Está en la página 1de 36

ESCRITOS PAULINOS

El autor y su entorno biográfico

Nuestro estudio se centra en los llamados escritos paulinos. Todos ellos, aunque con
fuerza distinta, apuntan a una figura histórica concreta, Pablo de Tarso, el Apóstol de los
gentiles.

En siete de estos escritos (Romanos, Primera y Segunda Corintios, Gálatas, Filipenses,


Primera Tesalonicenses, Filemón), la crítica es unánime en afirmar que son obra auténtica
suya. Otros seis (Efesios, Colosenses, Segunda Tesalonicenses, Primera y Segunda a Timoteo,
Tito) son atribuidos, en el peor de los casos, a profundos conocedores del Apóstol. Sólo en la
Carta a los Hebreos queda como cuestión abierta la de su cercanía al área paulina.

Por otra parte, las Cartas paulinas han llegado a nosotros en un orden totalmente
caprichoso: de mayor a menor, con sólo dos salvedades:
a) las dirigidas a personas (Timoteo, Tito y Filemón) pasan detrás de las dirigidas a
comunidades
b) la Carta a los Hebreos pasa detrás de todas, porque ni siquiera contiene una
salutación en la que figure el nombre de Pablo.
Lo antes dicho nos subraya la importancia de contar con un adecuado marco biográfico,
que nos permita establecer un orden en la redacción de las Cartas y descubrir con ello
elementos de evolución en el pensamiento paulino. Incluso las cuestiones de autenticidad, que
afectan a seis de las Cartas estudiadas, tienen mucho que ver con la posibilidad de “colocar” tal
escrito en un momento dado de la biografía y de la evolución doctrinal del autor.
No nos es posible presentar aquí una biografía detallada del Apóstol, pero procuraremos
al menos reunir los “puntos firmes” en que puede apoyarse, y señalar también, apuntando las
razones de cada posición, las cuestiones que quedan abiertas a la discusión entre estudiosos.

1) Fuentes para el conocimiento

Las siete Cartas indudables de San Pablo representan la fuente primaria para su
biografía. Los Hechos de los Apóstoles, una fuente subordinada a la primera.

La totalidad de los exegetas vivos considera auténticas las siete Cartas que ya hemos
mencionado. Se descubre en ellas una personalidad muy definida, no sacada de ningún libro,
unos destinatarios y unos acontecimientos que no tienen nada de tópico (no buscados por su
prestigio o su celebridad) y una voluntad de decir a aquellos destinatarios exactamente aquello
que dice la carta. En varias de las restantes se descubren rasgos parecidos, pero allí ya cabe,
como veremos, la posibilidad de que sean imitaciones de un modelo preexistente. La
coincidencia entre los estudiosos va más allá: hay una confianza global en la sinceridad de San
Pablo; ni siquiera los más críticos se atreven a acusarlo de falsear los hechos. Eso no quiere
decir que no haya problemas: la parquedad de los datos (pocos fragmentos en las Cartas
pueden considerarse autobiográficos), dificultades de interpretación y de concordancia entre

1
datos distintos y también el hecho de que el momento desde el cual se habla suele afectar al
modo como se habla de hechos pasados.
En este sentido, la tentación de “rellenar” los huecos con los datos aportados por los
Hechos de los Apóstoles es más que comprensible. Pero los críticos se preguntan hasta qué
punto eso es posible. Ahí el consenso no va más allá de una afirmación de la prioridad de las
Cartas respecto de los Hechos. Expresado negativamente: para la exégesis crítica no resulta
suficiente el principio de hacer “concordar” los datos aportados por las Cartas con los
aportados por el libro de los Hechos de los Apóstoles o de “completar” los unos con los otros.
La crítica es sensible a la posible contradicción entre ambas fuentes, y se siente normalmente
inclinada, en caso de duda, a dar la razón a San Pablo.
Es verdad que resulta difícil poner en duda las noticias ofrecidas por los Hechos sobre
los sucesos vividos por San Pablo. Pero es también verdad que esos datos reclaman un
ponderado juicio, pues el valor histórico de los Hechos de los Apóstoles no parece ser
uniforme.
De un lado, las fuentes de que disponía San Lucas no eran homogéneas; de otro, en el
manejo de estas fuentes se movía con bastante libertad según el espíritu de la historiografía
antigua, subordinando los datos históricos a su plan literario y sobre todo a sus intereses
teológicos. En efecto, la narración de San Lucas es ante todo una obra teológica, y no posee
una finalidad puramente historiográfica, lo cual, por otra parte, no debe conducir a
minusvalorar su valor histórico. Más aún, los Hechos siempre conservarán un valor
incomparable para ilustrar el medio geográfico y étnico en que se desenvolvieron las misiones
de San Pablo.
Se han señalado a menudo discrepancias entre el Libro de los Hechos y las Cartas
paulinas. Es notable, por ejemplo, que San Lucas no se haya preocupado por armonizar las
cinco visitas de Pablo a Jerusalén en los Hechos con los datos de Gál 1, 15 – 2, 10 (supuesto
que Lucas haya tenido acceso a dicha Carta).
En otro orden de cosas, se advierte un cierto contraste entre el retrato de San Pablo
dibujado en los Hechos y el que San Pablo hace de sí mismo en su correspondencia. Por
ejemplo, en general Lucas atribuye al Apóstol de los gentiles una actitud más conciliadora que
la de las Cartas (vgr. comparar Hech 21, 20-26 con Gál 2, 12ss; Hech 16, 3 con Gál 2, 3; 5, 1-
12). Pero no debe olvidarse, además de las situaciones diversas y sus respectivos contextos
(históricamente hablando) que cada autor se mueve por intereses bastante diferentes. San Pablo
es un ardiente polemista que sabe ser intransigente cuando la ocasión lo exige, pero es capaz
también de heroicos esfuerzos de adaptación (como lo dejan entrever sus expresiones de 1Cor
9, 19-23). En cambio, uno de los propósitos básicos de San Lucas es el de mostrar la unidad
profunda que existía entre los primeros discípulos, y por ello no debe extrañar que a veces
procure “limar” ciertas aristas que podrían ensombrecer su cuadro.
Pero más “imperdonable” parece a algunos el hecho de que San Lucas no presente la
imagen de San Pablo que esperarían de un eventual compañero de viaje del Apóstol, sobre todo
en cuanto a la contraposición de San Pablo con el judeocristianismo y en cuanto a las
expresiones del “paulinismo” avanzado. Por más que, fuera de los escritos que vamos a
estudiar, en los dos primeros siglos tal vez no se escribió nada tan cercano a Rom 3, 28 como
Hech 13, 38s.
La cuestión continúa abierta, pero cabe preguntarse si se han tenido suficientemente en
cuenta los muchos aciertos de San Lucas, y si no se le debería conceder en más casos por lo
menos el beneficio de la duda. Se puede incluso confiar en que una profundización en el
estudio de las relaciones de San Pablo con otras iglesias y sobre el sentido real del paulinismo
puede hacer más creíble la posición de San Lucas. Por todo ello, es preciso ser muy cautos
antes de oponer desconsideradamente a Lucas y a Pablo.
Pero hay cuestiones sobre las que las Cartas no dicen nada (por ejemplo, no dicen que
San Pablo naciera en Tarso), y ahí puede haber discusión. De todos modos, si bien en muchas

2
cuestiones no hay acuerdo entre los estudiosos, en líneas generales se puede decir que muchos
autores conceden más valor histórico a San Lucas en la práctica que en teoría.
¿De dónde viene este consenso? Sencillamente de que los datos de San Lucas, en buen
número de casos, resisten a la crítica más feroz: presentan una masa de detalles (nombres de
personas, de lugares, acontecimientos, circunstancias) imposibles de inventar, y que encajan
perfectamente con los datos que se pueden extraer de las Cartas paulinas.

2) Marco cronológico

El apostolado de San Pablo se desplegó entre los años treinta y cincuenta/sesenta d.C.

El marco cronológico de la vida de San Pablo se elabora relacionando datos de la


historia general con las aportaciones de las Cartas y los Hechos. Los resultados, en cuanto a los
inicios, serían:
a) Si la muerte de Cristo, bajo Poncio Pilato (procurador entre el 26 y el 36 d.C.) tiene
como fecha mínima el año 27, la persecución de cristianos en Damasco y la conversión de San
Pablo deben colocarse, como fecha mínima, en los años 30/31.
b) El reinado de Aretas IV en Arabia se extiende hasta el año 40. San Pablo debió de
subir a Jerusalén (cfr. Gál 1, 18) después del incidente citado en 2Cor 11, 32, en vida de aquel
rey. Descontando de ahí los tres años mencionados en Gál 1, 18, resulta como fecha máxima
para la conversión de San Pablo los años 36/37. Este marco cronológico es suficiente para
hacer de San Pablo, en su primera visita a Jerusalén (cfr. Gál 1, 18), uno de los testigos
históricamente más cualificados para hablarnos de los orígenes cristianos.
En cuanto al término del apostolado paulino, los puntos de referencia serían:
c) San Pablo estuvo en Corinto durante el proconsulado de Galión en Acaya (cfr. Hech
18, 12), mandato que duró un año y se coloca entre los años 50/52.
d) El Apóstol estuvo prisionero en Jerusalén durante los mandatos de Félix y de Porcio
Festo (cfr. Hech 24, 27). El traspaso de poderes entre ambos es colocado por algunos autores
recientes en el año 55; hasta hace poco era normal colocarlo en el año 60.
Estos datos nos bastan para situar los momentos culminantes de la actividad literaria de
San Pablo en los años cincuenta.
Quien coloque el traslado del Apóstol de Jerusalén a Roma en los años 55/56, podrá
colocar su muerte antes del año 60. De todos modos, la tradición, seguida por muchos, la
coloca después del año 64, año del incendio de Roma, al que siguió la primera gran
persecución de los cristianos por obra de Nerón.

3) Los orígenes de San Pablo

Pablo, judío de la tribu de Benjamín y ciudadano romano, nació en Tarso de Cilicia,


en una familia de fieles observantes de la Ley.

Es desconocida la fecha del nacimiento de San Pablo. San Lucas presenta a Pablo como
“joven” cuando San Esteban fue lapidado, o sea, entre los 24 y los 40 años de edad. Por su
parte, el mismo Pablo se llama “anciano” (presbytés) en Flm 9, y es sabido que en aquella
época se tenía a uno por anciano a partir de los cincuenta años. Esto nos sugiere que habría
nacido durante la primera década de la era cristiana.
De ascendencia judía, nacido en una ciudad helenista, y ciudadano del Imperio romano.
En los datos apuntados resaltan los tres mundos diversos a los que Pablo pertenecía, y que
lo marcaron de diversa forma:

3
al judaísmo desde el punto de vista religioso
al helenismo por la lengua y el entorno cultural
al Imperio de Roma en el aspecto político.
Su genealogía (“de la tribu de Benjamín”) y su rápida adscripción a la Ley
(“circuncidado a los ocho días”) constan por Flp 3, 5.
Si a eso se añade (todos los estudiosos lo aceptan) que eso ocurrió en Tarso de Cilicia 1,
según nos dice Hech 9, 11. 30; 11, 25; 21, 39; 22, 3, los datos implican una fuerte adhesión a la
Ley por parte de los padres de San Pablo, pues en la Diáspora, muchos judíos, por
consideraciones sociales, retrasaban la circuncisión de sus hijos o renunciaban a ella; por otra
parte, pocos eran, incluso en Palestina, los que podían aportar una genealogía que los
adscribiera a una de las doce tribus.
El nombre de Saúl, transformado en “Saulo”, consta sólo por los Hechos (Saúl en 9, 4.
17; 22, 7. 13; 26, 14; Saulo en 7, 58; 8, 1. 3; 9, 1. 8. 11. 22. 24; 11, 25. 30; 12, 25; 13, 1. 2. 7.
9). Encaja perfectamente en un judío de la tribu de Benjamín (a la que pertenecía el rey Saúl),
nacido en una familia observante. La existencia de este otro nombre también suele ser
reconocida por los autores. Los Hechos bastan (véanse las citas de cc. 11-13) para suponer que
el Apóstol no perdió este nombre en el momento de la conversión, pero debió reservarlo para
sus relaciones con los judíos (lo cual no ocurre en las Cartas).
El nombre de Pablo es el único que nos transmiten las Cartas. Los Hechos (9, 13) lo
introducen con la fórmula: “Saulo, que también se llama Pablo”, duplicidad que enlaza con
otros nombres dobles en el mismo Nuevo Testamento (Hech 1, 23: “José, llamado Justo”; 12,
12. 25: “Juan, llamado Marcos”).
Es un nombre latino (Paulus, contracción de paululus), que nos orienta hacia la posible
ciudadanía romana del Apóstol. Esa condición, repetidamente reivindicada en los Hechos (16,
37; 22, 25-29; 23, 27; 25, 10-12), ha sido mayoritariamente aceptada por los estudiosos. De
todos modos, no han faltado quienes la han puesto en duda. La cuestión puede resolverse a
partir del traslado de San Pablo de Jerusalén a Roma, ciertamente difícil de explicar si el
Apóstol no gozaba de dicha condición.

4) La juventud de San Pablo

Se discute sobre los eventuales estudios de San Pablo en Jerusalén

El buen conocimiento de la lengua griega que Pablo acredita hace pensar en que se
habría criado en una ciudad griega, como Tarso. De ese modo, no habría tenido que aprender el
griego como segunda lengua. Hechos (22, 3) habla en términos técnicos de una enseñanza
primaria y una enseñanza superior de San Pablo en Jerusalén, a los pies del célebre Gamaliel,
fariseo muy conocido y estimado como maestro de la Ley (cfr. Hech 5, 34), cuyo período de
más esplendor tuvo lugar hacia los años 20-50 d.C.
La propuesta es aceptada incluso por autores extremadamente críticos en otros puntos.
Algunos han aportado pruebas de las profundas relaciones del Apóstol con el judaísmo
palestinense. También le es favorable el título de “fariseo”, que San Pablo mismo se da en Flp
3, 6.
De todos modos, hay dificultades atendibles:
1
Tarso era un centro bien conocido de cultura, filosofía y educación. Estrabón nos habla de sus
escuelas, que superaban a las de Atenas y Alejandría. Varios filósofos estoicos y epicúreos se
establecieron y enseñaron allí. En la reorganización de Asia Menor llevada a cabo por Pompeyo en el
año 66 a.C., Tarso se convirtió en la capital de la provincia de Cilicia. Marco Antonio concedió a la
ciudad el estatuto de civitas libera, es decir, la exención de impuestos, y la ciudadanía, y Augusto
confirmó estos derechos.
4
a) San Pablo muestra un profundo conocimiento de la lengua y de las costumbres
griegas, incluso una cierta familiaridad con las convenciones retóricas 2. Y no son raros los
casos en que los vocablos utilizados en la cultura griega contemporánea se ven obligados a
expresar contenidos y significados nuevos, conformes con su pensamiento teológico 3. Sin
embargo, también hay que sostener que, al escribir, su forma de argumentar y de hacer
teología, así como su uso de la Escritura, son particularmente judíos.
b) Su Biblia es, evidentemente, la traducción griega de los Setenta4.
c) Una larga estancia en Jerusalén, realizando estudios primarios y superiores (de
rabinismo) probablemente debería haber comportado conocer a Cristo durante su ministerio
público, o recibir algún impacto directo de su Pasión. Pero sólo dice, y por tres veces:
“Perseguí a la Iglesia de Dios” (1Cor 15, 9; Gál 1, 13; Flp 3, 6). Si hubiese tenido cualquier
tipo de relación personal con Jesús, parece difícil de explicar que haya desaprovechado esas
tres ocasiones para decirlo5.
d) La frase de Gál 1, 22: “Personalmente no era conocido por las iglesias de Judea” es
poco compatible con la realidad de una persona que “entraba por las casas, arrastrando
hombres y mujeres y metiéndolos en la cárcel” (Hech 8, 3). Si bien esta dificultad podría tal
vez ser explicable partiendo de la hipótesis (que más adelante desarrollaremos) de que la
persecución de Saulo sólo implicó a las comunidades de judeocristianos procedentes del
helenismo, y no a las comunidades tradicionales de Judea.
Las consideraciones anteriores han llevado a muchos estudiosos a creer que en realidad
el Apóstol no estudió en Jerusalén, sin excluir que la hubiera visitado. La noticia de San Lucas
tendría en ese caso carácter simbólico, como el inicio y el final de la historia de Jesús en la
Ciudad Santa (Lc 1, 8s; 24, 52s). Pero, como hemos dicho, no hay pruebas concluyentes de que
esto haya sido realmente así. Los datos de Hechos 22, 3 podrían ser más fiables de lo que
muchos estarían dispuestos a admitir. Además, un celo por la Ley como el que Saulo tuvo
parece difícil que se hubiese vivido en la Diáspora, fuera de la tierra de Israel.

