ¿Por qué? Bien era cierto
que no pudo vigilar a Rossembert todo cuanto hubiera querido
desde que conoció a Zahira, porque era un hombre muy precavido

185
que tenía conjuros de defensa repartidos por toda La Aguja de
Piedra y que tenía un carácter poco amigable, pero era el mentor
de Zahira, ¡mentor y protector! ¿Cómo iba a estar relacionado con
el ataque e aquellas sombras? Vio cómo se llevaba en brazos a
Zahira, en dirección a La Espada del Herrero. Desde ese mismo
instante decidió vigilarlo de cerca todo lo posible.

A la mañana siguiente Zahira despertó en su cama, estaba


tremendamente cansada, el cuerpo le pesaba como si fuera de
plomo. Se levantó y pisó una runa que brilló roja. Pocos instantes
después alguien tocaba a la puerta de su habitación.

—Pasa —concedió ella con la boca pastosa.

—Por fin te despiertas, jovencita —dijo la voz de su maestro,


ella sintió que ese tono era de reproche y arqueó una ceja mientras
lo miraba—. ¡Estás hecha unos zorros! —apuntilló el anciano.

—Gracias, maestro, yo también te quiero —replicó ella con


sarcasmo.

Ahora fue Rossembert quien la miró con extrañeza. Esa


actitud, no era propia en ella, jamás le había soltado una fresca así
desde que la recogiera en el bosque con cuatro años.

—Veo que te has levantado de mal humor… —señaló.

—Y yo veo que tu capacidad de observación sigue intacta…


¿Otra respuesta mordaz? Esto sí que era raro de verdad, pero ya no

186
sólo eso, parecía estar muy cambiada. Su aura, su presencia, su
carácter, no parecía ser la misma Zahira que él conoció.

—¿Por qué estamos aquí, maestro? —preguntó ella, seca y


tajante.

—¿Y ese carácter de repente? —inquirió él a su vez.

—Aprendí del mejor —sonrió ella con mordacidad—. Ahora,


deja de dar rodeos y cuéntame. Sé que ayer te reuniste con un
asaltante de caravanas. ¿Qué hacemos aquí?

—¿Cómo sabi…? —intentó preguntar de nuevo el anciano,


siendo atajado por su alumna—: ¡Rossembert! ¡HABLA!

El hechicero supremo no pudo contrarrestar la voluntad de su


alumna. Su poder estaba creciendo de repente a pasos agigantados.
Decidió seguirle la corriente y no enfurecerla.

—Recibí el aviso de un avistamiento de una bestia legendaria


en las cercanías de Dosías. El asaltante de caravanas es Yasni, un
confidente e informador que tengo desde hace años, gracias a él te
encontré en el bosque hace ya 14 años…

Zahira volvió a arquear una ceja.

—¿Cómo que me encontrasteis? —preguntó ella—. ¿Acaso


me estabais buscando?

Rossembert se puso nervioso.

187
—¡No, no! ¡Fue por pura casualidad! —contestó de forma
atropellada— Él estaba por la zona, te encontró y me avisó, ¿por
qué deberíamos estar buscándote?

—Eso mismo me pregunto yo…

Se hizo un silencio bastante tenso. Ella resopló.

—¿Me vas a contar qué interés tienes en esa bestia legendaria


o al menos contarme su leyenda? —preguntó impaciente.

—Su nombre es Magma Dragón. Cuenta la leyenda que vino


de un mundo más allá de las estrellas y su poder es tal que es capaz
de desatar el infierno en nuestro mundo.

—¿Y por qué quieres su poder? ¿Quieres destruir el mundo?

—¡No, no, no! —dijo él, nervioso—. Nada de eso, quiero


confinarla o destruirla para que su poder no caiga en manos
erróneas.

Zahira desconfiaba de aquella historia. La actitud tan sumisa


de un hombre que siempre le demostró arrogancia y ese
nerviosismo al responderle apuntaba a que algo se estaba
guardando. Por suerte ella tenía a Elgi para informarle de cualquier
movimiento extraño que hiciera Rossembert.

—¿Dónde está su guarida? —preguntó ella por fin.

188
—Al Oeste de aquí, a medio día de camino, está oculto en el
corazón de la montaña llamada como la criatura, Magma Dragón
—explicó el hechicero supremo.

—¿Vamos a ir sólo los dos?

El tono acusador en la pregunta dejó notar que la joven sabía


más de lo que quería revelar, por lo que al anciano no le quedó más
remedio que mostrar sus cartas.

—No, la caravana de asaltantes está acampada cerca de allí.


Serán nuestro refuerzo —respondió Rossembert.

—¿Y a qué esperamos para ponernos en marcha?

—A que te recuperes.

—¿Recuperarme de qué?

—Del ataque de las sombras que hubo ayer.

—Estoy recuperada, vamos.

Tal y como había indicado Rossembert, alcanzaron el


campamento de asaltantes cuando el sol empezaba a caer en el
horizonte. Casi todos eran hombres de aspecto rudo y poco fiable
que se entretenían jugando a las cartas o peleándose entre ellos,
cuando el alcohol se les subía a la cabeza y querían impresionar a
las pocas féminas que había entre ellos. Yasni los esperaba desde
hacía rato, a Zahira no le gustó un pelo que ya estuvieran avisados
de su llegada. Ella no los conocía, pero ellos parecían saber quién
189
era ella. Un coro de silbidos lascivos y comentarios muy salidos de
tono hicieron eco por los alrededores del campamento. Uno de los
ladrones se acercó por la espalda, agarró por detrás a Zahira y tras
lamerle la cara dio buena cuenta de su torneado trasero con una de
sus manos.

—¡Pero qué pastelito más delicioso has traído, Rossembert! —


espetó aquel vulgar ladrón con rasgos aguileños.

Zahira sonrió y agarró con fuerza la muñeca del ladrón, que


poco a poco se fue congelando, hasta convertirse en una estatua de
hielo. Con un rápido movimiento la hechicera suprema desenfundó
su bastón y golpeó con fuerza mientras giraba, rompiendo en mil
pedazos aquella estatua. El iris de sus ojos brillaba con un tono
dorado, su mirada estaba llena de resolución y odio, no así la de
quienes vieron tal escena desde la lejanía.

—¿Algún imbécil más quiere morir? ¡Estaré encantada de


cumplir sus deseos! —gritó Zahira, convirtiéndose en una antorcha
humana de llamas negras.

Algunos ladrones se pusieron en guardia e incluso llegaron a


desenvainar sus armas o preparar sus ballestas.

—¡Guardad las armas! —ordenó Yasni—. Está claro que


nuestra invitada especial no está familiarizada con nuestra forma
de socializar —aclaró, sonriéndole y mirándole con sorna.

190
—Aparta… —dijo ella con asco, mientras lo empujaba a un
lado.

Dirigió sus pasos sin titubear a la entrada de la cueva que tenía


forma de cabeza de dragón. Observó la montaña de la que surgía
esa cueva y comprobó que parecía le cuerpo de un titánico dragón.

—¿Vas a entrar tú sola? —preguntó Yasni, colocándose a su


lado.

—¿Tienes algún problema con eso? —preguntó Zahira a su


vez.

—Ahí dentro habita una bestia legendaria que… —fue a


explicarle Yasni siendo interrumpido por ella:

—Sí, ya conozco la historia, cállate.

Incluso la propia Zahira se extrañaba de su actitud, parecía


estar bajo el control mental de otro ser, pero, ¿quién era tan
poderoso como para poder controlar mentalmente a un hechicero
supremo?

De repente un alboroto se escuchó por todo el campamento.


Los ladrones habían hecho un corro alrededor de algo y estaban
jaleando. Rossembert los apartó con un autoritario grito y Zahira
contempló horrorizada que era Líghai quien estaba en el centro,
lanzando dentelladas al aire para alejar a esos humanos

191
escandalosos. Corrió a su lado y se acercó a él para calmarlo, él se
dejó acariciar y abrazar por su compañera humana.

—¿Qué hace este bicho aquí? —preguntó Rossembert bastante


molesto.

La actitud de Zahira era muy distinta ahora que Líghai estaba


allí y eso parecía molestar bastante al hechicero supremo.

—No lo sé, maestro, se habrá escapado y me habrá seguido


hasta aquí.

—Te dije que lo dejaras en La Aguja de Piedra y no has


podido cumplir esa orden.

—¿Orden?

Aunque Zahira volvía a tener sus ojos de color marrón su


mirada volvió a ser la de su versión de ojos dorados. Rossembert
no titubeó esta vez.

—¡Sí, soy tu maestro y viendo que no puedes acatar mis


órdenes tendré que darte un correctivo matando a esta bestia
inmunda!

Sin que nadie pudiera notarlo siquiera, Zahira se pegó a


Rossembert, posándole la mano en el pecho y diciendo una palabra
en un idioma extraño, generó una explosión de llamas negras que
hizo volar por los aires a su maestro.

192
—¡Si le ponéis las manos encima os mataré entre terrible
sufrimiento!

Una explosión emergió de la entrada de la cueva y una silueta


surgió de entre las llamas; un ser que doblaba —y casi triplicaba—
la estatura de los ladrones, armado con un hacha rúnica de dos
hojas, acorazado con una armadura de placas y escamas rojas
como la sangre. Su otra mitad, desnuda a excepción de un
taparrabos, una venda enroscada en su pierna y otra en su
antebrazo. Revelaba por sus rasgos y su piel la clase de criatura
que era. Pero hubo un detalle más que dejó a todos perplejos: el
duende de piel negra que iba montado en el hombro acorazado de
aquel monstruo bípedo.

—¿Magma Dragón es un orco? —preguntó alguien con


incredulidad.

La bestia frunció el ceño con furia y lanzando un hachazo al


aire gritó:

—¡Me llamo Ulh’Kran y soy un Sarkathz!

Su golpe invocó una explosión de llamas en cadena, como si


un volcán hubiera entrado en erupción, resquebrajando la tierra.
Muchos de los ladrones fueron desintegrados, pasto de las llamas
volcánicas de Ulh’Kran. Zahira y su maestro pudieron protegerse
con un escudo de hielo. Rossembert pareció recitar algo y un

193
ejército de sombras surgió por doquier. Zahira miró con
incredulidad a su antiguo maestro.

—¿Tú fuiste quien invocó a las sombras en Dosías? —inquirió


rabiosa.

Él la miró sonriéndole con gesto de suficiencia.

—¡Pero qué inocente eres! —espetó, lanzándole una ráfaga de


escarcha a su antigua alumna.

Ella pretendió absorber el ataque con su escudo de hielo, pero


cuál fue su sorpresa al comprobar que le hielo de Rossembert era
negro y devoró su hielo consiguiendo congelarla.

—¡Ulh’Kran!, ¡tenemos que proteger a mi amiga y su lagarto!


—gritó Elgi señalando hacia Zahira.

El mestizo de orco avanzó embistiendo con todas sus fuerzas,


pero algunas sombras se pusieron en medio para frenar su avance.
Elgi bajó a tierra para comenzar a rebanar miembros y pescuezos
con su danza mortal de dagas, mientras que Ulh’Kran seguía
lanzando sus ataques de magma, arrasando y calcinándolo todo a
su paso.

Yasni lanzó una granada de luz para cegarlos, Elgi se retorció


de dolor e incluso la estructura de su cuerpo pareció
desestabilizarse. Sintió cómo Yasni le propinaba una
malintencionada patada para después ir a rematarlo, ensartándole

194
con una espada. Pero en lo últimos años Elgi no sólo trabó una
fuerte amistad con Zahira, también con Líghari, quien se abalanzó
sobre el cuello de Yasni, que apenas pudo gritar de dolor al sentir
su cabeza y su columna vertebral se separándose de su cuerpo, que
soltó un explosivo chorro de sangre.

—¡Malditos Qilios! ¡Hoy por fin me libraré del último de


ellos! ¡Por fin enmendaré mi error! —gritó Rossembert invocando
desde un portal espacio-temporal un enorme meteorito.

Elgi recordó el gran chuzo de piedra incandescente que arrasó


la aldea árbol en la que vivió sus primeros años, junto con sus
vecinos y familiares lejanos. Sintió terror al ver aquel aerolito
ensombreciendo el aire con las llamas que lo acompañaban. El
Sarkathz se puso en medio tras haber lanzado su hacha en
dirección a Rossembert, impactando de lleno en su torso, partiendo
su cuerpo por la mitad.

Las sombras que allí había se convirtieron en una explosión de


llamas negras, que ascendieron hacia el meteorito y lo hicieron
estallar en millones de pedazos. Zahira se había zafado de la presa
de hielo negro y había invocado la tormenta de fuego negro que
devoró al gran chuzo de piedra incandescente.

El Sarkathz y Elgi la miraron impresionados, a los pocos


instantes se acercaron a ella junto con Líghai. Ulh’Kran fue a
recuperar su hacha y lo que vio no le gustó.

195
—Conozco esa magia —dijo.

Elgi y Zahira miraron al cadáver de Rossembert. Se llevaron


una desagradable sorpresa al comprobar que era un clon sombra
del hechicero supremo.

—Está vivo… —susurró Elgi.

—Y ha escapado… —sentenció Zahira.

196
Nombre artístico:

LΩBΩ FANTASMA

País: España

Publicaciones anteriores:

Kät’Os: La Zarina del Tormento (Obertura a El Lamento


Ksäg’En) (Marzo 2013)

Normando Graco (El Caso abierto de los agentes Eladio


Salvatierra y Jose Pascual) (Septiembre 2014)

El Periplo del Ángel: Acto 1 – Ángel del Apocalipsis (Junio 2016)

13 Aullidos (Junio 2017)

El Periplo del Ángel: Acto 2 – La Celda de los Titanes


(Diciembre 2017)

Sinestrum 26 (Mayo 2018)

El Lamento Ksäg’En – El Zar del Caos (Julio 2018)

197
198
El ciclo del dragón.

Poldark Mego

Cada mil años el máximo cataclismo estalla en las entrañas del


monte Karrat, al centro del pangeo continente de Merrant. De los
sinuosos túneles que lo atraviesan cientos de miles de demonios
emergen con el único fin de acabar con el dominio del hombre,
desatando el fuego, la sangre y la perversión sobre la tierra. Cada
mil años los prados, los ríos, los bosques y desiertos, las montañas
y las playas de cada punto de Merrant se convierten en carnicería
desmesurada y violenta orgía. Cada mil años la humanidad es
llevada al punto de la extinción, resistiendo, hasta que a la maligna
campaña se le agota el tiempo que puede permanecer en el plano
mortal y los esbirros deben regresar a los confines pétreos de
Karrat o se desintegraran incapaces de renacer en la marmita de
Aku-Yatag, la madre oscura. Cada mil años es menester del pueblo
bárbaro, que habita a los pies del monte maldito, ser la primera y
última línea de defensa ante las oleadas de demonios.

Cuentan las canciones remanentes que el ciclo ha permanecido


intacto desde tiempos antediluvianos, desde el despertar del
hombre y la forja del acero, desde que este abrió la puerta del
monte motivado por su ambición al poder ajeno que yacía
dormido; el poder del averno y sus hijos que dominaron eones
atrás la tierra primigenia, hasta que la luz dio consciencia a las
bestias mortales y condenó al sueño imperturbable a los lacayos

199
oscuros.

Cada mil años Bastión de Blót, pueblo de aguerridos bárbaros


espera, contenido, la apertura de “La puerta de piedra negra”, cada
mil años combate con sus mejores guerreros, cada mil años el
bastión es arrasado y las tropas retroceden hasta juntarse con los
ejércitos de las otras cuatro naciones de Merrant y cada mil años
resisten hasta la puesta de la tercera luna llena de sangre, cuando
los esbirros regresan o mueren evaporados entre gritos
ensordecedores y furia. Cada mil años, del puñado de hombres y
mujeres sobrevivientes se desprenden las cinco naciones
repoblando el continente, reparando el daño, llorando a los héroes
caídos y preparándose, durante siglos, para la nueva contienda,
reforjando sus espadas, imbuyéndolas de magia, creando nuevos y
poderosos hechizos. Y así, el ciclo se ha mantenido inamovible,
inmutable, imperturbable.

A este holocausto sinfín se le conoce como, el Ciclo del


dragón…

200
I

El emisario

Jawad Gadaff, emisario del reino de Akratoa, volvía sobre su


caballo, galopando desde la salida de la primera luna llena de
sangre, que anunciaba el inicio del cataclismo. El rey Eurico III lo
esperaba en la cámara de pan de oro y techo de estrellas,
expectante por las noticias desde el frente de batalla, la cima del
monte Karrat.

Jawad se apeó de su corcel, dejándolo caer en el vestíbulo del


palacio; el animal yacía casi muerto del titánico esfuerzo, botando
espumarajos por el hocico, resoplando convulsivo. El emisario se
abrió paso escoltado por los guardias reales hasta la estancia
máxima que todo akratoanense puede acceder sin ser de la nobleza.

—Necesito ver al rey —exigió, Jawad.

A lo que los guardias le recordaron que, por medidas de


seguridad, solo se podía acercar más si tenía alguna noticia de
Bastión Blót o del cataclismo que debió haber empezado hace dos
noches.

—Traigo noticias desde las cámaras de Ush-Naotak, desde el


mismo corazón del monte Karrat —dijo imponiéndose con su tono
de voz, tratando de disimular el severo cansancio—. Y tengo esto
para demostrarlo.

201
El emisario extrajo de su bolsa de pellejo una tela que
desenvolvió revelando una piedra ónice, poseedora de un brillo
hipnótico y macabro. Los guardias retrocedieron, con sus armas en
mano. Lo que el enviado tenía consigo era la sangre endurecida de
la madre de todos los esbirros, de la propia Aku-Yatag. Ya antes se
habían encontrado trozos de la misma, los portaban como medallas
los demonios más fieros, pero aquellas gotas de sangre reseca,
aunque mantienen el brillo, se notaban viejas y refinadas, esta sin
embargo lucía fresca como recién extraída de las propias venas de
la madre oscura.

Las puertas del claustro se abrieron y unas mujeres, altas y


misteriosas, vestidas de joyas y telas transparentes le dieron la
bienvenida al emisario, desautorizando a los guardias del palacio.
Eran la escolta privada del rey Eurico III, su harén y cuerpo
personal de defensa. Ellas reconocieron el valor del enviado y lo
invitaron a pasar a los aposentos reales, donde su señor escucharía
su historia.

***

El rey descansaba en un asiento de pieles y madera tallada con


los rostros de los cuatro demonios mayores. Las canciones decían
que una humanidad liquidó a los cuatro señores de la madre en ese
mismo sitio donde ahora Eurico erigía su palacio y su trono.

—Eres bienvenido a estar en mi presencia a treinta metros —


le dijo a su vasallo mientras arreglaba sus finos ropajes para no

202
mancharse con las jugosas bayas que estaba comiendo—. ¿Tienes
noticias del frente de batalla? —preguntó mordisqueando una
semilla.

Jawad se arrodilló escondiendo la cabeza con respeto y


levantando, entre sus manos, la pieza de roca negra. El rey curioso
hizo una seña para que su guardia personal le alcanzara tan extraño
objeto pero Gadaff rechazó entregar la sangre de la madre.

—Lo lamento mi señor, pero esta sangre está maldita y mucho


me temo que mi tiempo en este mundo termine pronto debido a su
pérfido poder, no podría morir tranquilo sabiendo que usted o su
corte comparten mí mismo destino.

Eurico por poco ordena que decapitasen a su enviado al traer


algo tan peligroso dentro del palacio, pero su curiosidad era aún
mayor, por lo que ordenó a su emisario que se acercara a diez
metros de él y le mostrara la roca lo más que pudiese. Jawad
Gadaff aceptó y con movimientos lentos llegó a los diez metros.

—Dime, emisario ¿Qué debo saber sobre el frente de batalla?


¿Por qué el cataclismo aún no ha empezado siendo ya la segunda
noche después de la primera luna llena de sangre? ¿Será que
hemos vencido a la maldad yacente en el monte Karrat?

Jawad conteniendo sus emociones hasta el punto del llanto,


con los puños cerrados y el corazón cansado le dijo:

—Mucho más que eso, mi rey. Vengo trayéndole noticias

203
nuevas, una nueva era, un nuevo comienzo sin fin, esta vez.

Gadaff alzó el rostro hasta contemplar el de su señor y lo


encontró bello, un hombre musculado que logró unir a la nación de
Akratoa a tiempo para prepararse para el cataclismo, un hombre
que envió diplomáticos a cada una de las cuatro naciones para
sugerir un nuevo plan de acción contra el monte Karrat, en lugar de
dejar que sean los bárbaros los únicos que defiendan Bastión Blót
mientras los demás pueblos se aíslan y encierran para soportar por
separado el embate del cataclismo, en lugar de proseguir la misma
dinámica del ciclo, Eurico III propuso unir fuerzas, héroes y
ejércitos combinados de las cincos naciones y apostarlos en la base
de la montaña. Eurico estaba convencido que únicamente juntos
romperían el ciclo.

—Tengo entendido que vienes desde las cámaras de Ush-


Naotak, en el corazón del reino oscuro —dijo el rey y tomó una
baya—. Quiero saberlo todo —sentenció con un gesto de victoria
apresurada.

—Sí, mi señor. Es su derecho conocer la historia que me ha


traído hasta aquí triunfante. Usted envió cientos de emisarios a que
acompañen a cada guerrero que se autoproclamase héroe, para
documentar su historia y convertirla en canciones que se cantarán
hasta que la tierra se apagué para siempre y la era del hombre
termine. Y así lo hice, acompañé a un héroe, a un soldado único,
un guerrero forjado en los fríos bosques de Talasore, portador de la

204
bastarda más sanguinaria de todo Merrant, un hombre de torso
desnudo y rostro de piedra al cual la lluvia o el inclemente sol le
eran indiferentes. Él se hizo con el corazón de la madre oscura y
ahora usted, conocerá su historia.

El emisario sacó un diario de su bolsa de pellejo y procedió a


leerlo.

II

El campeón.

Es mi cuarto día en el pueblo de Nerul, una pequeña reunión


de casas y negocios en medio del desierto. La vida es dura y el
agua pesa más que el oro pero sus gentes se mantienen estoicas
mientras esperan la época del torrencial, que reverdecerá los
campos y ayudará con la cosecha de verano. Llevo semanas
buscando a un guerrero adecuado, para comunicarle mis
intenciones como enviado de Akratoa y seguirlo hasta la batalla
máxima. El plan del rey Eurico III de unir a todas las naciones para
terminar con el ciclo dando batalla a los demonios desde el mismo
monte Karrat ha despertado la ambición de cientos de aventureros,
que buscaban fama y gloria. El movimiento de guerreros diestros,
oportunistas, desalmados e incluso de paladines de diversas
órdenes ha aumentado en cada pueblo desde el lago Utair hasta el
gran valle de Glima a los pies del monte Karrat. No es difícil
encontrar valientes, hombres y mujeres, de aspecto colérico y
espadas fáciles, el problema es dar con el adecuado. No quiero que

205
mi misión termine documentado una miserable muerte en una
cantina por un malentendido, necesito seguir a un verdadero
campeón; la idea más sencilla era elegir a algún paladín pero estos
soldados de la luz son demasiados rectos y no toman riesgos. Un
verdadero héroe tiene un límite difuso entre la coherencia y la
vesania, es una bestia que rompe reglas de ser necesario y antepone
el pecho para defender inocentes recibiendo las flechas. Los
paladines luchan por sus congregaciones creyéndose dueños de
verdades ocultas, que no son más que mentiras que cubren
ignorancias antiguas.

