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EL LOCO DE BERGERAC

GEORGES SIMENON MAIGRET

(Le fou de Bergerac)

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EL VIAJERO QUE NO PODÍA DORMIR

¡El azar en toda regla! La víspera, Maigret no sabía que iba a emprender un viaje. Se
hallaba, no obstante, en la estación en que París empezaba a caérsele encima: un mes
de marzo con regusto a primavera, con un sol claro, picante, ya cálido.
La señora Maigret se había ido a Alsacia, por un par de semanas, a casa de su
hermana, que estaba esperando un hijo.
El martes por la mañana el comisario recibió una carta de un compañero de la Policía
Judicial que se había retirado hacía dos años y que se había instalado en Dordogne:
«.Sobre todo, si algún buen viento te trae por esta región, no dejes de venir a pasar
algunos días a mi casa. Tengo una vieja sirvienta que sólo está contenta cuando hay
invitados. Y ahora empieza la estación del salmón.»
Un detalle hizo soñar a Maigret: el membrete del papel de carta, en el que se veía el
perfil de una casa señorial flanqueada por dos torres redondas. Debajo se leía el
nombre de la finca: La Ribaudière. Villefranche–en–Dordogne.
Al mediodía la señora Maigret le telefoneó para comunicarle que el alumbramiento se
esperaba para la noche siguiente, y añadió:
—Parece que estemos en verano. ¡Los árboles frutales ya están en flor!
El azar. El azar. Un poco más tarde Maigret se hallaba en el despacho de su jefe,
charlando.
—A propósito. ¿No ha ido todavía a Burdeos para hacer esas verificaciones de que
hablamos?
Se trataba de un asunto insignificante, en modo alguno urgente. El trabajo de Maigret
se reducía a ir a Burdeos a consultar los archivos de la ciudad.
Una asociación de ideas: Burdeos–la–Dordogne.
Y en aquel instante había un rayo de sol sobre la bola de cristal que le servía de
pisapapeles al jefe.
—¡Es una buena idea! Precisamente ahora no tengo nada entre manos.

Al atardecer tomó el tren en la estación de Orsay, con un billete de primera para


Villefranche. El empleado le recomendó que no se olvidase de cambiar en Libourne.
Maigret le prestó poca atención, leyó algunos periódicos y se dirigió al vagón–
restaurante, donde se quedó hasta las diez de la noche. Cuando volvió a su
compartimiento se encontró con que un anciano matrimonio había bajado los visillos,
instalándose cómodamente y ocupando su lugar.
—¿Es que por casualidad no habría una litera libre? –le preguntó a un empleado que
pasaba.
—En primera, no. Pero creo que hay una en segunda. Si le da lo mismo.
—¡Naturalmente!
Y ya tenemos a Maigret transportando su maletín de viaje a lo largo de los pasillos.
El empleado abre varias puertas y descubre al fin el compartimiento en el que sólo la
litera de arriba está ocupada. También aquí están los visillos corridos y la luz
apagada.
—¿Desea que encienda?
—Gracias.
Reina un calor pegajoso. En algún sitio se oye un ligero silbido, como si hubiese
algún fallo en la calefacción. Alguien se mueve, allá arriba, se mueve y respira en
la litera superior.
Sin hacer ruido, el comisario se quita los zapatos, la chaqueta y el chaleco. Se
echa, y no tarda en agarrar de nuevo su sombrero hongo, que coloca de través sobre su
cabeza, pues hay una ligera corriente de aire que no se sabe de dónde viene.
¿Acaso duerme? Se adormece, en todo caso. Quizá durante una hora. Quizá durante dos.
Quizá durante más. Pero se mantiene semiconsciente.
Y, durante todo el rato, es una sensación de malestar la que lo domina. ¿A causa del
calor, contrariado por la corriente de aire?
¡Más bien a causa del hombre de arriba, que ni un instante se mantiene quieto!
¿Cuántas veces se da vuelta por minuto? Se halla precisamente sobre la cabeza de
Maigret, y cada movimiento suyo desencadena infinidad de ruidos.
Respira de un modo irregular, como si tuviese fiebre.
Hasta el punto de que Maigret, harto, se levanta y se va al pasillo. Pero en el
pasillo hace demasiado frío.
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Y de nuevo el compartimiento, la somnolencia que embota las sensaciones, las ideas.
Están separados del resto del mundo. La atmósfera es una atmósfera de pesadilla.
¿Acaso el hombre de allá arriba no acaba de incorporarse sobre los codos, acaso no
acaba de inclinarse intentando ver a su compañero?
Maigret, por el contrario, no se siente con ánimos para hacer un solo movimiento.
Todavía le pesa en el estómago el alcohol bebido en el vagón–restaurante.
La noche es larga. En las paradas se oyen voces confusas, pasos por los pasillos,
puertas que chirrían. Uno se pregunta si el tren volverá a ponerse alguna vez en
marcha.
Se diría que el hombre de arriba está llorando. Hay momentos en que deja de respirar.
Después, de pronto, carraspea. Se da la vuelta. Se suena.
Maigret se arrepiente de no haberse quedado en su compartimiento de primera, con el
matrimonio anciano.
Se adormece de nuevo. Se despierta. Trata de dormirse otra vez. Por fin, ya no puede
más. Tose para que su voz sea más firme, y exclama:
—¡Se lo ruego, caballero, procure estarse quieto de una vez!
Se siente molesto, pues su voz ha sonado mucho más brusca de lo que hubiese querido.
¿Y si, después de todo, el hombre estuviese enfermo?
El hombre no contesta. Permanece inmóvil. Debe estar haciendo un esfuerzo inusitado
para evitar el menor ruido. Y Maigret se pregunta de pronto si en realidad se trata
de un hombre. ¡Podría ser una mujer! ¡No ha podido verlo! El otro es un ser
invisible, aprisionado entre la litera y el techo del tren.
Y el calor debe ser sofocante allá arriba. Maigret intenta regular el radiador, pero
el aparato está estropeado.
Son las tres de la mañana.
—¡A ver si me duermo de una vez!
Pero ya no tiene sueño. Está casi tan nervioso como su compañero. Lo vigila.
—¡Vaya! Ya empieza otra vez.
Y Maigret, con la esperanza de dormirse, se propone respirar con regularidad contando
hasta cien.
Decididamente, el hombre está llorando. Sin duda se trata de alguien que ha ido a
París para un entierro. O al contrario. Un pobre diablo que trabaja en París y que ha
recibido una mala noticia de su pueblo: su madre enferma, o muerta. O quizá su mujer.
Maigret se arrepiente de haber sido duro con él. ¿Quién sabe? A veces se añade al
tren una furgoneta mortuoria.
¡Y su cuñada, en Alsacia, estará dando a luz! ¡Tres hijos en cuatro años!
Maigret duerme. El tren se para y parte de nuevo. Atraviesa un puente metálico que
hace un ruido de catástrofe, y Maigret abre bruscamente los ojos.
Y permanece inmóvil contemplando las dos piernas que cuelgan delante de él. El hombre
de arriba se ha sentado y, con infinitas precauciones, está atándose los zapatos. Es
la primera cosa que el comisario ve de él, y, a pesar de la poca luz, advierte que
son de charol. Los calcetines, por el contrario, son de lana gris y parecen haber
sido tejidos a mano.
El hombre se interrumpe, escucha. ¿Acaso espía la respiración de Maigret, que ha
cambiado de ritmo? El comisario se pone a contar de nuevo.
Le resulta tanto más difícil cuanto que se halla interesado en grado sumo por las
manos que atan los cordones y que tiemblan de tal modo que se ven obligadas a empezar
cuatro veces el mismo nudo.
Pasan por una estación pequeña, sin pararse. Sólo se vislumbran las lucecitas que
atraviesan la tela de los visillos.
¡El hombre baja! El conjunto se parece cada vez más a una pesadilla. Podría bajar de
un modo natural. ¿Es acaso el temor de recibir una nueva reprimenda lo que lo asusta?
Durante largo tiempo busca el travesaño con el pie. Está a punto de caerse. Por fin
le da la espalda al comisario. Sale, olvidándose de cerrar la puerta, y desaparece en
el fondo del pasillo.
Si no fuese por la puerta abierta, Maigret optaría sin duda para volverse a dormir.
Pero tiene que levantarse a cerrarla, y aprovecha para dar un vistazo.
Tiene el tiempo justo para ponerse la chaqueta, olvidando el chaleco, ya que el
desconocido, al fondo del pasillo, ha abierto la puerta del vagón. ¡No se trata de
una casualidad! En el mismo momento, el tren comienza a perder velocidad. Se adivina
un bosque que desfila a lo largo de la vía. Algunos nubarrones se hallan iluminados
por una luna invisible.
Los frenos chirrían. La velocidad debe haber descendido a unos 30 km. por hora, quizá
menos.
Y el hombre salta, desapareciendo tras la pendiente por la que acaba de deslizarse.
Maigret apenas tiene tiempo de reflexionar. Se precipita. El tren sigue perdiendo

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velocidad. No corre ningún riesgo.
Está en el aire. Cae sobre un lado, rodando. Da tres vueltas sobre sí mismo y se
detiene cerca de una valla de alambres espinosos.
Una luz roja se aleja con el estruendo del tren.
El comisario no se ha roto nada. Se pone en pie. La caída de su compañero ha debido
ser más brutal, pues, a unos cincuenta metros, está intentando levantarse,
lentamente, penosamente.
La situación es ridícula. Maigret se pregunta a qué instinto ha obedecido saltando
del tren, mientras su equipaje continúa hacia Villefranche–en–Dordogne. ¡Ni siquiera
sabe dónde está!
Sólo se ven árboles: un gran bosque, sin duda. En algún sitio la mancha clara de la
carretera debe perderse en la lejanía.
¿Por qué no se mueve el hombre? No es más que una sombra arrodillada. ¿Ha visto a su
seguidor? ¿Se halla herido?
—¡Eh, oiga! –le grita Maigret buscando el revólver en el bolsillo.
No tiene tiempo de agarrarlo. De pronto lo ve todo rojo. Y recibe un choque en la
espalda incluso antes de oír la detonación.
Todo esto no ha durado ni una décima de segundo, y el hombre ya se ha puesto en pie y
corre a campo traviesa, atravesando la carretera y hundiéndose en la oscuridad.
Maigret ha soltado un juramento. Sus ojos están húmedos, pero no de dolor, sino de
estupefacción, de rabia, de impotencia. ¡Ha sido todo tan rápido! ¡Y la situación es
tan lastimosa!
Se le cae el revólver y al agacharse a recogerlo hace una mueca de dolor a causa de
la espalda. Pero lo peor es la sensación de estar perdiendo sangre en abundancia, de
que a cada pulsación el líquido cálido mana de la arteria cortada.
No se atreve a correr ni a moverse. Ni siquiera recoge su arma.
Nota las sienes húmedas y la garganta atenazada. Y a la altura de la espalda, tal
como suponía, su mano encuentra un líquido viscoso. Busca la arteria a tientas,
intentando interrumpir el derrame.
Y, casi inconscientemente, tiene la impresión de que el tren se para a menos de un
kilómetro de distancia de allí, y de que permanece parado largo rato, mientras él,
angustiado, aguza el oído.
¿Pero qué puede importarle a él que el tren se pare? Es una reacción maquinal. La
ausencia de ruido le asusta como si fuese un vacío.
¡Por fin! El ruido vuelve a oírse a lo lejos. Un tenue resplandor rojo se dibuja en
el cielo, tras los árboles.
Después, nada.
Nada más que Maigret, de pie, apretándose el hombro con la mano derecha. De hecho se
trata del hombro izquierdo. Intenta mover el brazo, pero sólo consigue levantarlo
ligeramente, y lo deja caer de nuevo.
En el bosque reina un silencio absoluto. Se diría que el hombre, en vez de huir, se
ha refugiado en la maleza. ¿Acaso tirará contra Maigret, para acabar con él, si éste
se dirige a la carretera?
—¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! –gruñe Maigret, que se siente infinitamente desgraciado.
¿Qué necesidad tenía de saltar del tren? Al amanecer su amigo lo esperará en la
estación de Villefranche, y la sirvienta habrá preparado un salmón.
Maigret echa a andar pesadamente. Se detiene al cabo de tres metros, hace otro
esfuerzo y se para de nuevo.
Sólo la claridad de la carretera destaca en la noche, una carretera blanca, tan
polvorienta como en pleno verano. Pero sigue perdiendo sangre, aunque en menor
cantidad. Intenta impedir su salida con la mano, pero ya tiene la mano empapada.
Nadie diría que ha sido herido otras tres veces. Está tan impresionado como al subir
a la mesa de operación. Preferiría un dolor agudo antes que ese lento fluir de la
sangre.
¡Porque sería francamente ridículo morir allí, completamente solo, aquella noche!
¡Sin saber siquiera dónde se hallaba! ¡Con su equipaje continuando el viaje sin él!
Si el hombre tira, mala suerte. Avanza tan aprisa como puede, inclinado hacia
delante, en una especie de vértigo. Ve un poste indicador, pero sólo el lado de la
derecha se halla iluminado por un halo de luna: 3,5 km.
¿Qué es lo que hay a 3,5 Km.? ¿Qué ciudad?' ¿Qué pueblo?
Una vaca muge en aquella dirección. Y el cielo está un poco más pálido. ¡Es el este,
sin duda! ¡Y va a despuntar el día!
El desconocido no debe estar allá. O bien ha renunciado a acabar con el herido.
Maigret calcula que tiene aún energía para tres o cuatro minutos e intenta
aprovecharla. Avanza a pasos regulares, como en el cuartel, contándolos y tratando de
no pensar en nada.

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La vaca que ha mugido debe pertenecer a una granja. Los granjeros se levantan
temprano. Por tanto.
La sangre se desliza por el lado izquierdo, bajo la camisa, y ya le llega a la
cintura.
¿Es una luz lo que está viendo? ¿O es ya el delirio?
«Si pierdo más de un litro de sangre», piensa.
Es una luz. Mas para llegar hasta ella hay que atravesar un campo labrado, y eso ya
es más difícil. Sus pies se hunden en la tierra. Se apoya en un tractor abandonado.
—¡Eh! ¿Hay alguien? ¡Aprisa, aprisa!
Ese «aprisa» desesperado se le escapa mientras resbala cayendo al suelo. Oye el
sonido de una puerta al abrirse y adivina una linterna balanceándose en el extremo de
un brazo.
—¡Aprisa!
¡Con tal de que al hombre que se aproxima se le ocurra impedir la pérdida de sangre!
La mano de Maigret abandona el hombro y cae, húmeda, a su lado.
—Un. Dos. Un. Dos.
Cada vez es un borbotón de sangre que quiere escapársele.
Imágenes confusas, con vacíos entre ellas. Y todas marcadas por esa nota de horror
que provoca pesadillas.
Un ritmo. Los pasos de un caballo. Paja debajo de la cabeza y muchos árboles
desfilando a la derecha.
Aquello Maigret pudo comprenderlo. Se hallaba tendido en un carro. Era de día.
Avanzaban lentamente a lo largo de una carretera bordeada de plátanos.
Abrió los ojos y tratando de no hacer ruido pudo vislumbrar a un hombre que marchaba
perezosamente, balanceando el látigo que tenía en la mano.
¿Pesadilla? Maigret no había podido ver el rostro del hombre del tren. Lo único que
conocía de él eran sus zapatos de charol, sus calcetines grises, y, de un modo vago,
su silueta.
Entonces, ¿por qué suponía que el campesino que le llevaba era el hombre del tren?
Veía un rostro de grandes bigotes grises y cejas muy pobladas. Y unos ojos claros que
miraban al frente sin ocuparse del herido.
¿Dónde se encontraban? ¿Hacia dónde iban? .
Al mover la mano, Maigret notó algo anormal alrededor de su pecho, algo parecido a un
grueso vendaje.
Después las ideas se confundieron en su cabeza en el momento mismo en que un rayo de
sol le taladraba brutalmente los ojos.
Después casas, fachadas blancas. Una calle larga y bañada de luz. Ruido tras el
carro, ruido de gentío... y voces..... pero no podía distinguir las palabras. Los
travesaños del carro le hacían daño.
Ya no más travesaños. Sólo un balanceo hasta entonces desconocido para él.
Se hallaba sobre una camilla delante de él avanzaba un hombre blanco. Estaban
cerrando una gran verja tras la cual se amontonaba la muchedumbre. Alguien corría.
—Condúzcanlo inmediatamente al anfiteatro.

Maigret no se movía, ni pensaba. Pero seguía observando. Estaban atravesando un


parque en el que se levantaban pequeños pabellones de ladrillo blanco. En los bancos
había jóvenes que vestían un uniforme gris. Algunos tenían la cabeza vendada, otros
la pierna. Las enfermeras se apresuraban de un lado a otro.
Y casi inconscientemente trataba de formular la palabra «hospital» sin conseguido.
¿Dónde estaba el campesino que se parecía al hombre del tren? ¡Ay! Estaban subiendo
una escalera. El hombro le dolía mucho.
Y Maigret se despertó de nuevo para ver a un hombre que se lavaba las manos
contemplándolo con gravedad.
Tuvo como un choque en el pecho. ¡Aquel hombre llevaba perilla, y sus cejas eran muy
espesas!
¿Acaso se parecía al campesino? ¡En todo caso, se parecía al hombre del tren!
Maigret no podía hablar. Abrió la boca. El hombre de la perilla dijo tranquilamente:
—Llévenlo al número 3. Vale más que esté aislado, a causa de la policía.
¿A causa de la policía? ¿Qué era lo que querían decir?
Personas de blanco se lo llevaron, haciéndole atravesar el parque de nuevo. El
comisario nunca había visto un sol como aquel. Era tan claro, tan alegre, que parecía
llenar los más ocultos rincones.
Lo metieron en una cama. Las paredes eran blancas. Hacía casi tanto calor como en el
tren.
En algún sitio, una voz dijo:

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—Es el comisario, que pregunta cuándo podrá.
¿Acaso el comisario no era él? ¡Y él no había preguntado nada! ¡Todo aquello era
ridículo!
¡Y sobre todo aquella historia del campesino que se parecía al médico y al hombre del
tren!
De hecho, ¿es que el hombre del tren poseía una perilla gris? ¿Y bigotes? ¿Y cejas
pobladas?
—Ábranle la boca. Bien. Es suficiente.
Era el doctor, que le vertía un líquido en la boca.
¡Para acabar con él, envenenándolo!
Cuando Maigret, al atardecer, recuperó el sentido, la enfermera que lo cuidaba se
dirigió al pasillo del hospital, en el que aguardaban cinco hombres: el juez de
instrucción de Bergerac, el procurador, el comisario de policía, un secretario y un
médico jurisconsulto.
—¡Ya pueden entrar! Pero el doctor recomienda que no se lo fatigue demasiado. ¡Tiene
un modo de mirar tan raro que no me extrañaría que estuviese loco!
Y los cinco hombres se miraron con una sonrisita de complicidad.

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CINCO HOMBRES DECEPCIONADOS

Aquello parecía una escena de melodrama interpretada por malos actores: la enfermera
sonrió al retirarse, echándole una última mirada a Maigret.
Una mirada que parecía decir: ¡Ahí se los dejo!
Y los cinco señores tomaron posesión de la habitación con sonrisas diversas, pero
todas amenazadoras. ¡Parecía que no fuese cierto que estuviesen haciéndolo
expresamente, que quisieran gastarle una broma a Maigret!
—Pase, señor procurador.
Era un hombre bajo, con el pelo cortado a cepillo y una mirada terrible que parecía
estudiada para armonizar con su profesión. ¡Y un aire de frialdad, de maldad!
Pasó junto a la cama de Maigret echándole una breve ojeada, y después se situó
ceremoniosamente junto a la pared, con el sombrero en la mano.
Y el juez de instrucción desfiló del mismo modo, contemplando al herido y plantándose
junto a su superior.
Y después el secretario. ¡Eran ya tres los situados a lo largo de la pared, como tres
conjurados! ¡Y ya el médico iba a reunirse con ellos!
No faltaba más que el comisario de policía, un gordo de ojos saltones que iba a
representar el papel de ejecutor en aquellas altas maniobras.
Les echó una rápida mirada a los demás, y luego, dejando caer su mano sobre la
espalda de Maigret, comentó:
—¡Atrapado, eh!
En otras circunstancias aquello hubiese podido resultar terriblemente divertido.
Maigret ni siquiera sonrió, limitándose a fruncir el ceño con inquietud.
¡Inquietud por él mismo! Tenía todavía la impresión de que la línea de demarcación
entre la realidad y el sueño era imprecisa, borrándose cada vez más.
¡Y he aquí que estaban representando ante él una verdadera parodia de interrogatorio!
El comisario de policía, un hombre grotesco, le hablaba con aire socarrón:
—¡Confieso que no me disgusta ver por fin la pinta que tienes!
¡Y los otros cuatro, junto a la pared, lo contemplaban sin chistar!
Maigret soltó un hondo suspiro que le asombró a él mismo, y sacó la mano derecha de
entre las sábanas.
—¿Contra quién pensabas actuar esta noche? ¿Otra vez contra una mujer, o contra una
niña?
Sólo entonces se dio cuenta Maigret de la cantidad de palabras que tendría que
pronunciar para deshacer el malentendido, y pensarlo lo horrorizó. Estaba agotado.
Tenía sueño. Todo su cuerpo estaba dolorido.
—Tanto. –balbució maquinalmente, con un gesto lánguido.
Los otros no comprendieron. Un poco más bajo repitió:
—Tanto. Mañana.
Y cerró los ojos, confundiendo al poco rato al procurador, al juez, al médico, al
comisario y al secretario en un mismo personaje que se parecía al cirujano, al
campesino y al hombre del tren.
A la mañana siguiente se hallaba sentado en la cama, o más bien ligeramente
incorporado, apoyado en dos almohadas, y contemplaba a la enfermera que se afanaba de
un lado a otro poniendo en orden la habitación.
Era una chica guapa, alta, fuerte, de un rubio agresivo, y a cada momento le dirigía
al herido una mirada provocativa y temerosa a la vez.
—Dígame, ¿vinieron ayer cinco señores a verme?
—¿Y eso qué puede importarle?
—Si usted lo dice. Entonces dígame qué es lo que vinieron a hacer aquí.
—No tengo autorización para dirigirle la palabra, y prefiero advertirle que repetiré
todo lo que me diga.
Lo más curioso era que Maigret disfrutaba en cierto modo de aquella situación, igual
que se disfruta, al amanecer, de esos sueños que uno se empeña en terminar antes de
despertar.
El sol era tan brillante como en los cuentos de hadas ilustrados. En alguna parte,
fuera, los soldados pasaban a caballo, y al entrar en la calle el sonido de las
trompetas retumbó triunfalmente.
En aquel mismo momento la enfermera pasaba cerca de la cama, y Maigret, que quería
retener su atención para interrogarla de nuevo, atrapó el borde de la falda con los
dedos.
Ella se volvió, y dando un grito terrible salió huyendo de la habitación.
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Las cosas no se aclararon hasta el mediodía. El cirujano estaba quitándole la venda a
Maigret cuando llegó el comisario de policía. Llevaba un sombrero de paja nuevo y una
corbata azul chillón.
—¿Ni siquiera ha tenido usted la curiosidad de registrar mi cartera? –le preguntó
Maigret amablemente.
—¡Sabe usted muy bien que no llevaba ninguna cartera!
—Bien. Todo se explicará. Telefonee a la Policía. Allí le dirán que soy el comisario
divisionario Maigret. Si quiere asegurarse con más rapidez, avise a mi compañero
Leduc, que tiene una casa de campo en Villefranche. ¡Pero, antes que nada, dígame
dónde estoy, por favor!
El otro se resistía todavía. Le dirigió sonrisas llenas de comprensión. Incluso le
dio discretos codazos al cirujano.
Y hasta la llegada de Leduc, que compareció en un viejo Ford, todo el mundo estuvo a
la expectativa.
¡Por fin tuvieron que convenir en que Maigret era Maigret, y no el loco de Bergerac!