5) San Pablo, perseguidor


2
Baste pensar en el uso de la diatriba (literalmente: “pasatiempo”, “diversión”), método didáctico
característico de los maestros ambulantes de entonces, que se usaba también en el estilo expositivo de la
predicación de las sinagogas helenísticas. Lejos de presentar las ideas filosóficas, morales o religiosas,
en deducciones que llenen largos párrafos y en discusiones de carácter especulativo, evita a conciencia
el lenguaje técnico y elevado, y se mueve a un nivel dialogal lleno de vida, con frases cortas e incisivas;
presenta objeciones que responden al punto de vista de un adversario imaginario, y hace intervenir al
oyente o al lector como si fuesen interlocutores (en Rom 3ss hallamos un buen ejemplo de este tipo de
argumentación).
3
Recordemos por ejemplo el ensanchamiento y en la transformación semántica que imprimió a ciertos
términos “clave”, como carne (sarx) y espíritu (pneûma), pecado (hamartía) y salvación (sotería), amor
(agápe) y justicia (dikaiosýne), libertad (eleuthería) y esclavitud (doulótes).
4
Y no sólo las citas bíblicas, sino todo el lenguaje y el estilo del Apóstol está más cerca de los Setenta
que de ningún otro posible modelo.
5
Se ha discutido mucho esta cuestión al comentar 2Cor 5, 16: “Y si antes conocimos a Cristo en cuanto
a la carne, ahora ya no le conocemos así”. Desde el punto de vista exegético parece preferible referir la
expresión “en cuanto a la carne” a Cristo, no a un conocimiento insuficiente, “carnal”. Eso significaría
que Pablo habla del Jesús terreno. Para Pablo, el conocimiento del Jesús terreno pasa por completo a un
segundo plano en comparación con el conocimiento del Cristo ensalzado. Es posible que esta espinosa
frase esté relacionada con el reproche levantado contra Pablo en el sentido de que él no sería un apóstol
auténtico por no haber sido discípulo del Jesús terreno. Como es natural, Pablo nunca podría desactivar
este reproche aludiendo a que él habría visto de pasada a Jesús en cierta ocasión. Su argumentación
discurre arrancando del Señor ensalzado, que le llamó. Con todo, la enigmática formulación bien podría
dar a entender que él oyó hablar de Jesús antes de que Este muriera.
5
Pablo persiguió a la Iglesia de Dios por el celo de la Ley de Moisés

La frase, tres veces repetida: “Perseguí a la Iglesia de Dios” (1Cor 15, 9; Gál 1, 13; Flp
3, 6) va acompañada dos veces de la idea de “celo”. Cabrá explicar ese celo, en Flp 3, 5s, por la
frase anterior (“según la Ley, fariseo”) y por la frase siguiente (“por la justicia que da la Ley,
intachable”, v. 6). Según Gál 1, 13s, se trata de un celo por las “tradiciones paternas”, dentro de
una conducta “en el judaísmo”, es decir, llevada por la preocupación de mantener la identidad
judía. Esa preocupación le tenía que llevar necesariamente a insistir en aquellos detalles de la
Ley más difíciles de cumplir en ambiente pagano, porque en ello les iba la identidad: en el
momento en que los judíos (se decía) empiecen a relativizar las prácticas concretas de la Ley
(incluso el sábado, que figura en el Decálogo), podrán ser “buena gente”, pero dejarán de
formar “el pueblo escogido”.
El fariseísmo constituyó un movimiento laical altamente respetado por su firme piedad,
que hacía de la ley de santidad veterotestamentaria la pauta de su vida. Sobrevivió a la guerra
judía y a la destrucción de Jerusalén y, cuando más tarde el judaísmo se consolidó, llegó a ser
la única autoridad competente, el núcleo germinal del judaísmo talmúdico posterior. De ahí que
no resulte extraño que un judío de la Diáspora como Saulo hallase en el fariseísmo un marco
adecuado para su fervorosa vivencia de la fe judía.
San Pablo debió de percibir el cristianismo naciente como una enorme
“relativización” de la Ley al abrigo de palabras especialmente fuertes de Jesús como “no es el
hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre” (Mc 2, 27), o “deja que los muertos
entierren a sus muertos” (Mt 8, 22), con las cuales parece que se infringían dos mandamientos
del Decálogo. La fe de los judeocristianos en Jesús como Salvador debía llevarles, tarde o
temprano, al abandono de la observancia de la Ley, lo cual no podían aceptar los judíos
convencidos de la necesidad de la Ley para la salvación.
En suma, San Pablo debió ser un ferviente partidario de la Ley mosaica, bastante
semejante a aquellos que, años más tarde, al volver de su tercer viaje, le reprocharían el inducir
a los judíos convertidos al cristianismo a la defección (apostasía) respecto a Moisés,
“diciéndoles que no circuncidasen a sus hijos ni siguieran las tradiciones” (Hech 21, 21).
También podía haber llegado hasta él la polémica que el grupo de San Esteban
mantenía frente a la Ley y el Templo: “Le hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá
este lugar y cambiará las costumbres que Moisés nos encomendó” (Hech 6, 14). Al parecer, los
judeocristianos helenistas deducían que la venida del Mesías había instaurado un nuevo orden
de cosas, y que ya no era necesaria la observancia de las prescripciones ceremoniales de la Ley
judía. No hay que olvidar a este respecto la explosiva confrontación entre Esteban,
judeocristiano helenista, y los miembros de las sinagogas de los libertos y de las de los
cireneos, de los alejandrinos, de los cilicianos y de los asiáticos (Hech 6, 9), que concluyó con
la lapidación de Esteban y el inicio de una persecución que se extendió por Judea y Samaría
(cfr. Hech 8, 1). Más que la fe en la mesianidad del Nazareno que había acabado muriendo en
la cruz, el motivo de la agresividad de los judíos “ortodoxos” debió ser la crítica que los
judeocristianos helenistas hacían contra el Templo y las prescripciones rituales de la Ley
mosaica6.

6
Probablemente haya que deshacerse de la suposición, no por extendida menos errónea, de que para un
judío estricto, como Saulo, la fe en la mesianidad de Jesús constituía motivo suficiente de persecución.
De haber sido así, todos los cristianos sin excepción hubiesen constituido a sus ojos, en todo caso, una
secta judía extravagante y víctima del error, pero nunca los hubiera considerado como herejes y
blasfemos. Partidarios de grupos que tenían por mesías a uno o a otro “profeta” habían existido en el
judaísmo en número no escaso, sin que por esto hubiesen de temer ser perseguidos o excluidos de parte
de los judíos.
6
Pero había aún algo más: los helenistas diseminados por las ciudades vecinas no sólo
fundaban comunidades, sino que admitían generosamente a paganos en sus filas,
integrándolos como miembros de pleno derecho, y sin exigirles la circuncisión (cfr. Hech 11,
20 comparado con 15, 1-2). El bautismo había reemplazado a la circuncisión. Con ello se
eliminaba de hecho la frontera, celosamente custodiada, entre Israel y los gentiles. El que,
como judío, consideraba que la santidad estaba vinculada con Israel, no podía evitar una
irritación profunda al ver esta dolorosa violación de la frontera. La confrontación resultaba
especialmente explosiva porque los judeocristianos helenistas, desde un punto de vista oficial,
seguían integrados plenamente en el judaísmo.
Ahora es posible encuadrar con mayor precisión la persecución llevada a cabo por
Pablo. Como natural de Tarso, él tenía relación con las sinagogas de los judíos procedentes de
la Diáspora y que vivían entonces en Jerusalén. Parece, pues, lógico pensar que Pablo persiguió
a los judeo-cristianos helenistas de orientación liberal frente a la ley mosaica, y que el motivo
de su hostilidad fue precisamente la actitud “herética” de aquellos desviacionistas. El caso es
que, en el momento de la conversión de San Pablo, una posición de ese tipo había llegado a
Damasco y tenía allí un volumen suficiente como para merecer una fuerte persecución7.
No hay que pensar aquí en una actuación de Pablo a modo de francotirador. El solo no
hubiera podido tener el menor éxito al perseguir a la Iglesia. Cuando él en sus Cartas se refiere
siempre y sólo a su propia actividad (1Cor 15, 9; Gál 1, 13-14. 23; Flp 3, 6), no busca
ofrecernos una descripción de las empresas que ha llevado a cabo con otros, sino que trata de
poner al descubierto su andadura personal. En este tema, Hechos también está interesado, a fin
de cuentas, sólo en la persona de Pablo. Con todo, podemos partir del supuesto de que él
desarrolló una iniciativa especial y que, también en este caso, aventajó en celo a los demás.
Según los Hechos (9, 1s. 14. 21; 22, 5; 26, 10. 12) San Pablo debió de llegar a Damasco
(donde había grandes comunidades de judíos de la diáspora) con una expedición, pertrechada
con cartas del Sumo Sacerdote y dispuesta a reunir a todos los cristianos y llevarlos presos a
Jerusalén. Se ha discutido si esto pudo realmente ser así, dado que (alegan algunos) el Sanedrín
no poseía semejante jurisdicción, que iba mucho más allá de las fronteras de Judea. Sin
embargo, hay quienes opinan que el Sanedrín de Jerusalén gozaba de tal prestigio también en la
Diáspora judía, que se puede hablar de un poder “ideal” (aunque no estrictamente jurídico). El
grado de aceptación de las indicaciones del Sanedrín dependería de la buena voluntad de las
respectivas comunidades judías de la Diáspora. Por otro lado, cabe también que la actuación no
autorizada de uno o varios perseguidores en Damasco no haya causado especial impresión.
La intención que llevó a Pablo y a sus acompañantes a actuar en las sinagogas de
Damasco habría sido la de hacer entrar en razón a los disidentes, la de moverlos a desistir de su
concepción de la Ley que vulneraba la santidad de Israel. De seguro que no querían limitarse a
discutir. Los tribunales de las sinagogas tenían facultades para imponer penas concretas contra
los miembros culpables de desviacionismo doctrinal. Pues bien, todo hace creer que él las hizo
aplicar contra los seguidores del movimiento de Jesús. Después de todo, también las menciona
el libro de los Hechos: Pablo hace encarcelar y azotar a los cristianos (22, 5. 19; 26, 11). Tenía
que tratarse de aquellas penas que él mismo sufriría más tarde de manos de sus opositores:
“Los judíos me han azotado cinco veces, con los cuarenta golpes menos uno; tres veces he sido
apaleado, una vez me han apedreado” (2Cor 11, 24-25).

7
Serán los judeocristianos helenistas los que lleven por primera vez el Evangelio a los griegos. Es
posible que algunos de los dispersos luego de la lapidación de San Esteban, al llegar a Antioquía de
Siria, se convirtiesen en campeones de la libertad de los paganos convertidos respecto a la obligación de
la circuncisión (cfr. Hech 11, 20 comparado con 15, 1-2). Todo esto explicaría que la Iglesia-madre de
Jerusalén, ligada aún a las tradiciones judías y al culto del santuario (Hech 2, 46) fuera dejada en paz,
junto con las demás comunidades cristianas de Palestina igualmente fieles al judaísmo (Hech 9, 31).
7
Del testimonio convergente de las Cartas y de los Hechos surge la figura de Pablo
(todavía Saulo) como una personalidad caracterizada por fuertes sentimientos y un exuberante
apasionamiento. Puede afirmarse que en su alma había un fuego ardiente, y que para él la lucha
contra las falsas creencias era un deber para con Dios. La causa abrazada (primero el judaísmo,
luego el cristianismo) ocupaba por completo su espíritu. No fue un indiferente ni un hombre
“mesurado”. El ideal griego del hombre despegado y un tanto escéptico siempre le sería
extraño.

6) La conversión de San Pablo

En Damasco (o: en el camino de Damasco), por una experiencia extraordinaria de


Jesús resucitado, San Pablo se convirtió en el Apóstol de los gentiles.

Es cosa sabida que los Hechos cuentan tres veces la conversión de San Pablo: uno de
los relatos está en su lugar normal (Hech 9, 1-19), y los otros dos en forma de discursos
apologéticos con los que el Apóstol se defiende ante los judíos de Jerusalén (22, 3-21) y ante el
gobernador Festo y el rey Agripa (26, 9-18). Ciertas variantes en la presentación de las cosas,
como las divergencias sobre qué ven y qué oyen los que acompañan a San Pablo (compárese 9,
7 con 22, 9 y con 26, 13s) indican que el autor no da gran importancia a los detalles; pero el
hecho de relatarlo tres veces indica que sí da gran importancia al hecho de la conversión
extraordinaria.

“A partir de entonces, inesperadamente, [San Pablo] comenzó a considerar ‘pérdida’ y


‘basura’ todo aquello que antes constituía para él el máximo ideal, casi la razón de ser de su
existencia (cfr. Filipenses 3, 7-8).
(…) Tal vez el lector medio puede sentir la tentación de detenerse demasiado en
algunos detalles, como la luz del cielo, la caída a tierra, la voz que llama, la nueva condición de
ceguera, la curación por la caída de una especie de escamas de los ojos y el ayuno. Pero todos
estos detalles hacen referencia al centro del acontecimiento: Cristo resucitado se presenta como
una luz espléndida y se dirige a Saulo, transforma su pensamiento y su vida misma. El
esplendor del Resucitado lo deja ciego; así, se presenta también exteriormente lo que era su
realidad interior, su ceguera respecto de la verdad, de la luz, que es Cristo. Y después su ‘sí’
definitivo a Cristo en el bautismo abre de nuevo sus ojos, lo hace ver realmente.
En la Iglesia antigua el bautismo se llamaba también ‘iluminación’, porque este
sacramento da la luz, hace ver realmente. En Pablo se realizó también físicamente todo lo que
se indica teológicamente: una vez curado de su ceguera interior, ve bien. San Pablo, por tanto,
no fue transformado por un pensamiento sino por un acontecimiento, por la presencia
irresistible del Resucitado, de la cual ya nunca podrá dudar, pues la evidencia de ese
acontecimiento, de ese encuentro, fue muy fuerte. Ese acontecimiento cambió radicalmente la
vida de San Pablo. En este sentido se puede y se debe hablar de una conversión”8.

En el capítulo 9, San Lucas subraya el papel de Ananías, encargado de introducir a


Saulo en la comunidad cristiana. En su apología a los judíos de Jerusalén, Pablo insiste en su
pasado de buen judío y en su celo de perseguidor; distingue la visión de Damasco de otra
visión en el Templo en la que recibió la orden de predicar a las naciones paganas (cfr. Hech 22,
21). Delante de Festo y Agripa, San Pablo no habla de Ananías. En este tercer relato todo
ocurre en el camino de Damasco, donde Saulo recibe su misión directamente de Jesús. En vez

8
S.S. Benedicto XVI, “La conversión de San Pablo”, Catequesis del miércoles 3 de septiembre de
2008 (L’Osservatore Romano nº 36, pág. 12).
8
de mostrarlo ciego (cfr. 9, 8; 22, 11) se le anuncia que, gracias a él, las naciones paganas
abrirán sus ojos y pasarán de las tinieblas a la luz (cfr. 26, 17s).
Nadie llega al extremo de decir que San Pablo tuvo una conversión “normal”, ni se
cuestiona tampoco Damasco como el lugar de la misma. A la vista está que, en virtud del
acontecimiento de Damasco, San Pablo se sentirá investido de una autoridad que le colocará a
la altura de los máximos apóstoles (cfr. 1Cor 15, 8-10: Gál 1, 18; 2, 11. 14) con poderes
máximos sobre sus fieles (cfr. 1Cor 4, 15. 21; 2Cor 10, 4-6. 8; 13, 10). De un modo u otro, los
autores reconocerán que San Pablo llegó a ser apóstol “por vía carismática”, y es propio de esa
vía tener visiones y oír palabras.
Por su parte, cuando escribía a las comunidades que él mismo había fundado, Pablo no
tenía por qué repetir las circunstancias de esta llamada, teniendo en cuenta además que un
legítimo pudor le obligaba a mostrarse muy discreto sobre las gracias místicas que había
recibido (cfr. 2Cor 12, 1). Sin embargo, hubo circunstancias en que la necesidad de la
predicación o de la polémica le obligaron a insistir en la originalidad de su misión. Podemos
enumerar los textos principales antes de recoger en ellos las ideas principales:
San Pablo dice que vio a Jesús, y por eso es “apóstol” (1Cor 9, 1s). Es decir, que una
sola “experiencia” le valió tanto como a los demás apóstoles les valieron varios años de
convivencia con el Señor, más las apariciones del Resucitado. Después de enumerar estas
últimas, se coloca a sí mismo como “nacido fuera de tiempo” y “último de los apóstoles” (15,
8s), sencillamente porque la lista de los apóstoles, tanto como la lista de las apariciones, se
consideraba definitivamente clausurada9. Pero, a pesar de todo, él, el antiguo perseguidor,
pertenece a los testigos oficiales de la Resurrección de Cristo y proclama el mismo Evangelio
que Cefas y los Doce, Santiago y los demás apóstoles (1Cor 15, 1-11).
Además, al aparecérsele en el camino de Damasco, Cristo le enseñó a sacrificar los
viejos valores para encontrar su salvación en la fe (Flp 3, 4-16). Por ello, San Pablo vivió como
una especie de “violencia” aquella irrupción de Cristo en él, como un haber sido “alcanzado
por Cristo” (Flp 3, 12).
Corresponde a ese contacto directo la idea de que es apóstol “no de parte de los
hombres ni por intervención humana” (Gál 1, 1), y que el Evangelio “no lo ha recibido de
ningún hombre ni se lo ha enseñado nadie” (v. 12). También es propia de una comunicación
directa, por lo inesperada, la idea de que Dios le mostraba a “su Hijo” y le pedía que lo
anunciase entre los gentiles (vv. 15s). Decimos inesperada porque difícilmente San Pablo podía
saber tanta Cristología antes de su conversión, y en cuanto a los gentiles, porque lo último que
puede ocurrírsele a un hombre obsesionado por la identidad judía es que pueda ofrecerse
inmediatamente a los gentiles la “consolación” por la que Israel tanto había suspirado (cfr. Lc
2, 25).
En suma, la llamada del antiguo perseguidor es un testimonio de la omnipotencia de la
gracia de Dios (1Tim 1, 12-14). Lo expresa muy bien nuestro Santo Padre Benedicto XVI:

“Este viraje de su vida, esta transformación de todo su ser no fue fruto de un proceso
psicológico, de una maduración o evolución intelectual y moral, sino que llegó desde fuera (…)
En este sentido no fue sólo una conversión, una maduración de su ‘yo’; fue muerte y
resurrección para él mismo: murió una existencia suya y nació otra nueva con Cristo
resucitado”10.