Mi encuentro con el campeón ocurrió mientras hacia una


diligencia para tener algo de dinero y pagar la posada. Transcribía
unos documentos para un señor menor de las tierras de Kaldomore
en el reino de Kanta, cuando una decena de bandidos irrumpió en
la plaza central, pasando por la espada a toda pobre alma que se
atravesara. La milicia del pueblo salió a enfrentarlos y el líder de
los asesinos se presentó con una voz parecida a la de un trueno:

—Soy Jhorgunat y reclamo los tesoros de este miserable lugar


para mí y mis hombres. Nos llevaremos la comida y a las mujeres
que queramos.

Sus palabras fueron fuego en los oídos de la milicia, quienes


retrocedieron al oír el nombre de este señor de la guerra.
Comprendí que ese nombre llevaba una reputación terrible por
esos lugares.

206
Las gentes del pueblo, al verse abandonadas por la milicia,
optaron por lanzar sus objetos de valor a los pies del guerrero, que
impávido no rompía su expresión amenazadora. Los suyos
comenzaron a rebuscar por más mercancía, apuñalaban a
cualquiera que se opusiera, algunos empezaron a violar a las
mujeres en medio de la plaza frente a los presentes. Me creí en
peligro, revisé mis humildes pertenencias, asustado; creyendo que
si no les daba nada de valor me matarían, cuando la cabeza de uno
de los bandidos rodó hasta el centro de la plazuela.

Jhorgunat rompió rabioso y desenvainó la “Rompedora de


almas”, una espada bastarda enorme con una empuñadura de
hueso, y desafió a quien haya sido el perpetrador de semejante
osadía, quien respondió fue un hombre alto, enorme, de rostro
salvaje y cabellera hirsuta. Su musculado cuerpo estaba tallado por
decenas de cicatrices, vestía botas y taparrabo de piel de oso
Narghul, una hombrera de bronce y guanteletes de cuero y metal.
Desenvainó una bastarda mucho más grande, la verdadera
“Rompedora de almas”, adornada con detalles de cráneos y sangre
reseca, y dijo, con una voz parecida a los truenos en las noches
solitarias, que él era el verdadero Jhorgunat y que si un impostor
estaba dispuesto a reclamar su nombre, entonces solo uno podía
quedar.

El enorme bandido eclipsaba ante la presencia del gigante. Se


notaba por sus rasgos que por sus venas corría sangre de las cinco
naciones, su piel caramelo como los hijos de Akratoa, sus anchos

207
músculos heredados de los bárbaros de Bastión Blót, sus rasgos
gruesos provenientes de la nación de jinetes de Estheparon, su
increíble habilidad con la espada que solo los hijos de Soltaurum,
la nación del Este, llevan en la sangre y la capacidad de imbuir de
un hechizo a la bastarda para darle más potencia y partir a la mitad
a su usurpador; la magia solo puede ser usada por los pueblos
nómadas de Isha-Teron. En definitiva el campeón que el mundo y
yo estábamos esperando.

***

Luego del ajusticiamiento, por parte del pueblo, al resto de la


banda, Jhorgunat se hizo con un barril de cerveza y decidió follarse
a dos mujeres en el segundo piso de la misma posada donde me
alojaba. Ellas bebieron cerveza a sorbos apurados, seguramente
trataban de alcoholizarse para no pensar en lo que iba a pasar
después, en la cama, con el campeón.

III

El druida

No dormí en toda la noche ideando una manera diplomática de


presentarme ante el campeón y ofrecerle mi compañía, sin que
intente matarme o profanar mi cabeza cercenada como represalia.
Además fue imposible debido a los gemidos y alaridos que el
campeón sacó a sus concubinas hasta las primeras horas del día.

Tomé mis pertenencias y decidí que esperaría al campeón en

208
la entrada de la posada. Buscaría el medio para que acceda a ser su
biógrafo y acompañarlo a arrancar el corazón de la madre oscura.
Entonces fui al salón y desayuné pan de centeno con panceta y
cerveza tibia. Mientras comía ingresó al comedor una bestia
anormal, un lobo de proporciones increíbles, de pelaje como la
plata y ojos de oro, cada pata era abrazada por cintos con runas
místicas y llevaba en el feroz hocico una bolsa de piel de toro de
fuego. El imponente animal, casi de la envergadura de un caballo
de Estepharon, dio lentos pero pesados pasos hasta un rincón
lúgubre de la posada, donde se recostó mimetizándose con las
sombras, dejando únicamente su brillosa mirada como evidencia
de su presencia.

Ningún comensal continuó con sus actividades, parecíamos


expectantes ante el imprevisto ataque de aquel majestuoso lobo.
Hasta que el campeón bajó las escaleras y cruzó miradas con la
bestia para luego ignorarla e ir por cerveza y carne.

Mientras los presentes reanudábamos nuestras actividades, con


la lentitud propia de gente precavida, el campeón devoraba su
alimento con fruición, chupándose los dedos, partiendo huesos con
sus dientes, no dejando ni la médula, bebiendo cerveza tibia a
sorbos largos. Terminó, dejó caer unas cuantas monedas, tomó sus
pertenencias y salió del local. Acto seguido el lobo plateado lo
siguió y luego, haciendo acopio de toda mi valentía, los seguí yo.

209
El campeón y el lobo salieron del pueblo y yo detrás de ellos,
a una distancia prudencial. Cuando las casas y negocios se
fundieron con el monótono entorno desértico el campeón se
detuvo, el lobo lo hizo, yo lo hice. Entonces ambos tomaron
distancia y el campeón desenvainó su bastarda, la blandió una sola
vez con una velocidad sobrehumana a lo que el gigante lobo
esquivó con un movimiento zagas, sin perder la compostura.
Aquello que veía me pareció irreal pero nada comparado con lo
que vino después.

El campeón, haciendo uso de su vozarrón le exigió al lobo que


se marche, que siguiera su camino o lo partiría en dos con el
siguiente movimiento. El lobo se mantuvo quieto un momento
hasta que las runas de sus patas comenzaron a brillar y todo el
animal se cubrió de una iridiscencia espectral para luego elevarse
sobre sus patas traseras y conforme perdía tamaño, ganaba ropa,
perdía pelo y ganaba cabello y rasgos humanos, hasta convertirse
en un hombre de complexión atlética, cubierto de pieles de
animales cazadores, de su cinto colgaban bolsitas de piel; cargaba
su morral al hombro y una daga se enfundaba en su guantelete
izquierdo.

El campeón continuó y el cambia forma permaneció inmóvil


hasta que yo me acerqué a este último, tratando de entender qué
estaba ocurriendo. El druida se presentó como Priaemo, uno de los
hijos de Isha-Teron, de la tribu de Kuheralas, grandes magos
druidas que obtienen sus poderes de la comunión que mantienen

210
con la naturaleza, magia blanca, magia protectora. El druida
conocía al campeón desde hace un tiempo, cuando su tribu estuvo
a merced de un ejército bandido proveniente de las islas más allá
del Peñón del Ocaso. El campeón combatió por el honor, la gloria
y el amor de Eurimide, la hija del jefe de la tribu y prometida del
campeón. Lamentablemente en la reyerta ella murió y el campeón
abandonó la senda del guerrero para convertirse en un vagabundo
sin misión.

Priaemo buscaba a Jhorgunat porque la vidente de la tribu


había visto que el campeón tenía un papel decisivo en el
cataclismo por llegar y debía ser conducido a las Altas Tierras de
Taomu después de Bastión Blót, porque sería ahí donde el
campeón enfrentaría a Aku-Yatag, venciéndola en justo combate.

El problema es que sin su amada, Jhorgunat no veía caso


defender la vida de Merrant, casi añoraba el cataclismo que
reinicie la historia y con suerte podría encontrarse con su
prometida en una nueva vida. Pero yo tenía una solución más
directa, próxima y que nos ayudaría a encaminar al campeón hacia
su verdadero destino. Le pedí al druida que me acompañase al
cañón de Kratoeste, a cinco días al Sur, debíamos encontrar a
alguien específico, alguien que nos ayudaría con el dilema del
campeón. El druida aceptó calculando donde podríamos encontrar
al campeón a nuestro regreso y entonces nos encaminamos al
desvencijado páramo del cañón olvidado.

211
IV

El nigromante

Kratoeste fue una antigua república de una humanidad de la


que no queda mucho registro, al parecer fueron una de las
civilizaciones más avanzadas y capaces de enfrentar a los
demonios con armas que ahora nadie es capaz de comprender o
imitar. En represalia, por su atrevimiento, la madre oscura
desplegó a los Nag-Arretul, bestias aladas hechas de brea, fuego y
huesos de los antiguos dragones de luz, que fundieron al antiguo y
desarrollado reino, abriendo grietas en la tierra, formando el cañón
que ahora todos conocemos. De los restos de aquella humanidad
descendieron los taumaturgos malditos, repudiados por la luz,
temidos por los reinos mortales, conocedores de artes antiguas y
negadas con las que logran reanimar la carne y los huesos,
levantando ejércitos de no muertos al servicio de sus amos
invocadores. Los nigromantes son seres que conviven en el límite
de lo real y lo fantasmagórico; personajes avejentados por el uso
de sus artes, delgados y pálidos, que visten con hueso y pellejo y
muy rara vez usan sus habilidades para el combate, pues se
consideran investigadores de lo prohibido antes que guerreros.

Priaemo no lucía preocupado pese a que desde que llegamos al


cañón la luz del sol permanece oculta por una espesa capa de nubes
grises. Esta zona quedó maldita desde el ataque de los Nag-Arretul,
de los cielos aún cae ceniza y ciertas zonas aún conservan rocas al

212
rojo vivo, a pesar de que aquella civilización desapareció hace
unos cinco o seis ciclos atrás. Cuando llegamos a la mitad del
cañón y los surcos tallados por el fuego son tan altos como
palacios, comienzo a sentirme diminuto ante la majestuosidad de la
roca e ínfimo ante el hecho de saber que existen monstruos capaces
de hacer todo esto y que nosotros, la humanidad actual, estamos
dispuestos a enfrentarnos a ellos.

Adentrándonos en un inhóspito territorio donde la roca y la


escasa luz juega con nuestras mentes llegamos hasta el corazón del
laberinto pétreo, donde todos los canales convergen, se dice que
fue ahí donde estaba el centro de la otrora civilización y ahora yace
una roca gigante y negra, se dice que esa roca está llena de los
huesos de los rebeldes y fue sellada con la magia maligna más
antigua que la reina oscura conocía, dentro de esa prisión las almas
de los insurgentes siguen sufriendo y lo harán hasta que la tierra
desaparezca. Es gracias a las emanaciones de la piedra de la
condena que los nigromantes han desarrollado sus peculiares
habilidades.

En la base de un tronco fosilizado encontramos a quien


veníamos a buscar. Nerghul, “el arrastra cadenas”, nos recibe con
su silenciosa presencia. Mi familia conoce a este reanimador por
razones que no puedo contar ahora, lo que importa es que debido a
las circunstancias extrañas vividas cuando mi padre era niño este
nigromante quedó atado a un juramento, a un favor, y yo venía a
cobrarlo.

213
De inmediato Nerghul reconoció en mi efigie a mi progenitor,
supo que la mitad de mi alma era como la de mi padre y reconoció
en mí el poder para desvincularlo de la promesa si cumplía con su
parte, entonces le pedí que nos ayude a convencer al campeón para
que retome su camino a la gloria y derrote a Aku-Yatag para
romper el ciclo. El nigromante, me dijo entonces, que ayudaría
pero que la madre oscura no debía morir o el ciclo terminaría,
cuando le dije que eso era lo que mi rey Eurico III deseaba y la
humanidad entera también, me respondió que no toda la
humanidad lo desea y no toda la humanidad sabe lo que realmente
ocurrirá si se termina el ciclo.

Dispuestos ya, regresamos nuestros pasos con el nuevo


acompañante, quien viajaba a lomos de un caballo igual de viejo
que él, a pesar de ello, el potro nunca dio atisbo de cansancio o
lentitud, su andar era pausado y suave como si se tratase de un
fantasma.

Nos tomó ocho días dar de nuevo con el campeón. Lo


encontramos a las afueras de Johansteran, en el reino de
Soltaurum. Había abatido en digno combate a treinta piratas que
llegaban de las islas heladas del Norte. Cada que se acercaba el
cataclismo, los isleños cobardes que jamás vivieron el ciclo del
dragón, pisaban tierra de manera oportunista para robar lo que
pudieran en la confusión. Un tiempo atrás se intentó crear enormes
civilizaciones en las islas y atolones alrededor de Merrant, pero es
imposible crear un imperio en apogeo en aguas dominadas por

214
serpientes marinas de cien metros de largo y monstruos de las
profundidades recelosos de los altos templos que erigían los
humanos, por eso la mayoría son pueblos pescadores o piratas que
viven en chozas y se ocultan temerosos en las noches de tormenta.

El campeón casi cumple su palabra, al ver a Priaemo tuvo toda


la intención de partirlo a la mitad con su desgarradora espada,
nuevamente el druida, usando sus artes cambia forma, tomó la
apariencia de un cuervo que, aunque no era tan grande como el
lobo plateado, sin duda no tenía el tamaño de un cuervo común, era
más como un águila de los nevados de Nashtolón, pesado y de tres
metros de envergadura.

Nerghul, entonces, usando sus habilidades extrasensoriales


hizo que su voz retumbara en el interior del cráneo del campeón, a
lo que este ni se inmutó, parecía conocer las artes místicas de los
guardianes de la muerte. Escuchó atentamente lo que el nigromante
le susurró a su interior. Yo sabía que no era posible traer a su
prometida de vuelta pero su alma etérea pertenece a un plano al
que solo algunos consumados son capaces de acceder, Nerghul era
uno de ellos, uno destacado dentro de su propio clan, una
singularidad.

No sé muy bien qué ocurrió en ese momento, solo sé que


Jhorgunat abrió los puños y su rostro se mostró calmo por primera
vez en mucho tiempo. El gigante estaba teniendo un episodio, una
revelación, una epifanía. Posiblemente Nerghul servía de medio

215
para que el alma de Eurimide se comunicara con el campeón y le
transmitiera un mensaje, aquellas palabras que se quedan
pendientes, atrapadas con la muerte para siempre.

La cazadora

Hoy es cuando Jhorgunat, el campeón mestizo de las cinco


naciones, se encamina por fin hacia el monte Karrat y su glorioso
destino. Han pasado tres días desde la revelación fantasmal.
Nerghul se niega a confesar qué artimaña usó para contactar el
alma de Eurimide o si realmente se trató de un encuentro entre
amantes o todo fue un ardid del taumaturgo. No importa. Lo
importante es que el campeón accedió a combatir a la madre
oscura y para ello se desvió hacia el Oeste, en busca de una
caravana de Nat-Atalak, otra tribu nómada de la nación de Isha-
Teron, grande sanadores, creadores de pociones poderosísimas
capaces de cicatrizar terribles heridas o traer del borde de la muerte
a guerreros agonizantes. El campeón se surtió con pócimas
curativas y otras de mana para sus encantamientos, además de
algunas joyas con propiedades mágicas que usó para reforzar su
bastarda y armadura, y partimos rumbo al centro del continente.

Han pasado cuatro días más y la convulsión de la época se


palpa en el ambiente, los pueblos conocedores de la fecha del
inicio del ciclo dejan sus cosechas y actividades comunes para
prepararse para la defensa o entregarse al libertinaje. Así llegamos

216
a un pueblo convertido en un bacanal de lujuria, todas las mujeres
sin importar que tan ancianas o niñas fueran habían sido abusadas
hasta matarlas. Los hombres, poseídos por una locura evidente,
habían pasado de la tentación de la carne a la sangre y ahora se
mataban entre ellos, convencidos de que eliminar a una gran
cantidad de adversarios les daría poderes capaces de soportar la ira
de los demonios. Atacaron a nuestro grupo, nos defendimos, los
eliminamos a todos.

No estoy orgulloso de haber asesinado civiles pero ya no eran


humanos, la locura los había deformado en bestias sin sentido,
sedientas y sádicas. Por otra, para el campeón, el druida y el
nigromante, que inexplicablemente se unió a nuestro grupo, no
hubo dificultad con pasar por el acero a los perdidos del pueblo.
Luego de una cruel carnicería el grupo bebió cerveza directamente
de los toneles de madera de la posada y mataron a una res para asar
su carne y darse un festín en mitad del pueblo pavimentado de
cadáveres y enjambres de moscas revoloteantes.

Aquella noche, emisarios de las tierras bárbaras cruzaron el


pueblo, avisando que los primeros demonios ya estaban
emergiendo del monte Karrat, decenas de patrullas de cornudos y
esbirros con piel bermellón bajaban la colina, con hachas y
alabardas entre sus pezuñas superiores, dispuestos a cobrar la
primera sangre. El cataclismo estaba apresurándose, el tiempo se
agotaba.

217
La cuadrilla se detuvo en nuestro pueblo fantasma y nos
encontraron en medio de la plaza, disfrutando de una bella noche
de miles de estrellas y brisa fresca. Nerghul se había retirado a
meditar llevándose algunas cabezas seleccionadas, el campeón y el
druida bebían como si no hubiera un mañana y yo escribía, escribía
todo lo que podía, todo lo que recordaba, cada detalle, por más
grotesco que fuese. La historia y las canciones podrán exagerar mi
versión de los hechos pero solo si soy fiel a la realidad vivida.

La cuadrilla de jinetes estaba conformada por tres hombres y


una mujer, los guerreros eran evidentemente parte del pueblo de
Blót, era la soldado la que desentonaba del grupo; pequeña de
tamaño y rostro rasgado, cabellera negra corta y piel de porcelana.
Vestía una armadura ligera de cuero negro, botas altas y sus
guanteletes estaban reforzados con garras curvas. Cargaba una
ballesta de repetición y una espada pequeña en media luna. Su
caballo, menudo y fibroso, se notaba ágil y astuto. La propia mujer
tenía una expresión atenta y escudriñadora.

Nos preguntaron que quienes éramos y qué hacíamos ahí y si


nosotros habíamos asesinado a los pobladores, contesté en nombre
del grupo desde la última pregunta. Les dije que lo hicimos en
defensa propia, que estábamos de paso hacia nuestro destino en el
monte Karrat y que yo era emisario del rey Eurico III y mi misión
era la de documentar la gloria del mayor guerrero jamás conocido
en las eras del continente de Merrant, sin exagerar.

218
Señalé al campeón que bufó como una bestia amargada y
borracha. La comitiva saludó nuestras intenciones de unirnos al
frente de batalla y decidió emprender la retirada, aunque la mujer
se quedó, conversó algo con su grupo en una lengua que muy
pocos recuerdan, incluso dentro de Bastión Blót y dejó que el resto
se marchase. Se apeó de su caballo, lo llevó a tomar agua y se unió
a nuestra celebración improvisada.

***

A la mañana siguiente continuamos nuestro recorrido,


optamos por rodear el bosque de Nautarel, que nos retrasaría dos
días pero era mejor ir por los pueblos al borde del rio pues los
cúmulos de gente atraen a los demonios, si íbamos a luchar contra
ellos era mejor empezar desde ya. Así llegamos a un pueblo en la
rivera del gran Egoneonte, rio que baja desde los glaciares en Las
Altas Tierras de Taomu hasta desembocar en el océano superior.

El primer pueblo con el que dimos había sucumbido a la


derrota, sus gentes permanecían apáticos, abúlicos encerrados en
sus casas, muchos se habían suicidado colgándose de vigas o
dejándose de alimentar. Un bebé lloraba en brazos de una madre
que se lamentaba haberlo traído al mundo cuando el cataclismo se
hallaba tan cerca y estaba evaluando arrojarlo al pozo de agua.
Pasamos rápidamente del pueblo hasta llegar al siguiente un día
después. Este segundo pueblo ya había sido encontrado por las
patrullas oscuras. Las casas incendiadas, los hombres decapitados

219
y despellejados, las mujeres ultrajadas y abiertas en canal, los
niños descuartizados; ríos de sangre y vísceras se evaporaban por
el calor de las llamas que consumían las construcciones.

Alana, como se hacía llamar la menuda guerrera, pasó sus


dedos por el polvo del pueblo y revisó con su vista y olfato detalles
mínimos de nuestro alrededor. Dijo que fue una emboscada, que
eran entre quince a veinte demonios con armas pesadas, vinieron
desde el Este a través del bosque de pinos y regresaron al mismo,
al parecer se llevaron a algunos aldeanos, posiblemente para un
sacrificio de sangre a su madre.

Aunque no era parte de la misión salvar a nadie hasta llegar a


Bastión Blót, sí lo era matar a todos los demonios, por lo que
desviamos y nos adentramos en la arboleda.

***

No puedo describir cómo es que logré sobrevivir. Cuanta


violencia, cuanta locura, cuanta ira desbordada. No estoy
acompañando a seres humanos corrientes, cada uno de los
guerreros del grupo es una tempestad asesina. Encontramos a los
demonios, efectivamente, donde Alana nos había indicado que
estarían, su habilidad para rastrear es asombrosa, oliendo el
ambiente calculó que tan lejos estaban, y poniéndonos en contra
del viento escondimos nuestra presencia hasta caer sobre el grupo
demoniaco compuesto por hombres cabra y trinchantes.

220
Los aldeanos habían sido degollados y sus cuerpos se
consumían en una hoguera de piedras con runas dibujadas con
sangre y otros símbolos paganos, sus órganos se cocían en un caldo
que debía alimentar a las tropas malignas. Caímos sin que se lo
esperaran, yo blandí mi espada, el campeón desenvainó a la
bastarda haciéndola brillar roja de conjuros, el druida tomó la
forma de un colosal oso comparable con los pinos que nos
rodeaban, con garras filosas como piedras de despeñadero, el
nigromante usó un conjuro maldito para que los cadáveres de
animales cercanos y de los que fueron sacrificados se levantasen
furiosos y la cazadora desplegó su ballesta, con saetas imbuidas en
peligrosos hechizos, que gangrenaban la carne de los esbirros o
creaban letales explosiones. No tengo palabras para describir el
grado de brutalidad desatada, solo me resta decir que los demonios
fuimos nosotros.

VI

Bastión Blót

Nos tomó cuatro días más llegar al corazón del reino bárbaro,
cruzamos una decena de pueblos, todos atacados, diezmados o
agonizantes. Los demonios estaban tomando rutas alternas para no
chocar contra las fuerzas bárbaras pero no contaban con nosotros.
Eliminamos con un especial sadismo a cada ser de ultratumba que
encontramos.

221
Sin duda, el actuar de los demonios era peculiar pero también
lo era la estrategia del rey Eurico III pues cuando nuestro grupo
llegó a las puertas del dominio bárbaro nos encontramos con una
tremenda cantidad de tiendas de campaña, banderizos y grupos de
aventureros que habían sitiado por completo al monte Karrat.
Jamás, ninguna canción ha hablado de semejante espectáculo, la
humanidad unida bajo una sola intención: acabar con el ciclo del
dragón.

El comandante Khual-Katek nos recibió, gustoso de contar


con cada vez más guerreros, nos puso al tanto de la situación,
faltaban tres días para la primera luna llena de sangre y el inicio
del cataclismo, y la actividad demoniaca estaba a tope, cada hora
las gargantas que penetran en el monte escupen patrullas de
demonios cada vez más peligrosas que las anteriores. Brutos
enfurecidos, arañas del tamaño de caballos, arpías, bestias
cornudas, lagartos gladiadores; la diversidad del ejercito de la
madre oscura era de nunca acabar. Khual-Katek enviaba
continuamente tropas de las cinco naciones a mantener a raya estos
ataques y aunque era imposible cubrir todas las gargantas, la única
que realmente importaba era “la puerta de Piedra Negra”, en el
frente de batalla de Altas Tierras de Taomu. Era ahí donde
debíamos llegar le dije al anciano líder, y este luego de observar el
variopinto grupo que éramos accedió a darnos pase libre.