Leduc tenía el rostro rosado y plácido de un pequeño rentista, y desde que había
dejado la policía se preciaba de no fumar más que en una pipa cuyo borde sobresalía
de su bolsillo.
—He aquí la historia en pocas palabras: yo no soy de Bergerac, pero vengo cada sábado
de compras con el coche. Y aprovecho también para zamparme una buena comida en el
Hotel de Inglaterra. Bueno, pues hace cosa de un mes descubrieron cerca de la
carretera a una mujer muerta. ¡Estrangulada, para ser exactos! ¡Y no sólo
estrangulada! Una vez el cuerpo estuvo inerte, el asesino había llevado su sadismo
hasta el extremo de hundir una gruesa aguja en su corazón.
—¿Quién era esa mujer?
—Leontina Moreau, de la granja Molino Nuevo. No le robó nada.
—¿Y tampoco la? .
—Tampoco la ultrajó, a pesar de que se trataba de una chica estupenda, de unos
treinta años. El crimen tuvo lugar a la caída de la tarde, cuando ella volvía de casa
de su cuñada. El otro crimen.
—¿Pero son dos?
—Dos y medio. La otra víctima es una chiquilla de dieciséis años, hija del jefe de
estación, que había ido a dar una vuelta en bicicleta. La encontraron en el mismo
estado.
—¿Por la noche?
—A la mañana siguiente. Pero el crimen fue cometido por la noche. Y la tercera es una
criada del Hotel que había ido a ver a su hermano, que es peón y trabaja en la
carretera, a unos cinco o seis kilómetros. La chica iba a pie, y de pronto alguien la
asaltó por detrás, derribándola. Pero como ella es muy fuerte, se defendió y
consiguió morder al hombre en la muñeca. Éste soltó un juramento y huyó. Ella no pudo
verlo más que por la espalda, vagamente, mientras corría a refugiarse en el bosque.
—¿Eso es todo?
—¡Eso es todo! La gente está convencida de que se trata de un loco refugiado en los
bosques de los alrededores. A ningún precio se puede admitir que se trate de alguno
de la ciudad. Cuando el campesino dijo que te había encontrado junto a la carretera,
creyeron que eras el asesino y que habías sido herido al intentar un nuevo crimen.
Leduc hablaba gravemente. No parecía darse cuenta de lo cómico de la equivocación.
—De hecho, habrá gente que seguirá creyéndolo para no dar su brazo a torcer –añadió.
—¿Quién lleva la investigación sobre estos crímenes?
—La Policía local.
—Déjame dormir, ¿quieres?
Sin duda era culpa del estado de debilidad en que se hallaba: Maigret tenía todo el
tiempo unas ganas irresistibles de dormitar. No se sentía a gusto más que medio
adormilado, con los ojos cerrados, a ser posible cara al sol para que los rayos le
atravesasen los párpados.
Ahora tenía muchos personajes nuevos para evocar, para animar en su espíritu, al
igual que un niño hace marchar los soldados multicolores de su colección.
La granjera de treinta años. La hija del jefe de estación. La sirvienta del Hotel.
Recordaba el bosque, los altos árboles, la carretera clara, e imaginaba la agresión,
la víctima rodando en el polvo. y el hombre blandiendo su larga aguja.
¡Era fantástico, increíble! Sobre todo evocado en aquella habitación del Hospital,
desde la que se oían los tranquilos ruidos de la calle. Alguien tardó casi diez
minutos en poner su auto en marcha, debajo de la ventana de Maigret. El cirujano

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llegó en un coche ligero y rápido que conducía él mismo.
Eran ya las ocho de la noche y las lámparas estaban encendidas cuando se inclinó
sobre la cabecera de Maigret.
—¿Es grave?
—Sobre todo, será largo. Un par de semanas de inmovilidad.
—¿No podría, por ejemplo, instalarme en el Hotel?
—¿No se encuentra bien aquí? Evidentemente, si tiene alguien que lo cuide.
—Oiga, entre nosotros, ¿qué es lo que piensa usted del loco de Bergerac?
El médico permaneció en silencio. Maigret fue más preciso:
—¿Cree usted, como todo el mundo, que se trata de un loco furioso que vive en los
bosques?
—¡No!
Maigret había tenido tiempo de pensar sobre ello y de recordar algunos casos análogos
que había conocido, o de los que había oído hablar.
—Más bien de un hombre que en la vida corriente debe comportarse como usted y como
yo, ¿no le parece? –añadió.
—¡Es lo más probable!
—Dicho de otro modo, hay muchas posibilidades de que ese hombre viva en Bergerac, y
de que ejerza una profesión cualquiera.
El cirujano, confuso, le dirigió una mirada extraña.
—¿Tiene usted alguna idea? –continuó Maigret, sin dejar de observarlo.
—He tenido muchas, unas detrás de otras. Las tomo. Las desecho con indignación. Las
examino de nuevo. Bajo cierto ángulo, todo el mundo aparece como sospechoso de
trastorno cerebral.
Maigret se echó a reír.
—¡Y toda la ciudad es examinada! –exclamó–. Desde el alcalde y el procurador hasta el
último mono. Sin olvidar a sus compañeros y al portero del Hospital.
¡No! ¡El cirujano no estaba bromeando!
—Un instante. No se mueva. ––dijo mientras le curaba la herida–. Es más terrible de
lo que usted cree. .
—¿Cuántos habitantes tiene Bergerac?
—Unos dieciséis mil. Todo me lleva a creer que el loco pertenece a una clase social
elevada. E incluso que.
—¡La aguja, evidentemente! –murmuró Maigret haciendo una mueca, ya que el cirujano
estaba haciéndole daño.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que esa aguja clavada exactamente en el corazón, a la primera, dos veces seguidas,
prueba ya algunos conocimientos anatómicos.
Se hizo un silencio. El cirujano parecía preocupado. Colocó de nuevo el vendaje
alrededor de la espalda y el torso de Maigret y se incorporó suspirando.
—¿Decía usted que preferiría instalarse en una habitación del Hotel?
—Sí. Haría venir a mi mujer.
—¿Desea usted ocuparse de este asunto?
—¡Ya lo creo!

La lluvia hubiese podido estropearlo todo. Pero no cayó una gota de lluvia lo menos
durante quince días.
Y Maigret fue instalado en la mejor habitación del Hotel de Inglaterra, en el primer
piso. Le colocaron la cama junto a la ventana, de modo que gozaba del panorama de la
plaza mayor, donde veía cómo la sombra abandonaba una hilera de casas para pasar
lentamente al lado opuesto.
La señora Maigret aceptó la situación tal como lo aceptaba todo, sin asombrarse, sin
alterarse. Al cabo de una hora de hallarse en la habitación, ésta se había convertido
en «su» habitación, pues había puesto en ella sus pequeñas comodidades, su nota
personal.
Dos días antes debía comportarse del mismo modo a la cabecera de su cuñada, cuando
ésta daba a luz, en Alsacia.
—¡Una niña preciosa! ¡Si la hubieses visto! Pesa cerca de cinco kilos.
Interrogaba sin cesar al cirujano:
—¿Qué es lo que puede comer, doctor? ¿Un buen caldo de gallina? ¡Lo que debiera usted
prohibirle es la pipa! ¡Al igual que la cerveza! Dentro de una hora va a pedirme otra
vez.
¡La habitación estaba empapelada de rojo y verde! ¡Un rojo rabioso y un verde
chillón! ¡Largas rayas que cantaban al sol!

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¡Y aquellos traviesos mueblecitos de hotel, que bailaban sobre sus patas
desniveladas!
Una habitación inmensa con dos camas. ¡Y una chimenea de más de dos siglos de
antigüedad sobre la que habían instalado un radiador barato!
—Lo que me pregunto es por qué te lanzaste tras ese hombre. Imagínate que hubieses
caído sobre los rieles. ¡Tengo una idea! Voy a prepararte un batido de limón. Espero
que me dejen disponer de la cocina.
Los momentos de meditación eran ahora más raros. Incluso cuando cerraba los ojos bajo
un rayo de sol, Maigret tenía ideas poco precisas.
Pero seguía agitando personajes creados o reconstituidos por su imaginación.
—La primera víctima. La granjera. ¿Casada? ¿Con hijos?
—Casada con el hijo de los granjeros. Pero no se entendía demasiado bien con su
suegra, pues ésta la acusaba de ser demasiado coqueta y de ponerse combinaciones de
seda para ordeñar las vacas.
Entonces, pacientemente, con amor, al igual que un pintor ante su tela, Maigret
esbozaba en su espíritu una imagen de la granjera, y la veía apetecible, bien
formada, bien lavada, introduciendo ideas modernas en la casa de sus suegros y
consultando catálogos de París.
La veía volviendo de la ciudad. y veía muy bien la carretera. Las carreteras debían
parecerse todas, ya que todas se hallaban bordeadas por grandes árboles.
Después, la chica de la bicicleta.
—¿Es que tenía novio?
—¡Nadie habla de eso! Todos los años iba a pasar quince días de vacaciones a París, a
casa de una tía.
El lecho estaba húmedo. El cirujano lo visitaba dos veces al día. Después de la
comida, Leduc llegaba en su Ford, haciendo defectuosas maniobras bajo la ventana
antes de conseguir estacionar.
Al tercer día se presentó con un sombrero de paja, igual que el comisario de policía.
El procurador le hizo una visita. Confundió a la señora Maigret con la sirvienta y le
tendió su bastón y su sombrero hongo.
—Naturalmente, usted habrá disculpado nuestra equivocación. Pero el hecho de que no
hubiese nada que pudiese identificarlo.
—¡Sí, mi cartera ha desaparecido! Pero siéntese, por favor, amigo mío.
Seguía teniendo un aire agresivo. No podía evitarlo. Era culpa de su pequeña nariz
redonda y de los pelos demasiado lacios de su bigote.
—Ese asunto es lamentable, y amenaza la tranquilidad de una región tan hermosa. Que
tales cosas ocurran en París, donde el vicio reina en estado endémico. ¡Pero aquí!
¡Vaya! ¡También él tenía unas cejas muy pobladas! ¡Como el campesino! ¡Como el
doctor! ¡Unas cejas grises iguales a las que Maigret atribuía maquinalmente al hombre
del tren!
Y un bastón con puño de marfil, esculpido.
—¡En fin! Espero que se restablezca usted rápidamente y que no guarde un recuerdo
demasiado malo de nuestra región.
No era más que una visita de cumplido. Tenía prisa por irse.
—Tiene usted un médico excelente. Es discípulo de Martel. Lástima que el resto.
—¿Qué resto?
—Yo me entiendo. No se preocupe. Hasta pronto. Me informaré cada día de su salud.
Maigret se tomó un batido de limón, que era una obra maestra. Pero sufría al notar el
tufillo a trufas que subía del comedor.
—¡Es inaudito! –comentaba su mujer–. Aquí sirven trufas como en otros sitios patatas
con aceite. ¡Se diría que las regalan! Incluso en el menú de quince francos.
Y le llegaba el turno a Leduc.
—¡Siéntate, por favor! ¿Un poco de batido de limón? ¿No? ¿Qué es lo que sabes de la
vida íntima de mi médico, del que ignoro incluso el apellido?
—El doctor Rivaud! Pues no sé gran cosa. Sólo lo que se dice. Vive con su mujer y su
cuñada. La gente de por aquí asegura que su cuñada es tan suya como su mujer. Pero.
—¿Y del procurador?
—¿El señor Duhourceau? ¿Te han dicho ya que?
—¡Continúa!
—Su hermana, que es viuda de un capitán, está loca. Algunos afirman que la ha hecho
internar a causa de su fortuna.
Maigret estaba contentísimo. Su viejo camarada le contemplaba con curiosidad, sentado
sobre la cama y entornando los ojos para ver la plaza.
—¿Y qué más?
—¡Nada más! En las ciudades pequeñas.
—¡Olvidas que ésta no es una ciudad como las demás, por pequeña que sea! ¡Es una

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ciudad en la que hay un loco!
Lo más divertido era que Leduc manifestaba una inquietud real.
—¡Un loco en libertad! –continuó Maigret–. Un loco que sólo está intermitentemente, y
que el resto del tiempo va y viene, y habla como tú y como yo.
—¿Tu mujer no se aburre demasiado aquí?
—¡Se pasa el día revolviendo en las cocinas! Le da recetas al cocinero y copia las
que éste le confía. En el fondo, quizá sea el cocinero el que esté loco.
Hay una verdadera embriaguez en haber escapado a la muerte, en hallarse
convaleciente, y sobre todo, en ser cuidado en una atmósfera irreal.
Y en hacer trabajar el cerebro a pesar de todo, por afición.
En estudiar una región, una ciudad, desde la cama, desde la ventana.
—¿Hay aquí una biblioteca municipal?
—¡Naturalmente!
—Serías un ángel si fueses a buscarme todos los libros que traten de enfermedades
mentales, de perversiones, de manías. Y también te agradecería que me subieses la
guía de teléfonos. ¡Es muy instructiva, la guía de teléfonos! Pregunta abajo si
tienen un aparato con cable largo, y si me lo pudiesen subir de vez en cuando.
La somnolencia llegaba. Maigret notó que le invadía como la fiebre, hasta sus fibras
más profundas.
—En realidad, mañana comes aquí. Es sábado.
—¡Y tengo que comprar una cabra! –acabó Leduc buscando su sombrero de paja.
Cuando salió, Maigret tenía ya los ojos cerrados y una respiración regular se
escapaba por su boca entreabierta.
El comisario Leduc encontró al doctor Rivaud en el pasillo de la planta baja. Lo
llevó aparte y dudó largo rato antes de preguntarle:
—¿Está usted seguro de que esa herida no puede haber influido sobre la inteligencia
de mi amigo? ¿Ni siquiera sobre? No sé cómo decirlo. ¿Me comprende usted?
El médico hizo un gesto vago con la mano.
—¿Es de ordinario un hombre inteligente?
—¡Muy inteligente! A veces no lo parece, pero.
—¡Ah!
Y el cirujano empezó a subir la escalera con mirada soñadora.

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3
EL BILLETE DE SEGUNDA CLASE

Maigret había salido de París el miércoles por la tarde. Por la noche había recibido
una herida en las proximidades de Bergerac. Pasó en el Hospital el jueves y el
viernes. El sábado llegó su mujer de Alsacia y Maigret se instaló con ella en una
habitación del primer piso del Hotel de Inglaterra.
Fue el lunes cuando la señora Maigret le dijo de pronto:
—¿Por qué no empleaste el boleto kilométrico en el viaje? Pudiendo viajar con pase,
es absurdo que.
Eran las cuatro de la tarde. La señora Maigret, que no podía estar un minuto quieta,
estaba ordenando la habitación por tercera vez.
Ante las ventanas, los visillos claros estaban a medio bajar, y tras su pantalla
luminosa la atmósfera reventaba de vida.
Maigret, que estaba fumándose una de sus primeras pipas, miró a su mujer, asombrado.
Le pareció que mientras esperaba su respuesta evitaba el volverse hacia él, y que
había enrojecido.
La pregunta era absurda. En efecto, Maigret poseía, como todos los comisarios de la
Brigada Móvil, un boleto kilométrico de primera clase que le permitía viajar gratis
por toda Francia. Y, naturalmente, lo había empleado para venir de París.
—¡Ven a sentarte aquí! –murmuró.
Vio que su mujer dudaba y casi la obligó a sentarse al borde de la cama.
—¡Cuéntame!
La miraba maliciosamente y ella estaba cada vez más violenta.
—He hecho mal en preguntártelo tan de repente. Pero es que a veces estás tan raro.
—¡Tú también!
—¿Qué quieres decir?
—Que todos me encuentran raro, y que en el fondo no tienen mucha fe en mi historia
del tren. Y ahora también tú.
—¡Está bien, te lo contaré! Resulta que hace un momento, en el pasillo, precisamente
enfrente de nuestra puerta, he cambiado el felpudo de sitio y he encontrado esto.
A pesar de vivir en el Hotel, la señora Maigret llevaba un delantal para sentirse en
su casa, como ella decía. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño
cartoncito. Era un billete de segunda clase París–Bergerac, con fecha del miércoles
anterior.
—Cerca del felpudo. –repitió Maigret–. Toma papel y lápiz, por favor.
Ella obedeció sin comprender y humedeció la mina.
—Escribe. Primero el dueño del Hotel, que ha venido a eso de las nueve de la mañana
para informarse sobre mi salud. Después el cirujano, un poco antes de las diez. Pon
los nombres en columna. El procurador pasó al mediodía, y el comisario entró en el
momento en que éste se iba.
—¡Falta todavía Leduc! –murmuró la señora Maigret.
—¡Exacto! ¡Añade a Leduc! ¿No olvidamos a nadie? Descontando, naturalmente, a
cualquier empleado del Hotel o a cualquier cliente que hayan podido perder el billete
en el pasillo.
—¡No!
—¿Por qué no?
—¡Porque el pasillo sólo conduce a esta habitación! ¡Tendría que tratarse de alguien
que hubiese venido a escuchar tras la puerta!
—¡Telefonea al jefe de estación!
Maigret no conocía la ciudad, ni la estación, ni ninguno de los lugares de los que le
hablaba la gente. Y a pesar de ello había reconstruido, en espíritu, un Bergerac
bastante preciso, en el que no faltaba casi nada.
Una Guía Michelín le había proporcionado el plano de la ciudad. De hecho se hallaba
instalado en el corazón de la misma. La plaza que divisaba era la Plaza del Mercado.
El edificio que se vislumbraba a la derecha era el Palacio de Justicia.
La guía decía: Hotel de Inglaterra. Primera Categoría. Habitaciones desde veinticinco
francos. Cuartos de baño. Comidas a quince, y a dieciocho francos. Especialidad en
trufas, foie–gras y salmón de Dordogne.
También tenía postales. En una de ellas se veía la estación. Sabía que el Hotel de
Francia, al otro lado de la plaza, le hacía la competencia al Hotel de Inglaterra.
E imaginaba las calles, y luego las carreteras, como aquella a la que él había
llegado tambaleándose.
—¡El jefe de estación al aparato!
12
—¡Pregúntale si el jueves por la mañana bajó algún viajero del tren de París!
—¡Dice que no!
—¡Eso es todo!
¡Era casi matemáticamente seguro que el billete le pertenecía al hombre que había
saltado a la vía un poco antes de Bergerac, y que había disparado sobre Maigret!
—¿Sabes lo que deberías hacer? Ir a ver la casa del señor Duhourceau, el procurador,
y después la del cirujano.
—¿Para qué?
—¡Para nada! Para contarme lo que veas.
Se quedó solo y lo aprovechó para fumar más de lo que le estaba permitido. La tarde
caía dulcemente y la plaza tenía un resplandor rosado. Los viajantes de comercio
volvían de su trabajo y aparcaban los coches en el terraplén, junto al hotel. Se oía,
allá abajo, el ruido de las bolas de billar.
¿Por qué el hombre del tren había descendido antes de la parada, arriesgando su vida,
y por qué, al verse seguido, había disparado?
¡En todo caso, el hombre conocía el trayecto, pues había descendido en el momento
preciso en que el tren comenzaba a perder velocidad!
¡Si no había querido llegar hasta la estación era porque los empleados lo conocían!
¡Y, de todas formas, aquello no bastaba para probar que se trataba del asesino de la
granjera y de la hija del jefe de estación!
¡Maigret recordaba la agitación de su compañero de litera, su respiración irregular,
sus silencios seguidos de suspiros desesperados!
—A esa hora, Duhourceau debe estar en su casa, en su despacho, leyendo los periódicos
de París o examinando sus papeles. El cirujano debe pasar revista en el Hospital,
seguido de la enfermera. El comisario de Policía.
Maigret no tenía ninguna prisa. De ordinario, al principio de una investigación, se
apoderaba de él una impaciencia parecida al vértigo. La incertidumbre le molestaba
extraordinariamente. No se sentía tranquilo hasta que empezaba a presentir la verdad.
Pero esta vez le ocurría lo contrario, quizá a causa de su estado.
¿Acaso no le había dicho el médico que no podría levantarse hasta pasados unos quince
días, y que incluso entonces tendría que ser prudente?
Tenía tiempo de sobra. Durante esos largos días mataría el tiempo tratando de
reconstruir, desde su cama, un Bergerac tan vivo como fuese posible, con todos los
personajes en su lugar.
—¡Voy a tener que llamar para que me enciendan la luz!
Pero no lo hizo por pereza, y su mujer, al volver, lo encontró completamente a
oscuras.
La ventana estaba todavía abierta, dejando penetrar el airecillo fresco de la noche.
Los faroles dibujaban una guirnalda de luz alrededor de la plaza.
¿Es que quieres agarrarte una pulmonía? ¡A quién se le ocurre estar con la ventana
abierta cuando!
—¿Y bien?
—¿Y bien, qué? He visto las casas. Pero no comprendo para qué puede servir eso.
—¡Cuéntame!
—El procurador vive al otro lado del Palacio de Justicia, en una plaza casi tan
grande como ésta. Es una casa grande, de dos pisos. En el primero hay un balcón de
piedra. Debe tratarse de su despacho, pues la habitación estaba iluminada. He visto a
un criado que corría las cortinas de la planta baja.
—¿Es una casa alegre?
—¿Qué quieres que te diga? ¡Es como todas las casas grandes! Más bien sombría. Las
cortinas son de terciopelo granate, y han debido costar unos dos mil francos por
ventana. Un terciopelo suave, sedoso, que cae a grandes pliegues.
Maigret estaba encantado. Poco a poco iba corrigiendo la imagen que se había hecho de
la casa.
—¿y el criado?
—¿Qué quieres saber del criado?
—¿Llevaba un chaleco a rayas? _
—¡Sí!
Maigret hubiese aplaudido muy a gusto. ¡Una mansión sólida, solemne, con ricas
cortinas de terciopelo, con un balcón de piedra tallada, con muebles antiguos! ¡Un
criado con chaleco a rayas! ¡Y el procurador, de chaqué, con zapatos de charol y el
pelo blanco cortado a cepillo!
—¡Sí, ahora recuerdo que lleva zapatos de charol!
—¡Y con botoncillos! Me di cuenta ayer.
También el hombre del tren llevaba zapatos de charol. ¿Pero se ataban con botoncillos
o con cordones?

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—¿y la casa del médico?
—¡Está casi en el otro extremo de la ciudad!
Es una villa como las que se ven en las playas, con techo bajo, flores, un bonito
garaje, gravilla blanca en el jardín, persianas pintadas' de verde y un farol de
hierro forjado. Las persianas no estaban cerradas. He visto a su mujer bordando en el
salón.
—¿y la cuñada?
—Llegó en coche con el médico. Muy joven, muy bonita y muy bien vestida. Nadie diría
que vive en una ciudad pequeña. Debe comprarse los trajes en París.
¿Qué relación podía tener aquello con un maníaco que atacaba a las mujeres en la
carretera y las estrangulaba para atravesarles el corazón con una aguja?
Maigret no intentaba averiguarlo. De momento se contentaba con poner a las personas
en su lugar.
—¿No te has encontrado a nadie?
—A nadie conocido. Por lo visto la gente sale poco.
—¿Hay algún cine?
—He visto uno en una calleja. Dan una película que ya vi en París hace tres años.