9
Resulta llamativo que San Lucas evite de ordinario llamar a San Pablo “apóstol”, a pesar de que éste
insistía tanto en aquel título. Es que Lucas da una definición más estricta del apostolado (cfr. Hech 1,
21-22), que añade la “convivencia” con Jesús al testimonio de la Resurrección.
10
S.S. Benedicto XVI, “La conversión de San Pablo”, Catequesis del miércoles 3 de septiembre de
2008 (L’Osservatore Romano nº 36, pág. 12).
9
Si bien los textos aducidos podrían interpretarse también en otros sentidos, parece lo
más lógico que apuntan a una visión de Jesús glorificado, en la que se le presentó como
Hijo de Dios y le dio el encargo explícito de evangelizarle entre los gentiles11.
Cada uno de los textos requeriría su propio estudio, que tenga en cuenta la finalidad que
el Apóstol pretende en cada caso y la polémica que le sirve de trasfondo. No obstante es fácil
poner de relieve unos cuantos puntos en común:

a) San Pablo no describe nunca la visión que tuvo. Está seguro de que se
encontró con el Señor, pero las palabras humanas no pueden expresar lo que fue aquel
“apocalipsis” (cfr. Gál 1, 12). La gloria y la luz son las imágenes que le permiten evocar mejor
aquel misterio (según 2Cor 4, 6).

b) La iniciativa procede del Padre, como subraya con energía Gál 1, 15. En este
aspecto, San Pablo se siente en la línea de los profetas del Antiguo Testamento, recogiendo
algunas expresiones relativas a la misión de Jeremías (1, 5) o a la del Siervo del Señor (Is 49,
1-6).

c) Cristo se dio a ver a Sí mismo, como se dice en 1Cor 15, 5. 7. 8. La forma verbal
que aquí se escoge subraya expresamente esta intervención activa que permitió el encuentro.
De forma expresiva, San Pablo escribe a los Filipenses que fue “alcanzado” por Cristo Jesús
(cfr. 3, 12). ¿Cómo iba entonces a poder dar coces contra el aguijón, como se dice en Hech 26,
14?
La acción de Cristo no originó solamente una visión y un mensaje sino una
transformación íntima. San Pablo fue constituido apóstol, con un título no inferior al de los
Doce.

d) El envío de Pablo se dirige especialmente a las naciones. Se puede pensar sobre


este punto que el Apóstol fue tomando conciencia progresivamente de este objetivo, que al
principio habría percibido con ciertos titubeos. Pero luego, durante toda su vida, se referirá a
aquel encuentro inicial.

e) Ante su pasado de perseguidor, San Pablo no siente una falsa vergüenza, pues
puede atestiguar que actuó de buena fe (cfr. Flp 3, 4-6). En efecto, hay que remarcar que las
dos fuentes (Cartas y Hechos) están totalmente de acuerdo en que la conversión de Saulo no
es la de un pecador arrepentido. Tanto en una como en otra, lo que importa es que el Señor
exaltado, con su poder soberano, convierte a un perseguidor en testigo suyo. Su conversión es
un ejemplo palpable de la omnipotencia de la gracia divina. Encomia esta gracia en numerosos
contextos (cfr. Rom1, 5; 15, 15; 1Cor 3, 10; Gál 1, 15). Quizás se encuentra en 1Cor 15, 10 la
mención más bella: “Por la gracia de Dios soy lo que soy”.

11
Si afirma el carácter desconcertante y la importancia decisiva de la experiencia que ha vivido, San
Pablo no describe en ninguna de sus Cartas su desarrollo exterior. Cuando tuvo que hablar de ella,
quince o veinte años más tarde, sólo se acordaba de la dimensión espiritual del suceso, lo que había
representado en su itinerario interior. En Gál encontramos el relato autobiográfico más elaborado. Allí,
condensada en un versículo y medio (1, 15-16a) hallamos la evocación de la experiencia que transformó
su vida: “...cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia , tuvo a
bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles...” Sin describir nada del suceso
exterior de Damasco, San Pablo sólo indica su significado. Y este significado es doble: por un lado, el
suceso marcó el comienzo de una relación con Cristo (Dios reveló en mí a su Hijo); por otro lado, fue el
que dio origen a la misión (para que yo lo anunciase entre los gentiles).
10
¿Qué conocimiento adquirió San Pablo en el suceso de Damasco? Ante todo, el de que
Jesús de Nazaret, de cuya crucifixión él tenía noticia, vive. Con ello se demostraba como
atinado el kerigma cristiano de la Muerte y Resurrección de Jesús, kerigma que para él como
perseguidor resultaba escandaloso. Pero también se demostraba como legítima la incondicional
ampliación de esa proclamación a los gentiles, ampliación que él había considerado como
violación de la santidad de Israel y que se lanzó a combatir y aniquilar.

En efecto, en Jesucristo resucitado se le había revelado la salvación escatológica y


definitiva que debía ser anunciada a todos los hombres, sin restricción alguna.

7) Estancia en Arabia

La estancia de San Pablo en Arabia (Gál 1, 17) terminó en persecución (2Cor 11, 32).

El libro de los Hechos no menciona esa estancia de San Pablo en Arabia, quizá para no
dar la impresión de que el Apóstol huía del peligro. Sí menciona, a semejanza de 2Cor 11, 32,
la huida de Damasco, haciéndose descolgar en un cesto (Hech 9, 23-25).
Por Arabia hemos de entender la región pagana situada al este del Jordán y al sureste de
Damasco, transitada por beduinos, y en la cual no faltaban ciudades helenísticas como Petra,
donde residía Aretas IV, rey de los nabateos (desde el 9 a.C. hasta el 40 d.C.)12.
¿Por qué este dirigirse a Arabia? ¿No habría sido más natural trasladarse lo antes
posible a Jerusalén para hacer su presentación allí, o ir a Antioquía para entrar en contacto con
la comunidad local, o, por último, permanecer durante un tiempo en Damasco? Cabe suponer
que arreció contra él la oposición, no sólo desde las filas de sus antiguos correligionarios, sino
también desde los nuevos.
Probablemente es un error representarse esa estancia del Apóstol allí como un tiempo
de soledad monacal, durante el cual se habría preparado con la meditación a la actividad que
había de desplegar más tarde. Ello se opondría a la orden de predicar que le fue explícitamente
dada. Además, ¡cómo podía él, que aguardaba para dentro de muy poco el fin del mundo y el
retorno de Cristo, retrasar tanto (de dos años y medio a tres años) el cumplimiento de su
misión! Por esto tenemos derecho a suponer que San Pablo anunció ya el Evangelio en esa
zona del actual estado jordano. Por lo visto, no logró allí éxitos dignos de mención. El mismo
no puede informar sobre la fundación de comunidad alguna, y sin duda no es casual que
tampoco los Hechos den mayor información sobre este primer período de misión. También es
posible que la esterilidad de sus esfuerzos y las persecuciones de que sería objeto le forzasen a
una brusca interrupción de su actividad y a emprender el camino de vuelta hacia Damasco (Gál
1, 17).
También de Damasco debió huir finalmente, siendo descolgado en un cesto muralla
abajo (Hech 9, 23-25). La diferencia fundamental en este episodio entre Hech 9 y 2Cor 11 es
que según Hech 9 son los judíos quienes tratan de apresar a Pablo, mientras que 2Cor 11
atribuye esa intención al etnarca del rey Aretas. Ambas versiones podrían armonizarse si se
admite que la intervención del etnarca partió de una denuncia interpuesta ante él por los judíos.
También es verosímil que hubiese precedido una actuación misionera entre judíos y prosélitos
12
Descendientes de Nebaiot, hijo de Ismael (cfr. Gén 25, 13), los nabateos constituían un verdadero
reino arábigo con gente notable en la guerra, en el comercio y las construcciones. Comenzó a
extenderse por el siglo VII a.C. y llegó a abarcar casi toda la Arabia de Petra, la península sinaítica y las
fronteras del desierto de Arabia. Durante el siglo VI a.C: los nabateos llegaron hasta Edom y Moab y
las conquistaron. Alcanzaron su apogeo entre los siglos II a.C. y II d.C. En los días de Cristo los
nabateos se extendieron hasta el Meditarráneo, al sur de Gaza; por el norte subieron por Traconite y
dominaron hasta Damasco en Siria, donde residió un gobernador (etnarca) del rey nabateo.
11
que hubiese desembocado en tumultos. Sea como sea, con esta salida tan espectacular se
clausuraba una etapa de la vida de San Pablo, quien al parecer nunca volvió a Damasco.

8) Primera visita a Jerusalén

La primera visita a Pedro en Jerusalén (Gál 1, 18s) fue amistosa y fructífera.

Según Gál 1, 18, el Apóstol tardó tres años en subir a Jerusalén. Si él se puso en camino
inmediatamente después de haber huido de Damasco, pudo llegar a su destino unos pocos días
más tarde.

Jerusalén no es para San Pablo un lugar cualquiera. Como ciudad, tiene un significado
teológico. Más tarde, San Pablo se vinculará a la Ciudad Santa mediante una colecta que
pondrá en marcha en sus comunidades para socorrer a los pobres de Jerusalén, y de la cual
hablará en sus Cartas. Mucho más tarde, echando una mirada retrospectiva a su actuación, dirá
él en Rom 15, 19: “Desde Jerusalén y su comarca hasta Iliria he dado cumplimiento al
Evangelio de Cristo”. Con esas palabras se define a Jerusalén no sólo como punto de partida,
sino también como el centro permanente de su predicación y de la proclamación cristiana en
general.

Para él es necesario que el Evangelio proceda de Jerusalén y permanezca centrado allí.


Cabe suponer que, al pensar así, él se apoyaba en dichos como el de Is 2, 3: “De Sión saldrá la
ley, de Jerusalén la palabra del Señor”. Porque la idea de la peregrinación de los pueblos, que
juega un papel en San Pablo, está presente en el contexto de Isaías: “Venid, subamos al monte
del Señor”. Son los pueblos los que hablan así. San Pablo considera que se cumple el carácter
central de Jerusalén cuando Cristo, quien “se puso al servicio de los circuncisos” (Rom 15, 8),
consuma allí su destino en la cruz y resurrección. Dios colocó en Sión a Cristo como piedra de
escándalo, como la roca en que uno puede tropezar, pero que salva al que cree en El (cfr. Rom
9, 33; Is 28, 16). Cuando San Pablo citó tales dichos debió tener muy claro que Cristo se había
convertido para él mismo en piedra de escándalo. Ahora se encontraba él en la Ciudad como
uno que ve cumplido el destino de ella13.

San Pablo habla con sobriedad y con gran modestia sobre su primera estancia en
Jerusalén como cristiano (Gál 1, 18-20). Al parecer subió como apóstol, mostrando los
resultados de un trabajo y unas persecuciones, y sabía que iba “a ver a Pedro” 14. Que pasara
quince días con él no debió de ser decisión de Pablo, sino de Pedro, que le concedió todo ese
tiempo, en el cual sin duda pudo cerciorarse de la honestidad y fiabilidad del antiguo
perseguidor convertido en apóstol.

No es difícil suponer que San Pablo le hubiera contado a San Pedro que Dios le había
mostrado a su Hijo para que lo anunciara a los gentiles (cfr. Gál 1, 16), y que éste aceptara esa
decisión de Dios. Tampoco es difícil imaginar que Pedro le contase a Pablo una serie de
recuerdos del Maestro. Sea como sea, no hay duda de que entre ambos hubo un
13
Según Rom 11, 26, San Pablo espera que en el futuro salga también de Sión el Salvador que quite la
impiedad de Israel.
14
El significado del infinitivo griego historesai se discute. Literalmente significa “preguntar acerca de”
(una persona o cosa), “ir a examinar” (una cosa). Muchos intérpretes antiguos griegos y latinos lo
entendieron simplemente como “ver”, a menudo interpretado como “hacer una visita (amistosa) a
Cefas”. La interpretación que algunos (como J. Fitzmyer) juzgan preferible es que Pablo visitó a Cefas
con el propósito de preguntarle, para obtener de él información sobre el ministerio de Jesús.
12
intercambio de puntos de vista sobre cómo había que entender el mensaje de Cristo, que
constituía el centro de la vida de la primitiva comunidad y era lo que San Pablo, según su
peculiar talante, había predicado. También es probable que durante esos quince días San
Pablo haya aprendido “tradiciones” de la Iglesia de Jerusalén (cfr. 1Cor 11, 2. 23-25; 15,
3-7).
Aunque San Pablo asoció a su primera visita a Jerusalén sólo la intención de conocer a
Cefas15, sin embargo vio también allí a Santiago, “el hermano del Señor” (Gál 1, 19). Contra
los judaizantes que apelaban a la autoridad de Santiago en las comunidades paulinas de
Galacia, San Pablo subraya que también él lo conoció, dejando entrever que entre ellos no
hubo ninguna discrepancia.
En Hech 9, 26-30 se expone de otro modo la visita a Jerusalén. Se dice que Bernabé 16
introdujo a San Pablo a los Apóstoles, con los que luego él convivió. Afirma que él actuaba
con coraje en el nombre del Señor, y que mantenía discusiones con los judíos helenistas, es
decir, con sus antiguos correligionarios. Sigue diciendo que, al atentar ellos contra la vida de
Pablo, éste se vio obligado a abandonar la ciudad.

9) Pablo y Bernabé en Antioquía

Pablo y Bernabé estuvieron durante un tiempo vinculados a la comunidad de


Antioquía.

Según los Hechos, las relaciones de Pablo y Bernabé empezaron en Jerusalén, donde
este último lo presentó a los apóstoles (9, 27).
Las de Bernabé con Antioquía empezaron con una delegación apostólica, cuando en
Antioquía empezó la evangelización de los gentiles (11, 22-24).
Las de Pablo con Antioquía cuando Bernabé fue a buscarle a Tarso y le tuvo allí
durante un año (vv. 25s), antes de salir juntos para el llamado primer viaje (cc. 13s).
Las Cartas no confirman todos esos puntos, pero tampoco los excluyen del todo: dicen
que después de la visita a Pedro, se fue “a las regiones de Siria y Cilicia” (Gál 1, 21), cuyas
capitales eran respectivamente, Antioquía y Tarso, aunque no se dice por cuánto tiempo17.
Tampoco se dice que el viaje de Pablo y Bernabé a Jerusalén (Gál 2, 1. 9) partiera de
Antioquía, como nos sugiere el paralelismo con los Hechos (14, 26; 15, 1s), pero Gál 2, 13
presupone que, cuando Pedro fue a Antioquía (v. 11), Bernabé estaba allí, ocupando una cierta
posición (v. 13: “incluso Bernabé...”), y Pablo también.
Por lo menos, se puede afirmar que el hilo argumentativo de Gál 1s ha llevado a la
mayoría de autores a entender que, en el contexto de su estancia en Siria y Cilicia (1, 21), el
Apóstol estuvo en Antioquía colaborando con Bernabé, que de allí partieron a Jerusalén (2,
1-10) y que también allí recibieron la visita de Pedro (vv. 11-14).

15
El nombre Cefas –si excluimos Jn 1, 42- aparece sólo en San Pablo (8 veces). En Gál 2, 7s, él utiliza
el nombre de Pedro.
16
Bernabé, a quien una gran amistad y comunidad de trabajo unió a San Pablo durante años, era
probablemente mayor que él y, al igual que él, judío de la Diáspora (cfr. Hech 4, 36). Fue sin duda una
de las personalidades más relevantes de la Iglesia primitiva.
17
Según Hech 22, 17-21, San Pablo tuvo un éxtasis mientras estaba orando en el Templo de Jerusalén
durante su primera visita. El peligro que representaban los excitados helenistas hace que los hermanos
conduzcan a Pablo desde Jerusalén a Cesarea, y que lo envíen a Tarso (cfr. Hech9, 30). Hechos no
especifica cuánto tiempo estuvo el Apóstol en esta ciudad de Cilicia, pero el esquema temporal hace
que no sea improbable suponer varios años (quizás del 40 al 44 d.C.). Esta estancia terminaría con una
visita de Bernabé, que lo lleva a Antioquía, donde permanece durante un año entero (cfr. Hech 11, 25-
26) entregado a la evangelización.
13
Los viajes misioneros de San Pablo

San Pablo sólo nos dice que de Jerusalén se fue a Siria y Cilicia (cfr. Gál 1, 21). Sobre
sus actividades nada se puede deducir de sus Cartas hasta su primer viaje independiente a
Europa. El libro de los Hechos contribuye en gran medida a colmar esta laguna, y ciertos
indicios de las Cartas confirman algunos de sus datos.
Basándose sobre todo en el Libro de los Hechos, los autores tradicionalmente han
distinguido tres grandes “viajes” de San Pablo, cuyo itinerario sería el siguiente:

* 1º viaje: Partiendo de Antioquía, Chipre, Panfilia, Licaonia y finalmente regreso a


Antioquía (cfr. Hech 13-14). El problema de la circuncisión de los paganos convertidos: el
Concilio de Jerusalén (cfr. Hech 15, 1-29; Gál 2, 1-10).
* 2º viaje: Partiendo de Antioquía, Licaonia, país gálata, Tróade, Macedonia (Filipos,
Tesalónica), Atenas, Corinto, regreso a Antioquía por Efeso (cfr. Hech 15, 41 – 18, 22).
* 3ª viaje: Galacia, Efeso, Macedonia, Corinto. Regreso a Jerusalén por Macedonia,
Mileto. Prisión en Jerusalén (cfr. Hech 18, 23 – 23, 35).

El Apóstol ya había viajado mucho (desde la conversión: Arabia, Damasco, Jerusalén,


Siria y Cilicia) antes del llamado “primer viaje” (Hech 13s), y volvió a viajar después del
tercero (Hech 19-21): a Roma (Hech 27s) y, eventualmente, a otros destinos. Pero la
denominación de los tres viajes es clásica y no está totalmente falta de fundamento en el Libro
de los Hechos: el primero es introducido con gran solemnidad (13, 1-3), y el segundo queda
bien marcado, después del “concilio” de Jerusalén (15, 36-41). No lo es tanto el paso del
segundo al tercero (19, 1); lo es más bien la decisión de ir a Jerusalén (19, 21).
Eso nos llevará a relacionar estrechamente entre sí los viajes segundo y tercero, pero
mantendremos, valga lo que valga, ese modo de hablar (al preguntarnos, por ejemplo, si el
“concilio” de Jerusalén se reunió entre el primer viaje y el segundo o entre el segundo y el
tercero).

Antes de entrar a considerar en detalle la gran acción misionera de San Pablo, es


oportuno hacer una aclaración previa. Si bien es cierto que San Pablo fue un predicador
itinerante, sería equivocado imaginar que pasó de ciudad en ciudad en una especie de frenética
galopada. Si esta idea podría darnos el Libro de los Hechos, cuyo autor intenta describir la
“carrera” de la Palabra de Dios en el mundo, la misión paulina se presenta bajo una luz
diferente en las Cartas. Los viajes son solamente traslados desde un centro urbano a otro, en
donde el Apóstol se detiene largamente a anunciar el Evangelio y echar bases sólidas a las
comunidades que va fundando18.

En resumen, más que por los viajes, la misión paulina está caracterizada por la
permanencia en algunas grandes ciudades, como Filipos, Tesalónica, y sobre todo Corinto y
Efeso, verdaderas estaciones misioneras y puntos de irradiación del Evangelio en las regiones
respectivas.

10) El “primer viaje”

18
Por ejemplo, San Pablo estuvo un año y seis meses en Corinto (cfr. Hech 18, 11); dos años y tres
meses requirió la evangelización de Efeso (cfr. Hech 19, 8. 10), aunque la estancia completa duró tres
años (cfr. Hech 20, 31); y permaneció tres meses en Grecia al final del último viaje misionero (cfr.
Hech 20, 3).
14
El llamado “primer viaje” de Pablo y Bernabé (Hech 13s) tiene, probablemente, una
buena base histórica.