Conforme subíamos hacia Bastión Blót era evidente que las


tropas se encontraban cada vez más armadas, incluso los señores

222
de varias casas importantes decidieron tener un rol protagónico en
la destrucción del ciclo, por lo que llevaron sus armaduras
legendarias y objetos mágicos de humanidades pasadas. Una vez
llegamos al bastión del pueblo bárbaro el espectáculo fue un poco
diferente, la gente de Blót había accedido al plan del rey Eurico
pero dentro de la fortaleza únicamente se permitía sangre bárbara
por lo que el grupo no pudo permanecer ahí mucho tiempo y
tuvimos ladear el recinto para continuar ascendiendo.

Las diversas estaciones previas a Tierras Altas de Taomu


brindaban escenas diversas, todas matizadas por el dolor pues
estaban llenas de heridos o mutilados, sobrevivientes del frente de
batalla. Magos y sanadores trataban de cerrar heridas, cicatrizar
muñones, apaciguar sufrimientos. Los lamentos y lloriqueos
angustiosos resonaron en nuestros oídos por varios kilómetros.
Cada vez que una puerta del monte se abría había una lucha
encarnizada, luego de estabilizar a los sobrevivientes se enviaban
por tropas de recambio, era una guerra por desgaste. El grueso del
ejército se preparaba para cuando la puerta de Piedra Negra se abra
y el bloque principal, al mando de la mismísima Aku-Yatag, se
despliegue empezando el cataclismo.

En la última estación antes de Tierras Altas de Taomu nos


encontramos con una tropa de sobrevivientes del último
enfrentamiento, muy pocos descendían, la mayoría llevaba a un
colega para ayudarlo a bajar, a todos les faltaba alguna parte del
cuerpo o la traían colgando de finos tendones.

223
VII

Tierras Altas de Taomu

La meseta de Taomu fue en su momento un terreno escarpado,


parte de la zona más rocosa del monte Karrat, sin embargo hubo
una humanidad que logró hacer retroceder a los demonios hasta la
puerta de Piedra Negra, acorralando a la madre oscura, la cual
viéndose arrinconada usó un conjuro que mutiló su cuerpo,
haciéndola perder su enigmática hermosura y convirtiéndola en
una fealdad semejante al conjunto de todas las maldades
imaginadas.

Este conjuro fue una especie de explosión descomunal que


acabó con parte del monte maldito creando, con el paso de nuevos
ciclos, la meseta ahora mencionada y convirtiéndose en el primer
punto de acampada de los demonios cuando emergen en el
cataclismo. Ahora era el frente de batalla, un lugar donde los
mejores escudos y hechizos de protección se usaban para contener
el chorro hirviente de esbirros. Aquellos que ahí soportaban eran
guerreros que forjarían las leyendas de mil generaciones
posteriores.

Llegamos a la boca del infierno.

Priaemo me contó que la profecía decía que Jhorgunat debía


enfrentar en combate singular a Aku-Yatag y que ninguno de
nosotros debía intervenir o crearíamos un desbalance en el destino

224
adivinado, incluso podríamos revertir toda la situación en nuestra
contra y perder la oportunidad de cancelar el ciclo. Nerghul se
mostraba receloso con respecto a esta última parte. Cuando
conversé en privado acerca de sus miedos, me dijo que el ciclo no
podía romperse pues el hombre había despertado a los demonios,
pero quien arrojó a los esbirros al sueño eterno e inició el ciclo,
quien tenía la potestad de condenar la existencia terrenal de los
demonios a solo tres lunas llenas de sangre era un enigma mucho
mayor a cualquier entendimiento humano. Le dije que aquello era
la luz y me respondió que sí, pero que los humanos no somos
capaces de comprender qué era esa luz, los paladines piensan que
se trata de algún dios benevolente y sabio, pero la luz es la luz y
esa energía es indiferente a nuestra existencia terrenal. El
nigromante me habló de una presencia ajena a los valores o la ética
terrenal, que existe para devorar consciencias, que es locura pura y
el susurro su arma principal, le dije que me hablaba de estrategias
demoniacas, a lo que él respondió que no debía confundir el caos
con la maldad, la locura no es mala, es otra forma de pensamiento
que nunca comprenderemos.

Al día siguiente, se dio la primera luna llena de sangre y el


cataclismo empezó.

225
VIII

El cataclismo

Los hechizos al máximo, los escudos imbuidos rebosaban de


poder, las lanzas en posición, los soldados despiertos, tensos,
preparados. La puerta de Piedra Negra se abrió haciendo retumbar
la tierra, las placas de ónice se batieron de par a par revelando una
oquedad impura y malsana que venía desde el interior del monte de
Karrat, y emanaba una pestilencia indescriptible. Al momento, se
oyeron cientos de alaridos, el marchar desordenado de grebas y el
sonido metálico de hachas y espadas llegó hasta nosotros.

Los demonios emergieron como una avalancha de carne,


cuernos y rabia para darse de encuentro contra la barrera
protectora. Nuestro grupo saltó por encima de la línea de defensa
después del impacto, cayendo como dagas sobre el cuello virgen
de una vaca. Los guerreros apuñalaron, cortaron y abrieron los
cuerpos de los demonios mientras estos trataban de contratacar
rabiosos.

Cuando un esbirro o humano caía, el nigromante aprovechaba


para reforzar sus filas, en un momento dado llegó a tener a más
cincuenta cadáveres trabajando para él. Alana disparaba por
encima del hombro de Nerghul y cuando las saetas se le
terminaron cogió su hoz y cercenó cabezas como la siega al trigo.

Priaemo pasó del oso al lobo y por fin al cuervo para escapar

226
cuando se vio rodeado por hombres toro con pesadas armaduras y
hachas de lago con poderes de fuego. Desde la distancia, arrojaba
el contenido de sus bolsitas creando explosiones corrosivas. Yo
trataba de estar cerca del campeón para atestiguar cada acción suya
pero era demasiado peligroso. Pude ver como partía cuerpos por la
mitad con la bastarda, cómo rompía cráneos a puño limpio y hasta
peleaba con uñas y dientes cuando se vio rodeado de musculosas
abominaciones que parecían el cúmulo desordenado de varios
cuerpos.

En un momento llegué a pensar que habíamos perdido al


campeón, pero su destino estaba escrito, aún no podía morir, y de
inmediato, con un alarido desgarrado, se libró de sus adversarios,
tomó una de las pociones curativas y mientras sus heridas se
cerraban y la sangre se secaba, siguió blandiendo su colosal arma,
decapitando, asesinando, liberando a esta tierra de la maldad.

227
IX

Aku-Yatag

Al parecer la iniciativa de nuestro grupo no fue del agrado de


la madre oscura pues al ver que su ejército no avanzaba, decidió
presentarse en persona mucho antes de lo planeado y, ahora por
fin, daría inicio la profecía anunciada.

La madre oscura, la dueña de la marmita donde son creados


los demonios, la que alguna vez tuvo una belleza hipnotizante y
cabalgó a lomos de un corcel de hueso y rocas preciosas sobre la
faz del planeta, y que ahora se presenta con una forma
indescriptible y voluble, incapaz de mantener su estado concreto,
tan horrenda, tan macabra que solo verla hace sangrar a las rocas y
gritar a las nubes. La madre oscura, Aku-Yatag estaba frente a la
línea de defensa compuesta por guerreros agotados y malheridos.
Seriamos incapaces de retenerla un suspiro, solo quedaba forzarla a
luchar de a uno contra el campeón de la humanidad.

Jhorgunat pasó sus dedos por “Rompedora de almas” mientras


recitaba un mantra arcano y los glifos tallados en el centro de la
espada se iluminaban con una iridiscencia espectral. El ambiente se
cargó de una electricidad extraña, sin procedencia aparente pero
que penetraba, sin dañar, cada cuerpo presente, incluyendo los
cadáveres reanimados y demonios.

Aku-Yatag avanzó sin protocolo alguno, lanzó lo que parecían

228
ser tentáculos afilados hacia el campeón, éste esquivó rápidamente
y blandiendo su espada abrió surcos en los látigos cárnicos de la
madre, ella gritó furiosa e hizo a un lado a su pueblo para
enfrentarse sola contra Jhorgunat, exactamente lo que deseábamos
que pasara. Ambos se enfrascaron en una batalla sin cuartel, por
momentos el hombre parecía ser más que la madre de los
demonios, por momentos la madre incrementaba su volumen
comparándose a un gran roble. El campeón desgarraba la carne de
la madre, la madre apuñalaba la carne del campeón. El campeón
bebía pócimas y continuaba atacando, la madre sacrificaba a uno
de sus esbirros y usando su energía de vida se recuperaba. Pensé:
en algún momento se terminaran las pócimas del campeón pero
demonios hay muchos.

Nerghul se acercó a mí, me resultó curioso que el nigromante


tuviera la sangre roja como el resto de nosotros, me tomó por los
hombros y me advirtió que no interviniera, que mi expresión vivaz
me delataba. Asentí, aunque por dentro seguía elucubrando ¿Qué
era realmente importante para mí? ¿Las advertencias de un
nigromante o las órdenes de mi rey?

Me hallaba en aquella indecisión cuando un nuevo grito de la


madre nos llenó de terror a todos. Aku-Yatag retrocedía y una
enorme zanga se abría en canal en todo lo que parecía ser su dorso.
El campeón cayó de rodillas sostenido por su espada mientras
sangraba copiosamente y no encontraba ninguna pócima más. La
madre se escondió entre las filas de sus hijos, los cuales rabiosos y

229
patidifusos no sabían si rematar al campeón o temerle. Todos los
demonios retrocedieron.

Corrí hacia el campeón y le ofrecí una de las pócimas extra


que llevaba conmigo.

Ush-Naotak

Vimos como las filas de seres aberrantes retrocedían hacia las


entrañas de Karrat. No sabíamos si se reagruparían o cómo
contraatacarían, simplemente vimos la oportunidad de acabar con
el ciclo, de romper las cadenas que nos atan a la eternidad de
sufrimiento, de destruir la marmita donde son forjados los
demonios y desaparecerlos de la historia. Los ejércitos fueron
convocados y juntos, héroes, caballeros, banderizos y milicia,
atravesamos La puerta de piedra negra y nos introdujimos en el
vientre de la tierra.

En las cámaras infernales de Ush-Naotak encontramos a la


élite de caballeros negros, a demonios guerreros e incluso a los
colosos de carne que fueron usados solo una vez hace diez ciclos
atrás. Todos custodiaban a la madre como si se tratase del tesoro
más preciado. La batalla fue cruenta. Debido al diseño de las
cámaras se hizo una suerte de embudo entre el aposento final y el
claustro interior. Las filas de humanos y demonios chocaban en un
estrecho pasaje donde los cadáveres comenzaron a apilarse y

230
debías treparlos para poder llegar a tus enemigos. Sentí que mis
pies pisaron cabezas aliadas rotas y torsos abiertos enemigos, y así
trepé, sable en mano, y así llegué a ver del otro lado como el
campeón se batía en singular combate con un coloso de carne, al
cual destripó de un tajo limpio. Verlo pelear, blandir la
“Rompedora de almas” era ver a un gigante usar una afilada
columna para decapitar malignos.

El resto del grupo estaba herido en diversos niveles. Alana era


la mejor conservada y brindaba apoyo a distancia al campeón. El
nigromante se había quedado sin poder suficiente para levantar
más cuerpos, por lo que se limitaba a enterrar su daga en las
gargantas que encontraba. El druida, en forma de cuervo,
sobrevolaba el escenario y cayendo en picada extraía los ojos de
las abominaciones cercanas. Yo mantenía una distancia prudencial,
mis fuerzas mermadas y la falta de pociones de curación me tenían
al filo del peligro. No podía perder la vida y arruinar mi misión por
el capricho de ser un héroe más.

En un momento dado, la pila de cuerpos se desmoronó hacia


un lado y yo caí de ella perdiendo de vista al campeón, me golpee
la cabeza y perdí el conocimiento. Cómo maldigo mi mala suerte.
Entonces, cuando desperté el cadáver de Aku-Yatag lucía flácido
con la espada del campeón clavándolo a la pared. Su sangre
brotaba a borbotones infinitos, como si su cuerpo fuese una puerta
a una dimensión expandida llena de fluido carmesí tibio.

231
Los sobrevivientes de la reyerta rodeaban al campeón. El
cansancio y temor había desaparecido. Las tropas dispersas de
demonios se perdían por los canales subterráneos mientras la
humanidad alzaba en hombros al campeón Jhorgunat, el mestizo de
las cinco naciones. Traté de ponerme de pie cuando, por accidente,
entré en contacto con la sangre de la madre oscura y conocí, a
través de su remanente poder, el secreto que tan recelosamente
guardaba Nerghul y el propio Priaemo.

XI

El ciclo final

En un inicio la madre era imposiblemente hermosa y vivía


junto a sus huestes libremente en la tierra de Merrant. Pero un día
sus poderes atrajeron a una luz de los confines más lejanos de la
noche eterna, y aquella masa espacial, que solo puede ser descrita
como la “Locura” materializada, en su infinito poder sometió a los
demonios, perturbándolos hasta el punto de hacer que se maten
entre ellos de horribles y sádicas formas. La madre viendo como su
pueblo era arrasado por la demencia llevó a todos sus
sobrevivientes al interior del monte Karrat para escapar de la
influencia de la Locura que, optó por regresar a los confines de sus
alejados dominios, no sin antes dejar parte de su etérea presencia
en forma de la luna que nos orbita. Este satélite emanó, durante
miles de años, el poder de la vesania sobre los golems que
poblaban Merrant quienes, conforme el paso del tiempo, perdieron

232
su piel de piedra para reemplazarla con carne y ganaron una
inteligencia superior a las demás criaturas del continente. Nosotros
fuimos esos golems de barro. Nosotros, la humanidad, somos hijos
de la Locura.

Entonces, mi rey, romper el ciclo, acabar con los demonios,


implica enviar una señal a la Locura, avisarle a nuestro creador que
hemos superado la prueba y que por fin estamos dispuestos a
regresar al núcleo que nos creó, aquello que hemos estado
buscando desde que desarrollamos consciencia.

***

Jawad Gadaff fue rodeado por la élite del rey, las mujeres
bellas y letales lo tenían cercado amenazándolo con sus alabardas
de oro. El emisario llevaba un rato temblando, poseído por una
energía incontrolable. Le tomaba mucho esfuerzo poder hablar
correctamente, hilvanar ideas demandaba mucho trabajo pues las
voces, las miles de voces que rebotaban en su cráneo, le gritaban
desesperadas por ser oídas con la vesania de cien mundo malditos.

Aferrado a la piedra de sangre petrificada, el emisario trató de


cumplir la misión que le da significado a su existencia: como
mensajero debe dar el mensaje.

—Tanto Nerghul como Priaemo no comprendían, mi señor, lo


que yo vi con los ojos de mi alma cuando la sangre de la madre me
tocó. Ellos sabían que terminar el ciclo significaba invitar a la

233
Locura de vuelta a Merrant y por ello custodiaban al campeón
mientras este caía en la corrupción del infierno, convirtiéndose de
a poco en el nuevo rey demonio; hacer eso era ir en contra de la
humanidad, de los deseos de mi rey y por lo tanto contra mi
misión. No podía permitirlo.

»Viéndolos malheridos y recelosos de la celebración,


arrimando al campeón al trono que fuese de la madre oscura,
observaban y guiaban con cuidado el cambio de Jhorgunat en el
nuevo señor oscuro, mientras los demás guerreros seguían con los
vítores y lágrimas de alegría. Me acerqué a Alana y le dije las
intenciones de nuestros compañeros, ella de inmediato entendió la
traición que esto significaba y, siendo de la confianza de nuestros
compañeros, se pudo acercar a ellos, cuando tuvo al druida a una
distancia prudencial, blandió su hoz de tal manera que le abrió el
vientre de un tajo revelando intestinos tibios con un potente olor.

»El nigromante no perdió tiempo y clavó un cuchillo de hueso

en el cuello de Alana viéndola morir a los pies del trono infernal.


La muchedumbre no entendía qué estaba ocurriendo, así que yo
mismo los azucé diciéndoles la verdad detrás de las intenciones del
amo de los muertos. Los guerreros comprendieron y se lanzaron
sobre Nerghul en una masa demencial de la que no podía distinguir
mucho, pero supe que ganamos cuando vi la cabeza del nigromante
siendo lanzada por encima del ejército.

—No existe nuevo señor oscuro —concluyó el rey.

234
—No existe.

—Y el ciclo se terminó.

—Nunca más habrá…

—Entonces la existencia de los demonios servía como una


excusa para evitar que nuestro creador nos visite.

—Eran una demora.

—Pero si es nuestro creador… ¿Por qué es malo que nos


visite? —preguntó el rey descifrando la intención del nigromante y
el druida—. Si fuese beneficioso, ellos hubieran ayudado a su
llegada y no oponerse creando un nuevo señor demonio.

—Porque fueron infieles que se niegan a aceptar las verdades


que el infinito cosmos tiene para nosotros. Más allá de nuestro
mundo, en la frontera absoluta existen seres de dimensiones
colosales, entendidas por nuestro escaso conocimiento como
dioses, cuando son más que eso, son pilares eternos que siempre
fueron y siempre serán, agentes del caos y la Locura de los cuales
descendemos y debemos regresar a ellos perdiendo, para ello,
nuestra forma física y ascendiendo como seres espirituales.

—¿Hablas de morir y que nuestras almas se unan a estos entes


del caos? ¿Quién te dio derecho para decidir eso sobre la voluntad
de la humanidad?

Jawad Gadaff reía y lloraba, y el dolor en sus entrañas por el

235
sobre esfuerzo le quitaba el aliento pero no podía detenerse.
Entonces el rey hizo un gesto y las ninfas asesinas decapitaron al
emisario de un rápido movimiento. La cabeza de este rodó varios
metros aun riendo, con una expresión depravada.

El cuerpo cayó sin vida, entre potentes convulsiones, y de la


herida del cuello brotó una sangre bituminosa y espesa con un
potente olor a muerte. Aquel líquido empezó a solidificarse
convirtiéndose en tentáculos que se expandían cada vez más hasta
tener el grosos de árboles; poseedores de una fuerza descomunal
batieron a las guardias lanzándolas contra paredes y columnas,
asesinándolas en el acto. El rey logró escapar por poco de aquel
salvajismo. Cuando llegó a las puertas de su cámara y las abrió
encontró un escenario de muerte que cubría todo el pasillo hasta
los exteriores del palacio. De los cadáveres de guardias y corte
emanaba la misma melaza oscura que se unía entre charcos
creando abominaciones dantescas.

Cuando salió al claustro interno y contempló el cielo, lo vio


matizado de miles de colores extraños y fluorescentes. Desde las
paredes exteriores del palacio tentáculos más altos que edificios
emergían. Toda la humanidad se estaba convirtiendo en aquella
masa tentacular y oscura. Toda la humanidad estaba regresando a
ser uno con la Locura.

El rey cayó de rodillas indignado y aterrado. Él solo quería


terminar con el ciclo, pasar a la historia como el rey que salvó a la

236
humanidad. Al final, como la primera humanidad que en su
ambición desató el ciclo, el rey en sus ansias de poder lo concluyó
condenando a toda la vida de Merrant.

237
Poldark Mego

(Lima - Perú, 1985) Licenciado en Psicología, actor y director


de teatro. Estudió Literatura creativa como segundo oficio.
Compuso, actuó y dirigió puestas de microteatro de terror en Lima
y Cusco - Perú.

Contribuciones en las siguientes antologías: Literal: cuentos varios


(2017), Maleza: colofón (2017), El club de la fábula: microrrelato
(2017), Lima en letras: microrrelato (2018), Es-cupido:
microrrelato (2018), Historias pulp - mundo bestial: microrrelato
(2018), Círculo de Lovecraft - Terror en la mar (2018) San
Valentín oscuro: microrrelato (2018), Cuentaartes: cuento (2018),
El gato descalzo, antología de objetos malditos: cuento (2018), El
narratorio: relato (2018), Editorial Cthulhu cerdofilia: cuento
(2018), Círculo de Lovecraft: homenaje a Guillermo del Toro
(2018), Historias pulp: paradojas (2018), Nido de cuervos: cuento
(2018), Editorial Solaris: líneas de cambio: cuento (2018),
Editorial Autómata: historias de migrantes (2018), Editorial
Cthulhu: tributo a Lovecraft (2018), Molok: tercer número (2018),
The Wax: cuentos de mierda (2018), Historias pulp: onomatopeyas
(2018), Círculo de Lovecraft: cuervos y tentáculos vol. 3 (2018),
Revista Fantastique: poderes extraordinarios (2018), Aeternum:
héroes y santos (2018), Editorial Cathartes: La taberna de
Innsmouth n2 (2018), Editorial Solaris: líneas de cambio (2018),
Círculo de Lovecraft: J-horror (2018), El gato descalzo: antología
sobre brujas: cuento (2018), Revista Fantastique: licántropos

238
(2018), Revista Ibídem: terror (2018), Revista Pareidolia (2018),
Tenebraum iv (2018), Aeternum: juegos macabros (2018),
Grimorio (2018), Molok vol4 (2018), Plesiosaurio (2018), The
wax (2018), Cuentaartes (2019), Revista Fantastique: ritos paganos
(2019), Revista Ibidem (2019), Revista Letras y demonios (2019),
publicó la revista Orbi Occultatum que incluye sus cuentos
“Gul(a)” y “Sor Ana” (2018).

239
240
241
Daniel E. Molina

(Argentina)

Realizó cursos especiales de historieta, guión e ilustración con


el profesor Oscar Carovini. En la Escuela de Bellas Artes de
Córdoba cursó estudios de Diseño Gráfico. Realizó talleres en el
“CISPREN”. Realizó ilustraciones para “La SADE” (Sociedad
Argentina de Escritores) Ilustró dos libros: “Memorias de la
docencia”. Escrito por Juan Montiel. “Que nadie sepa mi sufrir” de
la escritora mexicana Susana Arroyo-Furphy, ilustrando también
diez cuentos para la misma autora.

En la actualidad realiza ilustraciones con la portada incluida


tituladas “Recordando a Julia” tratando el tema de la pasada
revolución mexicana, para la citada autora.

