occidental atraviesa las nervaduras mismas de la concepción moderna del hombre en ese hemisferio del planeta. Una concepción del hombre que parte desde la revolución renacentista y encuentra uno de sus clímax en la otra gran revolución: la revolución industrial. El cuerpo como mercancía es un concepto muy familiar para los occidentales; tal familiar que muchas de sus implicaciones más profundas se les escapan y sólo salen a la luz en el momento de confrontar otras visiones del mismo, otras radicalmente opuestas. Desde la Declaración de los Derechos del Hombre la identidad del individuo adquiere carta de ciudadanía: a diferencia de la sociedad medieval dividida en estamentos y en la que lo individual es casi inexistente y se desvanece a favor del Everyman y de las alegrorías a partir de aquel momento todo ciudadano tiene valía por sí mismo, goza de iguales derechos políticos independientemente del lugar que ocupe en la sociedad (aunque ello se que de en teoría) y por ello es muy importante que posea un nombre, apellidos y un rostro identificable que le den nombre de ciudadano. En ésta época nacen la idea de los documentos de identidad en contraste con el general anonimato de la época medieval en que importaba más saber a que estamento se pertenecía que la existencia de la persona como individuo independiente La otra cara que no podemos olvidar es la del control social : saber quien es quien permite al Estado vigilar y castigar, amonestar y corregir las conductas desviadas. Para que alguien sea sujeto de ley debe poder ser identificado. Con el tiempo esta idea de definición del individuo y su control por parte del estado llevaría a la paranoia de los estados totalitarios que buscaban una sociedad controlada tanto en la esfera de lo privado como de lo público. El hombre masa tenía que ser un individuo cuya individualidad estuviera determinada por él estado Con el tiempo esa idea choca con el individualismo ” promovido por el consumo y que Andy Warhol resumía en los: “quince minutos de fama” a que todo ser humano tendría derecho. La libre empresa desbocada genera un afán de competencia inigualado hasta entonces en la historia de la humanidad y se da la paradoja, en una sociedad de consumo masivo, de lo que yo llamaría la angustia del yo vacío. Los productos de consumo masivo prometen otorgarnos una identidad que no pueden , a la postre, ofrecer, porque son productos que uniforman y borran las brechas de la diferencia. El mundo occidental, entonces, erige como bandera una cultura en que la identidad se produce en la fusión del individuo con la masa, elevada está al concepto de civilización: la masa tiene poder adquisitivo, la masa disfruta de confort, la masa nos vuelve anónimos pero , a la vez, parte de un engranaje inconmovible. Todo esto choca de frente con el uso de la burqa no porque esta sea una negación del individuo: quien vive en sociedades musulmanas sabe que detrás del velo hay una voz, unos gestos, una manera de pensar y decir por lo que el alegato en el sentido de que la burqa anula la individualidad es un argumento falaz. La individualidad no se puede suprimir pues aún en las filas del ejército un soldado tiene un carnet de identidad que prueba que, pese a seguir la misma disciplina que los demás sigue siendo un individuo aparte. El problema radica pues no en la supresión de la individualidad sino en el obstáculo que la burqa representa para el poder vigilante del estado. Si este poder ha invadido incluso la vida privada, si no existe hoy faceta del hombre-masa que nos sea modelada por los mass media el uso de tal vestimenta es un espacio de intimidad que los poderes fácticos difícilmente toleran. La vida privada tiende a desaparecer en el mundo de los talk shows, del chisme y de una necesidad de exhibir el cuerpo para probar que se existe, para probar que se es. Estas consideraciones son importantes porque la exhibición de lo privado y lo íntimo crea la ilusión de la inexistente diferencia en la aplastante sociedad de masas. La burqa es , en realidad, una vestimenta repudiada por cuanto implica que el cuerpo es algo intocable por los poderes fácticos, que el cuerpo de la mujer a la mujer le pertenece. Se podría argumentar que el uso de dicha prenda es forzado por los hombres pero si consideramos el hecho de que muchas mujeres la visten por propia voluntad el argumento queda destruido para dejar al descubierto otro debate más sustancial: ¿Desde dónde se construye la individualidad? La burqa no es deseable si le es impuesta a la mujer y en todo caso la ley podría sancionar esa imposición y no el uso de la prenda en sí que, como ya dije, es, en muchos casos, voluntario. Tal vez el debate principal se refiera a los límites del Estado , a la preservación de un espacio de existencia íntima que además está ligado a una cultura distinta. La burqa puede ser el espacio en que esa cultura sobrevive en la consciencia de las mujeres, puede ser una muralla que las defienda, a ellas y a sus cuerpos, de una occidentalización y desislamización forzadas. Es importante que reflexionemos y nos demos cuenta de que la violencia, no por ser institucional, es menos violencia. La mujer se encuentra nuevamente ante la sabida situación de que otros , los hombres, decidan por ella. Sería , tal vez, hora de cederles la palabra para que ellas mismas decidan sobre algo tan delicado como su individualidad. De no ser así, continuaremos desgastándonos en confrontación por “la libertad de la mujer” en que el Estado y los poderes fácticos se niegan a dar voz a las mujeres.