A diferencia del segundo y tercer viaje, el primero no encuentra reflejo directo en las
Cartas indudables de San Pablo. Lo tiene en 2Tim 3, 11, con mención expresa de los tres
puntos en que la narración de los Hechos se hace concreta (c. 13; 14, 1-6; 14, 8-18): Antioquía
(de Pisidia), Iconio y Listra. Quien opte por no aceptar nada de Hechos, a menos que esté
avalado por las Cartas indudables, negará en redondo la existencia de este viaje.
Pero ésta no parece ser una opción correcta: todos los historiadores se remontan más
allá de lo que su experiencia personal puede alcanzar y, sin embargo, se les estudia con interés:
cuando aportan detalles difíciles de inventar se tiende a aceptarlos como históricos.
En nuestro caso, esos detalles abundan: el mismo itinerario, con posibles
improvisaciones condicionadas por circunstancias geográficas (la vuelta atrás de 14, 21) o
desconocidas por nosotros (en Perge sólo se evangeliza a la vuelta: 14, 25); la marcha de Juan
Marcos, precisamente en Perge (v. 13), cuando podía haberles dejado en Chipre.
Además, cuando San Pablo escribió a los Filipenses, recordaba que “al comienzo de la
evangelización, cuando salí de Macedonia, ninguna iglesia me abrió cuenta de gastos y
entradas, sino vosotros solos” (4, 15), de lo cual se deduce que cuando dejó Macedonia había
otras iglesias probablemente evangelizadas por él. ¿Dónde estaban? Dado que fue a Filipos, en
Macedonia, desde Asia Menor, podía estar refiriéndose a las iglesias de Galacia del Sur del
relato de la primera misión (cfr. Hech 13, 13 – 14, 25) o, menos probablemente, a las de
Galacia del Norte, Misia o Tróade, del comienzo de la segunda. En cualquier caso, el relato de
la primera misión en Hechos no contradice los escasos datos del mismo Pablo.
Por todo ello, en líneas generales y con las oportunas salvedades, los estudiosos suelen
aceptar este viaje como histórico.
Según narran los Hechos, movidos por el Espíritu, profetas y maestros de Antioquía
impusieron las manos a Bernabé y a Pablo y los enviaron en compañía de Juan Marcos, primo
de Bernabé (cfr. Col 4, 10).
Parten de Seleucia, el puerto de Antioquía de Siria, con rumbo a Chipre (Bernabé era
originario de allí) y recorren la isla desde Salamina a Pafos. Allí se convierte el procurador
Sergio Paulo (cfr. Hech 13, 7-12). Desde Pafos, los misioneros se hacen a la vela hacia Perge
de Panfilia (en el centro de la costa sur de Asia Menor), donde Juan Marcos abandona a
Bernabé y a Pablo y vuelve a Jerusalén.
Los dos misioneros se dirigen a ciudades de Galacia del Sur: Pisidia, Antioquía, Iconio,
Listra y Derbe. En Antioquía de Pisidia el Apóstol predica primeramente a los judíos en la
sinagoga y, al encontrar resistencia, anuncia que, en adelante, se volverá a los gentiles (cfr.
Hech 13, 46).
Después de evangelizar la región y encontrar la oposición de los judíos de diversas
ciudades (hasta hay una lapidación en Iconio), Pablo y Bernabé vuelven sobre sus pasos desde
Derbe, pasando por Listra, Iconio y Antioquía de Pisidia hacia Perge, y se embarcan en Atalía
hacia Antioquía de Siria, donde San Pablo pasa “bastante tiempo” con los cristianos (cfr. Hech
14, 28).
A pesar del protagonismo que los Hechos dan a Pablo en este viaje, parece que fue
Bernabé quien estaba al frente de esta misión. No deja también de ser significativo el hecho de
que San Pablo nunca escribiera (al menos no tenemos dato alguno al respecto) a estas iglesias
evangelizadas a lo largo del “primer viaje”. Esto podría sugerir que fue finalmente el mismo
Bernabé quien cargó con la responsabilidad principal respecto de ellas, y una vez distanciados
Bernabé y Pablo (al inicio del “segundo viaje”), habrían quedado fuera de la órbita de
influencia del Apóstol de los gentiles.

15
11) El “segundo” viaje

Excepto Berea (Hech 17, 10-15), todas las grandes etapas del segundo viaje de San
Pabo (Hech 15, 36 – 18, 22) tienen confirmación directa en sus Cartas indudables.

Por “grandes etapas” entendemos aquellas que la narración de Hechos ilustra con una
evangelización: Filipos, Tesalónica, Atenas y Corinto. De estas ciudades podemos decir, no
sólo que fueron evangelizadas, sino que lo fueron en el orden que señalan los Hechos (16, 12-
40; 17, 1-9; 17, 16-34; 18, 1-18).
Por las Cartas podemos garantizar que:
- Tesalónica va después de Filipos (1Tes 2, 2)
- Atenas, después de Tesalónica (1Tes 3, 1)

Lo único que las Cartas no dicen explícitamente es que Corinto vaya después de
Atenas. Pero, aparte el itinerario (que reclama este orden), tenemos que, en el momento de
mandar a Timoteo a Tesalónica , Pablo está en Atenas (1Tes 3, 1); en cambio, en el momento
de escribir la Primera Carta a los Tesalonicenses, la Carta ya habla de “Acaya” (1, 7s), la cual,
probablemente, comprende Atenas y Corinto.
El así llamado “segundo viaje” tuvo, al igual que el primero, a Antioquía como punto
de partida. Pero ya no es Bernabé el acompañante, sino Silvano (Silas) 19. El conflicto con
Bernabé, narrado por San Lucas (cfr. Hech 15, 36-40), tuvo al parecer como detonante la
discrepancia acerca de si Juan Marcos (quien los había abandonado en plena misión durante el
primer viaje) debía o no acompañarles nuevamente. Sin embargo, cuesta creer que esta
motivación haya podido tener tanto peso como para provocar una ruptura. No parece ilógico
suponer que, detrás de esto, se oculta una problemática más profunda: la suscitada por el
incidente con San Pedro que tuvo lugar en Antioquía (cfr. Gál 2, 11-14) a propósito de las
comidas comunes y, por tanto, de la plena comunión entre cristianos procedentes del judaísmo
y de la gentilidad, sobre la cual hablaremos más adelante en detalle. San Pablo señaló
expresamente en su Carta a los Gálatas que “el mismo Bernabé se vio arrastrado a la
simulación” (Gál 2, 13), y es obvio que el reproche dirigido a Pedro afectaba también de lleno
al que había sido el compañero de su primer viaje apostólico. A partir de este momento,
Bernabé desaparece del horizonte paulino.
Pablo y Silvano recorrieron Siria y Cilicia, y en su paso por Derbe y Listra se les unió
Timoteo, hijo de padre pagano y madre judía. Timoteo llegaría a mostrarse como el
colaborador más fiel del Apóstol. Desde entonces le acompañó en todas sus empresas
misioneras, también en el viaje a Jerusalén para llevar la colecta (cfr. Hech 20, 4). San Pablo le
confiará en repetidas ocasiones tareas autónomas (cfr. 1Tes 3, 2; 1Cor 4, 17; 16, 10). Lo llama
su colaborador (Cfr. Rom 16, 21), “hermano nuestro y ministro de Dios en el Evangelio” (de
Jesucristo” (1Tes 3, 2), y le dedica un singular elogio en Flp 2, 20: “Porque no tengo ninguna
persona tan unida de corazón conmigo como él, ni que se interese por vosotros con afecto más
sincero”.
Desconocemos el itinerario concreto recorrido hasta llegar a Tróade, en el noroeste de
Asia Menor, en la costa del mar Egeo. El texto de Hechos sólo habla de que atravesaron Frigia
y la región de Galacia” (16, 6). La evangelización de Galacia (anterior a la de Corinto, según
1Cor 16, 1) no es relatada en los Hechos, a menos que se dé el nombre de “Galacia” a las
ciudades de Asia Menor evangelizadas durante el primer viaje, pero esto no parece tan
19
En Hech 15, 22 se lo menciona ocupando un puesto preeminente en la Iglesia de Jerusalén, si bien no
es fácil precisar si era originario de allí o de Antioquía. En Hech 16, 37 se dice que era ciudadano
romano, al igual que San Pablo. Según parece, Silvano sólo participó en este viaje y después siguió
actuando en forma autónoma, sin que podamos determinar adónde le llevó su actividad. En 1Pe 5, 12 se
cita de nuevo su nombre.
16
probable. Más seguramente, aquella evangelización coincide con una de las dos veces que los
Hechos nombran “la región de Galacia” (Hech 16, 6; 18, 23), y no es aventurado suponer que
dicha evangelización se haya producido en este momento precisamente. Hablaremos de ella
con más detalle al estudiar la Carta respectiva.
En cuanto a Tróade, es lícito suponer que el Apóstol predicó aquí y que probablemente
logró fundar una pequeña comunidad20. Hech 16, 9s dice que la travesía de Tróade a
Macedonia fue sugerida por una visión nocturna, si bien no es difícil suponer que la idea de
pasar a Europa haya sido acariciada largamente por San Pablo desde tiempo antes. De hecho,
la venida del Apóstol a Macedonia y Acaya (y con ello a “Europa”) constituye sin duda
uno de los más grandes eventos de la historia de la humanidad. Los misioneros arribaron a
Neápolis y de allí se dirigieron a Filipos, colonia militar romana en la que Pablo logró fundar
una comunidad cristiana con la que tuvo desde el principio una relación particularmente
buena21.
La estancia en Filipos terminó violentamente antes de tiempo cuando fueron
denunciados ante las autoridades romanas, que encarcelaron e hicieron azotar a Pablo y a Silas
bajo la acusación de proselitismo (cfr. 16, 20-21; 1Tes 2, 2) 22. Finalmente fueron expulsados de
la ciudad, y atravesando Anfípolis y Apolonia (no consta que allí misionaran), llegaron por fin
a Tesalónica, puerto principal de Macedonia y capital de la provincia romana de ese nombre.
La vida religiosa ofrecía una mezcla de adoración a dioses griegos, romanos y orientales,
habitual en ese entonces. También aquí pudo el Apóstol fundar una comunidad, aunque las
condiciones no parecen haber sido demasiado propicias para su labor (cfr. 1Tes 2, 2). Después
de un cierto tiempo (probablemente bastante más que las tres semanas que deja entrever Hech
17, 2), un alboroto precipitó las cosas, y Pablo y Silas debieron salir de allí rumbo a Berea,
ciudad grande y populosa (cfr. Hech 5-10).
Como ya señalamos, de todas las evangelizaciones descritas en Hech 16-18, la de Berea
(Hech 17, 10-15) es la única que no tiene correspondencia en las Cartas de San Pablo. En una
visión crítica, esa evangelización tiene otros inconvenientes: su itinerario pareciera ser
repetición de un esquema: predicación en la sinagoga (vv. 10s), un cierto éxito (v. 12),
persecución por causa de unos judíos venidos de fuera (concretamente, de Tesalónica; cfr. v.
13) y marcha rumbo a Atenas (vv. 14s). Pero, por otra parte, esta sucesión de hechos es
perfectamente creíble, aunque sea semejante a la de otros lugares evangelizados previamente.
Sólo una cosa es totalmente peculiar: que Timoteo y Silas se queden en Berea y dejen
que Pablo vaya solo a Atenas. Algunos autores ven aquí la mano literaria de San Lucas, que
prepara la escena de San Pablo en Atenas: Berea le serviría de “espacio” donde dejar a Timoteo
y Silas, a fin de que la escena de San Pablo en la capital de la cultura griega (Hech 17, 16-32)
resulte más dramática por haber entrado en ella completamente solo.
En realidad, San Pablo contó en Atenas, por lo menos durante un tiempo, con la
compañía de Timoteo (1Tes 3, 1s). Pero podría ser que sólo este detalle fuera ficticio en la
narración de Lucas. Porque, en realidad, no todo lo que Lucas dice de la gente de Berea es
repetición de un esquema: allí los judíos tenían mejores disposiciones que los de Tesalónica:
recibían la palabra con mucha diligencia y consultaban las Escrituras, para ver si las cosas
estaban allí (v. 11).

20
No es difícil deducir esto a la luz de Hech 20, 7-12. Además, 2Tim 4, 13 menciona a Carpo, un
miembro de la comunidad de Tróade.
21
En su Carta a los Filipenses, San Pablo recuerda con gratitud la ayuda pecuniaria recibida de ellos
(cfr. 4, 15-17), y destaca la colaboración activa que prestaron, desde un principio, para la difusión del
Evangelio (cfr. 1, 5).
22
En efecto, si bien se permitía a los judíos practicar su religión, no les estaba permitido atraer hacia
ella a los romanos. Y no hemos de olvidar que, a los ojos de funcionarios romanos, incapaces todavía
de distinguir entre cristianismo y judaísmo, la predicación de Pablo y Silas era propaganda judía.
17
En cuanto a Atenas, es opinión extendida que esta ciudad fue para San Pablo tan sólo
una estación en su viaje a Corinto. Pero probablemente fue bastante más que eso. San Pablo
predicó en Atenas, y sin duda se esforzó por fundar una comunidad. Con toda seguridad él era
bien consciente de la importancia de esta ciudad. Si bien la significación política de Atenas en
la época romana ya se había desvanecido casi por completo, aquella ciudad seguía siendo un
emporio de la cultura y de la vida intelectual. Crear allí una comunidad debió ser una de las
grandes ilusiones de San Pablo.
Imaginamos, pues, que San Pablo desarrolló en Atenas una actividad evangelizadora
normal. Sin embargo, la falta de una carta a los atenienses, como la hay a los gálatas, a los
filipenses, a los tesalonicenses y a los corintios ha llevado a algunos a pensar en que San Pablo
experimentó allí un cierto fracaso, por otra parte evidente en la presentación de Lucas. El
apóstol chocó en Atenas con la soberbia arrogante de la sabiduría humana.
Las Cartas nos permiten deducir algo sobre la evangelización de Atenas: en 1Tes 2, 17,
San Pablo habla como si llevara algún tiempo separado de los tesalonicenses: “una y otra vez”
(v. 18) intenta volver a Tesalónica (donde unas “tribulaciones” podrían hacer “tambalear” la fe
de sus fieles: 3, 3), pero no puede, entendemos que por el trabajo que tiene en Atenas.
Finalmente, “no pudiendo ya soportarlo más” (1Tes 3, 1s), les envía a Timoteo, porque el
trabajo en Atenas debía de estar dando algún resultado.
Ni siquiera los Hechos nos dicen que San Pablo pasara en Atenas sólo un día: por la
mañana en el ágora, por la tarde en el Areópago, y al día siguiente partida rumbo a Corinto. El
texto presupone un cierto tiempo, dialogando “en la sinagoga con los judíos y los prosélitos y,
en el ágora, cada día, con los que iban allí” (17, 17). Además, tampoco dice que después del
discurso en el Areópago se viera obligado a marchar: habla de algunos que se le juntaron y
creyeron: da dos nombres (Dionisio el Areopagita y una mujer llamada Dámaris) y añade: “... y
con ellos, otros” (v. 34). Al parecer allí no hay persecución, y al final, como quien no quiere
reconocer un período más largo, Hech 18, 1 añade simplemente: “Después de eso...”
En cuanto al discurso pronunciado ante el Areópago (vv. 22-31), quizá por su misma
belleza de forma y fondo se ha llegado a suponer que podría tratarse de un discurso filosófico
pagano, cristianizado por Lucas. Otros han visto en él una composición de Lucas, pero incluso
admitiendo esta hipótesis, es probable que el discurso de Hechos 17, 22-31 esté más próximo
de los que muchos suponen a lo que debió ser la predicación de San Pablo por las plazas, dado
que las Cartas de que disponemos no recogen la predicación del Apóstol a paganos ignorantes,
sino reflexiones que valen sólo para fieles instruidos. En efecto, el contenido del discurso en el
Areópago refleja exactamente el proceso de la venida de los paganos a la fe, tal como San
Pablo lo describe en 1Tes 1, 9s, haciéndose eco, al parecer, de los temas tradicionales de la
predicación cristiana en los ambientes paganos: “Ellos mismos van refiriendo la acogida que
nos hicisteis, y cómo os volvisteis a Dios alejándoos de los ídolos, para servir al Dios vivo y
verdadero y para esperar de los cielos a su Hijo, al que resucitó de entre los muertos, Jesús, que
nos libra de la cólera venidera”. La oposición entre el Dios verdadero y los ídolos, la
proclamación del juicio escatológico y de la resurrección de Jesús: son éstos exactamente los
elementos que se encuentran en el discurso del Areópago: el primero en los vv. 24-29, el
segundo en el v. 31, y el tercero en el v. 31b.
Finalmente, llega San Pablo a Corinto (cfr. Hech 18, 1), capital de la provincia romana
de Acaya, una de las ciudades portuarias más importantes de la Antigüedad. Por ese entonces
su población rondaría los cien mil habitantes. La comunidad judía era considerable, y en el
plano religioso imperaba el sincretismo típico de aquel tiempo. La corrupción de las
costumbres en Corinto era ya proverbial.
Según parece, San Pablo misionó en Corinto durante dieciocho meses (cfr. Hech 18,
11). Allí fue acogido por Aquila, un judío originario del Ponto, y su esposa Priscila (cfr. Hech
18, 2-3), y trabajó en su oficio de fabricante de tiendas para no ser gravoso a la comunidad
cristiana naciente. Durante esta estancia tiene lugar el retorno junto a Pablo de Timoteo,

18
(enviado a Tesalónica para sostener a la comunidad en medio de su pruebas; cfr. 1Tes 3, 6-9), y
de Silas (enviado a un a misión cuya naturaleza desconocemos). En este contexto nace la
primera Carta a los Tesalonicenses, que tiene como co-remitentes a Silas y Timoteo (cfr. 1Tes
1, 1).
La actividad misionera en Corinto fue exitosa, hasta el punto de que incluso Crispo, el
jefe de la sinagoga, se hizo cristiano junto con toda su familia (cfr. Hech 18, 9; 1Cor 1, 14).
Pero el éxito parece haberse dado, sobre todo, en los estratos bajos de la población, en los
jornaleros y esclavos, como bien lo deja entrever 1Cor 26-29. En ello, según el Apóstol, se
manifiesta también la sublime “locura” de la cruz, que es sabiduría para Dios y que sobrepasa y
descalifica la sabiduría de los hombres. La desigualdades sociales acabarán por provocar serias
tensiones en el seno de la comunidad, como se verá cuando estudiemos la Primera Carta a los
Corintios (cfr. 11, 17s).
En la segunda primavera o en el segundo verano después de su llegada a Corinto, Pablo
zarpó del puerto de Céncreas rumbo a Asia Menor, y luego de sucesivas escalas llegó por fin a
Antioquía. No nos es posible asegurar nada sobre el paradero de Timoteo y de Silas en ese
momento por falta de datos concretos. Timoteo reaparecerá más tarde en Efeso (cfr. 1Cor 4,
17; 16, 10; Hech 19, 22), y seguirá siendo fiel colaborador de San Pablo.