242
La rosa equívoca
Juan Pablo Goñi Capurro

El espolón dividió la arena formando dos montículos, hasta


que la barca quedó inmóvil. Salmo, con un pie en la borda, dio la
orden de desembarco. Los doce hombres descendieron en
segundos, dada la innecesaridad de diligencias previas; ante la
ausencia de viento, no habían izado la única vela de la
embarcación para cruzar el lago, y los remos estaban sujetos a la
barca. Mientras dos tripulantes extendían sogas desde la nave para
unirlas a los troncos más cercanos, Salmo besó dos dedos, índice y
medio, y con ellos tocó la boca del mascarón de proa; era la
imagen de la diosa Paga, defensora de los pueblos que vivían bajo
el reinado de Agur.
El jefe de la expedición caminó alejándose del casco; observó
las maniobras de quienes aseguraban la nave en previsión de algún
temporal sorpresivo —nunca se confiaban, las montañas cercanas
solían ocultar frentes tormentosos—. Los hombres lo rodearon,
calzados con botas de piel, las espadas ajustadas a la cintura, los
pequeños escudos colgando en la espalda.
Salmo estudió el frente cerrado de alerces y pinos sin detectar
amenazas. A pocos pasos, el sendero que los llevaría a la aldea de
Eseda. Era esa aldea el primer paraje donde detenerse para quien
fuera a las montañas. Allí el humo verde se había elevado un par
de horas antes; el humo que motivó la partida de la patrulla
comandada por el veterano guerrero. Los jóvenes que lo

243
acompañaban, inquietos, se movían sin alejarse del grupo. El jefe
no estaba convencido; no veía pájaros, hecho extraño en un
mediodía de cielo límpido. Como todos en la fortaleza, había oído
rumores sobre la aventura del rey Agur durante la última cacería en
la montaña; ahora sospechaba que la alarma tenía que ver con ello.
Pocas veces en sus décadas de servicio al reino se había
topado con un suceso rodeado de tanto hermetismo. Los seis
acompañantes del rey en la misteriosa excursión estaban casi
recluidos en la cuadra más cercana a la torre; cada vez que
coincidían en patrullajes o en las tabernas de la ciudad, cambiaban
de tema si la conversación se dirigía a su escapada junto al
monarca.
—Alerta, saquen espadas y escudos.
Los soldados obedecieron. Los cuerpos adoptaron otra forma,
como si se hubieran reemplazado los hombres indolentes que
holgazaneaban en la playa por un escuadrón de gladiadores. Se
inclinaron hacia adelante, las piernas robustas separadas, los brazos
sostenían las espadas en punta y los escudos próximos a las caras.
Los petos eran de piel, tres o más pieles cosidas unas sobre otras;
los taparrabos de lienzo estaban recubiertos por un triángulo de
cuero de oso. La ligereza y la comodidad eran sus armas más
preciadas.
Salmo extendió el brazo señalando el sendero que se abría
entre el verde. Iba atento al extremo. A esa hora, en la aldea
deberían estar almorzando y ellos verían la humareda de los
fogones; nada de eso ocurría. Los hombres se formaron de a dos, le

244
dieron paso para que encabezara la fila. La barba gris imponía más
respeto que su jerarquía; la mayoría de los soldados llevaba el
cabello largo, anudado en la cola tras la nuca. El paso era sostenido
y rítmico, sobre el camino no había trazos extraños, solo las
ramitas coloradas de las pináceas resecas y las piñas caídas por
doquier.
Cuando llegaron a la última curva, Salmo ordenó que
abandonaran el camino; en los últimos metros vio pisadas varias,
encimadas, propias de la actividad normal de una aldea. El
veterano de cabello ralo no se confió; dividió a sus hombres y los
mandó a avanzar entre los árboles; la mitad de ellos entraría por el
este, los otros por el oeste, a su mando. Había pocos arbustos que
complicaran el andar de la tropa, en pocos minutos estaban en
posición ante el claro donde se alzaba Eseda.
El diseño de la aldea permitió al grupo del oeste tener una
visión completa, amparados por los olmos, llamativa presencia en
un bosque de coníferas. Las casas, de piedra granítica y techumbre
vegetal en forma de cono, estaban dispuestas en una larga franja,
poco más de veinte viviendas en total. La ventaja de la visión no
generó optimismo en Salmo; no había aldeanos a la vista. Una
serie de silbidos provenientes de la foresta ubicada tras la aldea
informó al jefe que el otro grupo había dado con novedades.
—Vamos —indicó, y avanzó como si tuviera el enemigo
delante.
Al verlos pisar el centro de la aldea, se reunieron con ellos los
seis destacados en el otro frente. Los semblantes sombríos

245
adelantaban malas noticias. En el suelo desbrozado delante de las
casas había numerosos objetos desperdigados, desde morteros
hasta prendas, toda clase de utensilios, varas afiladas y sacas rotas
con su contenido desparramado.
Gigur, joven bronceado como todos pero fácil de
individualizar por la cicatriz que rasgaba en dos su pómulo
derecho, se dirigió a Salmo con palabras rápidas.
—Al menos veinte cuerpos en el bosque, hombres y mujeres,
desgarrados, comidos en partes.
—¿Comidos?
—Sí, comidos a dentelladas grandes, hay sangre, trozos de
miembros...
Salmo alzó su mano, deteniendo la verborragia del guerrero.
Hizo una estimación rápida; en Eseda vivían más de cien personas,
algunos estarían quizá corriendo por los bosques si solo había
treinta cuerpos en los alrededores.
Caminó hasta el fogón central donde humeaban aún las brasas
que había creado el humo verde. Sus hombres formaron un círculo
en torno a él, así controlaban los posibles frentes. Salmo
reflexionó; la gente de Eseda había huido luego de trasmitir el
pedido de auxilio, los más lentos habían sido capturados, los demás
estarían siendo perseguidos o quizá hubieran hallado refugio en
otra aldea, había más de diez de ese lado del lago, entre la orilla y
las montañas. Era insensato ir tras ellos.
—Es lo que pensamos todos, ¿no?

246
Tibio, su segundo, cabello rubio casi hasta la cintura y pecho
amplio de forjador de hierro, era de pocas palabras; el temor lo
había hecho romper el silencio.
¿En qué pensaban? En los brogos, los seres de la montaña que
vivían en la línea de las cumbres heladas. Estas bestias llevaban
siglos allí, alejados de los humanos. ¿Qué pudo hacerlos descender
y arrasar con una aldea?
Salmo decidió ocuparse de sus hombres, la acción era el mejor
antídoto contra el miedo.
—Revisen las casas, una por una. Cuatro de guardia, conmigo.
Tibio se encargó de distribuir la tropa, escasa si el enemigo
quien sospechaban. Los brogos no tenían armas, no las precisaban.
Medían más de dos metros, la piel era cuero grueso cubierto de
pelos, no las penetraban las flechas. Habían nacido de la cruza de
osos con humanas, cuando una legendaria hambruna casi extinguió
la vida de los valles, centurias atrás. Se mantenían alejados, vivían
en solitario, cada tanto en alguna excursión podían avistarlos en lo
alto. Nadie había visto más de dos al mismo tiempo.
Los hombres regresaron junto al fogón, Salmo había
establecido allí el comando. Se ajustaron los cascos de ramas y
cuero en tiras, Tibio dio el parte negativo, solo había casas vacías.
—Vamos a recorrer el bosque, una hora, y regresamos.
Encararon la espesura en una larga hilera. Salmo se topó con
los cadáveres; tocó el cuello de una mujer, desgarrada por un
zarpazo. Vio el trazo de las uñas afiladas por el pecho, luego
habían arrancado su abdomen. El cuerpo aún estaba cálido.

247
Continuó la marcha, apartando con la espada las ramas bajas de los
pinos que crecían entre las araucarias de troncos altos. Debió hacer
un alto cuando las arcadas de algunos hombres se convirtieron en
vómitos. Ya no esperaba por sobrevivientes, en quince minutos
habían hallado o avistado no menos de cuarenta muertos.
Los pequeños claros amplificaban la luz que permitía pasar el
follaje. Así fue que Salmo detectó, en uno de ellos, una sombra
oscura. Escuchó, emitía un ronquido particular. Un brogo, ¿qué
otra cosa podía ser? Pidió silencio; con señas ordenó rodearlo.
Intentó tomarlo de sorpresa. Su calzado era perfecto para ello, pero
el bosque estaba lleno de minúsculas ramitas y piñas. Fue
inevitable que la bestia despertara.
—¡Ahora!
Espada en ristre, Salmo se adelantó mientras el brogo se
erguía. La bestia giró cuando el primer acero se hundía en su
costado; su cuerpo tenía el diseño del cuerpo humano pero el
volumen era desproporcionado. La herida no acabó con él;
comenzó a dar giros, los guerreros alzaron los escudos para
protegerse de los zarpazos. Más de uno voló al recibir un impacto,
en tanto nuevos mandobles herían el duro pellejo de la bestia. Los
aullidos potentes fueron reduciéndose a medida que el brogo
perdía más sangre. Tres guerreros se apartaron, sus espadas habían
quedo hundidas en el animal.
Salmo no perdió tiempo y lanzó un mandoble al cuello con
toda la potencia de su peso. Algo se quebró en el interior de la
bestia, la cabeza quedó unida apenas por un hilo de piel al tronco.

248
—¡Rápido, recuperen las espadas!
Salmo examinó la tropa. Sin protección, los brazos de varios
mostraban los arañazos del brogo. Por fortuna, apenas si los había
tocado, no había heridos de consideración ni hemorragias
preocupantes.
—¡En guardia! ¡A la aldea!
El piso retumbó. Los aullidos del brogo debieron ser
escuchados por los congéneres que permanecían en la zona. No
podían darles batalla entre los árboles, carecían de espacio para
maniobrar con las espadas y efectuar movimientos veloces,
indispensables para enfrentar a enemigos de tamaña envergadura.
Corrieron en retroceso, alternándose para controlar el avance
de los brogos. Impresionaba el retumbar provocado por el avance
de las bestias. Pronto oyeron rugidos; Salmo se orientó, los brogos
no venían en formación ni mucho menos. Los guerreros tuvieron
en minutos las techumbres de Eseda a la vista; oyeron entonces un
rugido diferente, un aullido que les enfermó los nervios. Un aullido
de dolor, de lamento, de queja.
—Lo encontraron —uno de los jóvenes no pudo contenerse,
aunque todos habían interpretado ese quejido.
Al inicial, se sumaron otros quejidos. Salmo contó, habría no
menos de cuatro brogos. Sería difícil vencerlos si solo eran tres
hombres contra cada uno de ellos. Pasó entre dos casas y se dirigió
al fogón, el centro neurálgico de la vida aldeana. Evaluó continuar
la retirada hasta el lago; los brogos no nadaban, siglos lejos de las
aguas les habían hecho perder ese conocimiento. Una nueva

249
vibración de la tierra lo llevó a eliminar esa idea, los brogos
llegarían antes que pudieran meter la nave a la profundidad
suficiente.
—Tibio, la mitad contigo, a la derecha.
Salmo se llevó al resto. Se parapetaron tras una vivienda, dos
hombres en los extremos atentos al bosque, cubriendo los pasillos
entre las casas. brogos actuando en conjunto, impensado, ¿qué
había sucedido en la excursión de Agur? Salmo hallaba clara la
conexión; Agur había ido a las montañas y desde allí descendían
los brogos. Las reflexiones deberían esperar, los rugidos se
acercaban.
Una bestia apareció al fondo de las casas; detuvo su carrera,
olisqueó. Los brogos andaban erguidos, primaba en ello su parte
humana. Salmo comunicó la estrategia en pocas palabras. El brogo
se lanzó por un pasillo entre viviendas. Salmo apretó la espalda
contra la piedra, su grupo lo imitó. La inmensa mole oscura pasó y
Salmo lanzó su espada contra su espalda, tres de sus hombres
impactaron también y se tiraron al suelo para evitar ser alcanzado
por los zarpazos de la bestia herida.
Los gritos ensordecían a los combatientes, en el otro extremo
de la aldea había una lucha similar. Salmo mantenía la espada,
reptó hasta colocarse casi a los pies del brogo y, desde abajo,
hundió la punta de su acero bajo la quijada del monstruo. Dio
vueltas con él para no perder el arma hasta el último instante,
cuando debió lanzarse a un costado para evitar que el gigante
peludo cayera sobre él.

250
En la otra punta, un hombre caía con el cuello desgarrado
mientras otros dos hundían las espadas en el vientre del brogo, las
empujaban con sus cuerpos para llevarlas más adentro. En plena
pelea, surgieron del bosque tres bestias más. Seis hombres estaban
en condiciones de enfrentarlas. Antes que nada, alzaron los
escudos para protegerse. Los brogos se lanzaron en desorden.
Salmo y tres guerreros lograron rearmarse y atacaron las bestias
por la espalda.
Pisotones, zarpazos y mordidas, mandobles y espadas
clavadas, hicieron saltar sangre por doquier. Los alaridos humanos
se confundían con los lacerantes sonidos que emitían los brogos.
Uno de ellos quedó en el centro del claro, girando como un molino,
llevando consigo a dos guerreros que no soltaban las espadas
hundidas en la carne del enemigo. El brogo dio no menos de veinte
giros antes de caer; los guerreros extenuados, cubiertos de polvo y
mil rasguños, quedaron tendidos en el piso.
La cabeza de Tibio rodó por el suelo, un brogo saltó varias
veces sobre su cuerpo cercenado, hasta convertirlo en una pulpa.
Luego se agachó, tomó una pierna y empezó a comer. Salmo
apuntó bien su espada, corrió hacia la bestia y se la clavó en la
nuca. El brogo cayó tras un estertor que arrojó a su atacante contra
un olmo, del otro lado del claro.
El último animal, piernas separadas en pose de peleador de
taberna, acometió a los tres jóvenes que lo enfrentaban. Los
guerreros estaban casi encimados. El brogo alzó sus descomunales
brazos y avanzó un tanto inclinado, eran muy bajos para él. El

251
muchacho del centro sostuvo recta su espada con ambas manos; los
otros dos, en el último instante, cuando el aliento horripilante del
monstruo los había alcanzado, hincaron sus rodillas y desde el piso
izaron con fuerza las armas.
Las tres espadas se hundieron en el cuero del brogo; una de
ellas le atravesó el pecho; su dueño no tuvo fortuna, el brogo le
tomó la cabeza con ambas manos y la arrancó de su cuerpo, antes
de caer sobre él. Los compañeros lograron rodar para escapar de la
masa sanguinolenta.
La escaramuza había llegado a su fin, el aire estaba enrarecido
por el polvo que flotaba, ocultando parte del resultado a los
combatientes más alejados. Salmo, la vista dirigida a la espesura,
aguardó que se asentara la tierra levantada. Tibio estaba muerto,
pero había más. Cerca, un joven se sujetaba el brazo. Fue hacia el
muchacho, le arrancó el cuero que protegía el taparrabos e
improvisó un torniquete. Luego, el jefe volvió a mirar el escenario
del combate. Tres muertos en total. Él mismo estaba herido, tenía
sangre en un muslo y le dolían varias partes del cuerpo, golpeados
en la lucha casi cuerpo a cuerpo con el primero de los rogos.
Varios guerreros mostraban consecuencias de las caídas,
moratones y chichones en las cabezas. La mitad había perdido los
cascos, que ante un brogo no tenían función útil.
El jefe ordenó colocar los tres cuerpos sobre el fogón,
reunidos con las cabezas respectivas; Gigur se ocupó de encender
la fogata. No podía demorarse en enterrarlos pero no los dejarían
como alimento para brogos. ¿Cuántos serían? La cadena

252
montañosa era muy extensa, nadie lograba llegar a la línea de
cumbres donde moraban como para tener una estimación de
cuantos eran. ¿Acaso habían descendido en procura de alimentos?
No, ante los brogos, cualquier especie tenía menos defensa que los
humanos, había decenas en el bosque; no los atacaban para
comérselos.
Las llamas se alzaron; se acercó Gular, el colorado traía
consigo un morral con diferentes polvos pigmentados.
—Azul.
La llama azul avisaría a la fortaleza que la expedición
regresaba pero que no estaban bien las cosas, como hubiera
indicado el amarillo. El otro color que utilizaban era el rojo,
peligro inmediato para Ekeón, defensa urgente de la ciudad y la
fortaleza.
—Regresamos.
Salmo encaró el camino hacia la playa seguido por los ocho
combatientes maltrechos que habían escapado de la furia de los
brogos. Recorrieron a paso vivo el sendero, entre ayes y quejas por
los dolores agudizados por el ritmo de la marcha. El mismo Salmo
se encargó de los amarre de la nave, en tanto los sombríos
miembros de su patrulla la empujaban hacia las aguas.
Estaban subiendo cuando un nuevo sonido los paralizó. En
realidad, no era un sonido nuevo, era el mismo gemido desgarrador
que escucharan antes. La diferencia era la magnitud, esta vez eran
cientos los que se sumaban al coro. Salmo los animó a subir

253
rápido, la nave flotaba ya. Utilizó la pértiga para girar la proa y
enfrentar la fortaleza.
Remaron con energía aunque se les desgarraban los brazos en
cada giro. Un ulular grave y resonante parecía empujarlos.
—¡Allí! —Gular, en popa, señaló la playa.
Las ocho cabezas se volvieron. De a uno, de a dos, de a seis,
de a cuatro, las arenas blancas se fueron cubriendo de seres
oscuros, inmensos. Un centenar de brogos, cuanto menos.
Aullaban, daban saltos y señalaban hacia adelante. Salmo creyó
que apuntaban a la barca, más de inmediato cambió su apreciación.
Apuntaban a la fortaleza.
Los jóvenes guerreros, paralizados por la vista, no conseguían
reaccionar, la barca flotaba casi inmóvil sobre las aguas quietas.
Salmo observó un fenómeno curioso; los brogos parecieron
formarse, al menos se unieron y cesaron sus gritos. Conduciéndose
como humanos, se acercaron a la orilla y miraron hacia la barca.
Luego siguieron el trazo del lago. Salmo se estremeció; los brogos
estudiaban la forma de acceder a la fortaleza. Y ya sabían cómo
hacerlo, rodearía las aguas que no podía cruzar.
—Suficiente, ¡al remo!
Los muchachos obedecieron, la nave reanudó su camino a
casa. Salmo se sentó delante, resopló. Dolores le venían de todo el
cuerpo, pero no los atendió. Acababa de verlo, los brogos habían
diseñado una estrategia. Los brogos habían aprendido a pensar.

254
La llama de los braseros permitía distinguir la delicada silueta
de la mujer junto al ventanal que daba al lago. Sobre ascuas, dos
calderos hervían; destilaban un aroma agridulce. Lynmia, la joven
ocupante del recinto, temblaba a pesar de la manta con que se
cubría y del calor que producían sus preparados. La pálida
hechicera se sentía desnuda, como si permaneciera aún en manos
de los brogos que la atraparan cuando yacía sin ropas sobre el
lecho de la casa azul. Los postigos y los pesados cortinados
cerrados impedían la visión de los invasores; nada le valía ocultar
la realidad, miles de ellos rodeaban el lago, se acercaban a la
ciudad.
Había otra ventana, en la pared opuesta a la puerta; era más
pequeña, daba al patio de la fortaleza. Desde allí podía verse la
ciudad, Ekeón, más abajo. También estaba oculta por un cortinaje
oscuro y pesado. Las telas gruesas se humedecieron cuando se
incrementó el vapor que despedían los calderos. La bella hechicera
reaccionó. Llevó una tea al fuego, esperó que ardiera y con ella
encendió las seis lámparas adosadas a las paredes de piedra. El
ambiente se iluminó. Ella no le confirió importancia, podía
manejarse en las sombras de no tener que realizar un preparado;
allí vivía desde su rescate. En una esquina estaba el jergón cómodo
donde llevaba cuatro días durmiendo; los braseros eran grandes, se
los habían traído por la mañana. Uno era destinado a producir las
ascuas que alimentaban los otros dos; la bruja no cocía sobre
llamas. A nadie se le había ocurrido construir un fogón en la torre.

255
Lynmia no se demoró preguntándose a quién estaba destinado
ese humilde aposento, tenía que retribuir la generosidad del rey
Agur, su inesperado salvador. Se quitó la manta, se arremangó las
mangas del vestido negro y revolvió los preparados. Una peste
grave rodeaba la comarca, consecuencia del avance de los brogos;
la llamaban «comedientes» porque su primer efecto era la caída de
las dentaduras de los enfermos. Luego se sucedían delirios febriles
para culminar con la muerte. Lynmia preparaba la receta ancestral
para protegerlos, esa misma noche los hombres y las mujeres de la
fortaleza quedarían inmunizadas. Luego la pócima sería distribuida
en la ciudad. Los brogos deberían combatir, no les bastaría
envenenar las aguas con sus pezuñas.
Junto a los calderos había sacas con hierbas y hongos. Lynmia
se había hecho traer una mesa rústica, donde examinar y separar
los ingredientes que necesitaba. Había dos morteros, tres cuchillos
y unas cuantas botijas con líquidos diversos. En una saca más
grande arrojaba los desperdicios. Higiénica al extremo, los
calderos en ebullición todavía y solo quedaba un cuenco con polvo
rojo entre los enseres; los ingredientes sobrantes estaban en orden
y los desperdicios, listos para ser enviados al exterior.
Lynmia olisqueó el vapor que emanaba del primer caldero,
tomó el cuenco y esparció el polvo rojo en su interior. Repitió la
maniobra con el segundo. Satisfecha, arrojó el polvo restante a la
saca de los desechos. La pócima estaba lista.