Leduc llegó hacia las diez de la mañana, dejó el viejo Ford delante del hotel y un
poco más tarde llamó a la puerta de Maigret. Éste se hallaba ocupado degustando una
taza de caldo que su mujer acababa de prepararle en la cocina.
—¿Cómo te encuentras?
—¡Siéntate! No, no al sol. Me impides ver la plaza.
Desde que había dejado la Policía, Leduc había engordado. Y había en él algo que lo
hacía más blandengue que antes.
—¿Qué te ha preparado para comer tu cocinera?
—Chuletas de cordero con salsa. Ahora debo tomar comidas ligeras.
—Dime. ¿No has hecho ningún viajecito a París estos últimos tiempos?
La señora Maigret volvió la cabeza bruscamente, sorprendida por esta pregunta brutal.
Y Leduc, violento, miró a su compañero con aire de reproche.
—¿Qué quieres decir? Ya sabes que.
Evidentemente, Maigret sabía muy bien que. Pero observó la silueta de su compañero y
su bigotillo castaño, sus anchos zapatos de caza.
—Entre nosotros, ¿cómo te las arreglas aquí en cuestión de mujeres?
—¡Cállate! –intervino la señora Maigret.
—¿Por qué? ¡Es cuestión muy importante! En el campo no se tienen las comodidades de
la ciudad. ¿Y tu cocinera? ¿Qué edad tiene?
—¡Sesenta y cinco años! Ya ves que.
—¿Y no hay otra?
Lo más molesto era quizá el tono de seriedad con que Maigret hacía estas preguntas,
que de ordinario requieren un tono ligero o irónico.
—¿Ninguna pastora en los alrededores?
—La sobrina de la cocinera, que viene a veces a echar una mano.
—¿Dieciséis años? ¿Dieciocho?
—Diecinueve. Pero.
—Y tú. Ustedes. En fin.
Leduc no sabía ya qué cara poner, y la señora Maigret, aún más violenta que él,
desapareció de la habitación.
—¡Eres muy indiscreto!
—Dicho de otro modo, es cosa hecha. ¡Está bien, viejo!
Y Maigret, sin darle importancia a la cosa, gruñó, pocos instantes después:
—El procurador Duhourceau no está casado. ¿Acaso también él?
—¡Se nota que vienes de París! Hablas de estas cosas como si se tratase de lo más
natural del mundo. ¿Crees que el procurador le cuenta a todo el mundo sus aventuras?
—Pero, como todo se sabe, estoy persuadido de que estás al corriente.
—No sé más que lo que se cuenta.
—¿Lo ves?
—El procurador va a Burdeos una o dos veces por semana. Y allá.
Maigret no cesaba de estudiar a su compañero y una sonrisa divertida flotaba por sus
labios. Había conocido a un Leduc diferente, un Leduc que no conocía aquellas frases
prudentes, aquellos gestos reservados, aquellos temores provincianos.
—¿Sabes lo que tendrías que hacer, tú que tienes libertad para ir y venir a tu
antojo? Empezar una investigación para averiguar quién estuvo fuera de la ciudad el
miércoles pasado. ¡Espera! Los que más me interesan son el doctor Rivaud, el

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procurador, el comisario, y tú.
Leduc se había puesto en pie y contemplaba molesto su sombrero de paja, como si
estuviese dispuesto a ponérselo de un gesto seco y dejar la habitación.
—¡No! ¡Basta de bromas! No sé qué es lo que te pasa. Desde la herida no te comportas
de un modo normal. ¿Acaso me imaginas, en una pequeña ciudad como ésta, donde todo se
sabe, abriendo una encuesta sobre el procurador de la República? ¿O sobre el
comisario de Policía? ¡Yo, que ya no tengo ningún título oficial! Además, tus
insinuaciones.
—¡Siéntate, Leduc!
—Tengo poco tiempo.
—¡Te digo que te sientes! ¡Tienes que comprenderlo! Aquí, en Bergerac, hay un hombre
que en la vida corriente tiene todo el aspecto de un hombre normal, y que, sin duda,
ejerce una profesión cualquiera. Es ese hombre el que, de pronto, en una crisis de
locura.
—¡Y tú me incluyes en el número de los asesinos posibles! ¿Acaso crees que no he
comprendido el sentido de tus preguntas? Esa necesidad de saber si tengo una amante.
Todo porque tú te dices que un hombre que se halla privado de mujeres se halla más
propenso a dejarse llevar de.
Estaba realmente enfadado. Con el rostro congestionado y los ojos brillantes,
continuó:
—¡La Policía local se ocupa de este asunto! ¡A mí no me concierne! Y ahora, si tú
quieres meterte en lo que.
—¡En lo que no me importa! ¡Peor para mí! Pero imagina por un instante que dentro de
un par de días, o de cuatro, o de ocho, descubren a tu amiguita de diecinueve años
con una aguja clavada en el corazón.
La mano de Leduc aferró el sombrero y lo hundió con tanta fuerza en su cabeza que la
paja crujió. Luego salió cerrando la puerta de un gesto seco.
La señora Maigret, que no esperaba más que esta señal, entró a su vez, nerviosa,
inquieta.
—¿Se puede saber qué te ha hecho Leduc? Raras veces te he visto comportarte con
alguien de un modo tan desagradable. Se diría que sospechas que.
—¿Sabes lo que deberías hacer? Dentro de un rato, o bien mañana, Leduc volverá, y
estoy seguro de que se excusará de su salida demasiado brutal. Pues bien, te pido que
vayas a comer a su casa, a La Ribaudière.
—¿Yo? Pero.
—Y ahora, por favor, dame la pipa y arréglame las almohadas.
Una media hora más tarde, cuando entró el doctor, Maigret le sonrió amablemente y, de
buen humor, comenzó a interpelarlo:
—¿Qué es lo que le ha dicho?
—¿Quién?
—Mi compañero Leduc. Se halla inquieto. Probablemente le ha pedido que me someta a un
serio examen mental. No, doctor, no estoy loco. Pero...
Tuvo que callarse porque le estaban metiendo un termómetro en la boca. El cirujano
descubrió la herida, que iba cicatrizándose lentamente.
—¡Se mueve usted demasiado! Treinta y ocho y medio. Y no necesito preguntarle si ha
fumado. La atmósfera está cargadísima.
—¡Debería usted prohibirle absolutamente la pipa, doctor! –intervino la señora
Maigret.
Pero su marido la interrumpió:
—¿Puede usted decirme con qué intervalos de tiempo fueron cometidos los crímenes del
loco?
—Espere. El primero tuvo lugar hace un mes. El segundo una semana más tarde. Después,
la tentativa frustrada tuvo lugar el viernes siguiente, y.
—¿Sabe lo que pienso, doctor? Que hay muchas probabilidades de que nos hallemos en
vísperas de un nuevo atentado, y aún diría más: si no se produce, es sin duda porque
el asesino se siente vigilado. Y, si se produce.
—¿Y bien?
—Podríamos proceder por eliminación. Supongamos que en el momento del crimen se halla
usted en esta habitación; eso le libra automáticamente de toda sospecha. Supongamos
que el procurador se encuentra en Burdeos, el comisario en París o en otro sitio, y
mi amigo Leduc en el diablo.
El médico contemplaba fijamente al enfermo.
—En resumen, está usted restringiendo el campo de posibilidades.
—¡De posibilidades no! De probabilidades.
—¡Es igual! Estaba diciendo que restringe usted el campo al pequeño grupo que se
encontraba junto a usted cuando despertó de la operación.

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—¡No del todo, puesto que olvido al secretario! Lo restrinjo a las personas que
vinieron a verme durante el día de ayer, y que pudieron perder, por descuido, un
billete de tren. A propósito, ¿dónde se encontraba usted el miércoles pasado?
—¿El miércoles?
Y el doctor, confuso, rebuscaba en su memoria. Era un hombre joven, activo,
ambicioso, de gestos amables y aspecto elegante.
—Creo que. Espere. Fui a La Rochelle para.
Pero se interrumpió ante la sonrisa divertida del comisario.
—¿Debo tomarme esto como un interrogatorio? En ese caso le prevengo que.
—¡Cálmese! Piense que no tengo nada que hacer en todo el día, yo, que de ordinario
llevo una vida terriblemente activa. De modo que invento juegos para mí solo. ¡El
juego del loco! Nada le impide a un médico estar loco, o a un loco ser médico. Nada
impide tampoco que un procurador de la República.
y Maigret oyó que el doctor le preguntaba en voz baja a su mujer:
—¿No ha bebido nada?
Lo mejor fue cuando el doctor Rivaud se marchó. La señora Maigret se aproximó a la
cama, muy enfadada:
—¿Es que no te das cuenta de lo que haces? ¡Verdaderamente, no te comprendo! ¡Si
quisieras hacerle creer a la gente que eres tú el loco, no obrarías de otra manera!
El doctor no ha dicho nada. Es muy educado. Pero he notado que. ¿Se puede saber por
qué sonríes así?
—¡Por nada! ¡Es el sol! Esas líneas rojas y verdes de la tapicería. Esas mujeres que
chismorrean en la plaza. Ese cochecito color limón que parece un insecto grande. Y
ese tufillo a foie–gras. Pero he aquí que hay un loco. Mira esa chica tan guapa que
pasa, sus formas redondas, sus senos en forma de pera. Es quizá a ella a la que el
loco.
La señora Maigret lo miró a los ojos y comprendió que su marido ya no bromeaba, que
estaba hablando muy seriamente, que había angustia en su voz.
Él le tomó la mano para terminar:
—Estoy persuadido de que esto no ha acabado todavía, ¿comprendes? Y con toda mi alma
quisiera impedir que una chica estupenda, que hoy se halla viva, pase uno de estos
días por esta plaza metida en un ataúd, escoltada por personas vestidas de negro.
¡Hay un loco en la ciudad! Un loco que habla, que ríe, que va y viene.
Y con una voz cálida balbuceó, con los ojos medio cerrados:
—¡Dame por lo menos la pipa!

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L A C I TA D E L O S L O C O S

Maigret había elegido su hora preferida, las nueve de la mañana, a causa de la rara
tonalidad que el sol tenía a esta hora, y también a causa del ritmo de vida que,
sobre la plaza, partiendo de la puerta abierta de una tienda, del ruido de las ruedas
de una carreta, de un visillo bruscamente corrido, iba amplificándose hasta el
mediodía.
Desde su ventana podía ver sobre un árbol uno de los anuncios que había hecho poner
por toda la ciudad.
*+
El miércoles a las nueve de la mañana, en el Hotel de Inglaterra, el comisario
Maigret entregará una prima de cien francos a toda persona que le proporcione un dato
sobre las agresiones de Bergerac, que parecen ser obra de un loco.
—¿Tengo que quedarme en la habitación? –preguntó la señora Maigret, que incluso en el
Hotel encontraba el modo de trabajar casi tanto como en su casa.
—¡Quédate si quieres!
—No tengo ningún interés, Además, no vendrá nadie.
Maigret sonreía, Eran sólo las ocho y media, y, mientras encendía su pipa, aguzaba el
oído para percibir el ruido de un motor:
—¡Ya tenemos a uno!
Era el ruido familiar del viejo Ford.
—¿Por qué no vino Leduc ayer?
—Tuvimos unas palabras. No tenemos las mismas ideas sobre el loco de Bergerac. Lo
cual no será obstáculo para que se encuentre aquí dentro de unos segundos.
—¿El loco?
—Leduc. ¡Y el loco también! ¡Y quizá varios locos! Es casi matemático. Un anuncio
como éste ejerce una atracción irresistible sobre todos los anormales, los
imaginativos, los grandes nerviosos, los epilépticos. ¡Entra, Leduc!
Leduc ni siquiera había tenido tiempo de llamar a la puerta. Mostró un rostro algo
confuso.
—¿Cómo no viniste ayer?
—Precisamente quería rogarte que me excusaras. Buenos días, señora Maigret. Tuve que
ir a buscar al plomero porque se me reventó una cañería. ¿Te encuentras mejor?
—¡Voy tirando! Siempre con la espalda rígida como un ataúd, pero aparte de eso. ¿Has
visto mi anuncio?
—¿Qué anuncio?
Estaba mintiendo, y Maigret estuvo a punto de decírselo. Pero, a fin de cuentas, no
tuvo esa crueldad.
—¡Siéntate! Dale el sombrero a mi mujer. Dentro de unos minutos vamos a recibir
visitas. Y, entre otras, me dejaría cortar la mano si no recibimos la del loco.
Estaban llamando a la puerta. Sin embargo, nadie había atravesado la plaza, Unos
instantes después entraba el dueño del Hotel.
—Le ruego me disculpe. No sabía que tenía visita. Vengo a causa del anuncio.
—¿Puede usted proporcionarme algún dato?
—¿Yo? ¡No! ¡Qué idea! ¡Si hubiese sabido algo lo habría dicho ya! Sólo deseaba saber
si debemos dejar subir a todos los que se presenten.
—¡Sí, naturalmente!
Maigret lo contemplaba a través de sus ojos entornados. Estaba convirtiéndose en una
manía lo de observar a la gente de aquella manera. ¿O quizá se debía a que Maigret
vivía obstinadamente bajo un rayo de sol?
—Puede usted dejarnos.
Y dirigiéndose a Leduc, añadió:
—¡También éste es un hombre curioso! Fuerte como un árbol, sanguíneo, como una piel
rosada que parece siempre a punto de estallar.
—Lo que corresponde a un antiguo mozo de granja de los alrededores, que empezó
casándose con su patrona. Él tenía veinte años, y ella cuarenta y cinco.
—¿Y después?
—Éste es su tercer matrimonio. ¡Una fatalidad! Todas sus esposas mueren.
—Volverá dentro de un momento.
—¿Por qué?
—¡No lo sé! Pero volverá cuando todo el mundo esté aquí. Encontrará un pretexto. En
este momento el procurador debe estar saliendo de su casa. En cuanto al doctor,
juraría que trota por las salas del hospital para liquidar en cinco minutos sus
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consultas de la mañana.
Maigret aún no había terminado la frase cuando ya divisaron al procurador, que
atravesaba la plaza apresuradamente.
—¡Ya van tres!
—¿Qué quieres decir?
—El procurador, el dueño del Hotel, y tú.
—¿Otra vez? Escucha, Maigret.
—Ve a abrirle la puerta al procurador, que no se atreve a llamar.
—Volveré dentro de una hora –anunció la señora Maigret, que acababa de ponerse el
sombrero.
El procurador la saludó ceremoniosamente y estrechó la mano del comisario sin mirarlo
de frente.
—Me han puesto al corriente de su idea, y he insistido en verlo inmediatamente. Para
empezar, que quede bien entendido que actúa usted a título privado. Pero, a pesar de
ello, debiera haberme consultado, ya que habiendo una investigación en curso.
—Siéntese, se lo ruego. Leduc, ocúpate del sombrero y el bastón del procurador.
Precisamente estaba diciéndole a Leduc, señor procurador, que dentro de unos momentos
el asesino estará aquí. ¡Bien! Ya tenemos aquí al comisario, que mira la hora y va a
beber cualquier cosa antes de subir.
¡Era cierto! Vieron entrar al comisario en el Hotel, pero sólo diez minutos después
apareció en la puerta de la habitación. Quedó estupefacto al ver al procurador, y se
excusó murmurando:
—Creí que mi deber era.
—¡Naturalmente! Leduc, busca sillas. Debe haber una en la habitación de al lado.
Nuestros clientes empiezan a llegar. Pero ninguno quiere ser el primero.
En efecto, tres o cuatro personas vagaban por la plaza echándole frecuentes miradas
al Hotel. Todas siguieron con los ojos el coche del doctor, que paró justo ante la
puerta.
A pesar del sol primaveral había cierta tensión en el aire. El médico, al igual que
sus predecesores, hizo un movimiento de contrariedad al encontrar a tanta gente en la
habitación.
—¡Esto es un verdadero consejo de guerra! –murmuró con una risita.
Y Maigret notó que se había afeitado mal y que el nudo de su corbata no era tan
perfecto como de ordinario.
—¿Cree usted que el juez de instrucción?
—Ha ido a Saintes para un interrogatorio, y no volverá hasta la noche.
—¿Y su secretario? –quiso saber Maigret.
—No sé si ha ido con él. O quizá. ¡Sí, está saliendo de su casa y viene hacia aquí!
Vive precisamente enfrente del Hotel, en esa casa de las persianas azules.
Pasos en la escalera.
Pasos de muchas personas.
Después cuchicheos.
—Abre la puerta, Leduc.
Esta vez se trataba de una mujer, y no venía de fuera. Era la sirvienta que había
estado a punto de ser víctima del loco y que seguía trabajando en el Hotel. Un hombre
la seguía, tímido, avergonzado.
—Es mi novio, que trabaja en el garaje. No quería dejarme venir, con el pretexto de
que cuanto menos se hable.
—Hagan el favor de entrar los dos. Y usted también. –añadió dirigiéndose al dueño del
Hotel, que se hallaba en la puerta.
—Sólo quería saber si mi sirvienta.
—¡Entre! ¡Entre! Y usted, ¿cómo se llama?
—Rosalía, señor. Pero no sé si, por la prima. Porque ya he dicho todo lo que sabía.
Y el novio, furioso, gruñó, sin mirar a nadie:
—¡Mientras sea verdad! .
—¡Claro que es verdad! Yo no habría inventado.
—¿Acaso no inventaste también la historia del cliente que quería casarse contigo? Y
cuando me contabas que tu madre había sido criada por los gitanos.
La chica estaba furiosa, pero no cedía. Era una campesina fuerte, de carnes
apretadas, que en cuanto se alteraba un poco tenía los cabellos en desorden como
después de una batalla, y que, al levantar el brazo para repeinarse, mostraba unas
axilas húmedas cubiertas de cabellos bermejos.
—He dicho lo que he dicho. Me atacaron por detrás y noté una mano cerca de mi
barbilla. Entonces mordí con todas mis fuerzas. Incluso recuerdo que llevaba un
anillo de oro en el dedo.
—¿Vio al hombre?

18
—Huyó inmediatamente hacia el bosque. Estaba de espaldas. Y yo ya tenía bastante
trabajo con levantarme, puesto que.
—¡Por lo tanto, es usted incapaz de reconocerlo! ¿Es eso lo que declaró en el
interrogatorio?
Rosalía guardó silencio, pero había algo amenazador en la expresión tozuda de su
rostro.
—¿Reconocería usted el anillo?
Y la mirada de Maigret erró por todas las manos: las manos regordetas de Leduc, que
llevaba una pesada sortija; las manos del doctor, finas y largas, con sólo una
alianza en el dedo anular; las manos del procurador, todavía pálidas, con la piel
temblona, que se agitaban sacando un pañuelo del bolsillo.
—Era una sortija de oro.
—¿No tiene usted ninguna idea sobre la identidad de su agresor?
—Señor, yo le aseguro. –empezó el novio con la frente húmeda por el sudor.
—Hable.
—Yo no quisiera que ocurriesen desgracias. Rosalía es una buena chica, lo digo
delante de ella. Pero sueña todas las noches, y a veces me cuenta sus sueños.
Después, unos días más tarde, llega a creer que le ha ocurrido realmente. Le pasa lo
mismo con todas las novelas que lee.
—Lléname la pipa, Leduc.
Bajo las ventanas, Maigret veía ahora un grupo de diez personas que hablaban a media
voz.
—No obstante, Rosalía, usted tiene una ligera idea.
La chica permaneció en silencio. Su mirada se posó durante un minuto sobre el
procurador, y Maigret vio una vez más los zapatos de charol negro con botoncillos.
—Dale los cien francos, Leduc. Excúsame de que te emplee como secretario.– Y luego,
dirigiéndose al dueño del Hotel–: ¿Está usted contento de ella?
—Como camarera no tengo ninguna queja contra ella.
—Bien, que entren los siguientes.
El secretario se había introducido en la habitación y esperaba apoyado en la pared.
—¿Usted estaba ahí? Haga el favor de sentarse.
—Tengo poco tiempo libre –murmuró el médico sacando su reloj del bolsillo.
—Bueno, esto será suficiente.
Y Maigret, mientras encendía su pipa, vio entrar por la puerta a un joven, con los
cabellos como la estopa y los ojos llenos de legañas.
—Supongo que no irá a. –murmuró el procurador.
—Entra, muchacho. ¿Cuándo tuviste tu última crisis?
—Salió del Hospital hace ocho días –dijo el doctor.
Era, evidentemente, un epiléptico; la clase de persona a quien la gente del campo
llama el tonto del pueblo.
—¿Tienes algo que decirme?
—¿Yo?
—Sí, tú. ¡Habla!
Pero en lugar de hablar el muchacho empezó a llorar, y después de algunos segundos,
sus sollozos eran convulsivos. Todo presagiaba una nueva crisis. Se adivinaban
algunas sílabas mal articuladas.
—¡Todo el mundo cree que yo! ¡No he hecho nada, lo juro! Entonces, ¿por qué no me dan
cien francos para comprarme un traje?
—¡Dale los cien francos y haz pasar al siguiente! –le dijo Maigret a Leduc.
El procurador estaba cada vez más impaciente. El comisario de la policía local
comentó, con aire de indiferencia:
—Si la Policía Municipal obrase del mismo modo, es probable que en el próximo consejo
general.
Rosalía y su novio se peleaban en voz baja en un rincón. El dueño del Hotel asomaba
la cabeza por la puerta para escuchar los ruidos que provenían de la planta baja.
—¿Espera usted verdaderamente descubrir alguna cosa? –murmuró el señor Duhourceau con
un suspiro.
—¿Yo? Nada, en absoluto.
—En ese caso.
—Le prometí que el loco estaría aquí, y es probable que ya esté entre nosotros.
No habían entrado más que tres personas: un peón caminero que había visto tres días
antes «una sombra deslizante entre los árboles» y huir cuando él se acercó.
—¿La sombra no le hizo nada?
—No.
—¿Y no la reconoció? ¡Vale por cincuenta francos!
Maigret era el único que conservaba su buen humor. En la plaza unas treinta personas

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agrupadas contemplaban las ventanas del Hotel.
—¿Y tú? –le preguntó Maigret a un viejo campesino vestido de luto que esperaba con
mirada de furia.
—Soy el padre de la primera chica asesinada. Bueno, he venido a decir que si atrapo a
ese monstruo. Yo.
También él tenía cierta tendencia a volverse hacia el procurador.
—¿No tiene usted ninguna pista?
—No, ninguna. Pero yo digo lo que digo. No se puede hacer nada por un hombre que ha
perdido a su hija. Sería mejor que buscasen por donde ha habido ya algo. Ya sé que no
es usted de aquí, y que no sabe. Todo el mundo le dirá que han sucedido cosas de las
que nunca se ha sabido.
El médico, impaciente, se había puesto en pie. El comisario miraba hacia otro lado,
como si no quisiese oír. En cuanto al procurador, parecía de piedra.
—Se lo agradezco mucho, amigo mío.
—Y, sobre todo, no quiero sus cien francos. Si algún día pasa por mi granja.
Cualquiera le dirá dónde se encuentra.
No preguntó si debía quedarse. No saludó a nadie, y se fue, con la espalda encorvada.
Su marcha fue seguida de un largo silencio, y Maigret fingió hallarse muy ocupado
llenando su pipa.
—Una cerilla, Leduc.
Aquel silencio tenía algo de patético. Y se hubiese dicho que también los grupos
esparcidos sobre la plaza evitaban hacer el menor ruido.
Sólo los pasos del viejo campesino sobre la gravilla.
—Te ruego que te calles, ¿me oyes?
Era el novio de Rosalía, que había empezado a hablar en voz alta. La chica miraba de
frente, vacilante.
—Y bien, señores –suspiró por fin Maigret–. Me parece que esto no va tan mal.
—¡Todos estos interrogatorios ya han sido hechos! –replicó el comisario de policía
poniéndose en pie y buscando su sombrero.
—¡Sí, pero esta vez el loco está aquí!
Maigret dijo esto sin mirar a nadie, con los ojos fijos sobre la colcha.
—¿Cree usted, doctor, que una vez pasadas sus crisis se acuerda de lo que ha hecho? –
añadió.
—Es muy posible.
El dueño del Hotel se hallaba en el centro de la habitación, y aquel detalle
acrecentaba su confusión, pues era el centro de todas las miradas.
—¡Ve a ver, Leduc, todavía hay gente que espera!
—Excúseme, pero tengo un poco deprisa. –dijo el doctor Rivaud poniéndose en pie–.
Tengo una consulta a las once, y también se trata de la vida de un hombre.
—Lo acompaño –murmuró el comisario.
—¿Y usted, señor procurador? –preguntó Maigret.
—¿Eh? ¿Yo? Sí.
Desde hacía unos instantes Maigret no parecía satisfecho y lanzaba miradas a la plaza
con impaciencia. De pronto, cuando ya todo el mundo se disponía a irse, se enderezó
ligeramente sobre la cama murmurando:
—¡Por fin! Un momento, señores. Creo que hay novedades.
Y señaló a una mujer que corría dirigiéndose al Hotel. El cirujano pudo verla desde
su sitio, y exclamó asombrado:
—¡Françoise!
—¿La conoce usted?
—Es mi cuñada. Sin duda ha telefoneado un enfermo. O ha habido un accidente.
Se oyeron rápidos pasos y voces en la escalera. Se abrió la puerta y una joven
jadeante entró en la habitación, mirando a su alrededor con cara de susto.
—¡Jacques! ¡Comisario! ¡Señor procurador!
No tenía más de veinte años. Era delgada, nerviosa, bonita.
Pero su traje estaba medio desgarrado y cubierto de polvo. Y se llevaba las manos al
cuello sin cesar.
—Lo. Lo he visto. Y me ha.
Nadie se movía. Y ella hablaba haciendo un esfuerzo.
—¡Mira! –dijo avanzando hacia su cuñado y mostrando señales de golpes.
—Fue allá. En el bosque de Molino Nuevo. Estaba paseando cuando un hombre.
—¡Ya les decía yo que averiguaríamos algo! –gruñó Maigret, que había recobrado su
placidez.
Leduc, que le conocía a fondo, le contempló asombrado.
—Usted lo vio, ¿verdad? –siguió Maigret.
—¡No muy bien! ¡Ni siquiera sé cómo me las arreglé para librarme de él. Creo que

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tropezó con la raíz de un árbol. Yo aproveché para.
—Descríbalo, por favor.
—No sé. Un vagabundo, sin duda. Con atuendo de campesino. Con las orejas muy
separadas. No lo había visto nunca.
—¿Huyó?
—Comprendió que iba a gritar. Se oía el ruido de un coche en la carretera. Se
precipitó hacia la maleza. Yo tenía tanto miedo. Quizá sin el ruido del coche. Vine
corriendo hasta aquí.
—¡Perdón! ¿No estaba usted cerca de su casa?
—Sabía que allí no había nadie más que mi hermana.
—¿Fue a la izquierda de la granja? –preguntó el comisario de policía.
—Sí, al lado del camino abandonado.
El comisario se dirigió al procurador:
—Haré registrar el bosque minuciosamente. Quizá todavía sea tiempo.
El doctor Rivaud parecía contrariado. Con el ceño fruncido contemplaba a su cuñada,
que se había apoyado sobre la mesa y que respiraba con más normalidad.
Leduc buscó la mirada de Maigret, y cuando la encontró no pudo ocultar su ironía:
—Todo esto parece probar, en todo caso, que el loco no ha estado aquí esta mañana.
El procurador cepilló su sombrero hongo con el reverso de la manga, dispuesto a
marcharse.
—En cuanto el juez de instrucción vuelva de Saintes, señorita, le ruego que vaya a su
despacho a repetir sus declaraciones y a firmar el proceso verbal. –dijo.
Luego le tendió la mano a Maigret:
—¡Supongo que ya no nos necesita usted!
—Claro que no. Por otra parte, tampoco esperaba que se molestase.
Maigret le hizo una seña a Leduc, que comprendió que tenía que echar a todo el mundo.
Rosalía y su novio seguían discutiendo.
Cuando Leduc se acercó a la cama, con una sonrisa en los labios, quedó asombrado ante
el rostro serio y ansioso de su amigo.
—¿y bien?
—¡Nada!
—¡No ha dado resultado!
—¡Sí, demasiado! Dame la pipa, ahora que mi mujer no está aquí.
—Tú creías que el loco vendría esta mañana, pero al parecer.
—No insistas. Lo que sería terrible es que hubiese aún otro asesinato. Porque esta
vez.
—¿Qué?
—¡No intentes comprender! Bueno. Mi mujer ya está atravesando la plaza. Me dirá que
fumo demasiado y me esconderá el tabaco. Méteme un poco debajo de la almohada.
Maigret tenía calor. Incluso estaba un poco congestionado.
—Acércame el aparato telefónico.
—Pienso comer en el Hotel. Vendré a despedirme por la tarde.
—Si no tienes otra cosa que hacer. A propósito, la pequeña de quien me hablaste.
¿Hace mucho tiempo que no la has visto?
Leduc, furioso, miró a su compañero a los ojos y gruñó:
—¡Es demasiado!
Y salió olvidando el sombrero de paja sobre la silla.