12) Cronología del “concilio” de Jerusalén

El llamado “concilio” de Jerusalén tuvo lugar, probablemente, entre el primer y


segundo viaje de San Pablo.

Ya hemos dicho que el hilo argumental de Gál 1s favorece la idea de que el Apóstol
estuvo en Antioquía (junto con otras ciudades de Siria y Cilicia: Gál 1, 21) colaborando con
Bernabé; de allí partiría para Jerusalén (para el encuentro de 2, 1-10) y allí recibirían la visita
de Pedro (que llevaría al incidente de los vv. 11-14).
El libro de los Hechos nos lleva en la misma dirección:
- vinculando estrechamente el primer viaje a la comunidad de Antioquía (Hech 13, 1-3;
14, 26);
- colocando el “concilio” de Jerusalén (c. 15) antes de las misiones a Macedonia
(introducida solemnemente en 16, 9s) y Acaya.
Para algunos autores, el “concilio” debería colocarse más bien entre el segundo y el
tercer viaje, lo cual, es cierto, ayudaría a “llenar” los (por lo menos) catorce años que median
entre las dos visitas de Pablo a Jerusalén de que habla la Carta a los Gálatas (2, 1).
Pero la mayoría de los estudiosos sigue utilizando la colocación tradicional, que ofrece
una ventaja biográfica: hay una vida de Pablo con Bernabé hasta el “concilio” de Jerusalén;
luego, tras el incidente de Pablo y Pedro en Antioquía (Gál 2, 11-14), una vida de Pablo sin
Bernabé. Porque es evidente que Bernabé no participó en el segundo viaje, y también parece
que los sucesos de Gál 2 (“concilio” más incidente) presuponen que ambos apóstoles están
viviendo en Antioquía. Parece lógico que después del segundo viaje, cuando el epicentro de la
vida de San Pablo (según 2Cor 11, 28, el “cuidado de todas las iglesias”) se encontraba en
ambas costas del mar Egeo, ya no le quedaba el “cierto tiempo” necesario para organizar desde
Antioquía la marcha a Jerusalén y desarrollar luego un incidente como el de Gál 223.
23
Así y todo, si miramos más de cerca, podemos percibir que el relato de la reunión de Jerusalén en
Hech 15, así como el testimonio de San Pablo en Gál 2, ignoran prácticamente el primer viaje
misionero. La única referencia al mismo se encuentra en Hech 15, 12, en una intervención de Pablo y
Bernabé que Lucas sitúa entre la de Pedro (15, 7-11) y la de Santiago (15, 13-21). Por lo demás,
algunos sostienen que el relato de Hech 15 podría seguir inmediatamente a 10, 1 – 11, 26. Por un lado,
en este relato las intervenciones de Pedro (15, 7s) y de Santiago (15, 14) se refieren las dos al suceso de
19
13) Decisiones tomadas en Jerusalén

El llamado “concilio” de Jerusalén trató el problema de la incorporación de los


gentiles en la Iglesia: es narrado, con algunas diferencias, por Gál 2, 1-10 y Hech 15, 6-29.

Entre Gál 2 y Hech 15 hay diferencias evidentes; pero los autores concuerdan en decir
que los dos textos se refieren al mismo acontecimiento. Esas diferencias pueden achacarse, en
líneas generales, al carácter más bien épico de la narración de los Hechos, y también a la
situación polémica en que escribe San Pablo.
Una de esas diferencias reviste especial importancia: que en Gál 2, 6 San Pablo diga
que no le impusieron nada, mientras que, según Hech 15, se consideran “necesarias” (v. 28)
una serie de prescripciones: las contaminaciones de los ídolos (v. 20; es decir: la carne
sacrificada a los dioses, v. 29); la fornicación (se refiere sin duda al matrimonio dentro de
límites prohibidos por la ley judía); y la sangre y la carne de animales ahogados (es decir, son
sacarles la sangre), que repugnaban a la Ley y a la sensibilidad judía (v. 29; en orden distinto,
v. 20)24.
Es normal entender que el Apóstol no mintió. Por tanto, si dice que no le impusieron
nada (salvo lo de “acordarse de los pobres”, Gál 2, 10), hemos de entender que no le
impusieron las prescripciones a que acabamos de referirnos. Una alternativa muy viable es
decir que San Lucas adjuntó a la escena del “concilio” unas decisiones tomadas más tarde,
quizás por el mismo Santiago (que promueve la idea en Hech 15, 20-29 y la recuerda en 21,
25)25.

Cesarea, descrito en 10, 1 – 11, 18 y que refiere la admisión en la Iglesia del primer grupo de paganos.
Por ello, se ha propuesto que el problema discutido en la reunión de Jerusalén (si había que imponer o
no a los paganos convertidos la observancia de la Ley mosaica) pudo plantearse desde el momento en
que la evangelización se dirigió a los no-judíos. Pues bien, esto se hizo primero en Antioquía (11, 19-
26), en donde 15, 1s sitúa por otra parte la explosión del problema. Además, la carta (15, 23-29) escrita
al final de la reunión de Jerusalén va dirigida “a los hermanos de la gentilidad que están en Antioquía,
en Siria y en Cilicia” (15, 23). Se puede reconocer aquí a las comunidades evangelizadas por Pablo
después de su conversión (9, 20-30) y antes del primer viaje misionero (11, 19-26).
24
Parece que estas medidas están inspiradas en las que Lev 17-18 prescribe no sólo al pueblo de Israel,
sino también a los extranjeros residentes en el país. La observancia de estas reglas hacía posible la
coexistencia y los contactos entre ambos grupos, sin riesgo de impureza ritual. Parecería, pues, que las
cuatro “medidas indispensables” de 15, 20. 29 quieren permitir la coexistencia entre cristianos de origen
judío, que siguen apegados a la Ley y a las exigencias de pureza ritual, y cristianos de origen pagano. A
estos últimos se les prescribe someterse al mínimo exigido tradicionalmente a los extranjeros que vivían
en contacto con el pueblo de la Alianza. Así, los dos grupos cristianos podrían vivir juntos y, en
particular, compartir las comidas, especialmente en la fracción eucarística del Pan. Esta interpretación
es probable, aunque hay que reconocer que el texto de los Hechos no dice nada del porqué de estas
medidas y, en particular, no contiene ninguna referencia explícita al Libro del Levítico.
25
Algunos sostienen que Hech 15, 1-29 sería la fusión de dos reuniones en una sola. En la primera (que
recordaría Gál 2, 1-10 y la primera parte de Hech 15 [v. 1-12], se habría aprobado la línea de apertura,
defendida por Pablo y apoyada por Pedro en Hech 15, 7-11, de la libertad completa respecto a la
circuncisión y la observancia de la Ley. En una segunda reunión, eventualmente posterior, y en la que
no participó Pablo, teniendo en cuanta la situación peculiar de ciertas comunidades y para favorecer la
coexistencia entre cristianos de origen judío y cristianos de origen pagano (cfr. Gál 2, 11-14), se habrían
prescrito algunas reglas como las que señalan Santiago (Hech 15, 13-20) y la carta apostólica (Hech 15,
23-29). Esto explicaría concretamente cómo en 1Cor 8, 7-13 y 10, 14-33, cuando se trata de la cuestión
de las carnes inmoladas a los ídolos, San Pablo parece ignorar las prescripciones de Jerusalén (Hech 15,
20. 29) sobre este punto.
20
En cuanto a Pablo, podemos añadir que el incidente con Pedro en Antioquía (Gál 2, 11-
14) apenas hubiera podido tener lugar si el “concilio” de Jerusalén hubiera dictado los decretos
de Hech 15, 20-29.
Respecto a las demás diferencias, no resulta tan difícil la “composición”: se puede
tomar algo de ambas fuentes, pero se queda siempre más cerca de Gálatas que de Hechos. Por
ejemplo:
- La idea de una especial revelación (Gálatas) puede ser cierta, pero no excluye que, en
el ambiente, se sintiese la necesidad de una clarificación y hubiera un acuerdo de la comunidad
(Hechos)26.
- Decir que los contradictores eran “de la secta de los fariseos” (Hechos) es bastante
más suave que hablar de “falsos hermanos intrusos” (Gálatas), pero en ambos casos se
presupone que no forman parte del grupo fundador de la Iglesia.
- También coinciden Gálatas y Hechos en decir que se trató de la no circuncisión de los
gentiles (cfr. esp. Gál 2, 3; Hech 15, 1. 5), y que la razón para aceptarla fueron los frutos
indudables que el espíritu producía (Gál 2, 7s; Hech 15, 7s) en los gentiles no circuncidados
(visibilizados por Tito, en el caso de Gálatas).

Para comprender la importancia que esta cuestión tenía, no se debe olvidar que tanto
para el judaísmo como para el judeocristianismo estricto, la circuncisión constituía el signo
inalienable de la Alianza, otorgado por Dios a Abraham desde tiempo inmemorial para su
descendencia, y aseguraba a los judíos su pertenencia al verdadero pueblo de Dios. De ahí que
para la primitiva comunidad, todavía estrechamente ligada a la Ley, con la obligación de
circuncidarse estaba en juego nada menos que la mismísima continuidad de la historia de la
salvación y, consiguientemente, se planteaba con toda su fuerza la cuestión de si era o no
legítima su pretensión de ser –ellos, los cristianos- el auténtico Israel, en sustitución de los
judíos, que habían rechazado a su propio rey-Mesías prometido.

Esta decisión de los protoapóstoles jerosolimitanos supone una opción valiente que los
honra. De este modo, la unidad de la Iglesia no se rompió. En Jerusalén se conjuró el peligro
de que la primitiva comunidad se encastillase, convirtiéndose en una secta judía, y el
cristianismo se disolviese en una multitud de asociaciones mistéricas al margen de la historia.

14) El incidente de Antioquía

Hay distintas lecturas del incidente de Pedro y Pablo en Antioquía (Gál 2, 11-14), así
como de sus causas y consecuencias.

Para una recta interpretación conducente a una reconstrucción histórica de los hechos,
no debe olvidarse en ningún momento que el texto de Gál 2, 11-14 se debe encuadrar en el
contexto de la apasionada amonestación que San Pablo dirige a los cristianos gálatas, seducidos
por ciertos judeo-cristianos que se habían lanzado a una contra-misión para imponer la
circuncisión y las normas rituales judías en las iglesias paulinas de Galacia.
El texto presupone que Pablo y Bernabé estaban en Antioquía, mientras que Pedro fue
allí de visita, sin causar en un primer momento, ningún problema.
26
San Pablo quiere “provocar” a las autoridades a un reconocimiento, no porque dude, sino porque no
duda de su evangelio. La “revelación” seguramente le ha hecho comprender la conveniencia de la
aceptación eclesial, como garantía para él y también para sus convertidos. Lo busca a causa de la
situación creada por los “falsos hermanos” con sus acusaciones e insinuaciones. No puede aceptar que
esas intrigas vayan a frustrar lo realizado y lo pendiente. Además, había que evitar una división de la
Iglesia naciente en judeocristianos y pagano-cristianos.
21
Por conexión gramatical, el punto por el que Pedro “era condenable” es “haber fingido
y haberse separado” de los gentiles después de haber estado tranquilamente “comiendo con
ellos”.
También por conexión gramatical (vv. 11s), el punto por el que se dice que los demás
judíos “no caminaban rectamente según la verdad de Evangelio” es “haber participado de
aquella hipocresía”. En cuanto a Bernabé, es “haberse dejado arrastrar por la hipocresía” de
aquellos judíos. El cambio de actuación de Pedro se produjo cuando “llegaron algunos de parte
de Santiago” (v. 12). La causa de aquel cambio fue “por miedo de los de la circuncisión”.
Concretamente: ¿a quién tenía miedo Pedro? El texto de Gál 2 parece aludir a los
judaizantes recién llegados, que apelaban a la autoridad de Santiago. También se ha propuesto
la hipótesis de que la expresión “los de la circuncisión” se referiría a los judíos no creyentes.
En este último caso, los recién llegados desde Jerusalén habrían transmitido a Pedro “de parte
de Santiago” el temor de que los judíos promoviesen una nueva campaña contra los
judeocristianos (acusándolos de violar la Ley).
La intervención de Pablo consistió en “oponerse a Pedro cara a cara” (v. 11) y “decirle
delante de todos” que él, que “estaba viviendo” como gentil, “estaba obligando” a los gentiles a
judaizar.
No parece que deba interpretarse lo que antecede en el sentido estricto de que Pedro
realmente “estaba obligando” a los gentiles a judaizar (v. 14), pues ello significaría que echaba
por la borda los acuerdos tomados con todos los personajes que figuran en la escena: Santiago,
por una parte; Pablo y Bernabé por otra. Lo que en realidad parece que ocurrió es que unos y
otros (Pedro, Bernabé y “los demás”) aceptaron la separación de mesas. Es decir, Pedro dejó de
participar en las comidas con los cristianos venidos de la gentilidad, y arrastró a los otros
judeocristianos, incluso a Bernabé, con su conducta. Sólo Pablo (hay que recordar en este
contexto que él también es un judeocristiano) se quedó con los cristianos de la gentilidad. La
comunidad estaba dividida. La mesa común, en cuyo marco se celebraba la Eucaristía, estaba
rota27.
Pablo no puede aceptar esta situación, y se lo recrimina a Pedro, diciendo que “está
obligando a los gentiles a judaizar” (v. 14). Sencillamente porque si en aquellos momentos se
apartaba al elemento gentil de la mesa de los antiguos discípulos, se les “obligaba” moralmente
a hacerse judíos: al sentirse solos y desamparados habrían corrido ciegamente, a cualquier
precio, a juntarse a la mesa de aquellos que habían conocido a Jesús y contaban, además, con
toda la sabiduría del Antiguo Testamento, toda la veteranía en los usos litúrgicos (salmos,
lecturas, oraciones) y no digamos en la práctica de la virtud.
Todo lo dicho atentaba claramente contra la libertad que el Evangelio concedía a los
cristianos venidos de la gentilidad, y que Pablo defendía con todas sus fuerzas. Para él, el
conflicto no consistía en una insignificante divergencia de pareceres, en cuyo caso él debía
estar dispuesto a llegar a una fórmula de compromiso. Conforme a las palabras de Pablo,
con su manera de proceder, Pedro desmiente la verdad de que, ante Dios, el hombre llega
a ser justo no mediante las obras de la Ley, sino mediante la fe en Cristo.
Por otro lado, sería más que imprudente, ofensivo achacar una falta subjetiva de
honestidad a Pedro ni a Santiago, así como pensar que los judeocristianos de Antioquía del
temple de un Bernabé pudiesen echar tan fácilmente por la borda su comprensión y su
compromiso a favor del evangelio de la libertad. En efecto, en su estilo de vida ya no judío,
sino gentil, Cefas había puesto de manifiesto su convicción de que la ley de Moisés había
dejado de tener una significación relevante en el plano de la salvación. Seguramente en ningún
momento pretendió desdecirse de esa convicción, pero es posible que, bajo la presión de
27
No hay que olvidar que por aquellas fechas, la celebración de la Eucaristía estaba unida aún a una
comida fraterna (cfr. 1Cor 11, 23-26). Al compartir la mesa, los judeocristianos pasaban por alto
prescripciones judías (acerca de la selección y modo de condimentar los alimentos) que prohibían a los
judíos compartir la mesa con los gentiles.
22
algunos que apelaban a la autoridad de Santiago, hubiera llegado a reconocer la Ley como una
institución que ha marcado la historia de Israel y que, como espacio vital cultural, constituye la
especificidad del hombre judío, que debe seguir adherido a ese entorno. Las presiones pueden
haber sido de tal calibre que Pedro y Bernabé, preocupados por la unidad de la Iglesia,
hayan considerado que un compromiso de carácter pastoral en ese ámbito no era un
precio demasiado caro.
Es obvio que Pablo no pensaba lo mismo, inconmovible en su celo por “la verdad del
Evangelio” (Gál 2, 14). Lo que a otros podía parecer insignificante y hasta aceptable por amor
a la unidad de la Iglesia –al menos la paz con la comunidad de Jerusalén sí estaba en juego- se
convirtió para él en una cuestión de importancia fundamental.

Estaba personalmente convencido de que la unidad de la Iglesia dependía de la


superación de la Ley como camino de salvación, y de que la verdad del Evangelio debía ser
proclamada incluso a través de la participación de judíos y no judíos en una comida común. Y
hay que reconocer que, vistas las cosas en esta perspectiva, parece que es posible afirmar que
Pablo vio más hondo y que su acción demostró su clarividencia a largo alcance. En efecto, la
fatigosa liberación del mensaje cristiano de todo el peso condicionante de la cultura judía era
ciertamente una causa noble, digna de una defensa a ultranza.

El Santo Padre Benedicto en una de sus bellas catequesis sobre San Pablo confirma lo
que hemos señalado antes:

“En realidad, las preocupaciones de Pablo, por una parte, y de Pedro y Bernabé, por
otra, eran distintas: para los últimos la separación de los paganos representaba una modalidad
para tutelar y para no escandalizar a los creyentes provenientes del judaísmo; para Pablo
constituía, en cambio, un peligro de malentendido de la salvación universal en Cristo ofrecida
tanto a los paganos como a los judíos. Si la justificación se realiza sólo en virtud de la fe en
Cristo, de la conformidad con Él, sin obra alguna de la Ley, ¿qué sentido tiene observar aún la
pureza alimentaria con ocasión de la participación en la mesa? Muy probablemente las
perspectivas de Pedro y de Pablo eran distintas: para el primero, no perder a los judíos que se
habían adherido al Evangelio, para el segundo, no disminuir el valor salvífico de la muerte de
Cristo para todos los creyentes”28.