256
Abrió la puerta del recinto. En el angosto rellano de la escalera
que conducía a las almenas, montaba guardia un guerrero de la
escolta real.
—Pronto, la pócima está lista.
La bella mujer retrocedió, volvió a colocarse la manta encima
y se recostó en el jergón. Seducida por los arabescos que trazaban
las sombras sobre las paredes y tapices, se dejó guiar por
pensamientos que la llevaron de regreso a la casa azul, la peculiar
vivienda donde había crecido, en el valle de Clos. Estaba lejos
ahora; el lago, el bosque, las altas montañas y luego recién su
valle. Recogió el cabello azabache detrás de su cabeza, lo acarició
como se lo había acariciado Velgar en sus días felices.
El cuerpo delgado reaccionó a los estímulos mentales; Lynmia
se extendió en el jergón pero mientras separaba sus rodillas, aferró
la manta casi con desesperación. Los dedos se trasparentaron casi
por el esfuerzo. De no haber estado desnuda cuando los brogos los
asaltaron, otra hubiera sido la historia; con un simple contumbris
las bestias hubieran quedado inmovilizadas, permitiéndoles huir.
Nunca supo la joven bruja quién le había arrojado la maldición ni
había averiguado todavía cómo podía librarse de ella; cuando
estaba desnuda, sus poderes desaparecían al instante. Era
desnudarse y quedar indefensa; aún no había recobrado sus fuerzas
por completo, pero ello se debía a las consecuencias del
tratamiento sufrido después.
Los ojos negros se tiñeron con una pátina acuosa al rememorar
la irrupción de los inmensos brogos; uno solo bastó para alzarse

257
con ella, en tanto otros tres lucharon y redujeron a su amante. El
bello Velgar casi fue descuartizado allí mismo, los brogos lo
estiraron de piernas y brazos. El joven los insultó, les arrojó mil
maldiciones y juró que se vengaría si tocaban un solo cabello de su
amada. Su amada, ella, Lynmia, la elegida del más hermoso
mancebo y el más valiente soldado que conociera el valle. La bruja
convocó los poderes sensoriales y lo sintió allí mismo, sobre el
jergón de la torre. Su debilidad se hizo presente, no consiguió
retenerlo. Velgar fue reemplazado por la preocupación; no tenía
noticias desde la captura, ignoraba si vivía todavía o si los brogos
habían hecho una carnicería con él.
Los ruidos de la escalera la alejaron de Velgar. Arrojó la
manta y se soltó el cabello negro, le cayó entre los omóplatos. Pasó
la lengua por los labios para quitarse la sequedad. Cuatro hombres
se introdujeron en el recinto, guiados por el primer guardia; los
cinco vestían taparrabos de lienzo oscuro, camisa cruda y una capa
rojiza. Los cinco llevaban espadas, casi como única marca de su
condición; su misión allí dentro era preventiva, como miembros de
la escolta real estaban lejos de los puestos defensivos. Variaban sus
implementos y uniformes cuando salían a la batalla.
Lynmia se divirtió un tanto al notar la lucha interna de los
jóvenes; era intenso el deseo de contemplarla con descaro pero no
era menos profundo el temor a irritarla con sus miradas y
convertirse en víctimas de poderes oscuros. Ignoraban que era ella
quien tenía necesidad de ser protegida; la pócima era también en
beneficio de Lynmia. Los necesitaba fuertes, eran su protección

258
contra los brogos; las bestias eran demasiadas para una bruja joven
y, además, debilitada —a menos que le dieran el tiempo suficiente
y consiguiera encumbrarse a otra orden.
Ante los ojos hambrientos de los guerreros, Lynmia pasó sus
brazos lánguidos señalando lo calderos. Los hombres, de a dos,
cargaron con ellos., sosteniéndolos de las varas que habían traído
para ello. Lynmia observó su partida; el guardia no salió con ellos.
Intrigada por su permanencia, lo interrogó con dos pestañeos.
—La princesa Segfenia me ha dicho que tiene lo que le pidió.
—Dígale que suba.
El guardia salió; Lynmia dudó, ¿sería descortés dejar la puerta
cerrada? La ventolina que llegó de la escalera, abierta la puerta de
doble hoja que la unía a la fortaleza, la decidió. Cerró la puerta y
volvió junto a los braseros. Tomó un ánfora, arrojó agua sobre las
llamas del primero y las brasas de los otros, hasta que el recinto
completo estuvo cubierto por un vapor áspero. Necesitaba que el
picante le ayudara a reconstituirse, aún no comprendía cómo y de
dónde los brogos, casi animales, casi descerebrados, habían
recogido los métodos para desapoderar hechiceras.
Su captura no era tan misteriosa; seguro los habían seguido
hasta la casa azul. Lo extraño fue que no atacaron de inmediato,
habían esperado para atraparla desnuda, por lo tanto indefensa —
otra información inexplicable—. Luego la habían recluido —
siempre desnuda—, en una cueva gélida y a cada hora habían
bajado hielo de las altas cumbres, colocándolo sobre ella, hasta
dejarla casi cataléptica. ¿Quién les había enseñado que así se

259
desvanecían sus poderes? ¿Para qué se habían tomado esas
molestias con ella? La aparición del rey Agur y su escolta en la
cueva, evitó que se enfrentara al destino preparado por los brogos.
Agur, padre de la princesa Segfenia. Lynmia era muy joven
aunque su rostro de rasgos rectos recogía la edad del mundo para
volverla una mujer madura a ojos vista; la princesa tendría su edad,
más su carita redondeada, la naricita respingada y la expresión
fastidiosa la hacían ver como una hija de la hechicera. Aniñada,
eso era Segfenia. La fortaleza a punto de ser sitiada por los brogos,
su padre enviando emisarios para congregar un ejército importante
que les salvara la vida, y ella preocupada por obtener un lazo de
amor.
—Amor, claro que te daré tu amor, Segfenia. Algunas no
podemos romper las promesas.
Había prometido ante el consejo trabajar para el rey y su
estirpe, de recuperarse; la ruptura de ese voto le acarrearía la peor
de las muertes. El consejo siempre oía las promesas aunque fueran
realizadas en un murmullo, en sitios aislados, y la bruja
promesante no pudiera ver a las ancianas. Segfenia tendría su
amor, se repitió. El vapor picante le había conferido energía.
Caminó libre de mantas por el recinto, los dedos largos acariciaron
los cortinados; no fueron más allá, no estaba lista para enfrentar a
sus captores, con solo verlos podría sufrir una recaída. Si no la
mataba antes el tedio; libre de las fiebres y las visiones que la
obnubilaron los primeros días, tenía mucho tiempo para pensar.
Ojalá pronto estuviera en condiciones de recorrer la fortaleza y

260
prestar más ayuda a sus salvadores; si es que decidían dar a
conocer su presencia.
La joven princesa se demoraba en llegar. No le asombró la
tardanza, debía tomar recaudos. Los sacerdotes del reino odiaban a
las brujas. Segfenia debía ocultarles su escabullida a la torre,
podían ser ambas perjudicadas. De no figurar la existencia de la
pócima contra la peste en uno de los libros de la orden, no hubieran
permitido su consumo; como casi todos en Ekeón, la creían
preparada en el valle de Clos por el curandero Maliam. Los
religiosos preferían la muerte a la pérdida del poder.
Los golpes en la puerta fueron suaves, tres. Lynmia sonrió,
mientras esperaba la pausa —la idea de una clave fue de la
princesa—. Dos golpes, nueva pausa y otros tres.
—Adelante.
Segfenia ingresó, cubierta con un manto desde la cabeza hasta
los pies, la cara embozada por un paño oscuro. Lynmia la condujo
a los rústicos asientos con que contaba. Estaban frente al ventanal,
dispuestos para disfrutar el paisaje, ese que los brogos le impedían
gozar a la actual ocupante de la habitación de la torre.
La joven se despojó del manto y el embozo, soltó la cabellera
dorada sobre la breve capa y unió sus manos sobre el regazo.
—Nunca olvidaré lo que haces por mí, Lynmia.
La bruja sintió la calidez de las pequeñas manos de su
invitada; las suyas estaban frías. Incluso la piel estaba helada,
aunque sentía el calor del vapor picante sobre ella.

261
—A ver, Segfenia, ¿por qué es necesario un encantamiento?
Eres hermosa y eres princesa.
—Es que él... está muy ocupado, se ha sumado al ejército de
padre y está el día completo diseñando trampas, entrenando a los
recién llegados y distribuyendo puestos. No piensa en otra cosa
que no sean los brogos, les tiene un odio personal.
Lynmia jugó con su anillo.
—No es del lago, entonces, no es de Ekeón.
—No. No sé de dónde proviene, creo que no lo ha dicho,
seguro que no es de esta comarca. Pero es tan hermoso, y tan
valiente, que no puedo dejar de pensar en él.
La pálida morocha se permitió una sonrisa tenue; conocía bien
ese estado, la había conducido casi hasta la muerte. Se levantó y
fue a la mesa; junto a las patas, ordenadas en el piso de granito a
falta de otros muebles, había sacas de diferentes tamaños, paquetes
de estraza y botijas varias. Lynmia extrajo una porción de hojas
amarillas, unos polvos verdosos y los unió en el mortero. Machacó.
Segfenia permanecía muy atenta a su lado. La hechicera admiró la
cintura resaltada por el entallado del vestido púrpura; la princesa
tenía un cuerpo envidiable, su piel bronceada exudaba salud. Los
ojos verdes, fosforescentes a la luz de las lámparas, no se perdían
un movimiento de las delgadas manos de la bruja.
Una vez que obtuvo la pasta de base, Lynmia quitó el corcho a
una botija y dejó caer ocho gotas gruesas sobre el preparado.
Volvió a recurrir al pistilo hasta obtener un emplasto. Escogió
entre los utensilios disponibles una cuchara de madera, casi plana.

262
—¿Has conseguido una prenda?
Segfenia enrojeció, quizá pensando en lo que había hecho para
obtenerla. Alzó su falda exponiendo piernas firmes, más anchas
que las de su anfitriona; llevó una mano bajo las enaguas y la sacó
con una prenda. Era una camisa interior, gastada y sucia.
—Colócala sobre la mesa.
La princesa obedeció. Lynmia hundió la cuchara en el
emplasto verdoso; tomó la camisa, palpó la tela basta, la volvió
hacia afuera. Sin darse cuenta, llevó la mano que había utilizado a
su nariz.
—¿Qué sucede? —exclamó la princesa al ver lo que sucedió.
Al suelo cayó la cuchara con el emplasto. Lynmia se había
cubierto el rostro con ambas manos, los brazos temblaban
golpeándole las costillas, las rodillas se le iban hacia los costados.
La princesa dudó, ¿debía llamar al guardia, como le decía el
instinto? Solo el custodio de la puerta y la doncella que aguardaba
al pie de la escalera sabían que ella había acudido a la bruja; el
alojamiento de Lynmia era conocido solo por el rey y la escolta
que lo acompañó a las montañas. Cualquier escándalo la pondría
en evidencia, quizá complicara a su padre; ¿qué hacer, si la bruja
no cesaba en sus convulsiones?
—¿Llamo a alguien?
La hechicera balbuceó palabras incomprensibles. Segfenia
ignoraba que Lynmia conjuraba a los dioses de la entereza. Las
yemas de los dedos en contacto con la camisa habían trasladado a
sus narinas el inconfundible olor de Velgar, el olor que había

263
impregnado su propia piel durante las extensas jornadas en la casa
azul. Lynmia repitió una y otra vez el conjuro, precisaba serenarse;
las emociones zarandeaban su espíritu como si fuera una barcaza
perdida en un océano embravecido. Velgar estaba vivo, pero debía
entregarlo. La agitación era muy intensa para un cuerpo en
recuperación, para una joven que aún sufría pesadillas donde
repetía las noches vividas como prisionera de los brogos, cuando a
la tortura del frío y la vulnerabilidad de la desnudez, se había
sumado la angustia provocada por la incertidumbre sobre su
destino y la suerte de su amado.
La princesa se apartó unos instantes. Al regresar junto a la
mesa, se había embozado el rostro y se había cubierto con el manto
oscuro. Echó un vistazo a la bruja sin acercarse demasiado.
Resignada, se dirigió a la puerta.
Lynmia dio una mezcla de bostezo, suspiro y eructo, se asió
con ambas manos la mesa y su voz profunda detuvo la salida de la
Segfenia.
—Ya está.
La joven enamorada dudó. Constató que Lynmia no se sacudía
ya; había llevado el mentón hacia lo alto, los pómulos parecían
más rectos en esa postura.
—Forma parte del conjuro, lo que has visto. Te pido disculpas,
estoy recuperándome todavía, debí decírtelo antes. ¿Te has
asustado mucho?
Lynmia recogió la cuchara con el emplasto, Segfenia se acercó
a la mesa.

264
—Un poco. Por ti, me dio miedo de que te estuviera pasando
algo.
La bruja embadurnó el interior de la camisa. La fuerza se le
iba por las venas hasta salirle bajo las uñas, cada untada la dejaba
más exánime, como si estuviera derramando su sangre sobre el
lienzo áspero.
Segfenia aguardó, pendiente del ritual; no se había vuelto a
quitar el manto pero había bajado el embozo, descubriendo los
labios rosados. Lynmia se permitió estrujar la prenda; la llevó a su
cara, se dejó invadir por el conocido sudor de su hombre. Besó la
camisa sin que Segfenia lo notara. Tras otro suspiro, se la entregó.
—Debes dejársela a mano, debe ponérsela en menos de tres
días o el hechizo no tendrá efecto.
Segfenia recogió la prenda. Maniobró con dificultad entre sus
ropas hasta que la camisa desapareció de la vista. No pudo
reprimirse, se adelantó y abrazó a la bruja.
—¡Oh, Lynmia, te debo mi felicidad!
Como la princesa lloró, Lynmia aprovechó para descargar
también su pesar. Fue un instante. Segfenia se apartó rápido, el
cuerpo ardiendo de deseo. Tenía una misión urgente. Salió de la
sala, Lynmia la escuchó bajar las escaleras corriendo. Corrió ella
entonces a los cortinados, abriéndolos por completo; ya no le
importaban los brogos, si Velgar estaba allí, quería verlo. Abrió los
postigos de madera y se asomó.
Resultó un poco tarde para cumplir su objetivo, el invierno
adelantaba las puestas de sol. El paisaje estaba cubierto ya por la

265
oscuridad, apenas si se distinguían unas luces en las empalizadas
externas. Vio bultos moviéndose en grupos, apenas separados del
fondo de negrura. Alguna tea se reflejaba en las aguas. Nada de
Velgar. Ni de los brogos, en esa penumbra era imposible divisar la
orilla opuesta del lago.
Forzó por varios minutos la vista hasta que aceptó que era
inútil. Tiritaba; cerró los postigos para cortarle paso a la brisa
fresca. Se dirigió al camastro; a un costado había un odre con vino
negro, una cesta con pan y carne fría. No tenía hambre pero le era
imperioso alimentarse. Los brogos seguían estando allí fuera, el
riesgo para todos era inminente; la pérdida de Velgar no era el fin
de la vida. ¿La pérdida de Velgar no era fin de la vida? Devoró con
fruición, obligándose a cada mordisco, cada masticación. Bebió
todo el vino. Pensó en pagar las lámparas pero el aceite acabaría
consumiéndose pronto, no merecía el esfuerzo. Se cubrió con todas
mantas disponibles, necesitaba sentir peso sobre ella.
Velgar parecía tener un motivo personal contra los brogos,
había afirmado la princesa; Lynmia sabía cuál era ese motivo,
vengar la captura, quizá la muerte, de la mujer que amaba.
Mientras Velgar pensara que era cautiva de los brogos, o que había
muerto en sus manos, arriesgaría la vida cada día en misiones a
cuál más desesperadas. Velgar debía conocer la verdad; ¿cómo
hacerlo sin traicionar la confianza de la princesa, y con ella la de su
padre, hombre al que le debía la vida? Si Velgar sabía que estaba
viva, vendría por ella.

266
Por más veces que lo pensó, la solución era una sola; aguardar
a que él se colocara la camisa y cayera en manos de Segfenia para
contarle la verdad. Tres días como máximo. O se ponía la camisa,
o el hechizo caía y ella era liberada de su promesa, culpa de la
princesa si no había logrado que sucediera el único hecho que
debería forzar. Tres días, ¿cómo sobrevivir tres días sabiendo que
el hombre que amaba encararía excusiones peligrosas y misiones
casi suicidas por causa de ella misma?
Tres días, se repitió en sueños. Tres días, dijo más tarde,
cuando las lámparas ya se habían apagado en el aposento de la
torre.
***
La mañana había comenzado antes que la aurora bañara el
lago y sus aledaños; en la oscuridad de la madrugada se producían
movimientos de tropas en la fortaleza, en la ciudad trabajaban las
fraguas produciendo lanzas de hierro y miles de puntas afiladas
para disponer en las trampas sembradas en la zona por la que, muy
pronto, avanzarían los brogos. El sol requería más tiempo, debía
superar las altas montañas para reinar sobre las aguas; la claridad
diurna comenzaba sin su presencia.
El patio era un runrún constante. Habían dispuestos numerosos
fogones, los hombres comían junto a los caballos llegados de
reinos distantes. Los monarcas vecinos no eran tontos, si caía
Ekeón con su fortaleza, nada impediría que las bestias arrasaran
sus países. Agur y sus principales laderos recorrían las almenas,

267
recibían los partes de quienes regresaban de las expediciones de
avistamiento y control de las tareas.
Segfenia, acompañada por su doncella Bilis, protegida por el
manto oscuro, se sumó a las mujeres que trabajaban en el patio.
Otras se entrenaban en el uso de la espada; los ejercicios se
realizaban en la playa, comandados por un veterano proveniente
del desierto, de larga y profusa barba negra. En el muelle había
veinte barcas; zarparían para atacar por detrás a los brogos a
medida que cayeran en las trampas. A medida que la claridad se
acentuó, desde el adarve los vigías contemplaron los avances del
enemigo. Estaban más cerca, a punto de culminar la curva y
colocarse en la misma orilla que Ekeón.
En la parte baja de la ciudad se habían alzado parapetos de
piedra combinados con troncos gruesos. Detrás, habían
improvisado establos para un centenar de caballos, listos para
apoyar a los guerreros y cubrir las retiradas. La estrategia
consistiría en ataques rápidos y hostigamiento sostenido, con el
objetivo de marear a los brogos y provocar que cayeran en las mil
trampas hundidas en la arena u ocultas en el bosque. A nadie
engañaba la aparente potencia del ejército reunido, enfrentaban un
enemigo con fuerzas más allá de lo natural.
Segfenia bajó al patio, siempre con Bilis a su derecha. Anduvo
entre hombres que comían y otros que cargaban pertrechos sobre
carros endebles. Había calderos, caballos, armas; contra las
murallas, muchas pieles amontonadas sobre las que dormían los
guerreros, agotada la capacidad de las barracas. Los olores se

268
entremezclaron en su recorrido, el sudor concentrado de hombres y
caballos, el hedor rancio de las pieles apiladas, la grasa derretida
que utilizaban para suavizar los petos y antebrazos de cuero
curtido, el humo de los leños, del metal caliente; olor a batalla,
definió la joven.
La princesa apretaba con una mano la camisa que llevaba bajo
la túnica. Intentó hallar el rostro de Velgar entre los jóvenes serios
que se aprestaban al combate. Oyó voces, órdenes, comentarios,
murmullos, idiomas raros; continuó indiferente, se acercaba al
portón abierto. De allí, un camino llevaba a la orilla el lago,
delante de la ciudad; el otro conducía a la plaza central del
poblado. Allí estaba el templo de Paga; largas columnas de humo
salían de los cuatro inmensos incensarios, los sacerdotes guiaban el
rezo de los ancianos y los niños, ofreciendo promesas a su diosa.
Ignorante de la búsqueda de la que era objeto, Velgar
cabalgaba sobre la arena. Tras él, seis hombres rescatados del valle
de Clos. Las mejillas rojas por el frío eran la nota de color en su
piel blanca, el cabello largo corría libre hacia su espalda. La cara
era la de un eterno niño; marcaba concentrado en eludir los pozos
escondidos. Pieles tensadas sostenían la arena que los cubría;
dentro de los pozos, decenas de lanzas esperaban por los brogos. El
joven creía, como Agur y los otros jefes, que los brogos escogerían
el bosque para avanzar, reducían allí el poder de las armas de los
hombres. Pero era probable que se desviaran en algunas ocasiones,
para acelerar el ataque o para huir de las emboscadas planeadas por
los defensores de Ekeón.

269
El peto de pieles dejaba parte del abdomen de Velgar
expuesto; las cuatro costuras gruesas con que Maliam, el curandero
del valle, había reducido el daño causado por las zarpas de los
brogos, eran exhibidas en toda su fealdad. Llevaba una lanza en su
cabalgadura, la espada colgaba del cinto y el escudo, de la cabeza
del caballo. La decisión que enfriaba el fulgor de sus ojos
pequeños lo inmunizaba de los horrendos tirones que el galope le
hacía sentir en sus heridas. A punto de destrozarlo, los brogos lo
habían dejado cuando uno de ellos halló, en la despensa de la casa
azul, los odres de vino negro. La borrachera los tumbó, Velgar
logró huir y llegó casi arrastrándose a la oculta cabaña de Maliam,
donde recobró la vida. Pero no a Lynmia.
Ser hijo de Antar, el legendario cazador del valle de Clos, le
valió una excelente acogida por parte de Agur. Aunque Velgar
nunca conoció a su padre —su nacimiento fue fruto de la última
aventura del octogenario cazador— era indudable que en sus genes
corría la sangre de un hombre capaz de seguir a su presa. A su
cargo estaba el diseño de las trampas, el bosque estaba sembrado
de pozos cubiertos de pasto, de lazos corredizos, de sogas tirantes
y matas envenenadas. Ocho kilómetros cubiertos de artilugios
letales no le daban tranquilidad. Quería más, cada día salía a
adelantar obstáculos.
Pronto superó la última línea de trampas, sofrenó la
cabalgadura y escuchó. Una vez que los cascos de sus
acompañantes se detuvieron, oyó ruidos de hachas. Allí estaban
trabajando en otra línea de defensa. Observó hacia adelante,

270
distinguió a lo lejos un grupo cerrado de brogos, doblando el
extremo del lago. Se venían. Descendió y ató el caballo al primer
árbol que halló, un alerce. Recogió el escudo y la lanza. Los
hombres lo imitaron; veteranos, no precisaban órdenes para saber
cuál era su cometido.
Atravesaron cien metros de foresta hasta dar con los
zapadores, una docena de hombres de torso desnudo. La mitad de
ellos cavaba, el resto cortaba ramas. Veinte guerreros del ejército
de Agur los defendían. Pocos para una gran avanzada. El joven
saludó, observó las tareas, asintió. Luego reunió a sus hombres,
unos metros aparte.
—Los brogos tienen comportamientos extraños. Siempre han
reaccionado como animales, sin estrategia. Me temo que ahora es
distinto.
Explicó su temor; que los brogos enviaran patrullas de
avanzada para observar las tareas de defensa. Tornarían inútiles las
emboscadas y artilugios; sería más lento el avance de las bestias,
por supuesto, pero no les inferiría grandes bajas.
Los hombres entendieron qué debían hacer. Se dividieron en
dos grupos y caminaron hacia adelante, por entre pinos pequeños
que molestaban el andar. Velgar regresó por su caballo; sería el
cebo. Montó, ajustó el escudo a su muñeca y sostuvo la lanza.
Espoleó el frisón. Las crines se expandieron, el caballo galopó con
ganas. El joven mantenía la cabeza girada hacia el bosque, buscaba
anomalías oscuras que señalaran la presencia del enemigo. Los
brogos no hablaban, se comunicaban por sonidos guturales, sin

271
articulación; de nada servía capturar uno con vida para conocer el
destino de Lynmia. Pensar en la bella hechicera de ojos negros lo
llevó a adelantarse en demasía, pronto había hecho cerca de diez
kilómetros.
Surgió ante él una mole oscura; vino desde el bosque, los
brazos abiertos, aullando. Estaba muy lejos de las hordas que había
visto antes, en el extremo de esa orilla del lago. El plan
funcionaba, la presencia humana había despertado el instinto
animal del brogo, haciéndole olvidar los planes que tuviera. El
problema era que sus hombres estaban muy lejos para ayudarlo.
La bestia corrió, era muy rápida; el caballo se alzó sobre las
patas e inició un corcoveo. Velgar decidió saltar. Cayó sobre sus
pies, de inmediato recuperó la lanza perdida en la caída. El frisón,
libre del jinete, giró y retrocedió desbocado. Velgar fue hacia atrás
al recibir una bocanada del hedor del brogo. El ser se lanzó a la
carga, el joven pisó fuete y armó la lanza; medía dos metros de
largo, casi la altura de su enemigo. Encaró hacia adelante un
segundo antes del encuentro. El impacto fue tremendo, la lanza
atravesó el cuerpo del brogo a la altura de la boca del estómago.
Velgar se apartó, el brogo avanzó tambaleante, fue hacia
adelante y cayó de cara en la arena. La lanza emergió casi entera
de su espalda.
Velgar empuñó la espada, atento a los rumores oídos en el
bosque. Surgieron dos bestias más; al ver el brogo muerto,
rugieron y golpearon sus pechos peludos. El joven buscó a sus
guerreros, estaban lejos aún. Al menos, consiguió oír las ramas

272
quebradas y los chasquidos que anunciaban la corrida en su
auxilio. No podía esperarlos. Alzó el brazo con el escudo, dejó la
espada abajo. Los brogos lo atacaron, juntos. El joven retrocedió,
acercándose al agua. Recordó que las bestias no nadaban, arrojó
espada y escudo sobre la arena, y se introdujo en las frías aguas del
lago.
Los brogos lo siguieron, chapalearon hasta que el agua les dio
a las rodillas. El temor los volvió más lentos, Velgar nadaba ya a
veinte metros de la costa. Quedó flotando, sentía mucho frío. Los
brogos rugieron; no se sumaron más ejemplares. Era extraño, los
seres provenían de los osos, los osos nadaban al igual que los
humanos, proveedores de la otra mitad de su genética; sin
embargo, ellos no. Velgar tuvo una revelación; no lo hacían porque
jamás lo habían intentado. Rogó que no fuera esa la primera vez.
Un cerrado grito de guerra lo hizo bracear hacia la playa;
desde el bosque salieron los seis guerreros, las lanzas por delante.
Lamentó el grito; les daba coraje pero permitió que su enemigo se
preparara. Los brogos se volvieron hacia el nuevo frente; corrieron
hacia ellos, zarpas y bocas abiertas. Velgar nadó con fuerza,
aunque sentía que el cuerpo se le abría en dos en cada brazada.
Seis lanzas encararon a los gigantes; tres de ellas rebotaron al
chochar con huesos. Una se clavó en el muslo de una bestia sin
detener su ataque, las otras dos se hundieron en el cuello y el
vientre del segundo brogo. El impactado en la pierna se arrancó la
lanza y la arrojó a un costado. Extendió un brazo y tomó la cintura
del hombre más cercano, que intentaba sin éxito sacar su espada.