21
5
L OS Z A PATO S D E C H A R O L

—¡Sí, señora! En el Hotel de Inglaterra. Que quede bien entendido que es usted libre
de no venir.
Leduc acababa de salir y la señora Maigret subía la escalera. El doctor, su cuñada y
el Procurador se habían detenido en la plaza, junto al coche de Rivaud.
Era a la señora Rivaud, que debía estar sola en su casa, a quien Maigret acababa de
telefonear. Le había rogado que fuese a verlo al Hotel, no asombrándose en absoluto
de oír una voz inquieta al otro lado del hilo.
La señora Maigret escuchó el final de la conversación mientras se quitaba el
sombrero.
—¿Es cierto que ha habido otra agresión? Por el camino he encontrado a gente que
corría hacia el Molino Nuevo.
Maigret, sumido en sus meditaciones, no respondió. Poco a poco iba cambiando el
movimiento de la ciudad. La noticia se propagaba con rapidez, y la gente, cada vez en
mayor número, se dirigía hacia una calle que empezaba a la izquierda de la plaza.
—Debe haber un paso a nivel. –murmuró Maigret, que empezaba a conocer la topografía
de la ciudad.
—Sí. Es una calle larga, que al principio parece una calle de ciudad y luego acaba en
camino de tierra. El Molino Nuevo está después de la segunda vuelta. En realidad ya
no hay molino, sino una granja, de paredes blancas.
Maigret escuchaba como un ciego al que se le describe un paisaje.
—¿Con muchas tierras?
—Aquí cuentan por jornales. Me han dicho que hay doscientos jornales, pero no sé
cuánto representa eso. Pero el bosque empieza enseguida. Un poco más lejos cruza la
carretera que va a Périgueux.
Los gendarmes y los guardas de paz de Bergerac debían estar allí. Maigret los
imaginaba yendo y viniendo a grandes zancadas entre la maleza, como a la caza de un
conejo. Y la gente parada en la carretera, los niños subidos a los árboles.
—Ahora tendrías que dejarme. Vuelve allá, ¿quieres?
La señora Maigret obedeció sin discutir. Al salir del Hotel se cruzó con una mujer
joven que entraba, y la miró asombrada, quizá con un poco de malhumor.
Era la señora Rivaud.

—Siéntese, se lo ruego. Y perdone que la haya molestado para tan poca cosa. Incluso
me pregunto si debo interrogarla. Este asunto está tan embrollado.
No dejaba de observada atentamente, y ella parecía hipnotizada bajo su mirada.
Maigret se sentía asombrado, pero no desorientado.
Había adivinado vagamente que la señora Rivaud le interesaba, y se encontraba ante
una figura mucho más curiosa de lo que hubiese osado esperar.
Su hermana Françoise era fina, elegante, y no había en ella nada de pueblerino.
En cambio, la señora Rivaud no llamaba la atención y no era lo que se dice una mujer
bonita. Debía tener de veinticinco a treinta años. Era de estatura media y más bien
gruesa. Debía hacerle los trajes una modistilla, o bien, si salían de una casa de
modas, no sabía llevarlos.
Lo que más destacaba en ella eran sus ojos inquietos, dolorosos. Inquietos y, por
tanto, resignados.
Miraba a Maigret y se le notaba que tenía miedo, pero que era incapaz de reaccionar.
Exagerando un poco se podría decir que esperaba que la golpeasen. ¡Retorcía entre las
manos un pañuelito con el que podría enjugarse los ojos en caso de necesidad!
—¿Hace mucho que está usted casada, señora?
¡Tardó un poco en responder! La pregunta le daba miedo. ¡Todo le daba miedo!
—Cinco años –murmuró por fin con voz neutra.
—¿Vivía usted ya en Bergerac?
Miró de nuevo a Maigret durante un momento antes de contestar:
—Vivía en Argelia, con mi hermana y mi madre.
Maigret, dándose cuenta de su estado de sobresalto, apenas se atrevía a continuar.
—¿El doctor Rivaud vivía también en Argelia?
—Estuvo dos años en el Hospital de Argel.
Maigret contempló las manos de la mujer, que no armonizaban con su aspecto burgués.
Aquellas manos habían trabajado. Pero era demasiado delicado llevar la conversación
22
sobre ese terreno.
—Su madre.
No continuó porque la mujer, que estaba cara a la ventana, se puso en pie presa del
pánico. Al mismo tiempo se oyó el ruido de una puerta de coche al cerrarse.
Era el doctor Rivaud, que entró corriendo en el Hotel y llamó furioso a la puerta:
—¿Estás aquí? –dijo dirigiéndose a su mujer con voz seca. Luego se volvió hacia
Maigret–. No lo comprendo. ¿Necesitaba usted hablar con mi mujer? En ese caso hubiese
podido.
—¿Por qué se enfada, doctor? Tenía deseos de conocer a su mujer, y como
desgraciadamente no puedo moverme.
—¿El interrogatorio ha terminado?
—No se trata de un interrogatorio, sino de una amigable charla. Cuando usted entró
estábamos hablando de Argelia. ¿Le gustaba a usted ese país?
La calma de Maigret era sólo aparente. Empleaba a fondo toda su energía mientras
hablaba con lentitud. Contemplaba fijamente a aquellos dos seres que tenía ante él, a
la señora Rivaud, que estaba a punto de llorar, y a Rivaud, que miraba a su alrededor
como buscando el rastro de lo que había pasado, intentando averiguarlo.
Había algo oculto. Había algo anormal.
—¿Pero qué? ¿Y dónde?
—Dígame, doctor, ¿fue asistiendo a su mujer cuando la conoció?
Mirada rápida de Rivaud a su mujer.
—Eso no tiene ninguna importancia. Si me lo permite acompañaré a mi mujer a casa y.
—Evidentemente. Evidentemente.
—¿Evidentemente qué?
—¡Nada! ¡Perdón! Ni siquiera sabía que estaba hablando en voz alta. ¡Es un asunto
curioso, doctor! ¡Curioso y terrible! ¡Cuanto más pienso en ello, más terrible lo
encuentro! Por el contrario, su cuñada se ha recobrado rápidamente después de una
emoción tan fuerte. ¡Es una persona enérgica!
Y vio que Rivaud permanecía inmóvil, molesto, esperando la continuación. ¿Acaso el
doctor sospechaba que Maigret sabía más de lo que decía?
Maigret se sentía avanzar. Pero de pronto todo se tambaleó, sus teorías, la vida del
Hotel y la vida de la ciudad.

Todo empezó con la llegada a la plaza de un gendarme en moto. El gendarme dio la


vuelta a la manzana dirigiéndose a la casa del procurador. En el mismo momento sonó
el teléfono y Maigret descolgó.
—¿Oiga? Aquí el Hospital. ¿Está todavía ahí el doctor Rivaud?
El doctor tomó nerviosamente el aparato, escuchó, y colgó tan emocionado que
permaneció durante unos momentos mirando al vacío.
—¡Lo han encontrado! –dijo al fin.
—¿A quién?
—¡Al hombre! Por lo menos el cadáver. En el bosque del Molino Nuevo.
La señora Rivaud los miraba alternativamente, sin comprender.
—Me preguntan si puedo practicar la autopsia. Pero.
Entonces, asaltado por un pensamiento, fue él quien miró a Maigret con aire de
sospecha.
—Cuando usted fue atacado. en el bosque. usted se defendió. Debió disparar por lo
menos una vez.
—Yo no disparé.
Pero otra idea asaltó al doctor, que se pasó la mano por la frente con gesto febril.
—Hace algunos días que ha muerto. Pero entonces... ¿cómo es que Françoise, esta
mañana? Nos vamos.
Tomó del brazo a su mujer, que se dejó llevar dócilmente, y unos momentos después la
hacía subir al coche.
El procurador había debido telefonear pidiendo un taxi, pues uno acababa de parar
delante de su casa. Y el gendarme volvía a marcharse. Ya no era la curiosidad de por
la mañana, sino una fiebre violenta la que se había apoderado de la ciudad.
Todo el mundo se dirigía al bosque del Molino Nuevo, incluido el dueño del Hotel.
Todos menos Maigret, que tuvo que quedarse en la cama contemplando la plaza, que
ardía al sol.
—¿Qué te pasa?
—Nada.
La señora Maigret, que acababa de llegar, no veía a su marido más que de perfil, pero
era fácil adivinar que le pasaba algo, ya que miraba al exterior con aire irritado.

23
No tardó en averiguarlo y fue a sentarse al borde de la cama, tomando maquinalmente
la pipa vacía y disponiéndose a llenarla.
—Eso no debe importarte. Voy a intentar darte todos los detalles. Yo estaba allá
cuando lo encontraron, y los gendarmes me dejaron acercarme.
Maigret seguía mirando hacia afuera, pero mientras ella hablaba fueron otras
imágenes, distintas a las de la plaza, las que quedaron impresas en su retina.
—En ese lugar el bosque hace pendiente. Hay encinas al borde de la carretera. Después
empieza un bosque de abetos. Llegaban muchos curiosos, aparcando los coches a un lado
de la carretera. Los gendarmes de un pueblo vecino habían rodeado el bosque, a fin de
atrapar al hombre. Avanzaban lentamente, acompañados del viejo granjero del Molino
Nuevo, que llevaba un revólver en la mano. Nadie se atrevía a decirle nada. Creo que
hubiese matado al asesino.
Maigret evocaba el bosque, el suelo cubierto de abrojos y las manchas de sombra y de
luz... y el uniforme de los gendarmes.
—Un chiquillo que corría al lado del grupo dio un grito al descubrir una forma
tendida al pie de un árbol.
—¿Con zapatos de charol?
—¡Sí! Y con calcetines de lana gris tejidos a mano. Me fijé muy bien, porque me
acordé de que.
—¿De qué edad?
—De unos cincuenta años. No se sabe con exactitud. Estaba cara al suelo, y cuando le
descubrieron el rostro tuve que mirar hacia otra parte porque. ¡Ya me comprendes!
Parece que hace por lo menos ocho días que está allá. Esperé a que le cubriesen la
cabeza con un paño. Oí decir que nadie lo reconocía. Por lo visto no es de por aquí.
—¿Alguna herida?
—Un gran agujero en la sien. Cuando cayó, debió morder el polvo en su agonía.
—¿Qué están haciendo ahora?
—Todo el mundo acude hacia el bosque. Es difícil detener a los curiosos. Cuando me
fui se esperaba la llegada del procurador y la del doctor Rivaud. Luego transportarán
el cadáver al Hospital, para la autopsia.
La plaza estaba completamente desierta. Sólo un perro color café con leche se
calentaba al sol.
Lentamente sonaron las doce del mediodía. A continuación salieron los obreros de la
imprenta y montando en sus motocicletas se precipitaron hacia el bosque.
—¿Cómo va vestido?
—De negro. Es difícil precisarlo, a causa del estado en que.
La señora Maigret estaba muy afectada. No obstante, preguntó:
—¿Quieres que vuelva allá?

Se quedó solo. Vio llegar al dueño del Hotel, que le gritó desde la acera:
—¿Está usted enterado? ¡Y pensar que ahora tengo que venir a servir la comida!
Y luego el silencio, el cielo claro, la plaza amarillenta de sol, las casas vacías.
Sólo un poco más tarde se oyó jaleo en una calle próxima: el cadáver era conducido al
Hospital, y todo el mundo lo escoltaba.
Después el Hotel se llenó. La plaza recobró su habitual animación.
Sonaron unos golpes en la puerta y entró Leduc, esbozando una sonrisa.
—¿Se puede?
Se sentó cerca de la cama y encendió su pipa.
—En fin. –suspiró.
Se quedó asombrado cuando Maigret se volvió hacia él para preguntarle con una
sonrisa:
—¿Qué, ya estás contento?
—Pero.
—¡Todos están contentos, todos! ¡El doctor! ¡El procurador! ¡El comisario! ¡Están
encantados de la mala pasada que le han jugado al travieso policía de París! ¡Porque
el policía se ha equivocado con todas las de la ley! ¡Él, que se creía tan
inteligente, y que se lo tomó tan en serio que algunos hasta llegaron a tener miedo!
—Tienes que reconocer que.
—¿Que me he equivocado?
—¡En fin, han encontrado al hombre! Y la descripción corresponde a la que tú hiciste
del desconocido del tren. Yo lo vi. Un hombre de mediana edad, más bien mal vestido,
aunque con ciertos detalles. Recibió una bala en la sien, casi a quemarropa, por lo
que se puede deducir del estado en que.
—Sigue.

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—El señor Duhourceau está de acuerdo con la Policía en que debió suicidarse hace unos
ocho días, quizá inmediatamente después de haberte atacado.
—¿Encontraron el arma cerca de él?
—No exactamente. Encontraron un revólver en el bolsillo de su abrigo, y de él falta
una bala.
—¡La mía, naturalmente!
—Eso es lo que van a intentar establecer. Si se averigua que se suicidó, el asunto se
simplifica. Al sentirse perseguido debió de.
—¿Y si no se suicidó?
—Hay muchas hipótesis. Un campesino pudo haber tirado al ser atacado por la noche. Y
luego haber tenido miedo de las complicaciones, cosa corriente en el campo.
—¿Y el atentado contra la cuñada del doctor?
—También se ha hablado de eso. Probablemente un bromista simuló la agresión y.
—¡Dicho de otro modo, se tiene ganas de acabar! –suspiró Maigret exhalando una
bocanada de humo que se extendió en forma de aureola.
—¡Eso no es del todo cierto! Pero es evidente que sería inútil darle más vueltas a
las cosas, y que de momento.
Maigret sonrió ante la confusión de su compañero.
—¡Pero queda todavía el billete de tren! –exclamó–. Será necesario explicar cómo ese
billete pasó del bolsillo del desconocido al pasillo del Hotel de Inglaterra.
Leduc contemplaba obstinadamente la alfombra carmesí, y por fin se decidió a decir:
—¿Quieres que te dé un buen consejo?
—¡El de no meterme en este asunto! ¡El de reponerme lo antes posible y dejar
Bergerac!
—¡Para venir a pasar unos días a La Ribaudière, como habíamos convenido! He hablado
con el doctor, que me ha dicho que tomando algunas precauciones ya podrías ser
transportado.
—Y el procurador, ¿qué es lo que ha dicho?
—No comprendo.
—También él ha debido intervenir. ¿Acaso no te ha recordado que yo no tengo ningún
título, sólo el de víctima, para ocuparme de este asunto?
¡Pobre Leduc! ¡Él quería ser amable! ¡Él quería contentar a todo el mundo! ¡Pero
Maigret era despiadado!
—Hay que reconocer que administrativamente.
Y entonces estalló, haciendo acopio de valor:
—¡Escucha, viejo, a mí me gusta ser franco! Y lo cierto es que, sobre todo después de
tu comedia de esta mañana, tienes mala prensa en el país. El procurador cena cada
jueves con el prefecto, y éste me ha dicho hace un momento que le hablaría de ti, a
fin de que recibas órdenes de París. Lo que más te ha perjudicado es esa distribución
de billetes de cien francos. Se dice que.
—Que empujo a la hez de la población a que vacíe su bolsa.
—¿Cómo lo sabes?
—Que presto atención a las peores insinuaciones, y, en suma, que excito los bajos
instintos. ¡Uf!
Leduc se calló. No tenía nada que contestar. En el fondo, aquélla era también su
opinión. Algunos minutos más tarde se arriesgó tímidamente:
—¡Si por lo menos tuvieses una pista! En ese caso te aseguro que cambiaría de
opinión, y que.
—¡No tengo ninguna pista! O, mejor dicho, tengo cuatro o cinco. Esta mañana esperaba
que por lo menos dos de ellas me llevarían a algún sitio. ¡Pero me fallaron las dos!
—¿Lo ves? ¡Y además has tenido un fallo muy grave, que te ha creado un enemigo feroz!
¡Esa idea de telefonear a la mujer del doctor! ¡Sabiendo que está tan celoso que poca
gente puede presumir de haberla visto! ¡Si casi no la deja salir de casa!
—¡Y, no obstante, es el amante de Françoise! ¿Por qué iba a estar celoso de una, y no
de la otra?
—Eso no es cosa mía. Françoise va y viene. En cuanto a la mujer legítima. En pocas
palabras, oí cómo el doctor le decía al procurador que lo que habías hecho era una
impertinencia, y que tenía muchas ganas de darte una lección.
—¡Eso promete!
—¿Qué quieres decir?
—¡Que es él el que me cura la herida tres veces al día!
Y Maigret soltó una carcajada, demasiado larga y sonora para ser sincera.
Rió como alguien que se ha metido en una situación ridícula y que se obstina en
seguir en ella porque no sabe cómo salir.
—¿No bajas a comer? Creí que me habías dicho que hoy había buena comida.
¡Y siguió riendo! ¡Iba a jugar una partida apasionante! Tenía que investigar por

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todas partes, en el bosque, en el Hospital, en la granja del Molino Nuevo, en casa
del doctor, en la del procurador, y en toda una ciudad que ni siquiera había visto.
¡Pero se hallaba atado a la cama, a una ventana, y sentía deseos de gritar cada vez
que hacía un gesto un poco brusco! ¡Tenían que prepararle las pipas porque no podía
utilizar el brazo izquierdo, y su mujer lo aprovechaba para tenerlo a régimen!
—¿Aceptas venir a mi casa?
—Cuando todo esto acabe. Te lo prometo.
—¡Pero si ya no hay loco!
—¿Quién sabe? ¡Vete a comer! Y si te preguntan cuáles son mis intenciones, contesta
que no lo sabes. ¡Y ahora, al trabajo!
¡Y dijo aquello como si le aguardase una tarea materialmente impresionante, como la
de amasar la pasta del pan o remover toneladas de tierra!
En efecto, tenía muchas cosas por remover: un amasijo confuso, inescrutable.
Pero era en el campo inmaterial: rostros más o menos vagos volvían a su retina. El
rostro gruñón y altanero del procurador, el rostro inquieto del doctor, la triste
figura arrugada de su mujer, que había sido asistida en el Hospital de Argel –
¿asistida de qué?–, la silueta nerviosa y demasiado decidida de Françoise... y
Rosalía, que soñaba todas las noches, con gran desesperación de su novio. De hecho,
¿es que se acostaban ya juntos?.. Y aquella insinuación acerca del procurador. ¡Y
aquel hombre, que había saltado del tren en marcha para tirar sobre Maigret y morir!
¡Y el dueño del Hotel, que había tenido ya tres mujeres, pero que tenía un
temperamento como para matar a otras veinte!
¿Por qué Françoise había?
¿Por qué el doctor había?
¿Por qué aquel pesado de Leduc?
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Y querían deshacerse de Maigret enviándolo a La Ribaudière?
Rió por última vez, con risa de hombre grueso. Y cuando su mujer regresó, un cuarto
de hora más tarde, lo encontró beatíficamente dormido.

26
6
LA FOCA

Maigret tuvo una pesadilla angustiosa. Estaba a la orilla del mar. Hacía mucho calor,
y la arena, que la marea baja acababa de descubrir, era del color del trigo maduro.
Había más arena que agua. El mar estaba en algún sitio, muy lejos, pero, hasta el
horizonte, sólo se veían pequeños charcos de agua estancada.
¿Acaso Maigret era una foca? ¡No exactamente! ¡Pero tampoco era una ballena! Era un
animal muy gordo, redondo, de un negro charolado.
Estaba solo en aquella inmensidad tórrida. Y se daba cuenta de que, costase lo que
costase, tenía que salir de allí, marchar hacia el mar, donde por fin sería libre.
Lo malo era que no podía moverse. Tenía una especie de aletas, como las focas, pero
no sabía servirse de ellas. Se sentía torpe. Cuando se levantaba no tardaba en volver
a caer pesadamente sobre la arena.
¡Pero necesitaba llegar hasta el mar! ¡De lo contrario se hundiría en aquella arena
que amenazaba devorarlo a cada minuto!
¿Por qué se sentía tan torpe? ¿Acaso había sido herido por un cazador? No podía
acordarse. Y seguía dando vueltas sobre sí mismo. Era un gran bulto negro, sudoroso,
digno de compasión.