Ahora bien: ¿Cómo concluyó el conflicto? No tenemos más datos que el silencio.
Dado que el relato de la Carta a los Gálatas no dice nada del éxito de aquel choque,
muchos interpretan el silencio de San Pablo en el sentido de que no fue su manera de pensar la
que se impuso en ese momento, sino la de los que estaban dispuestos a ceder ante las presiones
de los judeocristianos de estrecha observancia. Pues, justamente de cara a los gálatas,
amenazados por la tendencia judaizante, hubiera sido para San Pablo de capital importancia
haber podido apelar válidamente, como antes cuando informó de la asamblea (Gál 2, 5-6), a
que había hecho cambiar de opinión a Pedro y a los demás, y a que con esto había salido
triunfante el Evangelio. Esta razón de fondo podría explicar el hecho (al que ya hicimos alusión
antes) de que en la lista de colaboradores de San Pablo en sus ulteriores viajes misionales no
tropecemos ya con el nombre de Bernabé (cfr. Hech 15, 39), y que en adelante en sus Cartas no
aparezca jamás Antioquía como si fuese para él y para las comunidades cristianas de origen
pagano una especie de comunidad madre29.
28
S.S. Benedicto XVI, “El Concilio de Jerusalén y la controversia de Antioquía”, Catequesis del
miércoles 1º de octubre de 2008 (L’Osservatore Romano nº 40, pág. 12).
29
Es opinión muy extendida que el problema de la comunidad de mesa en Antioquía se resolvió más
tarde mediante las llamadas cláusulas de Santiago, a las que ya hicimos alusión antes, y que San Lucas
concatena con la asamblea de Jerusalén (Hech 15, 20-29; cfr. 21, 25). Existe incluso la posibilidad de
23
De ser cierta la hipótesis anterior, el desenlace del conflicto, aunque doloroso para
Pablo, no significó que hubiese roto su vinculación con Bernabé y con Pedro. Manifestaciones
posteriores parecen apuntar en esa línea (cfr. 1Cor 9, 5s). Sobre todo, San Pablo confirmará en
1Cor 15, 1-11 el acuerdo del Evangelio de la muerte y resurrección de Jesucristo con Cefas,
con los restantes Apóstoles y también con Santiago, el hermano del Señor. Además, San Pablo
renovó, persiguió e impulsó hasta el fin, con todas sus fuerzas, la unidad de sus comunidades
con la primitiva comunidad jerosolimitana. La colecta que con gran celo organizó para dicha
comunidad (Gál 2, 10; 1Cor 16, 1s; Rom 15, 25-32) es una señal de la profunda comunión que
siempre buscó establecer con ella, y a la vez sello de la unidad de la Iglesia compuesta por
judíos y gentiles, con igualdad de derechos.
Más aún, independientemente de las razones de fondo que asistían al Apóstol (y de las
cuales, como es lógico, jamás abdicó), la controversia que hemos comentado se manifestó
también, a la larga, como una lección para el mismo Pablo, como bien lo señala el Santo Padre
Benedicto:

“Es extraño decirlo, pero escribiendo a los cristianos de Roma, algunos años después
(hacia la mitad de la década del 50 d.C.), San Pablo mismo se encontrará ante una situación
análoga y pedirá a los fuertes que no coman comida impura para no perder o para no
escandalizar a los débiles: ‘Bueno es no comer carne, ni beber vino, ni hacer nada en que tu
hermano tropiece, o se escandalice, o flaquee’ (Rom 14, 21). La controversia de Antioquía se
reveló así como una lección tanto para San Pedro como para San Pablo. Solo el diálogo
sincero, abierto a la verdad del Evangelio, pudo orientar el camino de la Iglesia: ‘El Reino de
Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo’ (Rom 14,17).

15) El “tercer viaje” misionero

En realidad, hablar de un “tercer viaje” no resulta del todo apropiado, dado que el
Apóstol crea en Efeso un auténtico centro misionero. Permanece aquí durante un lapso de
tiempo relativamente largo, tal vez el más importante de su actividad apostólica, y desde aquí
emprende viajes que seguramente no conocemos en su totalidad, y dirige sus comunidades
mediante cartas, delegaciones y visitas. En Efeso escribe probablemente una buena parte de las
cartas que han llegado hasta nosotros. Finalmente, partirá de nuevo hacia Grecia, para dirigirse
por última vez a Jerusalén, donde será arrestado.
Según la información que nos brinda el Libro de los Hechos, el “segundo viaje” tuvo su
punto de llegada en Antioquía, sin que podamos precisar cuánto tiempo permaneció allí.
De Hech 18, 23 se podría sacar la impresión de que emprendió solo su “tercer viaje”,
pero esto es altamente improbable. No sabemos si Timoteo le acompañó, pero sí sabemos que
en Efeso, meta principal de este viaje, está ya con él.
Hech 18,23 nos dice que “recorrió una tras otra las regiones de Galacia y Frigia”,
seguramente siguiendo el mismo camino que en su primera isa a Grecia, dado que ya conocía
las posibilidades de alojamiento y, además, quería sobre todo visitar a las comunidades jóvenes
y confortar a los hermanos30. Luego partió hacia el oeste, rumbo a Efeso.

que dichas normas hubiesen sido pensadas sólo para la comunidad de Antioquía. Durante su segundo y
tercer viaje de misión, al parecer San Pablo nada supo acerca de dichas normas. De hecho, no alude a
ellas en el punto de Gál que le correspondería, ni tampoco cuando en 1Cor 8, 1-13 trata el tema de la
actitud de los creyentes sobre el tema de las carnes inmoladas a los ídolos. Al parecer, las primeras
noticias sobre las prescripciones de Santiago le fueron comunicadas por este último en persona (Hech
21, 25) cuando Pablo regresó a Jerusalén a final de su tercer viaje, antes de su arresto.
30
En efecto, Gál 4, 13 confiere visos de probabilidad a una segunda estancia del Apóstol en las
comunidades gálatas. En 1Cor 16, 1 dirá a los corintios que él había dispuesto la colecta en Galacia,
24
Efeso aparece en las Cartas como el lugar donde San Pablo “luchó con las fieras” (1Cor
15, 32) y desde donde escribió la Primera Carta a los Corintios (16, 8). Bajo el nombre de Asia
(cfr. 16, 19) aparece como el lugar donde sufrió otra “tribulación” (2Cor 1, 8). Parece lógico
que de allí partiera para Tróade, antes de ir a Macedonia (2, 12s).
Efeso era entonces una ciudad muy importante, con un comercio muy activo, capital de
la provincia romana de Asia, famosa por el culto a la diosa Artemisa o Diana (cuyo suntuoso
templo era una de las maravillas del mundo antiguo) y cuna de una viva cultura sincretista. A
su población, de gran mayoría griega, se sumaban gentes que pertenecían a tribus orientales
(entre ellos, una buena parte de judíos). Una ciudad cosmopolita como Efeso (se cree que en
ese tiempo su población superaba los 200.000 habitantes) era el terreno de misión preferido por
San Pablo. Allí podía contar con que la palabra proclamada, una vez escuchada y acogida,
podía ser difundida y llevada por viajeros, comerciantes y peregrinos a los lugares y destinos
más diversos.
No es ilógico suponer que San Pablo y sus eventuales acompañantes fuesen acogidos
hospitalariamente por Aquila y Priscila, con quienes había viajado hasta Efeso en el regreso de
su segundo viaje. También podemos creer que, entretanto, este matrimonio ya habría hecho
algo por la causa del Evangelio; posiblemente habían creado ya aquella comunidad doméstica
de la que Pablo enviará saludos más tarde en 1Cor 16, 19.
Por desgracia no contamos con muchos datos sobre las relaciones del Apóstol con la
comunidad cristiana de Efeso. Hay motivos de peso que han llevado a muchos a pensar que la
Carta a los Efesios no sea en realidad debida a la pluma de San Pablo, sino, tal vez, a la de
algún discípulo suyo. Además, aun en el caso de que fuese auténticamente paulina, dicha Carta
no menciona ningún recuerdo personal de la predicación de San Pablo en Efeso, y carece de las
referencias personales y de los habituales saludos al final. Sin embargo, es posible que en un
lugar del corpus epistolar paulino nos haya llegado un escrito del Apóstol a Efeso, o un
fragmento de tal escrito: el capítulo de saludos de Rom 16 (de esto ya hablaremos, Dios
mediante, cuando estudiemos la Carta a los Romanos).
Como diremos en su lugar, el Apóstol, además de la primera Carta a los Corintios,
escribió probablemente desde Efeso las cartas a los Gálatas y a los Filipenses, así como una
“carta intermedia” a los corintios, llamada “carta de las lágrimas” (2Cor 2, 4. 9; 7, 12). Toda
esa actividad literaria hace plausible que el Apóstol estuviera allí de dos a tres años (Hech 19,
8. 10; 20, 31).
Las Cartas nos dicen poco sobre la actividad del apóstol en Efeso. Pero nos dan de ella
un resumen fundamentalmente positivo: “Se me ha abierto ahí una puerta grande y poderosa, y
muchos adversarios” (1Cor 16, 8s). En efecto, parece que los éxitos misioneros que San Pablo
cosechó en Efeso se vieron acompañados por sufrimientos e impugnación. El libro de los
Hechos pinta con colores especialmente vivos los éxitos y las adversidades de San Pablo en la
gran capital pagana: los milagros (vv. 11s), el testimonio –aceptado por todos (v. 17)- que de él
dan los malos espíritus (v. 15), la quema espontánea de los libros de brujería (v. 19) y la
espectacular revuelta de los plateros (vv. 23-40).
Como nos informan los Hechos, también en Efeso Pablo comenzó sin duda su
predicación por la sinagoga. Pero la oposición de los judíos le forzó, pocos meses más tarde, a
trasladarse, como un maestro ambulante de los de su tiempo, a la escuela de un tal Tirano
(Hech 19, 8-10). Las alusiones de 1Cor 15, 31s y, sobre todo, de 2Cor 1, 8-10 dejan entrever
serios reveses y hondos padecimientos, que llevaron a Pablo al borde mismo de la muerte.
Algunos creen que se trató de un encarcelamiento en Efeso (durante el cual se habrían escrito
las Cartas a los Filipenses y a Filemón), precedido seguramente de algunos conflictos abiertos

cosa que muy probablemente tuvo lugar en este segunda visita. Lo dicho hace plausible también la
presencia de Tito en este viaje, que es a quien Pablo delegó principalmente la organización de la colecta
en favor de la comunidad de Jerusalén.
25
con las autoridades gubernamentales. A pesar del peligro de sentencia de muerte que habría
pesado sobre su cabeza, Pablo quedó finalmente libre.
Aunque resulta imposible reconstruir muchos de los avatares de San Pablo, no
cabe duda de que su estadía en Efeso constituyó el período más fecundo de su actuación
misionera. Si bien tuvo que pasar por graves fatigas y sinsabores, consiguió consolidar el
Evangelio en esa región. Allí recibía emisarios de las comunidades fundadas por él en
Macedonia, Acaya y Galacia, quienes le llevaban noticias, buenas y malas, y recababan
consejo, como oportunamente veremos en el estudio del epistolario paulino.
Desconocemos los pormenores que determinaron la salida de Pablo de Efeso, pero
la gran “tribulación” a que alude en 2Cor 1, 8-10 deja entrever que fue precisamente ella
la que dio pie a que abandonara la ciudad (tal vez incluyó una estadía en prisión, incluso
con peligro para su vida). Finalmente se dirigió nuevamente a Grecia (la crisis con la
comunidad de Corinto estaba en su punto álgido), pasando primero por Macedonia,
seguramente siguiendo allí un itinerario similar al de su “segundo viaje”. Finalmente pasó a
Grecia, donde pasó tres meses (cfr. Hech 20, 2s). Durante esta estancia, desde Corinto,
probablemente escribió su carta a los Romanos. Desde allí emprenderá viaje a Jerusalén, a fin
de llevar la colecta que había organizado en favor de la comunidad madre.

16) Ultimo viaje de Pablo a Jerusalén

Cuando consideró terminada su misión en torno al mar Egeo, Pablo fue a Jerusalén a
llevar una colecta. Desde Judea, por orden del procurador Porcio Festo, fue deportado a
Roma.

En su Carta a los Romanos (15, 23-29), San Pablo manifiesta a los cristianos de Roma
su propósito de visitarles, como etapa previa a su ulterior viaje a Occidente. En efecto, al
redactar la carta parece haber dado por concluida su obra misionera en la mitad oriental del
Imperio. Declara que con gusto emprendería inmediatamente su viaje a Roma, y de allí a
España, pero declara que antes debe llevar a Jerusalén la colecta reunida en sus comunidades
de Asia Menor, Macedonia y Grecia. Sólo cuando haya llevado esto a feliz término, quedará
libre para su ulterior empresa.
Es un hecho que San Pablo invirtió mucho tiempo y energías, durante su tercer viaje, en
la colecta “a favor de los santos que hay en Jerusalén” (cfr. 1Cor 16, 1-4; 2Cor 8 y 9; Rom 15,
25-28), a pesar de coincidir en el tiempo con determinadas “ofensivas” en Galacia, en Corinto
y, posiblemente, en Filipos. Esto expresa la singular importancia que para él revestía dicho acto
de caridad. Sin duda, se trató de un apoyo financiero a unos hermanos y hermanas en la fe que
padecían penuria material, y probablemente ésa fue la finalidad primera. Pero hay que dejar
sentado desde un principio que no es suficiente considerar la colecta como simple acción de
socorro. Su contexto es más amplio, como dejamos entrever poco más arriba.
Ya los nombres con que San Pablo alude a la colecta son significativos. En 1Cor 16, 1s
le da el nombre de loguéia, término corriente para designar una colecta, y que en lengua griega
se aplica también a la colecta sacra de dinero destinada a una divinidad. Sobre todo, San Pablo
la llama “ministerio” (Rom 15, 31; 1Cor 16, 15; 2Cor 8, 4; 9, 1. 12s), pero también don de
bendición (2Cor 9, 5), gracia, obra de gracia (2Cor 8, 4. 6. 19), ministerio litúrgico (2Cor 9, 12;
cfr. Rom 15, 27). También el término “comunión” (koinonía) es importante para él en el
contexto de la colecta (Rom 15, 26; 2Cor 8, 4; 9, 13).
Esta terminología pone de manifiesto que la colecta posee una dimensión social y
pastoral (San Pablo utiliza también los términos ministerio y diaconía para designar su propia
actividad misionera). Pero, sobre todo, sitúa la colecta en un contexto teológico y eclesiástico.

26
La colecta, como obra de gracia, tiene por organizador, en último término, a Dios. El
que la acepta, acoge la actuación de Dios en la comunidad. Ella obra y confirma la comunión
en la Iglesia; es expresión de la comunión de los cristianos venidos del judaísmo y de los
venidos de la gentilidad, comunión que los apóstoles habían sellado mediante el darse las
manos (cfr. Gál 2, 9-10). Es, por lo tanto, un vínculo de unidad.

Porque San Pablo cuidó siempre de la unidad de las comunidades, por eso cumplió de
manera estricta con el acuerdo de realizar la colecta. Era importante para él no sólo el vínculo
que unía a la Iglesia de los gentiles con la de los judíos, sino también la unión de las
comunidades compuestas por cristianos venidos de la gentilidad.

El siempre tuvo claro que la unión entre las comunidades compuestas por gentiles sólo
podía perdurar si todas ellas tenían un punto de orientación común, un centro neurálgico
vinculante para todas ellas. Y sólo la comunidad madre de Jerusalén, como punto de partida del
Evangelio, y también como punto de entronque en la historia judía de salvación, podía cumplir
esa misión.

Pero resta por considerar otro punto de vista.

Probablemente, para San Pablo la colecta es también confirmación de la igualdad de


rango de sus comunidades cristianas gentiles, es signo visible de que ahora los gentiles están
llamados a la salvación de igual modo que los judíos. Para él, esto no es una provocación
buscada de modo consciente, sino una obviedad que se desprende de la universalidad de la
Redención obrada por Jesucristo.

Por eso, el Apóstol encuadra la colecta, en 2Cor 8s, en esta obra de redención. La
denomina gracia de Dios que El ha dado (8, 1). De ese modo, se considera que Dios es su
auténtico organizador, y se concibe la colecta como reacción de amor al amor recibido de Dios.
A través de ella se realiza un auténtico trueque de dones espirituales y materiales (cfr. Rom 15,
27). Se la relaciona con Cristo, “el cual, siendo rico, se hizo pobre por vosotros a fin de que
vosotros fueseis ricos por su pobreza” (2Cor 8, 9). Esas palabras no pretenden tanto presentar a
Cristo como ejemplo, cuanto subrayar la obra de redención en la que ellos han sido incluidos y
con cuya estructura interna de despojo y de entrega amorosa deben armonizar. Los macedonios
han comprendido esto al menos en parte, pues ellos han dado a pesar de su extrema pobreza.
Más aún, ellos se dieron a sí mismos (8, 2-5).
Pablo se pregunta durante un tiempo si debe llevar él personalmente la colecta a los
hermanos y hermanas en la fe. En 1Cor 16, 3s. había dejado todavía abierta la posibilidad de
hacer que los delegados de las comunidades viajasen solos, y sólo en caso de necesidad se
mostraba él dispuesto a ponerse a la cabeza de la delegación. Al fin, opta por viajar
acompañado por una delegación mayor de representantes de las comunidades. Pero lo hace con
grandes reservas. En efecto, es de notar que en la Carta a los Romanos (15, 30s), en cuya fecha
de redacción la colecta estaba prácticamente concluida, suplica a los romanos que luchen
juntamente con él en la oración a fin de que “me vea libre de los incrédulos de Judea, y el
socorro que llevo a Jerusalén sea bien recibido por los santos”. No sabemos qué llevó a San
Pablo a manifestar esos presagios de amenaza. ¿Había recibido acaso advertencias de
Jerusalén? En caso afirmativo, ¿de quién? ¿O simplemente concluye de las diversas
discrepancias con los judíos y con los judeocristianos que en Jerusalén nada bueno le espera?
En efecto, no es difícil imaginar en qué se basaban los temores que albergaba San Pablo
con respecto a los judíos. Desde tiempo atrás no era para ellos un desconocido. Se le conocía
como al ex-fariseo, ex-perseguidor de la joven comunidad cristiana, y entre tanto habían

27
seguramente llegado bastantes noticias sobre su anuncio de Cristo entre los paganos y su
proclama de la libertad con respecto a la Ley judía. Por esto, los judíos no podrían menos de
mirarle como a un renegado, considerándole un destructor de la Ley y enemigo de Dios. Más
aún, incluso los judeocristianos rigoristas debían mirarle con recelo, y no es improbable que se
desarrollara una oposición a la colecta en aquellos círculos que rechazaban la admisión de
cristianos gentiles con plena igualdad de derechos31.
Por la información que nos da Hech 20, 3, sabemos que los peligros amenazadores se
manifestaron ya a su salida de Corinto. Unos judíos que, probablemente en calidad de
peregrinos con ocasión de la Pascua, se dirigían a Jerusalén y querían tomar el mismo barco,
planearon un atentado contra él, de suerte que San Pablo, con algunos compañeros, en vez de ir
por mar, se decide a comenzar el viaje por tierra a través de Macedonia. Tras una corta parada
en Filipos y Tróade, finalmente se embarca para Asia menor (Hech 20, 14).
Estas noticias suscitan la pregunta de por qué exactamente tomó parte San Pablo en el
viaje de la colecta, que le impedía una vez más emprender el tan ansiado viaje a Roma y al
occidente y que se presentaba erizado de peligros para todos, y no menos para la misma
colecta. Podemos suponer sin más que los enviados de las comunidades eran sin duda hombres
de probada fidelidad –los Hechos los nombran, aunque sin mencionar la colecta (cfr. Hech 20,
4)- y que, por su origen pagano, no eran conocidos entre los judíos y, por consiguiente, no
tenían el peligro de suscitar su odio en el mismo grado que Pablo.