273
Lo alzó y lo dejó caer, triturado. Volvió a tiempo para golpear una
hoja con el dorso de la zarpa; la espada alcanzada saltó de las
manos de su dueño. El brogo no perdió tiempo y de un zarpazo le
agujeró el pecho; la espada del tercero llegó tarde. Se hundió en los
riñones de la bestia cuando el guerrero ya había muerto.
Los tres compañeros terminaban de matar al Brogo lanceado,
hundiendo sus espadas en el vientre y dando mandobles al cuello
de la bestia. Estaban a cuarenta metros del otro combate. Velgar,
chorreando agua, cogió la espada y encaró para defender a su
compañero de pelo casi blanco. Este no pudo quitar la espada de
los riñones; el brogo, desangrándose, ya se había vuelto hacia él
para atacarlo.
—¡A mí!
El grito de Velgar demoró un segundo los movimientos del
gigante; el guerrero aprovechó para recoger la espada del
compañero caído. Cuando la bestia, mareada por la pérdida de
sangre, desistió de ir sobre Velgar e intentó acometer al rubio, se
encontró con una punta afilada que se le hundía en el bajo vientre.
El guerrero la dejó allí y retrocedió, poniéndose fuera del alcance
de los zarpazos terribles del Brogo. En ese instante, Velgar saltó,
se aferró a los pelos de la cabeza del brogo y le hundió la espada
en la nuca, haciéndola salir por la boca de la bestia. Cayó sobre el
cuerpo caliente, la garganta atacada por las náuseas provocadas por
el hedor del brogo.
Dos muertos. Velgar indicó que cargaran con ellos y los
arrojaran a alguno de los pozos; su olor quizá atrajera más a los

274
brogos. Estudió la foresta cercana, no había más trazos de las
bestias. Recuperó la lanza, roja de sangre. La pasó por el agua.
Andaba como sonámbulo, de un sitio a otro, lucubrando
decisiones. Decidió dejar los cuerpos de las bestias allí mismo,
para que sirvieran de aviso a sus congéneres. Quizá al verlos,
dudaran de continuar con las avanzadas. Los brogos con
avanzadas, era insólito; no pensó más en ello y ordenó el regreso a
la fortaleza, tenía piel de gallina. El frisón estaba a doscientos
metros.
—Aguarden que voy por los caballos.
Velgar caminó arrastrando la lanza, la espada en su cintura. El
escudo quedó olvidado en la arena. El frisón se acercó cuando lo
oyó silbar, dejó que el guerrero colocara su lanza en el ristre y
luego se dejó llevar hasta los otros caballos. El joven los soltó y
regresó por su gente; estaba aterido, necesitaba entrar en calor con
algún caldo y cambiar de ropa. El cuero mojado del peto le
aprisionaba el pecho y aumentaba la sensación de frío. Su mente
luchaba por atender otras cuestiones, sería necesario ampliar el
régimen de patrullaje, los brogos se estaban volviendo más
inteligentes.
***
—¿Qué hace aquí?
Segfenia reaccionó, esa voz se dirigía a ella. Reconoció a
Salmo, hombre de mil campañas junto a su padre.
—Estoy viendo en qué puedo ayudar.

275
La joven se encontraba junto a los bebederos de las
caballerizas, Bilis su lado. Salmo detectó la mentira, nada había
para hacer allí. Se trataba de la hija de Agur, no se atrevió a
indagar.
—Aquí no todos la conocen, princesa. Hay muchos hombres
de lugares lejanos.
El guerrero tenía presente el trato que merecía la rubia, estaba
arrepentido por el primer grito, fruto de la sorpresa. ¿Cómo le
decía a una princesa que muchas de esas mujeres con mantos
oscuros como el de ella, que entraban y salían de las barracas, que
se metían en los depósitos o se guarecían tras alguna empalizada,
eran cortesanas? Era un insulto grave insinuar que se podía
confundir a una princesa con una cortesana.
Segfenia intentó seguir el razonamiento apenas esbozado por
Salmo; no le contestó, su atención variaba de hombre que pasaba a
hombre que pasaba, segundo a segundo. El veterano guerrero, sin
proponérselo, detuvo la vista en una mujer morena, de abrigo
apolillado; Bilis lo advirtió. En seguida susurró al oído de la
princesa.
Segfenia enrojeció. Volteó, iracunda, hacia Salmo. Bilis, en
segundo plano, disfrutó la escena.
—¿Así que piensas que pueden confundirme con una ramera?
Búscame un látigo, Bilis.
—Discúlpeme, pienso en su seguridad.
—No vas a necesitar pensarlo más, nadie va a dudar de quién
es quién después de esto.

276
Bilis acercó un látigo con puntas gruesas hechas con nudos.
—Quítate la camisa y arrodíllate.
Los sonidos cercanos se apagaron; las acciones se detuvieron.
En lo alto de la torre, la ventana tenía sus postigos corridos; el
alféizar impidió que desde el patio vieran a la pálida mujer que
contemplaba la escena. Difícil que alguien mirara hacia lo alto, con
la acción en el fondo del patio.
Salmo se quitó la camisa y se puso de rodillas. Bilis susurró
otra vez al oído de la princesa.
—Quítate el taparrabos.
Sin una palabra, una expresión recorrió los torsos de los
hombres y mujeres que eran testigos de la escena. Salmo se
desnudó.
Segfenia alzó el látigo y lo descargó con furia sobre la espalda
curtida del guerrero. Unos testigos cerraron los ojos, otros
apretaron los brazos al cuerpo, muchos volvieron las cabezas
cuando la cuerda restalló sobre la piel.
—¿Alguien me confundirá con una ramera?
—¡No, princesa! —gritó Salmo.
La joven dio diez latigazos, repitió la pregunta cada vez,
exigió que el «no» del veterano fuera más fuerte; cedió por el
agotamiento. Salmo quedó tendido en el suelo, la espalda cruzada
de trazos sangrantes, hasta las mismas nalgas estaban enrojecidas.
Segfenia viró y encaró hacia las habitaciones reales.
Lynmia quedó estupefacta; la manta se escurrió de sus
hombros hacia el piso. Tenía las manos sobre el alfeizar, casi

277
heladas. Observó el lento proceder del hombre vejado para
volverse a colocar el taparrabos. Se estremeció. Manoteó buscando
el manto caído; lo dejó, ya no hacía tanto frío, el sol estaba en su
cenit. Llevaba allí desde la mañana, solo había hecho altos para
desayunar y para calentar otro brebaje reconstituyente; sus ojos
habían buscado en vano a Velgar. La angustia se le había borrado
mientras duró la vergonzante flagelación.
Siguió el andar altivo de Segfenia; cruzó el patio en diagonal,
los hombre se apartaban rápido ante su paso. Detrás, con pasos
gráciles, la doncella llevaba aún el látigo en la mano. La princesa
se detuvo, la misma Lynmia notó las reacciones de las personas
cercanas. Siguió las miradas y se encontró con un jinete que
traspasaba el portón. Velgar. Se le cerró el cuello; el joven venía
herido, se bamboleaba sobre la montura. Varios guerreros se
acercaron al frisón y lo sujetaron, otros se encargaron de bajar al
joven extenuado. Un corro fue rodeando al guerrero pero un
instante más tarde, se abrió.
Segfenia corrió hacia el joven, su voz corrió más rápido y no
halló obstáculos para llegar hasta el jinete apoyado en el suelo, los
brazos caídos y los ojos cerrados. Tocó su piel, estaba helada.
—Ayúdenme, icen el tronco y quítenle ese peto empapado.
Mientras dos hombres obedecían, ella extrajo con habilidad la
camisa hechizada de entre sus ropas. La princesa pasó la prenda
por la cabeza de Velgar, frotó con fuerza su pecho para que el
ungüento penetrara más rápido. El joven abrió los ojos y se topó

278
con una preciosa rubia que le sonreía; se preguntó si era un hada y
si él aún estaba en el bosque.
Nadie prestó atención al postigo que se cerraba en la torre.
Lynmia respiró profundo, estaba todo terminado. Velgar, más
hermoso a través de esa palidez que los asemejaba más que nunca,
era de otra. La astuta princesa no había perdido su primera ocasión.
Ahora solo faltaba hacerle saber que ella estaba viva para que no se
tomara el combate tan a pecho; ¿cambiaría en algo las cosas?
Tenía un nuevo amor, el efecto del conjuro y el emplasto variaban,
quien sabe si aún la recordaba.
Cerrado el postigo, la habitación quedó a oscuras; había vuelto
a cerrar cortinados y postigos del ventanal, acababa de apagarse el
caldero y no había encendido lámparas. Debería recurrir al guardia
para obtener fuego otra vez. ¿Para qué quería fuego? Desafiando
su historia reciente, se desnudó por completo, acarició sus partes y
llevó su grácil figura al lecho. Se cubrió con las mantas, ya no era
una bruja, era una mujer vencida.
***
La situación de Ekeón se volvió angustiante. Durante dos días
se habían ejecutado los planes de Velgar; numerosas patrullas
habían sido enviadas para interceptar las avanzadas de brogos,
destacadas con objetivo de espiar las defensas de la ciudad.
Guerreros de distintos ejércitos, al mando de jefes curtidos habían
ejecutado las estrategias dispuestas por el joven cazador del valle
de Clos antes de su reclusión en las habitaciones reales. Allí se
reponía de la hipotermia y del desgarro sufrido en su reyerta,

279
protegido por una celosa guardiana. Los resultados de las
excursiones no habían sido los esperados.
Los hombres, armados con lanzas y espadas, se aventuraron en
los bosques más allá de la línea de trampas, en grupos de seis
combatientes. Marcharon unidos, atentos, listos para escapar si se
veían superados; un grupo de respaldo los acompañaba por la
arena, en paralelo, con monturas para todos. Si los brogos los
seguían, el plan era atacarlos con superioridad de gente o, en caso
de ser demasiados, huir al galope. Causar el mayor daño con el
menor número de bajas, tal era la disposición general. Las cosas no
funcionaron así.
Una y otra vez se repitió el mismo episodio; la ausencia de
sobrevivientes impidió que los demás conocieran las tácticas del
enemigo. Tras un par de horas de caminata por la espesura, la
patrulla divisaba un brogo. La bestia respondía con un rugido, se
acercaba hacia ellos. Los humanos, confiados en su número, se
lanzaban contra el solitario atacante; en ese momento, salían de sus
escondites cuatro o cinco brogos. Espadas y lanzas se cubrieron
con la sangre de los animales pero los hombres terminaron
masacrados, la cabezas arrancadas, los miembros descuartizados.
Los brogos se comieron los cadáveres, hasta molían los huesos con
sus poderosos molares. Desde la costa, las patrullas de respaldo
oían los rugidos y los gritos de los hombres. Hartos de la espera,
desmontaban y se lanzaban al ataque. Los brogos dieron cuenta de
ellos cada vez que intentaron auxiliar a sus compañeros.

280
En la fortaleza fueron testigos del regreso de algunos caballos;
otros equinos habían quedado vagando por las playas. Ocho grupos
de excelentes hombres habían desaparecido sin que se supiera ni
cómo y ni cuándo los brogos habían dado cuenta de ellos. El rey
Agur estaba dispuesto a tener una seria discusión con quien se
convertiría en su yerno, una vez expulsados los brogos de Ekeón;
su hija le había comunicado que se casarían el mismo día que el
joven regreso casi exangüe de su excursión. Hasta esa mañana
había respetado la necesidad de descanso del joven cazador, pero
la situación estaba desbordándolo, la moral de los hombres
decrecía y los mismos sacerdotes temían por sus vidas; la gente del
pueblo los observaba con recelo, al ver que las patrullas enviadas
con las bendiciones de la diosa Paga no regresaban. El tercer día de
la reclusión de Velgar, trajo preocupaciones más urgentes.
Antes del amanecer llegó al pueblo, famélico y maltrecho, un
sobreviviente de la última expedición. Lo trasladaron de urgencia a
la fortaleza, habló delante del rey Agur y los demás jefes. Se
trataba de Gigur, el joven de la cicatriz; por segunda vez había
enfrentado a los engendros. Reanimado con un tazón de caldo
espeso, el joven narró la estrategia de los brogos; explicó la
emboscada, el brogo solitario, su ataque confiado y la aparición de
un auténtico batallón de gigantes a sus espaldas. No menos de ocho
habían sido esa vez; el joven Gigur se salvó al caer en una de las
trampas a medio construir. Los hombres-osos la pasaron por alto.
Aguardó la noche y consiguió regresar para narrarles el extraño
episodio.

281
Agur consultó a los jefes aliados. Estaban en la sala mayor de
sus aposentos reales, en el piso de alto de la fortaleza. Los jefes
estaban confundidos, que los brogos fueran capaces de urdir esas
estrategias, era impensado dos días atrás. Los semblantes hechos a
las batallas no se acostumbraban a esta posibilidad. Un paje
solicitó ingresar; hablaba por los sacerdotes, estaban a las puertas
del edifico solicitando enterarse de lo que sucedía. El rey los invitó
a subir. Faltaba Velgar, lo lamentó por su salud pero no podía
esperar a su total recuperación. El rey se disponía a enviar por él
cuando un nuevo suceso los sacudió, al llegar las luces de la
alborada.
Guerreros y sacerdotes se agolparon contra la ventana que
daba al bosque. Diez hogueras rojas surgían de los puestos de
guardia. Alarmas innecesarias; desde allí podían ver las hordas de
brogos acercándose a paso vivo a Ekeón. No iban por el bosque
sino por la playa, contra todos los pronósticos. Eludían con
facilidad los pozos, guiados por una docena de ellos. No había
tiempo para reuniones sino para montar y salir al combate.
—Que venga Velgar, de inmediato —reclamó el rey al paje.
El joven se escabulló mientras los jefes corrían a reunir sus tropas.
En el aposento de la torre los ruidos de la fortaleza eran
amortiguados por los postigos y los pesados cortinajes. La
oscuridad era completa. Desde que viera a Velgar con la camisa
encantada, Lynmia solo había salido de la cama para evacuar sus
necesidades en el cubo. No se había vestido ni había solicitado
agua para el baño. Continuaba desnuda, hundida en su

282
autocompasión. El guardia se había encargado de cambiar el cubo
y de llevarle la cesta con los comestibles hasta el jergón —
incluyendo el odre del vino—, utilizando la tea de la escalera para
iluminarse. Lynmia se había alimentado solo para que no
desconfiaran y la sometieran a algún tratamiento, pero no hizo otra
cosa en esos dos días. Nada hablaba con el guardia, nada sabía de
los sucesos del exterior.
Cuando sonaron los golpes en la puerta, decidió no responder,
el guardia entraba tras unos segundos. Pero cuando la pausa se
interrumpió por otros dos golpes, Lynmia sospechó que su
visitante era otra. Antes que diera el tercer toque, estaba de pie y
se había colocado el largo vestido negro sobre la piel desnuda.
Segfenia no debía verla en tamaña decadencia. Agradeció la
oscuridad; sumada a su palidez habitual, sería fácil disimular ojeras
y cabellos desgreñados.
—Adelante, princesa.
La joven paso, exultante. Vestía una camisa que apenas le
cubría los muslos, ningún manto ocultaba su rostro franco. La
joven se arrojó a sus brazos, Lynmia recibió una auténtica
descarga. La piel, cada centímetro de la bronceada piel de la
princesa, estaba impregnada del olor de Velgar, del tacto de
Velgar, de los fluidos de Velgar. La bruja sintió que se le hundía el
pecho, que algo tiraba de él hacia abajo y hacia adentro.
—Soy la mujer más feliz de la tierra y quiero seguir siéndolo,
¡debes ayudarme, Lynmia!

283
Cada palabra fue un puñal en la espalda; el cuerpo de la bruja
se movió como si las puñaladas fueran reales, a punto estuvo de
doblarse.
—¡Lo envían a la batalla!
—¿Batalla?
—¡Los brogos están a las puertas de la ciudad y Velgar debe
pelear! Debes darme algo para dormirlo, aún está débil, no quiero
que pelee.
Si los brogos estaban sobre la ciudad, Lynmia estada en
peligro. Pese a todo, la información no la afectó, siendo que hasta
hace poco temblaba de solo imaginarlos del otro lado del lago.
Junto con el lacerante agujero que le provocaba Segfenia, creció en
ella otra fortaleza. Se había recuperado por completo, estaba
desbordada. Quería hundirse en un pozo profundo y a la vez la
sangre la levantaba, haciéndola resurgir con fuerza.
Su mente dejó de ver la puerta abierta sobre la cabeza de la
princesa, desde la que provenía la única luz; en cambio, se halló
delante del consejo de brujas, arrodillada frente a las cinco
ancianas. Las cinco alzaron sus dedos apergaminados y asintieron.
Lynmia comprendió; la habían premiado y poseía otra vez sus
poderes.
—¡Por favor, ayúdame!
—No puedo darte nada urgente, Segfenia, debes intentar
anclarlo a la fuerza de tu amor.
Segfenia se apartó contrariada, echó una mirada furiosa a la
morena cuyos ojos habían cobrado profundidad. No se atrevió a

284
desafiarla, huyó del aposento. De inmediato Lynmia fue a la
ventana que daba al patio, corrió un poco el cortinaje y abrió el
postigo; retiró la cara un instante, el sol la encegueció. Parpadeó
dos veces, lanzó un conjuro simple y solucionó la cuestión. Se
asomó, el viento llevó atrás la suave tela remarcando las finas
líneas de su cuerpo.
Como dijera la princesa, hordas de brogos se hallaban a pocos
kilómetros de la ciudad. Por el momento, las defensas resistían
enviando balas de fuego con las catapultas; el fuego caía entre las
bestias y las disgregaba, se oían desde la fortaleza los aullidos. Se
generó un caos entre los brogos; las masas más alejadas, ignorantes
del fenómeno, sostuvieron la posición de ataque impidiendo el
retroceso.
Lynmia observó que estos últimos se comportaban como si
esperaran órdenes. Órdenes como las que se daban en el patio,
donde los guerreros se aprestaban. Entre ellos, Velgar, hermoso
como nunca sobre su caballo negro. Se oyó un grito agudo que lo
nombraba. El joven alzó la vista, sus ojos se cruzaron con los de la
bruja; al segundo, el guerrero bajó la vista y buscó en la superficie.
Lynmia se sostuvo de la cortina para no desfallecer; su amante no
la había reconocido.
Velgar salió de la fortaleza antes que Segfenia pudiera
alcanzarlo; la princesa quedó detenida en el medio del patio, su
falda alzada a la cintura para correr más rápido, generoso
espectáculo para las tropas,
Lynmia apretó con fuerza la cortina, aún golpeada.

285
—Así que una bruja.
La joven se volvió ante la frase. Descamisado, ojeroso, con el
mismo taparrabos que luciera cuando Segfenia lo humillara en el
patio, estaba Salmo, una mano en el cabo de su espada. Lynmia
adelantó un brazo; dejó de ver a Salmo. En cambio vio a
Anaconda, la legendaria bruja de las playas del sur, a Belisaria, la
mujer de las grutas tenebrosas, a Maliam, el brujo que se hacía
pasar por curandero en los bosques del valle. Increíble, se había
encumbrado en la orden, ese poder estaba reservado a pocas
elegidas.
La euforia la hizo levitar. Salmo se detuvo cuando ya tenía la
espada apuntándola, ¿quién si no una bruja había provocado ese
caos? Lynmia vio entonces a Muragel; apenas sabía de él, lo había
cruzado una sola vez. Se lo tenía por ermitaño. Se quedó instalada
en esa imagen, la amplió más allá del rostro del mago. Muragel no
estaba en una cueva montañosa ni en una ermita colgada de un
barranco; se encontraba en una vivienda de piedra granítica y
techumbre vegetal, como las casas de las aldeas del lago.
Salmo, boquiabierto, siguió los desplazamientos aéreos de la
bruja, la vio mover las manos y la oyó decir frases ininteligibles.
Lynmia tomó el punto de vista de Muragel, vio lo que él veía. El
mago sostenía el retrato de una hermosa mujer de tez pálida, cejas
firmes, negros ojos hondos, pómulos rectos y cabello negro, largo.
¡Muragel miraba su retrato! Se concentró. Dio un paso más,
penetró la mente del oscuro personaje. Lo oyó decir «serás mía,
serás mía, serás mía». Sin entender todavía por qué esa visión tenía

286
tanta importancia y la atrapaba, intentó reconocer la aldea. Antes
de explorar la zona, oyó rugidos varios. Muragel soltó el retrato y
salió de la casa; enfrentó el bosque, a pocos pasos había un fogón
grande. Los árboles eran olmos, la única aldea con olmos era
Eseda, la más cercana a la orilla opuesta del lago. ¿Qué hacía
Muragel en Eseda? De las montañas al lago, a Eseda, ¿qué lo
llevaba hasta allí?
Un brogo apreció. Lynmia se asustó pero el mago no; la bestia
dio saltos, hizo aspaviento con los brazos. Sin atacarlo. Muragel se
llevó los dedos a las sienes. Lynmia vio lo que el mago veía a
través del brogo; las bolas de fuego que caían entre las masas
peludas. Muragel murmuró, el brogo corrió. Las imágenes que
recibió el mago cambiaron; las hordas volvían a ordenarse para el
ataque.
Lynmia comprendió; abandonó la visión, tenía lo que
necesitaba. Salmo la vio caer al suelo, la vio recobrarse y correr
hacia él. Titubeó, no se atrevió a ejecutar el crimen que ideara.
—Rápido, tenemos que ir a Eseda, él los controla.
Sin entender por qué y sin preguntarle de quién hablaba,
Salmo corrió tras la mujer de pies descalzos. Relevado del mando,
había cumplido dos días de reclusión en los calabozos infectos de
la ciudad; solo le quedaba la espada para sostener su dignidad.
Alcanzó a la bruja en la boca de la torre; la notó cansada.
Cuando se asomaron al patio, continuaban saliendo guerreros
de las barracas, mujeres y pobladores cargaban vituallas y
municiones hacia las catapultas instaladas en las almenas, otros

287
empujaban carros en dirección a los parapetos de la ciudad. Les
costaría superar esa marea humana y alcanzar el muelle. Lynmia
temía que no le bastara el poder para cruzar el lago tras el desgaste
sufrido al introducirse en Muragel; pero sí estuvo segura de poder
salvar la muralla. Aferró contra sí al desorientado veterano y se
elevó. Ya no le importó que supieran que estaba allí. Los primeros
en verlos, gritaron, pronto la actividad se detuvo, todos se
dedicaron a mirar a la mujer que, abrazada a un guerrero, superaba
el muro de la fortaleza.
El espectáculo duró poco; surcadas las murallas, el cansancio
de Lynmia se pronunció. Descendió al pie del muelle. Salmo vio a
Gular junto a una nave lista para partir; el colorado estaba
estupefacto tras asistir a la levitación conjunta. Ni siquiera recordó
la suspensión de su superior; en un minuto la dotación completa
remaba y la bruja oteaba el panorama montada sobre el mascarón
de proa. El viento a favor se volvió intenso; izaron la vela, casi
volaban sobre el lago. Nadie se preguntó por qué había semejante
viento en el lago cuando los estandartes de las naciones que salían
al combate se mantenían rígidos, allá en la orilla. Nadie quería
conocer la respuesta.
Al desembarcar, echaron una última mirada a la ciudad. Los
brogos se acercaban a las defensas, ya no los afectaban las bolas de
fuego. Delante de los parapetos se había desplegado el ejército
defensor; entre la decena de estandartes, los guerreros identificaron
y dieron vivas al azul de Agur.