Cuando abrió los ojos vio el rectángulo soleado de la ventana, y a su mujer que,
sentada ante la mesa, tomaba el desayuno contemplándolo.
En cuanto sus miradas se cruzaron, él comprendió que le pasaba algo. En aquella
mirada que conocía tan bien, demasiado grave, demasiado maternal, había un punto de
inquietud.
—¿Te encuentras mal?
Entonces se dio cuenta de que le dolía la cabeza.
—¿Por qué me lo preguntas?
—¡Has estado agitándote toda la noche! ¡Y en varias ocasiones has gemido! Y tienes
muy mala cara. Debes haber tenido pesadillas.
¡Fue entonces cuando se acordó de la foca, asaltándole un sordo malestar, al mismo
tiempo que unas ganas locas de reír! Todo se encadenaba. La señora Maigret, sentada
al borde de la cama, le dijo dulcemente, como si temiese irritarlo:
—Creo que tendremos que tomar una decisión.
—¿Una decisión?
—Ayer por la noche hablé con Leduc. Es evidente que estarías mucho mejor en su casa,
para acabar de restablecerte y.
¡No se atrevía a mirarlo a la cara! Él se dio cuenta y murmuró:
—¿Tú también?
—¿Qué quieres decir?
—Crees que me equivoco, ¿verdad? Estás persuadida de que no tendré éxito y de que.
—¡Cálmate! El doctor va a venir y.
Era la hora, en efecto. Maigret no había vuelto a verlo desde las escenas de la
víspera, y la idea de aquella entrevista le hizo olvidarse, por un instante, de sus
preocupaciones.
—Déjame solo con él.
—¿Y nos iremos a casa de Leduc?
—No nos iremos. El doctor está aparcando el coche. Déjame solo.
De ordinario el doctor Rivaud subía los escalones de tres en tres, pero aquella
mañana hizo una entrada más digna, le dirigió un saludo a la señora Maigret, que
salía, y dejó su botiquín sobre la mesita de noche sin decir una palabra.
La visita de la mañana se desarrollaba siempre del mismo modo. Maigret se metía el
termómetro en la boca mientras el cirujano le curaba la herida. Y en estas
circunstancias tuvo lugar la conversación:
—Que quede bien claro –empezó el doctor– que cumpliré hasta el fin mi obligación para
con el herido que es usted. Pero le pido que recuerde que, desde ahora, nuestras
relaciones no pasarán de ahí. Y recuerde también que, puesto que no tiene ningún
derecho a ello, le prohíbo que inquiete a los miembros de mi familia.
Aquello parecía una frase preparada. Maigret no hizo el menor comentario. Tenía la
espalda desnuda. Le quitaron el termómetro de entre los labios y oyó murmurar:
—¡Todavía 38 grados!
Era mucho, lo sabía. El doctor, con el ceño fruncido y evitando mirarlo, prosiguió:
27
—Sin su actitud de ayer le aconsejaría, como médico, que lo mejor sería que fuese a
pasar su convalecencia a un lugar tranquilo. Pero este consejo podría ser
interpretado erróneamente y. ¿Acaso le hago daño?
Pues mientras hablaba le curaba la herida, en la que subsistían puntos de infección.
—No. Continúe.
Pero el doctor Rivaud ya no tenía nada que decir. El final de la visita se desarrolló
en silencio. En el momento de salir, el cirujano miróde nuevo a Maigret,
abiertamente.
¿Era aquélla una mirada de médico? ¿O era la mirada del cuñado de Françoise, del
marido de la extraña señora Rivaud?
En todo caso, era una mirada en la que había inquietud. Antes de salir estuvo a punto
de hablar. Prefirió callarse, y sólo en el rellano habló en voz baja con la señora
Maigret.
Lo más grave era que el comisario, ahora recordaba todos los detalles de su
pesadilla. Y notaba otros avisos. Hacía unos minutos, a pesar de que no había dicho
nada, la cura había resultado mucho más dolorosa que la víspera, lo cual era mala
señal. ¡Mala señal también aquella fiebre persistente!
Hasta el punto de que, después de haber tomado su pipa, volvió a dejarla sobre la
mesita de noche.
Su mujer entró dejando escapar un suspiro. ¿Qué es lo que te ha dicho?
—¡No ha querido decirme nada! He sido yo la que le ha preguntado. Al parecer te ha
aconsejado completo reposo.
—¿Cómo va la encuesta oficial?
La señora Maigret se sentó, resignada. Pero todo indicaba claramente que desaprobaba
a su marido, que no compartía su tozudez, su confianza.
—¿La autopsia?
—El hombre debió morir después de haberte atacado, poco más o menos.
—¿Siguen sin encontrar el arma?
—¡Sí! La foto del cadáver ha aparecido esta mañana en todos los periódicos, pero al
parecer nadie lo conoce. Incluso los diarios de París la publican.
—Enséñamela.
Y Maigret tomó el diario con cierta emoción. Al mirar la fotografía tuvo la impresión
de que él era, en realidad, el único que conocía al muerto.
No lo había visto, pero habían vivido juntos, durante una noche. Recordaba el sueño
agitado de su compañero de litera, sus suspiros, sus sollozos repentinos. También las
dos piernas colgando, los zapatos de charol, los calcetines tejidos a mano.
La fotografía era horrible, como todas las fotografías de cadáveres a los que se
intenta devolver las apariencias de la vida para facilitar la identificación. Un
rostro confuso. Unos ojos vidriosos. Y Maigret no se sintió asombrado al ver las
mejillas cubiertas por una barba gris.
¿Por qué había tenido ya este pensamiento en el compartimiento del tren? ¡Nunca había
imaginado a su compañero más que con una barba gris! ¡Y he aquí que era cierto,
aunque eran más bien cabellos de tres centímetros que le cubrían todo el rostro!
—¡En realidad este asunto no es cosa tuya!
Su mujer volvía a la carga, con dulzura, como excusándose. Estaba preocupada por el
estado de salud de Maigret. Lo contemplaba como se contempla a un ser gravemente
amenazado.
—Ayer noche, en el comedor, oí hablar a la gente. Todos están contra ti. Por mucho
que les preguntes, nadie querrá contestarte. En estas condiciones.
—¿Quieres tomar un papel y una pluma?
Le dictó un telegrama para un viejo camarada que estaba en el Departamento de
Seguridad de Argel.

Ruego enviar urgente Bergerac todo dato concerniente Dr. Rivaud, hace cinco años en
Hospital Argel. Gracias. Saludos. Maigret.

El rostro de su mujer era elocuente. Escribía lo que le dictaba, pero sin convicción.
Él lo notó y se puso furioso. Toleraba el escepticismo en los demás, pero en su mujer
le era insoportable.
—Bueno, es inútil que protestes, y que me des tu opinión. ¡Envía el telegrama!
¡Entérate de la marcha de la investigación! ¡Yo haré el resto!
Ella lo miró como queriendo hacer las paces, pero él estaba demasiado furioso.
—¡Y además te agradecería que de ahora en adelante te guardases tus opiniones para
ti! ¡Dicho de otro modo, no le hagas confidencias al doctor, ni a Leduc, ni a ningún
otro imbécil!
Se volvió del otro lado tan pesada y torpemente que no pudo dejar de recordar la foca

28
de la noche.
Estaba escribiendo con la mano izquierda, lo cual hacía que su escritura fuese aún
más confusa que de ordinario.

Primer crimen: la nuera del granjero de Molino Nuevo es asaltada, estrangulada, y una
larga aguja es clavada en su corazón.

Suspiró y anotó al margen:

(¿Hora, lugar exacto, vigor de la víctima?)

¡No sabía nada! En una investigación ordinaria aquellos detalles hubiesen sido
fáciles de obtener. Pero en las circunstancias actuales representaban todo un mundo.

Segundo crimen: la hija del jefe de estación es asaltada y estrangulada, y su corazón


traspasado con una aguja.
Tercer crimen (frustrado): Rosalía es atacada por la espalda, pero consigue librarse
de su agresor.
(Sueña todas las noches y lee novelas. Observaciones de su prometido.)
Cuarto crimen: un hombre que baja del tren en marcha, y a quien persigo, me hiere con
una bala en la espalda. Notar que todo esto ocurre, como los otros tres
acontecimientos, en las inmediaciones del bosque de Molino Nuevo.
Quinto crimen: el hombre se mata con una bala en la sien, en el mismo bosque.
Sexto crimen: Françoise es asaltada en el bosque de Molino Nuevo, pero se libra de su
agresor. (?)

Arrugó la hoja y tomó otra, escribiendo con mano negligente:

Duhourceau: ¿loco?
Rivaud: ¿loco?
Françoise: ¿loca?
Señora Rivaud: ¿loca?
Rosalía: ¿loca?
Comisario: ¿loco?
Hotelero: ¿loco?
Leduc: ¿loco?
Desconocido de los zapatos de charol: ¿loco?

Pero, en realidad, ¿por qué había necesidad de un loco en la historia? Maigret


frunció el ceño recordando sus primeras horas en Bergerac.
¿Quién había hablado de locura? ¿Quién había insinuado que los crímenes no habían
podido ser cometidos más que por un loco?
¡El doctor Rivaud!
¿Y quién había asentido enseguida, quién había dirigido la investigación oficial en
ese sentido?
¡El procurador Duhourceau!
¿Y si no se tratase de un loco? ¿Si se buscase, simplemente, una explicación lógica
al encadenamiento de los hechos?
Por ejemplo, aquella historia de la aguja clavada en el corazón, ¿no podría tener el
objeto de hacer pensar, precisamente, en el crimen de un sádico?
Sobre otra hoja Maigret escribió la palabra «Preguntas» y anotó, como un colegial
aplicado:

1. ¿Rosalía fue asaltada realmente, o sólo en su imaginación?


2. ¿Fue asaltada Françoise?
3. Si lo fue, ¿lo fue por el mismo hombre que asesinó a las dos mujeres?
4. El hombre de los calcetines grises, ¿es el asesino?
5. ¿Quién es el asesino del asesino?

La señora Maigret entró, no echó más que una ojeada hacia la cama, fue a quitarse el
abrigo y el sombrero y se sentó junto a su marido.
Con gesto maquinal le quitó el papel y el lápiz de la mano y suspiró:
—Dicta.
Durante unos instantes Maigret se sintió dividido entre el deseo de hacer otra
escena, considerando su actitud como un desafío, como un insulto, y la necesidad de
restablecer la paz en el hogar, de enternecerse.

29
Volvió la cabeza, tan torpe como siempre que se hallaba en circunstancias parecidas.
Ella recorrió con los ojos las líneas que había escrito.
—¿Tienes alguna idea?
—¡Ninguna!
¡Por fin explotó! ¡No, no tenía ninguna idea! ¡No, no conseguía ver claro en aquella
historia endiabladamente complicada! ¡Estaba furioso! ¡Estaba a punto de desanimarse!
Tenía ganas de descansar, de pasar los pocos días de permiso que le quedaban todavía
en la casa de campo de Leduc, entre los ruidos sedantes de la granja y el olor a
vacas, a caballos.
¡Pero no quería volverse atrás! ¡Y no quería consejos de nadie!
¿Lo comprendía, por fin? ¿Iba a ayudarlo de una vez, en lugar de empujarlo tontamente
al reposo?
Ella le respondió con unas palabras que no empleaba a menudo:
—¡Mi pobre Maigret!
¡Sólo lo llamaba Maigret en circunstancias especiales, cuando reconocía que él era el
hombre, el amo, la fuerza y la inteligencia del hogar! Esta vez no lo había hecho con
mucha convicción. ¿Pero acaso él no aguardaba su respuesta como un niño que necesita
ser animado?
¡Y he aquí que ya se había tranquilizado!
—Ponme otra almohada, ¿quieres? ¡Y dame la pipa!
Dos niños estaban peleándose en la plaza. Uno de ellos recibió una bofetada y se echó
a llorar en el momento de entrar en su casa, para que su madre lo consolase.
—Ante todo hay que organizar un plan de trabajo. Creo que lo mejor es obrar como si
no fuéramos a recibir elementos nuevos. Dicho de otro modo, examinar lo que conocemos
y elaborar hipótesis, hasta que una de ellas parezca verosímil.
—Encontré a Leduc por el camino.

—¿Te habló?
—¡Naturalmente! Insistió de nuevo en que dejemos Bergerac y nos instalemos en su
casa. Salía de casa del Procurador.
—¡Vaya, vaya! ¿Fuiste al depósito, a ver el cadáver?
—Lo han puesto en una habitación especial. Había cincuenta personas haciendo cola.
Tuve que aguardar mi turno.
—¿Viste los calcetines?
—De muy buena lana. Y tejidos a mano.
—Eso indica que era un hombre de vida organizada, que tenía por lo menos una esposa,
una hermana o una hija que se ocupaba de él. O quizá un vagabundo, pues los
vagabundos reciben como limosna calcetines tejidos por chicas de buena familia.
—Pero los vagabundos no viajan en litera.
—Ni tampoco los empleados, generalmente. Por lo menos en Francia. La litera hace
pensar en alguien que está habituado a grandes trayectos. ¿Y los zapatos?
—Son de una marca que se vende en cientos de establecimientos.
—¿El traje?
—Negro y raído, pero de buen paño, y hecho a medida.
—¿El sombrero?
—No lo han encontrado. El viento debió llevarlo más lejos.
Maigret, rebuscando en su memoria, no pudo acordarse del sombrero del hombre del
tren.
—¿Te fijaste en algo más?
—La camisa tenía zurcidos en el cuello y en los puños. Un trabajo bastante bien
hecho.
—Lo cual parece indicar que una mujer se ocupaba de ese hombre. ¿Llevaba algo en los
bolsillos?
—Sólo una boquilla de marfil, muy corta.
Hablaban con sencillez y naturalidad, como dos buenos colaboradores. Era la
tranquilidad después de los momentos de nerviosismo. Maigret fumaba su pipa a
pequeñas bocanadas.
—¡Mira, ahora llega Leduc!
Lo vieron atravesar la plaza. Su paso era más rápido que de costumbre, y llevaba el
sombrero de paja algo torcido. Cuando llegó al rellano la señora Maigret abrió la
puerta, y él olvidó saludarla.
—Vengo de casa del procurador.
—Ya lo sé.
—¿Te lo ha dicho tu mujer? Luego fui a ver al comisario para asegurarme que la
noticia era cierta. ¡Es algo inaudito, increíble!
Leduc se bebió maquinalmente la mitad del vaso de limonada preparado para Maigret.

30
—¿Me permites? Es la primera vez que ocurre una cosa así. Las huellas digitales
fueron enviadas a París. Se acaba de recibir la respuesta.
—¿Y bien?
—¡Nuestro cadáver hace años que es cadáver!
—¿Cómo dices?
—Digo que oficialmente nuestro cadáver hace años que murió. Se trata de un tal Meyer,
conocido con el nombre de Samuel, condenado a muerte en Argel y.
—¿Y ejecutado?
—¡No! ¡Muerto en el Hospital unos días antes de la ejecución!
La señora Maigret no pudo evitar una sonrisa enternecida, un poco burlona, ante el
rostro radiante de su marido.
Él sorprendió esa sonrisa y estuvo a punto de sonreír a su vez. Pero la dignidad lo
contuvo y adoptó la expresión que hacía al caso.
—¿Qué es lo que había hecho Samuel?
—La respuesta de París no lo dice. La noticia llegó en un telegrama. Esta noche
llegará la copia de su ficha. No hay que olvidar que incluso Bertillon reconoce que
hay una probabilidad sobre mil de que las huellas digitales de dos hombres se
parezcan. Nada impide que nos encontremos ante una de esas excepciones.
—¿Qué opina el procurador?
—Está preocupado, naturalmente. Ahora habla de llamar a la Brigada Móvil. Pero tiene
miedo de que los inspectores reciban órdenes tuyas. Me ha preguntado si tenías mucha
influencia en la Policía, etc., etc.
—¡Prepárame la pipa! –le dijo Maigret a su mujer.
—¡Es la tercera!
—¡No importa! ¡Apuesto que me ha bajado la fiebre! Samuel. ¡Samuel es un judío! Los
judíos tienen generalmente pies sensibles. Y conservan el culto de la familia. ¡Los
calcetines tejidos! Y el culto de la economía: un traje de buena calidad, llevado
durante años.
Se interrumpió unos momentos para añadir:
—¡Estoy bromeando! Pero confieso que he pasado un mal rato. Sólo pensando en ese
sueño. Ahora, por lo menos, la foca ha salido de su inmovilidad. Y ya verán como poco
a poco irá recorriendo su camino.
Se echó a reír al ver que Leduc miraba a la señora Maigret con inquietud.

31
7
SAMUEL

Las dos noticias llegaron casi al mismo tiempo, por la tarde, unos minutos antes de
la visita del cirujano. En primer lugar un telegrama de Argelia:

«Doctor Rivaud desconocido en los Hospitales. Recuerdos. Martin.»

Maigret acababa de abrirlo cuando entró Leduc, que no se atrevió a hacerle ninguna
pregunta.
—¡Mira esto!
Leduc leyó el telegrama, movió la cabeza y suspiró:
—¡Evidentemente!
Y su gesto significaba:
«Evidentemente no debemos esperar encontrar cosas sencillas en ese asunto. Por el
contrario, a cada paso encontraremos obstáculos nuevos. y tengo toda la razón cuando
afirmo que lo mejor que podemos hacer es instalarnos confortablemente en La
Ribaudière.»
La señora Maigret había salido. A pesar del crepúsculo, Maigret no pensaba encender
la luz. Las flores de la plaza estaban iluminadas y le gustaba contemplarlas a esa
hora. Sabía que la primera casa en la que se veía luz era la segunda a la derecha del
garaje, donde bajo la lámpara, se divisaba la silueta de una costurera siempre
inclinada sobre su trabajo.
—¡La Policía también tiene noticias! –gruñó Leduc.
Estaba violento. No quería que se le notase que venía a poner a Maigret al corriente.
Quizá incluso le habían pedido que no le comunicase los resultados de la
investigación oficial.
—¿Noticias sobre Samuel?
—¡Exactamente! Se ha recibido su ficha. Y a continuación Lucas, que tuvo que ocuparse
de él en otra época, telefoneó desde París para dar más detalles.
—¡Cuéntame!
—No se sabe exactamente de dónde es. Pero se tienen buenas razones para creer que
nació en Polonia, o en Yugoslavia. ¡En uno de esos países, en todo caso! Era un
hombre taciturno, al que no le gustaba que la gente estuviese al corriente de sus
asuntos. En Argelia tenía un despacho. ¿Adivinas de qué?

—¡Una especialidad delicada, estoy seguro!


—¡Comercio de sellos!
Y Maigret quedó encantado, porque aquello encajaba de maravilla con el individuo del
tren.
—¡Un comercio de sellos que escondía otra cosa, naturalmente! Lo más fuerte es que
estaba tan bien llevado que la Policía no se dio cuenta de nada, y fue necesario un
doble crimen para. Te estoy repitiendo en pocas palabras lo que Lucas ha comunicado
por teléfono. El despacho en cuestión era una de las más grandes fábricas de
pasaportes falsos, y sobre todo de falsos contratos de trabajo. Samuel tenía
delegados en Varsovia, en Viena, en Silesia, en Constantinopla.
La noche ahora era azul, y las casas se recortaban en un blanco nacarado. Abajo se
oía el murmullo habitual del aperitivo.
—¡Muy curioso! –articuló Maigret.
Pero lo que encontraba curioso no era la profesión de Samuel, sino el ver que hilos
tendidos en otro tiempo entre Varsovia y Argelia se unían ahora en Bergerac.
Y sobre todo el caer sobre la mafia internacional partiendo de un asunto puramente
local, de un crimen de pueblo.
En París había tenido ocasión de estudiar a centenares de tipos como Samuel, y lo
había hecho siempre con una curiosidad especial, desprovista de repulsión, como si se
tratase de una especie diferente de la especie humana ordinaria.

Individuos que uno encuentra como barmans en Escandinavia, como gángsters en América,
como dueños de casas de juego en Holanda, como directores de teatro en Alemania, como
hombres de negocios en África.
Allá, en la plaza deliciosamente tranquila de Bergerac, aquello representaba la
evocación de un mundo que aterrorizaba por su fuerza, por su multitud y por su
trágico destino.
El centro y el este de Europa, desde Budapest hasta Odessa, desde Tallin hasta
32
Belgrado, repleto de una humanidad demasiado densa.
Cientos de miles de judíos hambrientos partían cada año en todas direcciones:
compartimientos de emigrantes a bordo de los paquebotes, trenes de noche, niños en
brazos, viejos a los que se arrastra, rostros resignados, trágicos, desfilando cerca
de los puestos fronterizos.
Chicago cuenta con más polacos que americanos. Francia ha absorbido trenes y trenes,
y en los pueblos los secretarios de Ayuntamiento tienen que hacerse deletrear los
nombres que los habitantes pronuncian en ocasión de nacimientos y defunciones.
Existen los que se exilian oficialmente, con los papeles en regla.
¡Y entonces son los hombres como Samuel los que intervienen! Hombres que conocen
todas las reservas y todos los destinos, todas las estaciones fronterizas, todos los
sellos de los consulados, todas las firmas de los funcionarios.
Hombres que hablan diez lenguas y otros tantos dialectos.
Y que esconden sus actividades tras un comercio próspero, a ser posible
internacional.
¡Buena idea lo de los sellos!

«Señor Levy, de Chicago.


Le envío en el próximo paquebote doscientos sellos raros, viñeta naranja, de
Checoslovaquia.»

¡Y, naturalmente, Samuel, como la mayor parte de sus secuaces, sólo debía comerciar
en hombres!
En las casas especializadas de América del Sur son las francesas las más apreciables.
Sus remitentes trabajan en París, en las grandes Avenidas. Pero el grueso de la
tropa, la mercancía a buen precio, la proporciona el este de Europa. Campesinas que
parten hacia allá a los quince o dieciséis años y no vuelven hasta los veinte –¡o no
vuelven nunca más!– después de haberse ganado la dote.
Lo que desconcertaba a Maigret era la brusca irrupción de aquel Samuel en el asunto
de Bergerac, en el que no había habido hasta entonces más que el procurador
Duhourceau, el médico y su mujer, Françoise, Leduc, el dueño del Hotel.
La intrusión de un mundo nuevo, de una atmósfera violentamente distinta.
¡Todo el asunto, en suma, cambiaba de tono! Frente a él, Maigret veía un pequeño
colmado, y un poco más lejos el puesto de gasolina del garaje, que no debía estar
allí más que para adorno, pues la gasolina se servía siempre en bidones.
Leduc seguía contando:
—Es raro que instalase el negocio en Argelia. Por otra parte, Samuel tenía mucha
clientela entre los árabes, e incluso entre los negros venidos del interior.
—¿Cuál fue el crimen?
—¡Dos crímenes! Dos hombres de su raza, desconocidos en Argel, que fueron encontrados
muertos en las afueras. Eran los dos de Berlín. Se abrió una investigación y atando
cabos se averiguó que trabajaban para Samuel desde hacía tiempo. La investigación
duró muchos meses. No se encontraban pruebas. Samuel cayó enfermo y desde la
enfermería de la prisión tuvo que ser trasladado al Hospital. Poco a poco fueron
reconstruyendo el drama: los dos asociados de Berlín habían ido a Argel para quejarse
por ciertas irregularidades. Samuel debía ser un pillo que robaba a todo el mundo. De
ahí a las amenazas.
—¡Y nuestro hombre los suprimió!
—Samuel fue condenado a muerte. Pero no hubo necesidad de ejecutarlo porque murió en
el Hospital pocos días después del veredicto. ¡Eso es todo lo que se sabe!
El doctor quedó asombrado al encontrar a los dos hombres en la oscuridad, y fue él
quien, con un gesto brusco, le dio la vuelta al conmutador. Después de un saludo
breve se quitó el impermeable y dejó correr el agua caliente en el lavabo.
—Te dejo –dijo Leduc poniéndose en pie–. Vendré a verte mañana.
Parecía disgustado de haber sido sorprendido por Rivaud en la habitación de Maigret.
Vivía en la comarca y tenía interés en quedar bien con los dos campos, puesto que
ahora existían dos campos.
—Cuídate mucho. ¡Hasta la vista, doctor!
El doctor, que estaba enjabonándose las manos, le contestó con un gruñido.
—¿Cómo va la temperatura? –preguntó dirigiéndose al enfermo.
—Regular. –repuso Maigret, que se hallaba de excelente humor, como al principio del
asunto, cuando se sentía tan feliz de hallarse todavía vivo.
—¿y el dolor?
—¡Bah! Empiezo a acostumbrarme.
Aquellos gestos cotidianos, siempre los mismos, se habían convertido en una especie