Parece indudable que para San Pablo el significado de la colecta y la suerte que iba a
correr estaban estrechamente ligadas con la cuestión, ya debatida en la asamblea apostólica,
sobre si era o no verdadero el evangelio, libre de la Ley, que San Pablo proclamaba entre los
paganos, y estaban también relacionadas con la cuestión sobre si los paganos podían o no ser
también miembros con pleno derecho y sin condiciones del Cuerpo de Cristo.

Según afirman algunos estudiosos, es por esto por lo que San Pablo se ve obligado a
presentarse nuevamente en Jerusalén. Su decisión es una prueba de hasta qué punto la unidad
de la Iglesia, que él como ningún otro en la primitiva comunidad parecía haber puesto en
peligro (según algunos), seguía siendo el objetivo constante de sus esfuerzos, y esto no sólo
como teorema y postulado teológico, sino también como realidad y tarea concreta e histórica.
Por esta unidad estaba él dispuesto a no ahorrar ningún sacrificio, pero no se resignaba a
mantenerla a costa del Evangelio. Por ello, serían la verdad y libertad del Evangelio por
una parte, y la unidad de la Iglesia por otra, las que conducen a San Pablo por última vez
a Jerusalén.
Los capítulos 21 a 26 de los Hechos nos presentan la “subida” de San Pablo a Jerusalén.
En Cesarea, un profeta llamado Agabo se ata los pies y las manos con el cinturón de Pablo y
declara: “Esto dice el Espíritu Santo: así atarán los judíos en Jerusalén al hombre de quien es
este cinturón, y le entregarán en manos de los gentiles” (21, 11). Para San Lucas, esta “subida”
a Jerusalén es la imagen de la de Cristo cuando decía a sus discípulos: “Mirad que subimos a
Jerusalén y el Hijo del hombre será entregado a los gentiles y será objeto de burlas..., y después
de azotarle lo matarán” (Lc 18, 31-33). Empieza para San Pablo un largo camino de
crucifixión en el que, tras las huellas de su Maestro, se compromete voluntariamente: “Yo
estoy dispuesto a morir también en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús” (Hech 21, 13).
Cuando San Pablo llegó a Palestina, se encontró con un país en ebullición. La
administración del procurador Félix era soportada cada vez más a disgusto y ofrecía a la
propaganda de los grupos zelotes material abundante de crítica32.

31
No hay que olvidar que también había tenido lugar el conflicto en Galacia. Probablemente, los
adversarios que San Pablo tenía en Jerusalén no desconocían la Carta a los Gálatas, y los comentarios
de ésta sobre la Ley debieron de haberles resultado chocantes.
28
Frente a los zelotes, designados con el nombre de “bandidos” por la administración y la
clase judía favorable a Roma, Félix empleó unas veces la represión y otras el consenso más
extraño (por ejemplo, para desembarazarse del Sumo Sacerdote Jonatán, que le reprochaba sus
injusticias, recurrió en secreto al puñal de los rebeldes). En estas circunstancias, la situación de
la comunidad judeocristiana era sumamente delicada: ¿cómo situarse entre los extremistas que
se oponían violentamente entre sí?
En Jerusalén, San Pablo se reúne con Santiago, hermano del Señor, y dirigente de la
comunidad. Hacía tiempo que Simón Pedro estaba fuera de la capital judía. En la asamblea de
los Apóstoles, Pablo había acordado con Simón y Santiago la colecta para los pobres de
Jerusalén que él había venido a entregar.
¿Aceptó Santiago, aceptó la comunidad la colecta, o se hicieron realidad los temores
que San Pablo había anunciado en Rom 15, 31? Por desgracia, no es posible responder a esta
pregunta importante. Sorprende que Hechos mencione la colecta sólo de pasada (24, 17).
Viniendo del Apóstol, se esperaría que, en el contexto del primer encuentro de Pablo con
Santiago, se dijera en 21, 18s que Pablo hace entrega de la colecta. En vez de eso, se nos dice
que el Apóstol y sus colaboradores informan de sus éxitos misioneros. ¿Por qué pasa tan a
segundo término en Hechos de los Apóstoles la colecta? ¿La infravaloró Lucas o tuvo noticia
de que había sido rechazada? ¿No menciona el rechazo porque éste suponía un fuerte revés
para su visión de la unidad de la Iglesia? ¿Es concebible que Santiago rechazara ahora la
colecta que había aprobado en la asamblea (cfr. Gál 2, 10)? Deberían haber existido razones de
mucho peso para ello. Cierto que él era un judeocristiano de estricta observancia, pero había
aceptado que San Pablo misionara a los gentiles33.
Recordamos que cuando San Pablo evoca aquella asamblea que tuvo lugar en Jerusalén
(cfr. Gál 2, 1-10), con los apelativos de “intrusos” y “falsos hermanos” (cfr. 2, 4) parece aludir
a judeocristianos rigoristas que miraban con gran escepticismo el Evangelio predicado por él,
desligado de la Ley. Es posible que esta última facción, favorecida en parte por la marcha de
Pedro, hubiera incrementado su influencia e importancia, y que Santiago, como jefe de la
comunidad, se viese obligado a tenerlos en cuenta. Más aún, la comunidad de los cristianos
judíos de Jerusalén estaba también seguramente en la mira de los judíos no conversos. El hecho
de que pocos años más tarde Santiago fuera lapidado por orden del Sumo Sacerdote es prueba
de que había fuerzas influyentes inflamadas de odio a los judeocristianos. Santiago no podía
tampoco dejar de tener esto en cuenta.
Según el informe fidedigno de los Hechos, Santiago dio a San Pablo el consejo de
tomar a su cargo un acto ritual en el Templo, a fin de demostrar su fidelidad a la Ley. Pablo
debía participar en la ceremonia de purificación de cuatro hombres sin recursos que habían
hecho el voto de nazirato, y pagar por ellos el coste de las ofrendas 34. De este modo, según
32
Los mismos historiadores latinos no se muestran más propicios con Félix que Flavio Josefo. Félix era
hermano del famoso Palas, liberto y favorito del emperador Claudio. Arribista político, convirtió el
poder en una fuente de ingresos, y añadió la crueldad a la rapacidad. Tácito escribe una frase terrible
para pintar su carácter: “Manifestando toda clase de crueldades y de abusos de poder, ejerció las
prerrogativas de un rey con el alma de un esclavo” (Historias, V, 9).
33
Pocos años más tarde Santiago será lapidado por orden del Sumo sacerdote Anás el Joven. Este
aprovechó el período de vacancia entre los procuradores Porcio Festo y Albino –producida en el año
62- para cometer esta acción violenta. La escueta noticia de Flavio Josefo, al que debemos la
información, señala que le acusaron de transgredir la Ley, pero que su ejecución irritó también a los
celosos de la Ley.
34
Queda aquí aludido un viejo uso judío enraizado en el Antiguo Testamento, según el cual, los más
celosos devotos se consagraban al servicio de Yahvé –originariamente para toda la vida, más tarde sólo
para un tiempo determinado- bajo severos compromisos: no beber vino, no cortarse el cabello, y evitar
toda impureza ritual (por ejemplo, a través del contacto con un cadáver). Al final del plazo tenía lugar
en el Templo, ante el sacerdote, un sacrificio; pagar por otros el coste de las ofrendas era considerado
en el judaísmo tardío como una obra especialmente piadosa.
29
algunos especialistas, se saldría al paso de la desconfianza que la comunidad cristiana pudiese
albergar contra él y, a la vez, quedaría demostrado, a ser posible, que la primitiva comunidad
cristiana no claudicaba indignamente acogiendo a un enemigo de la Ley y de Dios únicamente
por dinero. Así resultaría comprensible el que San Pablo haya aceptado la proposición de
Santiago. En efecto, el libro de los Hechos testimonia que Pablo no desdeñó el participar en
aquella ceremonia privada que él mismo sufragaba, y por supuesto que no ponía con ello en
cuestión su enseñanza de que la Ley no era camino de salvación. No siendo ya para él la
obediencia a la Ley ritual judía una exigencia vinculante, mostraba así que nada más
lejos de él que prohibir sin más toda observancia de la Ley. Con esta disponibilidad suya
él no hacía sino poner en práctica la libertad que, según sus propias palabras, había
caracterizado ya tiempo atrás su comportamiento misionero: “Con los judíos me he hecho
judío para ganar a los judíos; con los que están bajo la Ley, como quien está bajo la Ley –aun
sin estarlo- para ganar a los que están bajo ella. Con los que están sin ley, como quien está sin
ley para ganar a los que están sin ley, no estando yo sin ley de Dios sino bajo la ley de Cristo
(...) Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos” (1Cor 9, 20s).
Para esta última fase de la vida de San Pablo dependemos por completo de los
Hechos de los Apóstoles (Hech 21, 15-28, 31). Es opinión bastante generalizada en la exégesis
que San Lucas ha elaborado esta parte ofreciendo una versión que responde no tanto a los
hechos, cuanto a sus propios intereses teológicos. Se comprende, pues, que las opiniones de los
estudiosos varíen a la hora de asignar más o menos credibilidad histórica a los episodios
narrados. Incluso llama la atención –ya en cuanto a la cantidad- el espacio que dedica a los
grandes discursos que pone en boca de San Pablo. Este da testimonio ante personalidades
políticamente importantes. Habla a las gentes de Jerusalén en la explanada del Templo (22, 1-
21), ante el Sanedrín (23, 1s), ante el procurador romano Félix en presencia del sumo sacerdote
Ananías y de algunos ancianos de los judíos (24, 10-21), ante el procurador Festo (25, 8s), y
finalmente ante el rey Agripa II y ante Berenice, hermana viuda de éste (26, 1-13), en presencia
del mismo Festo. En efecto, San Pablo lleva el nombre del Señor Jesús a los gentiles, a los
reyes y al pueblo de Israel, como se le ha encargado según Hech 9, 15. Los discursos se
encuadran en las intenciones literarias y teológicas de San Lucas. Con todo, sería desatinado
rechazar lo que San Lucas nos comunica calificándolo lisa y llanamente de ahistórico. Lucas
disponía de determinadas noticias –quizá incluso de fuentes- acerca de la última fase de la vida
del Apóstol merecedoras de crédito.
Según Hech 21, 27s, un tumulto que los judíos organizaron en el Templo contra Pablo
hizo que los romanos lo detuvieran. Es digna de todo crédito la noticia de que la ceremonia
cultual en el Templo, de la que San Pablo participaba, acabó en un violento tumulto. Los judíos
de la diáspora, que le conocían, lo encontraron allí y lo acusaron falsamente de haber
introducido en el Templo a un no judío de entre los que le acompañaban (a Trófimo, de Efeso).
Los no judíos tenían prohibido bajo pena de muerte pisar el atrio interior del Templo. El
tumulto alcanzó proporciones tales, que la fuerza romana tuvo que intervenir para evitar que
lincharan a Pablo35. Desde entonces, Pablo queda arrestado por los romanos, y muy pronto su
prisión preventiva de protección se convirtió en la instrucción de un expediente de acusación.
Hech 24, 5s reproduce de modo detallado la acusación:
a) provocar por todas partes de la diáspora (del Imperio) agitaciones y sediciones.
b) ser jefe de la secta de los “nazarenos”, que reconocen a Jesús como Mesías Rey (cfr.
17, 7), rival del emperador.
c) haber intentado profanar el Templo, que los romanos se comprometen a proteger.
35
Conviene no perder de vista que desde que Nerón accedió al poder se agravó la situación interna de
Judea, se repetían de modo más abierto los actos de terrorismo contra todo lo griego, y comenzó a
crearse una atmósfera que ayudó a preparar el levantamiento contra los romanos y la consiguiente
guerra judía. Por ello, no es difícil pensar que los romanos se encontraban en el país en tenso estado de
alerta.
30
No pueden negarse similitudes notorias en la presentación de San Lucas entre el
proceso de San Pablo y aquel al que fue sometido el mismo Cristo Jesús: acusaciones falsas,
inocencia del acusado, confirmada por los mismos actores del proceso (el tribuno romano en
Hech 23, 29; Festo en 25, 18-19 y 25; el rey Agripa II en 26, 31-32; incluso los mismos
fariseos en 23, 9), hostilidad del Sanedrín y del Sumo Sacerdote, cesiones del gobernador
romano por cálculos políticos, el rey Agripa como contrafigura de Herodes Antipas, etc. Pero
más allá de lo que la crítica prefiera atribuir a la redacción lucana, es indudable que un núcleo
de hechos puntuales merece plena credibilidad histórica: el intento de linchamiento en
Jerusalén; la intervención de la autoridad romana; la detención y el traslado a Cesarea;
el aplazamiento del proceso durante dos años, desde el gobierno de Félix hasta el de su
sucesor Festo; la apelación al tribunal del emperador y el traslado a Roma.
Hay quienes dicen que toda la última parte del Libro de los Hechos, desde que se
anuncia el viaje de Pablo a Jerusalén (19, 21) hasta el final, viene a ser un espléndido paralelo
de la segunda mitad del tercer Evangelio, que también empieza con el anuncio de un viaje de
Jesús a Jerusalén (cfr. Lc 9, 51). Según dicho paralelismo, San Pablo habría emprendido el
viaje en Efeso, habría tenido su “última cena” en Tróade, la “pasión” en Jerusalén y Cesarea, y
la “muerte” y la “resurrección” en el mar, de modo que en Roma aparecería (literariamente)
como “resucitado”.

Sea o no verdadera esta hipótesis en todos sus detalles, es cierto que no resulta difícil
entrever una preciosa carga simbólica en el accidentado viaje de Pablo por mar hacia Roma: se
trata del paso por las tinieblas y las “grandes aguas”, símbolo bíblico del paso por la muerte
que Cristo quiso conocer. Al final, lo mismo que Cristo, Pablo no se verá retenido por la
muerte; escapará del mar. En Roma podrá entonces, lo mismo que Cristo después de su
resurrección, proclamar con toda libertad el Reino de Dios.

La llegada de San Pablo a Roma y la predicación que allí lleva a cabo sin grandes
obstáculos constituyen el clímax de la narración de Hechos sobre la expansión de la
palabra de Dios desde Jerusalén a la capital del mundo civilizado de aquel entonces.
En efecto, en Roma, más que un acusado en espera de sentencia, San Pablo se muestra
como un emprendedor misionero cristiano: convoca en su residencia obligada a los notables de
la diáspora judía, les expone su caso e intenta “convencerles acerca de Jesús” (28, 23). Pero su
invitación a creer es acogida solamente por una parte de los presentes; por tanto, él se dirigirá a
los paganos, que reservarán mejor acogida al mensaje evangélico (28, 24-28).
El epílogo de la obra: “Vivió allí dos años enteros a su propia costa, recibiendo a todos
los que acudían, predicándoles el Reino de Dios y enseñando lo que se refiere al Señor Jesús
Mesías con toda libertad, sin estorbos...” (28, 30-31) se relaciona idealmente con el Prólogo,
constituido por el mandato misionero de Cristo resucitado: “...seréis mis testigos en Jerusalén,
en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo” (1, 8). Roma simboliza aquí “el
confín del mundo”. Desde oriente hasta occidente, desde Jerusalén hasta Roma: por obra de
San Pablo se ha completado la parábola del mensaje cristiano.
De este modo ha realizado su proyecto literario el autor de los Hechos. Ya no hay nada
que añadir. Se comprende, por tanto, por qué podía parecerle inútil hablar del martirio de
Pablo: ese martirio era conocido de todos, y a Lucas le interesaba dirigir el interés de sus
lectores hacia la certeza de que nada puede poner obstáculos a la Palabra de Dios, a la
proclamación de su Reino, ni siquiera a sus testigos. Ni la misma muerte.

16) Fin de la vida de San Pablo

31
Hay distintas opiniones sobre la suerte de San Pablo desde su llegada a Roma hasta su
muerte como mártir en esa ciudad.