288
Poco tiempo dedicaron a alentar a sus huestes. En segundos,
Lynmia corría por el sendero, seguida por Salmo y el resto. La
mujer frenó su carrera.
—Sigan despacio, no quiero ruidos.
Volvió a elevarse, ahora no importaba si caía, no se ahogaría
en tierra firme; se impulsó y en dos segundos estuvo frente a la
casa que viera en la visión. Ningún sonido. Alcanzó la puerta, pasó
bajo el dintel; Muragel, de espaldas, besaba su retrato.
—Aquí me tienes, ¿o prefieres el retrato?
Muragel se volvió; era bajo, ancho de caderas, la cabeza como
un zapallo de cachetes inflados.
—Lynmia...
—No es necesario que destruyas nada, estoy aquí.
—No, no soy tonto, eres mujer de otro, no te entregarás por tu
propia voluntad. Pero esta vez será distinto, al final no podrás
resistirte.
¿De qué vez hablaba?, ¿otra vez?, ¿cuál había sido la primera?
No podía detenerse a preguntarlo, Lynmia era consciente del
tiempo que corría.
—Velgar se casará con Segfenia, lo he perdido.
—No te creo, mentirosa. En el congreso dijiste que solo
estarías con un hombre que fuera tu par, te envié mi rosa pero lo
preferiste a él.
¿Entonces la rosa no era de Velgar? Le vinieron ganas de reír,
la rosa era parte de un hechizo de amor muy básico, que se cerraba

289
con la aparición del hombre. Muragel había olvidado esa parte, se
olvidó de aparecer y fue Velgar quien se presentó en la casa azul.
No había tiempo para risas ni explicaciones.
—¿Me creerías si me desnudo?
Lynmia rogó que su nuevo estamento en la orden hubiera
eliminado la maldición; de no mantener los poderes en la
desnudez, sería mujer del repugnante mago que dominaba los
brogos. Se quitó el vestido sin saberlo, la vida de Agur y su gente
merecía el riesgo. Muragel se acercó, las manos odiosas tocaron la
cintura ínfima, la boca se sumergió en un pecho. Lynmia,
repugnada por el contacto, le alzó la cabeza con el índice. Él
acercó su boca, hedía al apestoso menjunje para mantenerse
despierto durante días. La joven se dejó besar. Abrió los labios y
aguardó a que la lengua del brujo se uniera a la suya. Entonces se
la jugó; si no gozaba de sus poderes, sufriría más que un abuso, él
no le perdonaría el intento.
Lynmia, tiró de su lengua, trayendo consigo la del hombre. La
lengua cobró fuerza, sus poderes estaban intactos. Muragel sufrió
el sacudón, abrió los ojos. Lynmia tiró más y más, se fue quedando
con la lengua, las amígdalas de Muragel. Las deglutió sin dejar de
tirar. Salmo, de pie ante la vivienda, vio al hombre en el aire,
balanceando brazos y piernas, intentando despegarse de la preciosa
mujer que lo succionaba.
Lynmia sintió pasar el cerebro del mago por su garganta,
continuó succionando hasta que el cráneo quedó vacío. Entonces
soltó su presa. Empujó el cuerpo hacia el claro; allí estaba formada

290
la tripulación, Gular al comando. Solo fueron testigos del último
acto. Muragel dio unos torpes pasos y empezó a izarse como un
globo. Salmo lo clavó con la espada; el cuerpo se desgarró, se
sacudió y cayó en tierra como un odre vacío. Cuando el guerrero se
volvió hacia la casa, Lynmia estaba vestida y señalaba en dirección
a la fortaleza. Desde allí provino un rumor sordo, escuchable a
pesar de la distancia y la cortina de árboles.
Corrieron hasta la orilla del lago. Desde Ekeón surgían
columnas de humo, humo púrpura, el humo de la victoria.
Observaron manchas negras en el paisaje de la ribera opuesta; los
brogos en retirada. Los vieron meterse en los bosques mientras
otros desaparecían, hundiéndose en los pozos preparados en la
arena. Sin la asistencia de Muragel, habían vuelto a ser animales
salvajes incapaces de sortear las trampas diseñadas por Velgar.
Los hombres subieron a la barca, Lynmia se situó de nuevo a
proa, tras una breve vacilación. Salmo se ubicó a su lado.
Ignoraban quienes habían muerto durante la batalla y qué daños
había sufrido la ciudad. La mujer apoyó la espalda en el mascarón
de la diosa inservible; acabada la urgencia, se ocupaba de la
revelación. Su gran amor era fruto de un hechizo de los más
simples; ¿se desharía de él bebiendo el antídoto o sería preferible
gozar el recuerdo de esos maravillosos días en la casa azul?
Lynmia cerró los ojos, se dejó acariciar por la brisa suave.
Salmo malinterpretó el gesto, la creyó cansada y cubrió las
manos delicadas de la joven con sus velludas manazas
acostumbradas a la espada y la lanza. La bruja no pudo resistirse,

291
era casi que le estaban pidiendo el hechizo; al menos esa parte de
la historia quedaría a salvo. Ya vería qué hacer con el recuerdo de
los días con Velgar; el amor había desaparecido apenas lo supo
fruto de un vulgar conjuro de principiante. Que se encargara de su
insoportable princesita, y viceversa.
Gular los miró desde popa, donde guiaba a los remeros. No
entendía qué había sucedido dentro de la vivienda, sospechó que
jamás se lo contarían; pero sabía que no fue una coincidencia que,
apenas se desinflara el hombrecillo ese, arrancaran los vítores en la
fortaleza. Su mirada se cruzó con la de Salmo; su jefe tampoco
sabía, aunque había sido testigo directo del proceso. En ambos se
dibujó una sonrisa; no se convirtió en carcajada para no perturbar
el descanso de la chica ojerosa. Lynmia se permitió sumar su
sonrisa aunque ellos no pudieran verla, sometidos al encantamiento
que, apenas desembarcaran, les haría olvidar que una vez habían
cruzado el lago para cruzarse con un personaje extraño, guiados
por una loca que flotaba en el aire.

292
Juan Pablo Goñi Capurro

Olavarría - República Argentina


Escritor, autor y dramaturgo argentino nacido en 1966.
Publicó: “La mano” y “A la vuelta del bar” 2017; “Bollos de
papel” 2016; “La puerta de Sierras Bayas”, USA 2014. “Mercancía
sin retorno”, La Verónica Cartonera. “Alejandra” y “Amores,
utopías y turbulencias”, 2002.
Premio Novela Corta “La verónica Cartonera” (España), 2015,
y ganador de más de veinte concursos internacionales de cuentos y
de microrrelatos.
Colaborador en Solo novela negra (relatos), Desafíos
Literarios (sección erótica).
Le han publicado más de quinientos textos. Ha escrito en
revistas como Nomastique, Letras y demonios, Aeternum,
MiNatura, Awen, Rendar, La sirena varada, El narratorio, Visor,
Clarimonda, Nictofilia y otras de España y Latinoamérica.
Participó de antologías de género policial, terror, ciencia ficción y
erótico, como Vicio, Historias Pulp, Ávila me Mata, Fantasmas,
Cuentos Pecaminosos.
Obras teatrales estrenadas: Por la Patria mi General; Vivir con
miedo; Una de vampiros y salame, Andá a hacer bolsas, Delirum
Tremens; Silvina tuvo visita; Bajo la sotana (Argentina); Bajo la
sotana (México) Caza de Plagas (Chile) Si no estuvieras tú, El
cañón de la colina, Carnushka (España).

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Crónicas de Piedra Mágica
Patricia Olivera

El pueblo Piedra Mágica no existe en los mapas, pero sí en los


hechos. Creado por y para la magia, alberga dentro de sus murallas
a brujos poderosos y custodios de los arquetipos que hacen reales
al poblado. Cada una de las esencias que se transmuta en habitante,
generación tras generación, tiene algo importante para aprender. Y
los brujos son quienes moldean y mantienen la realidad de Piedra
Mágica por medio de los cinco elementos: agua, tierra, aire, fuego
e intuición; y cada uno se acomoda de acuerdo a los tiempos para
enseñar a sus habitantes a desenvolverse por sí solos.
Estos están pasando por una etapa en la cual no solo tienen
que desarrollar sus sentimientos, sino también la intuición y la
responsabilidad. Es por ello que para sobrevivir a este periodo de
aprendizaje deben responsabilizarse del artilugio que los mantiene
con vida. Cuando fallan y mueren, es el custodio quien entra en
juego para velar por ellos hasta que regresen a saldar las
enseñanzas que quedaron pendientes.

La luna sobre Piedra Mágica, el pueblo más antiguo de la


región mística terrenal, era gigante esa noche, y bañaba de luz la
aldea de chozas dormidas, chimeneas humeantes y galerías de
canales desiertos de góndolas comerciales.
Una silueta se deslizaba sigilosa, acurrucándose contra los
muros de piedra que bordeaban las casas, y se detenía cada tanto.

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En algún lugar, un perro dejaba oír un ladrido nervioso que
terminaba en aullido lastimero, y más tarde nada: todo volvía al
silencio de una noche tranquila de grillos y ranas cantoras.
La figura oscura continuó el recorrido presuroso, hasta cruzar
los grandes portones de hierro, custodiados por dos guardias que
roncaban a pierna suelta apoyados sobre sus lanzas; se deslizó sin
hacerse notar, pero retrocedió con lentitud y se acercó a ellos para
patear sus lanzas y hacerlos caer al piso. Cuando se recuperaron
del sueño y del golpe, el bromista había desaparecido entre los
numerosos árboles de uno de los tantos islotes circulares que
rodeaban el poblado flotante, a modo de protección. La silueta
aparecía y desaparecía bajo los rayos lunares que lograban filtrarse
entre las tupidas ramas de esos árboles tan altos como gigantes, y
cuyo diámetro superaba a varios gigantes juntos.
Una vez que se sintió seguro, a salvo de ojos extraños, se
despojó de la capucha y descubrió el rostro de un muchacho de
unos quince años, cuyo largo cabello castaño apenas permitía
vislumbrar sus facciones. Se detuvo y revolvió dentro del morral
hasta dar con una bolsita de terciopelo de la cual extrajo dos
gemas, una blanca y otra negra, semejantes a huevos, las que
sopesó y escudriñó con mirada inquisitiva. Las piedras emitieron
un destello y una sonrisa de satisfacción se dibujó en su cara, lo
que permitió ver dos hileras de dientes imperfectos, aún infantiles.
Devolvió las gemas al refugio de terciopelo; ya se disponía a
seguir su camino cuando oyó el sonido de pisadas sobre las hojas
secas. Con un movimiento diestro extrajo de entre sus ropas un

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machete que fulguró bajo el rayo de luna que acarició la hoja. Sin
embargo, ese movimiento no fue lo suficientemente rápido como
para repeler al gran lobo gris que se lanzó sobre él, lo arrojó al
suelo y quedó con las fauces babeantes a pocos centímetros de su
cara.
—Te descuidaste, pequeño aprendiz. Deberías recordar que no
está permitido bajar la guardia en ningún momento. Si no fuera yo,
te devoraría… —murmuró el lobo; este se apartó del muchacho y
comenzó a transformarse en un hombre mayor, de cabellos largos,
grises como su túnica y capa—. ¡No te estoy preparando para eso!
—exclamó en un susurro furioso, y con un movimiento mágico de
su cayado estampó al muchacho contra el tronco de uno de los
árboles.
El muchacho apenas podía respirar, inmóvil por completo,
solo los ojos se movían hacía un lado y otro, mientras sus labios
intentaban articular palabra. Gruesas gotas de sudor comenzaron a
deslizarse por su rostro enrojecido, y sus ojos se nublaron por las
lágrimas. El otrora lobo gris lo miraba con una expresión dura e
inalterable en el rostro; los ojos negros fulgurantes y la delgada
línea de los labios hacían imposible calcular su edad.
—¡Habla! —ordenó, y el muchacho pudo recuperar la palabra,
pero continuó inmóvil en el lugar.
—Por favor, solo me estaba divirtiendo un poco —dijo con
voz ronca, haciendo un gran esfuerzo por recuperar la respiración
normal.

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—¿Estás seguro? ¿Acaso no te adueñaste de algo que no te
pertenece? —preguntó furioso.
Con otro movimiento de su cayado deshizo el hechizo que
apresaba al muchacho y este cayó al suelo tosiendo, masajeándose
la garganta.
—¡Son dos simples piedras! —carraspeó entre toses, mientras
se limpiaba el sudor con el borde de la capa.
—Si piensas eso, entonces no has entendido nada de lo que he
estado enseñándote acerca de los habitantes que pueblan Piedra
Mágica desde la antigüedad.
Mientras hablaba, el hombre del cayado se acercó a la orilla
pedregosa del islote y con un movimiento de la mano pequeños
semicírculos se formaron en el agua, como si hubiera dejado caer
una piedra y varias ondas comenzaran a emerger de su centro. Una
imagen empezó a tomar formar. El muchacho se acercó, aún
acariciándose la garganta, y distinguió a una joven que dormía
plácidamente arropada en su edredón, hasta que despertó
sobresaltada y con dificultad para respirar. La vio buscar sobre la
mesa de noche la bolsita de terciopelo negro que él había tomado.
Vio la desesperación en sus ojos cuando comprendió que sus
gemas ya no estaban, y el hilo de su respiración se fue apagando
lentamente. Una palidez cadavérica y fría la fue cubriendo de gris
y ella quedó totalmente inmóvil: se había convertido en piedra.
La imagen desapareció y el agua volvió a correr mansa e
inofensiva como siempre.

300
—Le has quitado algo más que dos simples piedras. Tú sabes
que pendemos de un fino cordón entre la vida y la muerte. Nuestra
gente ha subsistido en tierra anegada de agua porque encontró un
equilibrio entre los elementos y entre los estado de la materia… —
continuó.
—¿Pero si esas piedras son tan importantes por qué es que yo
no tengo las mías? —lo interrumpió el muchacho—. Ni siquiera
me convierto en algún animal representativo como usted —
continuó quejándose.
—Zagal, ¿cuándo te darás cuenta que tú y yo somos
diferentes, que formamos parte de una estirpe que no es ni humana
ni mística como esta gente? Nosotros somos la magia misma,
tenemos una misión en la vida y tú te encargaste de resquebrajarla.
Estamos aquí para que este pueblo continúe existiendo, para que el
agua se mantenga donde está y para que los canales continúen
cumpliendo su función de calles invisibles. Tú no necesitas gemas
para existir y sobrevivir como esta gente. Para saber por qué es que
no te ves representado en ningún animal debes descubrir cuál es tu
propósito y ejercerlo como otros, antes que tú y yo, lo hicieron. Yo
soy un viejo lobo, lo supe desde siempre, desde que tuve uso de
razón, porque era mi destino ser quien soy y ser tu maestro. Tu
destino es ser quien eres y ser mi aprendiz, lo que algún día dejarás
de ser para tener tú mismo alguien a quien guiar. El daño ya está
hecho, pero recuerda de aquí en más que esto sucedió a causa de tu
avaricia e irresponsabilidad.

301
Luego de lo cual el hombre volvió a su forma de lobo y
desapareció en la oscuridad. Zagal continuó acariciándose la
garganta, recostado contra el tronco de uno de los árboles.
—¡Ay, Zagalito! ¿Cuándo aprenderás? —dijo una voz burlona
a su espalda, entre risitas contenidas—. Eres un inútil, ¿ahora
comprendes por qué no te queremos en el grupo?
Un muchacho, mayor que él, ataviado del mismo modo, lo
observaba con un brillo de malicia en los ojos. Oculto bajo la
protección de su capa negra, apenas se distinguía la fortaleza de su
mandíbula al reír descaradamente y mostrar unos dientes blancos y
lustrosos.
De un salto se acuclilló junto a Zagal; con el movimiento, la
capucha cayó hacía atrás y dejó al descubierto el rostro aniñado,
los ojos rasgados y el cabello muy corto del muchacho.
—Si tu maestro me hubiera descubierto te puedo asegurar que
lo ibas a pasar muy mal —susurró, pasando el filo plateado de su
daga por la mejilla de Zagal.
—No fue mi culpa. ¡Tienes que darme otra oportunidad,
Malal! —gimoteó Zagal.
—¡Olvídalo! No hay lugar para ti en mi bando, eres
demasiado buenote para nosotros. Más vale que no nos delates,
porque será lo último que hagas —dijo con voz sibilante, al tiempo
que hundía la punta de la daga en la piel del muchacho, quien
temblaba de miedo y humillación.
Malal desapareció tan rápido como minutos antes el Maestro.
Un fino hilo de sangre, y alguna que otra lágrima rabiosa, corrió

302
por la mejilla de Zagal. Esa fue la primera y última vez que intentó
ser igual a varios de los muchachos de esa bando, a los cuales
admiraba por su desparpajo y por lo que él pensaba era valentía.
Muchas otras veces intentó repetir lo de esa noche, con otros
objetos que no significaran la pérdida de una vida, pero el temor a
ser descubierto y perjudicar con ello a Malal lo detenía: si este se
sentía amenazado de algún modo por su culpa, no descansaría
hasta aniquilarlo.

Veinte años después recuerda ese momento, mientras observa


aquellas piedras, ahora opacas, sobre la palma de la mano. Zagal se
había convertido en un hombre en cuyo rostro moreno chispeaba la
luz de unos ojos inteligentes y sagaces. De ahí el nombre que el
Maestro le había asignado cuando comenzó a prepararlo para que
encontrara el propósito de su existencia.
Al igual que este, Zagal se ocultaba bajo una capa de un gris
intenso y sabía manejar los secretos de la magia tanto o más que su
propio Maestro, con la diferencia de que no usaba un cayado, sino
una daga con incrustaciones preciosas en la empuñadura, y había
elegido custodiar, en lugar de dedicarse de lleno a la magia; a
causa de esto último, aún no había identificado la forma de su
animal representativo.
Frente a él, se desplegaban varias figuras de piedra, de ambos
sexos, de distintas edades y contexturas físicas, que representaban
a distintos habitantes de Piedra Mágica que perdieron de algún
modo, o les fue arrebatada, la gema que los mantenía vivos.

303
Zagal había encontrado su propósito: como un modo de
resarcir el crimen que él mismo había cometido, se convirtió en
uno de los guardianes de las gemas existenciales que ataban a cada
habitante de Piedra Mágica a la vida en el mundo, pero cuando
fallaba, a pesar del empeño, cuidaba de las figuras de aquellos que
nunca pudieron recuperar sus gemas y aguardaban por una nueva
oportunidad.
A veces se cruzaba con Malal en alguna taberna y, aunque ya
no le tenía miedo, siempre trataba de esquivarlo. Este todavía se
burlaba de aquella noche y se pasaba el dedo por la mejilla en
alusión a la cicatriz que le había dejado, y se reía entre dientes.
Malal se jactaba de la fama que había alcanzado como ladrón de
poca monta, y miraba con desprecio a los brujos y a los custodios
que velaban por Piedra Mágica. A Zagal no le importaba ni le
incomodaba nada de lo que hacía o decía. Él era un brujo, aunque
no se dedicara a la magia, y podía ver el aura de la gente cuando se
lo proponía; era una habilidad que no lo enorgullecía porque le
había costado mucho trabajo y sufrimiento poder dominar. No era
agradable andar por las callejas viendo a las personas rodeadas de
colores, algunos muy feos. El aura de Malal cada vez era más
negra, Zagal sabía que cuando ya ni siquiera tuviera el alma para
perder, las sombras saldrían de sus escondites y se lo llevarían al
abismo.
El viejo lobo gris también conocía a las sombras, y sabía que
esperaban ese momento con ansias; ya le había advertido a Zagal
que Malal no era la peor amenaza de la que debería cuidarse en el

304
futuro. La habilidad de la que este tanto renegaba iba a ser la que le
salvara la vida llegado el momento.
Piedra Mágica se relacionaba con los otros poblados que
formaban el cinturón mágico de esa región ignota de la Tierra, pero
también con el poblado de los humanitas, ubicado fuera y a una
distancia remota del cinturón. Este término era utilizado por
algunos de los hechiceros más renombrados con cierto aire
despectivo; no así por el maestro de Zagal, pues él sabía de
primera mano que los humanitas podían ser incluso mejores magos
que ellos mismos; por eso retribuía el respeto que a su vez ellos
profesaban por él y los suyos. En varias oportunidades fue el
protector de humanitas que llegaban a cumplir determinada misión
y se iban de la misma forma precipitada como llegaban, pues
mucha era la aversión que los magos del poblado sentían por estos.
Esa, entre otras, era la razón por la que, si bien el mago era
respetado como máxima autoridad en lo relativo a la magia, no era
querido por muchos miembros de la comunidad.
Una de esas tantas noches de luna llena, en la que casi todos
dormían, llegó un visitante a Piedra Mágica. Esa noche, Zagal
conoció a una de estos humanitas, de quienes sabía por su maestro,
pero a quienes aún no había tenido la oportunidad de conocer. Se
trataba de una chica, lo que parecía querer esconder tras el cabello
muy corto —algo que hacía aún más interesante sus rasgos
delicados—, tenía ojos grandes, de un color indefinido; su piel era
cobriza, un color que nunca antes había visto, y que tiraba por
tierra su creencia de que el pálido que caracterizaba a los de su

305
pueblo era el único que existía. Tenía pictogramas celtas grabados
en la frente, igual en las muñecas. Iba vestida de negro, cubierta
por una capa del mismo color. Llevaba un morral y una ballesta
metálica colgada al hombro. Un pequeño reloj de arena iba
enganchado por una cadena de oro a su cinturón.
—Bienvenido, Zagal. Quiero que conozcas a una invitada. Su
nombre es Ámbar y ha venido a cumplir una misión —dijo,
haciendo la presentación.
—Hola —saludó la chica con un movimiento de cabeza. Al
hacerlo, los pliegues de su larga capa dejaron ver las dagas que
llevaba en las fundas de las botas—. Espero que seas igual de
amigable que tu maestro —dijo, mirándolo con un brillo divertido
en los ojos; algo que a Zagal no le pasó desapercibido, pero que no
logró quitar su expresión de pocos amigos.
—Ámbar es la hija de uno de los humanitas que integra la
logia de magia blanca más prominentes de su raza. Como bien
sabes, nuestro pueblo no es muy devoto de fomentar lazos de
amistad con ellos, por eso te llamé. Te conozco, me conoces, sabes
cómo pienso —continuó el viejo lobo gris, empequeñeciendo los
ojos—, y estoy seguro que nadie mejor que tú podría protegerla en
su viaje.
Era cierto, conocía a su alumno y estaba seguro que no
tomaría de buena gana esa misión, pero sabía que no se negaría a
algo que él le pidiera. Además, Zagal ya le había dicho que estaba
aburrido de la función que cumplía, pensaba que había llegado el
momento de llenar su vida de acción; emprender viajes que le

306
permitieran conocer otros modos de vida, distintas gentes y
paisajes. Y lo más importante: hallar la forma de traer a la vida a su
animal representativo.
—Este será un viaje muy largo que te dará la oportunidad de
encontrar tu camino —continuó, una vez que estuvieron a solas—.
Sé que no estás contento con lo que haces, ya va siendo hora que
cuides de tu propia vida y te salves a ti mismo de los peligros que
acecharán tu senda. Solo te pido que acompañes a Ámbar al sitio al
que va y luego sigas tu camino en paz.