33
de rito que se llevaba a cabo una vez más.
Durante aquellos momentos el rostro del doctor se halló demasiado cerca de Maigret,
que comentó de repente:
—¡No tiene usted el tipo israelita muy pronunciado!
No hubo ninguna respuesta. Sólo la respiración regular, un poco silbante, del doctor,
mientras examinaba la herida. Cuando hubo terminado de poner de nuevo la venda,
declaró:
—Ahora ya es usted transportable.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que ya puede moverse, que no se encuentra prisionero en este Hotel. ¿No pensaba
usted ir a pasar unos días a casa de su amigo Leduc?
¡Un hombre dueño de sí mismo, sin duda alguna! Hacía más de un cuarto de hora que
Maigret lo observaba estrechamente, pero no se había alterado, y seguía llevando a
cabo los gestos delicados de su profesión sin un temblor de los dedos.
—De ahora en adelante no vendré más que cada dos días, y para las curas le enviaré a
mi ayudante. Puede usted confiar en él.
—¿Tanto como en usted?
Había momentos en los que Maigret no podía evitar el soltar una frasecita de ese
tipo, con un aire de bendito que la hacía todavía más graciosa.
—¡Buenas noches!
El doctor se marchó y Maigret quedó solo de nuevo con sus personajes en la cabeza,
con Samuel, que había venido a añadirse a la colección tomando el primer lugar.
¡Un Samuel que, como última originalidad, había tenido aquella, tan poco corriente,
de morir dos veces!
¡Y era él el asesino de dos mujeres, el maníaco de la aguja!
En aquel caso había muchos puntos oscuros. El primero, que hubiese elegido Bergerac
como teatro de sus hazañas. Las gentes de ese tipo prefieren las ciudades, donde
lógicamente tienen más probabilidades de pasar inadvertidos.
Pero Samuel no había sido visto ni en Bergerac ni en sus contornos, y no era hombre,
con sus zapatos de charol, para vivir en los bosques como un bandido de opereta.
¿Había que suponer que encontraba refugio en casa de alguien? ¿En casa del doctor?
¿En casa de Leduc? ¿En casa de Duhourceau? ¿En el Hotel de Inglaterra?
El segundo punto oscuro era que los crímenes de Argel eran crímenes preparados,
crímenes inteligentes, dirigidos a la supresión de cómplices que se habían vuelto
peligrosos.
¡Los crímenes de Bergerac, por el contrario, eran los crímenes de un maníaco, de un
obseso sexual, o de un sádico!
¿Acaso Samuel se había vuelto loco durante el tiempo transcurrido entre unos y otros?
¿O bien, por alguna razón sutil, había tenido que fingirse loco, y la historia de la
aguja no era más que un siniestro detalle?
—Me gustaría saber si Duhourceau ha estado ya en Argelia –murmuró Maigret a media
voz.
Su mujer acababa de entrar con aspecto cansado. Dejó el sombrero sobre la mesa y se
dejó caer en el sillón.
—¡Qué oficio has elegido! –dijo suspirando–. Cuando pienso que te pasas la vida de
esta manera.
—¿Alguna novedad?
—Nada interesante. He oído decir que se habían recibido de París informes sobre
Samuel. Pero son secretos.
—Los conozco.
—¿Te lo dijo Leduc? Muy bien de su parte. Ya sabes que en el país no tienes muy buena
prensa. La gente está irritada. Hay quien pretende que la historia de Samuel no tiene
nada que ver con los crímenes del loco, que se trata simplemente de un hombre que
vino a suicidarse a los bosques, y que de un momento a otro habrá otra mujer
asesinada.
—¿Te has paseado por delante de la villa de Rivaud?
—Sí. No he visto nada. Pero me he enterado de un detalle que quizá no tenga
importancia. En dos o tres ocasiones ha estado en la ciudad una mujer de cierta edad,
bastante vulgar, que al parecer es la suegra del doctor. Pero nadie sabe dónde vive,
ni si vive todavía. La última vez que vino fue hace dos años.
—¡Pásame el teléfono!
Y Maigret se dispuso a hablar con la Comisaría:
—¿Es el secretario? No, no vale la pena de que moleste a su jefe. Dígame simplemente
el nombre de soltera de la señora Rivaud. Supongo que no hay ningún inconveniente.
Unos minutos más tarde Maigret sonreía. Con la mano sobre el aparato le dijo a su
mujer:

34
—¡Han ido a avisar al comisario para saber si pueden darme el informe! Están
molestos. Les gustaría contestarme con una negativa. ¡Oiga! Sí. ¿Beausoleil? Se lo
agradezco mucho.
Después de haber colgado agregó:
—¡Un nombre magnífico! Y ahora voy a darte un trabajo de benedictino: tomarás el
Registro y harás una lista de todas las Facultades de Medicina de Francia. Luego
telefonearás a cada una de ellas preguntando si hace algunos años le otorgaron un
diploma a un tal Rivaud.
—¿Acaso sospechas que no es? Pero entonces cómo fue él quien te ha curado.
—¡Date prisa!
—¿Te parece que telefonee desde la cabina de abajo? Me he dado cuenta de que desde la
sala se oye lo que se habla aquí.
—Sí, telefonea desde abajo.
Al quedarse solo una vez más, Maigret se preparó la pipa y cerró la ventana, pues
comenzaba a refrescar.
No necesitaba hacer ningún esfuerzo para imaginar la villa del médico, la mansión
sombría del procurador.
La atmósfera de la villa debía ser curiosa. ¡Una decoración simple, de líneas rectas!
Una de esas casas que dan envidia a los que las contemplan, que suelen comentar:
—¡Qué felices deben ser ahí dentro!
Se ven habitaciones claras, cortinas alegres, flores en el jardín. Un coche llega
ante el garaje, con una joven esbelta al volante, o bien con un cirujano de aspecto
agradable.
¿Qué se dirían, al anochecer, los tres, cara a cara? ¿Acaso la señora Rivaud estaba
al corriente de los amores de su hermana con su marido?
No era guapa y lo sabía. Su aspecto físico hacía pensar en una madre de familia
resignada.
¡Y Françoise, que respiraba juventud!
¿Acaso se escondían de ella? ¿Acaso los besos se intercambiaban furtivamente, tras
las puertas?
¿O se trataba, por el contrario, de una situación admitida de una vez por todas?
Maigret se había encontrado con el mismo caso en otra casa, mucho más austera
aparentemente. ¡Y también en provincias!
¿De dónde salían aquellos Beausoleil? ¿La historia del Hospital de Argel sería
verdadera?
En todo caso la señora Rivaud debía ser, en aquella época, una chica muy sencilla. Se
le notaba en pequeños detalles, en ciertos gestos, en el modo de vestirse.
Dos chiquillas de clase muy sencilla. La mayor, menos adaptable, traicionaba sus
orígenes incluso al cabo de los años. .
La pequeña, por el contrario, se había adaptado por completo y era mucho más
atractiva.
¿Acaso se detestaban? ¿O bien se hacían confidencias? ¿Estarían celosas la una de la
otra?
¿Y la vieja Beausoleil, que había estado dos veces en Bergerac? Sin saber por qué,
Maigret imaginaba a una gruesa comadre encantada de haber casado a sus hijas y
recomendándoles que fuesen muy amables con un señor tan importante y tan rico como el
cirujano.
¡Seguramente le pasaban una pequeña renta! ¡Lo veía perfectamente en París, en el
distrito dieciocho, o mejor todavía, en Niza!
¿Hablarían de los crímenes durante las comidas?
¡Si pudiese hacerles una visita, una sola, de algunos minutos solamente! ¡Contemplar
las paredes, los adornos, los pequeños objetos que revelan la vida íntima de la
familia!
También le gustaría ir a casa del Procurador. Porque había un lazo entre ellos, quizá
muy tenue, pero real.
¡Formaban un clan! ¡Se sostenían mutuamente!
Maigret tocó el timbre de repente y le pidió al dueño que subiese. De buenas a
primeras le preguntó:
—¿Sabe usted si el señor Duhourceau va a cenar a menudo a casa de los Rivaud?
—Todos los miércoles. Lo sé porque no va en su coche, y es mi sobrino quien lo lleva
en taxi.
—¡Gracias!
El hotelero se fue, asombrado, y Maigret, alrededor del mantel blanco que imaginaba,
sentó a un nuevo comensal: el procurador de la República, al que debían colocar a la
derecha de la señora Rivaud.
—¡Y fue un miércoles, o mejor dicho, la noche del miércoles al jueves, cuando yo fui

35
asaltado al bajar del tren, y cuando Samuel fue asesinado! –descubrió de repente.
¡De modo que habían cenado todos juntos! Maigret tenía la impresión de avanzar de
pronto a pasos de gigante. Descolgó el teléfono:
—¿Oiga? ¿La Telefónica de Bergerac? Aquí la Policía, señorita.
Hablaba con voz autoritaria porque tenía miedo de que le preguntasen quién era.
—¿Quiere decirme si el miércoles pasado el señor Rivaud recibió una comunicación
telefónica desde París?
—Voy a consultar su hoja.
No tardó ni un minuto.
—A las dos de la tarde recibió una conferencia del número 14–16.
—¿Tiene ahí la lista de los abonados de París clasificados por números?
—Me parece que sí. Aquí la tengo. A ver. Es el Restaurante Cuatro Sargentos, en la
Plaza de la Bastilla.
—¿Una comunicación de tres minutos?
—¡No! ¡Tres unidades! ¡Es decir, nueve minutos!
¡Nueve minutos! ¡A las dos de la tarde! ¡Y el tren salía a las tres! Por la noche,
mientras Maigret se encontraba en el tren, bajo la litera de un hombre atormentado
por el insomnio, el procurador cenaba en casa de los Rivaud.
Maigret se hallaba preso de una impaciencia loca. ¡Estaba a punto de saltar de la
cama! Notaba que se aproximaba a su objetivo y que ya no era momento de equivocarse.
La verdad estaba allá, en alguna parte, al alcance de la mano. No era más que una
cuestión de reflexión, de interpretación de los elementos que poseía.
Pero era precisamente en aquellos momentos cuando se corría el riesgo de lanzarse de
cabeza sobre una pista falsa.
—Veamos. Se sientan a la mesa. ¿Qué fue lo que Rosalía insinuó contra el señor
Duhourceau? Sin duda sus ardores, incompatibles con su edad y sus funciones. En las
ciudades pequeñas no se puede acariciar la barbilla de una chiquilla sin pasar por un
viejo verde. ¿Acaso Françoise? Precisamente el tipo de mujer adecuado para inflamar a
un hombre de cierta edad. Decíamos que se sientan a la mesa. En el tren, Samuel y yo.
Y Samuel tenía miedo. Realmente tenía miedo. Temblaba. Respiraba entrecortadamente.
Maigret estaba en trance. Oía el ruido que hacían las sirvientas al colocar los
platos en el comedor.
—¿Saltó del tren en marcha porque se creía perseguido, o porque se creía esperado?
¡Aquélla era la pregunta básica! Maigret se dio cuenta de ello. Acababa de tocar un
punto sensible. Repitió en voz baja, como si alguien fuese a responderle:
—... porque se creía perseguido o porque se creía esperado.
Aquella llamada telefónica.
En aquel momento entró su mujer, tan agitada que no se fijó en la expresión de
Maigret.
—¡Hay que hacer venir enseguida a un médico, a un verdadero médico! ¡Es inaudito! ¡Es
un crimen! Cuando pienso que.
Y lo contempló como buscando sobre su rostro estigmas inquietantes.
—¡No tiene diploma! ¡No es médico! No se halla inscrito en ningún registro. Ahora
comprendo por qué te dura tanto la fiebre, y por qué no se te cierra la herida.
—¡Ya lo tengo! –gritó Maigret triunfante–. Saltó porque se sabía esperado.
Sonó el teléfono. El dueño del Hotel estaba al aparato.
—El señor Duhourceau pregunta si puede subir.

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8
UN BIBLIÓFILO

La fisonomía de Maigret se transformó en un instante, volviéndose neutra, resignada,


como la de un enfermo cualquiera dominado por el aburrimiento.
Quizá a causa de ello cambiase también la fisonomía de la habitación. Una habitación
como todas, con la cama deshecha y las medicinas sobre la mesita de noche.
Como por casualidad, la señora Maigret acababa de encender un pequeño hornillo para
preparar una tisana.
El conjunto, visto de este modo, era un poco descorazonador. Se oyeron unos
golpecitos sobre la puerta. La señora Maigret saludó al procurador, y éste, después
de una ligera inclinación, le tendió con toda naturalidad su bastón y su sombrero
dirigiéndose hacia la cama.
—Buenas noches, comisario.
No parecía violento. Más bien tenía el aspecto de un hombre que se ha propuesto
llevar a cabo una tarea determinada.
—Buenas noches, señor procurador. Siéntese, se lo ruego.
Y, por primera vez, Maigret vio una sonrisa sobre el rostro retraído del señor
Duhourceau. ¡También aquello había sido preparado!
—Casi he tenido remordimiento a causa de usted. ¿Le sorprende? Sí, me he reprochado
el haber sido demasiado severo respecto a usted. Pero a veces su actitud es tan
crispante.
Se hallaba sentado con las manos sobre las piernas y el cuerpo inclinado hacia
delante. Maigret lo miraba de frente, pero con unos ojos que parecían vacíos de
pensamientos.
—En pocas palabras, he resuelto ponerlo al corriente de.
El comisario lo escuchaba, pero hubiese sido incapaz de repetir ninguna de las frases
de su interlocutor. Se hallaba ocupado estudiándolo con toda atención, tanto física
como moralmente.
Una piel blanca, casi demasiado blanca, que los cabellos grises y el bigote hacían
resaltar todavía más. El señor Duhourceau no padecía del hígado. No era tampoco
sanguíneo, ni gotoso.
¿De qué lado le atacaba la enfermedad? ¡Porque es imposible llegar a los sesenta y
cinco años sin un punto débil!
«¡Arteriosclerosis!», decidió Maigret.
Y examinó sus dedos delgados, y sus manos de piel sedosa pero de venillas salientes y
duras como el vidrio.
¡Un hombrecillo seco, nervioso, inteligente, irascible!
«Y moralmente, ¿cuál es su punto débil, cuál es su vicio?»
¡Porque tenía uno! ¡No era difícil adivinarlo! Bajo toda la dignidad del procurador
había algo oculto, vergonzoso.
Seguía hablando:
—... dentro de dos o tres días, lo más tarde, se cerrará la investigación. ¡Los
hechos hablan por sí mismos! El averiguar cómo se las arregló Samuel para escapar a
la muerte y hacer enterrar a otro en su lugar es cosa de la Policía de Argel, si es
que quiere desenterrar esa vieja historia. Según mi opinión, no valdría la pena.
En ciertos momentos su voz bajaba de tono. ¡Era cuando buscaba la mirada de Maigret y
no encontraba más que el vacío! Entonces se preguntaba si el comisario lo escuchaba,
si no tendría que interpretar su silencio como una ironía superior.
Hizo un esfuerzo y su voz se afirmó:
—El tal Samuel, que quizá allá ya no estaba muy bien de la cabeza, vuelve a Francia y
vive escondido, presa de la locura. Es un caso frecuente, el doctor Rivaud se lo
dirá. Comete unos crímenes. En el tren cree que usted está sobre la pista. Tira en su
dirección y, cada vez más enloquecido, acaba suicidándose.
El procurador añadió, con un gesto demasiado desenvuelto:
—Observe que no le doy mucha importancia a la ausencia de revólver cerca del cadáver.
Los anales judiciales nos proporcionan cientos de casos semejantes. Quizá pasó por
allá un mendigo, o un niño. Lo sabremos dentro de diez o veinte años. Lo importante
es que la bala fue tirada desde muy cerca, como demuestra la autopsia. He aquí, en
pocas palabras.
Maigret se repetía:
«¿Cuál es su vicio?»
¡El alcohol no! ¡El juego tampoco! Y, cosa rara, el comisario se sentía tentado de
responder: ¡Las mujeres tampoco!
37
¿La avaricia? Aquello era posible. Era fácil imaginar al señor Duhourceau, con todas
las puertas cerradas, abriendo su caja fuerte y alineando sobre la mesa fajos de
billetes, bolsas de monedas de oro.
¡En realidad daba la impresión de un solitario! ¡Y el juego es un vicio en común! ¡El
amor también! ¡El alcohol casi siempre!
—Señor Duhourceau, ¿ha estado usted ya en Argelia?
—¿Yo?
Cuando alguien responde de esta manera, es muy probable que quiera ganar tiempo.
—¿Por qué me pregunta eso? ¿Es que tengo aspecto de colonialista? No, no he ido nunca
a Argelia, ni siquiera a Marruecos. Mi único viaje largo fue cuando visité los
fiordos de Noruega, en 1923.
—Sí. En realidad no sé por qué le he hecho esta pregunta. No se puede imaginar hasta
qué punto me ha debilitado esta pérdida de sangre.
Otro viejo truco de Maigret: pasar de un tema a otro y hablar de repente de cosas que
no tienen ninguna relación con la conversación. El interlocutor, que teme una trampa,
trata de adivinar la intención que se esconde tras ello. Hace un esfuerzo cerebral
violento, se fatiga, se pone nervioso, y acaba por perder el hilo de sus propias
ideas.
—Es lo que le decía al doctor. Por cierto, ¿quién se encarga de la cocina en casa de
los Rivaud?
—Pero.
Maigret no le dio tiempo de contestar.
—Si es una de las hermanas, seguro que no es Françoise. Es más fácil imaginarla al
volante de un coche de lujo que vigilando un asado. ¿Quiere usted tener la amabilidad
de pasarme el vaso de agua?
Y Maigret, apoyado en el codo, se puso a beber, pero tan torpemente que dejó caer el
vaso y su contenido sobre la pierna del señor Duhourceau.
—¡Excúseme! ¡Qué torpe he sido! Mi mujer se lo secará inmediatamente. Menos mal que
no deja mancha.
El procurador estaba furioso. El agua, que le había empapado el pantalón, debía
deslizarse por su pierna.
—No se moleste, señora. Como dice su marido, el agua no deja mancha. Por tanto,
carece en absoluto de importancia.
Lo dijo con un poco de ironía. Las preguntas de Maigret y aquel pequeño incidente le
habían hecho perder el buen humor del que hacía gala al principio. Se había puesto de
pie, pero de pronto se acordó que aún le quedaban algunas cosas por decir.
Ahora interpretaba mal su papel, no consiguiendo más que una cordialidad muy
relativa.
—En cuanto a usted, comisario, ¿cuáles son sus intenciones?
¡Siempre las mismas!
—¿Es decir?
—¡Detener al asesino, naturalmente! Después, si me queda tiempo, ir por fin a La
Ribaudière, donde debería encontrarme hace ya tiempo.
El señor Duhourceau estaba pálido de cólera, de indignación. ¿Cómo era posible? ¡Se
había tomado la molestia de hacer aquella visita, de contar todo lo que había
contado, casi de hacerle la corte a Maigret! ¡Y el comisario, después de haberle
echado un vaso de agua sobre las piernas –pues estaba seguro de que lo había hecho
expresamente– le declaraba tranquilamente: «Voy a detener al asesino»!
¡Y le decía aquello a él, un magistrado, en el momento en que acababa de afirmar que
no había ningún asesino! ¿Es que aquello no tenía el aire de una amenaza? ¿Tendría
que marcharse una vez más dando un portazo?
El señor Duhourceau consiguió esbozar una sonrisa.
—¡Es usted obstinado, comisario!
—Sabe usted, cuando se está en cama todo el día y no se tiene nada que hacer. ¿No
tendría, por casualidad, algunos libros para prestarme?
Otro golpe al azar. Y Maigret tuvo la impresión de que la expresión de su
interlocutor era más inquieta.
—Le enviaré.
—Obras alegres, ¿verdad?
—Ya es hora de que me vaya.
—Mi mujer le traerá el sombrero y el bastón. ¿Cena usted en su casa?
Y le tendió la mano al procurador, que no se atrevió a rehusarla. Una vez la puerta
cerrada, Maigret permaneció inmóvil, con la mirada en el techo, y su mujer empezó:
—¿Tú crees que?
—¿Sabes si Rosalía sigue trabajando en el Hotel?
—Sí, creo que ayer me la encontré en la escalera.

38
—Deberías ir a buscármela.
—La gente comentará.
—No importa.
Mientras esperaba, Maigret se repetía:
«Duhourceau tiene miedo. Ha tenido miedo desde el principio. ¡Miedo de que se
descubra al asesino y miedo de que se penetre en su vida privada! Rivaud también
tiene miedo, lo mismo que su mujer.»
Quedaba por establecer qué relación podían tener estas personas con Samuel,
exportador de pobres diablos de la Europa Central y especialista en falsificar toda
clase de documentos oficiales.
El procurador no era israelita. El doctor quizá lo fuese, pero no era seguro.
Se abrió la puerta y entró la señora Maigret seguida de Rosalía, que se secaba las
manos con el delantal.
—¿El señor me llamaba?
—Sí, siéntate, por favor.
—No nos está permitido sentarnos en las habitaciones, señor.
El tono no presagiaba nada bueno. Ya no era la chica parlanchina y familiar de los
días precedentes. Habían debido aleccionarla, intimidarla quizá con amenazas.
—Sólo quería que me diese algunos informes. ¿No ha trabajado usted nunca en casa del
procurador?
—Trabajé allí dos años.
—¡Me lo imaginaba! ¿Como cocinera?
—Me ocupaba de la casa en general.
—¡Exacto! Y de ese modo pudo sorprender los pequeños secretos de la casa. ¿Hace mucho
de eso?
—Hace un año.
—Lo cual significa que usted era tan bonita como ahora, naturalmente.
Maigret no sonreía. Tenía un arte especial para decir tales cosas con un aire de
convicción admirable. Rosalía, por otra parte, no era fea. Sus formas generosas
debían haber atraído ya a muchas manos curiosas.
—¿El procurador solía mirarla mientras trabajaba?
—¡Sólo me hubiese faltado eso! ¡Como si yo le hubiese dejado meterse en mis
cacharros!
El ver a la señora Maigret llevando a cabo pequeños trabajos caseros dulcificaba a
Rosalía, que no dejaba de observarla. Al final no pudo evitar el decirle:
—Le traeré un cepillito. Hay uno abajo. Con el trapo es demasiado pesado.
—¿El procurador recibía a muchas mujeres?
—¡No lo sé!
—Sí que lo sabe. Haga el favor de responderme, Rosalía. Usted, además de guapa es
buena, y tiene que acordarse de que fui el único que la defendió el otro día, cuando
insinuaban.
—¡Tampoco serviría de nada!
—¿El qué?
—Que yo hablase. En primer lugar, Albert, mi novio, perdería su porvenir, pues quiere
entrar en la Administración. ¡Y además me harían encerrar por loca! Todo porque sueño
por las noches y luego cuento mis sueños.
Iba animándose. Sólo había que empujarla un poco.
—Hablaba usted de escándalo.
—¡Si no fuese más que eso!
—Bueno, estaba usted diciéndome que el procurador no recibía a mujeres. Pero parece
ser que va a menudo a Burdeos.
—¡Me río de eso!
—Entonces, el escándalo.
—Cualquiera podría contárselo. En realidad, todo el mundo está al corriente. Hace
unos dos años llegó un paquete al correo, un paquetito certificado que venía de
París. Pero el cartero, al ir a entregarlo, se encontró con que la dirección se había
despegado. No había modo de saber para quién era, y tampoco estaba la dirección del
remitente. Esperaron ocho días antes de abrirlo, por si alguien iba a reclamarlo. ¿Y
sabe usted lo que encontraron? ¡Fotografías! ¡Pero no fotografías como las demás!
Eran mujeres desnudas. Y no solamente mujeres. También parejas. Durante dos o tres
días todo el mundo se preguntó quién recibía semejantes cosas en Bergerac. El jefe de
Correos incluso llamó al comisario. ¡Hasta que un buen día llegó un paquete idéntico,
embalado en el mismo papel, y dirigido al señor Duhourceau! ¡Ahora ya lo sabe!
Maigret no se sintió en absoluto sorprendido. Hacía ya unos momentos que había
llegado a la conclusión de que se trataba de un vicio solitario.
¡Cuando el viejo se encerraba por las noches en su despacho sombrío del primer piso

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no era para contar su dinero, sino para contemplar fotografías y libros
pornográficos!
—Escuche, Rosalía, le prometo que no se lo diré a nadie. Confiese que, cuando se
enteró de lo que me acaba de contar, miró en la biblioteca. ..
—¿Quién se lo ha dicho? En realidad, las estanterías, que tienen puertas, estaban
siempre cerradas con llave. Sólo una vez se olvidó la llave.
—¿Y qué es lo que vio?
—¡Ya lo sabe usted! Tuve pesadillas durante varias noches, y durante un mes no quise
acercarme a Albert.
—Libros gruesos, ¿verdad? De papel bueno, y con grabados.
—Sí, cosas imposibles de imaginar.
¿Era aquél el secreto del señor Duhourceau? En ese caso era digno de compasión. Un
pobre solterón, aislado en Bergerac, donde no podía sonreírle a una mujer sin que eso
provocase el escándalo. Se consolaba convirtiéndose en bibliófilo a su manera,
coleccionando estampas galantes, fotografías eróticas, libros de esos que los
catálogos presentan como «obras para conocedores.».
Y tenía miedo.
¡Lo malo era que aquella pasión no tenía nada que ver con las dos mujeres asesinadas,
y mucho menos con Samuel!
¿A menos que Samuel no fuese su proveedor de fotos? ¿Sí? ¿No?
Maigret dudaba. Rosalía, muy roja, balanceaba las piernas, asombrada de haber hablado
tanto.
—Si su mujer no hubiese estado aquí nunca me habría atrevido a.
—¿El doctor Rivaud visitaba con frecuencia al señor Duhourceau?
—Casi nunca. Siempre telefoneaba.
—¿Nadie de la familia del doctor iba por la casa del señor Duhourceau?
—Sólo Françoise, que le hacía de secretaria.
—¿Al procurador?
—Sí. Incluso se traía una máquina de escribir portátil.
—¿Se ocupaba de asuntos judiciales?
—No sé de qué se ocupaba, pero se instalaba en un despachito separado de la
biblioteca por una cortina. Una cortina de terciopelo verde.
—¿Y? –empezó Maigret.
—¡Yo no he dicho eso! ¡Yo no vi nada!
—¿Aquello no continuó?
—Durante seis meses. Después la señorita se fue a casa de su madre, a París o a
Burdeos, no lo sé.
—En resumen, el señor Duhourceau nunca le hizo la corte a usted.
—¡Pues sí que hubiese sido bien recibido!
—Y usted no sabe nada. Le estoy muy agradecido. Le prometo que no la molestarán, y
que su novio no sabrá que ha estado aquí esta noche.
Cuando hubo salido, la señora Maigret, que acababa de cerrar la puerta, suspiró:
—¡Si esto no es una desgracia! Hombres inteligentes, que ocupan puestos importantes.
¡La señora Maigret se asombraba siempre cuando descubría algo que la disgustaba! No
concebía la posibilidad de instintos más turbios que sus instintos de buena esposa
desolada por no tener un hijo.
—¿No crees que esa chica exagera? ¡Creo que intenta hacerse la interesante! ¡Contaría
cualquier cosa, con tal de ser escuchada! Y además, aseguraría que nunca fue atacada.
—¡Yo también!
—Igual que la cuñada del doctor. No es fuerte, podría ser derribada de un manotazo.
¿Cómo hubiese podido librarse del loco?
—¡Tienes razón!
—¡Y aún voy más lejos! Creo que si esto continúa, dentro de ocho días será imposible
distinguir la verdad de la mentira. Estas historias hacen trabajar los cerebros. Las
gentes cuentan por la mañana, como cierto, lo que han imaginado por la noche,
mientras se dormían. ¡He aquí que el señor Duhourceau se convierte en el malo! Mañana
te dirán que el comisario engaña a su mujer, y que. ¿Y de ti? ¿Qué deben decir de ti?
Porque no hay ninguna razón para que no hablen también. Pronto llegará el día en que
tendré que enseñarles nuestro libro de familia si no quiero que me tomen por tu
amante.
Maigret la contemplaba sonriendo con ternura. Ella seguía embalándose. Todas aquellas
complicaciones la asustaban.
—Igual que ese médico que ni siquiera es médico.
—¿Quién sabe?
—¿Cómo puedes decir eso? He telefoneado a todas las Universidades, a todas las
Facultades de Medicina, y.