Para intentar llenar las muchas lagunas sobre el final de la vida de San Pablo
dependemos de tradiciones eclesiásticas más tardías. Para los estudiosos, hoy día no hay duda
ninguna respecto de la muerte y sepultura de San Pedro y San Pablo en la Ciudad Eterna.
También esta claro que San Pablo murió allí en tiempos de Nerón. El problema está en saber si
allí fue rápidamente juzgado y condenado a muerte, o bien, después de dos años de arresto
domiciliario (Hech 28, 30s), fue liberado y tuvo ocasión de cumplir su plan de evangelización
en España (cfr. Rom 15, 24. 28). Dada la escasez de datos, no queda sino entrar en el mundo de
las conjeturas, sin que podamos hacer afirmaciones tajantes y definitivas.
La mención de los “dos años enteros” (Hech 28, 30) no implica que San Pablo muriera
inmediatamente después (si bien hay estudiosos que defienden esta hipótesis), sea cual sea la
interpretación que se dé al enigmático final de Hechos.
Para algunos, la vida del Apóstol acabó en esta ocasión: el juicio habría concluido con
una sentencia condenatoria a la pena capital. Como, según la más “tardía” de las hipótesis, San
Pablo habría llegado a Roma el año 61, contando los dos años que pasó en régimen de
confinamiento en una casa particular, su muerte habría tenido lugar entonces muy
probablemente antes del incendio de Roma y, por lo tanto, antes del inicio de la persecución de
Nerón.
Ahora bien, la tradición (nunca cuestionada) señala que el Apóstol murió en el
curso de la primera persecución, por parte del emperador Nerón, y esto lleva a pensar que
habría estado preso en Roma en dos ocasiones, la primera de las cuales (la del final del Libro
de los Hechos) habría concluido con su liberación.
Las Cartas Pastorales que durante siglos fueron consideradas como escritos auténticos
de San Pablo, supuestamente redactadas por él durante un arresto en Roma, ciertamente
sugieren que el Apóstol visitó otra vez Oriente. Según tales escritos, Pablo habría puesto a Tito
a la cabeza de la iglesia de Creta (cfr. Tit 1, 5) y a Timoteo de la de Efeso (cfr. 1Tim 1, 3). La
segunda Carta a Timoteo se proponía como la última voluntad de San Pablo, escrita en la
cárcel (presumiblemente en Roma: cfr. 2Tim 1, 17), a punto de enfrentarse a la muerte. Pero
estas Cartas hoy en día suelen ser tenidas como pseudoepigráficas, escritas probablemente por
un discípulo de San Pablo.
Sin embargo, es importante señalar ahora que hay quienes piensan (con buen criterio)
que se comete un error metodológico al tomar las Cartas Pastorales como un conjunto
unificado, de modo que ciertas observaciones válidas para una Carta, sean aplicadas a las
demás, creando confusión. Por el contrario, el estudio detallado de cada una de las Cartas
demuestra una proximidad mayor entre 1Tim y Tit que entre cualquiera de éstas y 2Tim. Si se
estudia esta última aisladamente, se comprueba que no existe en realidad ninguna objeción
convincente que impida admitir que ha sido escrita por San Pablo.
En este último supuesto, resulta llamativo el hecho de que San Pablo no hace mención
alguna en 2Tim de su proyectado (y, para entonces, probablemente ya realizado) viaje a España
y de los resultados del mismo. Pero esto no sería tan difícil de explicar, suponiendo que el viaje
fue tal vez de corta duración y escasos resultados apostólicos36.

36
Un indicio (nada seguro, pero tampoco despreciable “a priori”) nos lo aporta el distanciamiento que
se percibe en 2Tim entre San Pablo y la comunidad cristiana de Roma (cfr. 4, 16: “En mi primera
defensa nadie me asistió, antes bien todos me desampararon”), por la cual esperaba ser orientado hacia
España (cfr. Rom 15, 24). El contexto de la persecución de Nerón podría dar razón de este hecho, pero
también es posible que el apoyo de la comunidad romana a la expedición apostólica de Pablo no haya
respondido a las expectativas de éste, obligándole a una interrupción temprana de la misma antes de que
se viesen frutos apreciables, agriándose de este modo las relaciones con ella.
32
La Iª Carta de San Clemente a los Corintios, escrita en Roma en los años noventa del
siglo primero, es el testimonio más antiguo y autorizado sobre la ida de San Pablo a Hispania:

“Pongamos ante nuestros ojos a los santos Apóstoles. A Pedro, quien, por inicua
emulación, hubo de soportar no uno ni dos, sino muchos más trabajos. Y después de dar así
su testimonio, marchó al lugar de la gloria que le era debido. Por la envidia y rivalidad
mostró Pablo el galardón de la paciencia. Por seis veces fue cargado de cadenas; fue
desterrado, apedreado; hecho heraldo de Cristo en Oriente y Occidente, alcanzó la noble
fama de su fe; y después de haber enseñado a todo el mundo la justicia y de haber llegado
hasta el límite de Occidente y dado su testimonio ante los príncipes, salió así de este
mundo y marchó al lugar santo, dejándonos el más alto dechado de paciencia” 37.

Este testimonio de San Clemente sugiere la visita a España, un nuevo juicio y el


martirio. La clave del texto parece estar en la partícula “y” que une las proposiciones “después
de haber enseñado a todo el mundo la justicia” y “de haber llegado hasta el límite de
Occidente”. Lo primero corresponde a la actividad anterior del Apóstol. Lo segundo, además
de estar separado por una “y”, tiene un sentido obvio: visto desde Roma (donde escribe San
Clemente), “el límite de Occidente” no debería ser otro que aquello que los romanos llamaban
Hispania.
Por su parte, el canon de Muratori (hacia el año 180) implica que la última parte de
Hechos, en que se narraba la “partida de Pablo desde la Ciudad (Roma), cuando se dirigió a
España”, se ha perdido.
En caso de haber tenido efectivamente lugar, algunos calculan que la misión en
España debió comenzar hacia el año 63, y eso conllevaría que puede haber sido de corta
duración.
Lo que resulta más problemático es dar cuenta de los desplazamientos del Apóstol en
lugares como Tróade (cfr. 2Tim 4, 13), Mileto (cfr. 2Tim 4, 20), tal vez Efeso (cfr. 2Tim 1, 18)
y Corinto (cfr. 2Tim 4, 20), lo cual supone un retorno a las costas del Egeo en las cuales, según
su propia afirmación, no tenía ya campo de acción (cfr. Rom 15, 23). La expresión “todos los
de Asia me han abandonado” (2Tim 1, 15), por su parte, parece aludir a una nueva situación
conflictiva en Oriente (concretamente en Efeso y su entorno), de la cual no sabemos
prácticamente nada. Quizás las comunidades de la provincia romana de Asia habían
evolucionado por caminos ajenos al modelo paulino durante los varios años en que Pablo había
estado desconectado de ellas (con motivo de sus sucesivos arrestos en Cesarea y Roma, y
eventualmente su expedición apostólica a Hispania). La falsa enseñanza que el Apóstol exhorta
a evitar a Timoteo podría ser reflejo de sus contactos recientes con el entorno efesino (cfr.
2Tim 2, 14. 16. 23).
Generalmente, quienes aceptan un segundo encarcelamiento romano suponen que fue
paralelo al primero, en el sentido de que Pablo habría sido detenido en Oriente y llevado a
Roma bajo custodia.
Pero hay otra hipótesis que parece más fácilmente compatible con los escasos indicios
que poseemos. Nada en 2Tim da a entender que el Apóstol fuera llevado a Roma por la fuerza.
El hecho de que en Mileto abandonara a Trófimo, estando éste enfermo (cfr. 2Tim 4, 20) indica
que San Pablo dejó la ciudad portuaria de forma apresurada. Perdió a un segundo compañero
en la otra ribera del mar Egeo, cuando Erasto se quedó en Corinto. Si bien no es posible hacer
un cálculo preciso, parece lógico que la visita de Pablo a España y su nueva gira pastoral en
Oriente le llevaran el tiempo suficiente como para asegurar que su regreso a Roma tuviera
lugar tras el gran incendio que durante nueve días (del 19 al 28 de julio del año 64 d.C.)
devastó la ciudad, destruyendo diez de los catorce barrios de la misma. Como comenzaron a
circular rumores de que Nerón había sido el responsable, éste, para desviar la atención del
San Clemente Romano, Iª Carta a los Corintios, V; en Padres Apostólicos (intr., notas y versión de
37

Daniel Ruiz Bueno); Madrid (1979), 182.


33
pueblo, acusó a los cristianos del incendio y desató una feroz persecución en la que muchos
fieles fueron arrojados a las fieras, crucificados e incluso convertidos en antorchas vivas. La
noticia de la ferocidad bestial de Nerón debe haber corrido como reguero de pólvora por todo
el Imperio, y no habrá demorado demasiado en llegar hasta las comunidades paulinas de Grecia
y Asia.
Si se quería que la Iglesia romana sobreviviese a este virulento ataque, otras
comunidades tenían que acudir en su ayuda. Y aquí tenemos un motivo que explicaría
suficientemente tanto la prisa con que el Apóstol partió de Mileto, como la decisión de Erasto
de quedarse en Corinto (tal vez pensó que el riesgo era demasiado grande).
San Pablo sabía que se estaba jugando la vida al ir a la capital del Imperio, pero la
necesidad era apremiante en orden a reanimar a los atemorizados cristianos. Su presencia en la
Ciudad Eterna difícilmente pudo pasar desapercibida (su anterior detención y proceso allí
mismo estaba aún demasiado fresco en la memoria de muchos), y esto fácilmente pudo llevar a
su detención como un malhechor (cfr. 2Tim 2, 9). En efecto, no es improbable que algún
servidor fiel de Nerón haya entendido bien pronto que si los cristianos debían ser perseguidos,
más lo había de ser uno que había llenado de cristianismo todo el mundo civilizado.
No tenemos información precisa sobre la duración y circunstancias de esta
segunda prisión, que fue sin duda más dura que la primera. Lo dejan entrever estas líneas
de 2Tim: “Por El [Jesucristo] estoy sufriendo hasta llevar cadenas como un malhechor” (2, 9).
También dicha Carta nos da una idea de cuál era la situación espiritual de San Pablo por aquel
entonces. Sufre su Getsemaní por el alejamiento de sus amigos, y se ve solo, como hasta los
más grandes se encuentran ante la muerte, pero no ha perdido nada de su fibra de apóstol: “Ya
sabes tú que todos los de Asia me han abandonado (...) Yo estoy a punto de ser derramado en
libación, y el momento de mi partida es inminente (...) En mi primera defensa nadie me asistió,
antes bien todos me desampararon. Pero el Señor me asistió y me dio fuerzas para que, por mi
medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles” (1, 15; 4, 6. 16-
17).
Mas sobre todas la angustias humanas por las que han de pasar los mártires de Cristo,
brilla la aurora de la Pascua: “He peleado el noble combate, he llegado a la meta en la carrera,
he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me
entregará el Señor, el justo Juez; y no solamente a mí, sino también a todos los que hayan
esperado con amor su Manifestación (...) El Señor me librará de toda obra mala y me salvará
guardándome para su Reino celestial. A El la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (4, 7-8.
18).
El límite cronológico para su ejecución lo marca el suicidio de Nerón, el 9 de junio del
68. La noticia de Dionisio de Corinto, según la cual Pedro y Pablo fueron martirizados “al
mismo tiempo” se ha tomado frecuentemente en el sentido del mismo año. Algunos prefieren
datar la muerte de San Pablo en torno al año 67, hacia finales de la persecución de Nerón, si
bien no todos concuerdan con esta opinión.
Eusebio de Cesarea, en su Historia Eclesiástica (II, 22, 2) es el primero en mencionar la
segunda prisión de San Pablo en Roma y su martirio bajo Nerón: “Es, pues, tradición que el
Apóstol, después de haber entonces pronunciado su defensa, partió de nuevo para ejercer el
ministerio de la predicación y que, habiendo vuelto por segunda vez a la misma ciudad
[Roma], consumó su vida con el martirio, en tiempos del mismo emperador [Nerón]”. Eusebio
cita más adelante (II, 25, 8) a Dionisio de Corinto (hacia el 170 d.C.), quien afirmó que Pedro y
Pablo fueron martirizados al mismo tiempo, y también se hace eco de la tradición que afirma
que San Pablo murió decapitado (Hist. Ecl. II, 25, 5). Por su parte, Tertuliano (De praescript.
36) compara la muerte de San Pablo con la de Juan (Bautista), es decir, que fue decapitado. Y
estos testimonios gozan de bastante aceptación, sobre todo teniendo en cuenta que era el tipo
de muerte que podía esperarse dada la condición de ciudadano romano del Apóstol.

34
La tradición afirma que San Pablo fue enterrado junto a la vía Ostiense, cerca de la
moderna basílica de San Pablo Extramuros. El año 258, ante el peligro de profanación que
corrían las tumbas cristianas de Roma durante la persecución de Valeriano, los restos de San
Pablo fueron trasladados provisionalmente a un lugar llamado Ad Catacumbas, junto a la Vía
Apia. Posteriormente fueron devueltos a su enterramiento original, sobre el que Constantino
edificó su basílica. Pero más impresionante todavía que esos monumentos de piedra, en los que
se ha plasmado la veneración secular de los fieles, siguen siendo sus Cartas, que han merecido
a San Pablo el nombre de Doctor supremo de la Iglesia.

Si se considera la inmensidad de la vida de San Pablo, llega uno a pensar que se


encuentra frente a un gigante de la voluntad y del espíritu. Pablo es, en efecto, un gigante, pero
no reside aquí el misterio de su vida. El no sacrificó jamás su corazón en aras de una postura
heroica. Fue siempre un hombre, y como un hombre temió y esperó, sufrió y lloró. Si a pesar
del cúmulo gigantesco de fatigas y tribulaciones que sobre él pesaba no se sentía agobiado, ni
amargado, ni vacilante, sino “rebosante de gozo en toda clase de tribulaciones” (2Cor 7, 4), no
se debía esta actitud más que a la fuerza de un inmenso amor. Sólo la inmensidad de su amor
puede aclarar la inmensidad de sus sufrimientos y de sus trabajos. Sólo el amor puede realizar
las cosas que el Apóstol llevó a cabo y soportar los sufrimientos que él hubo de sobrellevar.
Pablo no fue dominado por una idea, sino por un amor. No estuvo adscrito a un
programa, sino a una Persona.

“San Pablo era un hombre capaz de amar, y todo su obrar y sufrir sólo se explican a
partir de este centro.
(…) Su fe consiste en ser conquistado por el amor a Jesucristo, un amor que lo
conmueve en lo más íntimo y lo transforma. Su fe no es una teoría, una opinión sobre Dios y
sobre el mundo. Su fe es el impacto del amor de Dios en su corazón. Y así esta misma fe es
amor a Jesucristo”38.

Poseído de este amor, llegó a escribir: “Por El [Cristo] perdí todas las cosas, y las tengo
por estiércol con tal de ganar a Cristo y estar unido a El” (Flp 3, 8-9); “No soy yo quien vive,
sino que es Cristo quien vive en mí, el cual me amó y se entregó a la muerte por mí” (Gál 2,
20).
Este amor no llegará jamás a sosegarse en San Pablo, ni le dejará punto de reposo. “El
amor de Cristo nos apremia” (2Cor 5, 14), clama como fuera de sí. Se había lanzado al
torbellino de aquel Corazón divino-humano, inflamado del fuego del amor, y “en Cristo Jesús”
(incontables veces aparece esta fórmula en sus Cartas) se encuentra como la brasa en el horno,
como el niño en el regazo de su madre. Cristo no es para él una personalidad histórica; Cristo
es para él “la vida”, y morir por El lo considera ganancia: “Para mí el vivir es Cristo, y el morir
una ganancia. Pero si vivir en la carne me supone trabajar con fruto, entonces no sé qué
escoger. Me siento apremiado por los dos extremos: el deseo que tengo de morir para estar con
Cristo, lo cual es muchísimo mejor, o permanecer en la carne, que es más necesario para
vosotros” (Flp 1, 21-24).
Aquí se manifiesta la característica de su amor a Jesús: Pablo no podía permanecer
junto al Señor en tanto no le hubiera traído de la última lejanía al último hombre hasta su
Corazón. Su amor va tras la acción, por lo que su actividad prodigiosa no es una simple
agitación activista, sino que está toda ella transida del más puro amor. Y casi más
ardientemente aún que por el trabajo le hace suspirar por el sufrimiento. Porque el amor le
impulsa irresistiblemente a asemejarse a Aquel a quien ama. En su Carta más dolorida se
38
S.S. Benedicto XVI, Homilía durante el rezo de las primeras Vísperas de la Solemnidad de San
Pedro y San Pablo, en la inauguración del Año Paulino, 28 de junio de 2008 (L’Osservatore Romano
nº 27, pág. 5).
35
manifiesta este amor apasionado hasta el sufrimiento: “¡Dios me libre de gloriarme si no es en
la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí, y yo para el
mundo! (…) En adelante, que nadie me importune, porque llevo en mi cuerpo las señales de
Jesús” (Gál 6, 14. 17). Esas “señales” seguramente evocan las marcas que en la Antigüedad se
hacían a los esclavos para señalar a qué familia pertenecían. San Pablo alude a esa costumbre
para declararse siervo del Señor, signado por las cicatrices y los sufrimientos de la
proclamación del Evangelio, inmensamente más gloriosas que las de la circuncisión.

“Mientras Pablo, después de su encuentro con el Resucitado, estaba ciego en su casa de


Damasco, Ananías recibió la orden de ir a visitar al temido perseguidor e imponerle las manos
para devolverle la vista. Ante la objeción de que Saulo era un perseguidor peligroso de los
cristianos, Ananías recibió como respuesta: Este hombre debe llevar mi nombre ante los
pueblos y los reyes. ‘Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi Nombre’ (Hech 9,
16).
El encargo del anuncio y la llamada al sufrimiento por Cristo están inseparablemente
unidos. La llamada a ser maestro de los gentiles es al mismo tiempo e intrínsecamente una
llamada al sufrimiento en la comunión con Cristo, que nos ha redimido mediante su Pasión. En
un mundo en el que la mentira es poderosa, la verdad se paga con el sufrimiento. Quien quiera
evitar el sufrimiento, mantenerlo lejos de sí, mantiene lejos la vida misma y su grandeza; no
puede ser servidor de la verdad, y así servidor de la fe”39.

En suma, San Pablo fue grande, pero su indiscutible grandeza, más aún que sobre
lo mucho que trabajó y sufrió, está cimentada sobre la inmensidad de su amor. Aún hoy
Pablo se levanta una y otra vez, empapado en su propia sangre, contemplándonos con su
mirada firme y llena de bondad, para seguir recordándonos su canto más hermoso:
“Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy
como bronce que resuena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía y conociera
todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tuviera tanta fe como para trasladar montañas,
si no tengo caridad, no sería nada. Y aunque repartiera todos mis bienes y entregara mi
cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, de nada me aprovecharía. (…) La caridad nunca
acaba. Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia. (…)
Ahora permanecen la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la
caridad. Id tras la caridad… (1Cor 13, 1-3. 8. 13; 14, 1)

39
S.S. Benedicto XVI, Homilía durante el rezo de las primeras Vísperas de la Solemnidad de San
Pedro y San Pablo, en la inauguración del Año Paulino, 28 de junio de 2008 (L’Osservatore Romano
nº 27, pág. 8).
36

También podría gustarte