Partieron esa misma noche. Navegaron por los canales


desiertos y silenciosos con la idea de llegar a tierra firme, una zona
de grandes acantilados y bosques tupidos más allá de los islotes. La
mayoría de los pobladores de Piedra Mágica apenas sabía que
existían. Esos acantilados, de cataratas salvajes, no eran de fácil
acceso, sobre todo si no se los conocía y se carecía de un poder o
habilidad especial, además de la fortaleza física. No había olas esa
noche, el bote se mecía al ritmo de las ondas mansas; durante el
viaje, Ámbar y Zagal apenas intercambiaron palabras.
—¿En qué animal te reflejas? —preguntó Ámbar en
determinado momento, mientras sacaba una serie de aros de metal
y los colocaba sobre el suelo del bote.
—Ninguno —respondió cortante, sin dejar de observar el mar.
—Tengo entendido que algunas veces eso puede demorar, pero
tarde o temprano se manifiesta —dijo ella, sin dejar de manipular
una especie de tetera pequeña que emitió un par de silbidos y

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comenzó a largar humo. Un olor agradable lo envolvió—. Está
fresca la noche, esto nos mantendrá calientes —continuó,
extendiéndole un vaso de alpaca, finamente decorado, con un
líquido humeante—. Vamos, no te voy a envenenar. Es un poco de
café —insistió ante su reticencia. Zagal lo tomó, no sin cierta
desconfianza; ambos disfrutaron del café improvisado en silencio,
arrebujados en sus respectivas capas.
Amanecía cuando comenzaron a ascender el acantilado de los
muertos, denominado así por obvias razones. Zagal conocía el
camino más apropiado para llegar a la cumbre. Admiró las
destrezas físicas de la chica; esta se ayudaba con las dos dagas, en
cuyas hojas alcanzó a ver el destello de los caracteres celtas
grabados a fuego cada vez que se clavaban en las hendiduras de las
rocas. A los costados del sendero de roca que seguían en el
ascenso, el volumen de agua que caía por la cascada parecía
ilimitado y provocaba un ruido ensordecedor. En el trayecto vieron
un árbol que apenas se adhería por las raíces a la roca, y un ave
amarilla de gran tamaño que aleteaba y chillaba sin cesar: un nido,
con varios polluelos, corría el riesgo de caer al vacío en cualquier
momento.
—Un cóndor real con problemas —murmuró Ámbar.
—No es asunto nuestro —dijo Zagal, sin dejar de ascender.
—¡Oye! Cuidas piedras muertas y no te apiadas de un pobre
ser vivo que clama por ayuda —se burló ella. Zagal se detuvo.
—Pensé que estabas apurada. Además, ¿qué pretendes que
hagamos? —preguntó, sin siquiera mirarla. Su voz sonaba molesta.

308
—Si a ti no te interesa, a mí sí —respondió la chica, y antes de
que él dijera nada se deslizó con destreza por la pared irregular de
rocas; algunas se desprendieron y cayeron al impresionante oleaje
que rompía contra los acantilados. Zagal pensó que la muchacha
era insufrible. Esta alcanzó, en cuestión de segundos, el nido y se
puso en peligro frente a la agresividad del ave, que la veía como
una amenaza para sus pequeños.
—¿Por qué no usas tu magia? —grito Zagal con impaciencia.
Ella lo miró y le hizo un movimiento negativo con la cabeza.
Cuando logró dejar el nido a salvo en el hueco de una de las
rocas, resbaló y quedó colgando precariamente de una de las ramas
del árbol; hizo unos malabares y quedó boca abajo, lo que le
permitió tomar la ballesta y disparar una flecha hacía la grieta de
una de las rocas próximas al sitio donde se encontraba Zagal. La
cuerda que pendía en el aire, le permitió deslizarse hasta él. Ámbar
parecía que no le temía a nada y disfrutaba del peligro.
—Eres antipático, ¿lo sabías? —reclamó con burla, una vez
llegaron a la cima. Mientras caminaban, apartando la vegetación
exuberante y soportando el azote del viento frío que les golpeaba el
rostro, por una zona húmeda a la que nunca llegaba la luz del sol
que atajaban las altas copas de los árboles—. ¡Es ilógico! —
exclamó frustrada.
—¿Ilógico? —repitió él con ironía.
—Sí, ilógico: custodias figuras de piedras y te niegas a ayudar
a otros.
—Era solo un ave —dijo cortante.

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—Y tu maestro solo un lobo gris —insistió ella. En ese
momento logró que Zagal se detuviera y la mirara a los ojos—.
¿Ahora entiendes lo que intento decir? —Sonrió Ámbar y
continuó, dejándolo pensativo por unos segundos—. ¡Todos
estamos conectados! —gritó ella, mientras caminaba.
Hicieron un alto para descansar y desayunar algo, e
improvisaron un campamento. Nuevamente, Ámbar se sirvió de los
discos de metal para armar la cafetera, así como una pequeña
sartén que funcionó luego de activar un par de engranajes.
—Qué bien nos vendrían los huevos del cóndor ahora —dijo
sarcástico, mientras sacaba un pedazo de pan del morral.
—¿Y por qué tendrían que ser huevos? —respondió ella, ya
fritando unos trozos de tocino. El aroma hizo que el estómago de
Zagal emitiera rugidos indiscretos. Ámbar sonrió, al tiempo que le
ofrecía el contenido del sartén. En esta ocasión él no se hizo rogar,
lo devoró junto con el pan.
—Parece que a tu corazón se llega por el estómago —ironizó
la chica, mientras masticaba un trozo de tocino y llenaba las tazas
con café.
—¿Eso importa? —preguntó Zagal con indiferencia.
—No lo creo, pero llegará un día en que sí te importará que
eso le importe a alguien —dijo ella, con una risa divertida.
Por primera vez, Zagal la miró con detenimiento.
—Dices cosas muy extrañas. ¿Todos los humanitas son así? —
También era la primera vez que él reía.

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Continuaron comiendo. Las copas frondosas de los árboles
tapaban el sol caliente del mediodía. El viento húmedo,
acompañado del olor del mar, les golpeaba en el rostro. El chillido
de varias águilas alertó a Zagal. Ambos hicieron silencio para oír
las voces que venían con el viento.
—Son las águilas de la banda de Malal —murmuró.
—¿Y cuál es el problema? —susurró Ámbar sin el menor
rastro de temor en la voz.
—Nos siguieron o es una enorme e infeliz casualidad —
continuó él entre susurros.
—Apuesto a que nosotros contamos con algo que ellos no —
advirtió ella. Zagal la miró interrogante—. ¡Magia! Nosotros
tenemos magia —exclamó con un guiño. Él no pudo reprimir una
sonrisa y movió la cabeza con resignación.
—Pues yo estoy muy falto de práctica —confesó avergonzado.
—Déjamelo a mí. —En ese momento, las voces se elevaron y
los pastizales fueron apartados a manotazos. El grupo de hombres,
secundado por Malal, apareció; todos pasaron junto a ellos dos sin
verlos.
—¡Tienen que estar por acá! —bramó Malal—. Ese maldito
siempre corre con suerte, hasta para enredarse con la humanita. —
Los ojos negros de Zagal se clavaron en los almendrados de
Ámbar. Ella sonrió divertida.
—Lamento que oyeras eso —dijo Zagal minutos después.

311
—No te preocupes. He escuchado cosas peores. —Levantó los
hombros con indiferencia—. ¿Hace mucho que son enemigos? —
Quiso saber.
—Desde niños. —Alcanzó a responder cuando ya comenzaba
a hundirse dentro de una ciénaga burbujeante que antes les pasó
desapercibida.
Ámbar tomó la ballesta, pero antes de disparar dudó.
—No puedo ver si hay algún árbol cerca de aquí —murmuró.
Estaban hundiéndose con rapidez. Ella susurró algo y en cuestión
de segundos el cóndor real ya estaba sobrevolando el sitio en el
cual se hundían. Lazó la flecha con la cuerda salvadora, y esta se
enroscó en el cuello del ave. Ambos fueron rescatados cuando la
ciénaga ya les llegaba al cuello. El ave los dejó a la entrada de una
cueva que se hallaba entre las piedras del acantilado y de
inmediato emprendió el vuelo.
—¡Espera! —gritó Zagal dirigiéndose al ave—. ¡Nos salva,
pero nos trae a un lugar inaccesible! ¿Por dónde rayos vamos a
bajar? —exclamó molesto.
—Tranquilo. Yo le di la orden de dejarnos aquí —dijo Ámbar.
Zagal la miró sorprendido—. Antes de que comiences a exaltarte
sería bueno que supieras cuál es la misión en la que me estás
ayudando. ¿No crees? No escuché que tu maestro te lo dijera ni
que tú le preguntaras —continuó con ironía—. O eres muy tonto o
confías ciegamente en tu maestro —finalizó, con una mirada
desafiante.

312
—Confío lo suficiente en mi maestro como para aceptar una
misión de la que saldré favorecido espiritualmente —respondió él
sin inmutarse; lo que sorprendió a la chica—. Además, supuse que
en algún momento tú misma me lo dirías —informó con una
sonrisa burlona.
—Bueno —dijo Ámbar con resignación—, no tiene sentido
que discutamos por lo que pensó uno o el otro. Te contaré sobre mi
misión. Pertenezco a un clan de rango elevado dentro de los
estamentos de los humanitas. Un clan versado en las artes mágicas
y los hechizos secretos más antiguos sobre la Tierra. El jefe de ese
clan en mi padre, un mago blanco descendiente en línea directa de
los primeros ancianos sabios de la raza humanita.
Lamentablemente, nuestro pueblo fue tomado por un grupo afín a
las artes ocultas y a la magia negra; antiguamente, sus integrantes
pertenecían a nuestro pueblo, pero fueron expulsados por los
antiguos ancianos cuando sus prácticas se salieron de control. Para
cuando esto sucedió, ellos ya se habían vuelto inmortales y solo
pudimos recurrir a potentes encantamientos para mantener a
nuestra ciudad a salvo.
—¿Qué quieren ellos de ustedes? —la interrumpió Zagal.
—A nuestros dragones amarillos —respondió ella de
inmediato.
—Espera —dijo Zagal sorprendido—. ¿Ustedes son los
domadores de dragones amarillos? Oí muchas veces historias sobre
estos dragones y la gente que los protegía, pero pensé que solo
eran leyendas.

313
—Es como tiene que ser. La única forma de preservarlos es
que nadie piense en ellos como una realidad.
—Entonces... —animó a Ámbar para que continuara.
—Ellos han lanzado un extraño hechizo que dejó a los
dragones catatónicos. Piensan que si nos amenazan con matarlos,
se los entregaremos; lo que no saben es que hay unas rocas
especiales que, incrustadas en las frentes de las bestias, harán que
recuperen el sentido...
—Entonces tú tienes que encontrar esas rocas especiales que
están justamente en esta cueva —continuó Zagal divertido.
—¡Vaya! ¡Qué despierto eres! —exclamó Ámbar con burla,
mientras ingresaba a la cueva oscura.
—¿Y esas piedras las tomas así nomás? ¿Qué tan peligroso
puede ser...? —En ese momento un siseo llegó hasta ellos; una
sombra cruzó con rapidez la entrada de la cueva y se perdió en la
oscuridad—. Bien, olvida lo que pregunté —murmuró Zagal
molesto.
Con ayuda de una piedra de luz ingresaron a la cueva, cuya
altura no lograron divisar, y sobre cuyas paredes rugosas sus
sombras se desdibujaban como monstruos listos a saltar sobre
ellos. Una serie de túneles los invitaba a tomar una decisión, como
una burla. Ingresaron a uno de ellos, desde el cual volvieron a oír
el siseo. Por el sonido aumentado de su arrastre, imaginaron que se
trataba de una serpiente de grandes dimensiones. Caminaron sobre
infinidad de huesos, envuelto en el olor apestoso de los cadáveres
en descomposición; algunos, humanitas.

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—¿Algo más que deba saber? —susurró Zagal, para evitar que
sus voces llegaran hasta la bestia.
—En un rato, no solo tus «amigos» nos perseguirán —La
chica fue embestida por una Centenaria, una enorme pitón de color
rojo, cuya saliva era como un ácido que acaba con todo lo que
tocaba. Hasta el momento, pocos valientes osaron aventurarse a ser
disueltos por sus fluidos para librar al mundo de tremendo
espécimen; de quienes lo hicieron, apenas quedaban los huesos
olvidados por todos dentro de la cueva. Mientras ella luchaba
cuerpo a cuerpo con la Centenaria, dando ágiles saltos y
golpeándola con la energía de su magia, Zagal esquivaba las
flechas que venían veloces desde la entrada de la cueva. Ese no era
el estilo de sus perseguidores, por lo que imaginó que quienes
buscaban las mismas piedras que Ámbar ya estaban allí. Para
colmo, además de hechiceros, eran inmortales.
El interior de ese túnel pronto se volvió un caos, a esquivar
saliva, flechas y hechizos fulminantes se sumó el grupo de Malal
con sus águilas, puños y garrotes. Los inmortales no la sacaron tan
barata, pues la daga de Zagal no era tan inofensiva como parecía a
simple vista. Si no era capaz de matar a los hechiceros, sí les
dejaba una herida difícil de curar; ni siquiera la magia negra les
evitaba el mal momento con la infección e incluso la gangrena.
Estaba tan enfrascado en la pelea por sobrevivir que perdió la
noción del tiempo, mientras Ámbar continuaba su lucha con
Centenaria. Había quedado frente a Malal, dispuestos ambos a
entregar la vida para solucionar sus diferencias, cuando se vio de

315
repente en el exterior, sobre la cima del acantilado, con el viento
salado golpeándole la cara.
—¡Tranquilo! —gritó Ámbar cuando vio su cara de enajenado
dispuesto a saltar sobre ella. Con un movimiento de sus manos la
magia lo lanzó hacía atrás con fuerza y lo retuvo inmóvil hasta que
recobró la cordura muy lentamente.
—Debiste dejarme allí para ajustar cuentas con Malal —
murmuró al fin, con la voz ronca y los ojos echando chispas. Las
gotas de sudor le corrían por la piel pálida y se perdían en el pelo
revuelto. Ámbar acercó el rostro al suyo, estaba moleta. Fue allí
cuando él pudo ver que también ella había pasado por un mal
momento: estaba bastante golpeada y tenía el pelo alborotado.
—¿Puedo soltarte ahora? —preguntó seca.
Fue apenas un segundo de distracción que alcanzó para que
los hechiceros que venían tras Ámbar la inmovilizaran con sus
hechizos; seguidos por Malal y su grupo de sanguinarios. Ese fue
el instante decisivo para el animal que Zagal llevaba dentro. La
realidad se desdibujó para el hombre y se volvió una verdad
tangible para la bestia; un oso enorme, enfurecido al límite.
Mientras los hechiceros se llevaban a Ámbar, los hombres de
Malal comenzaron a volar por los aires, al igual que sus vísceras.
Hombre y bestia trabajaban en colaboración: Malal quedó para lo
último, como un títere acobardado al que le faltaba rogar por su
vida. Los ojos de Zagal miraban a través de los ojos del oso; los
aterradores dientes del animal asomaban por la boca espumosa
como una sonrisa de burla.

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Cuando Zagal recuperó el conocimiento se encontraba bajo un
gran árbol de cuyas ramas bajas colgaban todo tipo de órganos y
fluidos, la cabeza de Malal estaba entre sus manos ensangrentadas.
Todo él estaba cubierto de sangre y pedazos de carne. Arrojó la
cabeza a un costado e hizo varias arcadas antes de ponerse a
caminar con rumbo incierto en busca de algún rastro de Ámbar.
Recordó al cóndor real y lanzó un silbido largo que cortó
abruptamente. El ave apareció de inmediato y se posó frente a él.
Después de ser arrojado al agua por el cóndor, el cual no
aceptó llevarlo en su lomo a menos que se quitara toda la sangre
que lo cubría, y recorrer buena parte del territorio sin hacer una
pausa, divisó una pequeña luz entre unos árboles. La luna ya estaba
en lo alto, por lo que en el campamento improvisado de los
hechiceros solo dos de ellos hacían guardia. Pensó que esos
hechiceros eran unos tontos, pues en lugar de ocultarse con sus
artes mágicas se mantenían a la vista de todos; eso, o lo
consideraban un inútil que no era capaz ni de salvar su vida. Esa
noche también fue propicia para hacer que su daga hiciera el
verdadero trabajo para el que estaba destinada: bastó con que la
lanzara para que, en menos de lo que tarda un rayo en caer, se
clavara en el corazón de ambos hechiceros anulando la
inmortalidad de la que tanto se jactaban.
Zagal se deslizó con sigilo hasta la carpa en la cual mantenían
a Ámbar. Ella estaba sola en medio del lugar, levitando, sin
posibilidad de moverse, excepto los ojos. El roce de la daga
deshizo el hechizo que la mantenía cautiva, pero estaba herida y

317
eso entorpecía sus movimientos. Con ella en brazos intentó montar
en el cóndor, pero una fuerza los repelió al punto de hacerlos volar
contra los árboles. Ámbar quedó inconsciente, Zagal se enfureció y
volvió a intercambiar lugares con su bestia, no sin antes lanzar la
daga contra el líder que comandaba al grupo; no alcanzó a herirlo,
pero lo hizo mortal al rozar su campo vital. El líder no fue
asesinado. Ámbar lo llevó prisionero para que fuera ajusticiado en
su comunidad. La daga de Zagal deshizo el hechizo con el que
habían lastimado a la muchacha y sus heridas sanaron con rapidez.
—Fue muy conveniente que lograras tomar las piedras de la
cueva. Eso nos ahorrará tiempo en el viaje de regreso —dijo Zagal
un rato después, mientras hacían una pausa en el trayecto para
descansar un poco.
—Sabes, no vas a caerle bien a la mayoría de los magos de la
congregación. Ellos no están de acuerdo con que mi padre tenga
amistad con algunos brujos importantes de Piedra Mágica. Creen
que todos son iguales, piensan que un día alguno de los maestros
que viven en tu territorio vendrán hasta aquí a robarnos los
dragones y la magia.
—No los culpo. Ni yo simpatizo con algunos de los maestros
que he conocido.
—¿Y eso por qué? —preguntó Ámbar sorprendida.
—Fuiste en busca del maestro más humilde de Piedra Mágica.
El círculo de magos lo mantiene apartado de ellos. No están de
acuerdo con su sistema para elegir a sus discípulos...
—¿Cómo lo hace? —lo interrumpió ella con interés.

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—No los elige de entre las buenas familias. Sus discípulos
hemos sido todos niños huérfanos, abandonados a nuestra suerte,
destinados a morir... Le debo a mi maestro todo lo que soy —
explicó con calma—. Por eso creo que no son justos con él.
—Admiras mucho a tu maestro —dijo ella.
—Tengo motivos suficientes para eso.
—Supongo que mi padre también tiene sus motivos para
mantener una amistad con él, y respeto su decisión. Ya por el solo
hecho de gozar de tu afecto y del de mi padre, también es digno de
mi admiración —concluyó Ámbar, haciéndole un guiñó—. ¿Te
gustaría conocer a nuestros dragones?
—Eso ya lo daba por hecho —dijo burlón. Ambos rieron con
ganas, aunque cada tanto se quejaban por alguna que otra herida de
la pasada contienda.
Fue todo un espectáculo ver a los dragones dorados en pleno
vuelo de festejo. Celebraron el despertar y el bienestar del pueblo
al que resguardaban. A pesar de las caras largas con la que la
mayoría del pueblo recibió a Zagal, todos participaron de la fiesta
que se organizó para recibirlos con las piedras que despertarían a
los guardianes de la comunidad. El gran mago, padre de Ámbar, le
agradeció públicamente a Zagal y a su maestro por el servicio
prestado. A este último le envío como regalo una de las piedras que
despertó a los dragones como muestra de agradecimiento y
amistad. También lo sorprendieron con la noticia de que uno de los
dragones lo llevaría de regreso a su tierra.

319
—Espero volver a verte —dijo Ámbar cuando él estaba a
punto de subir al lomo del dragón. Él no tuvo tiempo de decir
nada, ya que la chica le rozó los labios con un beso cuando lo
abrazó —, y que para entonces tengas domesticada a tu bestia y
conozcas más acerca de esa daga tan poderosa que portas.
—Gracias por contribuir a este nuevo Zagal que soy —dijo él,
con un guiño, antes que el dragón se elevara a gran velocidad.

—Al parecer, te fue mejor de lo que esperaba. Ya me contarás


—murmuró el maestro, mientras ambos miraban al dragón dorado
alejarse haciendo volteretas en el aire.
—Estoy seguro que ya está al tanto de todo, como siempre —
dijo Zagal con una sonrisa, observando distraído el cielo—. Al fin
pude conectarme con mi bestia, y la daga tiene poderes que no
imaginé... —murmuró sorprendido. Al no recibir respuesta miró al
maestro, pero esta ya no estaba. Vio al lobo blanco que se alejaba a
paso lento, moviendo el rabo, mientras cada tanto se giraba para
observarlo con lo que parecía una sonrisa en sus fauces. «Al fin,
Zagal, al fin estás haciendo conexión con tu destino... Cuida el
huevo, ese dragón será decisivo en tu vida...», el pensamiento del
maestro llegó hasta él como el aleteo imperceptible de un colibrí.

320
Patricia K. Olivera

(Montevideo, Uruguay). Colabora en varias revistas


literarias virtuales, afines al género fantástico, como miNatura,
NM, Axxón, Círculo de Lovecraft e Historias Pulp, entre otras.
También participa en antologías extranjeras, algunos cuentos
fueron traducidos al francés, al portugués y al alemán: Antología
de cuentos de terror Cuentos ocultistas. Editorial Cthulhu
(México), Antología de cuentos de terror Memento Móri. Proyecto
A arte do terror, traducción de Brian Agustín González (Brasil),
Antología de Ciencia ficción Around de world in more than 80 cifi
stories. Editado por Erik Schreiber, traducción de Pia Oberacker-
Pilick (Alemania), Antología francesa virtual Autores uruguayos
del siglo XXI: Lectures D´Uruguay. Editado por Lectures
d´ailleurs, traducción de Nancy Benazeth y Caroline Lepage
(Francia). Líneas de Cambio II Antología de Fantasía, ciencia
ficción y terror. (Editorial Solaris - 2018).
Es administrativa, técnica en Corrección de Estilo y estudiante
de Lingüística y Letras. Blog De Ciencia Ficción... by P. K.
Olivera.

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Índice de ilustraciones

1 Ilustración de Víctor Grippoli N.º pág. 5

2 Ilustración de Mariano Avello Enríquez N.º pág. 133

3 Ilustración de Israel Montalvo N.º pág. 169

4 Ilustración de Daniel E. Molina N.º pág. 241

5 Ilustración de Víctor Grippoli N.º pág. 295

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Colabora con la edición independiente de origen
uruguayo.

Web: https://victorgrippoli.wixsite.com/editorialsolaris

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“Editorial Solaris”

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Selección de relatos y dibujos, edición, corrección,
diseño de tapa, ilustración de cubierta, logos y
maquetación: Víctor Grippoli

Autores: Israel Montalvo, Lobo Fantasma, Víctor


Grippoli, Poldark Mego, Patricia Olivera, Jesús Guerra
Medina, Mariano Avello Enríquez, Jorge Rúben del Río,
Daniel E. Molina, Juan Pablo Goñi Capurro.

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