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—Dame la tisana, ¿quieres?
—Por lo menos esto no te hará daño, porque no es él quien te la ha recetado.
Mientras bebía, Maigret retuvo la mano de su mujer en la suya. Hacía calor.
Abajo la cena había terminado, y empezaban las partidas de ajedrez y de billar.
—Una buena tisana es precisamente lo que.
—Sí, querida. Una buena tisana.
Y le besó una mano con toda la ternura que escondía bajo su aire irónico.
—¡Ya verás! Si todo va bien, dentro de dos o tres días estaremos en casa.
—¡Y empezarás una nueva investigación!

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E L R A P T O D E L A C A N T A N T E D E VA R I E D A D E S

Maigret sonreía ante el aire de desconcierto de Leduc, que murmuró:


—¿A qué le llamas tú «confiarme una misión delicada»?
—Se trata de una misión que sólo tú puedes llevar a cabo. ¡Vamos, no pongas esa cara!
No se trata de asaltar la casa del procurador, ni de entrar a escondidas en la del
médico.
Y Maigret, tomando un periódico de Burdeos, le señaló con el dedo un pequeño anuncio.

Se busca a la señora Beausoleil, que antiguamente vivía en Argel, para una cuestión
de herencia. Dirigirse al notario Maigret, Hotel de Inglaterra, en Bergerac. Urgente.

Leduc no sonreía. Contemplaba a su compañero con aire de mártir.


—¿Pretendes que haga el papel de falso notario?
Y lo dijo en un tono de resignación tal, que la señora Maigret, que estaba al fondo
de la habitación, no pudo evitar la risa.
—¡No, no te preocupes! El anuncio ha aparecido en una docena de periódicos de la
región bordelesa, y en los principales diarios de París.
—¿Qué tiene que ver Burdeos?
—No te inquietes. ¿Cuántos trenes llegan por día a Bergerac?
—¡Tres o cuatro!
—No hace demasiado frío ni demasiado calor. No llueve. ¿Acaso no hay una cantina en
la estación? Sí. He aquí la misión: salir al andén a la llegada de cada tren, hasta
que veas a la señora Beausoleil.
—¡Pero si no la conozco!
—¡Yo tampoco! Ni siquiera sé si es gorda o delgada. Debe tener de cuarenta a
cincuenta años y me inclino a creer que está gorda.
—No obstante, puesto que el anuncio dice que se presente aquí, no veo por qué.
—¡Muy sutil! Lo malo es que yo preveo que en la estación habrá una tercera persona
que le impedirá a la dama que venga aquí. ¿Comprendida la misión? ¡Traerla aquí de
todos modos!
Era realmente sabroso imaginar al pobre Leduc, con su sombrero de paja, paseando por
la estación en espera de cada tren, examinando a los viajeros, siguiendo a todas las
señoras maduras y preguntándoles si por casualidad se llamaban Beausoleil.
—¿Cuento contigo?
—¡Puesto que es necesario!
Se fue con aire triste. Un poco más tarde entró en la habitación el asistente del
doctor Rivaud, dirigiendo grandes saludos a la señora Maigret y después al comisario.
Era un joven pelirrojo, tímido, huesudo, que tropezaba con todos los muebles y luego
se deshacía en perdones.
—Perdón, señora. ¿Puede decirme dónde hay agua caliente?
Estuvo a punto de volcar la mesita de noche y exclamó:
—¡Perdón! ¡Oh, perdón!
Mientras curaba a Maigret se inquietaba:
—No le hago daño, ¿verdad? Perdón. ¿Podría ponerse un poco más derecho? ¡Perdón!
Maigret sonreía pensando en Leduc, que debía aparcar el viejo Ford delante de la
estación.
—¿El doctor Rivaud tiene mucho trabajo?
—Sí, está muy ocupado. Siempre está muy ocupado.
—Es un hombre activo, ¿verdad?
—¡Muy activo! Le aseguro que es extraordinario. Perdón. Por la mañana, a las siete,
empieza con la consulta gratuita. Luego su clínica. Luego el Hospital. Tenga en
cuenta que no se fía de sus ayudantes, como tantos otros, y que siempre quiere
comprobar por sí mismo.
—¿No se le ha ocurrido nunca pensar que quizá no sea médico?
El otro, asombradísimo, optó por reír.
—¡Usted bromea! El doctor Rivaud no es un médico: ¡es un gran médico! Y si quisiese
vivir en París tendría pronto una reputación única.
La opinión era sincera y el entusiasmo del joven era real, exento de segundas
intenciones.
—¿Sabe usted en qué Universidad hizo sus estudios?
—En Montpellier, me parece. ¡Sí, exactamente! Me habló de los que fueron sus
profesores allá. Después fue ayudante del doctor Martel en París.
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—¿Está usted seguro?
—He visto en su laboratorio una fotografía que representa al doctor Martel rodeado de
todos sus alumnos.
—Es curioso.
—¡Perdón! ¿Acaso ha pensado realmente que el doctor Rivaud no es médico?
—No especialmente.
—Se lo repito, y puede creerme: es un maestro. Lo único que se le puede reprochar es
que trabaja demasiado, y de ese modo se agotará pronto. Le he visto varias veces en
un estado de nerviosismo que.
—¿Últimamente?
—Sí, sobre todo. Ya ha visto que no me ha permitido que le reemplace para hacerle a
usted la cura hasta que la curación ha sido segura. ¡Y no se trata de un caso grave!
Otro le hubiese encargado las curas a su ayudante desde el segundo día.
—¿Sus colaboradores lo estiman?
—¡Todos le admiran!
—Le pregunto si lo estiman.
—Sí. Creo que. No hay razón para que.
Pero había cierta restricción en el acento. Evidentemente, el asistente hacía una
diferencia entre la admiración y el afecto.
—¿Va usted a menudo a su casa?
—¡Nunca! Lo veo cada día en el Hospital.
—Por tanto, no conoce usted a su familia. Tiene una cuñada muy guapa.
El joven no respondió, haciendo ver que no había oído.
—Va muy a menudo a Burdeos, ¿verdad?
—Lo llaman a menudo. Si quisiese lo llamarían de todas partes, operaría en París, en
Niza, e incluso en el extranjero.
—¡A pesar de su juventud!
—Para un cirujano es una cualidad. Los cirujanos de cierta edad no inspiran
confianza.
La cura había terminado. El asistente se lavó las manos, buscó una toalla, y murmuró
dirigiéndose a la señora Maigret, que le traía una:
—¡Oh! Perdón.
Nuevos rasgos para añadir a la fisonomía del doctor Rivaud. Sus colegas hablaban de
él como de un maestro ¡Y su actividad era extraordinaria!
¿Ambicioso? ¡Era probable! Y, sin embargo, no se instalaba en París, como hubiese
sido lo lógico.
—¿Comprendes algo? –le preguntó la señora Maigret cuando se quedaron solos.
—¿Yo? Sube la persiana, ¿quieres? Es evidente que es médico. No hubiese podido
engañar durante tanto tiempo a los que lo rodean, sobre todo trabajando en un
Hospital.
—No obstante, en las Universidades.
—De momento espero a Leduc que no se hallará muy a gusto con su compañera. ¿No has
oído llegar un tren? Si es el de Burdeos, hay muchas probabilidades de que.
—¿Qué es lo que esperas?
—¡Ya lo verás! Dame las cerillas.
Maigret se encontraba mejor.
Le había descendido la temperatura y la pesadez de su brazo derecho casi había
desaparecido.
No podía estarse quieto en la cama, lo que era muy buena señal.
Cambiaba de posición sin cesar, arreglándose las almohadas, encogiéndose,
extendiéndose.
—Deberías telefonear a unas cuantas personas.
—¿A quién?
—Quisiera conocer la posición de cada personaje que me interesa. Llama primero al
procurador. Cuando oigas su voz, cuelga.
Mientras su mujer obedecía, Maigret contemplaba la plaza fumando su pipa.
—Está en su casa.
—Ahora telefonea al Hospital y pregunta por el doctor.
El doctor se encontraba en el Hospital.
—Ahora telefonea a su casa. Si te contesta su mujer, pregunta por Françoise. Si te
contesta Françoise, pregunta por su mujer.
Contestó la señora Rivaud. Declaró que su hermana estaba ausente y preguntó si podía
tomar el recado.
—¡Cuelga!
¡Debían haber quedado intrigados y se pasarían la mañana haciendo conjeturas sobre el
autor de la llamada telefónica!

43
Cinco minutos más tarde llegó de la estación el autobús del Hotel con tres pasajeros,
y el botones subió los equipajes. Luego llegó el cartero en bicicleta.
Por fin se oyó el ruido característico del viejo Ford, y unos minutos más tarde el
coche se paraba en la plaza. Maigret vio que había alguien al lado de Leduc, y creyó
vislumbrar a una tercera persona en la parte de atrás.
No se equivocaba. El pobre Leduc bajó el primero, mirando a su alrededor con aire
ansioso, como si temiese el ridículo. Luego ayudó a bajar a una gruesa dama que casi
se derrumbó en sus brazos.
Una joven había saltado ya del coche. Lo primero que hizo fue dirigir una mirada
rabiosa a la ventana de Maigret.
Era Françoise, vestida con un elegante traje de chaqueta verde claro.
—¿Puedo quedarme? –preguntó la señora Maigret.
—¿Por qué no? Abre la puerta, ya llegan.
Se oía jaleo en la escalera. Se adivinaba la respiración jadeante de la gruesa dama,
que entró esponjándose.
—¡Conque aquí está el notario que no es notario!
Una voz vulgar. ¡Y no solamente la voz! Quizá no tuviese más de cuarenta y cinco
años.
En todo caso todavía se creía guapa, pues iba maquillada como una actriz de teatro.
Una rubia de carnes abundantes y fluidas y de labios carnosos.
Al contemplarla se tenía la impresión de haberla visto ya en alguna parte. Y de
pronto uno se daba cuenta: ¡era el tipo mismo, ya raro, de la cantante ligera de los
café–concerts de antaño! La boca en corazón. La cintura de avispa. La mirada
provocativa. Y la lechosa espalda al aire. Y aquella manera especial de contonearse
al andar, mirando a su interlocutor como se mira al público desde el escenario.
—¿La señora Beausoleil? –preguntó Maigret galantemente–. Siéntese, se lo ruego. Usted
también, señorita.
Pero Françoise no se sentó. Estaba furiosa.
—¡Le prevengo que lo denunciaré! ¡Nunca se ha visto nada igual! –exclamó.
Leduc estaba cerca de la puerta, con un aire tan compungido que era fácil adivinar
que las cosas no habían marchado por sí solas.
—Cálmese, señorita. Y excúseme por haber intentado ver a su madre.
—¿Quién le ha dicho que es mi madre?
La señora Beausoleil no comprendía nada. Miraba por turno a Maigret, muy sereno, y a
Françoise, dominada por la ira.
—Lo supongo, ya que ha ido usted a esperarla a la estación.
—¡La señorita quería impedir que su madre viniese aquí! –murmuró Leduc contemplando
la alfombra.
—Y entonces, ¿qué hiciste?
Fue Françoise quien respondió:
—Nos amenazó. Nos habló de una orden de arresto, como si fuésemos ladronas. Que
enseñe esa orden de arresto, porque si no lo hace.
Y tendió la mano hacia el receptor telefónico. Era evidente que Leduc se había
excedido en sus prerrogativas y que no estaba orgulloso de ello.
—¡Me temía que provocasen un escándalo en la sala de espera!
—Un momento, señorita, ¿a quién quiere usted llamar?
—Pues... al procurador.
—¡Siéntese! Tenga en cuenta que no le prohíbo que telefonee, al contrario. Pero quizá
sea mejor para todo el mundo que no se precipite.
—¡Mamá, te prohíbo que le contestes!
—¡Pero si yo no entiendo nada! ¿Es usted notario o comisario de policía?
—¡Comisario!
Ella hizo un gesto que parecía significar: «en ese caso.». Se le notaba que ya había
tenido que ver con la Policía, y que conservaba un respeto, o por lo menos un cierto
temor, por esa institución.
—De todas formas no comprendo por qué yo.
—No tema nada, señora. Lo comprenderá enseguida. Sólo deseo hacerle algunas
preguntas, y.
—¿No hay herencia?
—No sé todavía.
—¡Es odioso! –gritó Françoise–. Mamá, no contestes.
No podía estarse quieta y retorcía el pañuelo con los dedos. De vez en cuando lanzaba
una mirada indignada a Leduc.
—¿Supongo que su profesión es la de artista lírica?
Sabía que con aquellas palabras se ganaba la simpatía de su interlocutora.
—Sí, señor. Canté en el Olimpia en la época en que.

44
—Creo recordar su nombre. Beausoleil. Ivonne, ¿verdad?
—¡Josephine Beausoleil! Pero los médicos me recomendaron los países cálidos, y
entonces canté en Italia, en Turquía, en Siria, en Egipto.
¡En la época de los café–concerts! Maigret la veía perfectamente sobre el pequeño
escenario de aquellos cafés tan de moda en París, frecuentados por juerguistas y
oficiales. Después bajaba a la sala y paseaba entre las mesas, bebiendo con unos y
con otros.
—¿Y acabó en Argelia?
—Sí. En El Cairo tuve una niña y.
Françoise estaba a punto de sufrir un ataque de nervios. ¡O de abalanzarse sobre
Maigret!
—¿De padre desconocido?
—Perdón, lo conocía muy bien. Un oficial inglés agregado a.
—En Argelia tuvo a su segunda hija, a Françoise.
—Sí. Y aquello fue el fin de mi carrera teatral. Estuve mucho tiempo enferma. Cuando
me restablecí había perdido la voz.
—¿Y?
—El padre de Françoise se ocupó de mí hasta que lo llamaron a Francia. Porque
trabajaba en Aduanas.
Todo lo que Maigret había pensado se confirmaba. Ahora podía reconstruir la vida de
la madre y las dos hijas en Argel: Josephine Beausoleil, que se conservaba
apetecible, tenía amigos serios. Las hijas crecían.
¿Acaso no era normal que siguiesen, con toda naturalidad, el mismo camino que su
madre?
La mayor tenía dieciséis años.
—¡Yo quería que fuesen bailarinas! Lo de la danza es mucho menos ingrato que lo del
canto. ¡Sobre todo en el extranjero! Germaine empezó a tomar lecciones con un viejo
camarada establecido en Argel.
—¿Y cayó enferma?
—¿Quién se lo ha dicho? En efecto, nunca había sido muy fuerte. ¡Quizá por haber
viajado tanto de pequeña! Porque yo no quería separarme de ella. Colocaba una especie
de capazo entre las redes del compartimiento.
¡Una mujer valiente, en suma! ¡Y ahora se sentía satisfecha! ¡Ni siquiera parecía
comprender la indignación de su hija! ¿Acaso Maigret no le hablaba amablemente, con
toda clase de miramientos? ¡Y empleaba un lenguaje sencillo que ella comprendía muy
bien!
Ella era una artista. Había viajado. Había tenido amantes y luego hijos. ¿Acaso
aquello no entraba dentro de lo establecido?
—¿Germaine sufría de los pulmones?
—No, era la cabeza. Le dolía siempre. Hasta que un día le dio una meningitis y tuvo
que ser transportada urgentemente al Hospital.
Hasta entonces las cosas, habían marchado por sí solas, pero ahora Josephine
Beausoleil había llegado al punto crítico. No sabía qué debía decir e interrogaba a
Françoise con la mirada.
—¡El comisario no tiene derecho a interrogarte, mamá! ¡No contestes ninguna pregunta
más!
¡Aquello era fácil de decir! Lo malo es que ella sabía que era peligroso burlar a la
Policía. Le hubiese gustado poder contentar a todo el mundo.
Leduc, que había recobrado su aplomo, le dirigía a Maigret miradas que significaban:
«¡Esto avanza!»
—Escuche, señora. Puede usted hablar o callarse. Está usted en su derecho. Lo cual no
significa que luego no se vea obligada a hablar en otro lugar. En el Juzgado, por
ejemplo.
—¡Pero si no he hecho nada!
—¡Precisamente! Por eso, según mi opinión, lo más prudente es que hable. En cuanto a
usted, señorita Françoise.
Pero ésta no le escuchaba. Acababa de descolgar el teléfono y hablaba con voz
ansiosa, mirando a Leduc de reojo, como si temiese que éste le arrebatase el
teléfono.
—¡Oiga! ¿Hablo con el Hospital? ¡No importa! ¡Es necesario que lo llame enseguida! O
mejor, dígale usted mismo que venga sin perder un instante al Hotel de Inglaterra.
Sí. Lo comprenderá. De parte de Françoise.
Escuchó aún unos instantes, colgó y contempló a Maigret con aire de desafío.
—Va a venir enseguida. No hables, mamá.
Temblaba de pies a cabeza. Gotas de sudor corrían por su frente, empapando los
pelillos castaños de las sienes.

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—Ya ve usted, señor comisario.
—Señorita Françoise, ya ha visto que no le he impedido que telefonee. ¡Al contrario!
Incluso he dejado de interrogar a su madre... y ahora, ¿quiere usted un consejo?
Llame también al señor Duhourceau, que está en su casa.
Ella intentó adivinar sus pensamientos. Luego vaciló y acabó por descolgar el
teléfono con gesto nervioso.
—¡Oiga!¡El 167, por favor!
—Ven aquí, Leduc.
Y Maigret le susurró algunas palabras en la oreja. Leduc pareció sorprendido,
molesto.
—¿Tú crees que?
Se decidió a marcharse y vieron cómo le daba vueltas a la manivela de su coche.
—Aquí Françoise. Sí. Telefoneo desde la habitación del comisario. Mi madre ha
llegado. ¡Sí! El comisario desea que venga. ¡No! ¡No! ¡Le juro que no!
Y aquella cascada de «nos» había sido pronunciada con fuerza, con angustia.
—¡Le repito que no!
Y permaneció de pie junto a la mesa. Maigret, mientras encendía su pipa, la
contemplaba sonriendo, en tanto que Josephine Beausoleil se empolvaba la cara.

46
10

L A N O TA

Hacía ya unos instantes que duraba el silencio cuando Maigret vio a Françoise fruncir
el ceño al contemplar la plaza, y luego volver la cabeza con inquietud.
Era la señora Rivaud quien atravesaba la plaza dirigiéndose hacia el Hotel. ¿Era una
ilusión óptica, o bien el hecho de ocurrir cosas graves le daba a todo un tinte
sombrío? Porque realmente, vista a distancia, la señora Rivaud recordaba a un
personaje de tragedia. Parecía empujada hacia delante por una fuerza irresistible, a
la cual intentaba oponerse.
Pronto fue posible distinguir su rostro. Estaba pálida y llevaba los cabellos en
desorden.
—Ahí viene Germaine. –murmuró por fin la señora Beausoleil–. Han debido decirle que
estoy aquí.
La señora Maigret, maquinalmente, fue a abrir la puerta. Cuando el inspector vio a la
señora Rivaud de cerca, comprendió que realmente estaba viviendo una hora trágica.
No obstante, la mujer del doctor hacía esfuerzos por mantenerse serena, por sonreír.
Pero miraba con ojos extraviados, y no podía impedir los repentinos estremecimientos
de sus rasgos.
—Excúseme, señor comisario. Me dijeron que mi madre y mi hermana estaban aquí y.
—¿Quién se lo dijo?
—¿Que quién? –repitió ella temblando.
¡Qué diferencia entre ella y Françoise! La señora Rivaud era la sacrificada, la mujer
que había conservado su aire plebeyo y a la que se podía tratar sin ningún
miramiento. Incluso su madre la miraba con cierta severidad.
—Cómo, ¿no sabes quién te lo dijo?
—Fue por el camino.
—¿No has visto a tu marido?
—¡Oh, no! ¡No! ¡Juro que no!
Y Maigret, inquieto, miraba por turno a las tres mujeres, y luego a la plaza, donde
Leduc no se divisaba todavía. El comisario había querido asegurarse de que el
cirujano continuaba a su disposición, y había encargado a Leduc que lo vigilase, y
que, de ser posible, lo acompañase al Hotel. Contempló los zapatos polvorientos de la
mujer del cirujano, que había debido venir corriendo, y luego el rostro contraído de
Françoise.
De pronto la señora Maigret se inclinó sobre él murmurando:
—Dame la pipa.
Maigret fue a protestar, pero se dio cuenta de que su mujer había dejado caer sobre
la sábana un papelito. Leyó:

La señora Rivaud acaba de pasarle una nota a su hermana, quien la tiene en el puño.
Afuera hacía sol. Se oían todos los ruidos de la ciudad, que Maigret ya se sabía de
memoria. La señora Beausoleil esperaba muy tiesa sobre su silla. La señora Rivaud,
por el contrario, incapaz de dominarse, hacía pensar en una colegiala sorprendida en
falta.
—Señorita Françoise. –empezó Maigret. La joven se estremeció de pies a cabeza, y
durante un segundo su mirada se cruzó con la de Maigret. Era la mirada dura,
inteligente, de alguien que no pierde la cabeza.
—¿Quiere usted acercarse un instante y?
¡Bravo por la señora Maigret! ¿Acaso adivinó lo que iba a pasar? Lo cierto es que
hizo un movimiento rápido hacia la puerta. Pero Françoise se había escapado ya, y
corría a lo largo del pasillo, hacia la escalera.
—¿Pero qué hace? –se asustó Josephine Beausoleil.
Maigret no se movió, no podía moverse. Tampoco podía enviar a su mujer en persecución
de la fugitiva. Tuvo que contentarse con preguntarle a la señora Rivaud:
—¿Cuándo le confió su marido la nota?
—¿Qué nota?
¿Para qué iba a someterla a un interrogatorio penoso?
Maigret llamó a su mujer y le dijo:
—Asómate a una ventana que dé sobre la parte trasera del Hotel.
Aquél fue el momento que eligió el procurador para hacer su entrada. El miedo le daba
a su rostro una expresión severa, casi amenazadora.
—Me han telefoneado para decirme.
—Siéntese, señor Duhourceau.
—Pero. La persona que me ha telefoneado.

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—Françoise acaba de escaparse. Es posible que la atrapen. Pero también es posible que
no. Le ruego que se siente. Conocía usted a la señora Beausoleil, ¿verdad?
—¿Yo? ¡En absoluto!
El procurador intentaba seguir la mirada de Maigret. Se notaba que el comisario
hablaba por hablar, pensando en otra cosa, o más bien, contemplando un espectáculo
que no existía más que para él. Miraba hacia la plaza, aguzaba el oído y observaba a
la señora Rivaud.
De pronto estalló un violento escándalo en el mismo Hotel. Se oyeron portazos y pasos
de personas corriendo por la escalera. Incluso se percibió el disparo de un revólver.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
Gritos y ruido de vajilla rota. Luego ruido de persecuciones en el piso de arriba, y
los restos de un vidrio roto cayendo a la calle.
La señora Maigret entró precipitadamente en la habitación, cerrando la puerta con
llave.
—Creo que Leduc lo ha. –murmuró jadeando.
—¿Leduc? –murmuró el procurador.
—El coche del doctor estaba en el callejón de atrás. El doctor estaba allí, esperando
a alguien. En el momento en que salió Françoise y fue a sentarse junto a él en el
coche, apareció el Ford de Leduc. Estuve a punto de gritarle que se apresurase. Lo
veía tan tranquilo, en su asiento. Pero él tenía su idea, y tranquilamente reventó un
neumático del coche del doctor con su revólver. Los otros dos no supieron qué hacer.
El doctor miraba en todas direcciones, desesperado. Cuando vio que Leduc bajaba del
coche con el revólver en la mano, empujó a Françoise dentro del Hotel y ambos echaron
a correr. Leduc los persigue por los pasillos. Deben estar ahí arriba.
—¡Continúo sin comprender! –articuló el procurador, lívido.
—¿Lo que ha ocurrido antes? ¡Es fácil! Gracias a un pequeño anuncio hice venir aquí a
la señora Beausoleil. El doctor, que no deseaba este encuentro, envió a Françoise a
la estación para que impidiera que su madre llegara hasta aquí. Yo lo había previsto
y había mandado a Leduc a la estación. De modo que, en vez de traerme a una, me trajo
a las dos. Va a ver usted enseguida cómo las cosas van encadenándose. Françoise, que
vio que las cosas se complicaban, telefoneó a su cuñado para pedirle que viniera.
Pero yo envié a Leduc para que vigilara a Rivaud. Leduc llegó demasiado tarde al
Hospital. El doctor se había ido ya. Estaba en su casa, donde redactó una nota para
Françoise y obligó a su mujer a que viniese a entregársela discretamente. ¿Comprende?
El doctor, con su coche en la parte de atrás del Hotel, esperaba a Françoise para
escaparse con ella. ¡Medio minuto más y lo hubiera conseguido! Pero Leduc llegó a
tiempo para ver que lo que ocurría no era muy católico, reventó el neumático y.

Mientras hablaba, el jaleo y la confusión reinantes se habían intensificado en


algunos segundos. Algo ocurría allá arriba, pero ¿qué?
¡Y de pronto un silencio de muerte! Hasta el punto de que todo el mundo,
impresionado, se quedó inmóvil.
Se oyó la voz de Leduc dando órdenes en el piso superior. Pero no era posible
entender lo que decía.
Un golpe sordo. Otro. Y otro. Y por fin el ruido de la puerta al ser derribada.
Al no oír nuevos ruidos la espera se hizo dolorosa. ¿Por qué ya no se movían, en el
piso de arriba? ¿Por qué aquellos pasos lentos, tranquilos, de un solo hombre,
resonando en la habitación?
La señora Rivaud se frotaba los ojos. El procurador se retorcía los bigotes. La
señora Beausoleil estaba a punto de estallar en sollozos de angustia.
—¡Deben haber muerto! –pronunció lentamente Maigret contemplando el techo.
—¿Cómo? ¿Qué es lo que dice?
Y la señora Rivaud se precipitó hacia el comisario con el rostro descompuesto y la
mirada enloquecida.
—¡No es cierto! ¡Dígame que no es cierto!
Volvieron a oírse pasos. La puerta se abrió y entró Leduc con los cabellos en
desorden y la chaqueta desgarrada.
—¿Muertos?
—Sí, los dos.
Tuvo que detener a la señora Rivaud, que se precipitaba hacia la puerta.
—Ahora no, por favor.
—¡No es cierto! ¡Sé que no es cierto! ¡Quiero verlo!
Estaba agotada, sin aliento. Su madre no sabía qué partido tomar.
Y el señor Duhourceau contemplaba fijamente la alfombra. Se diría que él era el que
se sentía más afectado, más emocionado por aquella noticia.
—¿Los dos? –acabó por balbucear, volviéndose hacia Leduc.

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—Los perseguí por la escalera y por los pasillos. Pudieron meterse en una habitación
antes de mi llegada, y cerraron la puerta con llave. No pude echar la puerta abajo y
mandé a buscar al dueño del Hotel, que es muy fuerte. Pude verlos por el ojo de la
cerradura.
Germaine Rivaud lo miraba como una demente. En cuanto a Leduc, buscaba los ojos de
Maigret para saber si debía continuar hablando.
¿Por qué no? ¿Acaso no era necesario ir hasta el final? Hasta el final del drama, de
la verdad.
—Estaban abrazados. Ella se agitaba nerviosa en los brazos del hombre. Oí que le
decía:
»¡No quiero! ¡Esto no! ¡¡¡No!!! Es mejor que.
»Y fue ella la que le sacó el revólver del bolsillo y se lo puso en la mano mientras
le decía:
»Tira. ¡Tira abrazándome!
»No vi nada más, porque llegó el dueño y.
Se calló. A pesar del pantalón se podía ver que le temblaban las rodillas.
—No tardamos ni veinte segundos en entrar. Rivaud había muerto ya cuando me incliné
sobre él. Françoise tenía los ojos abiertos. Al principio creí que estaba muerta.
Pero en el momento en que menos lo esperaba.
—¿Y bien? –preguntó el procurador, casi sollozando.
—Me sonrió. Hice poner un biombo delante de la puerta. No tocarán nada. He
telefoneado al Hospital.
Josephine Beausoleil no acababa de comprender. Miraba a Leduc petrificada. Luego se
volvió hacia Maigret y le preguntó:
—Todo eso no es posible, ¿verdad?
Todo se desarrollaba alrededor de Maigret, inmóvil sobre su cama. Se abrió la puerta
y apareció el dueño del Hotel con el rostro congestionado y con el aliento oliéndole
a alcohol. Debía haber vaciado un gran vaso para reponerse.
—Es el doctor. ¿Es que?
—¡Ya voy! –dijo Leduc, a regañadientes.
—¿Está usted aquí, señor procurador? ¿Está usted al corriente? ¡Si los viese usted!
¡Es como para llorar a mares! Se diría que.
—¡Déjenos! –le gritó Maigret.
—¿Debo cerrar la puerta del Hotel? La gente empieza a congregarse en la plaza.
Cuando Maigret buscó con los ojos a Germaine Rivaud, la encontró tendida en la cama
de la señora Maigret, con la cabeza apoyada en la almohada. No lloraba ni sollozaba.
Dejaba escapar largos gemidos, tan lúgubres como la queja de una bestia herida.
—¿Puedo ir a verlos?
—Dentro de un poco. Cuando el médico haya terminado.
La señora Maigret daba vueltas alrededor de Germaine sin saber qué hacer para
aliviarla. Y el procurador suspiraba:
—Ya se lo decía yo.
Los ruidos de la ciudad llegaban hasta la habitación. Dos agentes forzaban a la gente
a dispersarse. Algunos protestaban.
Maigret preparó su pipa y empezó:
—Ha dejado al pequeño en Burdeos, ¿verdad, señora Beausoleil?
—Yo. Sí.
—Debe tener unos tres años.
—Dos.
—¿Es niño o niña?
—Una niña. Pero.
—Hija de Françoise, ¿verdad?
El procurador se puso en pie con aire decidido:
—Comisario, le suplico que.
—Tiene usted razón. Dentro de un rato. O, mejor dicho, en cuanto pueda salir me
permitiré hacerle una visita.
Le pareció que su interlocutor parecía tranquilizado.
—Dentro de poco, todo habrá acabado. ¿Pero qué estoy diciendo? En realidad, ha
acabado ya. ¿No cree usted que su puesto está ahí arriba?
El procurador, en su precipitación, olvidó despedirse. Huyó como un colegial al que
de repente se le levanta el castigo.
Y una vez la puerta cerrada se creó una nueva intimidad. Germaine seguía gimiendo,
sorda a las observaciones de la señora Maigret, que le ponía compresas de agua fría
sobre la frente. Josephine Beausoleil volvió a sentarse exhalando un suspiro.
—¡Quién me lo iba a decir!
¡Una mujer valiente, en el fondo! ¡Y de una profunda moralidad! ¡La vida que había

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llevado la encontraba normal, natural! ¿Acaso era posible reprochárselo?
Abundantes lágrimas empezaron a hinchar sus arrugadas pupilas de mujer madura, y
pronto rodaron por sus mejillas diluyendo el maquillaje.
—Era sin duda su preferida.
—¡Naturalmente! –repuso ella haciendo caso omiso de Germaine, que realmente no
parecía enterarse de nada–.
¡Era tan guapa, tan fina! ¡Y mucho más inteligente que la otra! Claro que eso no era
culpa de Germaine. Germaine siempre estaba enferma y no pudo desarrollarse mucho.
Cuando el doctor quiso casarse con Germaine, Françoise era demasiado joven. ¡Apenas
trece años! ¡Y bien! ¡No me crea si no quiere, pero yo me di cuenta de que aquello
traería complicaciones algún día! Y eso fue lo que pasó.
—¿Cómo se llamaba Rivaud, en Argel?
—Se llamaba Meyer. Supongo que no vale la pena mentir. Por otra parte, si usted ha
hecho todo esto, es que ya lo sabía.
—¿Fue él quien sacó a su padre del hospital, a Samuel Meyer?
—Sí. y fue entonces cuando empezó a fijarse en Germaine. No había más que tres
enfermas en la sala. Mi hija, Samuel y otro. Entonces, una noche, el doctor se las
arregló para provocar un incendio. Siempre juró que el otro, el que dejó entre las
llamas para hacerlo pasar por Samuel, estaba ya muerto. Yo no puedo dudarlo, pues el
doctor era un buen chico. Hizo bien en ocuparse de su padre, a pesar de que éste
había hecho tonterías.
—¡Comprendo! El otro fue entonces inscrito en los registros de defunción como Samuel
Meyer. El doctor se casó con Germaine. Las trajo a las tres a Francia.

—Tardamos un poco en venir. Residimos durante una temporada en España. Él esperaba


unos papeles que no llegaban.
—¿Y Samuel?
—Lo envió a América recomendándole que no volviese a poner los pies en Europa.
Entonces ya parecía no estar en sus cabales.
—Y por fin su yerno recibió los papeles a nombre de Rivaud. Vino a instalarse aquí
con su mujer y su cuñada. ¿Y usted?
—Me pasaba una pequeña pensión para que me quedase en Burdeos. Hubiese preferido
Marsella, por ejemplo, o Niza. ¡Niza sobre todo! Pero él quería tenerme al alcance de
la mano. Trabajaba mucho. A pesar de todo lo que se diga de él, era un buen médico,
que no hubiese hecho daño a un enfermo para.
A fin de evitar los ruidos del exterior, Maigret había cerrado la ventana, y el olor
de su pipa llenaba la habitación.
Germaine seguía gimiendo como una niña, y su madre explicaba:
—Desde que tuvo la meningitis fue todavía peor que antes. En realidad, nunca fue
alegre. ¡Imagínese, una niña que pasa toda su juventud en la cama! Lloraba por nada,
y todo le daba miedo.
¡Y Bergerac no había adivinado nada! Todas aquellas vidas dramáticas se habían
desarrollado allí sin que nadie se diese cuenta de ello.
La gente decía: «la casa del doctor...» «el auto del doctor...» «la mujer del
doctor...» «la cuñada del doctor...».
Y no veía más que la casa bonita y limpia, el auto de buena marca, la chica joven,
moderna, la mujer de aspecto agotado.
En Burdeos la señora Beausoleil acababa penosamente una vida agitada en un
apartamento burgués. ¡Ella, que se había preocupado tanto del mañana, ella, que había
dependido del capricho de tantos hombres, podía al fin darse aires de rentista!
En el barrio debían tratarla con consideración. Incluso debía pagar regularmente a
sus proveedores.
Y cuando sus hijas iban a verla, lo hacían en un coche lujoso.
He aquí que lloraba de nuevo. Y se sonaba con un pañuelito de encaje.
—¡Si hubiese usted conocido a Françoise! Cuando vino a dar a luz a mi casa. Porque
fue en mi casa donde ocurrió todo. Podemos hablar delante de Germaine, pues está al
corriente.
La señora Maigret la escuchaba horrorizada. Para ella aquello representaba el
descubrimiento de un mundo enloquecedor.
Bajo las ventanas había varios coches aparcados. Había llegado el médico forense, así
como el juez de Instrucción, el secretario y el comisario de Policía, al que había
encontrado en una feria vecina, donde quería comprar conejos.
Llamaron a la puerta. Era Leduc, que miró tímidamente a Maigret para saber si podía
entrar.
—Déjanos solos, viejo.
Era mejor conservar aquella atmósfera de intimidad. No obstante, Leduc se aproximó y

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preguntó en voz baja:
—Si todavía quieren verlos, antes de que se los lleven.
—¡No, claro que no!
¿Para qué? La señora Beausoleil esperaba que saliese el intruso. Tenía prisa por
continuar sus confidencias. Se sentía a sus anchas ante aquel hombre que la
contemplaba amablemente desde la cama.
Él la comprendía. No se sentía asombrado. No hacía preguntas ridículas.
—Estaba usted hablando de Françoise.
—Sí. Pues bien, cuando la niña nació. Pero. Sin duda usted todavía no lo sabe todo.
—Lo sé.
—¿Se lo dijo ella?
—El señor Duhourceau estaba allá, ¿verdad?
—¡Sí! ¡Yo nunca había visto a un hombre tan nervioso, tan preocupado. Decía que era
un crimen tener hijos, porque siempre se corre el riesgo de matar a la madre.
Escuchaba los gritos. Yo le ofrecía copitas, pero.
—¿Su apartamento es grande?
—Tres habitaciones.
—¿La asistió una comadrona?
—Sí. Rivaud no quería cargar él solo con toda la responsabilidad y.
—¿Vivía usted cerca del puerto?
—Muy cerca del puente, en una calleja que.
Aún otra escena que Maigret veía como si hubiese estado allá. Pero, al mismo tiempo,
veía otra: la que se desarrollaba en el mismo instante justo sobre su cabeza.
Rivaud y Françoise separados a la fuerza por el forense, ayudado del agente de pompas
fúnebres.
El procurador debía estar más blanco que los formularios que el secretario rellenaba
con mano temblona.
¡Y el comisario de policía, que una hora antes no se ocupaba más que de sus conejos!
—Cuando el señor Duhourceau supo que era una niña se echó a llorar, y, tan cierto
como que estoy aquí, apoyó la cabeza en mi pecho. Incluso creí que se encontraba mal.
Yo traté de no dejarlo entrar, porque.
Y se detuvo de nuevo, desconfiada, mirando a Maigret de reojo.
—No soy más que una pobre mujer que ha hecho siempre lo que ha podido. No estaría
bien abusar para.
Germaine Rivaud había cesado de gemir. Sentada al borde de la cama, miraba de frente
con aire extraviado.
Aquél era el momento más duro. Estaban transportando los cuerpos, tendidos sobre
camillas, y se oía el ruido dé éstas por el pasillo.
Y luego los pasos pesados, prudentes, de los camilleros bajando la escalera.
—¡Cuidado con el escalón!
Un poco más tarde llamaban a la puerta. Era Leduc, que también olía a alcohol.
—¡Ha terminado! –murmuró.
En efecto, en la plaza un coche se ponía en marcha.

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11
E L PADRE

—¡Anuncie usted al comisario Maigret!


Sonreía a pesar suyo, porque era su primera salida y se sentía feliz de andar como
todo el mundo. ¡Incluso se sentía orgulloso, como un niño que diese los primeros
pasos!
Y, no obstante, su paso era pesado, vacilante. Tuvo que sentarse porque notó que un
sudor inquietante le perlaba la frente.
¡Un ayuda de cámara de chaleco a rayas! ¡Con cabeza de campesino elevado a un grado
más alto, por lo que experimentaba un orgullo insensato!
—Si el señor quiere tener la amabilidad de seguirme. El señor procurador recibirá al
señor dentro de unos minutos.
El criado no parecía darse cuenta de lo penoso que puede resultar a veces el subir
una escalera. Maigret se aferró a la barandilla. Contaba los escalones.
Todavía quedaban ocho.
—Por aquí. Un momento.
¡La casa era exactamente tal como Maigret la había imaginado! ¡Y se encontraba en el
famoso despacho del primer piso, que había evocado tantas veces!
Era una habitación grande, rodeada de estanterías de libros. No había nadie y no se
oían pasos, pues las paredes estaban cubiertas por espesos tapices.
Entonces Maigret, a pesar de sus deseos de sentarse, se aproximó a una estantería
oculta por una cortina verde, por lo visto para defender los libros contra las
miradas.
¡Corrió la cortina y vio que detrás no había nada, sólo estantes vacíos!
Y cuando se volvió vio al señor Duhourceau, que estaba observándolo.
—Hace dos días que lo espero. Confieso que.
—¡Se diría que había adelgazado diez kilos! Tenía las mejillas hundidas y los
pliegues de su boca eran dos veces más profundos.
—Siéntese, se lo ruego.
El señor Duhourceau estaba violento. No se atrevía a mirar a su interlocutor a la
cara. Se sentó en su lugar habitual, ante una mesa llena de papeles.
Entonces Maigret juzgó que sería más caritativo acabar de un modo rápido, con pocas
palabras.
Un hombre de sesenta y cinco años, solo en aquella gran casa, solo en la ciudad,
donde era el más alto magistrado, solo en la vida.
—Veo que ha quemado usted sus libros.
No hubo respuesta. Sólo un ligero tinte rosáceo en las mejillas de su interlocutor.
—Permítame que acabe primero con la parte judicial del asunto. Creo, por otra parte,
que a estas horas todo el mundo está de acuerdo sobre ello.
»Samuel Meyer, que fue lo que podríamos llamar «un aventurero burgués», es decir, un
comerciante nato navegando en aguas prohibidas, tuvo la ambición de hacer de su hijo
un hombre importante.
»Estudios de Medicina. El doctor Meyer se convierte en el ayudante del doctor Martel.
Toda clase de sueños sobre el porvenir le están permitidos.
»Primer acto: en Argel. El viejo Meyer recibe a cómplices que lo amenazan. Y los
manda al otro mundo.
»Segundo acto: también en Argel. Samuel es condenado a muerte. Siguiendo los consejos
de su hijo, simula una meningitis. Y su hijo lo salva.
»¿El hombre que fue enterrado con su nombre estaba ya muerto en aquel momento? ¡No lo
sabremos jamás!
»El hijo de Meyer, que toma desde entonces el nombre de Rivaud, no es hombre amigo de
esconderse. Es fuerte. Se basta a sí mismo.
»¡Es ambicioso! Un ser de inteligencia aguda, que conoce su valía y que quiere
aprovecharla cueste lo que cueste.
»Una única debilidad: se enamora de una de sus enfermas y se casa con ella, para
darse cuenta un poco más tarde de que carece de interés.
El procurador escuchaba sin alterarse. Para él aquella parte del relato carecía de
interés. Pero aguardaba el resto con angustia.
—El nuevo Rivaud hizo que su padre se marchase a América. Luego se instaló aquí con
su mujer y su cuñada.
»Y, naturalmente, lo que tenía que llegar llegó. Aquella joven que vive bajo su techo
lo provoca, lo intriga, y acaba por seducirlo.
»Y empieza el tercer acto. En ese momento el procurador de la República, por medios
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que no conozco todavía, está a punto de conocer la verdad sobre el cirujano de
Bergerac. ¿No es así?
Claramente, sin la menor vacilación, el señor Duhourceau replicó.
—Es así.
—De modo que había que hacerlo callar. Rivaud sabía que el procurador tenía una manía
relativamente inofensiva. Los libros eróticos, llamados, por eufemismo, «ediciones
para bibliófilos».
»Es la manía de los solterones que tienen demasiado dinero y que encuentran demasiado
monótono coleccionar sellos.
»Rivaud se aprovechó de esa manía. Le presentó a su cuñada como a la perfecta
secretaria. Ella vino a ayudarlo en el archivo, y poco a poco le forzó a que le
hiciese la corte.
»Excúseme, señor procurador. Hasta ahora no ha sido difícil. Lo más difícil es esto:
Françoise está embarazada. Necesitan que usted crea que el hijo es suyo, para así
tenerlo a su disposición.
»Rivaud no quiere huir de nuevo, cambiar de nombre, situarse otra vez. Se empieza a
hablar de él. El porvenir es magnífico.
»Françoise consigue.
»Y, naturalmente, cuando le anuncia que va a ser madre, usted no duda ni un momento
que.
»¡Ahora ya no podrá usted decir nada! ¡Le tienen en sus manos! Alumbramiento
clandestino en Burdeos, en casa de Josephine Beausoleil, adonde usted sigue yendo a
menudo a ver a la niña que toma por su hija. Fue la misma Beausoleil quien me lo
dijo.
Y Maigret, por pudor, evitó mirar a su interlocutor.
—¿Me comprende? ¡Rivaud era un arribista! ¡Un hombre superior! ¡Un hombre que no
quería recordar su pasado! Amaba a su cuñada, pero a pesar de ello su preocupación
por el porvenir fue más fuerte y toleró que una vez, por lo menos, ella pasase a sus
brazos. Esta es la única pregunta que me permitiré hacerle: ¿sólo una vez?
—¡Sólo una vez!
—Después ella rehusó, ¿verdad?
—Bajo diversos pretextos. Le daba vergüenza.
—¡No! ¡Amaba a Rivaud! Se había entregado a usted sólo para salvarlo. Usted estaba
persuadido de que la niña era suya. ¡En adelante, se callaría! Incluso iba con
frecuencia a Burdeos, a ver a su hija.
»Y he aquí el drama. En América del Sur, Samuel, nuestro Samuel de Polonia y Argel,
se volvió completamente loco. Asaltó a dos mujeres en las cercanías de Chicago y las
remató clavándoles una aguja en el corazón. Eso lo he descubierto consultando los
archivos.
»Al verse perseguido volvió a Francia. Y vino a Bergerac en busca de dinero. Su hijo
le dio fondos para que desapareciese de nuevo, pero al marcharse, en una nueva
crisis, cometió otro crimen. Estrangulación. Aguja en el corazón. Fue en el bosque
del Molino Nuevo, que hay que atravesar para ir de la casa del doctor a la estación.
¿Sospecha usted ya la verdad?
—¡No! ¡Le juro que no!
—Volvió a casa de su hijo. Probablemente varias veces. Rivaud le daba dinero cada
vez, para que se fuese. No podía hacerlo internar, y mucho menos hacerlo detener.
—Le dije que era necesario que aquello terminase.

—Sí, y en consecuencia él tomó sus medidas. El viejo le telefoneó, y su hijo le dijo


que bajase del tren un poco antes de la estación.
»¡Eso es todo! ¡Su hijo lo mató! No toleraba ningún obstáculo entre él y el porvenir.
Ni siquiera a su mujer, a la que hubiera enviado un día u otro a un mundo mejor.
Porque tenía a Françoise, de la que había tenido una hija. Esa niña que.
—¡Basta!
Entonces Maigret se puso en pie con sencillez, como tras una visita cualquiera.
—Eso es todo, señor procurador.
—Pero.
—Era una pareja muy ardiente, compréndalo. ¡Una pareja que no admitía obstáculos!
Rivaud había encontrado la mujer que necesitaba: Françoise, que, por él, aceptó su
abrazo.
Ya no se dirigía más que a un pobre hombrecillo incapaz de reaccionar.
—La pareja ha muerto. Queda una mujer que nunca fue ni demasiado inteligente, ni
demasiado peligrosa: la señora Rivaud, que recibirá una pensión. Se irá a vivir con
su madre a Burdeos, o a otro sitio. Esas dos no hablarán.
Tomó el sombrero que había dejado sobre la silla y continuó:

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—En cuanto a mí, ya es hora de que vuelva a París. Mis vacaciones han terminado.
Se acercó a la mesa y le tendió la mano:
—Adiós, señor procurador.

Y como su interlocutor se precipitase sobre aquella mano con un reconocimiento que


amenazaba manifestarse por un torrente de palabras, lo cortó con un:
—¡Sin rencor!
Salió tras el criado de chaleco a rayas, cruzó la plaza, y no sin esfuerzo llegó al
hotel, donde le dijo al dueño:
—Para hoy, por fin, truchas y foie–gras del país. ¡Y la cuenta! ¡Nos largamos!

FIN

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